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EL CARDENAL GIOVANNI DOMINICI, O.P.

,
UN HOMBRE PROVIDENCIAL CONTRA EL CONCILIARISMO (II)

Ante una cristiandad hastiada por las nefastas consecuencias del Gran
Cisma de Occidente, que se prolongaba ya por más de trenta y cinco
años, el concilio de Constanza (1414-1418) dio inicio en un peligroso
clima favorable a las teorías que ponían al concilio universal por en-
cima del Papa, atribuyéndole la plenitud de la potestad en la Iglesia.
En el momento en que los revolucionarios pregustaban su victoria,
Dios vino en ayuda del Papa legítimo, enviándole un hombre providen-
cial que logró revertir las tramas conciliaristas contra sí mismas.

1. El edicto de Augusto y la convocación del concilio de Constanza


El cortejo del emperador Segismundo de Luxemburgo, emperador del Sa-
cro Imperio Romano Germánico, rey de Hungría y de Bohemia, con una
escolta de mil caballeros, llegaba majestuoso por el lago iluminado. Era la
noche del 24 de diciembre de 1414. En la catedral de la ciudad de Constanza,
cubierta por la nieve desde hacía meses, lo espera el Sumo Pontífice para la
solemne Misa de Nochebuena. Siguiendo la tradición, el emperador, que a la
sazón contaba 47 años de edad, revestido de dalmática diaconal de brocado
rojo y con la corona en la cabeza, cantó el evangelio de la solemnidad: «Por
aquellos días salió un edicto de César Augusto...» (Luc 2,1). Terminado el
Santo Sacrificio, el Papa le entrega una espada bendecida al monarca, que
jura utilizarla en servicio de la Santa Iglesia.
El texto del Evangelio evocaba en todos el reciente decreto pontificio
convocando el concilio en Constanza, a instancias del Emperador. Esa
asociación de ideas, en el auge de las gracias propias de la Navidad, hacía
presagiar que las bendiciones del cielo estaban, de hecho, siendo derramadas
sobre los hombres a fin de poner fin al Gran Cisma de Occidente de una vez
por todas, después de trenta y cinco años de pesadilla. El pontífice de que
hablamos era, en realidad, Baltasar Cossa, el antipapa Juan XXIII, sucesor
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del antipapa Alejandro V en la sede cismática de Pisa1. Segismundo, que


gozaba de un gran prestigio en toda la Cristiandad, fiel al verdadero Papa,
Gregorio XII (Roma), había recibido secretamente instrucciones de éste para
instar, como cosa suya, al antipapa de Pisa a convocar el concilio de Cons-
tanza. Y es que Gregorio XII, en buena parte por causa de la veleidad de su
carácter, había caído en el más completo descrédito ante los príncipes y los
cristianos en general2. Por tal motivo, no gozaba de la autoridad para convo-
car un concilio que congregase a los participantes de las tres obediencias, a
fin de poseer la necesaria representatividad que era condición sine qua non
para que sus resoluciones fuesen aceptadas por todos, o al menos, por la ma-
yoría. Por increíble que pueda parecer, en aquellos momentos, el antipapa de
Pisa era el que contaba con más súbditos entre las naciones de la Cristiandad
y con mayor credibilidad para convocar un concilio universal.

2. Un pergamino secreto
Giovanni Dominici había sido premiado por la Divina Providencia con la
cruz de la calumnia, precisamente por parte de miembros del Colegio de los
cardenales, que lo acusaban de interesero e influenciador de la voluntad de
Gregorio XII para propia ventaja. Muchos de ellos eran los mismos que des-
pués abandonarían vergonzosamente al Papa para reunirse en el mencionado
conciliábulo cismático de Pisa. Pero eso sólo sirvió para confirmarlo en el
desprecio de las falaces vanidades del mundo y para acrisolar más aún su
temple y su confianza en la Santísima Virgen. A pesar de las críticas, o tal
vez por causa de ellas, se había convertido en confesor y consejero del Ro-
mano Pontífice.
De hecho, muchas y continuas fueron las confidencias entre ambos acerca
de una eventual renuncia al pontificado. A esas alturas del cisma, práctica-
mente nadie dudaba de que la abdicación voluntaria del Papa legítimo era,
con bastante probabilidad, una condición indispensable para su solución. La
cuestión era: ¿en qué momento y de qué manera? Con el paso del tiempo, las
numerosas constataciones de Gregorio XII en relación con la fidelidad y el
tino diplomático de Giovanni Dominici le fueron convenciendo de que debía
prestar una especial atención a sus consejos y opiniones. Así, habiéndolo
creado cardenal y nombrado Arzobispo de Ragusa, Gregorio XII decidió en-
viarlo como Legado suyo al concilio de Constanza. Antes de partir, sin
embargo, el Cardenal Dominici le pidió que firmase y sellase con el Anillo

1
Sobre el conciliábulo cismático de Pisa, que en 1409 dio origen a un tercer “papa”,
complicando más aún el ya enrevesado cisma, véase el artículo XXXXX (I).
2
Sobre los motivos del descrédito en que cayó Gregorio XII, véase el artículo XXXXX
(I).
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del Pescador un pergamino que él personalmente había preparado y cuya


existencia nadie, aparte de ellos dos, debía conocer. Llevaría a Constanza
secretamente el misterioso pergamino para usarlo en el momento oportuno.

3. En Constanza
Para el 4 de enero de 1415, Giovanni Dominici ya estaba en Constanza.
Su preocupación era doble. Por un lado, no adoptar ninguna actitud que pu-
diese ser interpretada en el sentido de que Gregorio XII estaba legitimando
a alguno de los dos antipapas o al propio concilio reunido en Constanza, que
no había sido convocado por el Romano Pontífice, y por tanto no podía ser
considerado «universal». Por otro lado, afirmar claramente la superioridad
absoluta del verdadero Papa sobre cualquier concilio en cualquier circuns-
tancia. El ambiente en la magna asamblea, sin embargo, estaba fuertemente
viciado por los conciliaristas, que tramaban sin cesar cómo conducir el con-
cilio hacia una confirmación oficial de sus tesis a favor de la superioridad
del concilio sobre el Papa.
Los meses que se siguieron hasta la extinción del cisma, son dignos de una
cronología con cierto detalle.
25 de enero. A fin de salir al paso del descrédito del Romano Pontífice, el
Cardenal Dominici declara oficialmente que Gregorio XII está dispuesto a
abdicar, siempre y cuando lo hagan también los antipapas Benedicto XIII
(Aviñón) y Juan XXIII. La fórmula de abdicación llegaría oportunamente de
Roma con la condición de que la sesión en que fuese leída no estuviese pre-
sidida por el antipapa Juan XXIII.

4. Boicot en las votaciones


7 de febrero. Por instigación de los conciliaristas radicales, se instaura en
el concilio un inaudito sistema de votación totalmente contrario a la tradición
de la Iglesia. En vez de votar por cabezas, se votaría por naciones. El sistema
era igualitario, pues daba el mismo valor a los votos de cardenales, obispos,
sacerdotes, religiosos y laicos. Además, favorecía a los conciliaristas, pues
reducía a la nación italiana (la más numerosa y contraria en su mayoría al
conciliarismo), a un solo voto frente a tres de las naciones francesa, inglesa
y alemana que, aunque menos numerosas, contaban con mayoría concilia-
rista.
2 de marzo. Tiene lugar la II Sesión solemne, presidida por el antipapa
Juan XXIII, quien hace leer su fórmula de abdicación, la cual, entretanto,
sólo se haría efectiva en el momento en que hiciesen lo mismo Gregorio XII
y Benedicto XIII. Era puro teatro, pero el gesto tuvo el efecto deseado. El
Emperador se levantó inmediatamente del trono y, de rodillas, besó el pie del
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pontífice. Asimismo, un patriarca, en nombre de todo el concilio, le dio las


gracias pomposamente.
La situación se presentaba difícil para Giovanni Dominici. Mandar traer,
en estas circunstancias, la fórmula de abdicación de Gregorio XII equivalía
a legitimar tanto al concilio como al antipapa. Posponer la llegada del docu-
mento sin un motivo justificado significaba darles la razón a los detractores
de Gregorio XII. ¿Cómo hacer? La Divina Providencia vino en su ayuda.

5. El Emperador salva el concilio


20 de marzo. Al atardecer, un desconocido vestido de palafrenero, ballesta
en mano, a lomos de un caballo viejo y acompañado por un escudero, cruza
la puerta de Kreuzlingen, mientras a lo lejos se oyen las voces que llegan del
palenque, donde el Emperador y los dignatarios de la corte asisten entreteni-
dos a un torneo hábilmente organizado para esa circunstancia. Una barca
esperaba al misterioso desconocido para llevarlo al Schaffhausen, fuera de
los dominios de Segismundo. Nadie podía imaginar que se trataba del pontí-
fice Juan XXIII que huía de la ciudad.
En efecto, Baltasar Cossa tenía también el tiempo en su contra. Corría
desde hacía meses en la ciudad de Constanza un libelo difamatorio a su res-
pecto. Tal vez por tener la conciencia pesada, le preocupaba enormemente
que tales murmuraciones encontrasen eco favorable entre sus partidarios y el
concilio pudiese llegar a exigirle su abdicación incondicional, sin esperar a
la de los otros pontífices. Pensó entonces, descabelladamente, que si desapa-
recía, alegando estar siendo cohartado en su voluntad, la conmoción tendría
como resultado la disolución del concilio.
Pero las cosas siguieron otro curso. Hubo, de hecho, tumultos populares
con desórdenes en las calles de la ciudad tan pronto como se supo la escan-
dalosa noticia. Tanto, que se vio al Emperador Segismundo en persona, a
caballo y espada en mano, imponiendo orden entre la muchedumbre. Mandó
cerrar las puertas de la ciudad, pues no pocos padres conciliares se dieron a
la fuga, y juró defender con su vida la prosecución del concilio para la extin-
ción del cisma. Realmente, salvó el concilio.

6. El decreto Haec sancta


26 de marzo, III Sesión solemne. Con tanta confusión, los partidarios de
la superioridad del concilio sobre el Papa aprovecharon la indignación contra
el pontífice fugitivo para hacer aprobar una serie de medidas en la línea con-
ciliarista. Tuvo lugar, así, la III Sesión solemne, caracterizada por ser
totalmente irregular en su realización. Por ejemplo, los cardenales, que eran
en su mayoría contrarios al conciliarismo, fueron avisados solamente una
hora antes de comenzar la sesión.
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29 de marzo, Viernes Santo. No contentos con lo conseguido, los conci-


liaristas quisieron aprovechar la coyuntura para introducir medidas aún más
radicales en la IV Sesión solemne, que se celebraría al día siguiente. Aquella
misma noche tiene lugar una confabulación en el convento de los francisca-
nos, bajo las apariencias de una congregación de las naciones francesa,
inglesa y alemana, de mayoría conciliarista. La nación italiana y el Sacro
Colegio fueron cuidadosamente evitados. En el contubernio, se redactaron
cuatro artículos abiertamente contrarios al Papa. Enterado por sus informan-
tes, el Cardenal Dominici avisa inmediatamente a los demás purpurados y
denuncia el complot al Emperador. Segismundo, temiendo una ruptura con
los cardenales que comprometiese la continuación del concilio, se dirige en
persona esa misma noche al convento de los franciscanos y persuade a los
intrigantes a mitigar los términos.
30 de marzo, IV Sesión solemne. Debido a las presiones del Emperador,
los artículos que acabaron siendo aprobados estaban demasiado lejos de las
pretensiones de los conciliaristas radicales.
Simultáneamente, por aquellos mismos días llegó la noticia de que Bala-
tasar Cossa había huido nuevamente, alejándose más aún de Constanza. Con
ello, hubo nuevos tumultos y nuevos abandonos de la ciudad por parte de
diversos padres conciliares. Sobre todo, creció el furor de los conciliaristas,
que veían en ello un motivo más para radicalizar sus posiciones. Por ello, se
propusieron aprovechar el ambiente de confusión e indignación reinante para
dar su paso más atrevido, provocando la celebración precipitada de una
nueva sesión solemne.
6 de abril, V Sesión solemne. En ella fue promulgado un decreto denomi-
nado Haec sancta que contenía cinco artículos con las formulaciones más
radicales del conciliarismo en un ataque directo contra el Papado.
El decreto no sólo era inválido, a causa de la doctrina errónea que susten-
taba; era también ilegítimo, debido a las numerosas irregularidades que se
cometieron en su promulgación, como acabamos de ver. Es importante dejar
este punto bien sentado, pues en el futuro, muchos otros revolucionarios in-
tentarán echar mano de él para justificar sus posiciones, como si se tratase
de una doctrina avalada por el Magisterio de la Iglesia.

7. El Cardenal Pedro de Ailly


Sorprendentemente, había componentes del Colegio Cardenalicio que no
consideraban que la situación fuese tan grave. Decían que los artículos del
decreto Haec sancta no tenían ni pretendían tener carácter dogmático, pues
no se usaban en él los términos tradicionalmente consagrados para las defi-
niciones dogmáticas. Admitían que los conciliaristas actuaban de modo
autoritario, contrariamente a la praxis sinodal y sin haber recibido ninguna
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investidura para ello, pero había que reconocer que no intentaban definir una
doctrina, sino simplemente imponer una norma. Además — añadían — ni
siquiera entre los más radicales de los conciliaristas se había planteado la
posibilidad de condenar como herejes a los defensores a ultranza de la su-
premacía papal. Era preferible no romper con los extremistas, a fin de llegar
a un consenso, y con ello, a la deseada paz dentro de la Iglesia. Tal mentali-
dad era tristemente preponderante entre los hombres más influyentes en el
Sacro Colegio.
Entre ellos, se encontraba el Cardenal Pedro de Ailly, Obispo de Cambray
y antiguo Canciller de la Universidad de París, eminente teólogo y filósofo,
que gozaba del mayor de los prestigios entre los padres conciliares y que por
ello presidió varias sesiones solemnes. Era una pieza clave con la que había
que contar. La maniobra diplomática era compleja y exigió de Giovanni Do-
minici largas horas dedicadas a dilatadas conversaciones con el purpurado
francés a fin de ganarse su confianza y dejarlo inseguro en su postura cen-
trista. Para esta especie, lo más importante es la moderación y el
comedimiento. Nada de exaltaciones, nada de defensas acaloradas del Pa-
pado; la verdad — dicen estos — no necesita de apologías, pues brilla por sí
misma. Sin embargo, no es eso lo que los Evangelios nos narran acerca de
las disputas de Nuestro Señor con los fariseos…

8. Derrota del conciliarismo y extinción del cisma


Desde el 17 de abril (VI Sesión solemne) el interés se centró fundamen-
talmente en las tratativas en relación con el caso del fugitivo Juan XXIII,
hasta su deposición definitiva el 29 de mayo (XII Sesión solemne). Por otra
parte, la manifiesta terquedad del antipapa Benedicto XIII, Pedro de Luna,
le hizo ir perdiendo su prestigio, por lo que acabó no siendo un obstáculo
para la solución del cisma. Con todo, fue también objeto de un proceso ca-
nónico por parte del concilio que terminó también con su solemne
deposición. Todo ello mantenía los ánimos ocupados, permitiendo al Carde-
nal Dominici ganar tiempo.
15 de junio. Llega a Constanza Carlo Malatesta, advertido por Gregorio
XII para ponerse a las órdenes del Cardenal Dominici. Como ministro pleni-
potenciario del Romano Pontífice, trae consigo la esperada declaración de
abdicación, quedando fijada su lectura oficial para la siguiente sesión so-
lemne. Los conciliaristas ven en ello, con motivo, el preanuncio de su
victoria.
4 de julio de 1415, XIV Sesión solemne. Giovanni Dominici había obte-
nido del Cardenal de Cambray que le permitiese, como presidente de la
asamblea, una intervención inesperada fuera del orden del día durante aque-
lla sesión solemne. Antes de que Carlo Malatesta — minuciosamente
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instruido por el Cardenal Dominici — diese lectura a la fórmula de abdica-


ción, se levanta nuestro cardenal llevando en su mano un pergamino
enrollado. Era aquel misterioso pergamino que él mismo presentó a Gregorio
XII para que lo firmase y sellase, antes de partir para Constanza.
Se trataba, ni más ni menos, que de un decreto de convocación del Conci-
lio de Constanza. El Cardenal de Cambray comprendió inmediatamente el
alcance de la jugada del Cardenal Dominici, y también lo entendieron los
más radicales de los conciliaristas, que al punto comenzaron a organizar un
tumulto en el recinto sagrado, exigiendo la anulación de la sesión, alegando
que esa intervención no estaba en el orden del día. Terminada la alocución
de Giovanni Dominici, Carlo Malatesta se levanta sin perder un segundo y
procede a la lectura de la fórmula de renuncia de Gregorio XII. De este modo,
insistir en anular la sesión implicaría considerar también nula la renuncia del
Papa de Roma, lo que atraería sobre los conciliaristas la indignación general.
Era la derrota del conciliarismo. La maniobra del Cardenal Dominici fue
al mismo tiempo precisa y letal, como una silenciosa ballesta que acierta en
el corazón del enemigo. El Papa legítimo había renunciado, sí, pero ante un
concilio que él mismo acababa de tornar legítimo instantes antes con un de-
creto. Decreto que, además, invalidaba implícitamente los más de ocho
meses precedentes de sesiones, congregaciones, asambleas, reuniones y con-
tubernios tan cuidadosamente urdidos por los conciliaristas en Constanza. El
cisma estaba sustancialmente superado. Y su extinción no era, por tanto, obra
del concilio, sino del Papa legítimo. Estaba salvada por la vía de los hechos
la doctrina de la superioridad del Papa sobre el concilio, no sólo de Gregorio
XII sobre el concilio de Constanza, sino de cualquier Papa legítimo sobre
cualquier concilio universal.
¿Lo entendieron todos así? Ciertamente sí los conciliaristas radicales y el
Cardenal Pedro de Ailly, así como muchos otros. Tanto que Odón Colonna
— elegido nuevo Papa por el cónclave que se celebró poco tiempo después
(1417) en la misma ciudad, y que adoptó el nombre de Martín V — no con-
firmó ninguno de los decretos del concilio de Constanza. Según la tradición
de la Iglesia, ello equivale a considerarlos ilegítimos.
La abdicación de Gregorio XII causó tanta alegría que, a pesar de las pro-
testas de los conciliaristas radicales, la asamblea prorrumpió en un largo
aplauso. Giovanni Dominici dio un testimonio más de que el Romano Pon-
tífice era el Papa verdadero, y por tanto, de la victoria sobre el pérfido
conciliarismo. Si Gregorio XII había dejado de ser Papa, entonces él también
había dejado de ser cardenal. Delante de toda la asamblea admirada, se des-
poja de sus insignias cardenalicias y va a sentarse entre los obispos. El gesto
conmovió a los purpurados, que espontáneamente le rogaron que aceptara
entrar de nuevo en el Sacro Colegio, en la nueva situación de sede vacante.
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Los siglos futuros asistirán, como veremos en nuestro próximo artículo, a


los últimos coletazos del conciliarismo agonizante, hasta que el Beato Pío IX
le corte la cabeza definitivamente.

BIBLIOGRAFÍA

Acta Sanctorum. Iunii, II, Antwerpen 1867, 388-412.


BERTUCCI, S.M., «Ioannes Dominici», Bibliotheca Sanctorum, IV, Roma 1995,
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BUTLER, A., Dizionario dei santi, Casale Monferrato 2001.
GAGO DEL VAL, J.L., «Beato Juan Dominici» [acceso: 28.03.2013],
http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/06/06-
10_Beato_juan_dominici.htm
LLORCA, B. – al., Historia de la Iglesia Católica. III. Edad Nueva, BAC 199, Ma-
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PASTOR, L. VON, Historia de los Papas, I, Buenos Aires 1948, 238-340.

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