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La administración de justicia pasa por un período de crisis en el Perú, que se manifiesta en una
multiplicidad de deficiencias. Salvo honrosas excepciones, el sometimiento al poder político,
las irregularidades en los nombramientos, la mediocridad del personal a cargo del sistema
judicial, la ineficiencia, el desorden y la escasez de recursos, son algunos de los problemas que
han caracterizado a la administración de justicia durante el decenio de los noventa. La
corrupción, sumada a la percepción de que las decisiones judiciales son algo negociable,
introduce un componente perverso de imprevisibilidad en el funcionamiento efectivo de la ley,
el cual puede adquirir dimensiones incontrolables bajo la influencia del narcotráfico y de la
abierta interferencia de quienes controlan el Poder Ejecutivo.
Además de ser la institución específicamente diseñada para hacer respetar derechos y resolver
conflictos en la sociedad, el Poder Judicial es la última defensa del ciudadano frente al inmenso
poder que tiene el Ejecutivo en el Perú. Sin embargo, el Poder Judicial no adolece sólo de un
problema de descrédito: el ciudadano común se encuentra inerme frente a él y, peor aún, casi
siempre tiene que defenderse de quien se supone debe defenderlo.
Durante los últimos tres decenios se han producido varias reformas organizativas en la
administración de justicia. Algunas de ellas han enfatizado los cambios en el sistema de
nombramientos judiciales, otras han tratado de renovar la legislación y los procedimientos
administrativos, y también se han llevado a cabo purgas para limpiar el aparato judicial de
elementos corruptos o sometidos a influencias políticas, siendo estas ineficientes e
insuficientes.