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Erwin Rommel

El Zorro del Desierto

Presentado A:
Sv Rodríguez Cabrera Luis Francisco
Profesor Militar

Presentado Por:
Ss. Tapiero Sierra John Fredy

Escuela de Armas Combinadas del Ejército Nacional


Ética y Liderazgo
CAPAVAN I
2023
INTRODUCCION

Aquel gran general, Erwin Rommel, militar en el que se entremezclaba lo mejor de


la tradición castrense con la pasión por las nuevas tecnologías aplicadas al arte de
la guerra. Un mariscal controvertido que conservaba el sueño romántico de la
nobleza y el respeto entre adversarios en unos momentos en que se imponía la
devastadora guerra industrial, logra imponerse como el oficial mas respetado por
los aliados durante la primera y segunda guerra mundial.
ERWIN ROMMEL
EL ZORRO DEL DESIERTO

Erwin Rommel nació en Heidenheimen 1881. Era el tercero de los cinco hijos de
una familia suaba de clase media, luterana y sin tradición castrense. Su padre,
Erwin, y su abuelo eran profesores de matemáticas; su madre, Elena, era hija del
presidente regional de Württemberg. El pequeño Rommel se mostró apocado, muy
apegado a su madre. No fue buen estudiante, pero las burlas a las que le sometió
carácter, saco adelante sus estudios y se convirtió en un joven atlético.
Atraído por la naciente aviación y los avances tecnológicos, pensó estudiar
ingeniería, pero su padre se lo impidió. Finalmente ingresó en el Ejército. La
adolescencia le cambió la opción atractiva para los jóvenes de la época. Rommel
se enroló en una unidad local en la que pronto destacó por su liderazgo innato. Tres
meses después ya era cabo, y a los seis, sargento. Ingresó en la Escuela Militar de
Dantzig, en donde brilló más en las actividades físicas que en las teóricas.

Allí conoció a la que sería su esposa, Lucie María Mollin, prima de un compañero
de academia. Tras licenciarse con el grado de subteniente se reincorporó a su
regimiento. A Rommel se le podría definir como un buen chico: no fumaba, no bebía
y nunca se le vio inmerso en la vida nocturna de la que tanto disfrutaban los oficiales.
Era un joven serio, más dado a escuchar que a discutir. Siempre andaba volcado
en su actividad cuartelera, especialmente la instrucción de la tropa, labor en la que
era muy estricto.

Al estallar la Primera Guerra Mundial fue enviado con su regimiento a la zona del
Argonne. Rápidamente destacó por su valor y fue ascendido a teniente. Recibió su
primera herida al quedarse sin munición y atacar en solitario con la bayoneta calada
contra tres soldados franceses. También destacó por su audacia, dando golpes de
mano tras las líneas enemigas. Se ganó un gran respeto entre sus hombres, ya que
siempre iba al frente de los mismos. Galardonado en 1915 con la Cruz de Hierro de
primera clase, fue adiestrado en guerra de montaña y enviado al frente rumano.

Al año siguiente aprovechó un permiso para casarse con Lucie. Después le


transfirieron al frente italiano, donde consagró su imagen de intrépido en el Matajur.
Escaló con sus hombres más de 2.000 metros y cayó por la retaguardia sobre los
italianos. En 52 horas, y con solo seis bajas, capturó a 150 oficiales, 9.000 soldados
y 81 cañones. Su hazaña le deparó el ascenso a capitán.

Una muestra de su astucia fue el modo en que poco después tomó Longarone con
un puñado de hombres. Hizo disparar desde distintas posiciones, lo que convenció
a la guarnición de que estaba rodeada y la llevó a la rendición. Fue condecorado
con una de las principales distinciones alemanas, Pour le Mérite, hasta entonces
reservada a los generales. El final de la guerra le sorprendió como integrante del
Estado Mayor del 64 Cuerpo de Ejército.

Encajó muy mal la rendición. Tras un período dedicado a labores de orden público
en una Alemania en plena agitación revolucionaria, fue enviado a Stuttgart. En los
nueve años que permaneció en este destino disfrutó de una vida tranquila y
sosegada. Se refugió en su mujer y nació su único hijo, Manfred. En 1932, siendo
instructor de la Escuela Militar de Dresde, fue ascendido a comandante. Un año
después los nazis llegaban al poder.

Su relación con Hitler empezó en Goslar, cuando este se fijó en la preparación de


su regimiento. Rommel, con él en cabeza, hacía subir y bajar un monte cuatro veces
seguidas. Era un maniático del adiestramiento continuo. Afirmaba que “sudar ahorra
sangre”. Tras ser ascendido a teniente coronel, fue llamado por Von Shirach en
1937 para la formación de las Juventudes Hitlerianas. Pronto chocó con este y sus
colaboradores, que se mofaban de él por su marcado acento suabo. Además de
repelerle los métodos de las SA, disentía de Von Shirach, que quería formar
“pequeños napoleones” en lugar de soldado

Tras su dimisión, sus cualidades pedagógicas le llevaron a dirigir la Academia Militar


de Wiener-Neustadt, en Austria. Esta etapa fue para él y su familia una de las
mejores de sus vidas. Vivían en una agradable casa con jardín, él salía a pasear al
monte con frecuencia y podía dedicarse a su última afición: la fotografía. Por
entonces publicó su libro Infanterie greift an (Ataques de infantería), que recogía sus
experiencias en la Primera Guerra Mundial.

La obra sorprendió gratamente a Hitler, que le nombró comandante en jefe de su


batallón de escolta durante sus visitas a Austria y, ya estallada la Segunda Guerra
Mundial, a los Sudetes, Praga y Polonia. Rommel, ascendido a general, aprovechó
estos viajes para estudiar sobre el terreno la manera de llevar a cabo la Blitzkrieg
(guerra relámpago). Su estrecha relación con Hitler le permitió acceder al mando de
la 7ª División Panzer, a pesar de las protestas del Estado Mayor alemán.

En una marcha meteórica, tras cruzar la frontera belga alcanzó


Cherburgo, capturando a 30.000 soldados franceses y británicos. Días antes había
tomado Saint-Valéry, donde logró la rendición de otros 13.000 hombres. Parte de
su éxito se debía a la rapidez que imprimió a sus unidades. Los franceses
bautizaron la 7ª Panzer como “la división fantasma”, porque nunca se sabía dónde
estaba. Tampoco lo sabía el cuartel general alemán, ya que Rommel ordenaba
cerrar la comunicación mientras avanzaba para “no ser molestado”.

En su opinión, el generalato ignoraba cómo hacer guerra de movimientos. Otra gran


parte de su triunfo respondía a su ingenio. En la batalla de Arras, por ejemplo,
superó a los blindados británicos Matilda al utilizar como cazacarros los cañones
antiaéreos de 88 mm. Rommel empezó a ser visto por el cuartel general alemán
como un militar atípico y poco ortodoxo. Sobre todo, por ir en cabeza de sus
unidades blindadas, algo que ni siquiera su plana mayor veía con buenos ojos.

Él lo consideraba de vital importancia, pero estuvo a punto en innumerables


ocasiones de ser abatido o capturado. Sus hombres decían que “el frente se halla
donde se encuentre Rommel” y que tenía Fingerspitzengefühl, un sexto sentido,
para saber cómo pensaba y cómo iba a reaccionar el enemigo. Tras la caída de
Francia, Rommel regresó a Wiener-Neustadt para disfrutar con María y Manfred de
un merecido descanso.

En 1941, tras ser ascendido a teniente general, Hitler le ordenó que se hiciera cargo
del Afrika Korps. Formado por la 5ª y la 15 divisiones Panzer, debía acudir al norte
de África en ayuda de los aliados italianos, que estaban siendo arrollados por las
tropas de la Commonwealth. Desembarcó en Trípoli y, nada más llegar, puso a
prueba su astucia. Ordenó desfilar a sus tropas haciendo que cada carro diese
varias vueltas para que el contingente pareciese mucho mayor.
Allí se encontró con dos problemas: la superioridad numérica y militar de los aliados
y la desmoralización de los italianos. El primero intentó superarlo estudiando al
enemigo y leyendo el libro de estrategia militar del general británico al mando,
Archibald Wavell. El segundo, actuando por su cuenta en la medida de lo posible,
ignorando siempre que podía al mando italiano, al que detestaba.

Su implacable ataque desalojó a los británicos de El Agheila y Mersa Brega. Poco


después se hallaba en Bardia-Solum, obligando a los británicos a atrincherarse en
Tobruk. Fue tan vertiginosa su progresión y tal el cúmulo de triquiñuelas usadas en
el campo de batalla que la leyenda de Rommel trascendió sus propias filas para
alcanzar las líneas británicas, en donde se le bautizó como “el zorro del desierto”.

Se convirtió en tal obsesión que el general británico Auschinlek firmó una orden en
que manifestaba que Rommel no era un superhombre y que cada vez que los
mandos se refirieran al enemigo no debían utilizar su nombre, sino la expresión “los
alemanes”. Para terminarlo de arreglar, los árabes empezaban a verle como el
“libertador” que les haría escapar del yugo colonial británico. La obsesión
desembocó en una operación de comandos para asesinarle en su cuartel general,
pero fracasó.

Sus éxitos le depararon la Cruz de Hierro con hojas de roble, espadas y diamantes
tras la toma de Bengasi, y el ascenso a mariscal de campo, el más joven de la
historia de Alemania. Espartano hasta la médula, lo celebró, tras la conquista de
Tobruk, tomando con su Estado Mayor una lata de piña y un vaso de whisky de los
británicos.

La propaganda nazi, de la mano de Goebbels, explotó su imagen triunfadora entre


la juventud alemana como un Volksmarschall (mariscal del pueblo). Sin embargo,
su carrera no fue recibida con el mismo entusiasmo por la alta oficialidad
alemana. Rommel no procedía como ellos de una de las familias aristocráticas
prusianas ni era hijo o nieto de ningún general.
La guerra del desierto estaba hecha “para jóvenes”, decía Rommel. Sin embargo,
pese a sus 50 años, se mantenía firme. No parecían afectarle ni el frío ni el calor, ni
el hambre ni la sed. Como Napoleón, tenía suficiente con unos minutos de sueño,
apoyando la cabeza en la mesa o en el volante del coche. Dormía en el suelo,
recibía el mismo rancho y la misma ración de agua que la tropa y los prisioneros –
que, en momentos difíciles, fue de media taza al día–.

Al desierto sólo llevaba dos rebanadas de pan y una cantimplora con té frío que
solía regresar llena. Bebía un vaso de vino mientras oía las noticias por radio y todas
las noches escribía una carta a su esposa. Después despachaba los documentos
oficiales y leía la prensa y algún libro de estrategia militar o de historia del norte de
África. Como en Francia, Rommel siempre iba al frente de sus tropas, por entonces
en un Dorchester capturado a los británicos.

A sus hombres les reconfortaba verle a su lado, escrutando el horizonte con los
gemelos que había requisado al capturar al general británico Richard O’Connor.
Rommel era muy estricto con sus oficiales, nunca les admitía que algo fuera
imposible; en cambio era cordial con la tropa, con la que siempre tenía una broma
que gastar. Le gustaba encontrarse con soldados de Suabia para hablar con ellos
en su dialecto.

Tras duros combates en torno a Gazala, Rommel superó las defensas británicas y
prosiguió su avance hasta tomar Tobruk y situarse a las puertas de Egipto, en El
Alamein. Si lograba alcanzar el canal de Suez, cortaría la comunicación de Londres
con sus colonias asiáticas y se le abrirían al Eje las puertas de Oriente Próximo y
sus riquezas petrolíferas. Pero tuvo que frenar su avance por culpa de su talón de
Aquiles: la logística.

Pese a que reciclaba todo vehículo y arma capturados a los británicos, solo le
quedaban 50 carros de combate operativos. Sus tropas estaban exhaustas. No le
llegaban suministros ni gasolina, ya que los británicos controlaban el mar y el aire
desde Malta. Por otro lado, la campaña de Rusia acaparaba todos los esfuerzos
alemanes. Enfermo, regresó a Alemania y aprovechó para entrevistarse con Hitler.
Solo recibió de él vanas esperanzas sobre “nuevas armas” que cambiarían el curso
de la guerra. Se sintió defraudado.

Pocas semanas después tuvo que regresar urgentemente a El Alamein: el general


británico Bernard Montgomery había lanzado una feroz ofensiva contra las líneas
italoalemanas. Pese a la orden de Hitler de resistirá cualquier precio, Rommel se
vio obligado a retirarse. La situación se complicó cuando los estadounidenses
desembarcaron en Marruecos y Argelia. Forzado a batirse en retirada, rea grupo
sus fuerzas en Túnez y desde allí lanzó su última contraofensiva en el paso de
Kasserine.

Pero cuatro días después la superioridad militar aliada se impuso. Sin medios para
combatir, decepcionado, entregó el mando al general Von Armin y voló al cuartel
general de Hitler para explicarle la difícil situación de sus hombres. Lo único que
logró fue una condecoración, la Cruz de Caballero con hojas de roble, espadas y
diamantes, después de padecer un ataque de histeria del Führer. Abatido, llega a la
conclusión de que a Hitler no le importa la vida de nadie, sobre todo cuando se
rinden los 200.000 hombres que forman las tropas del Eje en el norte de África.

Durante un par de meses disfruta en Berlín de la compañía de su mujer y de su hijo.


Es destinado brevemente a Grecia e Italia hasta que asume el mando del Grupo de
Ejércitos B, unidad subordinada al mariscal Von Rundstedt. Su misión es revisar,
mejorar y terminar de construir el llamado Muro del Atlántico. Es decir, fortificar toda
la costa desde Holanda al golfo de Vizcaya para impedir la invasión aliada que se
está preparando en Gran Bretaña.

Aunque ya no era el Rommel entusiasta de los primeros compases de la guerra ni


de sus hazañas africanas, desplegó de nuevo todo su ingenio militar. Inundó las
playas y los campos del interior con cuatro millones de minas, caballos de frisia y
estacas con explosivos en las puntas –conocidas como los “espárragos de
Rommel”–, con objeto de obstaculizar la llegada de lanchas de desembarco,
planeadores y paracaidistas. Su objetivo era impedir que los aliados estableciesen
una cabeza de playa.

Había que derrotarlos en el mismo momento del desembarco, en lo que sería “el día
más largo”, expresión que él acuñó. Conocedor de la supremacía aérea aliada,
Rommel necesitaba agrupar en torno a las playas el máximo número de unidades
blindadas, ya que alejarlas del objetivo solo serviría para que fuesen aniquiladas por
la aviación. Pero aquí chocó con Von Rundstedt y con el cuartel general de Hitler.

Rommel pensaba que el desembarco tendría lugar en Normandía, pero tanto el


mariscal como el Führer estimaban que se haría por el paso de Calais, la zona más
estrecha del canal de la Mancha. Von Rundstedt no le dio permiso para agrupar las
unidades blindadas en torno a las playas y las mantuvo en el interior. De atender a
Rommel, quizás el día D habría tenido otro resultado.

Cuando se produjo el desembarco, en junio de 1944, Rommel había regresado a


Alemania para celebrar en Herrlingen el cumpleaños de su mujer; estimaba que,
dado el mal tiempo reinante, se aplazaría la invasión. No fue así, y tuvo que regresar
de inmediato a su cuartel general en La Roche-Guyon. Rommel se fue
convenciendo de que la guerra no podía ganarse y se lo hizo saber a Hitler. Este le
consideró un derrotista.

Algunos militares alemanes, como el general Speidel, contactaron con él con objeto
de establecer un plan para negociar con los aliados y deponer a Hitler. Rommel era
el militar de más prestigio en Alemania y el más respetado por los aliados. Aunque
no se unió directamente a la conjura, tampoco la rechazó. En julio, mientras
inspeccionaba el frente, resultó herido en la cabeza al ser ametrallado su coche por
un caza aliado.

Tres días después se produjo un atentado fallido contra Hitler en su cuartel general
en el este de Prusia, el Wolfschanze. Al comprobar quiénes fueron
detenidos, empezó a temer que se le implicara. Tras ser dado de alta del hospital
en agosto, regresó convaleciente a su casa de Herrlingen. En octubre fue invitado
a acudir a Berlín. Temiendo por su vida, alegó que sus médicos se lo impedían
por motivos de salud.

Una semana después, los generales Burgdorf y Maisel se personaron en su casa


para hacerle una oferta de Hitler: o se suicidaba, y era enterrado con todos los
honores de un mariscal de campo, o sería detenido, juzgado y condenado a muerte,
su familia deshonrada y sus bienes confiscados. Uno de los generales implicados,
Von Stulpnagel, había mencionado su nombre como uno de los
conjurados. Rommel tomó una cápsula de cianuro. Las autoridades informaron de
que había muerto por una complicación de sus heridas. El zorro del desierto fue
enterrado con todos los fastos destinados a un mariscal de campo.
CONCLUSION

En las épocas de las que estamos hablando, el gran comandante demostró que
poseía una combinación de cualidades mentales, morales y físicas adecuadas para
la acción y que destacaban hasta el punto de parecer divinas. Su aspecto, su
serenidad, sus ojos penetrantes, sus ademanes, los tonos de su voz, más bien el
latido de su corazón, comunicaban armonía a su alrededor. Cada palabra que
pronunciaba era decisiva. Para Rommel siempre fue más importante su tropa que
sus oficiales.

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