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En su juventud, ninguno cazaba como el león.

Aquel felino era un maestro, ¡todo un campeón!

Desde bien lejos ya veía venir cualquier animal

que estuviera en su menú, y preparaba su arsenal.

Se afilaba las uñas en una piedra bien pareja

y se lustraba los colmillos usando cera de abeja.

Con una agilidad admirable, se agazapaba

tras un matorral y el momento justito esperaba.

Con las patas traseras se daba flor de envión.

Sobre la incauta víctima caía ¡Qué sorpresón!

Con los años, el mejor de todos los cazadores

se puso corto de vista y no distinguía los colores.

Le parecieron iguales un caballo y un grillo;

no diferenciaba un yacaré de un armadillo.

Además se volvió flojazo y todo lo cansaba:

a puro bostezo, en su cueva se desperezaba.

Aunque lo que más quería era andar en chinelas,

hacer crucigramas o mirar telenovelas,

debía de algún modo conseguirse el pan.

Y para no morirse de hambre pensó un plan.

Se echó frente a su cueva y se quedó quietito,

así pensarían que estaba muy enfermito.

Los animales, ante aquella anormalidad,

se acercaban por lástima o por curiosidad

a preguntarle qué le ocurría… qué lo molestaba…

si algo de la farmacia o del almacén necesitaba.


¡Pobrecitos! Ahí, el león simulaba emoción

y en agradecimiento por tanta preocupación

los invitaba a la cueva a tomar el té y charlar,

sin sospechar que no tendrían cómo escapar.

Una vez adentro, sin hacer demasiado esfuerzo,

¡Glup! terminaban convertidos en su almuerzo.

Metió al horno más de un ñandú y cien coatíes;

hechos sopa se tragó mil guanacos y colibríes.

Monos aulladores en sándwiches se comía.

A los tucanes con puré de papas se los servía.

Aquel resultó un método más que inteligente

y al melenudo, no le faltó con qué hacer diente.

Se jactaba: — Si me hubiera dado cuenta antes,

habría hecho millones con mis propios restaurantes.

De modo tan cómodo siguió cazando sin parar.

Calculo cien kilos en un mes llegó a engordar.

Hasta que frente a él pasó Prudencia, la zorra.

Al verlo tendido, quieto y en plena modorra,

desde bien lejitos le preguntó desconfiando:

— Señor león, ¿qué me dice, que le anda pasando?

Parece que prontito va a tocar el arpa, nomás,

o irá a conocerle la cara al de allá abajo, quizás.

— Y… no se equivoca, Prudencia estimada.

Estoy tan enfermo que de vida me queda nada.

Pero ¿por qué no entra y me hace compañía?

No se diga que de un moribundo desconfía.


— Voy al correo, por una carta que ayer me llegó.

Doña Prudencia, que mal se la olía, se excusó.

El león insistió: — Acérquese, estoy tan debilucho

que ni gritar puedo y apenitas si la escucho.

La zorra, que se las sabía todas, respondió:

— ¡Ni en sueños! ¿Acaso cara de boba me vio?

Noto las huellas de los que entraron,

pero ninguna del que salió!

En ese momento, se sintió descubierto el león

y saltó para atraparla con un rotundo mordiscón.

Pero como estaba tan gordo y pesado, tropezó,

rodó ladera abajo y en el precipicio ¡Plaf! acabó.

Los demás animales no se cansaron de agasajarla.

Y hasta vinieron de los diarios para entrevistarla.

— ¿Cómo se dio cuenta de que era un engaño?

—le consultó un periodista a la estrella del año.

— ¿Qué la hizo sospechar? ¿Es usted adivina?

—preguntó otro a tan aclamadísima heroína.

La zorra respondió con una recomendación:

— Antes de hacer cualquier cosa, ¡mucha atención!

Y frente a la primera señal de advertencia

pongan en práctica mi nombre… ¡Prudencia!

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