Está en la página 1de 7

Gracias, piratería

Por: Rodrigo Urquiola Flores

Durante la Feria del Libro de La Paz del año pasado (2013)


me sucedió algo que en un principio me avergonzó, que
luego me fastidió y que ahora simplemente me provoca risa.
Esa risa que provoca ver un payaso en decadencia que no ha
tenido el suficiente dinero para comprarse el maquillaje ni
otros instrumentos propios de su oficio y al que vemos hacer
malabares con objetos invisibles. Una risa que no dura
mucho, en todo caso. Una risa triste.
Esto es lo que sucedió. Para los que no me conocen (quienes,
por supuesto, son una gran mayoría) decir que escribí (y
publiqué) un par de libros y tengo una obra de teatro y
algunos cuentos y ensayos regados por ahí. Por tanto y ante
todo, soy un lector. Y a mí, como lector que soy, me gusta
mucho tener mis libros autografiados por el autor que los
concibió. Dadas estas circunstancias, no dudé, apenas me
enteré de que cierta autora (quisiera decir su nombre pero
mejor no; no es que quiera ocultarlo y, si terminan de leer
esto, se darán cuenta de ello, sin embargo, puede que haya
muchos autores que piensen como ella, así que el anonimato
hará extensible al individuo sin necesidad de mucho
esfuerzo) estaría en la Feria presentando una nueva edición
de un célebre libro que yo había leído en mis épocas de
colegial y que todavía considero una de las mejores novelas
bolivianas que leí, no dudé, digo, de tomar la edición que
tenía en mi Biblioteca (déjenme poner esta bella palabra con
mayúsculas, por favor, es el mayor tesoro material que
poseo) y esperar a que acabara la correspondiente
presentación para formar en la fila de lectores que querían un
autógrafo. Cuando llegó mi turno, ella tomó mi libro, lo
hojeó y dibujando una mueca casi de asco, me dijo: “yo
nunca he publicado en este tipo de papel”. “Ah”, dije yo,
que, despistado como soy, todavía no me daba cuenta de lo
que estaba sucediendo. Y ella, por supuesto, entendió que yo
no entendía y añadió, con la mueca ahora sí de auténtico
asco: “este es un libro pirata”. Y, como yo no me movía de
ahí, continuó: “yo no te firmo nada”. Recién entonces
comprendí el hecho criminal del que se me culpaba. Así que,
asediado por la mirada de elegantes damas y caballeros que
estaban detrás de mí agarrando la nueva edición original del
libro (aparte de costosa, feísima por cierto, y no digo esto
solo porque me hubieran negado un autógrafo si no porque
es la verdad), guardé mi libro pirata en el bolsillo y me retiré
(así es que también perdí la copa de vino gratuito que suelen
repartir en las presentaciones).
Luego sentí fastidio. Y le conté al maestro Adolfo Cárdenas
(su libro Periférica Blvd. es uno de los libros más pirateados
en nuestro país) lo que sucedió. Y él me dijo, luego de
haberle preguntado si firmaría un libro pirata: “¿acaso el
lector tiene la culpa?”. Entonces, palabras más palabras
menos, el fastidio fue convirtiéndose en risa. Y es en nombre
de esa risa que escribo estas notas.
Ahora voy a explicar cómo fue que pasé del fastidio a la risa.
Y, para eso, me remontaré a mis orígenes como lector. O,
mejor dicho, como comprador de libros. A lo largo de mi
vida he trabajado en muchos lugares y haciendo distintas
cosas. He sido embolsador en los dos principales
supermercados de la ciudad (por favor nunca se olviden de
darle una moneda de propina al jovenzuelo que embolsa sus
compras, es el único sueldo que reciben, muchos ayudan a
mantener a sus familias numerosas, y puede que alguno de
ellos sea un lector), he trabajado un par de días –¡no pude
aguantar más!– en un restaurante de gyros por el
elegantísimo barrio de San Miguel (amigos mozos y
cocineros, por favor escupan en la comida de cualquier
cliente que los mandonee o trate mal, se siente muy bien), he
vendido revistas y material indebido en colegio, he trabajado
en un laboratorio químico, un día aguanté como empleado de
una empresa de limpieza, ahora trabajo en una chocolatería,
y, entre otras cosas, también he sido librero. O sea, sobre
todo cuando estaba en colegio, nunca tuve mucho dinero
para gastar en libros “originales”. Así que, cuando la
necesidad de leer es grande, se lee lo que se puede leer. Por
eso, los primeros libros que llegaron a mis manos han sido
piratas y, si no, usados. Recuerdo, sobre todo, con especial
cariño, tres libros gigantes que pude comprar gracias a la
piratería: Cien años de soledad, El lobo estepario y El
extranjero. Auténticas obras maestras. Libros que me han
enseñado bastante. Y, sumando el costo de los tres, no me
costó, en aquella época, más de veintitrés bolivianos. Un
monto que sí podía pagar. Y retrocediendo al tiempo en el
que compré esa obra de la autora que me negó el autógrafo,
debo decir que, tristemente, ese título no te lo pedían en
colegio o, mejor dicho, en colegio fiscal, que es de donde yo
vengo. Lo compré por curiosidad, porque sabía que se había
hecho una película de ese libro y porque había ganado el
Premio Erich Guttentag y yo solo quería saber por qué se
había hecho la película y qué significaba el premio
Guttentag. (¿Recuerdan ese epígrafe: “No leer lo que Bolivia
produce es ignorar lo que Bolivia es”?). Y, ahora volviendo a
lo que decía, si yo he sido educado, en buena medida, por
libros piratas, ¿cómo podría no estar agradecido con la
piratería?
Alguna vez le dije al maestro Ramón Rocha Monroy (cuyos
libros El run run de la calavera y Potosí 1600 han sido
pirateados hasta la saciedad) que, a mi simple entender, que
te pirateen es algo tan magnífico como ganar el Premio
Nacional. Es un premio que te da algo que el dinero no podrá
darte (claro, si no eres un autor de librillos de autoayuda).
Yo todavía no he recibido ese premio. Pero, cuando lo
reciba, si es que llego a recibirlo, no negaré una sencilla
firma a alguien que puede que sea como he sido yo: un
estudiante de colegio fiscal, embolsador o vendedor. ¿Qué
culpa tiene el lector de querer leer? Y, ahora, justo ahora, se
me da por recordar a mis amigos de la escuela de fútbol que
dirigía el gran profe Marconi en la cancha de tierra de Cota
Cota, el sueño que teníamos de alguna vez jugar en la liga
profesional (a la que ninguno de nosotros llegaría), no tanto
por la “fama” (¿qué es esa vaina?), pero, sobre todo, por
jugar sobre una cancha de césped y, mejor todavía, que te
pagaran por hacer lo que te gusta. Todos éramos hijos de
madres solteras, de albañiles, de mecánicos, de minibuseros,
de empleadas domésticas. Y, ahora, de alguna manera, a mí
se me ha dado la oportunidad de jugar sobre una cancha de
césped, una cancha de césped en el espectro de la literatura
nacional (¿o estoy siendo excesivamente optimista y son de
tierra estas canchas?): ¿con qué cara podría negarle una
firma a alguien como yo?
Claro, podemos decir que la piratería daña el negocio
editorial local. Pero, en mi experiencia como librero, sé que
hay muchas personas que, cuando les ha gustado un libro
que han leído en la versión pirata, van a buscarlo en la
versión original o, si no, buscan otros títulos del autor o,
sucede, de la editorial.
Tampoco creo que la piratería dañe a los autores de alguna
manera. (Cuando empecé a conocer a los autores en persona,
a eso de mis dieciséis años, pensaba que todos eran hijos de
políticos high life que, aparte de escribir, no sabían hacer
otra cosa que charlar sonrientemente con señoras
encopetadas mientras sostenían, con el meñique levantado,
cualquier copa de vino). (Por fortuna estaba equivocado, no
todos son así). Los derechos de autor que he venido
recibiendo por mi novela Lluvia de piedra, que salió en la
editorial Alfaguara, apenas ascienden al 10%, de lo que hay
que quitarle el 12.5% de impuestos; en otras palabras, un
promedio, digamos, de como 3 luquitas de ganancia para el
autor por libro “original” vendido: un chiste, eso no te
alcanza ni para diez panes en la tienda de la esquina (ahora
que la Random House ha comprado Alfaguara en verdad no
sé qué sucederá con esos menos de diez panes). No sé si
autores nacionales de renombre tengan otros tratos con las
demás editoriales, pero dudo mucho que lectores piratas les
causen daño alguno.
Y, volviendo al caso de la autora que me negó el autógrafo
(¿será la fama, esa vaina, la que te metamorfosea?), (¿existen
escritores bolivianos verdaderamente “famosos” más allá de
las ferias del libro?) quisiera decir que yo no esperaba que
me lo negara sobre todo por el “asunto” o “los asuntos” en
los que discurre su escritura. La novela en cuestión es,
precisamente, una novela que habla de ricos y pobres, de
patrones y vasallos, de revoluciones, de liberación, de lucha
por la democracia. (Al final ningún libro es culpable de la
mente que los ha parido). ¿Cómo puede explicarse una
actitud tan “aburguesada”, tan de “patrón”? (¿O es que uno
es nomás lo que es a pesar de todo lo que parece mostrar
cuando escribe?). En fin.
Por todo esto, ahora, quisiera pedirle a los queridos
escritores de mi tierra que no seamos imbéciles (no seamos
payasos desnudos), ¿de qué nos sirve la soberbia?, no
debemos olvidar nunca que Bolivia es un país de obreros, un
país donde no todos tienen la suerte de tener familiares
políticos o empresarios, un país donde no se debe despreciar
a ningún lector porque cada lector nuevo, sobre todo si viene
de la gran masa, del pueblo (sí, he usado ese cliché), es un
lector que se ha ganado, de alguna azarosa manera, muy
sacrificadamente. Hay que hacerle un altar a ese lector. (No
importa si lee libros piratas, importa que lea, eso es lo que
quiero decir), (¡!).
Y es por eso la risa triste que no dura mucho tiempo: por ver
un payaso desnudo que hace malabares con objetos
invisibles a nosotros, los lectores.
Publicado 19th October 2015 por Rodrigo Urquiola Flores

También podría gustarte