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¿Crítica cultural en América Latina o estudios culturales


latinoamericanos? | Ana Del Sarto
Los estudios culturales y la crítica cultural representarían
dos nuevas prácticas que participan de [una] misma
búsqueda de transversalidad tanto en el rediseño de las
f ronteras del conocimiento académico (los estudios
culturales) como en las rearticulaciones críticas del discurso
teórico (la crítica cultural). Ambas prácticas -y las relaciones
de diálogo, resistencia o cuestionamiento que las vinculan
entre sí- invitan a una ref lexión, necesaria de producirse hoy,
que desborda el f ormato del saber universitario y del
discurso académico para interrogar los bordes críticos del
trabajo intelectual. (Richard, Residuos 142)

A partir de una comparación entre el título de este trabajo,


pregunta que me gustaría que estuviera imbuida de un tono
irónico, y de esta cita, quisiera ref lexionar sobre algunos aspectos compartidos por la crítica cultural
practicada por Nelly Richard en Chile, y por cierta línea de estudios culturales con la cual identif ico mi trabajo,1
en tanto proyectos intelectuales y prácticas alternativas. En este trabajo, mi intención es trazar un mapa de
coincidencias desde las cuales interrogar las dif erencias que separan a ambas prácticas, para luego abrir un
diálogo constructivo precisamente a partir de las mismas.

Es cierto que la crítica cultural y los estudios culturales están alejados por dif erencias genealógicas y
epistémicas insoslayables. En cuanto a las genealogías disímiles, sólo basta con los nombres para ver qué
tradiciones privilegia cada práctica. La mayor inf luencia en la crítica cultural en América Latina es el pensamiento
europeo continental (el psicoanálisis, la Escuela de Frankf urt, el estructuralismo y posestructuralismo f rancés
y la desconstrucción), pero en el caso de Richard al menos, la inf luencia predominante proviene del
estructuralismo y posestructuralismo f rancés, específ icamente de la obra de Roland Barthes, Michel Foucault,
Julia Kristeva, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y Félix Guattari. Muchas de las posiciones de Richard se
inspiran en una combinación heterogénea, sobre todo respecto a la centralidad de conceptos tales como:
textualidad y la naturaleza discursiva de cualquier dimensión (ya sea la cultura, la sociedad, la política o, aún, la
economía); la consecuente productividad de prácticas textuales y la noción de “escritura como teoría”; la
“política del acto crítico” y la inscripción dentro de la escritura del deseo del sujeto; la división entre ciencia y
crítica entendida como una oposición irreconciliable entre “trabajo académico o conocimiento explicativo” y
“práctica intelectual o conocimiento interrogativo”; la diseminación de la cadena signif icante y la ref lexión sobre
la negatividad del lenguaje.

Bajo la rúbrica de lo que hoy en día se entiende por estudios culturales latinoamericanos se conglomeran
muchas prácticas, discursos y campos de estudios dif erentes y, a pesar de sí mismos, una disciplina
supuestamente institucionalizada. Aunque es precisamente esta f alta de consenso sobre una def inición
precisa de lo que signif ica “practicar los estudios culturales” lo que garantiza no sólo la imposibilidad de su
clausura como paradigma disciplinario, sino también su agudo vigor político. Al igual que la crítica cultural, es
posible trazar las raíces genealógicas de los estudios culturales en una mezcla ecléctica de tendencias
hegemónicas y no-hegemónicas del pensamiento europeo -varias revisiones del marxismo (Lukács, Gramsci, la
Escuela de Frankf urt y Althusser, aunque también el marxismo cultural británico), la propia emergencia de los
estudios culturales británicos después de la segunda guerra mundial (Raymond Williams, Richard Hoggart,
Edward P. T hompson y Stuart Hall), el estructuralismo y posestructuralismo, la sociología de la cultura y la
f ilosof ía posmoderna f rancesa, la semiótica, la desconstrucción y otras. Sin embargo, creo que quizás sea
aún más importante la imbricación de dichas tendencias dentro de la tradición crítica latinoamericana que puede
trazarse remontándonos a los comienzos del siglo XIX (desde Simón Bolívar y José Martí en adelante). Aunque
hoy en día el etiquetado, es decir el nombre “estudios culturales latinoamericanos”, parezca paradójico o
conf uso, esta densa tradición estaba ya viva en América Latina mucho antes de la emergencia de los estudios
culturales británicos.

En cuanto a las dif erencias epistémicas, Richard asevera que la crítica cultural y los estudios culturales
tienen loci de enunciación disímiles. Mientras la primera habladesde América Latina (una aproximación
latinoamericana), los últimos hablan sobreAmérica Latina (el latinoamericanismo) (“Intersectando” 345-6). Sin
embargo, en mi opinión, la dif erencia yace no en una localización geo-política o institucional específ ica, sino en
los puntos de partida epistémicos distintivos desde los cuales cada proyecto o práctica construye
estratégicamente su respectivo locus: la crítica cultural construye su locus desde la materialidad estética para
“transf ormar críticamente lo real” (Galende dixit), mientras que los estudios culturales lo construyen desde la
materialidad social para producir críticamente la realidad social. ¿Cuál es la mayor dif erencia entre materialidad
estética y materialidad social? Lo que oximorónicamente llamo “materialidad estética” está directamente
relacionado al papel central que juega el lenguaje, la escritura y la lectura (“lo literario” o la Literatura como
discurso) en la constitución, el desplazamiento, la f ragmentación, la disolución y la reconstitución de un sujeto
individual dentro de un texto. Es decir, la manera en que los impulsos y los instintos, el deseo, el placer y
lajouissance se materializan en un texto a través del acto de la escritura-lectura.

La idea central detrás de la materialidad estética es el concepto de texto, tal cual lo articula Richard a partir de
una combinación de elaboraciones teóricas de Barthes y Kristeva. Barthes enf atiza la corporalidad del texto
cuando enuncia que “el texto tiene una f orma humana: ¿es una f igura, un anagrama del cuerpo? Sí, pero de
nuestro cuerpo erótico” (El placer 29); por lo tanto, “el texto es un objeto de placer” (Sade 3). En El susurro del
lenguaje, Barthes específ icamente señala que un texto es “un tejido de citas provenientes de los mil f ocos de
la cultura” (69); es un “espacio en el que ningún lenguaje tiene poder sobre otro, es el espacio en el que los
lenguajes circulan” (81); es “ese espacio social que no deja bajo protección a ningún lenguaje, exterior a él, ni
deja a ningún sujeto de la enunciación en situación de poder ser juez, maestro, analista, conf esor,
descif rador” (82; énf asis original). Para Kristeva, quien sigue elaborando teóricamente el sendero abierto por
Barthes, el texto

es def inido como un aparato trans-lingüístico que redistribuye el orden del lenguaje al relacionar el discurso
comunicativo, cuyo objetivo es directamente inf ormar, a dif erentes clases de enunciados sincrónicos
anteriores. El texto es en consecuencia una productividad, y esto signif ica: primero, que su relación con el
lenguaje en el cual se sitúa es redistributiva (destructiva-constructiva) y, por lo tanto, podría ser abordado
mejor a través de categorías lógicas antes que lingüísticas; y segundo, que es una permuta de textos, una
intertextualidad: en el espacio de un texto dado, varios enunciados, tomados de otros textos, se intersectan y
se neutralizan unos a otros. (Desire 36)2

Esta corporalidad, materializada en la inscripción de la escritura, f orma una textura que evidencia una densidad
peculiar. Dentro de esta textura, tanto los enunciados, las voces y los tonos –condiciones o índices del deseo
del sujeto– así como dif erentes clases de lenguajes convergen y se yuxtaponen, constituyendo la propia
productividad e intertextualidad de ese espacio social. Aunque Barthes está siempre consciente de la
necesidad de interrelacionar dif erentes teorías provenientes de varias disciplinas para aproximarse a un texto
-siendo las principales la crítica literaria, la antropología y la historia-, Richard, siguiendo a Kristeva, sobre-
enf atiza el papel supuestamente subversivo de lo semiótico vis-à-vis el papel instrumental de lo simbólico;
como resultado, dejan ambas lo social sin teorizar. La concepción de Richard está f undamentalmente inf luida
por el argumento de Kristeva en Revolution of Poetic Language, de acuerdo al cual “en el texto el binomio
instintivo consiste en dos términos opuestos [los cuales constituyen una dialéctica entre lo semiótico y lo
simbólico] que se alternan en un ritmo inf inito. Aunque lo negativo, la agresividad, la analidad y la muerte
predominan, sin embargo, pasan a través de todas las tesis capaces de darle signif icado, van más allá de ellas
y, al hacerlo, le otorgan una positividad en su propio sendero” (99).3

En otras palabras, el objetivo común de Barthes, Kristeva y Richard es, en consecuencia, postular una teoría
material del sujeto, capaz de revelar el proceso de destrucción y construcción del sujeto o, como Barthes
señala en El placer del texto y en El grado cero de la escritura, una teoría del sujeto que contenga una estética
hedonista. Esta estética hedonista puede, por supuesto, trazarse remontándonos a los movimientos
vanguardistas y a la tradición de la “Gran Ruptura” (ver Berman y Paz) tan centrales para la evolución
contradictoria de la modernidad occidental. De hecho, la práctica crítica de Richard podría ser ligada a una neo-
y/o pos-vanguardia.4

Por el contrario, la concepción de textualidad dentro del marco de los estudios culturales latinoamericanos
dif iere de la anteriormente elaborada, ya que no se privilegia a la escritura como dínamo de la productividad
textual, sino que muchas prácticas dispares en la realidad social (tales como la militancia o el activismo
político, el tatuaje y el body-piercing, el f anatismo deportivo o la escritura misma) son capaces de producir una
textura social, la cual podría adoptar f ormas dif erentes y materializarse en dif erentes materias. En
consecuencia, cualquier práctica directamente relacionada a la perf ormatividad social es equivalente a un texto
cultural y, por lo tanto, puede ser interpretada como tal. Este es el punto epistémico desde el cual los estudios
culturales construyen su locus. Sin embargo, como se indicó anteriormente, el eclecticismo predominante en
los estudios culturales engendra maneras dif erentes de comprender y de ref lexionar sobre la “materialidad
social”. Como consecuencia, muchos practicantes de los estudios culturales han sido acusados, correcta o
incorrectamente, de practicar el empirismo o neo-positivismo. Es verdad que muchas veces han dejado de lado
lo estético, f avoreciendo en cambio una preocupación con la materialidad social, como aquella que se
manif iesta en la intervención política abierta, en la ref lexión crítica sobre políticas culturales y culturas políticas
o en el uso heterogéneo de las ciencias sociales (f undamentalmente, la antropología, la sociología y las
comunicaciones). Pienso que ya es tiempo que los estudios culturales establezcan un balance entre lo social y
lo estético, rescatando así esta olvidada dimensión y reinsertándola dentro de los análisis de estudios
culturales, siempre en relación a la producción de la realidad social.

En este sentido, la búsqueda de la “materialidad social” debería analizarse no solamente a partir de rupturas y
quiebres sino además en las continuidades y procesos de construcción de consensos socio-históricos que
resultan de las interrelaciones entre subjetividades e identidades divergentes dentro del continuo f lujo
transf ormativo de “lo social”, desde el cual se ponen en movimiento ideologías conf lictivas, articulaciones
hegemónicas y subalternas, imaginarios sociales, políticos, culturales y radicales, memorias individuales y
colectivas, rituales y perf ormatividades, etc. Aquí no sólo miedos y ansiedades, sino también deseos,
placeres, jouissance y jouis-senses se materializan en el proceso de producción de subjetividades y realidad
social.

A pesar de estas dif erencias irresolubles, sostengo que tanto la crítica cultural en América Latina tal cual es
practicada por Richard, centrada en la recuperación de “la especif icidad de lo estético-literario” (Residuos
150), como cierta línea de estudios culturales latinoamericanos a la cual adhiero, podrían ser prácticas
compatibles y complementarias, hasta diría, mutuamente necesarias, en tanto sus dif erencias, en constante
“diálogo, resistencia y cuestionamiento”, pueden seguir detectando nuevas ambigüedades, paradojas y
aporías a través de las cuales rearticular nuevas búsquedas. Ambas prácticas, constituyéndose una
metacríticamente en el lado oscuro de la otra, encontrarían una localización específ ica en lo reprimido que
retorna en el momento de enunciación de sus propios discursos; es decir, la crítica cultural se localizaría en los
límites de los estudios culturales para constituirse en “crítica de la crítica” y viceversa. De esa manera, ambas
prácticas, puestas en diálogo, podrían hacerse “cargo de la disputa de f uerzas entre lo ideológico, lo crítico, lo
estético” (Residuos 151), según Richard lo que constituye la especif icidad de la crítica cultural; y lo cultural, lo
político y lo social, según mi opinión lo que caracteriza a los estudios culturales.

Como señala Richard en Residuos y metáforas, tanto la crítica cultural como los estudios culturales surgen
como prácticas (y/o proyectos) de búsqueda o, más bien, como búsquedas de (prácticas y/o) proyectos; es
decir, en todo momento se tratará de evitar que se constituyan en “programas que designen modelos a aplicar
supuestamente dotados de una homogeneidad de f ormas y contenidos” (142). En este sentido, la “vigilancia
crítica” -propuesta derrideana- se debería duplicar, puesto que, por un lado, se trataría de evitar la
“f uncionalización” de estos discursos en aparatos o f ormaciones de poder; mientras que, por otro lado, se
enf atizaría el esf uerzo en mantener siempre el análisis de la cultura en términos de procesos inconclusos, sin
reif icarla ni f etichizarla como un objeto de estudio cerrado y/o estático. Ambas búsquedas comparten un
mismo momento inicial que les da origen: surgen como “gestos destinados a modif icar las reglas de
conf iguración del saber tradicional” (Residuos 141) o como “miradas críticas”, “transversales”, ante la
reorganización social (construcción de nuevas identidades) de determinadas desarticulaciones (básicamente,
la dispersión del sujeto racional moderno en subjetividades múltiples y heterogéneas).

En el mismo momento en que el pensamiento moderno occidental había alcanzado sus propios límites, esos
mismos límites f ueron cuestionados por la emergencia del pensamiento postmoderno. El inicio del “f in de los
macro-relatos” problematizó ciertas categorías y/o conceptos absolutos y sus binarismos subyacentes,
estimulando así una “crisis de homogeneidad del sujeto centrado de la modernidad, f ractura de los paradigmas
(razón y progreso) que guiaban las empresas historicistas, desintegración del ‘lazo social’ y f ragmentación del
nexo a las totalidades de saber o poder” (Richard, “Modernidad” 307); o bien, “lecturas heterodoxas de la
modernidad que cambian los acentos (y las tendencialidades) de la conf iguración historia-progreso-sujeto-
razón al redistribuir los énf asis de lo singular y de lo plural, de lo único y de lo múltiple, de lo centrado y de lo
descentrado” (Richard, “Alteridad” 210). Esta metacrítica intra-modernidad, tal cual f ue practicada dentro de y
desde los centros metropolitanos, construyó discursos que interpelaron a ciertas agencias locales
(perif éricas) resistentes o rebeldes que los adoptaron, adaptaron e hibridizaron aún más, recontextualizando
dichos discursos a su propia situación concreta. Esta crisis moderna, como es bien sabido, provocó distintas
respuestas: aquellas que reorganizaron estas nuevas perspectivas, ya sea apropiándoselas o cooptándolas, y
estableciéndose así como rectoras de un nuevo orden hegemónico (es el conocido caso de las ciencias
sociales en Chile)5; y aquellas que, como la crítica cultural o los estudios culturales, se constituyeron en
discursos metacríticos resistentes, es decir, se establecieron como prácticas “críticas de la crítica”,
cuestionando precisamente esas articulaciones hegemónicas.6

En ef ecto, según Richard, la especif icidad de la crítica cultural se establece como una práctica de textos
f ronterizos, “intermedios”: “textos que se encuentran a mitad de camino entre el ensayo, el análisis
desconstructivo y la crítica teórica, y que mezclan distintos registros para examinar los cruces entre
discursividades sociales, simbolizaciones culturales, f ormaciones de poder y construcciones de subjetividad”
(Residuos 143). Por otro lado, los estudios culturales no negarían que sus producciones, como textos
f ronterizos o intermedios, pusieran en práctica esta última estrategia de entrecruzar diversos registros
conf lictivos, aunque sí establecerían ciertos límites de acuerdo a una práctica dialógica constante, no sólo con
varias tradiciones discursivas que se entrecruzan intencional y políticamente (tales como las tradiciones
enumeradas en la sección I), sino también con las sobredeterminaciones 7 de su materialización, precisa y
privilegiadamente cultural, en procesos socio-históricos. Es decir, lo que privilegian los estudios culturales son
las articulaciones que sobredeterminan los contextos de materialización; sin embargo, esos contextos no
tienen por qué estar institucionalizados o institucionalizarse en el proceso mismo, sino más bien como alguna
vez lo enunciara Derrida: “lo extra-institucional [o disruptivo] debe tener sus instituciones sin pertenecerles”
(Richard, “Conversaciones” 20).

Para Richard, el eje que une a la crítica cultural y a los estudios culturales en esta rediagramación
autorref lexiva “moderna”, desde un supuesto horizonte “post-” compartido, es la “transdisciplinariedad”:
“vector experimental y creativo de reconf iguración de nuevos instrumentos teóricos para el análisis crítico de
la cultura” (Residuos 142); mientras que el límite que los separa se constituiría en la brecha que distancia el
“trabajo académico” o “saber explicativo que f ormula y expone las razones de porqué nuestro presente es
como es”, ref iriéndose explícitamente a los estudios culturales, del “trabajo intelectual” o “saber interrogativo
que no se conf orma con estas demostraciones sino que busca perf orar el orden de sus pruebas y certezas
con el tajo (especulativo) de la duda, de la conjetura o bien de la utopía” para el caso de la crítica cultural; es
decir, los límites se tallan a partir de “reclamos de la escritura contra la didáctica del saber” (Residuos 158). En
otras palabras, el trabajo académico o conocimiento explicativo es para los estudios culturales lo que la práctica
intelectual o el conocimiento interrogativo es para la crítica cultural.

En la construcción de esta topología, uno no deja de oír los susurros tanto de Barthes como de Kristeva,
enunciados indirectamente y re-inscriptos dentro del campo latinoamericano por la escritura de Richard.
Durante la década de los sesenta, Barthes, envuelto en una polémica con la crítica tradicional f rancesa, hizo
una distinción entre “ciencia” y “crítica”. Para él, estas dos prácticas contienen dos discursos muy distintivos y
contradictorios: una ciencia de la literatura (y de la escritura) es “un discurso general cuyo objeto es, no tal o
cual sentido, sino la pluralidad misma de los sentidos en la obra” (Crítica 58). Sin embargo y paradójicamente,
inmediatamente sigue diciendo que “su objeto (si algún día existe) no podrá ser otro que imponer a la obra un
sentido, en nombre del cual se daría el derecho de rechazar los otros sentidos. [...] no interpretará los
símbolos, sino únicamente su polivalencia; en suma, su objeto no será ya los sentidos plenos de la obra, sino,
por lo contrario, el sentido vacío que los sustenta a todos” (Crítica59). La crítica, por el contrario, es un
discurso que “asume, abiertamente, a su propio riesgo, la intención de dar un sentido particular a la obra”
(Crítica 58). “Descif ra y participa de una interpretación. Sin embargo, lo que devela no puede ser un signif icado
(porque ese signif icado retrocede sin cesar hasta el vacío del sujeto), sino solamente cadenas de símbolos,
homología de relaciones” (Crítica 74).

Por lo tanto, la crítica produce sentidos al jugar con la lógica de los signif icantes. Más tarde, en El susurro del
lenguaje, Barthes vuelve a exponer esta separación, aunque metonímicamente desplazada en otra dicotomía:
practicar la literatura –la escritura y la crítica– se opone directamente a la enseñanza de la práctica de la literatura
–la ciencia. “Esta antinomia [escribe] es grave porque tiene mucho que ver con un problema, más candente
quizás hoy en día, que es el problema de la transmisión del saber; ahí reside [...] el problema f undamental de la
alienación” (57). Estas dicotomías se reinscriben en los textos de Richard, en los cuales se produce una
homología no sólo de predicados sino también de sujetos: la crítica cultural es a la práctica de la literatura, la
crítica y la producción de significaciones lo que los estudios culturales son a la enseñanza de la práctica de la
literatura, la ciencia y la producción de significados. La posición de Richard, aquí, reverbera no sólo contra la
academia y la f ormalización de la crítica en ciencia sino que también se constituye en el meollo de las
acusaciones sostenidas por la crítica cultural contra los estudios culturales.

Por otra parte, en los setenta, Kristeva escribe un excelente artículo, “How Does One Speak to Literature?”,8
en el cual analiza la obra de Roland Barthes. Nos recuerda que Barthes mismo estaba desgarrado por dos
práctica incongruentes: la del investigador y la del “crítico”. La contribución de Kristeva se centra en el análisis
de la irrupción de lo semiótico dentro de los procesos de signif icación, “en el cual la signif icancia somete al
sujeto en proceso [de constitución y, a la vez, lo] enjuicia” (Revolution 22). La misma negatividad del lenguaje
permite la irrupción de los deseos más íntimos del sujeto a través de desplazamientos y f acilitaciones de
energía, descargas y catexis cuantitativa (lo semiótico) dentro de lo simbólico, produciendo una subversión del
mismo orden. Por lo tanto, para Kristeva, “‘el investigador’ [un científ ico] describe la negatividad dentro de un
sistema trans-representativo y trans-subjetivo homogéneo: su discurso detecta la f ormalidad lingüística del
sentido destrozado y pluralizado como condición, o mejor aún, comoíndice de una operación heterónoma”
(Desire 115; énf asis original). Al contrario, “el crítico” “asume la tarea de señalar la heteronomía. ¿Cómo? A
través de la presencia de la enunciación en el enunciado, [el crítico] introduce la agencia del sujeto, asume un
discurso representativo, localizado y contingente, determinado por su ‘yo’ y, así, por el ‘yo’ de su lector.
Hablando en su nombre a un otro, introduce el deseo” (Desire 115; énf asis original). Este deseo por el lenguaje,
este deseo materializado estéticamente en la escritura a través de la introducción de varios tonos del sujeto
vacío, es según Richard lo que constituye la especif icidad de la crítica cultural. Por la misma razón, condena a
los estudios culturales por su desinterés en la presencia del deseo del sujeto en la escritura, debido
particularmente al juego con los signif icados y a su correlativa producción de signif icados.

En cierto sentido, tanto la crítica cultural como los estudios culturales, surgen como propuestas desde las
cuales interpelar a un cierto campo de izquierda, o más bien de resistencia o trasgresor, políticamente
desarticulado no sólo como producto de los cuestionamientos “post-”, sino también por las situaciones y
experiencias concretas por las que transitan varios países latinoamericanos. En def initiva, ambas propuestas
se construyeron a partir de una ref lexión crítica no sólo de las posiciones consensuales y f uncionales con
respecto a un orden neoliberal globalizado (capitalismo tardío), sino también vis-à-vis las mismas estrategias y
posiciones de las izquierdas tradicionales. El campo articulador desde el cual se plantearon estos
cuestionamientos autorref lexivos f ue y sigue siendo, en ambos casos, la cultura: eje transversal que unirá y
separará a la crítica cultural en América Latina y a los estudios culturales latinoamericanos. Si bien ambos
comparten una mirada inicial sobre la conceptualización de la cultura qua “campo de lucha” (ver Hall), donde
dif erentes procesos de signif icación compiten por establecer diversos sentidos, ambas prácticas se
distanciarán, no sólo ideológica sino también políticamente, a partir de los usos y abusos posteriores del
campo cultural como campo de lucha. Espero que esto último también valga como advertencia crítica o
autocrítica a los propios estudios culturales.

A partir de una necesidad de “transf ormar críticamente lo real” desde la cultura (o, más bien, desde “lo cultural”)
como campo de lucha –o sea, como campo de producción de la realidad social– tanto la crítica cultural como
los estudios culturales compartirían un mismo objetivo: descentrar los mecanismos de jerarquía y control
tradicionales, es decir, des-articular las f ormaciones hegemónicas de poder. En otras palabras, ambos
proyectos apuntarían a “derrotar el orden” (una “metáf ora para la institución”), a “ref ormular transversalmente
la problemática de la dominación” (“De la rebeldía” 6-7), a “estremecer la racionalidad programática de las
ciencias, la política y la ideología”, y a “transgredir y subvertir las demarcaciones del poder” (“Estéticas” 8). Con
estos propósitos, la crítica cultural centra sus estrategias en la necesidad de teorizar los f ragmentos
discursivos desde la “teoría como escritura”. La “escritura”, otro concepto central del edif icio crítico de Richard,
también deriva de una f usión de las concepciones de Barthes y Kristeva. Barthes explica que la escritura está

siempre enraizada en un más allá del lenguaje, se desarrolla como un germen y no como una línea, manif iesta
una esencia y amenaza con un secreto, es una contra-comunicación, intimida. Encontraremos entonces, en
toda escritura, la ambigüedad de un objeto que es a la vez lenguaje y coerción: existe en el f ondo de la
escritura una “circunstancia” extraña al lenguaje, como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje.
Esa mirada puede muy bien ser una pasión del lenguaje, como en la escritura literaria; puede también ser la
amenaza de un castigo, como en las escrituras políticas. (El grado 27)

Desplazando el argumento de Barthes, desde la esf era de lo social a la dimensión psicológica, Kristeva
enuncia que “la escritura sería el registro, a través del orden simbólico, de [la] dialéctica del desplazamiento,
f acilitación, descarga y catexis de los impulsos que operan-constituyen el signif icante pero que además lo
exceden; [este exceso] se adhiere al orden lineal del lenguaje al usar sus leyes más f undamentales del
proceso de signif icación (desplazamiento, condensación, repetición, inversión); tiene otras redes
suplementarias a su disposición; y produce un plus-de-sentido” (Desire 102). Richard retoma la interpretación
de Kristeva al privilegiar el estatus de la escritura como la única práctica capaz de subvertir el Orden.

A partir de estas elaboraciones, la crítica cultural centra su propuesta f undamental en la necesidad de teorizar
los f ragmentos discursivos desde “la teoría como escritura” -es decir, desde el campo estético se debería
tensionar críticamente “sujeto, teoría y escritura” (Residuos 156)-, construyendo, en consecuencia, diversas
“prácticas del texto” o “políticas del acto crítico” para que en sus brechas y a partir de la tonalidad o de
“posiciones de voz” se deje a la intemperie af ectos y deseos que f luyen ambigua y contradictoriamente,
permitiendo que en ese mismo proceso brille la “dimensión f igurativa de un signo estallado (dif ractado y
plural)” (Residuos 152). Siguiendo a Roland Barthes, Richard elabora una “teoría que piensa sus f ormas ydice
plural)” (Residuos 152). Siguiendo a Roland Barthes, Richard elabora una “teoría que piensa sus f ormas ydice
cómo se dice, para desinstrumentalizar el simple ‘ref erirse a’ del saber práctico con palabras que retienen, en
su urdimbre ref lexiva, la memoria del deshacer y del rehacerse de la signif icación” (Residuos 148).

Por otro lado, los estudios culturales enf atizan la necesidad de teorizar “lo cultural”, ámbito que puede muy
bien estar constituido por f ragmentos discursivos, pero que no se limita solamente a esos elementos. Lo
cultural concebido como magma en constante estado de ebullición alberga, además, no sólo residuos de
realidad social sedimentados y apropiados con distintos f ines y/o f ragmentos no discursivizados (lo pre-
simbólico), sino también elementos emergentes característicos de la propia creatividad humana -creatividad
que no sólo se materializa a través del acto escritural, aunque este sea uno de los canales más estudiados.
Entonces, desde la perspectiva de los estudios culturales, el entrecruce y la mezcla de todos estos elementos
en el campo cultural están socio-históricamente sobredeterminados y sus signif icaciones, f inalmente, se
dilucidan en la esf era de lo político a través de la f ormación de articulaciones hegemónicas y/o contra- o anti-
hegemónicas.

Examinemos cómo se materializan estas dif erencias epistémicas entre la crítica cultural en América Latina y los
estudios culturales latinoamericanos en el análisis de un ejemplo concreto, en el cual se pone en tensión no
sólo lo ideológico, lo crítico, lo estético, sino también lo cultural, lo político y lo social. Como se dijo antes de
comenzar con las ponencias, este panel surgió como resultado de compartir, durante dos meses en el año 98,
la asistencia al Seminario “Post-dictadura y transición democrática” dirigido por Richard en la Universidad Arcis,
Santiago de Chile. En ese momento, uno de los ejes que atravesó el diálogo f ue precisamente las relaciones
críticas entre el “pensamiento crítico”9, la crítica cultural y los estudios culturales sobre la/s pérdida/s suf rida/s
por la cultura chilena durante la dictadura pinochetista y el posterior proceso de duelo durante la transición
democrática. Como resultado de estos debates, se llegó a establecer que uno de los problemas centrales que
nos lega este f in de siglo es la problemática del trabajo intelectual vis-à-vis el trabajo académico con relación a
“la memoria, el mercado y el consenso”. Llevada a sus límites, esta problemática se manif estaría materialmente
en una aporía: o bien el trabajo intelectual es ref uncionalizado a partir de una constante apropiación y
cooptación de sus discursos por los poderes globalizados y globalizantes, creando así nuevos “intelectuales
orgánicos” (el caso de una línea de las ciencias sociales, específ icamente la representada por José Joaquín
Brunner); o bien, el trabajo intelectual se multiplica teórica y prácticamente en el constante y abstracto discurrir
discursivo sobre la pérdida desenf renada del sentido, lo cual lleva al intelectual a un estado melancólico, con
serias posibilidades de autoparálisis (el caso específ ico del pensamiento crítico).

En general, la problemática del intelectual se discutió elusiva y diagonal o transversalmente a partir de los
procesos de duelo que suf re el pensamiento como consecuencia de enunciar determinadas pérdidas. Para el
pensamiento crítico, la pérdida es una pérdida general de sentido; para Richard, la pérdida se materializaría en
una recuperación del habla luego de una “pérdida de la palabra”. Ahora bien, ¿qué es la pérdida en realidad? La
pérdida en sí no tiene una existencia material tangible, ya que sólo existe en una dimensión imaginaria, y es, en
consecuencia, un constructo a posteriori de aquello perdido en el ámbito de lo social. Una cosa es lo perdido
en lo real, es decir, en la realidad social, y otra muy distinta es la pérdida, es decir, la manif estación en la
realidad construida discursivamente de lo perdido en lo social. En el caso del pensamiento crítico y de la crítica
cultural, lo perdido llega a ser un pretexto desde el cual producir diversos discursos sobre la pérdida. En
def initiva, lo que f inalmente el pensamiento crítico y la crítica cultural construyeron discursivamente a posteriori
es la pérdida misma, lo cual visto desde la perspectiva de los estudios culturales no constituiría otra cosa que
un dispositivo de índole ideológica.

Esto es evidenciable si analizamos la relación entre la pérdida y lo perdido a partir de tres conceptos
lacanianos, paradojal, aunque inteligentemente articulados por Slavoj Ž ižek: lo Real, lo real o la realidad social
y la realidad construida retroactivamente.10 Para Ž ižek, “la ‘realidad’ es una construcción-de-la-f antasía, la cual
nos permite enmascarar lo Real de nuestro deseo” (45) o, en otras palabras, lo Real lacaniano. Con “lo real o
la realidad social”, Ž ižek se ref iere a los soportes materiales externos (relaciones y procesos socio-
históricos) que son reprimidos en el momento mismo en que enunciamos -o dicho de otro modo, construimos-
la realidad, es decir, “el real estado de cosas” (47-8). Según Ž ižek, este mecanismo es homologable al
f uncionamiento ideológico, que, en el caso del pensamiento crítico y de la crítica cultural, sería homologable
a la pérdida. En consecuencia, Ž ižek argumenta:

La ideología no es una ilusión que construimos como un sueño para escapar de la insoportable realidad; en su
dimensión básica es una construcción-de-la-f antasía que sirve como soporte para nuestra ‘realidad’ misma:
una ‘ilusión’ que estructura nuestras relaciones sociales ef ectivas y reales (conceptualizadas por Ernesto
Laclau y Chantal Mouf f e como ‘antagonismo’: una división social traumática que no puede ser simbolizada). La
f unción de la ideología no es of recernos un punto de escape de nuestra realidad sino of recernos la realidad
social misma como un escape de algún núcleo real traumático. (The Sublime 45)

La pérdida, dispositivo ideológico por el cual el pensamiento crítico y la crítica cultural construyen
discursivamente lo perdido, opera no como una ilusión que permite escapar de la realidad, sino como el núcleo
constitutivo de dicha realidad.La pérdida, permanentemente retrabajada qua realidad, implica la necesaria
postergación de lo perdido qua lo Real. Pero lo Real tiene una doble expresión, que corresponde a dos
momentos en el pensamiento lacaniano: por un lado, tal cual f uera f ormulado en los años cincuenta, lo Real
alude a lo real no simbolizado -“la realidad pre-simbólica, bruta, que siempre retorna a su lugar” (The Sublime
162); por otro, en la revisión que Lacan propusiera de su teoría hacia los años setenta, alude a “una entidad
que debe ser construida a posteriori de modo que podamos responder por las distorsiones de la estructura
simbólica” (The Sublime 162). En otras palabras, lo Real tendría una manif estación dual: ref iere a un núcleo de
lo real que escapa a su representación por la realidad y que es, simultáneamente, establecido mediante una
elaboración retroactiva. Es decir, constituye un núcleo traumático imposible de aprehender simbólicamente -lo
irrepresentable- que, en determinadas circunstancias, se cuela e irrumpe en la realidad como lo f amiliar
desconocido (lo siniestro, el unheimlich f reudiano) o como lo sublime. ¿No sería entonces lo perdido el objet
petit a lacaniano? Varios contenidos podrían ocupar este vacío, claro está: ¿los detenidos-desaparecidos, la
derrota de la izquierda, la imposibilidad de establecer sentidos, o simplemente la imposibilidad de adoptar una
posición por parte del intelectual? Esto último explicaría, quizás, por qué el pensamiento crítico y la crítica
cultural se rehúsan a toda resignif icación de la pérdida qua “pérdida del sentido”. En esta imposibilidad residiría
su aporía, ya que la abstracción misma que construyen al negarse a enunciar la pérdida, reprime en su mismo
proceso a lo perdido, no permitiendo ver su soporte material externo, siendo este último lo que tratarían de
desentrañar los estudios culturales.

VI

Quisiera concluir estas ref lexiones con una autocrítica de Richard (vía una crítica al pensamiento crítico) con
respecto a la aporía en que puede recaer el quehacer intelectual que privilegia el deslizamiento inf inito de los
signif icantes sin posibilidades de establecer anclajes de signif icados 11 para construir clausuras estratégicas;
en otras palabras, una advertencia con respecto a la prioridad que establecen discursos como los del
pensamiento crítico con respecto a la posición f lotante e inorgánica del intelectual “postmoderno” que nunca
logra una mínima base consensual de “compromiso social”. En uno de sus últimos ensayos, “Las
reconf iguraciones del pensamiento crítico en la postdictadura”, Richard advierte contra los peligros que
acarrea esta posición f lotante irref renada, al delimitar el dilema que enf renta hoy la crítica cultural. Cito
textualmente:

Por un lado, al arriesgarnos a intervenir en la red pública de la cultura, corremos el peligro de que la voz crítica
termine subsumida en la actualidad y se mezcle con sus desperdicios, sin lograr hacer notar su “dif erencia”
con el régimen comunicativo de trivialización dominante. Por otro lado, al despreciar la red pública (al
replegarse en el ejercicio autocrítico de la negación pasiva y al renunciar a intervenir en la actualidad por
exceso de vigilancia epistémica), entramos en silencio cómplice f rente a los abusos del presente y convertimos
el ref ugio académico en una cómoda zona de no-intervención desde la cual evitar todo riesgo de compromiso
social con la heterogeneidad y resistencia de las f uerzas vivas y en desorden. (8)
En def initiva, Richard está conminando a que la “vigilancia crítica” -el no permitir la f ijación de los signif icados,
para así evitar la clausura y su posterior f etichización- que ilumina los senderos de los practicantes de la
crítica cultural y del pensamiento crítico, no se convierta en un obstáculo insuperable que actúe en su contra,
ya que no les permitiría establecer ningún tipo de resignif icaciones, ergo, de alianzas estratégicas. ¿Estaría
pensando Richard que su crítica cultural, aún cuando def ienda su especif icidad estética, podría establecer
alianzas estratégicas con ciertas líneas de estudios culturales? Quiero creerlo así. De hecho, para llevarlo a
cabo deberían establecer ciertos consensos mínimos. Creo que una lectura en contrapunto de ambas
prácticas/proyectos nos permitiría iluminar sus zonas de contacto, estableciendo así sus aspectos tanto
complementarios como antagónicos:12 por un lado, la crítica cultural, al privilegiar la especif icidad de lo
estético-literario, concentra sus energías críticas en la naturaleza discursiva de toda realidad, recordándonos
en todo momento los conf lictos producidos por la conjunción entre sujeto, teoría y escritura (Residuos 156).
Por el otro, los estudios culturales, al privilegiar lo cultural y lo político, concentran sus críticas en la
materialidad de los conf lictos y consensos que entran en tensión en la realidad social, pero que son
construidos, es decir, discursivizados, a posteriori o retroactivamente.

Obras citadas

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*Ana Del Sarto (Ph.D)., Ohio State University) é Prof essora de Literatura e Cultura Latino Americana da Ohio
State University. Entre suas mais recentes publicações está T he Latin American Cultural Studies Reader, em
co-edição com Alicia Ríos e Abril Trigo. Em breve lançará no Chile o livro Sospecha y goce: una genealogía de la
crítica cultural chilena.

NOTAS

1 Es imprescindible aclarar que hoy en día se engloba a varias y diversas prácticas, discursos, campos de
estudios y, muy a su pesar, hasta una supuesta disciplina ya institucionalizada, con el nombre de “estudios
culturales”. Es precisamente, esta f alta de consenso con respecto a una certera def inición de lo que signif ica
“practicar los estudios culturales” lo que garantiza no sólo la imposibilidad de clausura como paradigma
disciplinario, sino también su agudo vigor político.

2 Todas las traducciones de textos en ingles son mías.

3 Sobre este tema, ver su Revolution of Poetic Language, parte I, específ icamente la sección 13 (90-106). Para
un análisis sobre la inf luencia de Kristeva en Richard, ver la primera parte de mi “Paradojas en la perif eria”.

4 Este punto está elaborado en la segunda parte de mi “Paradojas en la perif eria”.

5 Para un análisis detallado sobre este tema, ver Richard, Arte en Chile y La insubordinación; Del Sarto,
“Disonancias entre las ciencias sociales y la crítica cultural”.

6 En este aspecto sigo la def inición provista por Ernesto Laclau y Chantal Mouf f e en su Hegemony and
Socialist Strategies sobre prácticas articulatorias. “La práctica de la articulación consiste, por lo tanto, en la
construcción de puntos nodales que f ijan parcialmente el sentido; [...] el carácter parcial de esta f ijación
procede de una apertura de lo social, resultado, a su vez, del constante rebosamiento de cada discurso por la
inf initud del campo de la discursividad. Cada práctica social, por lo tanto, es –en alguna de sus dimensiones-
articulatoria” (113).

7 Laclau y Mouf f e reelaboraron el concepto de sobredeterminación althusseriano, estableciendo: 1- al igual


que Freud, la sobredeterminación “es un tipo de f usión preciso que acarrea una dimensión simbólica y una
pluralidad de signif icados. [La f usión] se constituye en el campo de lo simbólico, y no tiene sentido f uera de él”
(97); 2- por lo tanto, la sobredeterminación “es el campo de la variación contingente que se opone a la
determinación esencial” (99); 3- “para romper con el esencialismo ortodoxo [...] a través de la crítica de cada
tipo de f ijación, a través de una af irmación del carácter incompleto, abierto y políticamente negociable de cada
identidad. Esta era la lógica de la sobredeterminación [...] la presencia de algunos objetos en otros previene la
f ijación de cualquiera de sus identidades” (104).
8 Es el capítulo 4 de Desire in Language.

9 Nombre bajo el cual se dio a conocer un grupo de f ilósof os y sociólogos presentes en el Seminario
“Postdictadura y transición democrática” que acometieron la tarea de convertirse en críticos de la propia crítica
cultural. Entre ellos, se encuentran Willy T hayer, Carlos Pérez, Federico Galende, Iván Trujillo y Sergio
Villalobos entre otros.

10 Estos conceptos son desarrollados por Slajov Ž ižek en su artículo “How did Marx invent the symptom?”
incluido tanto en Mapping Ideology como en T he Sublime Object of Ideology. Los números de páginas citados
en mi texto provienen de T he Sublime Object of Ideology.

11 Llamados “points de capiton” según Lacan o “nodal points” según Laclau y Mouf f e. “Si lo social no se las
ingenia para f ijarse en f ormas inteligibles o instituidas en una sociedad, lo social solamente existe [...] como un
esf uerzo por construir ese objeto imposible. Cualquier discurso es un intento de dominar el campo de la
discursividad, para detener el f lujo de las dif erencias, para construir un centro. Llamaremos a estos
privilegiados puntos discursivos de f ijación parcial, puntos nodales” (112).

12 El antagonismo según Laclau y Mouf f e es “la presencia del Otro [que] previene que yo sea totalmente yo-
mismo”. El antagonismo “es la f alla de la dif erencia”, “escapa a la posibilidad de ser aprehendido a través del
lenguaje, ya que el lenguaje sólo existe como un intento de f ijación que aquel mismo antagonismo subvierte”.
El antagonismo, “como testigo de la imposibilidad de una sutura f inal, es la ‘experiencia’ del límite de lo social”
(125).

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