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La Armadura de Dios: Una meditación sobre Efesios

6:10–20
Debemos ejercitar con gran precaución nuestro poder en la guerra espiritual, asegurándonos de que lo
ejercitamos de la manera correcta, y contra el enemigo verdadero. He aquí cómo.

Lane Simmons

Mientras Gorge O Woods, crecía como hijo de misioneros en el noroeste de China, cerca de la frontera
con el Tíbet, escuché una buena cantidad de relatos sobre cosas asombrosas. En una de las más
memorables participaban su madre, Elizabeth Weidman Wood, su hermana, Ruth Weidman Plymire y
una noche aterradora en una posada china.

Su madre y su tía Ruth habían ido a China como misioneras solteras. Cuando llegaron, se inscribieron
en una escuela para aprender el idioma; vivían en una posada cercana. Su habitación tenía dentro un
ídolo budista. Aquella primera noche, no pudieron dormir. Sentían una enorme presencia maligna en
la habitación. Su cama levitaba en el aire. La presencia maligna era tan opresiva, que apenas podían
hablar. De hecho, todo lo que pudieron hacer fue pronunciar el nombre de Jesús, pero con eso bastó.
La presencia maligna huyó, y el Espíritu Santo las consoló.
En nuestra manera moderna de expresarse, su madre y su tía Ruth experimentaron un encuentro de
poderes. Por medio de su fe en Jesucristo, expulsaron a un espíritu opresivo, haciéndolo huir de la
habitación. Encontramos el exorcismo en el ministerio de Jesús (Marcos 1:39), el de los Doce
Apóstoles (Marcos 3:14, 15; Hechos 5:15, 16), y el del apóstol Pablo (Hechos 16:16–18; 19:11, 12).
Y hoy en día, el exorcismo sigue formando parte de la guerra espiritual.

Ahora bien, aunque en la guerra espiritual se produzcan encuentros de poderes, esos encuentros no
siempre toman la forma de exorcismos. En Efesios 6:10–20, el apóstol Pablo conecta el poder con la
guerra espiritual y con el desarrollo de las disposiciones y las disciplinas de Dios.

POR LO DEMÁS…

Efesios 6:10–20 comienza con la expresión por lo demás. Estas palabras indican que lo que sigue es la
culminación de lo que Pablo ha estado enseñando hasta el momento, y no simplemente el último tema
de su epístola. Para comprender lo que él dice acerca de la guerra espiritual, necesitamos tener
presente lo que dijo en los capítulos anteriores de la epístola.

Hace años, Watchman Nee hizo la observación de que podemos articular el mensaje de Efesios con
tres palabras clave:sentarnos, andar y estar firmes.  

Sentarnos sirve para describir “nuestra posición en Cristo”: “[Dios] juntamente con él [con Cristo] nos
resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (2:6). El hecho de que
estemos sentados con Cristo a la diestra del Padre, es un acto divino, que surge de su “amor”,
“misericordia”, “gracia” y “bondad” (2:4, 5, 7, 8). Así como depositamos todo nuestro peso en una
silla cuando nos sentamos en ella, también cuando Dios nos sienta junto con Cristo, estamos poniendo
todo el peso de nuestra salvación sobre la gracia divina.

Andar describe “nuestra vida en el mundo”: “Os ruego que andéis como es digno de la vocación con
que fuisteis llamados” (4:1). Los cristianos no nos debemos limitar a quedarnos cómodamente
sentados en el trono. La gracia no fomenta la pasividad, sino que capacita para una obediencia activa
al mandato de Dios: “Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios
preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (2:10).

Por último, estar firmes describe “nuestra actitud ante el enemigo”: “Vestíos de toda la armadura de
Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo” (6:11). El caminar del cristiano
no es un paseo por un parque. Efesios 6:10–13 señala con claridad que el caminar del cristiano es el
largo y duro esfuerzo que significa la batalla contra la maldad. Y en una batalla, la meta consiste en
no ceder terreno: caer es perder, pero mantenerse firme es triunfar.

Si tenemos presente este bosquejo de sentarnos–andar–estar firmes de la epístola a los Efesios,


vemos que la guerra espiritual, lejos de ser la actividad extraordinaria de una élite espiritual, es la
vida común y corriente de todo cristiano que Dios ha salvado por gracia, santificado en la obediencia y
enviado a proclamar el Evangelio ante  un mundo perdido y en plena agonía. Por tanto, ser cristiano
es hallarse en estado de guerra.

EL PODER DE SU FUERZA

No obstante, pelear esa guerra —y mucho más alcanzar la victoria en ella— es algo que se halla muy
por encima de la capacidad de los seres humanos. La victoria está en manos de un poder superior al
nuestro. Por eso Pablo nos exhorta diciéndonos: “Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza”
(6:10). Solamente Dios puede ganar esta guerra. La victoria es suya —y también nuestra—, pero solo
si estamos en Él.

El lenguaje relativo al poder divino se encuentra por todas partes en  Efesios. Pablo le pide a Dios en
Efesios 1:19, 20 que los creyentes podamos experimentar “la supereminente grandeza de su poder
para con nosotros los que creemos”. Dice además que ese mismo poder es el que “operó en Cristo,
resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales.” Su poder se
manifiesta de manera implícita en el 2:6, donde las expresiones nos resucitó y nos hizo
sentar describen nuestra salvación por gracia. En el 6:10, el verbo “fortaleceos” y la frase “el poder de
su fuerza” son eco de las palabras del 1:19, 20. Además de esto, Pablo ora, rogándole a Dios a favor
de los creyentes, “para que os dé […] el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su
Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (3:16, 17); y para que “seáis
plenamente capaces de comprender […] cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y
de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (3:18, 19). 

Es muy conocida la observación de Lord Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto
corrompe de manera absoluta”. Como es obvio, esta observación suya no se aplica a Dios, quien
combina en sí mismo el poder absoluto con la bondad absoluta. Sin embargo, sí se aplica a los seres
humanos, incluso a los cristianos, por su situación de pecado. Por ser pecadores, tendemos a hacer
mal uso, e incluso abuso del poder, incluso cuando aparentemente lo estamos usando en el nombre
de Dios y para cumplir sus propósitos.

Esta es la razón por la cual, al igual que Pablo, nosotros siempre debemos conectar el ejercicio del
poder divino con la persona y la obra de Jesucristo. Por medio de su poder, Dios reivindicó la vida, el
mensaje y la muerte expiatoria de Jesucristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su
diestra en gloria. Y por medio de su poder también, nos salvó por gracia y nos llamó a llevar una vida
santa que llegue hasta  “la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (4:13). Por consiguiente,
entrar en la guerra espiritual es ser lleno del poder del amor que animó el ministerio de Cristo. Si no
hemos captado y no manifestamos la anchura, la longitud, la profundidad y la altura de ese amor,
habremos perdido la batalla.

En consecuencia, en la guerra espiritual debemos ejercitar el poder con gran cautela, asegurándonos
de que lo ejercitemosde la manera correcta y contra el enemigo verdadero.

LOS PODERES DE ESTE MUNDO EN TINIEBLAS


Efesios 6:12 identifica a nuestro enemigo en la guerra espiritual: “Porque no tenemos lucha contra
sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de
este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”.

En esta identificación aparecen dos elementos:

En primer lugar, nuestros enemigos no son “carne y sangre”. En otras palabras, nuestros enemigos no
son seres humanos. Nunca deberíamos describir como malvados a aquellos que Cristo vino a salvar (1
Timoteo 1:15; 2:4). Por contrarias a Dios que sean sus creencias; por inmoral que sea su conducta;
por profundo que sea su desprecio hacia nosotros y diligentes sus ataques, no estamos
batallando contra seres humanos. Estamos batallando a favor de los seres humanos, para que puedan
ser “librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:13),
como ya lo hemos sido nosotros.

En segundo lugar, nuestros enemigos son “principados,” “potestades,” “gobernadores” y “huestes


espirituales de maldad”. Pablo habla también de “las asechanzas del diablo” (Efesios 6:11) y del
“maligno” (6:16). Estamos luchando contra el ámbito demoníaco.

Los demonios tienen una personalidad desordenada. Creados para servir a Dios, lo rechazan
voluntariamente. Al rechazarlo a Él, que es la Realidad Máxima, pierden el contacto con la realidad. Su
mente no se encuentra ordenada hacia la veracidad, y sus acciones no son ordenadas hacia la
bondad. Jesús enseña que el diablo “es mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). Pedro escribe:
“Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro
5:8). Dondequiera que se halle presente lo demoníaco, el engaño, la desobediencia y la destrucción
siembran el caos.

Lo demoníaco se manifiesta de diversas maneras. A nivel individual, se manifiesta en la posesión, en


la cual controla la personalidad de un ser humano. Recuerde al endemoniado  de Gadara (Marcos 5:1–
10). Antes de su exorcismo, estaba solo, desnudo y físicamente fuera de control. Su nombre era el
nombre de los demonios que lo poseían: “Legión”. Después del exorcismo, sus vecinos lo vieron
“sentado, vestido y en su juicio cabal”. No es posible que un cristiano lleno del Espíritu sea poseído de
esta manera.

No obstante, lo demoníaco se puede manifestar en la vida, tanto de los creyentes como de los
incrédulos, de otras maneras. Como le sucedió al propio Jesús, pueden ser “tentados por el diablo”
(Mateo 4:1; cf. 6:13; 1 Corintios 7:5; 1 Tesalonicenses 3:5). Por medio de una conducta incorrecta,
en especial la ira, le pueden “dar lugar al diablo” en su vida (Efesios 4:27). Lo demoníaco se puede
manifestar, en palabras de Pablo, como “un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me
abofetee” (2 Corintios 12:7). Aquí su intención es hacer que la persona, sobre todo si es creyente,
comience a dudar que la gracia de Dios le sea suficiente (12:9).

En el nivel de la sociedad, lo demoníaco se puede manifestar a través de sistemas institucionales de


engaño, desobediencia y destrucción. Los capítulos 12 y 13 del Apocalipsis hablan de tres horripilantes
criaturas: “un gran dragón escarlata” (12:3), “una bestia que subía del mar” (13:1) y “otra bestia que
subía de la tierra” (13:11). Juan identifica al dragón como “la serpiente antigua, que se llama diablo y
Satanás, el cual engaña al mundo entero” (12:9). El diablo le da a la primera bestia “su poder y su
trono, y grande autoridad” (13:2). La segunda bestia “hace que la tierra y los moradores de ella
adoren a la primera bestia” (13:12). Muchos comentaristas interpretan que estas bestias son las
instituciones sociales de la política y de la religión, respectivamente. Dios creó estas instituciones
sociales para fomentar el florecimiento de la humanidad. El que detenta la autoridad “es servidor de
Dios para tu bien” (Romanos 13:4). Pero así como lo demoníaco trae el desorden a la vida de una
persona individual, de igual manera lleva el desorden a la vida de una sociedad.

Los seres humanos no son enemigos nuestros: ni los ateos, ni los musulmanes, los promotores del
aborto o los homosexuales. Su incredulidad y su inmoralidad son enemigas de Dios, pero Él nunca es
enemigo de los seres humanos. Y tampoco lo debemos  ser nosotros. La guerra espiritual es la misión
que nos encomienda Dios en estos tiempos; una misión que consiste en destruir el cautiverio al que
ha sometido a las personas el engañador y destructor de sus almas. Usamos el poder de Dios a favor
de esas personas. Peleamos por ellas.

LA ARMADURA DEL CRISTIANO

Cuando comprendemos la naturaleza de nuestro enemigo, vemos por qué Pablo nos exhorta a
“fortalecernos en el Señor, y en el poder de su fuerza” (Efesios 6:10). El ámbito de lo demoníaco es
más fuerte que nosotros, pero no es más fuerte que Dios. Por tanto, Pablo nos exhorta diciéndonos:
“Vestíos de toda la armadura de Dios” (6:11, 13). Solamente preparados de esta manera para la
batalla, podremos “estar firmes contra las asechanzas del diablo” (6:11). La armadura de Dios
describe la forma en que debemos enfrentarnos al enemigo.

Los expertos suelen decir que Pablo describió la armadura de Dios utilizando como inspiración la
armadura de un soldado romano. Esto tiene mucho de probable, puesto que Pablo les escribió a los
efesios desde la prisión (6:20), donde estaba rodeado de soldados romanos. No obstante, esta
descripción que hace Pablo de la armadura se refiere a pasajes del libro del profeta Isaías que
describen a Dios y a su Mesías revestidos con una armadura similar. Por ejemplo, Isaías 11:5 dice
acerca del Mesías: “Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura”. Isaías
52:7 habla de la hermosura de “los pies del que trae alegres nuevas”. E Isaías 59:17 describe a Dios
vistiéndose “de justicia […] como de una coraza, con yelmo de salvación en su cabeza”. En otras
palabras, la armadura de Dios es en primer lugar y sobre todo, su propia armadura. Es la forma en la
cual Él batalla en la guerra espiritual.

Por consiguiente, puesto que Dios nos reviste con su propia armadura, nosotros peleamos la guerra
espiritual de la misma manera que ll. Las diversas piezas de la armadura que va mencionando Pablo
en un sentido metafórico, describen virtudes morales y prácticas relacionadas con nuestra misión. Por
ejemplo, cuando leemos acerca de “ceñirnos nuestros lomos con la verdad” (Efesios 6:14), no
debemos centrar nuestra atención en el hecho de ceñirnos, que es solamente una metáfora, sino en
“la verdad”. La manera en que combatimos al diablo —la manera en que Dios combate al diablo—
consiste en el uso de virtudes morales como la veracidad, la justicia y la fe, y en prácticas
relacionadas como la misión, como la preparación en el conocimiento del Evangelio, el enfoque en la
salvación y la proclamación de la Palabra de Dios.

En otras palabras, el estilo de la guerra espiritual tiene que ver tanto con quiénes somos (las virtudes
morales) como conqué hacemos (las prácticas relacionadas con nuestra misión). Combatir a los
poderes demoníacos no es solo cuestión de exorcizarlos. En el mejor de los casos, el exorcismo es una
especie de escaramuza inicial dentro de la guerra. Cambiando de metáfora y tomando prestada una
imagen procedente de una de las parábolas de Jesús (Lucas 11:24–26), el exorcismo saca de nuestra
casa al demonio, pero la meta no es únicamente tener una casa “barrida y adornada”. La meta es
convertir nuestra casa en un hogar donde habite Jesucristo día tras día. La meta de la guerra
espiritual consiste en hacernos cada vez más semejantes a Cristo; esa es la esencia de la victoria, que
solo se presenta por medio de la labor común y corriente de evangelismo y discipulado.

En mi opinión, son demasiados los pentecostales y carismáticos que llegan a obsesionarse con los
exorcismos de los espíritus demoníacos, ya sea “al nivel básico” de la posesión de una persona en
particular, o “al nivel estratégico” de la posesión por parte de un “espíritu territorial”. Así cometen
también el error de reducir la guerra espiritual a las labores de exorcizar, “atar” y “reprender” a los
espíritus malignos. Ciertamente, el exorcismo es uno de los componentes de la guerra espiritual, por
el hecho de que hay personas que han sido poseídas por demonios. Sin embargo, una vez que han
quedado liberadas, ¿qué viene después? Entonces es cuando comienza realmente el largo y duro
esfuerzo de la guerra espiritual.

Ninguna persona puede crecer en su semejanza a Cristo sin evangelismo y discipulado. Esto es cierto,
no solo en el sentido pasivo de que nosotros mismos necesitamos que se nos evangelice y discipule.
También es cierto en el sentido activo: Necesitamos evangelizar y discipular a otras personas. Estar
revestidos de la armadura de Dios es tener “calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz”
(Efesios 6:15). Es blandir “la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (6:17). El evangelismo y
el discipulado son el “filo cortante” de la guerra espiritual.

Quiénes somos, y qué hacemos —las virtudes morales y las prácticas de nuestra misión— son
aspectos mutuamente dependientes, que se refuerzan entre sí. No podemos evangelizar a otra
persona con unas buenas nuevas que nosotros mismos no hayamos experimentado. No podemos
proclamar que otros han quedado liberados del diablo, si él todavía tiene lugar en nuestra vida a
través de una ira impía. De manera similar, no podemos caminar en obediencia a los mandamientos
de Dios, si pasamos por alto el mandamiento final que Cristo les dio a sus seguidores: “Haced
discípulos a todas las naciones” (Mateo 28:19). Al asemejarnos a Cristo, haremos lo que Cristo hizo. Y
cuando hagamos lo que Cristo hizo, nos asemejaremos más a Él.

SIN TEMOR ALGUNO

Pablo termina su explicación sobre la guerra espiritual con una exhortación a la oración de intercesión:
“Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu” (Efesios 6:18). Pide oración “por
todos los santos” (6:18), añadiendo también “y por mí” (6:19). Les pide específicamente a los efesios
que oren por sus esfuerzos evangelísticos: “Y por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada
palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio” (6:19).

Por tres razones distintas, este llamado a la oración es un final adecuado para toda explicación de lo
que es la guerra espiritual.

En primer lugar, la oración les da vida a los instrumentos usados en la guerra espiritual. Por nosotros
mismos y con nuestras propias fuerzas, no podemos producir las virtudes morales ni las prácticas de
la misión que se nos ha encomendado. Estas cosas son las obras de Dios en nosotros. La oración abre
nuestro corazón a Dios, de manera que Él nos pueda santificar para sí mismo, y también darnos
autoridad para realizar nuestra misión.

En segundo lugar, la oración llama a Dios, pidiéndole que actúe. Nuestro poder en la guerra espiritual
es el poder de Dios. La armadura que llevamos puesta es la armadura de Dios. Tratar de enfrentarnos
a los poderes malignos sin pedir la ayuda divina, es empresa de tontos. “De Jehová es la batalla” (1
Samuel 17:47).

Pero en tercer lugar, su batalla es también nuestra. Puesto que Él nos ha dado poder, puesto que nos
ha revestido con su propia armadura, podemos pelear, y hacerlo sin temor alguno. Martín Lutero, en
su apasionante himno “Castillo fuerte es nuestro Dios”, evalúa al diablo y escribe:

Que muestre su vigor 


Satán, y su furor; 
Dañarnos no podrá, 
Pues condenado está 
Por la Palabra santa.”

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