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LA VIEJA DEL HUERTO

Había una vez un huerto de repollos. Era un año de hambruna, y dos mujeres salieron
en busca de algo para comer.

—Comadre —dijo una—, entremos en este huerto a recoger repollos.

—¡Pero debe de haber alguien! —dijo la otra.

La primera fue a ver.

—¡No hay nadie! ¡Vamos!

Entraron en el huerto y recogieron una buena cantidad de repollos. Se los llevaron a


casa, cenaron en abundancia, y al día siguiente fueron a buscar más.

El huerto era de una vieja. La vieja volvió y vio que le habían robado los repollos.
«Ahora veremos», se dijo. «Voy a dejar un perro en la puerta».

Cuando vieron el perro, una de las comadres dijo:

—No, esta vez yo no voy a buscar repollos.

Y la otra:

—Pues no: compremos un poco de pan duro, se lo tiramos al perro y así podremos
hacer lo que se nos antoje.

Compraron el pan, y antes de que el perro dijera «¡Guau!» se lo tiraron. El perro se


arrojó sobre el pan y se calló. Las comadres cogieron los repollos y adiós.

La vieja se asomó y vio aquel desastre.

—¡Ah! ¡Así que te has dejado robar los repollos delante de las narices! ¡No sirves para
guardián! ¡Fuera! —Y esta vez puso un gato—. ¡Cuando haga «¡Miau! ¡Miau!» sorprenderé a
los ladrones!

Las comadres vinieron en busca de repollos y vieron el gato. Compraron un poco de


hígado y antes de que el gato dijera «¡Miau!» le tiraron el hígado y el gato se calló la boca.
Recogieron los repollos, se fueron, y sólo entonces el gato terminó de comer el hígado y dijo
«¡Miau!».

La vieja se asomó, y no vio ni los repollos ni los ladrones. Y la tomó contra el gato.

—¿Y ahora qué pongo? ¡El gallo! Esta vez los ladrones no se me escapan.

Y las dos comadres:

—No, señora, esta vez no entro. ¡Está el gallo! —dijo una.

—Echémosle un poco de cebo y no cantará —dijo la otra.


Mientras el gallo picoteaba el cebo, ellas barrieron con los repollos. El gallo se terminó
el cebo y entonces cantó: «¡Quiquiriquí!».

La vieja se asoma, ve los repollos arrancados, agarra al gallo y le retuerce el pescuezo.


Después le dice a un vecino:

—Cávame una fosa de mi tamaño.

Se recostó en la fosa y se enterró, dejando fuera sólo una oreja.

A la mañana siguiente llegan las comadres, echan un vistazo y no ven un alma. La vieja
había mandado cavar la fosa en el sendero por donde tenían que pasar las comadres. A la ida
no se dieron cuenta de nada; a la vuelta, cargadas de repollos, la primera comadre vio la oreja
que sobresalía del suelo y dijo:

—¡Comadre, mira qué hongo más bonito!

Se agachó y se puso a tirar del hongo. Tira, tira, tira; un tirón más y sacó a la vieja.

—¡Ah! —gritó la vieja—. ¿Sois vosotras las que me robáis los repollos? Ahora veréis. —
Y se lanzó sobre la comadre que la había tirado de la oreja. La otra, piernas para qué os quiero,
escapó.

La vieja tenía a la comadre en sus garras:

—¡Ahora te como de un bocado!

—Esperad —le dijo la comadre—: yo estoy a punto de tener un hijo. Si me perdonas la


vida te prometo que, sea varón o mujer, cuando tenga dieciséis años te lo doy a ti. ¿Aceptas?

—¡Acepto! —dijo la vieja—. Llévate todos los repollos que quieras y largo de aquí. Pero
no olvides tu promesa.

Más muerta que viva, la comadre volvió a casa.

—¡Ay, comadre!, tú has podido librarte, pero yo me quedé entre las garras de la vieja,
y le prometí que el hijo o la hija que tenga se lo voy a dar cuando cumpla los dieciséis.

A los dos meses la comadre tuvo una nena.

—¡Ay pobre hija mía! —le decía la madre—. Yo te tuve, yo te crío, y terminarás en la
panza de la vieja. —Y lloraba.

Cuando la muchacha estaba a punto de cumplir los dieciséis, mientras iba a comprar
aceite se encontró con la vieja.

—¿Y quién es tu mamá, jovencita?

—’Ña Sabedda.

—Cómo has crecido… debes de estar sabrosa… —Y la acariciaba—. Toma, llévate este
higo, dáselo a tu madre y dile así: «¿Y la promesa?».

La muchacha fue a casa de su madre y se lo contó todo.


—… Y me dijo que te dijera: «¿Y la promesa?».

—¿La promesa? —dijo la madre, y rompió a llorar.

—¿Por qué lloras, madre?

Pero la madre no le respondía. Después de llorar un rato, dijo:

—Si te encuentras con la vieja, dile: «Todavía soy pequeña».

Pero la muchacha ya tenía dieciséis años y decir que era pequeña le daba vergüenza.
De modo que cuando la vieja se volvió a encontrar con ella y le preguntó: «¿Qué te dijo tu
mamá?», ella contestó:

—Ya soy grandecita…

—Entonces ven con tu abuela que te hará un buen regalito —dijo la vieja, cogiendo a la
muchacha.

La llevó a su casa y la encerró en un corral y le daba de comer para engordarla.

Al cabo de un tiempo quiso ver si estaba gorda y le dijo:

—A ver, enséñame un poco el dedito. La muchacha tomó un ratoncito que tenía el


nido en el corral y en vez del dedo le mostró la cola del ratoncito.

—Ah, estás flaca, todavía estás flaca, pequeña. Come, come. Pero pasó un tiempo y no
aguantó más las ganas de comérsela y la hizo salir del corral.

—Ah, estás linda y gordita. Vamos a calentar el horno, que quiero hacer pan.
Amasaron el pan. La muchacha calentó el horno, lo limpió y lo dejó listo para hornear.

—Ahora hornea.

—Yo no sé hornear, abuela. Sé hacer de todo, pero hornear no.

—Yo te enseño. Alcánzame el pan.

La muchacha le alcanzaba el pan y la vieja horneaba.

—Ahora agarra la pala para cerrar el horno.

—¿Y cómo hago para levantar la pala, abuela?

—¡La levanto yo! —dijo la vieja. Apenas la vieja se agachó, la muchacha la apresó por
las piernas y la metió dentro del horno. Después cogió la pala y cerró el horno con la vieja
dentro.

Fue en seguida a llamar a su madre y las dos se quedaron con el huerto de repollos.

(Provincia de Caltanissetta)

Italo Calvino, Cuentos populares italianos

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