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relatos folklóricos de todas las regiones de Italia— Italo Calvino seleccionó un grupo de esos
cuentos pensando en los lectores infantiles. Esta selección se distribuyó en los dos títulos que
Marcela Carranza comenta en la sección “Libros recomendados” en este mismo número de
Imaginaria: El Pájaro Belverde y El príncipe Cangrejo. Para que nuestros lectores puedan
apreciar el valor de esta obra, presentamos “Garbancito y el buey” y “El brazo del muerto”, dos
cuentos de El Pájaro Belverde, un libro publicado hace más de treinta años en Argentina y hoy
lamentablemente descatalogado e inhallable.
Garbancito y el buey
Había un hojalatero que no tenía hijos. Un día su mujer estaba sola en la casa y hacía hervir
unos garbanzos. Pasó una mendiga y pidió una escudilla de garbanzos como limosna.
—No es que a nosotros nos sobren los garbanzos —dijo la mujer del hojalatero—, pero donde
comen dos también comen tres: aquí tiene una escudilla y apenas los garbanzos estén cocidos,
le doy un cucharón lleno.
—¡Por fin encontré un alma bondadosa! —dijo la mendiga—. Mire: yo soy un hada y quiero
premiarla por su generosidad. ¡Pídame lo que quiera!
—¿Qué puedo pedirle? —dijo la mujer—. El único disgusto que tengo es el de no tener hijos.
—Si no es más que eso —dijo el hada, golpeando las manos—, ¡que los garbanzos en la olla se
le vuelvan hijos!
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—Yo sí.
—Entonces te dejo aquí y pasaré a buscarte esta noche.
A Garbancito lo montaron sobre el cuerno de un buey y parecía que el buey estaba solo allí, en
medio del campo. Pasaron dos ladrones y viendo el buey sin custodia lo quisieron robar. Pero
Garbancito se puso a gritar:
—¡Patrón! ¡Venga, patrón!
Corrió el campesino y los ladrones le preguntaron: —Diga, señor, ¿de dónde sale esa voz?
—Ah —dijo el patrón—. Es Garbancito. ¿No lo ven? Está ahí, sobre un cuerno del buey.
Los ladrones miraron a Garbancito y dijeron al campesino: —Si nos lo presta por unos días, lo
haremos rico— y el campesino lo dejó ir con los ladrones.
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—Estoy aquí —respondió una vocecita—, estoy en la panza de un caballo.
—¿Qué caballo?
—El que está aquí.
Los ladrones destriparon un caballo, pero a Gargancito no lo encontraron.
—No es éste.
—¿En qué caballo estás?
—En éste —y los ladrones destriparon otro.
De ese modo continuaron destripando un caballo después de otro, hasta que los mataron a
todos, pero a Garbancito no lo encontraron. Se habían cansado y dijeron: —¡Lástima! ¡Lo
perdimos! ¡Y pensar que nos venía tan bien! ¡Además perdimos todos los caballos!—. Tomaron
las carroñas, las tiraron en un prado y fueron a dormir.
Pasó un lobo hambriento, vio a los caballos destripados y se hizo una comilona. Garbancito
seguía aún escondido en la panza de un caballo, y el lobo se lo tragó. Así que se quedó en la
panza del lobo y cuando el lobo volvió a tener hambre y se acercó a una cabra atada en un
campo, Garbancito, desde allá adentro, se puso a gritar: ¡Al lobo! ¡Al lobo!, hasta que llegó el
dueño de la cabra e hizo escapar al lobo.
El lobo dijo: “¿Qué me pasa que me salen estas voces? Debo tener la panza llena de aire”, e
intentó sacar afuera el aire.
“Bien, ya debería habérseme ido”, pensó. “Iré a comerme una oveja.”
Pero cuando estuvo cerca del redil de la oveja, Garbancito, desde aquella panza, comenzó a
gritar: —¡Al lobo! ¡Al lobo!—, hasta despertar al dueño de la oveja.
El lobo estaba preocupado. “Aún tengo ese aire en la barriga que me hace hacer esos ruidos”, y
volvió a intentar sacarlo afuera. Disparó aire una vez, dos veces, a la tercera salió también
Garbancito y corrio a esconderse en una mata. El lobo, sintiéndose liberado, volvió hacia el redil.
Pasaron tres ladrones y se pusieron a contar el dinero robado. Uno de los ladrones comenzó a
contar: —Uno dos tres cuatro cinco…—. Y Garbancito, desde la mata, le hacía burla: —Uno dos
tres cuatro cinco…
—¿Así que no te quieres callar? —dijo el ladrón a uno de los compañeros—. Ahora te mato.
Y lo mató. Y al otro: —Si te interesa terminar como él, ya sabes cómo hacer… —Y recomienza.
—Uno dos tres cuatro cinco…
—Y Garbancito repite: —Uno dos tres cuatro cinco…
—No soy yo el que habla —dijo el otro ladrón—, te juro, no soy yo…
—¡Quieres hacerte el vivo conmigo! ¡Yo te mato! —Y lo mató. —Ahora estoy solo —dijo para
sí—, puedo contar el dinero en paz y guardármelo todo para mí. Uno dos tres cuatro cinco…
Y Garbancito: —Uno dos tres cuatro cinco…
Al ladrón se le pusieron los pelos de punta: —Aquí hay alguien escondido. Es mejor que me
escape. —Escapó, y dejó allí el dinero.
Garbancito con la bolsa del dinero sobre la cabeza volvió a su casa y golpeó la puerta. Su
madre abrió y vio sólo la bolsa del dinero.
—¡Es Garbancito! —dijo. Levantó la bolsa, debajo estaba su hijo y lo abrazó.
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El brazo de muerto
Había un muchacho alto y grandote que no tenía miedo a nada. Dijo a su padre: —Querido
padre, quiero ir por el mundo a intentar fortuna—. El padre le dio su bendición y el muchacho se
fue.
Llegó a una gran ciudad donde los muros de las casas estaban tapizados de telas negras y la
gente vestía de luto y también las carrozas y los caballos estaban de luto. —¿Sucedió algo?—
preguntó a uno que pasaba, y éste sollozando le dijo: —Mire: cerca de aquella montaña hay un
castillo negro, habitado por brujos, y estos brujos quieren que todos los días se les envíe una
criatura humana, que entra en el castillo y no vuelve más. Antes quisieron a las muchachas, y el
Rey tuvo que enviar a todas las mucamas y las cocineras y las tejedoras y las planchadoras;
después a todas las damiselas de la corte y a todas las damas, y hace pocos días también a su
única hija. Y ninguna de ellas volvió. Ahora el Rey está enviando a los soldados, de a tres, para
ver si se pueden defender, pero nadie vuelve. ¡Oh! Si alguien lograra liberarnos de los brujos,
sería dueño de la ciudad.
—Quiero probar yo —dijo el joven, y de inmediato se hizo presentar al Rey. —Majestad, quiero ir
yo solo al castillo—. El Rey lo miró fijo: —Si lo logras —le dijo—, y liberas a mi hija, te la doy por
esposa y heredarás mi Reino. Basta que tú consigas pasar tres noches en el castillo para que el
hechizo se rompa y los brujos desaparezcan.
En los merlones del castillo hay un cañón. Si mañana por la mañana aún estás vivo, dispara un
tiro, pasado mañana dispara dos, y en la tercera mañana dispara tres.
Cuando se hizo de noche, el muchacho emprendió el camino hacia el castillo negro. Sube que te
sube, a medianoche pasó cerca de un cementerio. De las tumbas salieron tres muertos y le
dijeron:
—¿Te animas a jugar con nosotros?
—¿Y por qué no? —contestó él—. Pero ¿a qué quieren jugar?
—A los bolos —dijeron los muertos.
—¿Pero dónde tienen ustedes los bolos?
Los muertos agarraron unos huesos y los pusieron parados en el suelo.
—Estos son nuestros bolos.
-¿Y la bocha? Yo no veo ninguna bocha.
Los muertos agarraron una calavera. —Esta es nuestra bocha. —Y comenzaron a jugar a los
bolos.
—¿Te animas a jugar por plata?
—¡Claro que me animo!
El joven se puso a jugar a los bolos con la calavera y los huesos, y de veras que era muy hábil:
ganaba siempre él y ganó toda la plata que tenían los muertos. Una vez que quedaron sin un
centavo, los muertos quisieron la revancha y se jugaron los anillos y los dientes de oro, y siguió
ganado el joven. Jugaron un partido más y después le dijeron: —Volviste a ganar, y nosotros no
tenemos más nada que darte. Pero como las deudas de juego deben pagarse en seguida, te
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damos este brazo de muerto que está aquí desde más de quinientos años; está un poco seco,
pero bien conservado, y te servirá más que una espada. Cualquier enemigo que alcances a
tocar con este brazo, el brazo lo agarrará por el pecho y lo empujará al suelo hecho cadáver,
aun si es un gigante.
Los muertos se fueron y dejaron al muchacho con ese brazo en la mano.
Prosiguiendo su camino, el muchacho llegó al castillo negro con el brazo de muerto escondido
debajo de la capa. Subió las escaleras y entró en un salón. Había una gran mesa puesta,
cargada de comida, pero las sillas tenían el respaldo dado vuelta hacia la mesa. Dejó todo como
estaba, fue a la cocina, encendió el fuego, y se sentó cerca del hogar, teniendo el brazo de
muerto en la mano. A medianoche oyó voces en la chimenea que gritaban:
¡Ya matamos a muchos,
ahora te toca a ti!
¡Ya matamos a muchos,
ahora te toca a ti!
Y ¡patapúfete!, de la chimenea bajó un brujo, y ¡patapúfete!, bajó otro, y ¡patapúfete!, el tercero,
todos con caras tan feas que asustaban y con unas narices tan largas que se doblaban en el
aire como brazos de pulpos tratando de agarrarse a las manos y a las piernas del joven. Él
comprendió que por sobre todo tenía que cuidarse de esas narices, y comenzó a defenderse
con el brazo de muerto, como si estuviera practicando esgrima. Con el brazo de muerto tocó a
un brujo en el pecho, y nada. Tocó a otro en la cabeza, y nada. Al tercero lo tocó en la nariz y la
mano de muerto agarró esa nariz y le dio un tirón tan fuerte que el brujo murió. El joven
comprendió que la nariz de los brujos era peligrosa, pero que era también su punto vulnerable, y
se puso a apuntar a la nariz. El brazo de muerto agarró por la nariz también al segundo y lo
mató; lo mismo hizo con el tercero. El muchacho se frotó las manos y fue a dormir.
A la mañana siguiente subió a los merlones y disparó el cañón: “¡Bum!” Desde el bajo, en el
pueblo donde todos estaban ansiosos, vio que agitaban miles y miles de pañuelos enlutados.
Cuando al anochecer volvió a entrar en el salón, encontró ya una parte de las sillas dadas vuelta
y puestas en la posición justa. Y por las otras puertas entraron damas y damiselas tristes y
vestidas de luto y le dijeron: —¡Resista, por piedad! ¡Devuélvanos la libertad! —Después se
sentaron a la mesa y comieron. En seguida de cenar se fueron todas, con grandes reverencias.
Él fue a la cocina, se sentó bajo la chimenea y esperó la medianoche. Cuando oyó la duodécima
campanada, por la chimenea se oyeron nuevamente las voces:
¡Nos mataste a tres hermanos,
ahora te toca a ti!
¡Nos mataste a tres hermanos,
Ahora te toca a ti!
Y patapúfete, patapúfete, patapúfete, tres enormes brujos, con una nariz larguísima cayeron de
la chimenea. El joven, esgrimiendo el brazo de muerto, no tardó en agarrarlos por la nariz y
tenderlos en el suelo, hechos cadáveres los tres.
A la mañana siguiente disparó dos cañonazos: “¡Bum! ¡Bum!”, y allá a lo lejos, en el pueblo, vio
agitarse muchos pañuelos blancos: les habían quitado el crespón enlutado.
La tercera noche encontró que las sillas dadas vuelta en el salón eran todavía más, y las
jóvenes vestidas de negro entraron en mayor cantidad que la noche anterior. —¡Sólo por hoy! —
le imploraron—, y nos liberarás a todas!—. Después comieron con él y se volvieron a ir. Y él se
sentó en el mismo lugar de la cocina. A medianoche las voces que se pusieron a gritar en la
chimenea parecían un coro:
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¡Nos mataste a seis hermanos,
y ahora te toca a ti!
¡Nos mataste a seis hermanos,
y ahora te toca a ti!
Y patapúfete, patapúfete, patapúfete, patapúfete, cayó una lluvia de brujos que no terminaba
más, todos con sus largas narices bien empinadas, pero el muchacho arremolinaba el brazo de
muerto y tantos brujos llegaban, tantos mataba, y sin esfuerzo, porque bastaba que esa manaza
reseca los tocara en la nariz para convertirlos en cadáveres. Se fue a dormir realmente
satisfecho y, apenas el gallo cantó, todo en el castillo volvió a vivir y un cortejo de señoritas y
damas nobles, con largos vestidos de cola, entraron en la cocina para agradecerle y
reverenciarlo. En medio del cortejo avanzaba la Princesa. Al llegar frente al joven, el echó los
brazos al cuello y dijo: —¡Quiero que seas mi esposo!
De a tres entraron los soldados liberados y le presentaron las armas.
—Suban a los merlones del castillo —ordenó el joven—, y disparen tres tiros de cañón—. Se
oyó tronar el cañón y allá a lo lejos en el pueblo se vio cómo agitaban pañuelos amarillos,
verdes, rojos, azules, y el eco de un sonido de trompetas y de tambores.
El muchacho descendió de la montaña encabezando el cortejo de la gente liberada y entró en el
pueblo: los crespones negros habían desparecido y no se veían más que banderas y cintas
coloradas que flameaban en el viento. Estaba el Rey esperándolos, con la corona enguirnaldada
de flores. El mismo día fue celebrada la boda y hubo una fiesta tan grande que aún hoy se habla
de ella.
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Ilustración de Emanuele Luzzati para El Pájaro Belverde