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1. Egipto y el desierto.
Egipto es el país de ensueño para los retiros. Filón de Alejandría es ya el portavoz de esta
actitud (Aleg 2,85). Y precisamente Egipto, el país seductor de la soledad, si no es la patria,
es al menos la tierra predilecta del monaquismo. La mayoría de los monjes egipcios han
nacido en los poblados del valle del Nilo o del Delta. La idea que tienen del desierto es la
familiar de siempre a todo egipcio, porque se lo da la configuración geográfica, quizá con
mayores contrastes que en cualquier otra parte. Diferencias pronunciadas entre la tierra de
cultivo en el estrecho valle del Nilo y la inmensidad de las zonas desérticas, al Oeste y al
Este.
En los monjes egipcios la idea del desierto está estrechamente emparentada a la
concepción que tienen de él los antiguos semitas y la misma Biblia. Tiene, además, un
carácter religioso y mítico: la tierra cultivada, tierra negra, por la inundación del Nilo, es el
dominio del dios de la vida, Osiris, y de su hijo Horus. A ellos se opone Seth, el dios del
desierto, de la tierra roja, estéril, dios hostil y malintencionado.
El desierto es además la región de las tinieblas, el ámbito de la muerte. Ahí los egipcios
no se aventuraban a penetrar nunca sin un cierto temor. Allí no había más que bandidos,
animales peligrosos y terribles serpientes y otros monstruos de la imaginación. Estos
animales, compañeros y servidores de Seth, son para el egipcio convertido al cristianismo,
verdaderos demonios, confundidos con los dioses falsos del paganismo, que frecuentan aún
los templos en ruinas, diseminados por el desierto.
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Satán, y en la victoria que Cristo lograba por él. Y ¿qué mejor prueba frente a los arrianos de la
divinidad de Cristo a través de su poder? Así se explica también la atracción irresistible de la
belleza carismática de Antonio, que logró cohesionar en torno a él un incontable número de
discípulos.
Se atribuyen a demás a Antonio una serie de Cartas; se conservan siete en total, escritas en
copto a sus discípulos. El tema central de todas ellas es el conocimiento de sí mismo como medio
de conocer a Dios y toda la economía de la salvación; y siempre el gran tema del discernimiento
de espíritus con todas sus secuelas, sobre todo la pureza de corazón y la oración continua, temas
que ya aparecen en la Vida de Antonio.
AMMONAS fue discípulo y primer sucesor de Antonio. Llevó primero vida monacal en el
desierto de Scete. Ahí le visitó un hermano de "Las Celdas" (Aptg 4). Pasó 14 años pidiendo a
Dios que le concediera vencer su cólera (Aptg 3). Fue en búsqueda de Antonio (Aptg 7); y
Antonio le profetizó que haría progresos en el temor de Dios (Aptg 8). Desde entonces siguió a
Antonio por el desierto (Aptg 12) y dirigió después de la muerte de su maestro (a.356) el
monasterio de Pispir, a la orilla derecha del Nilo. Acostumbrabo como su maestro a aislarse en el
desierto donde escribía a los hermanos. Atanasio tuvo la oportunidad de conocer a Ammonas y
de admirar sus exhortaciones a los monjes; por eso quizá le confirió la consagración episcopal.
El nuevo obispo ejerció la jurisdicción sobre laicos y monjes con igual temple bondadoso (Aptg
10). La Iglesia griega hace memoria de Ammonas el 26 de Enero y el sábado anterior al
comienzo de la Cuaresma, consagrado a los ascetas. Teodoro Studita lo llama Ammonas o
pneumatóphoros. Entre sus obras se cuentan una serie de apotegmas, Cartas e Instrucciones.
Hombre de gran talento práctico, de una espiritualidad muy equilibrada y de profunda
inspiración evangélica.
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cinco años más tarde, a TEODORO, que desempeñó su misión hasta su muerte en 368.
Entonces Horsiesio retomó la dirección de la Koinonía hasta su muerte, hacia 3l año 380.
A la muerte de Pacomio la koinonía contaba con nueve monasterios de hombres y dos de
mujeres. El número de monjes podía superar la cifra de varios millares. Pero también hay
que decir que algunos monasterios adoptaron los reglamentos de Pacomio con algunas
modificaciones, sin pertenecer por ello a la koinonía o congregación pacomiana. La
congregación pacomiana se fue extendiendo por todo el Valle del Nilo, por el Delta y hasta
Alejandría. Sobre la personalidad de Pacomio, sus reglamentos y los de sus primeros
sucesores, disponemos de abundante documentación. Su biografía es muy compleja y se
diversifica en cuatro grandes fuentes: coptas, griegas, árabes y la traducción latina de un
modelo griego.
La configuración del monasterio pacomiano se presenta como un “cuerpo” unificado. El
símbolo visible es el muro, que cierra todo el ámbito monacal, y su única puerta, por la que
se verifica toda comunicación con el exterior. Es como una ciudad amurallada: en el centro
suele alzase la iglesia, la cocina, el refectorio, y la enfermería. Estas dependencias se
encuentra rodeadas de una gran cantidad de “casas”, en cuyo interior solían residir entre
treinta o cuarenta hermanos, repartidos según sus funciones, que son muy variadas, pues
los monasterios se situaban cerca del Nilo. Varias de estas casas forman una familia. De
cada casa se responsabiliza un superior con su suplente. El “Padre” o “Apa” preside el
conjunto del monasterio.
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cenobítica, consistente ante todo en una instrucción en las verdades más elementales de la
fe: que son criaturas de Dios, y que deben alabarlo con sus labios y con el corazón.
Aprenden a orar (Padrenuestro, Salmos) y las restantes partes de la Escritura, las reglas
prácticas de las synaxis. Después el sujeto se incorpora a la comunidad y comparte todas
las synaxis, menos la eucarística.
Bautismo y Pascua realzaban la vida del pacomiano. La pascua pacomiana coincide con
la Semana Santa. Estos días se ayunaba y se predicaba la Palabra de Dios. La tarde del
sábado era la clausura de la Pascua. El domingo es la Anástasis, cuyo primer elemento
celebrativo es el bautismo de los catecúmenos.
Para mucha gente que acudía a visitar a Pacomio, la iniciación a la vida cristiana y en la
vida monástica coincidían, porque ambas confluían en la koinonía. Por eso, las obligaciones,
los compromisos y las promesas, que Pacomio evoca en sus discípulos, son compromisos
bautismales, o del “pacto” (diathêkê) por excelencia. Eso no quiere decir que Pacomio
minusvalore el matrimonio. Todo lo contrario. Admite que el monaquismo no es la única
forma legítima de vida evangélica, ni que se considere y la anacoresis como elementos
esenciales de toda vida cristiana auténtica. Al contrario, se reconoce explícitamente que los
cristianos viviendo en su matrimonio podrán ser más íntegros que los mismos monjes en el
día del juicio. Al fin y al cabo, la vida monástica no se distingue esencialmente de la vida
cristiana del laico. Es una politeia entre otras. Esto explica que entre los pacomianos no
exista promesa ni algo así como votos religiosos o monásticos al margen de los
compromisos bautismales y de la incorporación a la disciplina de la koinonía.
La fe eucarística de estos monjes no se distingue de la de los fieles del momento,
considerando la Eucaristía a la vez como ofrenda hecha a Dios y como recepción de un don
otorgado por el Señor, que recaba la mejor preparación. Quizá por eso no advertimos aquí
cesura alguna con las prácticas eucarísticas de las iglesias locales. Los hermanos suelen
asistir a la celebración en el pueblo más cercano, mezclándose con los seglares. Además, no
hay sacerdotes entre los pacomianos. Y no por menosprecio del sacerdocio, sino por la
precaución de conservar la igualdad en el seno de la koinonía, y de evitar posibles brotes de
privilegios, envidias y divisiones. Así se explica que cuando Serapión, obispo de Dendera,
aprovechando la visita episcopal en 330 a la Tebaida del patriarca de Alejandría, Atanasio,
y lo invitara a ordenar de sacerdote a Pacomio para darle autoridad sobre todos los monjes
de su diócesis al considerarle un hombre de Dios, fracasara en el intento porque Pacomio se
escondió.
Los ascetas de la colonias de anacoretas o semi-anacoretas disponían de un lebiton
especial, que se ponían para acudir a la celebración eucarística del sábado y del domingo.
Pero nada se dice de esto entre los pacomianos. Tampoco se pueden precisar los textos
litúrgicos utilizados en las celebraciones eucarísticas cuando más tarde se celebraban en el
interior de los cenobios pacomianos. Lo que cierto es la enorme variedad de textos
anafóricos en la Iglesia egipcia.
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su Carta pascual de 367, hubiere trazado el canon de las Escrituras, para enorme
satisfacción de los pacomianos.
Pero la Escritura no es sólo una “Regla” práctica para los pacomianos. Constituye
también la inspiración fundamental de la oración y de toda su vida espiritual. Es el soplo
de Dios que hay que recibir como un alimento de vida. Enseñada por nuestros Padres los
obispos es la lámpara que, trasmitida a los hermanos por los superiores, los guía hacia la
salvación, en el mundo de tinieblas que deben atravesar.
La Escritura era el alma de la catequesis pacomiana. Era lo primero que el postulante
debía estudiar durante los días que pasaba en la hospedería, incluso antes de enterarse de
los reglamentos del monasterio. Debía aprender los salmos y algunas partes de la Escritura,
como las Cartas de Pablo. La exigencia de este estudio impedía que el analfabetismo se
instalara en la comunidad. Porque si alguno ingresaba sin saber leer deberá aprender aun
en contra de su querer, para que sea capaz de estudiar la Escritura. Y para facilitar este
estudio incesante de la Escritura, cada comunidad disponía de un número de códices,
colocados en los armarios, bajo la vigilancia del segundo responsable de la casa; pero le
correspondía al hebdomadario distribuirlos a quienes se los pedían. Estaba permitido
incluso llevarlos al trabajo para poder continuar allí el estudio y la meditación o rumia de la
Escritura.
La familiaridad con la Escritura preparaba el campo del corazón para la oración
continua, día y noche, que revestía formas muy variadas, aunque nunca revestía un cariz
individualista. Siempre estaba orientada a las synaxis y dimanaba de las synaxis. Las dos
que se celebraban cada día, la de la mañana y la de la tarde, antes de acostarse.
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hermanos en este mundo, se conservaban en el otro, en donde todos los miembros difuntos
de la Congregación eran remitidos a Pacomio por el apóstol Pablo.
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4. Los grandes monjes de Escete, Nitria y Las Celdas
Los dos centros más importantes de vida semianacorética en Egipto durante los siglos IV y V
fueron los desiertos de Escete y de Nitria.
4.1. Desierto de Nitria.
Situado a unos 60 Km al sur de Alejandría, comprendía además de los seis lagos de Natron,
en el valle del mismo nombre (Wadi-Natrum). La apelación proviene de natron, mezcla de sal
marina y de carbonato sódico, utilizado para la momificación y más tarde para la fabricación del
vidrio. En este lugar se estableció una colonia monástica que tuvo por fundador a Amún, el cual
se retiró a estos parajes hacia el 315, beneficiándose e los consejos y del ejemplo de Antonio, al
que visitó. La Historia Lausíaca (cap VIII ss) y los Apotegmas nos han conservado el recuerdo
de los monjes más ilustres que vivieron en este desierto.
4.2. Desierto de las Celdas.
Con el fin de asegurar a los ascetas más exigentes la soledad profunda que ya no encontraban
en Nitria, a causa de la afluencia de tantos monjes, Amún funda a una veintena de Kms al
suroeste el desierto de Las Celdas, un amplio valle que atravesaba el algún tiempo quizá una
derivación del Nilo. Este desierto experimentó muy pronto un pujante florecimiento (Hª Laus 7).
4.3. Desierto de Escete.
Se le localiza generalmente en la prolongación hacia el sudeste del Wadi Natrum, a unos 50
Km al sur del de Las Celdas. Ha tenido un destino más próspero, puesto que la vida monástica se
ha mantenido allí hasta nuestros días, a pesar de las incursiones mortíferas de los beduinos, las
disensiones doctrinales y la dominación musulmana. El fundador de este desierto fue Macario
de Egipto, que se estableció en estos lugares hacia el 330. Como Amún, Macario no fue
propiamente hablando un discípulo de Antonio, pero recibió sus consejos y orientaciones. No se
sabe nada de sus discípulos, probablemente hay que contar entre ellos a Amoés, el padre
espiritual de Juan Colobós, y al sacerdote Isidoro, futuro superior del primer monasterio de San
Macario, cuando éste se retiró a una más profunda soledad. Isidoro tuvo como sucesor a
Pafnucio, que acogió a Casiano y a Germán, durante su estancia en Escete. Al fin del siglo IV
Escete contaba con cuatro monasterios: San Macario. Su centro vital ha sido siempre la iglesia a
la que acudían los monjes sólo los domingos; un refectorio para la comida, que seguía a la
celebración litúrgica; una panadería; una especie de economato para las provisiones; algunos
locales para el sacerdote y el hermano que se cuidaba de la economía (diaconía).
Durante la semana, los hermanos vivían en celdas separadas y alejadas, ya solos, ya rodeados
de algún discípulo. Cada monasterio era gobernado por un sacerdote; y el conjunto de los cuatro
estaba bajo la autoridad del padre de Escete, cuya responsabilidad asumieron Pafnucio y Juan
Colobós, sucesores de Macario. Tres personajes simpáticos florecieron, entre otros, en el desierto
de Escete: Arsenio, antiguo preceptor de los hijos del Emperador, célebre sobre todo por su
peculiar llamada al desierto: "Arsenio, huye; Arsenio, cállate; Arsenio, sosiégate; Arsenio, ora”.
Primero, discípulo de Juan Colobós, se retira a continuación a otra soledad, muy cercana a la del
abad Moisés. La tradición ha visto en él al padre por excelencia de la hesychía (=silencio
sosegado), de la soledad y del silencio contemplativo. Moisés fue un antiguo bandido convertido
que vivió solitario, cercano al monasterio de Baramús; fue el primer mártir de Escete. Poemén,
cuya vida apenas nos es conocida. Probablemente a él y a sus discípulos les debemos el primer
núcleo de la colección de apotegmas. Quizá haya que atribuir a Macario, el fundador de Escete,
la llamada Carta Magna. Se trata de hecho de una conferencia dirigida a los monjes. En ella se
describen las distintas etapas de la ascensión a Dios; desde la conversión hasta la sumisión total
del alma al Espíritu Santo, las principales tentaciones que asaltan al monje hasta que llegue al
reposo de la unión.
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5. Documentos y fuentes escritas.
5.1. Historia de los monjes.
Los monjes ejercen una atracción extraordinaria hacia finales del siglo IV. La literatura
cristiana nos ha dejado algunos relatos de viajes por el desierto, emprendidos por el deseo de
contemplar de cerca a estos gigantes de la fe. La Historia de los Monjes, adaptada al latín por
Rufino de Aquileya, recoge más de un rasgo novelesco de viaje. El escrito se centra en las
aventuras de siete monjes de Jerusalén, que se trasladan a Egipto en peregrinación, y sufren una
serie de peripecias.
5.2. Historia lausíaca.
PALADIO, autor de la Historia Lausíaca, es el historiador más cualificado del monaquismo
egipcio. Discípulo de Evagrio Póntico, oriundo de Galacia (año 363), educado en los clásicos,
hacia el año 388 pasa a Egipto para relacionarse con los eremitas. Enfermizo, los médicos le
aconsejan que se traslade a Palestina en busca de un clima más propicio. Hacia el año 400 es
consagrado obispo de Elenópolis en la región de Bitinia: Pronto se ve envuelto en las
controversias origenistas. Dedica su Historia a un cierto Lauso, camarlengo en la corte de
Teodosio II. Describe el movimiento monástico en Egipto, Palestina, Siria y Asia Menor en el
siglo IV. Es por tanto una fuente preciosa para la historia del monaquismo antiguo. Paladio
combina sus propios recuerdos personales con la información que recibe y elabora una serie de
biografías que buscan siempre la edificación del lector. No pretende en ningún momento escribir
una apología del monaquismo ni vacila en consignar las apostasías de algunos monjes.
Estigmatiza sin compasión el orgullo y la presunción. En la Historia Lausíaca no hay traza
alguna de teoría ascética propiamente dicha; sólo hay hechos e historias.
El trabajo y el desprendimiento miran a remediar las necesidades ajenas. Paladio nos ofrece
un bosquejo de la asistencia social de aquellos solitarios. Aún no se ha resuelto la cuestión de si
Paladio se sirvió de otras fuentes escritas para la elaboración de su obra (ej. Vida de Antonio). Se
encuentran notables paralelismos con otras biografías del ‘sabio ideal’.
5.3. APOTEGMAS.
Quizá los escritos que nos dan la idea más clara del espíritu del monaquismo egipcio. Es una
colección de máximas espirituales. El período de florecimiento del género apotegmático con
auténtica vena creativa, abarca desde mediados del siglo IV a mediados del siglo V. El conjunto
de dichos (logoi) y anécdotas (erga) de los eremitas comprenden unas 1500 piezas. A esta
tradición recopilada y escrita precede evidentemente una historia preliteral, oral, conservada en
la memoria de los discípulos de aquellos héroes carismáticos. Todo un material formado por
piezas aisladas expresadas por lo general en copto, el lenguaje materno y vulgar de la mayoría.
5.3.1. Proceso de elaboración de los Apotegmas.
A falta de normas generales e incluso de la Biblia, cuyo uso directo y constante despertaba en
muchos solitarios manifiestas desconfianzas, los discípulos buscaban en sus maestros la forma
concreta y personal de comprometerse con el Evangelio, una ophéleia (el deber) en lugar de una
didaskalía (la enseñanza). Ese deber hacer venía a ser una especie de avanzadilla de Regla viva
y específica, apta para el eremita. En el diálogo intermitente maestro-discípulo cobra relevancia
especial el instrumento de comunicación: la palabra salvadora, eficaz, espiritual y activa;
síntoma palpable de la voluntad del Dios invisible para tal discípulo concreto: Padre, dime una
palabra para que me salve. Esta palabra requerida al maestro en la mejor apertura y
disponibilidad de espíritu, desde el instante en que se enuncia o declara recibe el nombre de
apotegma. La expresión del griego significa yo declaro, enuncio una sentencia. El apotegma es
una expresión carismática, porque el anciano se expresa conforme al Espíritu que le habita. Es el
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mismo Espíritu Santo que, sirviéndose del instrumento del Anciano, instruye y educa al discípulo
incondicional y obediente. Por eso, en el caso de que el discípulo requiera una palabra por pura
curiosidad o vanidad y no para salvarse, se verá privado de la sentencia del anciano, que queda
por lo mismo mudo. El Espíritu se retira o se calla.
5.3.2. El libro de los Ancianos.
Es la colección de estas palabras carismáticas. En esto radica a la vez su originalidad y su
interés. El traslado desde la memoria al pergamino se debió a la necesidad de fijar y facilitar a las
generaciones posteriores de ascetas una mejor comunicación y más larga prolongación del
espíritu del anciano. Con una simple lectura del conjunto de los Apotegmas nos apercibimos
inmediatamente de sus variadas características:
a) Según un orden alfabético griego, conforme al nombre del anciano autor. Es la
denominada colección alfabético-anónima que, en una primera serie contiene ordenados
los apotegmas según la primera letra del nombre de sus protagonistas, comenzando por
Antonio (A) y concluyendo por Or (O mega). Esta colección cuenta además con una
serie segunda, los llamados apotegmas anónimos.
b) Según el elenco de materias. Es la denominada colección sistemática en la que el
conjunto de los apotegmas queda repartido en una veintena de capítulos. Esta colección
fue traducida al latín por Pelagio y Juan (Col Esp Mon 9).
Existe también una denominada Colección mixta, más cercana a nosotros, debido a sus
traductores latinos, Martín y Pascasio de Dumio. Casi la podríamos denominar Colección
hispana.
Tomados como repertorios de ejemplos estos apotegmas pueden resultar divertidos o incluso
producir enojo. Depende todo del temperamento o humor del lector. Una reacción inadecuada no
inmutaría lo más mínimo a los autores y compiladores de los apotegmas. El mismo estilo
sencillo, desprovisto de toda aspereza, es más que indicador de un afán por orientar la vida del
monje en la sabiduría de la humildad, de rechazo de todo prestigio y poder. Los evidentes efectos
del fuego del Espíritu descubren a estos hombres el valor de todo lo que cuenta como bello y
estimable entre los humanos. El apotegma no tiene mas que un sentido: la edificación útil; y
cuatro funciones diferentes: contactar con un maestro espiritual, evocar una doctrina, fundar y
autentificar una enseñanza y, en fin, ilustrar una lección. El apotegma evoca una lectura de la
vida del hombre; y luego, modestamente, se retira.
6. Autoevaluación y reflexión.
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indignación: Busco la voluntad de Dios, y ¡me dices que me ponga al servicio de los
hombres! El personaje repitió por tres veces: “La voluntad de Dios es que te pongas al
servicio de los hombres para llevarles a él”. Y desapareció la visión ».
De todos los autores que hemos visto, ¿cuál de todos encajaría mejor en EL? Justifica tu
respuesta.
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