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Pablo Saenz osb

DIALOGO DEL
SILENCIO
Monjes en la Iglesia de hoy.
2
3

Nadie piense que los religiosos, por su


consagración, se hacen extraños a la
Humanidad o inútiles para la ciudad terrena.
Porque, aunque en algunos casos no estén
directamente presentes ante sus coetáneos, los
tienen, sin embargo, presentes, de un modo
más profundo, en las entrañas de Cristo, y
cooperan con ellos espiritualmente para que
la edificación de la ciudad terrena se funde
siempre en el Señor y se dirija a El, “no sea
que trabajen en vano los que la edifican.”

(Vaticano II, Lumen


Gentium, 46)
4

“Cuando todo reposaba


en un profundo silencio y la noche, siguiendo
su curso, se hallaba a mitad de su camino, tu
omnipotente Palabra, Señor, descendió de los
cielos, de tu solio real”

Introito del Domingo en la Octava de


Navidad; Libro de la Sabiduría 18, 14-15

El nuevo diálogo de Dios con los hombres se abre


cuando, en la noche del Nacimiento, la Palabra, el Verbo
del Padre es acogido por el silencio del universo, como
canta la Liturgia. La conversación cósmica que se inició
entre el cielo y la tierra con la llegada de Jesús a este
mundo, es el prototipo de todo diálogo y la superación
anticipada de toda incomunicación. Con razón Pablo VI
apela a la ejemplaridad de este diálogo primordial para
lograr un entendimiento entre los hombres: “Es preciso
que tengamos siempre presente esta inefable y realísima
relación de diálogo ofrecida y establecida con nosotros
por Dios Padre, mediante Cristo, en el Espíritu Santo,
para comprender la relación que nosotros, esto es, la
Iglesia, debemos procurar establecer y promover con la
Humanidad” (Ecclesiam suam, 65).
5

¿Cómo “tener siempre presente” en la Iglesia este primer


diálogo, si no es reviviéndolo en cada instante,
colocándolo en el hoy de los hombres?. “En el reposo
del silencio”, “en la paz de la medianoche” se inicia,
según la liturgia de Navidad, la plenitud de la
conversación de Dios con los hombres. El silencio, la
muda adoración, se revelan como circunstancia inicial
del diálogo. Frente a Dios el mundo calla; el primer
encuentro del hombre con el Verbo se realiza en la
noche de Belén, donde la Madre de Dios y los pobres
adoran en silencio.

Más tarde la conversación de Cristo con los hombres va


a tomar dimensiones diferentes y a asumir toda la
riqueza de lo humano. No hay ninguna palabra viva,
ningún acontecer de la historia que no esté ya contenido
de alguna manera en el diálogo del Verbo. Pero la raíz
de la comprensión entre los seres, el exordio de toda
comunicación, es siempre aquel silencio acogedor,
primordial de la Navidad. La actitud de estar abierto a
una persona, de escucharla, de aceptarla, de callar-
condición imprescindible del diálogo- tiene una
misteriosa correspondencia con el gesto de la adoración.
Los primeros cristianos que se retiraron al desierto no
deseaban otra cosa sino vivir en la mudez expectante de
la creación el diálogo del silencio, conservando para la
Iglesia esta irremplazable realidad. Así nació la vida
6

monástica. Todos los demás elementos de esta vida se


organizaron con el transcurrir del tiempo alrededor del
eje central de la callada conversación con Dios. Esto
explica también el carácter necesariamente escondido y
casi incomprensible de tal régimen de vida. Su lenguaje
es un lenguaje de silencio, como el de las noches, como
el de toda la creación. Y, sin embargo, no es un lenguaje
hermético:
“Los cielos pregonan la gloria de Dios
y anuncia el firmanento la obra de sus manos.
El día al día le transmite la consigna
y la noche a la noche le entrega la noticia.

No tienen palabras, no tienen lenguaje,


no tienen una voz que se pueda escuchar:
mas alcanza su pregón a toda la tierra,
y llega su mensaje a los confines del orbe”
(Salmo 18).

Con mayor o menor fidelidad a través de la historia los


monjes han pregonado con su vida la importancia del
diálogo con Dios.

Hoy, que la Iglesia se manifiesta especialmente sensible


al problema del diálogo y de la comunicación humana,
puede ser provechoso fijar la atención sobre este
mensaje. Las líneas que siguen no pretenden otra cosa.
7

1
COMIENZOS EN EL DESIERTO
SAN ANTONIO DE EGIPTO
(251-356)

Mediados del siglo III. Egipto, en una pequeña aldea


llamada Qemán, al sur de Menfis. Un muchacho copto,
segúnh nos cuenta S Atanasio 1, se encamina un día a la
iglesia recordando la vida de los primeros cristianos que
vendían sus bienes en favor de la comunidad 2. ¡Qué
gran esperanza tendrían ellos en los cielos!

Con el corazón ocupado en tales pensamientos entró en


la iglesia.
8

En ese momento el sacerdote leía en las Escrituras


aquellas palabras del Evangelio de San Mateo: “Si
quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes, dalo a
los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; después ven
y sígueme” 3.

Antonio, que así se llamaba aquel muchacho, oyó estas


palabras que leía, o mejor dicho, que leía el sacerdote,
-porque la palabra de Dios se oye en la medida que
creemos que se dirige a nosotros-, y sencillamente se fue
y vendió sus bienes para seguir al Señor.

Delante de él se abría el desierto, un desierto inmenso


que se juntaba en el horizonte con el cielo, un desierto
como el que el Pueblo de Dios tuvo que atravesar para
llegar a la tierra que manaba leche y miel, una soledad
como la que amó el gran siervo de Dios, el profeta Elías,
o como la que asistió a la vida de amor y esperanza de
Juan el Bautista; un desierto, en fin, como el que fue
testigo de los cuarenta misteriosos días del Señor y de su
lucha con el demonio, de su lucha y de su victoria. Y se
adentró en él.

La Iglesia recuerda hoy a este gran aventurero entre sus


santos con el nombre de “Antonio el Grande, primer
ermitaño”.
9

La gente supo que Antonio vivía en el desierto y lo


buscaba. Muchos lo imitaron. El gran camino evangélico
de la vida monástica se estaba trazando.

Antonio se internó más y más en la soledad. En realidad,


toda su historia se reduce a una búsqueda progresiva de
Dios en una soledad cada vez mayor. El silencio
inmenso y profundo fue su maestro. Le enseñó a
descubrir la realidad de este mundo y a descubrirse a sí
mismo, le enseñó a luchar. Porque la vida de este santo,
que pasa casi un siglo en la soledad (268-356), lejos de
ser una vida de descanso, como muy superficialmente
podría creerse, es una lucha continua. Fue como un
buscador de oro que se interna en la soledad y arrostra
los mil peligros de su aventura hasta hallarlo, o como el
comerciante del Evangelio que descubre la existencia de
una perla preciosa y se decide a vender todo lo que tiene
para poder conseguirla.

Así sucedió. A través de su largo diálogo con Dios,


Antonio encontró aquella perla preciosa escondida en las
arenas del desierto egipcio. Su vida se fue transformando
poco a poco en aquello que ya inicialmente había sido el
primer impulso de su vocación: el amor a Cristo.

Y cuando llega la hora de abandonar el desierto, no para


volver a la ciudad sino para emprender camino hacia la
10

Patria, no encuentra palabras más adecuadas para


resumir la experiencia de su larga vida de anacoreta que
aquellas que les deja como testamento a dos monjes
discípulos que le asisten en sus últimos momentos:
“Respirad siempre a Cristo” 4. Esto es todo, su vida, su
tesoro.

SAN BENITO DE NURSIA


(480-547)

Pasan los años y los siglos. Cambian los hombres y los


tiempos. En el mundo parece que todo se renueva de
generación en generación. Y sin embargo, el misterio de
la vocación al amor sigue golpeando, siempre el mismo,
el corazón de los hombres. Surgen nuevos sucesores de
Antonio, aparecen los primeros ensayos de monasterios
organizados, se intentan nuevos tipos de vida.

A fines del siglo V, como refiere el Papa San Gregorio


Magno5, un muchacho, quizá de la misma edad que
Antonio, que comenzaba a estudiar leyes en Roma, oyó
la voz del Señor y ya sólo deseó vivir para él. Como
Antonio, dejó todo y se fue a la soledad. En el secreto de
una cueva de la región de Subiaco vivió en la presencia
del Señor durante tres años. Más tarde, siguiendo
siempre la voz del Señor, abandona la cueva de Subiaco,
11

no para volver a Roma, ni para dejar la soledad, sino


precisamente para compartir con otros el bien de la
soledad. En el silencio de Montecassino, sobre una
altura que domina un maravilloso valle, funda San
Benito un monasterio y organiza allí la vida monástica
basada en la sabiduría de los antiguos monjes y en su
propia experiencia. Hoy se habla de San Benito como
Padre de los monjes de Occidente. Largas generaciones
de monjes, que se escalonan a través de catorce siglos de
historia, han vivido y viven de las enseñanzas que dejó
este Padre y Maestro. ¿Quiénes son?

Podríamos intentar mostrar lo que son los monjes


recorriendo someramente su historia a lo largo de los
siglos; pero correríamos el riesgo de falsear
completamente su perspectiva, pues la historia de los
monjes es larga y complicada. Sin embargo, es posible
tratar de entender lo que son los monjes, por otro
camino: podemos tratar de descubrir en la historia lo que
no es historia, aquello que no cambia, que no envejece.

San Benito, cuando organizó el monasterio de


Montecassino, sintetizó sus enseñanzas y las de todos los
grandes maestros del desierto en una Regla, la Santa
Regla, como la llamarán sin más los siglos posteriores.
Allí está la constante que atraviesa los siglos sin dejarse
deformar por los tiempos. Si consideramos un poco lo
12

que representan catorce siglos para la humanidad, si


pensamos lo que es este proceso complejo que va desde
el siglo VI hasta el XX, los imperios que han surgido
para luego extinguirse, los cambios de mentalidades, de
ideas, de civilizaciones, las mil mutaciones de la vida
política y social de los hombres, no podemos menos de
sorprendernos al descubrir que existe algo que ha
sobrevivido y superado tales transformaciones, algo que
no solamente fue válido para los hombres del siglo VI,
sino que, en sus grandes líneas, conserva todo su vigor y
lozanía el día de hoy.

Para un monje de hoy la Regla es tan viva y tan actual


como lo fue siempre. No es que desconozca en ella
ciertos aspectos demasiado ligados a determinadas
circunstancias históricas ya preteridas, pero esto no le
impide tener la convicción de que, como siempre, ella es
capaz de modelar su alma, de enseñarle esa difícil
ciencia de estar frente a Dios y de acercarse al misterio
de su amor. Si la Regla parece que se escapa a las leyes
del tiempo, es por ser una participación de la Palabra de
Dios, que no envejece.

1 San Atanasio, obispo de Alejandría, escribió hacia el año 357 la


vida de San Antonio, a quien había conocido personalmete en su
juventud, según su propio testimonio.
2 Hechos 4, 34-35: “No había entre ellos indigentes, porque todos
los que poseían haciendas o casas las vendían y llevaban el precio
13

de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a


cada uno según necesitaba”
3 Mt. 19, 21
4 Vida de San Antonio, 91.
5 Diálogos, libro II.
14

CONSÉRVESE FIELMENTE
Y BRILLE CADA DÍA MAS EN SU ESPÍRITU GENUINO,
TANTO EN ORIENTE COMO EN OCCIDENTE,
LA VENERABLE INSTITUCIÓN DE LA VIDA MONÁSTICA,
QUE A TRAVES DE LOS SIGLOS,
HA LOGRADO MÉRITOS EXTRAORDINARIOS EN LA
IGLESIA
Y EN LA SOCIEDAD HUMANA.

Vaticano II-Decreto sobre la VIDA RELIGIOSA-9

UN DÍA ESTABA JUAN CON DOS DE SUS DISCÍPULOS


Y VIO A JESÚS QUE PASABA Y DIJO:
ESE ES EL CORDERO DE DIOS.
Y LO OYERON SUS DOS DISCÍPULOS
Y SIGUIERON A JESÚS.
JESÚS SE DIO VUELTA Y VIO A LOS QUE LO SEGUIAN
Y LES DIJO: ¿QUÉ BUSCAIS?
Y ELLOS LE DIJERON: RABBÍ, ¿DÓNDE VIVES?
Y ÉL LES DIJO: VENID Y VED.
Y FUERON Y VIERON DONDE VIVÍA
Y SE QUEDARON CON ÉL
TODO EL DÍA.

Jn. 1. 35-39
15

2
POR QUÉ UNA REGLA

LIBERTAD

Decíamos que la Regla es algo actual para el monje de


hoy. Pero ¿no es precisamente para el hombre de hoy
algo anacrónico vivir bajo una regla? En un momento
histórico en el que el mundo vive un estado de
hipersensibilidad para percibir todo lo que es coacción,
opresión, limitación, parece un contrasentido hablar de
actualidad de algo que no sea en pro de la libertad. La
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libertad es algo supremo, se vive para la libertad, se


muere por la libertad, la libertad es como la Tierra
prometirda hacia la cual marchan los hombres por el
desierto de una historia adversa.

En ese amor a la libertad hay algo muy noble, porque


ella es algo precioso, es una participación de Dios
mismo. Los hombres la quieren como la pupila de sus
ojos, aun sin darse cuenta de que la libertad es un don
precioso de Dios.

Pero la libertad también es un equívoco. Demasiado


saben los hombres cuán caro puede costar confundirse.
Nuestros ojos, que han perdido la claridad de su
penetración en el pecado original, se equivocan y nos
engañan; sólo parecen que adquieren su vigor primero
cuando, después de habernos engañado, nos muestran la
realidad: sólo después del pecado conoció Adán que
estaba desnudo.

¡Es tan fácil engañarse! ¡Es tan delicada la libertad! Se la


puede quebrar casi sin querer; se puede perderla y seguir
viviendo como si nada hubiera ocurrido, como si
siguieramos siendo libres. Es un misterio la libertad, tan
grande y tan digna de amor. A veces es tan difícil
descubrirla, como sucede con casi todas las cosas
preciosas, como una semilla, como un fermento. Dios la
17

puso en el fondo del corazón y nos es bastante difícil


llegar hasta el fondo.En cambio, es tan fácil perderla, y
con ella perdernos.

AMOR

Los hombres de hoy sienten casi instintivamente una


repulsión ante todo lo que se opone a la libertad y
encarnan esa oposición alrededor del concepto de
obediencia, de ley. En cambio, San Benito, en el siglo
VI, no pensaba así. El entendió el misterio de la libertad,
mucho más profundamente que los hombres de hoy. Lo
miró desde el punto de vista de Dios, desde donde las
cosas vuelven a verse como son: Dios también nos dio
una ley, una obediencia, pero una ley que nos abre una
perspectiva de amor. Justamente comienza con la
palabra amar: “Amarás a tu Dios con todo tu corazón”.
¿Podría pensarse que Dios nos quita la libertad cuando
precisamente se trata de amor?, porque ¿qué es más libre
que el amor, y qué es el amor sino la plenitud de la
libertad? Una ley que nos lleva al amor es una ley que
nos libera. En realidad, cuanto más de cerca sae miran,
amor y libertad son casi un mismo misterio.
En esto se funda la razón de una Regla. Su explicación
puede darse con una u otra palabra: amor, libertad.
18

Amor, porque la Regla es un don del amor de Dios, es el


padre que le muestra al su hijo un camino de vida; amor,
porque quien la recibe, lo único que espera es poder
decirle su amor a Dios viviéndola con toda su vida.
Libertad también, esa libertad que se abre al amor, que
crea el amor. Si el monje se siente inmensamente libre es
porque la Regla lo libera.
Como un padre que no coarta la libertad de su hijo
cuando lo educa, sino que, por el contrario, le da la
posibilidad de ser más libre, así la Regla le abre al monje
una perspectiva de nueva libertad.
Es en esta perspectiva que el monje acepta la exigencia
de la Regla, porque a través de ella percibe la Palabra
amorosa de Dios. La oyó, quizás sólo muy débilmente,
cuando brotó de su corazón el primer pensamiento de
consagrar su vida al Señor; la oyó luego como una
palabra de fuego cuando juró ante el Señor y en
presencia de la Iglesia que entregaba su vida a su
servicio; y la seguirá oyendo a través de los años, en el
continuo esfuerzo por vivirla, hasta que se abran las
puertas y la Presencia sustituya la Palabra.
La Regla es la vida del monje. El la ama como a una
madre, porque sabe que ha sido formado por ella; la ama
como a una esposa, porque un día a jurado ante Dios
guardarle fidelidad hasta la muerte. La Regla es su vida,
y sabe que vive en la medida que la vive.
19

¿Dice esto algo al hombre de hoy? Quizá esta


desesperada búsqueda de la libertad que se burla de los
que la buscan, no sea en el fondo sino un deseo
inconsciente de una madre, de una esposa. Quizá la
mejor respuesta a esa inquietud sea levantar los brazos al
cielo y cantar con el salmista las palabras que cantan los
monjes desde hace catorce siglos el día que entregan su
vida a la Palabra de Dios.

“Recíbeme, Señor, según tu Palabra y viviré,


y no seré confundido en mi esperanza” 1
.

VIDA

La Regla es la vida del monje. En otras palabras, la vida


del monje está moldeada por la Regla. Si queremos saber
cómo vive, qué ama, qué desea, podemos tratar de
descubrirlo a través de su Regla de vida.
Un monje es un hombre como todos, que un día golpeó a
las puertas del monasterio. Entonces, quizás, en nada se
diferenciaba de sus compañeros de trabajo o de estudio;
sólo que había algo escondido en su corazón, algo que
no se veía. Y ese hombre, ya incorporado al claustro,
aunque sigue siendo el mismo, ya no vive como los
demás. Ahora se levanta cuando todavía es de noche
para alabar a Dios, y no le parece que es perder el tiempo
20

pasar largas horas en su presencia cantando salmos. Ha


intuído el valor espiritual de una vida de obediencia y
desea vivir bajo la dirección de una Regla y un Abad
(2), y su vida diaria, en todo lo que tiene de cotidiano, se
mueve en el cuadro de la obediencia. Ha amado el
silencio y trata de encontrar a Dios en él y de vivir en él
con su Señor, su única alegría. Ha descubierto, por fin,
que esta tierra es tierra de esperanza, y ya solamente la
esperanza de encontrarse con el Unico, ilumina su vida.
¿Todo esto por qué? Sencillamente por eso que traía
oculto en su corazón, y que después descubrió
asombrado que estaba escrito ya en la Santa Regla. Que
todo esto es la Regla: vida de oración, trabajo y silencio,
vida de amor, de amor escondido, vida de esperar el
Amor escondido.

1 Salmo 118, 116; Regla de San Benito, cap 58


2 Ver Regla de San Benito, cap 5.

ESCUCHA, OH HIJO, LOS PRECEPTOS DEL


MAESTRO
E INCLINA EL OIDO DE TU CORAZON;
RECIBE DE BUEN GRADO Y CUMPLE
EFICAZMENTE
LO QUE TE AVISA EL PADRE PIADOSO,
PARA QUE VUELVAS POR EL TRABAJO DE LA
OBEDIENCIA
21

A AQUEL DE QUIEN TE HABIAS APARTADO


POR LA DESIDIA DE LA DESOBEDIENCIA.
A TI, PUES, SE DIRIGEN AHORA MIS PALABRAS,
QUIENQUIERA QUE SEAS,
QUE, RENUNCIANDO A TUS PROPIOS IMPULSOS,
EMPUÑAS LAS FORTISIMAS Y ESCLARECIDAS
ARMAS
DE LA OBEDIENCIA,
PARA MILITAR BAJO EL VERDADERO REY,
CRISTO SEÑOR.

REGLA DE SAN BENITO, PROLOGO

TE BUSCO DE TODO CORAZON,


NO CONSIENTAS QUE ME DESVIE DE TUS
MANDAMEINTOS.
EN MI CORAZON ESCONDO TUS PALABRAS,
ASI NO PECARE CONTRA TI.
BENDITO ERES, SEÑOR,
ENSEÑAME TUS LEYES.
MIS LABIOS VAN ENUMERANDO,
LOS MANDAMIENTOS DE TU BOCA.
MI ALEGRIA ES EL CAMINO DE TUS PRECEPTOS,
22

MAS QUE TODAS LAS RIQUEZAS.


MEDITO TUS DECRETOS,
Y ME FIJO EN TUS SENDAS;
TU VOLUNTAD ES MI DELICIA,
NO ME OLVIDARE DE TUS PALABRAS

SALMO 118, (10-16)

Pablo Sáenz osb

DIALOGO DEL SILENCIO


Monjes en la Iglesia de hoy.
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Nadie piense que los religiosos, por su consagración, se


hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad
terrena. Porque, aunque en algunos casos no estén
directamente presentes ante sus coetáneos, los tienen, sin
embargo, presentes, de un modo más profundo, en las
entrañas de Cristo, y cooperan con ellos espiritualmente
para que la edificación de la ciudad terrena se funde
siempre en el Señor y se dirija a El, “no sea que trabajen
en vano los que la edifican.”

(Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia,


46)
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“Cuando todo reposaba en un profundo silencio y la


noche, siguiendo su curso, se hallaba a mitad de su
camino, tu omnipotente Palabra, Señor, descendió de los
cielos, de tu solio real”
(Introito del Domingo en la Octava de Navidad; Libro de
la Sabiduría 18, 14-15)

El nuevo diálogo de Dios con los hombres se abre


cuando, en la noche del Nacimiento, la Palabra, el Verbo
del Padre es acogido por el silencio del universo, como
canta la Liturgia. La conversación cósmica que se inició
entre el cielo y la tierra con la llegada de Jesús a este
mundo, es el prototipo de todo diálogo y la superación
anticipada de toda incomunicación. Con razón Pablo VI
apela a la ejemplaridad de este diálogo primordial para
lograr un entendimiento entre los hombres: “Es preciso
que tengamos siempre presente esta inefable y realísima
relación de diálogo ofrecida y establecida con nosotros
por Dios Padre, mediante Cristo, en el Espíritu Santo,
para comprender la relación que nosotros, esto es, la
27

Iglesia, debemos procurar establecer y promover con la


Humanidad” (Ecclesiam suam, 65).
¿Cómo “tener siempre presente” en la Iglesia este primer
diálogo, si no es reviviéndolo en cada instante,
colocándolo en el hoy de los hombres?. “En el reposo
del silencio”, “en la paz de la medianoche” se inicia,
según la liturgia de Navidad, la plenitud de la
conversación de Dios con los hombres. El silencio, la
muda adoración, se revelan como circunstancia inicial
del diálogo. Frente a Dios el mundo calla; el primer
encuentro del hombre con el Verbo se realiza en la
noche de Belén, donde la Madre de Dios y los pobres
adoran en silencio.

Más tarde la conversación de Cristo con los hombres va


a tomar dimensiones diferentes y a asumir toda la
riqueza de lo humano. No hay ninguna palabra viva,
ningún acontecer de la historia que no esté ya contenido
de alguna manera en el diálogo del Verbo. Pero la raíz
de la comprensión entre los seres, el exordio de toda
comunicación, es siempre aquel silencio acogedor,
primordial de la Navidad. La actitud de estar abierto a
una persona, de escucharla, de aceptarla, de callar-
condición imprescindible del diálogo- tiene una
misteriosa correspondencia con el gesto de la adoración.
Los primeros cristianos que se retiraron al desierto no
deseaban otra cosa sino vivir en la mudez expectante de
28

la creación el diálogo del silencio, conservando para la


Iglesia esta irremplazable realidad. Así nació la vida
monástica. Todos los demás elementos de esta vida se
organizaron con el transcurrir del tiempo alrededor del
eje central de la callada conversación con Dios. Esto
explica también el carácter necesariamente escondido y
casi incomprensible de tal régimen de vida. Su lenguaje
es un lenguaje de silencio, como el de las noches, como
el de toda la creación. Y, sin embargo, no es un lenguaje
hermético:

“Los cielos pregonan la gloria de Dios


y anuncia el firmanento la obra de sus
manos.
El día al día le transmite la consigna
y la noche a la noche le entrega la noticia.

No tienen palabras, no tienen lenguaje,


no tienen una voz que se pueda escuchar:
mas alcanza su pregón a toda la tierra,
y llega su mensaje a los confines del
orbe” (Salmo 18).

Con mayor o menor fidelidad a través de la historia los


monjes han pregonado con su vida la importancia del
diálogo con Dios.
29

Hoy, que la Iglesia se manifiesta especialmente sensible


al problema del diálogo y de la comunicación humana,
puede ser provechoso fijar la atención sobre este
mensaje. Las líneas que siguen no pretenden otra cosa.
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COMIENZOS EN EL DESIERTO.

San Antonio
31

de Egipto
(251-356)

Mediados del siglo III. Egipto, en una pequeña aldea


llamada Qemán, al sur de Menfis. Un muchacho copto,
segúnh nos cuenta S Atanasio (1), se encamina un día a
la iglesia recordando la vida de los primeros cristianos
que vendían sus bienes en favor de la comunidad (2).
¡Qué gran esperanza tendrían ellos en los cielos!
Con el corazón ocupado en tales pensamientos entró en
la iglesia.
En ese momento el sacerdote leía en las Escrituras
aquellas palabras del Evangelio de San Mateo: “Si
quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes, dalo a
los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; después ven
y sígueme” (3).
Antonio, que así se llamaba aquel muchacho, oyó estas
palabras que leía, o mejor dicho, que leía el sacerdote,
-porque la palabra de Dios se oye en la medida que
creemos que se dirige a nosotros-, y sencillamente se fue
y vendió sus bienes para seguir al Señor.
Delante de él se abría el desierto, un desierto inmenso
que se juntaba en el horizonte con el cielo, un desierto
como el que el Pueblo de Dios tuvo que atravesar para
llegar a la tierra que manaba leche y miel, una soledad
como la que amó el gran siervo de Dios, el profeta Elías,
o como la que asistió a la vida de amor y esperanza de
32

Juan el Bautista; un desierto, en fin, como el que fue


testigo de los cuarenta misteriosos días del Señor y de su
lucha con el demonio, de su lucha y de su victoria. Y se
adentró en él.
La Iglesia recuerda hoy a este gran aventurero entre sus
santos con el nombre de “Antonio el Grande, primer
ermitaño”.
La gente supo que Antonio vivía en el desierto y lo
buscaba. Muchos lo imitaron. El gran camino evangélico
de la vida monástica se estaba trazando.
Antonio se internó más y más en la soledad. En realidad,
toda su historia se reduce a una búsqueda progresiva de
Dios en una soledad cada vez mayor. El silencio
inmenso y profundo fue su maestro. Le enseñó a
descubrir la realidad de este mundo y a descubrirse a sí
mismo, le enseñó a luchar. Porque la vida de este santo,
que pasa casi un siglo en la soledad (268-356), lejos de
ser una vida de descanso, como muy superficialmente
podría

1 San Atanasio, obispo de Alejandría, escribió hacia el año 357 la


vida de San Antonio, a quien había conocido personalmete en su
juventud, según su propio testimonio.
2 Hechos 4, 34-35: “No había entre ellos indigentes, porque todos
los que poseían haciendas o casas las vendían y llevaban el precio
de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a
cada uno según necesitaba”
3 Mt. 19, 21
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creerse, es una lucha continua. Fue como un buscador de


oro que se interna en la soledad y arrostra los mil
peligros de su aventura hasta hallarlo, o como el
comerciante del Evangelio que descubre la existencia de
una perla preciosa y se decide a vender todo lo que tiene
para poder conseguirla.
Así sucedió. A través de su largo diálogo con Dios,
Antonio encontró aquella perla preciosa escondida en las
arenas del desierto egipcio.
Su vida se fue transformando poco a poco en aquello que
ya inicialmente había sido el primer impulso de su
vocación: el amor a Cristo.
Y cuando llega la hora de abandonar el desierto, no para
volver a la ciudad sino para emprender camino hacia la
Patria, no encuentra palabras más adecuadas para
resumir la experiencia de su larga vida de anacoreta que
aquellas que les deja como testamento a dos monjes
discípulos que le asisten en sus últimos momentos:
“Respirad siempre a Cristo” (4).
Esto es todo, su vida, su tesoro.

San Benito
de Nursia
34

(480-547)

Pasan los años y los siglos. Cambian los hombres y los


tiempos. En el mundo parece que todo se renueva de
generación en generación.
Y sin embargo, el misterio de la vocación al amor sigue
golpeando, siempre el mismo, el corazón de los
hombres. Surgen nuevos sucesores de Antonio, aparecen
los primeros ensayos de monasterios organizados, se
intentan nuevos tipos de vida.
A fines del siglo V, como refiere el Papa San Gregorio
Magno (5), un muchacho, quizá de la misma edad que
Antonio, que comenzaba a estudiar leyes en Roma, oyó
la voz del Señor y ya sólo deseó vivir para él. Como
Antonio, dejó todo y se fue a la soledad. En el secreto de
una cueva de la región de Subiaco vivió en la presencia
del Señor durante tres años. Más tarde, siguiendo
siempre la voz del Señor, abandona la cueva de Subiaco,
no para volver a Roma, ni para dejar la soledad, sino
precisamente para compartir con otros el bien de la
soledad. En el silencio de Montecassino, sobre una
altura que domina un maravilloso valle, funda San
Benito un monasterio y organiza allí la vida monástica
basada en la sabiduría de los antiguos monjes y en su
propia experiencia.
Hoy se habla de San Benito como Padre de los monjes
de Occidente. Largas generaciones de monjes, que se
35

escalonan a través de catorce siglos de historia, han


vivido y viven de las enseñanzas que dejó este Padre y
Maestro. ¿Quiénes son?
Podríamos intentar mostrar lo que son los monjes
recorriendo someramente su historia a lo largo de los
siglos; pero correríamos el riesgo de falsear
completamente su perspectiva, pues la historia de los
monjes es larga y complicada. Sin embargo, es posible
tratar de entender lo que son los monjes, por otro
camino: podemos tratar de descubrir en la historia lo que
no es historia, aquello que no cambia, que no envejece.
San Benito, cuando organizó el monasterio de
Montecassino, sintetizó sus enseñanzas y las de todos los
grandes maestros del desierto en una Regla, la Santa
Regla, como la llamarán sin más los siglos posteriores.
Allí está la constante que atraviesa los siglos sin dejarse
deformar por los tiempos. Si consideramos un poco lo
que representan catorce siglos para la humanidad, si
pensamos lo que es este proceso complejo que va desde
el siglo VI hasta el XX, los imperios que han surgido
para luego extinguirse, los cambios de mentalidades, de
ideas, de civilizaciones, las mil mutaciones de la vida
política y social de los hombres, no podemos menos de
sorprendernos al descubrir que existe algo que ha
sobrevivido y superado tales transformaciones, algo que
no solamente fue válido para los hombres del siglo VI,
36

sino que, en sus grandes líneas, conserva todo su vigor y


lozanía el día de hoy.
Para un monje de hoy la Regla es tan viva y tan actual
como lo fue siempre. No es que desconozca en ella
ciertos aspectos demasiado ligados a determinadas
circunstancias históricas ya preteridas, pero esto no le
impide tener la convicción de que, como siempre, ella es
capaz de modelar su alma, de enseñarle esa difícil
ciencia de estar frente a Dios y de acercarse al misterio
de su amor. Si la Regla parece que se escapa a las leyes
del tiempo, es por ser una participación de la Plabra de
Dios, que no envejece.
37

4 Vida de San Antonio, 91.


5 Diálogos, libro II.
CONSERVESE FIELMENTE
Y BRILLE CADA DIA MAS EN SU ESPIRITU
GENUINO,
TANTO EN ORIENTE COMO EN OCCIDENTE,
LA VENERABLE INSTITUCION DE LA VIDA
MONASTICA,
QUE A TRAVES DE LOS SIGLOS,
HA LOGRADO MERITOS EXTRAORDINARIOS EN
LA IGLESIA
38

Y EN LA SOCIEDAD HUMANA.

VATICANO II-DECRETO SOBRE LA VIDA


RELIGIOSA-9
39

UN DIA ESTABA JUAN CON DOS DE SUS


DISCIPULOS
Y VIO A JESUS QUE PASABA Y DIJO:
ESE ES EL CORDERO DE DIOS.
Y LO OYERON SUS DOS DISCIPULOS
Y SIGUIERON A JESUS.
JESUS SE DIO VUELTA Y VIO A LOS QUE LO
SEGUIAN
Y LES DIJO: ¿QUE BUSCAIS?
Y ELLOS LE DIJERON: RABBI, ¿DONDE VIVES?
Y EL LES DIJO: VENID Y VED.
40

Y FUERON Y VIERON DONDE VIVIA


Y SE QUEDARON CON EL
TODO EL DIA.

JUAN CAPITULO I (35-39)


41

2
POR QUE UNA REGLA

Libertad.

Decíamos que la Regla es algo actual para el monje de


hoy. Pero ¿no es precisamente para el hombre de hoy
algo anacrónico vivir bajo una regla? En un momento
histórico en el que el mundo vive un estado de
hipersensibilidad para percibir todo lo que es coacción,
opresión, limitación, parece un contrasentido hablar de
actualidad de algo que no sea en pro de la libertad. La
libertad es algo supremo, se vive para la libertad, se
muere por la libertad, la libertad es como la Tierra
42

prometirda hacia la cual marchan los hombres por el


desierto de una historia adversa.
En ese amor a la libertad hay algo muy noble, porque
ella es algo precioso, es una participación de Dios
mismo. Los hombres la quieren como la pupila de sus
ojos, aun sin darse cuenta de que la libertad es un don
precioso de Dios.
Pero la libertad también es un equívoco. Demasiado
saben los hombres cuán caro puede costar confundirse.
Nuestros ojos, que han perdido la claridad de su
penetración en el pecado original, se equivocan y nos
engañan; sólo parecen que adquieren su vigor primero
cuando, después de habernos engañado, nos muestran la
realidad: sólo después del pecado conoció Adán que
estaba desnudo.
¡Es tan fácil engañarse! ¡Es tan delicada la libertad! Se la
puede quebrar casi sin querer; se puede perderla y seguir
viviendo como si nada hubiera ocurrido, como si
siguieramos siendo libres. Es un misterio la libertad, tan
grande y tan digna de amor. A veces es tan difícil
descubrirla, como sucede con casi todas las cosas
preciosas, como una semilla, como un fermento. Dios la
puso en el fondo del corazón y nos es bastante difícil
llegar hasta el fondo.
En cambio, es tan fácil perderla, y con ella perdernos.
Los hombres de hoy sienten casi instintivamente una
repulsión ante todo lo que se opone a la libertad y
43

encarnan esa oposición alrededor del concepto de


obediencia, de ley. En cambio, San Benito, en el siglo
VI, no pensaba así. El entendió el misterio de la libertad,
mucho más profundamente que los hombres de hoy. Lo
miró desde el punto de vista de Dios, desde donde las
cosas vuelven a verse como son: Dios también nos dio
una ley, una obediencia, pero una ley que nos abre una
perspectiva de amor. Justamente comienza con la
palabra amar: “Amarás a tu Dios con todo tu corazón”.
¿Podría pensarse que Dios nos quita la libertad cuando
precisamente se trata de amor?, porque ¿qué es más libre
que el amor, y qué es el amor sino la plenitud de la
libertad? Una ley que nos lleva al amor es una ley que
nos libera. En realidad, cuanto más de cerca sae miran,
amor y libertad son casi un mismo misterio.
En esto se funda la razón de una Regla. Su explicación
puede darse con una u otra palabra: amor, libertad.
Amor, porque la Regla es un don del amor de Dios, es el
padre que le muestra al su hijo un camino de vida; amor,
porque quien la recibe, lo único que espera es poder
decirle su amor a Dios viviéndola con toda su vida.
Libertad también, esa libertad que se abre al amor, que
crea el amor. Si el monje se siente inmensamente libre es
porque la Regla lo libera.
Como un padre que no coarta la libertad de su hijo
cuando lo educa, sino que, por el contrario, le da la
44

posibilidad de ser más libre, así la Regla le abre al monje


una perspectiva de nueva libertad.
Es en esta perspectiva que el monje acepta la exigencia
de la Regla, porque a través de ella percibe la Palabra
amorosa de Dios. La oyó, quizás sólo muy débilmente,
cuando brotó de su corazón el primer pensamiento de
consagrar su vida al Señor; la oyó luego como una
palabra de fuego cuando juró ante el Señor y en
presencia de la Iglesia que entregaba su vida a su
servicio; y la seguirá oyendo a través de los años, en el
continuo esfuerzo por vivirla, hasta que se abran las
puertas y la Presencia sustituya la Palabra.
La Regla es la vida del monje. El la ama como a una
madre, porque sabe que ha sido formado por ella; la ama
como a una esposa, porque un día a jurado ante Dios
guardarle fidelidad hasta la muerte. La Regla es su vida,
y sabe que vive en la medida que la vive.
¿Dice esto algo al hombre de hoy? Quizá esta
desesperada búsqueda de la libertad que se burla de los
que la buscan, no sea en el fondo sino un deseo
inconsciente de una madre, de una esposa. Quizá la
mejor respuesta a esa inquietud sea levantar los brazos al
cielo y cantar con el salmista las palabras que cantan los
monjes desde hace catorce siglos el día que entregan su
vida a la Palabra de Dios.
45

“Recíbeme, Señor, según tu Palabra y


viviré,
y no seré confundido en mi esperanza”
(1).

La Regla es la vida del monje. En otras palabras, la vida


del monje está moldeada por la Regla. Si queremos saber
cómo vive, qué ama, qué desea, podemos tratar de
descubrirlo a través de su Regla de vida.
Un monje es un hombre como todos, que un día golpeó a
las puertas del monasterio. Entonces, quizás, en nada se
diferenciaba de sus compañeros de trabajo o de estudio;
sólo que había algo escondido en su corazón, algo que
no se veía. Y ese hombre, ya incorporado al claustro,
aunque sigue siendo el mismo, ya no vive como los
demás. Ahora se levanta cuando todavía es de noche
para alabar a Dios, y no le parece que es perder el tiempo
pasar largas horas en su presencia cantando salmos. Ha
intuído el valor espiritual de una vida de obediencia y
desea vivir bajo la dirección de una Regla y un Abad
(2), y su vida diaria, en todo lo que tiene de cotidiano, se
mueve en el cuadro de la obediencia. Ha amado el
silencio y trata de encontrar a Dios en él y de vivir en él
con su Señor, su única alegría. Ha descubierto, por fin,
que esta tierra es tierra de esperanza, y ya solamente la
esperanza de encontrarse con el Unico, ilumina su vida.
46

¿Todo esto por qué? Sencillamente por eso que traía


oculto en su corazón, y que después descubrió
asombrado que estaba escrito ya en la Santa Regla. Que
todo esto es la Regla: vida de oración, trabajo y silencio,
vida de amor, de amor escondido, vida de esperar el
Amor escondido.

1 Salmo 118, 116; Regla de San Benito, cap 58


2 Ver Regla de San Benito, cap 5.

ESCUCHA, OH HIJO, LOS PRECEPTOS DEL


MAESTRO
E INCLINA EL OIDO DE TU CORAZON;
RECIBE DE BUEN GRADO Y CUMPLE
EFICAZMENTE
LO QUE TE AVISA EL PADRE PIADOSO,
PARA QUE VUELVAS POR EL TRABAJO DE LA
OBEDIENCIA
A AQUEL DE QUIEN TE HABIAS APARTADO
POR LA DESIDIA DE LA DESOBEDIENCIA.
A TI, PUES, SE DIRIGEN AHORA MIS PALABRAS,
QUIENQUIERA QUE SEAS,
QUE, RENUNCIANDO A TUS PROPIOS IMPULSOS,
47

EMPUÑAS LAS FORTISIMAS Y ESCLARECIDAS


ARMAS
DE LA OBEDIENCIA,
PARA MILITAR BAJO EL VERDADERO REY,
CRISTO SEÑOR.

REGLA DE SAN BENITO, PROLOGO


48

TE BUSCO DE TODO CORAZON,


NO CONSIENTAS QUE ME DESVIE DE TUS
MANDAMEINTOS.
EN MI CORAZON ESCONDO TUS PALABRAS,
ASI NO PECARE CONTRA TI.
BENDITO ERES, SEÑOR,
ENSEÑAME TUS LEYES.
MIS LABIOS VAN ENUMERANDO,
LOS MANDAMIENTOS DE TU BOCA.
MI ALEGRIA ES EL CAMINO DE TUS PRECEPTOS,
MAS QUE TODAS LAS RIQUEZAS.
MEDITO TUS DECRETOS,
Y ME FIJO EN TUS SENDAS;
TU VOLUNTAD ES MI DELICIA,
NO ME OLVIDARE DE TUS PALABRAS
49

SALMO 118, (10-16)


50

HASTA LA MUERTE

Hombre de palabra.

Cuando los hombres quieren expresar algo sin límites,


una actitud definitiva, usan esta expresión: hasta la
muerte. La muerte es el límite; más allá del comienza un
mundo en el que ya no cuenta el esfuerzo humano, un
mundo de gozo o de dolor, de paz o de desesperación,
que se escapa a las leyes de la mutación. Aquí sí, aquí el
hombre responde de su actitud. Hasta la muerte.
Desde este punto de vista, para el problema humano que
el hombre debe resolver, hasta la muerte es
simplemente todo. Son apenas tres palabras, pero pueden
llevar en sí un contenido inmenso: esposos hasta la
muerte, amigos hasta la muerte. Es fidelidad a un ideal,
es lo que permanece entre lo que no cambia. De ahí su
valor, es un desafío al cansancio, al tiempo mismo. Por
ello esta actitud contiene en sí una gran nobleza. Aun
51

cuando lo que perdure no sea bueno, indica, por lo


menos, que se tiene un alma grande, capaz de volcarse
un día en una decisión definitiva hacia el bien. Todo lo
contrario de lo versátil, de lo acomodaticio.
Pero es difícil. Llevar cualquier cosa hasta la muerte es
llevarla muy lejos. Hace falta ser siempre el mismo. A
pesar de todo. Si siempre el hombre ha percibido la
magnitud del problema, quizá lo sienta hoy más que
nunca. La filosofía actual que atomiza la existencia del
hombre en una multitud de ahoras no es extraña a la
enorme dificultad de mantener siempre una misma
actitud. El hombre de hoy siente la terrible tentación de
renegar de su pasado, siente tan fuertemente el cambio
de las circunstancias, que ya no le parece una enormidad
negar hoy lo que afirmó ayer; es mucho más sensible a la
evolución que a la fidelidad, y la evolución puede abrir
siempre nuevas puertas y dar nuevas soluciones que lo
liberen del peso de su pasado.
Cuando se lleva a este extremo la actitud existencial del
hombre, se hace desaparecer su dignidad. Esa pequeña
participación de la eternidad que es el saber superar el
flujo de lo transitorio, esa grandeza de mantener una
palabra, una actitud, de vivir la dignidad de la fidelidad,
todo esto se esfuma. La personalidad del hombre se
desintegra.
De ahí que no sea raro oir críticas contra la enormidad de
la indisolubilidad del matrimonio, de un matrimonio
52

hasta la muerte. Estas críticas contra el matrimonio y


contra la vida religiosa se refieren a problemas
hermanos: Amar a una misma mujer por toda una vida,
comprometerse para siempre con juramento a obedecer a
un superior. ¡Es demasiado!.

Sin embargo, cuando la Iglesia, en la liturgia de la


Semana Santa, quiere exprtesar todo el misterio de
nuestra Redención, de nuestra liberación, canta, usando
palabras de San Pablo,
“Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte”
(1).

1 Fil. 2, 8.

Aquella actitud única, heroica, de llevar adelente algo


hasta la muerte, se encarna en el misterio de la
obediencia del Hijo de Dios, y desde entonces toda
verdadera fidelidad, toda perseverancia, tiene su raíz en
esta obediencia. Así ésta comienza a tener un nuevo
aspecto, una nueva dignidad. Es ya como una reliquia de
la Cruz en la que fue clavado Cristo, una reliquia
auténtica. Y la Cruz ya no es un suplicio infamante, sino
un signo de gloria. La obediencia, después de la
obediencia de Cristo, comienza a tener un papel
53

fundamental en la vida del cristiano. La aceptación,


siempre renovada, de su condición, de su carácter, de su
trabajo, de su ambiente familiar y profesional, de su
época, de los amndamientos de Dios, de todo lo que se
deriva de su dignidad de Hijo de Dios –cosas a través de
las cuales se le manifiesta la voluntad de Dios- es su
obediencia, reflejo de la de Cristo.
La misma exigencia de perseverante compromiso se
plantea también en la vida del monje. Ya las primeras
palabras del prólogo de la Regla, que se dirigen a quien
quiere iniciar el camino de la vida monástica, le hablan
de la obediencia que debe encarnarse en toda su vida:

“Escucha, oh hijo, los preceptos del


maestro.... a fin de
que vuelvas por el trabajo de la
obediencia a Aquél de
quien te habías apartado por la desidia de
la deobediencia” (2).

Es un eco del misterio de la Redención. Como por la


desobediencia de un hombre entró el pecado en el
mundo, por la obediencia de otro, de Cristo, el pecado
fue derrotado (3). Y así en nosotros. La vuelta a Dios
sólo se realiza por un camino, el de la obediencia; y la
vida del monje tiene un sentido de vuelta, de
conversión, según la expresión de la tradición
54

monástica. La obediencia no es algo accesorio en la vida


del monje. Es el gran medio del retorno a Dios, es el
terreno donde él va a germinar y crecer, y un día, con la
gracia del cielo, florecer para la vida eterna. La Regla así
lo entiende, y supone en el monje que quiere seriamente
realizar su vida, un verdadero deseo de obediencia (4).
En último término, la obediencia es la alegría del monje.
Extraña alegría, sin embargo, que puede ser conjugada
con la cruz.
Porque la obediencia es como una encrucijada, como un
encuentro del más alto gozo con la cruz más pesada. El
mismo Cristo, que dio el ejemplo llevado hasta las
últimas consecuencias, que no disimuló cuanto podía
costar un acto de obediencia cuando sus labios se
abrieron para pedir al Padre que alejara de él el cáliz de
la Pasión, no temió tampoco expresar su deseo ardiente
de ver llegada su hora, la hora que tanto temía, la hora
de la Cruz (5).

Luces y sombras.

La obediencia se presenta, pues, a los ojos del monje con


la doble faz de luz y de sombra que define todo su
misterio. Por un lado, simplicísimo, transparente: el
Superior representa a Dios, lo que me manda lo recibo
como mandado por Dios, y Dios recibe mi obra como
55

2 Rgla de San Benito, Prólogo.


3 Ver Rom. 5, 12 y sig.
4 Ver Regla de San Benito, cap. 5
5 Jn, 17, 1; Lc., 12, 50.

prueba de mi amor. ¿Qué más sencillo? ¿Qué más


luminoso? ¿Qué más fácil? Por otro lado, el Superior
representa a Dios, pero no es El. Y me manda lo que le
parece a él, y yo ya no tengo más esa autonomía, esa
independencia que tanto estima todo hombre en lo más
profundo de su ser. Aunque la orden sea fácil y sencilla,
aunque coincida con el gusto del monje, siempre tiene
algo difícil e incomprensible, siempre es obedeincia.
En el libro del Génesis, cuando se describe el primer
pecado que cometió el hombre contra Dios, el problema
que se le plantea a Adán es el problema de una
obediencia frente a un misterio: el árbol de la ciencia del
bien y del mal está allí, plantado en medio del Paraíso,
con sus frutos al alcance de la mano; sólo que Dios le
dijo: No lo comas. Se está jugando toda una actitud
frente a Dios. Por un lado, el madato es sencillísimo,
claro; por el otro, las sombras profundas de una
renuncia.
De un modo semejante se plantea la obediencia para el
monje. Quizás sea tan fácil, tan simple, como el primer
acto de obediencia que le pidió Dios a Adán. Quizás sea
a la vez tan oscuro y tan duro como lo fue para aquél. De
ahí que la obediencia, a pesar de su aspecto luminoso,
56

tenga un verdadero papel de cruz. Muchas veces quienes


conocen la vida religiosa sólo exteriormente, creen que
las mortificaciones mayores son las dificultades
exteriores del silencio, del sueño, del alimento. Sin negar
que todo esto pueda ser pesado para algún
temperamento, quizás sea más acertado pensar que en la
vida del monje la cruz sea mucho más interior que
exterior.
Es un hecho comprobado que el cuerpo se acostumbra
con relativa facilidad a un determinado nivel de vida, y
que, en cambio, el esfuerzo para acptar plenamente el
vivir bajo la obediencia hjasta la muerte, tiene que ser
renovado todos los días, hasta el último, como lo hizo el
Señor en el Huerto de los Olivos.
Por la muerte, la vida; por la cruz, la resurrección; por el
dolor, el gozo. Esa es la dialéctica de la redención que
nos enseñó Cristo, camino arduo y paradójico que une
dos perspectivas aparentemente inconciliables.
Aparentemente. En esto está la fuerza de la esperanza,
cuyo secreto consiste, no en negar la oscuridad de la
obediencia, sino en aprender a descubrir la luz en las
mismas sombras. El Señor espera del monje el riesgo de
un amor valiente que no teme la oscuridad, que no teme
la profundidad de lo imprevisible. El monje que le dice a
Dios su amor en la obediencia, no puede nunca medir la
profundidad de su oblción, no sabe nunca hasta dónde.
Prometer vivir bajo la obedeincia es como firmar un
57

compromiso en blanco con Dios: puede mandarme algo


fácil, como puede también mandarme algo muy difícil.
Y la única solución es dejar esto gozosamente en las
manos del Padre que está en los cielos, que viste los
lirios del campo y alimenta los pájaros del cielo.
Si alguna vez le ha sido difícil al monje obedecer,
también conoce él la alegría indescriptible y profunda
de haber mirado la imagen de Cristo crucificado con los
ojos muy abiertos, con toda sencillez, y de haber
recordado que él también se hizo obediente, porque nos
amó, hasta la muerte.
Por ello la obediencia, a pesar de sus aspectos de
crucifixión, contiene siempre en sí la alegría de la
resurrección.

Obediencia y paz.

La obediencia no es sólo alegría sino también paz.


A veces se habla de que la obediencia es fuente de paz
porque quita toda responsabilidad, y con ella, todas las
preocupaciones que supone el tener que decidirse,
determinarse, en las continuas alternativas de todos los
días. ¿Es cierto esto?
Es cierto que la obediencia es fuente inagotable de paz,
pero no precisamente por quitar responsabilidades. El
monje que ha jurado ante Dios vivir hasta la muerte su
vida de obediencia, ha cambiado simplemente las
58

pequeñas o grandes responsabilidades cotidianas por la


única responsabilidad, de la que dará ajustada cuenta en
el tribunal de Dios. Esta responsabilidad es serena, llena
de paz, y siempre, por lo menos en el fondo, alegre,
inmensamente alegre.
¿De dónde esta paz, esta alegría? De la única fuente de
paz y alegría verdadera que existe: del amor. Pues así
como Cristo probó al Padre su amor sin límites
extendiendo sus brazos en la Cruz, así el monje puede
decir al Padre que lo ama con toda la sinceridad de una
vida, abrazando el misterio de la obediencia. Es su
lenguaje, es su mejor expresión de amor, de amor sin
límites, hasta la muerte.
Ha habido quienes han querido encontrar una
contradicción interna en la vida de obediencia como
expresión de amor. Sin negar que, consideradas en sí
mismas, obediencia y caridad son realidades que se
sitúan en dos planos fundamentalmente distintos,
simplemente recordamos que Cristo prefirió inculcar la
armonía que existe entre ambas cuando dijo:

“Si guardáis mis preceptos permaneceréis


en mi amor,
como yo guardé los preceptos de mi Padre
y permanezco en su amor” (6).
59

6 Jn., 15, 10

LA OBEDIENCIA PRONTA ES PROPIA


DE AQUELLOS QUE NADA AMAN MAS QUE A
CRISTO.
DE ELLOS DICE EL SEÑOR:
60

NO BIEN OYO MI VOZ ME OBEDECIO.


PORQUE LES ANIMA EL DESEO DE CAMINAR A
LA VIDA
ETERNA,
TOMAN EL CAMINO ESRTECHO,
DEL QUE DICE EL SEÑOR:
ANGOSTA ES LA SENDA QUE CONDUCE A LA
VIDA.

REGLA DE SAN BENITO, CAPITULO V


61

HIJO MIO, SI QUIERES SERVIR AL SEÑOR


PREPARATE PARA LA PRUEBA.
TEN UN CORAZON RECTO, ARMARTE DE
VALOR,
NO TE DEJES ARRASTRAR
EN EL TIEMPO DEL ADVERSIDAD.
VIVE UNIDO A DIOS, NO TE ALEJES DE EL,
A FIN DE QUE TE EXALTE EN EL ULTIMO DIA.
62

ACEPTA TODO LO QUE TE SUCEDA,


Y EN LAS VICISITUDES DE TU POBRE CORAZON
MUESTRATE PACIENTE,
PORQUE EL ORO SE PRUEBA EN EL FUEGO,
Y LOS ELEGIDOS EN EL HORNO DE LA
HUMILLACION.

ECLESIASTICO CAPITULO II (1-5)


63

4
EL QUE ESTA EN LUGAR DE CRISTO

Hay dos capítulos en la Regla de San Benito (1) que nos


hablan del Padre del Monasterio, fundamentales por el
contenido doctrinal que irradian sobre toda la
espiritualidad monástica. Son como el reverso del
misterio de una obediencia que se presta al representante
de Dios, de Dios Padre. Siendo la obediencia un acto de
amor y una expresión de un misterio de amor, sólo puede
64

encontrar su verdadero término en quien nos amó y


entregó su Hijo por nosotros.
Sólo puede ser obediencia filial, sólo puede prestarse a
un Padre. Por eso el representante de Dios en el
monasterio, lo representa fundamentalmente en su
paternidad.
65

1 Regla de San Benito, cap. 2 y 64

San Benito no es el primero que habla de la obediencia


filial. La tradición espiritual del desierto conoce
perfectamente el papel que tiene esta obediencia en la
vida del monje, y ya desde los primeros tiempos expresa
esta doctrina encerrándola en la palabra abad, tan llena
de sentido para aquellas generaciones.
Abad es un término de origen arameo que significa
padre. En el Nuevo Testamento aparece siempre con el
significado de Dios Padre. La usó Cristo mismo en el
66

Huerto de los Olivos, al comenzar su oración de


abandono (2), y San Pablo la empleó dos veces en sus
cartas (3) para recordarnos nuestra realidad de hijos de
Dios.
En los orígenes del monacato, la palabra abad comenzó
a usarse para designar al monje que habiendo alcanzado
cierta perfección espiritual, era capaz de enseñar a otros
el camino evangélico de la vida monástica, en nombre de
Dios, como su representante. Hoy hablaríamos de
director espiritual, pero esa expresión tiene actualmente
un contenido diferente al que tenía el término abad.
Posiblemente sería más correcto hablar de padre
espiritual, acentuando fuertemente el valor de la palabra
padre. El abad era padre, porque asumía una
responsabilidad integral, sólo comparable con la que
tiene un padre con sus hijos; padre por la mutua relación
de confianza y amor; padre, en fin, porque de él esperaba
su discípulo la luz y el alimento espiritual.
Precisamente así concibe San Benito el diálogo entre el
monje y su superior. En el capítulo II de su Regla
escribió una frase que en la espiritualidad monástica
tiene valor de sentencia: “Creremos que el abad ocupa el
lugar de Cristo en el monasterio” (4)
El lugar de Cristo, en realidad aquí está todo expresado;
lo demás es sólo una aclaración de esta representación.
La actitud del Superior hacia sus hijos y la de éstos hacia
aquél, están fundadas en el acto inicial de creer, de ver a
67

Cristo en el Superior. A través de los siglos esto ha


constituído siempre el eje de la vida de los monásterios.
Un abad del siglo XII, San Elredo, reflejando la práctica
de su monasterio en este sentido, expresaba en la
siguiente oración la doctrina secular:

“Enséñame, Señor, enséñame por tu


Espíritu Santo a entregarme a ellos y a
consumirme por ellos. Concédeme, Señor,
que tolere pacientemente sus debilidades,
que los compadezca bondadosamente y
que les ayude con acierto.
Haz que aprenda en la Escuela de tu
Espíritu a consolar a los tristes, a
reconfortar a los pusilánimes, a levantar a
los caídos, a ser débil con los débiles y a
indignarme con los indignados.....
Enséñame, Señor, a adaptarme al carácter
de cada uno, a su naturaleza, a sus
disposiciones, a sus capacidades o a su
simplicidad, según las circunstancias del
tiempo y del
2 Mc., 14, 36
3 Rom. 8, 15 y Gal. 4, 6.
4 Regla de San Benito, cap. 2.
68

lugar.... Que mi palabra les haga bien y


que, en todo caso, mi oración les ayude.
Tú sabes, Señor, cuánto los amo y que no
es en espíritu de rigor ni de dominación
que yo les exijo obediencia, sino que mi
afecto me lleva más bien a ser en medio
de ellos uno de ellos” (5).

Es toda una espiritualidad la que supone la Regla al


centrar la vida del monasterio en el abad. Padre e hijos
viven juntos la misma vida.
Trabajan juntos, oran juntos. Todas las alegrías y penas
que pueda traer la vida, las comparten como se
comparten las alegrías y penas en una familia. Porque el
monasterio es, en realidad, una familia. Familia, es
cierto, ante todo de orden espiritual, como lo es
fundamentalmente la relación del Padre del monasterio
con sus hijos; pero este espíritu de familia penetra todos
los pequeños imponderables que hacen el día de los
hombres. El monje sólo se separará de ella el día que ya
no tenga que creer, el día en que la realidad suceda a la
figura, el día en que vea cara a cara a Aquél a quien supo
reconocer y amar en su abad.
69

5 S. Elredo de Rievaulx, Oratio pastoralis.


70

CUANDO ALGUNO RECIBE EL NOMBRE DE


ABAD
DEBE PRESIDIR A SUS DISCIPULOS CON DOBLE
DOCTRINA,
ESTO ES: QUE ENSEÑE LO BUENO Y LO SANTO
MAS CON HECHOS QUE CON PALABRAS.
DEBE ACORDARSE SIEMPRE DE LO QUE ES,
DEBE ACORDARSE DEL NOMBRE QUE SE LE DA,
Y SABER QUE A QUIEN MAS SE LE CONFIA,
MAS SE LE EXIGE.
SEPA QUE EL QUE HA RECIBIDO ALMAS PARA
GOBERNAR
DEBE PREPARARSE PARA DAR CUENTA DE
ELLAS.
DEBE SER DOCTO EN LA LEY DIVINA,
PARA QUE SEPA Y TENGA DE DONDE SACAR
COSAS NUEVAS Y VIEJAS;
DEBE SER CASTO, SOBRIO, MISERICORDIOSO.
Y SIEMPRE PREFIERA LA MISERICORDIA A LA
JUSTICIA
PARA QUE EL CONSIGA LO MISMO
ODIE LOS VICIOS, AME A LOS MONJES.

REGLA DE SAN BENITO, CAP II Y LXIV


71

GUARDA, HIJJO MIO, LOS MANDATOS DE TU


PADRE.
TEN SIEMPRE LIGADO A ELLOS TU CORAZON;
72

ENLAZALOS A TU CUELLO.
TE SERVIRAN DE GUIA EN TU CAMINO
Y VELARAN POR TI CUENDO DURMIERES,
Y CUANDO DESPEIRTES TE HABLARAN.
PORQUE ANTORCHA ES EL MANDAMIENTO
Y LUZ LA DISCIPLINA,
Y CAMINO DE VIDA LA CORRECCION DEL QUE
TE ENSEÑA.

PROVERBIOS, CAPITULO VI (20-23)


73

EL TRABAJO MANUAL

Nazaret.

Quizás la imaginería dulzona que representa a Cristo


entre flores, al lado de un banco de carpintero, esconda
74

tras un velo de malsano romanticismo una realidad muy


profuinda: El Señor, el Altísimo, el Hijo Unigénito del
Padre, tenía las manos encallecidas; durante largos años
había manejado con ellas las toscas herramientas de un
obrero en el taller de Nazaret. El que en los cielos hizo
que apareciera la luz indeficiente, que penetró los
abismos (1), de cuya voluntad depende la existencia del
último átomo de la estrella más lejana, que todo lo
puede, El mismo, un día, hecho hombre por amor
nuestro, trabajó como un obrero.
Toda la vida de Cristo es una inmensa paradoja,
fundamentalmente una paradoja-enseñanza. El Señor, el
Verbo eterno hecho carne vino a hablarnos, a decirnos la
Palabra eterna, escondida desde todos los siglos en Dios.
Nos la dijo con su venida, con su vida, con su
predicación y , finalmente, con su muerte y su
resurrección.
Todo Cristo es la buena nueva, el evangelio. De ahí que
todo lo que descubrimos en él nos abre una vasta
perspectiva, nos ilumina y nos enseña. ¡Y Cristo trabajó!
El trabajo tiene una historia tan larga como la del
hombre. Representa el esfuerzo de éste por modificar las
condiciones de su ambiente para poder subsistir, y así
“pone su sello a las cosas de la naturaleza y las somete a
su voluntad” (2). La Biblia nos revela el sentido
profundo de esta necesidad vital, cuando nos muestra
que ésta comienza ya en el Paraíso terrenal en el
75

momento en que Dios, después de crear a Adán a imagen


suya, lo pone en un lugar maravilloso para que lo trabaje
(3). El hombre, que recién ha salido de las manos de
Dios, encuentra su propia plenitud en el trabajo, en esa
contribución al perfeccionamiento del cosmos, del orden
universal, en la que él, dominando la naturleza, se
transforma en imagen de Dios (4). Así, lo que para la
sociología es una ciega necesidad del instinto vital, para
la Biblia es un ofrecimeinto del hombre a Dios, símbolo
de su acción de gracias.
Pero esta realidad, tan rica en posibilidades, se empañó
por el pecado original, y el mismo Dios, que había
regalado al hombre el don del trabajo, pronunció la
terrible sentencia, cuya consecuencia toda la humanidad
experimenta dolorosamente:

“Maldita sea la tierra por tu causa. A costa


de tu trabajo comerás de sus frutos todos
los días de tu vida. Ella germinará espinas
y cardos, y tu comerás la hierba de lso
campos. CVon el sudor de tu rostro
comerás tu pan, hasta que vuelvas a la
tierra de donde fuiste sacado” (5)
76

HASTA LA MUERTE

Hombre de palabra.

Cuando los hombres quieren expresar algo sin límites,


una actitud definitiva, usan esta expresión: hasta la
muerte. La muerte es el límite; más allá del comienza un
mundo en el que ya no cuenta el esfuerzo humano, un
mundo de gozo o de dolor, de paz o de desesperación,
que se escapa a las leyes de la mutación. Aquí sí, aquí el
hombre responde de su actitud. Hasta la muerte.
Desde este punto de vista, para el problema humano que
el hombre debe resolver, hasta la muerte es
77

simplemente todo. Son apenas tres palabras, pero pueden


llevar en sí un contenido inmenso: esposos hasta la
muerte, amigos hasta la muerte. Es fidelidad a un ideal,
es lo que permanece entre lo que no cambia. De ahí su
valor, es un desafío al cansancio, al tiempo mismo. Por
ello esta actitud contiene en sí una gran nobleza. Aun
cuando lo que perdure no sea bueno, indica, por lo
menos, que se tiene un alma grande, capaz de volcarse
un día en una decisión definitiva hacia el bien. Todo lo
contrario de lo versátil, de lo acomodaticio.
Pero es difícil. Llevar cualquier cosa hasta la muerte es
llevarla muy lejos. Hace falta ser siempre el mismo. A
pesar de todo. Si siempre el hombre ha percibido la
magnitud del problema, quizá lo sienta hoy más que
nunca. La filosofía actual que atomiza la existencia del
hombre en una multitud de ahoras no es extraña a la
enorme dificultad de mantener siempre una misma
actitud. El hombre de hoy siente la terrible tentación de
renegar de su pasado, siente tan fuertemente el cambio
de las circunstancias, que ya no le parece una enormidad
negar hoy lo que afirmó ayer; es mucho más sensible a la
evolución que a la fidelidad, y la evolución puede abrir
siempre nuevas puertas y dar nuevas soluciones que lo
liberen del peso de su pasado.
Cuando se lleva a este extremo la actitud existencial del
hombre, se hace desaparecer su dignidad. Esa pequeña
participación de la eternidad que es el saber superar el
78

flujo de lo transitorio, esa grandeza de mantener una


palabra, una actitud, de vivir la dignidad de la fidelidad,
todo esto se esfuma. La personalidad del hombre se
desintegra.
De ahí que no sea raro oir críticas contra la enormidad de
la indisolubilidad del matrimonio, de un matrimonio
hasta la muerte. Estas críticas contra el matrimonio y
contra la vida religiosa se refieren a problemas
hermanos: Amar a una misma mujer por toda una vida,
comprometerse para siempre con juramento a obedecer a
un superior. ¡Es demasiado!.

Sin embargo, cuando la Iglesia, en la liturgia de la


Semana Santa, quiere exprtesar todo el misterio de
nuestra Redención, de nuestra liberación, canta, usando
palabras de San Pablo,
“Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte”
(1).

1 Fil. 2, 8.

Aquella actitud única, heroica, de llevar adelente algo


hasta la muerte, se encarna en el misterio de la
obediencia del Hijo de Dios, y desde entonces toda
verdadera fidelidad, toda perseverancia, tiene su raíz en
79

esta obediencia. Así ésta comienza a tener un nuevo


aspecto, una nueva dignidad. Es ya como una reliquia de
la Cruz en la que fue clavado Cristo, una reliquia
auténtica. Y la Cruz ya no es un suplicio infamante, sino
un signo de gloria. La obediencia, después de la
obediencia de Cristo, comienza a tener un papel
fundamental en la vida del cristiano. La aceptación,
siempre renovada, de su condición, de su carácter, de su
trabajo, de su ambiente familiar y profesional, de su
época, de los amndamientos de Dios, de todo lo que se
deriva de su dignidad de Hijo de Dios –cosas a través de
las cuales se le manifiesta la voluntad de Dios- es su
obediencia, reflejo de la de Cristo.
La misma exigencia de perseverante compromiso se
plantea también en la vida del monje. Ya las primeras
palabras del prólogo de la Regla, que se dirigen a quien
quiere iniciar el camino de la vida monástica, le hablan
de la obediencia que debe encarnarse en toda su vida:

“Escucha, oh hijo, los preceptos del


maestro.... a fin de
que vuelvas por el trabajo de la
obediencia a Aquél de
quien te habías apartado por la desidia de
la deobediencia” (2).
80

Es un eco del misterio de la Redención. Como por la


desobediencia de un hombre entró el pecado en el
mundo, por la obediencia de otro, de Cristo, el pecado
fue derrotado (3). Y así en nosotros. La vuelta a Dios
sólo se realiza por un camino, el de la obediencia; y la
vida del monje tiene un sentido de vuelta, de
conversión, según la expresión de la tradición
monástica. La obediencia no es algo accesorio en la vida
del monje. Es el gran medio del retorno a Dios, es el
terreno donde él va a germinar y crecer, y un día, con la
gracia del cielo, florecer para la vida eterna. La Regla así
lo entiende, y supone en el monje que quiere seriamente
realizar su vida, un verdadero deseo de obediencia (4).
En último término, la obediencia es la alegría del monje.
Extraña alegría, sin embargo, que puede ser conjugada
con la cruz.
Porque la obediencia es como una encrucijada, como un
encuentro del más alto gozo con la cruz más pesada. El
mismo Cristo, que dio el ejemplo llevado hasta las
últimas consecuencias, que no disimuló cuanto podía
costar un acto de obediencia cuando sus labios se
abrieron para pedir al Padre que alejara de él el cáliz de
la Pasión, no temió tampoco expresar su deseo ardiente
de ver llegada su hora, la hora que tanto temía, la hora
de la Cruz (5).

Luces y sombras.
81

La obediencia se presenta, pues, a los ojos del monje con


la doble faz de luz y de sombra que define todo su
misterio. Por un lado, simplicísimo, transparente: el
Superior representa a Dios, lo que me manda lo recibo
como mandado por Dios, y Dios recibe mi obra como

2 Rgla de San Benito, Prólogo.


3 Ver Rom. 5, 12 y sig.
4 Ver Regla de San Benito, cap. 5
5 Jn, 17, 1; Lc., 12, 50.

prueba de mi amor. ¿Qué más sencillo? ¿Qué más


luminoso? ¿Qué más fácil? Por otro lado, el Superior
representa a Dios, pero no es El. Y me manda lo que le
parece a él, y yo ya no tengo más esa autonomía, esa
independencia que tanto estima todo hombre en lo más
profundo de su ser. Aunque la orden sea fácil y sencilla,
aunque coincida con el gusto del monje, siempre tiene
algo difícil e incomprensible, siempre es obedeincia.
En el libro del Génesis, cuando se describe el primer
pecado que cometió el hombre contra Dios, el problema
que se le plantea a Adán es el problema de una
obediencia frente a un misterio: el árbol de la ciencia del
bien y del mal está allí, plantado en medio del Paraíso,
con sus frutos al alcance de la mano; sólo que Dios le
dijo: No lo comas. Se está jugando toda una actitud
frente a Dios. Por un lado, el madato es sencillísimo,
82

claro; por el otro, las sombras profundas de una


renuncia.
De un modo semejante se plantea la obediencia para el
monje. Quizás sea tan fácil, tan simple, como el primer
acto de obediencia que le pidió Dios a Adán. Quizás sea
a la vez tan oscuro y tan duro como lo fue para aquél. De
ahí que la obediencia, a pesar de su aspecto luminoso,
tenga un verdadero papel de cruz. Muchas veces quienes
conocen la vida religiosa sólo exteriormente, creen que
las mortificaciones mayores son las dificultades
exteriores del silencio, del sueño, del alimento. Sin negar
que todo esto pueda ser pesado para algún
temperamento, quizás sea más acertado pensar que en la
vida del monje la cruz sea mucho más interior que
exterior.
Es un hecho comprobado que el cuerpo se acostumbra
con relativa facilidad a un determinado nivel de vida, y
que, en cambio, el esfuerzo para acptar plenamente el
vivir bajo la obediencia hjasta la muerte, tiene que ser
renovado todos los días, hasta el último, como lo hizo el
Señor en el Huerto de los Olivos.
Por la muerte, la vida; por la cruz, la resurrección; por el
dolor, el gozo. Esa es la dialéctica de la redención que
nos enseñó Cristo, camino arduo y paradójico que une
dos perspectivas aparentemente inconciliables.
Aparentemente. En esto está la fuerza de la esperanza,
cuyo secreto consiste, no en negar la oscuridad de la
83

obediencia, sino en aprender a descubrir la luz en las


mismas sombras. El Señor espera del monje el riesgo de
un amor valiente que no teme la oscuridad, que no teme
la profundidad de lo imprevisible. El monje que le dice a
Dios su amor en la obediencia, no puede nunca medir la
profundidad de su oblción, no sabe nunca hasta dónde.
Prometer vivir bajo la obedeincia es como firmar un
compromiso en blanco con Dios: puede mandarme algo
fácil, como puede también mandarme algo muy difícil.
Y la única solución es dejar esto gozosamente en las
manos del Padre que está en los cielos, que viste los
lirios del campo y alimenta los pájaros del cielo.
Si alguna vez le ha sido difícil al monje obedecer,
también conoce él la alegría indescriptible y profunda
de haber mirado la imagen de Cristo crucificado con los
ojos muy abiertos, con toda sencillez, y de haber
recordado que él también se hizo obediente, porque nos
amó, hasta la muerte.
Por ello la obediencia, a pesar de sus aspectos de
crucifixión, contiene siempre en sí la alegría de la
resurrección.

Obediencia y paz.

La obediencia no es sólo alegría sino también paz.


A veces se habla de que la obediencia es fuente de paz
porque quita toda responsabilidad, y con ella, todas las
84

preocupaciones que supone el tener que decidirse,


determinarse, en las continuas alternativas de todos los
días. ¿Es cierto esto?
Es cierto que la obediencia es fuente inagotable de paz,
pero no precisamente por quitar responsabilidades. El
monje que ha jurado ante Dios vivir hasta la muerte su
vida de obediencia, ha cambiado simplemente las
pequeñas o grandes responsabilidades cotidianas por la
única responsabilidad, de la que dará ajustada cuenta en
el tribunal de Dios. Esta responsabilidad es serena, llena
de paz, y siempre, por lo menos en el fondo, alegre,
inmensamente alegre.
¿De dónde esta paz, esta alegría? De la única fuente de
paz y alegría verdadera que existe: del amor. Pues así
como Cristo probó al Padre su amor sin límites
extendiendo sus brazos en la Cruz, así el monje puede
decir al Padre que lo ama con toda la sinceridad de una
vida, abrazando el misterio de la obediencia. Es su
lenguaje, es su mejor expresión de amor, de amor sin
límites, hasta la muerte.
Ha habido quienes han querido encontrar una
contradicción interna en la vida de obediencia como
expresión de amor. Sin negar que, consideradas en sí
mismas, obediencia y caridad son realidades que se
sitúan en dos planos fundamentalmente distintos,
simplemente recordamos que Cristo prefirió inculcar la
armonía que existe entre ambas cuando dijo:
85

“Si guardáis mis preceptos permaneceréis


en mi amor,
como yo guardé los preceptos de mi Padre
y permanezco en su amor” (6).

6 Jn., 15, 10

LA OBEDIENCIA PRONTA ES PROPIA


DE AQUELLOS QUE NADA AMAN MAS QUE A
CRISTO.
DE ELLOS DICE EL SEÑOR:
NO BIEN OYO MI VOZ ME OBEDECIO.
PORQUE LES ANIMA EL DESEO DE CAMINAR A
LA VIDA
ETERNA,
TOMAN EL CAMINO ESRTECHO,
DEL QUE DICE EL SEÑOR:
ANGOSTA ES LA SENDA QUE CONDUCE A LA
VIDA.

REGLA DE SAN BENITO, CAPITULO V


86

HIJO MIO, SI QUIERES SERVIR AL SEÑOR


PREPARATE PARA LA PRUEBA.
TEN UN CORAZON RECTO, ARMARTE DE
VALOR,
NO TE DEJES ARRASTRAR
EN EL TIEMPO DEL ADVERSIDAD.
VIVE UNIDO A DIOS, NO TE ALEJES DE EL,
A FIN DE QUE TE EXALTE EN EL ULTIMO DIA.
ACEPTA TODO LO QUE TE SUCEDA,
Y EN LAS VICISITUDES DE TU POBRE CORAZON
MUESTRATE PACIENTE,
PORQUE EL ORO SE PRUEBA EN EL FUEGO,
Y LOS ELEGIDOS EN EL HORNO DE LA
HUMILLACION.

ECLESIASTICO CAPITULO II (1-5)


87

4
EL QUE ESTA EN LUGAR DE CRISTO

Hay dos capítulos en la Regla de San Benito (1) que nos


hablan del Padre del Monasterio, fundamentales por el
contenido doctrinal que irradian sobre toda la
espiritualidad monástica. Son como el reverso del
88

misterio de una obediencia que se presta al representante


de Dios, de Dios Padre. Siendo la obediencia un acto de
amor y una expresión de un misterio de amor, sólo puede
encontrar su verdadero término en quien nos amó y
entregó su Hijo por nosotros.
Sólo puede ser obediencia filial, sólo puede prestarse a
un Padre. Por eso el representante de Dios en el
monasterio, lo representa fundamentalmente en su
paternidad.

1 Regla de San Benito, cap. 2 y 64

San Benito no es el primero que habla de la obediencia


filial. La tradición espiritual del desierto conoce
perfectamente el papel que tiene esta obediencia en la
vida del monje, y ya desde los primeros tiempos expresa
esta doctrina encerrándola en la palabra abad, tan llena
de sentido para aquellas generaciones.
Abad es un término de origen arameo que significa
padre. En el Nuevo Testamento aparece siempre con el
significado de Dios Padre. La usó Cristo mismo en el
Huerto de los Olivos, al comenzar su oración de
abandono (2), y San Pablo la empleó dos veces en sus
cartas (3) para recordarnos nuestra realidad de hijos de
Dios.
89

En los orígenes del monacato, la palabra abad comenzó


a usarse para designar al monje que habiendo alcanzado
cierta perfección espiritual, era capaz de enseñar a otros
el camino evangélico de la vida monástica, en nombre de
Dios, como su representante. Hoy hablaríamos de
director espiritual, pero esa expresión tiene actualmente
un contenido diferente al que tenía el término abad.
Posiblemente sería más correcto hablar de padre
espiritual, acentuando fuertemente el valor de la palabra
padre. El abad era padre, porque asumía una
responsabilidad integral, sólo comparable con la que
tiene un padre con sus hijos; padre por la mutua relación
de confianza y amor; padre, en fin, porque de él esperaba
su discípulo la luz y el alimento espiritual.
Precisamente así concibe San Benito el diálogo entre el
monje y su superior. En el capítulo II de su Regla
escribió una frase que en la espiritualidad monástica
tiene valor de sentencia: “Creremos que el abad ocupa el
lugar de Cristo en el monasterio” (4)
El lugar de Cristo, en realidad aquí está todo expresado;
lo demás es sólo una aclaración de esta representación.
La actitud del Superior hacia sus hijos y la de éstos hacia
aquél, están fundadas en el acto inicial de creer, de ver a
Cristo en el Superior. A través de los siglos esto ha
constituído siempre el eje de la vida de los monásterios.
90

Un abad del siglo XII, San Elredo, reflejando la práctica


de su monasterio en este sentido, expresaba en la
siguiente oración la doctrina secular:

“Enséñame, Señor, enséñame por tu


Espíritu Santo a entregarme a ellos y a
consumirme por ellos. Concédeme, Señor,
que tolere pacientemente sus debilidades,
que los compadezca bondadosamente y
que les ayude con acierto.
Haz que aprenda en la Escuela de tu
Espíritu a consolar a los tristes, a
reconfortar a los pusilánimes, a levantar a
los caídos, a ser débil con los débiles y a
indignarme con los indignados.....
Enséñame, Señor, a adaptarme al carácter
de cada uno, a su naturaleza, a sus
disposiciones, a sus capacidades o a su
simplicidad, según las circunstancias del
tiempo y del
2 Mc., 14, 36
3 Rom. 8, 15 y Gal. 4, 6.
4 Regla de San Benito, cap. 2.

lugar.... Que mi palabra les haga bien y


que, en todo caso, mi oración les ayude.
Tú sabes, Señor, cuánto los amo y que no
91

es en espíritu de rigor ni de dominación


que yo les exijo obediencia, sino que mi
afecto me lleva más bien a ser en medio
de ellos uno de ellos” (5).

Es toda una espiritualidad la que supone la Regla al


centrar la vida del monasterio en el abad. Padre e hijos
viven juntos la misma vida.
Trabajan juntos, oran juntos. Todas las alegrías y penas
que pueda traer la vida, las comparten como se
comparten las alegrías y penas en una familia. Porque el
monasterio es, en realidad, una familia. Familia, es
cierto, ante todo de orden espiritual, como lo es
fundamentalmente la relación del Padre del monasterio
con sus hijos; pero este espíritu de familia penetra todos
los pequeños imponderables que hacen el día de los
hombres. El monje sólo se separará de ella el día que ya
no tenga que creer, el día en que la realidad suceda a la
figura, el día en que vea cara a cara a Aquél a quien supo
reconocer y amar en su abad.
92

5 S. Elredo de Rievaulx, Oratio pastoralis.

CUANDO ALGUNO RECIBE EL NOMBRE DE


ABAD
DEBE PRESIDIR A SUS DISCIPULOS CON DOBLE
DOCTRINA,
ESTO ES: QUE ENSEÑE LO BUENO Y LO SANTO
MAS CON HECHOS QUE CON PALABRAS.
DEBE ACORDARSE SIEMPRE DE LO QUE ES,
DEBE ACORDARSE DEL NOMBRE QUE SE LE DA,
Y SABER QUE A QUIEN MAS SE LE CONFIA,
MAS SE LE EXIGE.
SEPA QUE EL QUE HA RECIBIDO ALMAS PARA
GOBERNAR
DEBE PREPARARSE PARA DAR CUENTA DE
ELLAS.
DEBE SER DOCTO EN LA LEY DIVINA,
PARA QUE SEPA Y TENGA DE DONDE SACAR
COSAS NUEVAS Y VIEJAS;
DEBE SER CASTO, SOBRIO, MISERICORDIOSO.
Y SIEMPRE PREFIERA LA MISERICORDIA A LA
JUSTICIA
PARA QUE EL CONSIGA LO MISMO
ODIE LOS VICIOS, AME A LOS MONJES.
93

REGLA DE SAN BENITO, CAP II Y LXIV

GUARDA, HIJJO MIO, LOS MANDATOS DE TU


PADRE.
TEN SIEMPRE LIGADO A ELLOS TU CORAZON;
ENLAZALOS A TU CUELLO.
TE SERVIRAN DE GUIA EN TU CAMINO
Y VELARAN POR TI CUENDO DURMIERES,
Y CUANDO DESPEIRTES TE HABLARAN.
PORQUE ANTORCHA ES EL MANDAMIENTO
Y LUZ LA DISCIPLINA,
Y CAMINO DE VIDA LA CORRECCION DEL QUE
TE ENSEÑA.

PROVERBIOS, CAPITULO VI (20-23)


94

EL TRABAJO MANUAL

Nazaret.
95

Quizás la imaginería dulzona que representa a Cristo


entre flores, al lado de un banco de carpintero, esconda
tras un velo de malsano romanticismo una realidad muy
profuinda: El Señor, el Altísimo, el Hijo Unigénito del
Padre, tenía las manos encallecidas; durante largos años
había manejado con ellas las toscas herramientas de un
obrero en el taller de Nazaret. El que en los cielos hizo
que apareciera la luz indeficiente, que penetró los
abismos (1), de cuya voluntad depende la existencia del
último átomo de la estrella más lejana, que todo lo
puede, El mismo, un día, hecho hombre por amor
nuestro, trabajó como un obrero.
Toda la vida de Cristo es una inmensa paradoja,
fundamentalmente una paradoja-enseñanza. El Señor, el
Verbo eterno hecho carne vino a hablarnos, a decirnos la
Palabra eterna, escondida desde todos los siglos en Dios.
Nos la dijo con su venida, con su vida, con su
predicación y , finalmente, con su muerte y su
resurrección.
Todo Cristo es la buena nueva, el evangelio. De ahí que
todo lo que descubrimos en él nos abre una vasta
perspectiva, nos ilumina y nos enseña. ¡Y Cristo trabajó!
El trabajo tiene una historia tan larga como la del
hombre. Representa el esfuerzo de éste por modificar las
condiciones de su ambiente para poder subsistir, y así
“pone su sello a las cosas de la naturaleza y las somete a
su voluntad” (2). La Biblia nos revela el sentido
96

profundo de esta necesidad vital, cuando nos muestra


que ésta comienza ya en el Paraíso terrenal en el
momento en que Dios, después de crear a Adán a imagen
suya, lo pone en un lugar maravilloso para que lo trabaje
(3). El hombre, que recién ha salido de las manos de
Dios, encuentra su propia plenitud en el trabajo, en esa
contribución al perfeccionamiento del cosmos, del orden
universal, en la que él, dominando la naturleza, se
transforma en imagen de Dios (4). Así, lo que para la
sociología es una ciega necesidad del instinto vital, para
la Biblia es un ofrecimeinto del hombre a Dios, símbolo
de su acción de gracias.
Pero esta realidad, tan rica en posibilidades, se empañó
por el pecado original, y el mismo Dios, que había
regalado al hombre el don del trabajo, pronunció la
terrible sentencia, cuya consecuencia toda la humanidad
experimenta dolorosamente:

“Maldita sea la tierra por tu causa. A costa


de tu trabajo comerás de sus frutos todos
los días de tu vida. Ella germinará espinas
y cardos, y tu comerás la hierba de lso
campos. CVon el sudor de tu rostro
comerás tu pan, hasta que vuelvas a la
tierra de donde fuiste sacado” (5)
97

(CONTINUACION)

VIDA EN COMUN.

El Jueves Santo, mientras el sacerdota lava los pies de


los doce fieles que representan a los apóstoles, se entona
el antiguo himno, llamado “Ubi caritas” (1). Nos habla
de la unión de los cristianos en el amor de Cristo, como
toda la liturgia del Jueves Santo. En él un verso que
resume todo su contenido nos dice: “Es el amor de
Cristo el que nos ha reunido”.
Esto es verdad, aun en el sentido más material de la
expresión. Todo el pueblo que está allí reunido en la
iglesia, frente al altar, lo está –aunque nunca se haya
ocurrido pensar en ello- solamente por el amor de Cristo.
¿Qué otra cosa podría ser? No es la amistad personal, no
es el trabajo, ni el interés, ni el acaso. Es simplemente
Cristo. ¡Cuántos temperametneos, cuántas ideologías,
98

cuántos tipos de vida totalmente diferentes se juntan ante


la cruz del altar!
Por algunos instantes. Después cada uno vuelve a su
casa, y ya la sociedad vuelve a agruparse según otros
centros de atracción, que no son directamente Cristo. Es
el trabajo de todos los días, o la familia, o la amistad, o
las mil otras razones que congregan a los hombres. Es
normal. Es necesario y bueno, puesto que Dios ha
organizado así la sociedad al darle al hombre su
naturaleza.
Pero el mismo Dios que creó la sociedad natural, creó
también la sociedad sobrenatural: “Es el amor de Cristo
el que nos ha reunido”.
El evangelista San Lucas, en los “Hechos de los
Apóstoles”, donde narra los primeros años de la Iglesia,
nos describe la vida de los cristianos de la primera
generación con breves palabras:

“La multitud de los creyentes no tenía


sino un solo corazón y una sola alma, y
ninguno tenía cosa alguna como propia,
sino que todo lo tenían en común” (2)

Fue el carisma de los primeros años el saber vivir


íntegramente la vida en función directa del amor de
99

Cristo. Pero eso pasó muy rápidamente. La comunidad


de Jerusalén duró poco, y los hombres debieron pensar
en organizar su vida de otra manera. Pero, aunque la
experiencia de vida en común de los primeros cristianos
fue breve, las generaciones siguientes mantuvieron su
recuerdo vivamente, como un ideal, como un deseo de
algo que añoraban. Tres siglos más tarde, con el
movimiento monástico que se fue formando dentro dela
Iglesia, la experiencia de la vida de los primeros
cristianos volvió a ser realizable. Una expresión, que se
ha hecho clásica, afirma que el monacato no es sino la
nostalgia de la Iglesia primitiva: volver a vivir unidos
“en un solo corazón y una sola alma”.
Cuando asistimos a misa tenemos la impresión de que,
por lo menos por unos momentos, todos somos iguales,
que no hay nio ricos ni pobres, ni existen diferencias
sociales. Todos participamos del mismo Cuerpo de
Cristo, todos somos uno.en El. Imaginémonos que fuera
posible que esta igualdad, esta vida en común, no se
acabara con la mis, sino que se extendiera a todoa la
vida. Algo así sucede en el monasterio.
La Regla de San Benito, cuando recomienda al abad que
trate a sus hijos con perfecta igualdad, le recuerda que no
debe anteponer el noble al siervo, “porque tanto el libre
como el esclavo todos somos uno en Cristo” (3). Esta es
la clave de la vida comunitaria en el monasterio; la
unidad hay que buscarla sólo y decisivamente en Cristo.
100

Todo lo demás no es capaz nunca por sí solo de realizar


el “un solo corazón y una sola alma”. As´pi sucede que
puedan encontrarse en el monasterio monjes delas más
diferentes mentalidades, que provengan de clases
sociales muy distintas, de diversas nacionalidades,
temperamentos y gustos. Sólo hay un denominador
común: “Es el amor de Cristo el que nos ha reunido”.
Este tipo de vida es una escuela de verdad. Sólo así se
empieza a comprender la poca consistencia de muchos
valores que la sociedad considera como primordiales.
¿Qué es el dinero?¿Qué es la posición social? Así como
todo esto se oscurece cuando nos hemos reunido para
asistir al Sacrificio eucarístico y queda como en olvido,
así, en la vida comunitaria, todo esto pasa a segundo
plano. Los valores son de otro orden; se ha cambiado
fundamentalmente la perspectiva.
Es también una escuela de amor. Si se comienza a
comprender qué es el amar a los hermanos por amor de
Cristo, ya no se corre el riesgo de limitar su amor a un
círculo restringido. Cuando se ama por un motivo
natural, el amor, por noble que sea, se limita. En cambio,
cuando se ve al hombre desde la perspectiva de Cristo,
que abrió sus brazos en al cruz por todos, se aprende a
amar también a todos.
Y ésta es la lección, ciertamente no fácil de aprender
para el egoísmo del corazón humano, que la vida en
común repite todos los d´pias al monje.
101

Escuela de verdad y caridad, la vida en común se


extiende hasta los detalles más vulgares de la vida diaria.
Todo lo abarca: la oración, el trabajo manual o
intelectual, la comida, las diversas ocupaciones. Todo
está sellado por un espíritu comunitario. La vida de
comunidad no es una teoría abstracta, es una realidad
que se vive en todos los momentos.

1 El himno recibe el nombree de las dos primeras


palabras del verso inicial: “Ubi caritas et amor, Deus ibi
est” (Donde hay caridad y amor, Dios allí está).
2 Hechos 4, 32
3 Regla de San Benito, cap. 2.

ASI COMO HAY UN CELO DE AMARGURA,


MALO,
QUE SEPARA DE dIOS Y CONDUCE AL INFIERNO,
ASI TAMBIEN HAY UN CELLO BUENO
QUE APARTA DE LOS VICIOS
Y CONDUCE A DIOS Y A LA VIDA ETERNA.
EJERCITEN, PUES, LOS MONJES ESTE CELO
CON LA MAS ACENDRADA CARIDAD,
102

ES DECIR, ANTICIPENSE A HONRARSE UNOS A


OTROS.
TOLEREN CON SUMA PACIENCIA SUS
FLAQUEZAS
ASI FISICAS COMO MORALES;
PRESTENSE OBEDIENCIA A PORFIA
MUTUAMENTE;
NADIE BUSQUE LO QUE ES UTIL PARA SI,
SINO MAS BIEN PARA LOS DEMAS;
PRACTIQUEN LA CARIDAAD FRATERNA
CASTAMENTE;
AMEN A SU ABAD CON SINCERA Y HUMILDE
DILECCION;
Y NADA ABSOLUTAMENTE ANTEPONGAN A
CRISTO,
EL CUAL NOS LLEVE A TODOS A LA VIDA
ETERNA.

REGLA DE SAN BENITO, CAPITULO LXXII

ASI, PUES, OS EXHORTO YO, PRISIONERO EN EL


SEÑOÑR,
A VIVIR UNA VIDA DIGNA DE LA VOCACION
103

CON QUE FUISTEIS LLAMADOS,


CON TODA HUMILDAD, MANSEDUMBRE Y
PACIENCIA,
SOPORTANDOOS LOS UHNOS A LOS OTROS CON
CARIDAD,
ATENTOS A CONSERVAR LA UNIDAD DEL
ESPIRITU,
COMO TAMBIEN UNA SOLA ESPERANZA,
LA DE VUESTRA VOCACION.
UN SEÑOR, UNA FE, UN BAUTISMO,
UN DIOS Y PADRE DE TODOS
QUE ESTA SOBRE TODOS, POR TODOS Y EN
TODOS.

EFESIOS, CAPITULO IV (1-7)

REUNIDOS EN SU NOMBRE
104

LA ORACIÓN EN EL EVANGELIO.

La vida en común tiene su expresión más alta en la


oración comunitaria, en la liturgia.
La recitación de los salmos y las lectura de las Escrituras
hechas en común fue, desde los orígenes de la Iglesia, de
importancia capital. La vida de hijos de un mismo Padre
se manifestó espontáneamente en un elevar las manos al
cielo para alabar juntamente al Dios de las misericordias.
Ya San Lucas, al narrarnos la vida de los primeros
cristianos, nos habla de la oración en común:
“Perseveraban unánimes en la oración” (1). Esto no era
sino el eco de las palabras de Cristo a sus discípulos:
“Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos” (2). Hay un misterio muy
grande en estas palabras. La unión, la reunión física, la
presencia corporal en un lugar, tiene una misión y un
significado espiritual, es algo así como un “sacramento”
de la caridad (3).
Es cierto que el mismo Señor nos enseñó también a orar
en secreto: “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la
puerta y ora a tu Padre que está allí, en el secreto, y tu
Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (4).
Pero esta oración no se opone a la primera; son como
dos facetas de una misma realidad, que coexisten
105

armónicamente en el ideal cristiano, como fruto de la


doble enseñanza del Maestro. En cierto sentido se
compenetran, como se compenetran en la música la
melodía y los silencios. Sin embargo, la oración en
común, la oración de los reunidos en su nombre, tiene
una dignidad, una gracia propia: es la oración de la
Iglesia, ya desde los primeros días del Cenáculo de
Jerusalén.
La heredaron las primeras generaciones de cristianos y,
entre ellas, los monjes. Aun los ermitaños de Egipto, los
Padres del Desierto, a pesar de vivir separados en celdas,
conocían perfectamente esta oración cuando se reun+ian
para celebrar la Eucaristía y aún cuando se visitaban
mutuamente. Pero la oración en común se hizo más
importante entre los monjes cuando la vida en
comunidad hizo posible todos los días este modo de orar.

LA OBRA DE DIOS.

San Benito dedica una buena parte de su Regla a la


ordenación de esta oración, que él llama “Opus Dei”, es
decir, “La Obra de Dios”.
Después de once capítulos (5) en los que ordena los
salmos y lecturas que se han de rezar, concluye con una
reflexión sobre la actitud interna del monje durante el
Oficio divinoo. Si quisiéramos resumir toda su
enseñanza al respecto, podríamos hacerlo con las
106

mismas palabras con que él concluye esta parte de su


Regla: “Cantemos los salmos de tal modo que nuestro
espíritu concuerde con nuestra voz “ (6).
Este es el secreto de la liturgia monástica. No se trata de
grandes ceremonias, ni de mucha solemnidad, que, por
otra parte, durante varios siglos no se conocieron en los
monasterios. Se trata simplemente de cantar en común,
como expresión sencillísima y abierta de un amor hacia
un Padre común, como los Apóstoles en el Cenáculo de
Jerusalén.
En este sentido, los monasterios han vivido siempre de la
oración en común; el coro ha sido constantemente uno
de los pilares de la espiritualidad monástica. Varias
horas, tres cuatro, pasa el monje cada día en el coro, con
sus hermanos, cantando salmos en la presencia del
Señor, y esta oración, poco a poco, acaba por hacerse en
él algo connatural.
Muchas órdenes y congregaciones religiosas rezan
también el Oficio divino en común, sin embargo, en la
práctica de al salmodia monástica se encuentra algo que
le da un carácter particular: la prioridad, incluso
material, del Oficio divino sobre cualquiera otra
ocupación.
El coro es lo primero y lo más importante, todo lo demás
se subordina a él. No se trata de rezar el breviario
temprano para tener luego tiempo de enseñar, predicar o
dedicarse a cualquier otra ocupación, sino simplemente
107

de glorificar a Dios. El día del monje está precisamente


pensado para que pueda dar gloria a Dios sin apuro. Lo
hace no sólo en su propio nombre, sino también por
todos aquellos a quienes Dios ha llamdo a una vida de
apostolado o a actividades de caridad absorbentes; por
aquellos a quienes la vida les impone un día cargado de
ocupaciones para ganar el pan cotidiano, para cuidar de
la casa, de los hijos; por aquellos que no se preocupan de
Dios; por aquellos, en fin, que lo amarían quizás con
toda el alma si se dieran cuenta que es a Dios a quien
buscan cuando lo persiguen. Esta “oración por todos” es
viva y eficaz porque el solitario lleva en sí “las
preocupaciones de todas las iglesias” y “el gemido de
todas las criaturas”: la oración del monje es
fundamentalmente católica, es decir, universal.
La alabanza comunitaria tiene hoy diariamente su punto
culminante en la misa conventual. Antiguammente y
quizás fuera así en los tiempos de San Benito, los
hermanos se reunían para asistir a mmisa una vez a la
semana. Hoy, que las enseñanzas de la Iglesia han
abierto nuevas perspectivas, la misa conventual se
celebra todos los días como un complemento o término
de la oración en común. En ellas todas las alabanzas,
acciones de gracias y súplicas que cantan los salmos,
toman un nuevo sentido, y la vida de unión con Cristo,
con su muerte y resurreccción, encuentra su expresión
más alta. Así se realiza del modo más literal la
108

aspiración de vivir como la primera generación de los


cristiannos de Jerusalén que “perseveraban....en la unión
fraterna, en la fracción del pan y en la oración” (7)

1 Hechos 1, 14.
2 Mt., 18, 20
3 Ver Hechos 2, 1-2: “Cuando llegó el día de
Pentecostés, estaban todos juntos en un lugar”. La
tradición patrística ha interpretado frecuentemente esta
reunión como un signo de caridad.
4 Mt., 6, 6
5 Regla de San Benito, caps. 8-18
6 Cap. 19, citado por VaticanoII, Constitución sobre la
sagrada liturgia, 90
7 Hechos 2, 42

CREEMOS QUE DIOS ESTA PRESENTE EN TODAS


PARTES,
109

Y QUE LOS OJOS DEL SEÑOR OBSERVAN EN


TODO LUGAR
A BUENOS Y MALOS,
PERO SOBRE TODO DEBEMOS CREEERLO SIN
LA MENOR
VACILACION
CUANDO ASISTIMOS AL OFICIO DIVINO.
POR ESO ACORDEMONOS SIEMPRE DE LO QUE
DICE
EL PROFETA:
“SERVID AL SEÑOR CON TEMOR”
Y TAMBIEN: “CANTAD SABIAMENTE”
Y “EN PRESENCIA DELOS ANGELES TE
ALABARE”.
CONSIDEREMOS, PUES, DE QUE MANERA
HEMOS DE
ASISTIR
ANTE LA PRESENCIA DE LA DIVINIDAD Y DE
LOS ANGELES,
Y CANTEMOS LOS SALMOS DE TAL MODO
QUE NUESTRO ESPIRITU CONCUERDE CON
NUESTRA VOZ.

REGLA DE SAN BENITO, CAPITULO XIX


110

QUE EL DIOS DE LA PACIENCIA Y DEL


CONSUELO
OS DE LA GRACIA DE ESTAR DE ACUERDO
ENTRE
VOSOTROS
EN CRISTO JESUS,
PARA QUE CON UN UNICO ESPIRITU Y CON UNA
VOZ
GLORIFIQUEIS A DIOS,
PADRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.

ROMANOS, CAPITULO XV (5-6)

9
111

QUE LA PALABRA DE CRISTO HABITE EN


VOSOTROS

SABER LEER, SABER ESCUCHAR.

Junto con la oración en común, como eco de la misma, y


quizás históricamente algo más antigua, aparece en el día
del monje una actividad, tal vez la más ignorada por
quienes sólo conocen su vida exteriormente: la lectio
divina.
¿Qué es la lectio divina? Es una de las actividades que
constituyen la vida monástioca, y que si se pierde o se
atenúa, la vida contemplativa acaba poco a poco por
extinguirse. Se trata de algo muy simple, tan simple que
a primeera vista parece algo sin importancia: se trata
sencillamente de leer. No obstante, es una lectura que
difiere sustancialmetne de las otras lecturas que se hacen
de ordinario.
Los primeros monjes que se retiraron al desierto, tenían
frecuentemente en sus celdas algún libro de las Sagradas
Escrituras o algún escrito de los Santos Padres, y esto, a
pesar de la pobreza de su vida y de lo costosas que eran
112

entonces semejantes obras. En las largas horas que la


vida eremítica les concedía, las Escrituras y los escritos
de los Padres eran sus compañeros inseparables. Casi sin
interrupción su vida se desarrollaba en ese ambiente de
realidades sobrenaturales, de vida interio, de contacto
con Dios. Era su secreto. De su lectura brotaba, casi sin
percibirlo, su vida de oración, su diálogo con Dios.
Es difícil para nosotros llegar a comprender
profundemente lo que representaría vivir literalmente
con las Escrituras. Difícil, porque nuestras lecturas están
casi siempre más o menos deformadas por el modo
actual de vivir, precipitado y utilitario; porque incluso la
abundancia de publicaciones nos lleva insensiblemente a
multiplicar sin profundizar; porque todo el ritmo
espiritual del desiertoes, en definitiva, como una
negación de la ciudad moderna.
Vivir con las Escrituras, o mejor, vivir las Escrituras, es
en la espiritualidad monástica primitiva, algo tan
necesario como la oración.
El monje conocía el mundo de los Libros Sagrados con
una familiaridad que ahora nos resultaría increíble.
Percibía en todas las líneas al Padre, al Verbo eterno, al
Amor que se manifiesta en el mensaje de las Escrituras.
Sabía oír; había recibido ese carisma precioso que es
saber escuchar a Dios.
La lectio divina era simplemente esto: oir a Dios en los
libros inspirados. Era la primera parte de un diálogo que
113

fluiría natural y espontáneo, como fluye una


conversación entre amigos:

“Quien quiera estar siempre con Dios,


debe orar y leer frecuentemente: cuando
oramos, hablamos con Dios, cuando
leemos, Dios nos habla. Todo progreso
proviene de la lectura y de la meditación”
(1)

De ahí que entre la lectura y la oración no se pudiera


establecer un límite preciso. De hecho, las primeras
generaciones monásticas no hacían ninguna diferencia
entre la dignidad e importancia de ambas.
Sólo con el correr de los siglos la lectio divina pudo
comenzar a echarse en el olvido. La lectura-oración se
transformó poco a poco en un estudio que, como todas
las actividades del monje, podía ordenarse y ofrecerse a
Dios, pero que ya no era el diálogo vivo de los Padres
del yermo.

Retorno a la lectio divina.


114

En épocas posteriores aparecieron espiritualidades muy


distintas y otroas métodos de vivir la oración, que se
ensayaron incluso en los monasterios. Pero lo que tenía
una justa razón de ser para quienes llevaban una vida
muy diferente a la de los monjes, no se justificaba
necesariamente para éstos.
La renovación monástica actual que, como todo brote
auténtico toma su vigor de las más profundas raíces, se
dirigió casi instintivamente a los medios que usa la
espiritualidad primitiva. Hoy la lectio divina está
reconquistando su verdadero lugar. Incluso algunos
autores llegan a sostener que es más importante que
cualquier otra actividad del monje. Si es difícil
establecer una jerarquía basada en el valor intrínseco de
los elementos que constituyen la vida del monje, no se
puede negar que, al menos de hecho, la lectio divina,
puede pretender el primer lugar.
Se puede estableceer, hasta cierto punto
experimentalmente, una ecuación entre calidad de la
vida contemplativa y la importancia que se le da a la
lectio divina. De ahí su valor sistemático. Por ello, toda
reacción seria para volver a una vida contemplativa
auténtica, comienza por restablecerla en su verdadero
lugar. Esto no deja de ser difícil y a veces hasta heroico
en nuestro tiempo, pues una lectura diaria y prolongada
que no tiene ninguna utilidad, en el sentido más corriente
de la palabra, supone un gran acto de fe en el mistrio de
115

la trascendencia de Dios, que supere la permanente y


terrible tentación de la eficiencia. Y el día en que se
prefiera cualquier actividad útil a la “inutilidad” de la
lectio divina, o cuando ésta comience a servir para algo
que no sea unirnos a Dios, entonces se puede empezar a
dudar seriamente de la sinceridad de la vida
contemplativa.

Estructura de la lectio divina.

La lectio divina, según lo hemos visto, no es una simple


lectura. Supone, primeramente, que por su tema mismo
lleve el pesamiento a Dios. Desde luego la lectura más
apropiada en este sentido es la Palabra de Dios. Siguen,
casi con la misma dignidad de las Escrituras, los escritos
de los Padres de la Iglesia. También numerosas obras de
nuestro tiempo son aptas para llevar a Dios; sería
arqueologismo el querer limitarse estrictamente a los
escritores de los primeros siglos. Sin embargo, la
Escritura y los Padres tienen una posición de preferencia
por su carácter insustituibles de fuentes del pensamiento
cristiano.
En segundo lugar, debe ser una lectura hecha con
espíritu de oración, como un inicio de oración. Nadie
puede hacer nunca la lectio divina aislado en sí mismo,
pues ella supone una presencia, como la supone toda
oración: es un encuentro con Dios que no pretende nada
116

más allá. Por consiguiente, es una lectura que no busca,


en forma directa, ninguna utilidad. Si la lectio divina
puede llegar a capacitar para tal o cual actividad, es algo
accidental o secundario. Está pensada para unirnos a
Dios y toda su utilidad consiste precisamente en esta
unión.
En tercer lugar, la lectio divina exige un cierto elemento
cuantitativo; debe ocupar realmente una parte importante
del día. Una lectura espiritual reducida a unos minutos o
realizada de cuando en cuando, podrá ser muy buena y
muy útil para quien está llamado a una vida de actividad
exterior, pero está francamente fuera de la dialéctica de
la espiritualidad monástica primitiva. Es fundamental
que la lectio impregne toda la vida y que la vida se
construya sobre la lectio. En este punto la Regla de San
Benito, fiel a la tradición del desierto, expresa la
importancia del elemento cuantitativo, determinando que
el monje dedique a la lectio divina varias horas diarias,
más o menos el mismo tiempo que dedica a la oración en
común y al trabajo manual.
La lectio divina es algo precioso y delicado. Compuesto
complejo de un elemento material y otro espiritual,
puede con facilidad ser destruido o desvirtuado con un
simple cambio interior del espíritu o con una pequeña
desviación exterior, como también sucede con la misma
vida contemplativa y con todos los valores naturales más
117

altos. El que conoce su valor y su frasgilidad la ama y se


esmera por conservarla siempre intacta.

Casiano

“Esfuérzate por todos los medios, después de arrojar de


tu alma todos los cuidados y todos los pensamientos
terrenos, para entregarte asiduamente, constantemente, a
la lectura sagrada, hasta que este continuo rumiar
impregne de algún modo tu alma y la forme a su
imagen”. (Colación XIV, 10)

S. Basilio

“Así como el cuerpo se nutre de alimentos materiales,


así el hombre interior sae nutre y alimenta de las divinas
Escrituras”. (Admonición 12).

S Agustín

“Alimenta tu alma de lecturas santas y ellas serán para ti


un festín espiritual”. (Cf. Liber scintillarum, 81, 8)

S Jerónimo
118

“Esforcémonos por aprender sobre la tierra aquello cuyo


conocimiento nos quedará en el cielo” (Epístola 53, 10)

S Isidora

“La vana esperanza de esta condición mortal pierde su


valor en la medida en que, gracias ala lectura, brilla más
para nosdotros la esperanza de la eternindad. (Libro de
las Sentencias III, 8)

Casiano

“Al mismo tiempo que, por la aplicación a la lectura, se


renueva nuestro espíritu, la misma faz de las Escrituras
empieza también a renovarse, y, por así decirlo, a
medida que vamos progresando crece también la belleza
de un sentido más sagrado. La Escritura aparece a cada
cual adaptada a la capacidad de sus sentidos. (Colación
XIV 11).

1 Isidoro de Sevilla (545-636), Libro de las sentencias,


III,8, 2.
119

PARA EL QUE CORRE A LA PERFECCION DE LA


VIDA
MONASTICA
ESTAN LAS DOCTRINAS DE LSO SANTOS
PADRES,
CUYA OBSERVANCIA LLEVA AL HOMBRE
A LA CUMBRE DE LA PERFECCION.
PORQUE ¿QUE PAGINA O SENTENCIA DE
AUTORIDAD
DIVINA
DEL ANTIGUO O DEL NUEVO TESTAMENTO
NO ES RECTISIMA NORMA DE VIDA HUMANA?
O ¿QUE LIBRO DE LOS SANTOS PADRES
CATOLICOS
NO NOS EXHORTA CON INSISTENCIA
A QUE CORRAMOS POR EL CAMINO DERECHO
HACIA NUESTRO CREADOR?
Y TAMBIEN LAS “COLACIONES DE LOS
PADRES”,
SUS “INSTITUCIONES” Y “VIDAS”,
COMO ASIMSMO LA REGLA DE NUESTRO
PADRE
SAN BASILIO,
¿QUE OTRA COSA SON SINO INSTRUMENTOS DE
VIRTUDES
PARA MONJES OBEDIENTES Y DE VIDA SANTA?
120

REGLA DE SAN BENITO, CAPITULO LXXIII.

ERAN PARA MI TUS PALABRAS


EL GOZO Y LA ALEGRIA DE MI CORAZON.

JEREMIAS XV (15.16)

10

EL DIALOGO DEL SILENCIO.

Oración y Presencia.

“Entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Pädre, que


está allí, en lo secreto” (1).
121

La oración es el gran diálogo con el Padre, sea el de la


comunidad o aquel que se realiza a puertas cerradas, “en
el secreto”.
El cristiano sabe que no está jamás solo, que toda su vida
se desarrolla ante la gran Presencia, la presencia del
Amor Primero, más real que todas las realidades de este
mundo, más íntimo a su ser que su propio ser. Todo está
en entrar y cerrar la puerta.
Para un cristiano que cree todo esto con todas sus
fuerzas, orar debería ser algo tan natural como respirar.
En realidad, lógicamente, todo lo lleva a la oración: la fe,
la esperanza, el temor, su pequeña experiencia de
hombre, y el amor, sobre todo el amor. “Entra en tu
cuerto”, tu Padre te está esperando allí siempre, “en el
secreto”.
Movido por esta lógica tan simple, el monje de los
primeros tiempos no podía entender su vocación sino
como un llamado a la oración.
Había revestido el hábito monástico para dedicar su vida
a Dios, y no le bastaban las horas dedicadas a la lectio
divina y a la salmodia: todo el día era de Dios, para
Dios. La enseñanza de Cristo”es preciso orar siempre”
(2), tenía para él, una resonancia especial.

“Dijo el abad Macario: No es necesario


hablar mucho en la oración; basta
extender frecuentemente las manos y
122

decir: Señor, como tú quieras, cómo tú


sabes, ten piedad de mí. Y si todavía no
hay paz en el alma, hay que decirle:
¡Ayúdame! Y El, que sabe lo que
necesitamos, será misericordioso con
nosotros” (3).

“Es preciso orar siempre”. Pero en el mundo los


cristianos no pueden responder de un modo literal a esta
exhortación. Su oración es más el cumplimiento de la
voluntad de Dios en el trajín obligado de todas las horas;
sólo de cuando en cuando el alma se puede elevar a Dios
mismo. En cambio, el que se ha consagrado
directamente a Dios debe esforzarse por cumplir con la
invitación de Cristo lo más literalmente posible: todo el
estilo de vida de la comunidad monástica está pensado
para favorecere esto.

La experiencia del desierto.

La primacía del diálogo con Dios es uno de los puntos


claves para entender la vocación monástica, tal como la
concebían los antiguos monjes. “El verdadero monje
debe tener sin cesar en su corazón la oración y la
salmodia” (4) y “La oración asidua, con prontitud pone
123

en buen camino al espíritu del hombre” (5), decían ellos,


sintetizando una larga experiencia espiritual. Si con el
correr de los años, esta concepción de la vida monástica
que centra al monje en su papel de vivir hacia Dios,
perdió algo de su fuerza, no fue así, ciertamente, en los
comienzos. Nada más simple que recorrer las enseñanzas
de los grandes monjes de las primeras generaciones para
encontrarnos con una insistencia muy grande en afirmar
la necesidad de hacer de la vida del monje una vida de
oración.
Juan Casiano (360-434), por ejemplo, autor de las
“Instituciones” y las “Colaciones de los Padres del
Desierto”, que ha sido considerado como el maestro por
excelencia de la vida monástica en todo el período
patrístico, escribe a propósito de la vida de oración:

“El fin del monje y la más alta perfección


del corazón tienden a establecerlo en una
continua e ininterrumpida atmósfera de
oración. De esta suerte llega a poseer, en
cuanto es posible a nuestra fragilidad
humana, una tranquilidad inmóvil en la
mente y una inviolable pureza de alma.
Constituye éste un bien tan preciado, que
tratamos de procurárnoslo al precio de un
trabajo físico incansable y a trueque de
una continua contrición de espíritu. Media
124

una relación recíproca entre estas dos


cosas que están inseparablemente unidas.
Porque todo el edificio de las virtudes se
levanta en orden a alcanzar la perfección
de la oración. Y es que si la oración no
mantiene este edificio y sostiene sus
partes, conjugándolas y uniéndolas entre
sí, no podrá ser firme y sólido ni subsistir
por mucho tiempo. Esta tranquilidad
estable y esta oración continua de que
tratamos no pueden adquirirse sin estas
virtudes; y estas virtudes, a su vez, que
son como cimientos, no pueden lograrse
sin aquella” (6).

Marta y María.

Tan decisiva es para Casiano la actividad de la oración,


que llega a afirmar su primacía indiscutible sobre la
solicitud humana por el orden temporal. Esta
puntualización de jerarquía de valores, que ciertamente
no implica ningún menos precio por el trabajo del
hombre, es el pensamiento unánime de toda la tradición
patrística.
125

“Este debe ser nuestro principal objetivo y el


designio constante de nuestro corazón: que
nuestra mente esté contínuamente adherida a
Dios y a las cosas divinas. Todo lo que nos aparte
de esto, por grande que pueda parecernos, ha de
tener en nosotros un lugar meramente secundario,
o, por mejor decir, el último de todos. Inclusive
debemos considerarlo como un daño positivo.
El Evangelio nos proporciona, en las personas de
Marta y María, una hermosa imagen de esta
actitud del alma siempre aplicada a las cosas
celestiales, así como de las actividades que de
ellas pueden apartarla.
Era un oficio muy santo el que desempeñaba
Marta, puesto que servía al mismo Señor y a sus
discípulos. Sin embargo, María, atenta solamente
a la doctrina espiritual, permanecía a los pies de
Jesús, cubriéndolos de besos y los ungía con el
perfume de su generosa compasión. Ahora bien,
es ella a quien el Señor prefiere. Ha escogido la
mejor parte, que, por cierto, no le será quitada.
Marta, por lo demás, ocupada por completo en su
piadoso oficio de ama de casa, se da cuenta de
que no podrá desempeñar por sí sola un servicio
tan absorbente. Y pide al Señor la ayuda de su
hermana: “¿No te importa que mi hermana me
126

deje a mí sola en el servicio? Dile, pues, que me


ayude”.
No solicita a María para una obra humilde, sino
para nobles quehaceres. Sin embargo, ¿ cuál es la
respuesta del Señor?: “Marta, Marta, te inquietas
y turbas por muchas cosas; pero pocas son
necesarias, o más bien una sola. María ha
escogido la mejor parte, que no le será
arrebatada”
Ya veis que el Señor coloca el bien principal en
la teoría, es decir, en la contemplación divina.
De donde se sigue que las otras virtudes, por
buenas y útiles que nos parezcan, deben, no
obstante, ser relegadas al segundo término,
supuesto que todas ellas se alcanzan por
mediación de ésta. Porque al decir el Señor:
“Andas muy solícita y te turbas por muchas
cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una
sola”, sitúa el bien soberano, no en la acción, por
laudable que y fecunda que parezca por sus
resultados, sino en la contemplación de El
mismo, contemplación que es en verdad simple y
pura. Bastan muy pocas cosas, dice, para la
perfecta felicidad; esto es, para aquella teoría
que se ocupa en meditar los ejemplos de un
pequeño número de santos. Aquel que por la
consideración de tales ejemplos va aprovechando
127

en la contemplación, irá elevándosa de aquí hasta


la visión de sólo Dios, por medio de su gracia. Y
aún sobrepujando entonces las acciones de estos
santos y sus prodigios, el alma no se nutrirá en
adelante de otros alimentos que de la hermosura
de la contemplación y conocimiento de Dios.
María, pues, ha escogido la mejor parte y no le
será quitada. Estas palabras requieren que las
consideremos con la mayor atención. Porque al
afirmar que María ha escogido la mejor parte, el
Señor nada dice en realidad sobre el proceder de
Marta, de modo que no parece vituperarla en
absoluto. Sin embargo, por el mismo hecho de
encomiar a la primera, declara a la segunda
inferior a ella. Además, el añadir “que no le será
arrebatada”, da a entender que Marta puede verse
privada de su parte; ya que los servicios de la
vida activa, en que el cuerpo se ocupa
exclusivamente, no pueden perdurar para
siempre; en cambio, el quehacer de María jamás
tendrá fin” (7).

Para el mundo.

Esta doctrina no sólo es válida para el siglo IV o V;


también hoy la vocación monástica debe expresarse en
una vida de oración. No hay ninguna razón para
128

justificar un abandono de esta verdad fundamental. Hoy,


como hace quince siglos, la Iglesia necesita
urgentemente de aquellos que han aceptado sobre sí la
gran responsabilidad de vivir toda su vida hacia Dios lo
más perfectamente que lo permitan sus fuerzas y sus
limitaciones. Porque hoy, como hace quince siglos, el
hombre sigue pecando y olvidando; porque la
humanidad sigue, como siempre, llevando sobre sus
hombros un inmenso dolor de siglos que se oculta en el
corazón de los angustiados, de los desesperados, de los
que temen, de los que lloran; y sobre todo, porque el
Señor sigue siendo el Gran Despreciado, el Gran
Desconocido.
Dios tiene derecho a que haya entre sus hijos quienes
vivan lo más exclusivamente posible hacia El, con su
mirada puesta en El, como María de Betania. Y el
mundo necesita siempre que haya quienes se esfuercen
por vivir “la parte de María”. Lo necesita, como necesita
el hombre volver alguna vez a su interior, como se
necesita en la vida una cierta dosis de alegría y
esperanza.

“Lo que, en definitiva, nos permite tener


esperanza, es el hecho de que hay hoy, invisible
por sí, sin duda, pero al mennos discernible por
muchos signos, un despertar, no digo en la
129

multitud, sino en ciertas almas, menos escasas de


lo que se cree, de esta vida de oración
contemplativa y de unión con Dios que es la
fuente escondida de donde el amor se extiende
por mil senderos secretos, y que lleva y sostiene
el trabajo del hombre, de los que se entregan a la
acción católica, lo mismo que los que se dedican
a la acción temporal requerida para que el mundo
no perezca.. ¿No ha dicho Pablo VI, en su
discurso del 7 de diciembre de 1965, en la
clausura del Concilio, que la contemplación es la
forma más perfecta de la actividad humana, con
respecto a la cual se mide en la pirámide de los
actos humanos, el valor propio de sus actos, cada
cual según su especie?. Una constelación
invisible de almas dedicadas a la vida
contemplativa, en el propio mundo, en el seno del
mundo, he ahí en definitiva, nuestra última razón
de esperanza” (8)

1 Mt., 6, 6.
130

2 Lc., 18, 1.
3 Dichos de los Padres, Patrología latina 73, 1. V, 12, 10.
4 Dichos de los Padres, Patrología griega 65, Epifanía 3.
5 Dichos de los Padres, Patrología latina 73, 1. V, 12, 12.
6 Colaciones 9, 2.
7 Colaciones 1, 8.
8 De la comunicación de Jacques Maritain, durante la
sesión de homenaje al Concilio en la sede de la
UNESCO, en París, 21 de abril de 1966.

EL ESFUERZO DE FIJAR EN DIOS LA MIRADA


Y EL CORAZON,
QUE LLAMAMOS CONTEMPLACION,
ES EL ACTO MAS ALTO Y MAS PLENO DEL
ESPIRITU,
EL ACTO QUE AUN HOY PUEDE Y DEBE
JERARQUIZAR
131

LA INMENSA PIRAMIDE DE LA ACTIVIDAD


HUMANA.

PABLO VI, DISCURSO DE CLAUSURA DEL


VATICANO II.

ESTAD SIEMPRE ALEGRES


Y ORAD SIN CESAR.
DAD EN TODO GRACIAS A DIOS
PORQUE TAL ES SU VOLUNTAD EN CRISTO
JESUS.

1° TESALONICENSES, CAPITULO V (16-18)


132

11

El realismmo de la humildad

Impedimentos de la oración.

¡Orar siempre! Un ideal que propone el mismo Cristo, es


cierto, pero que por poco que meditemos en él nos puede
parecer inalcanzable. Decíamos que todo nos lleva a
orar; es verdad, y, sin embargo, sabemos por nuestra
experiencia que no es tan fácil orar, orar seriamente.
Muchas veces son las ocupaciones las que quitan el
tiempo y distraen de tal modo que, incluso cuando cesan,
ya casi no se puede orientar la mente hacia Dios. Otras
veces es un desgano o poco interés por lo que no se ve
que invade el alma. Muchas veces ni se sabe ´por qué
uno no se preocupa de orar, cuando lógicamente la fe
llevaría a hacerlo. Es un hecho: no es tan fácil orar, seria
y profundamente, y menos fácil aún, orar siempre.
133

Si esto sucede a todo cristiano, también le sucede al


monje. Es verdad que media una dirferencia muy grande
entre las ocupaciones exteriores del cristiano en el
mundo y las del monje. Las de este último están
pensadas para que pueda realmente orar siempre. De
ahí la mayor responsabilidad del monje ante el precepto
del Señor.
Pero también es cierto que hay causas comunes a todos
los hombres, que apartan de la oración, o más bien, una
sola gran causa: el pecado con sus consecuencias. En
realidad, sólo es el pecado lo que nos aparta de nuestro
contacto con Dios, el pecado bajo todas sus formas. Es la
vieja raiz del orgullo lo que de un modo u otro nos aleja.
El orgullo es el pecado tipo, el primer pecado, el origen
último de toda actitud que prescinde de Dios. En todo
orgullo, por pequeño que sea, hay algo de ese gusto
malsano de “ser como dioses” (1); de ser independientes
de Quien depende todo; de poder decidir de sí, sin más
medida que uno mismo; en una palabra, de no necesitar
de Dios.
En la espiritualidad actual se ha perdido, tal vez, el
sentido de la gravedad del orgullo y se le da más
importancia a otras faltas. Sin embargo, la actitud de
Cristo, tal como nos la muestran los evangelistas, es muy
distinta: no le cuesta nada perdonar y olvidar una vida de
pecados cuando ve un arrepentimiento sincero, ni hacer
134

de una prostituta una santa, pero lo que no puede


soportar es una sola cosa, el orgullo.
Contra los orgullosos, El, bondad infinita, no teme gritar
con toda la violencia de su indignación las más fuertes
acusaciones; contra los orgullosos se vuelve implacable
para amenazarlos con los peores castigos. En el fondo,
la gran enseñanza de Cristo sobre nuestra actitud interior
es que aprendamos de El, junto a El, a odiar el orgullo y
a amar la mansedumbre y la humildad. ¡Felices los
pobres, los mansos, los que lloran! Extrañas palabras
para el orgullo del corazón humano. ¿Quién las hubiera
creído si no fuera el mismo Cristo quien las ha
pronuinciado?

“Ser como dioses”.

El reverso del orgullo, la humildad, es una actitud


interior difícil, porque hemos heredado de Adán el gusto
de “ser como dioses”. Y quizás por eso, el mismo Señor,
Dios verdadero, tuvo que enseñarnos, no sólo con
palabras sino con toda su vida que, precisamente el
modo de ser, no falsos dioses, sino verdaderos hijos de
Dios, es aceptar íntegramente su plan sobre nosotros,
admmitir nuestra realidad y encontrar en la verdad de al
humildad nuestra grandeza definitiva.
135

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”


(2). Si Cristo es humilde ¿quién se atreverá a desconocer
en el camino de la humildad el camino que lleva a Dios?
Así como el orgullo es lo que más impide la unión con
Dios, así la humildad es lo que prepera mejor para vivir
con El. Lo sabían muy bien los Padres del Desierto; la
humildad, para ellos, valía más que todas las penitencias
y mortificaciones.

“Ni la ascesis, ni las vigilias, ni ningún


otro esfuerzo nos salvan, sino solamente
la humildad. Sucedió que cierto anacoreta,
mientras expulsaba los demonios, los
interrogó así: ¿En virtud de qué sois
expulsados? ¿Del ayuno? Respondieron:
Nosotros ni comemos ni bebemos. ¿Por
las vigilias? Dijeron: Nosotros no
dormimos. ¿Por qué, pues, sois
expulsados? Y dijeron: Nada nos vence
sino la humildad. Ves cómo la humildad
es la que vence a los demonios” (3).
“Cierto Padre solía decir: Todo esfuerzo
que haga el monje es vano, sin humildad.
La humildad es la precursora de la
caridad; como Juan, precursor de Jesús,
conducía los hombres a él, así la humildad
136

conduce a la caridad, esto es, al mismo


Dios, porque Dios es caridad” (4).

San Bennito, en su Regla, recopiló la sabiduría de sus


antecesores en un capítulo fundamental de la
espiritualidad benedictina: para el monje, es esfuerzo por
subir hasta la unión con Dios, se plantea ante todo como
un esfuerzo de descenso por la humildad. Su vida de
oración, depende de la gracia que ha recibido, en
colaboración con su esfuerzo, para entender y vivir junto
al Señor el despojamiento de sí mismo, el misterio de su
humildad.
En la Regla de San Benito el capítulo de la humildad es
el más importante y a la vez el que encierra loa doctrina
más difícil. Puede ser que el monje, en toda su vida, no
pueda decir nunca con toda sinceridad que ha subido ya
los doce grados de humildad que allí se describen. Puede
ser que crea que llegará a la casa del Padre antes de
alcanzar en esta vida la caridad perfecta de que habla la
Regla como término de la humildad. En todo caso, él ya
tiene, desde el día en que comenzó el noviciado, su
camino trazado; y si la medida de su valor espiritual no
fue suficinete para hacerlo seguir íntegramente su
camino, tiene siempre, por la bondad del Señor, la
137

posibilidad de transformar su debilidad en un descenso


de humildad, en un llamado a la misericordia de Dios.
Bien puede ser que sea este nuevo camino el verdadero
camino suyo para subir los doce grados. Porque en
realidad, la humildad no exige más que el esfuerzo de
una sinceridad llevada hasta las últimas consecuencias.

“Sin haber hecho profecías, sin haber


tenido iluminaciones, sin haber hecho
signos maravillosos ni milagros, muchos
han alcanzado la salvación; sin tener
humildad, sin huir todo lo que sea
vanagloria, nadie entará en la cámara
nupcial” (5)

1 Gn. 3, 5.
2 Mt., 11, 29.
3 Dichos de los padres, Patrología griega 65, Teodora 6.
4 Dichos de los Padres, Patrología latina 73, 1. III, 126.
5 San Juan Clímaco, Escala del Paraíso, grado 25,
Patrología griega 88, col. 1000 B.
138

LA DIVINA ESCRITURA, HERMANOS, CLAMA


DICIENDO:
TODO EL QUE SE ENSALZA ERA HUMILLADO
Y EL QUE SE HUMILLA SERA ENSALZADO.
AL DECIR ESTO DECLARA
QUE TODA EXALTACION ES UNA ESPECIE DE
SOBERBIA,
DE LA CUAL INDICA EL PROFETA QUE SE
GUARDA,
DICIENDO:
SEÑOR, NO SE HA ENSALZADO MI CORAZON,
NI SE HAN ENSOBERBECIDO MIS OJOS;
NO ANDUVE EN GRANDEZAS
NI EN COSAS MARAVILLOSAS SOBRE MI.

REGLA DE SAN BENITO. CAPITULO VII.

MI ALMA CANTA LA GRANDEZA DEL SEÑOR


Y MI ESPIRITU SE ESTREMECE DE GOZO EN
DIOS,
MI SALVADOR,
139

PORQUE HA MIRADO LA HUMILDAD DE SU


SIERVA.
EN ADELANTE TODAS LAS GENERACIONES ME
LLAMARAN
NIENAVENTURADA,
PORQUE HA HECHO EN MI GRANDES COSAS EL
PODEROSO,
CUYO NOMBRE ES SANTO,
Y SU MISERICORDIA SE EXTIENDE DE
GENERACION
EN GENERACION
SOBRE LOS QUE LE TEMEN.
DESPLEGO LA FUERZA DE SU BRAZO,
DISPERSO ALOS SOBERBIOS.
DERRIBO DEL TRONO A LOS PODEROSOS
Y ELEVO A LOS HUMILDES.
A LOS HAMBRIENTOS LOS COLMO DE BIENES
Y A LOS RICOS DESPIDIO CON LAS MANOS
VACIAS.
SOCORRIO A ISRAEL, SU SIERVO,
ACORDANDOSE DE SU MISERICORDIA,
SEGUN LO HABIA PROMETIDO A NUESTROS
PADRES,
A ABRAHAM Y A SU DESCENDENCIA PARA
SIEMPRE.

LUCAS, CAPITULO I (46-55)


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