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Había una vez un huerto de repollos. Era un año de hambruna, y dos mujeres salieron
en busca de algo para comer.
El huerto era de una vieja. La vieja volvió y vio que le habían robado los repollos.
«Ahora veremos», se dijo. «Voy a dejar un perro en la puerta».
Y la otra:
—Pues no: compremos un poco de pan duro, se lo tiramos al perro y así podremos
hacer lo que se nos antoje.
—¡Ah! ¡Así que te has dejado robar los repollos delante de las narices! ¡No sirves para
guardián! ¡Fuera! —Y esta vez puso un gato—. ¡Cuando haga «¡Miau! ¡Miau!» sorprenderé a
los ladrones!
La vieja se asomó, y no vio ni los repollos ni los ladrones. Y la tomó contra el gato.
—¿Y ahora qué pongo? ¡El gallo! Esta vez los ladrones no se me escapan.
A la mañana siguiente llegan las comadres, echan un vistazo y no ven un alma. La vieja
había mandado cavar la fosa en el sendero por donde tenían que pasar las comadres. A la ida
no se dieron cuenta de nada; a la vuelta, cargadas de repollos, la primera comadre vio la oreja
que sobresalía del suelo y dijo:
Se agachó y se puso a tirar del hongo. Tira, tira, tira; un tirón más y sacó a la vieja.
—¡Ah! —gritó la vieja—. ¿Sois vosotras las que me robáis los repollos? Ahora veréis. —
Y se lanzó sobre la comadre que la había tirado de la oreja. La otra, piernas para qué os quiero,
escapó.
—¡Acepto! —dijo la vieja—. Llévate todos los repollos que quieras y largo de aquí. Pero
no olvides tu promesa.
—¡Ay, comadre!, tú has podido librarte, pero yo me quedé entre las garras de la vieja,
y le prometí que el hijo o la hija que tenga se lo voy a dar cuando cumpla los dieciséis.
—¡Ay pobre hija mía! —le decía la madre—. Yo te tuve, yo te crío, y terminarás en la
panza de la vieja. —Y lloraba.
Cuando la muchacha estaba a punto de cumplir los dieciséis, mientras iba a comprar
aceite se encontró con la vieja.
—’Ña Sabedda.
—Cómo has crecido… debes de estar sabrosa… —Y la acariciaba—. Toma, llévate este
higo, dáselo a tu madre y dile así: «¿Y la promesa?».
Pero la muchacha ya tenía dieciséis años y decir que era pequeña le daba vergüenza.
De modo que cuando la vieja se volvió a encontrar con ella y le preguntó: «¿Qué te dijo tu
mamá?», ella contestó:
—Entonces ven con tu abuela que te hará un buen regalito —dijo la vieja, cogiendo a la
muchacha.
—Ah, estás flaca, todavía estás flaca, pequeña. Come, come. Pero pasó un tiempo y no
aguantó más las ganas de comérsela y la hizo salir del corral.
—Ah, estás linda y gordita. Vamos a calentar el horno, que quiero hacer pan.
Amasaron el pan. La muchacha calentó el horno, lo limpió y lo dejó listo para hornear.
—Ahora hornea.
—¡La levanto yo! —dijo la vieja. Apenas la vieja se agachó, la muchacha la apresó por
las piernas y la metió dentro del horno. Después cogió la pala y cerró el horno con la vieja
dentro.
Fue en seguida a llamar a su madre y las dos se quedaron con el huerto de repollos.
(Provincia de Caltanissetta)