Está en la página 1de 21

135

1.9 La renuncia de lo pulsional

Nos introducimos, ahora, en la última época de la elaboración freudiana. Si bien


no abundan, como en el apartado precedente, referencias directas a la inhibición,
encontramos no obstante diferentes lugares en los cuales Freud, de una manera u otra,
vuelve a convocarla.
Una de las preocupaciones de esos años tiene que ver con lo que Freud
denomina la “renuncia de lo pulsional”, propiciada por las restricciones que impone la
cultura al ser humano. De ahí que se refiera, en más de una ocasión, a la sofocación
cultural de las pulsiones, cuestión que, como veremos, encuentra una articulación más
que íntima con la instancia superyoica; instancia ésta que sigue siendo objeto de
indagación permanente en las reflexiones de la época. Es, precisamente, en ese marco
particular que nos proponemos interrogar el lugar de la inhibición.
En tanto, el estudio sobre Moisés (Freud, 1939) presenta una articulación de la
inhibición con el trauma, además de observaciones en las que también se despliega la
ferocidad superyoica en el marco de la renuncia a las pulsiones.
Hacia el final, nos toparemos con unos párrafos dispersos, más que sugestivos,
que Freud deja escritos en unos papeles que verían la luz en una publicación póstuma.

1.9.1 Pulsión (de destrucción) de meta inhibida

En otro momento hemos citado algún pasaje de “El malestar en la cultura”


(Freud, 1930), mientras considerábamos la postulación freudiana de las pulsiones de
“meta inhibida”. Es una de las dimensiones de la inhibición que pone en juego el texto
de Freud, articulada ahora, en 1930, a la pulsión de destrucción.
Prestemos atención, ante todo, al contexto conceptual y argumentativo de las
meditaciones freudianas. Una de las premisas más sustanciales puede ser sopesada en la
siguiente cita: dice Freud que

no puede soslayarse la medida en que la cultura se edifica sobre la


renuncia de lo pulsional, el alto grado en que se basa, precisamente, en la
no satisfacción (mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa?) de
poderosas pulsiones. Esta ‘denegación cultural’ gobierna el vasto ámbito
136

de los vínculos sociales entre los hombres; ya sabemos que esta es la


causa de la hostilidad contra la que se ven precisadas a luchar todas las
culturas. (p. 96)

Como se podrá apreciar, el marco en el cual se despliegan y se conciben las


vicisitudes pulsionales ya no es el mismo que en 1915. Freud vuelve a plantear, de
entrada, que el programa del principio de placer es “absolutamente irrealizable”, y que
“ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha” (Ibíd., p. 76)101.
Sería injusto, por cierto, decir que el tono del relato es de un optimismo acérrimo.
Freud pone el acento, una y otra vez, en una “hostilidad primaria y recíproca” de
los hombres que amenaza a la cultura con su disolución, lo que conduce a esta última a
movilizarse “para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos, para
sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones” (Ibíd., p. 109).
Ahí, entonces, entre esos recursos, incluye los vínculos amorosos de meta inhibida;
también, las identificaciones y el mandamiento ideal “Amarás a tu prójimo como a ti
mismo”.
Lo novedoso, en este caso, es que la noción de meta inhibida se aplica no
solamente a la pulsión sexual sino también a la misma pulsión de destrucción, que
constituye, según Freud, el obstáculo más poderoso que encuentra la cultura. Escribe:
“Atemperada y domeñada, inhibida en su meta, la pulsión de destrucción, dirigida a los
objetos, se ve forzada a procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el
dominio sobre la naturaleza” (Ibíd., p. 117)102. De modo que ya estamos hablando de
otra “meta” pulsional. ¿Se trata, entonces, de una pulsión de destrucción de meta
inhibida?
En el comienzo del capítulo VII de “El malestar…”, Freud vuelve a preguntar –y
vuelve, también, la referencia a la inhibición, o al inhibir-: “¿De qué medios se vale la
cultura para inhibir, para volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión
contrariante?” (Ibíd., p. 119). No es, en este contexto, el “yo” el que inhibe, como en los

101
Y cita a Goethe: “nada es más difícil de soportar que una sucesión de días hermosos”. A lo que Freud
añade: “Tal vez sea una exageración”.
102
Unos párrafos después, leemos: “Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la
pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con este el gobierno del universo.
Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural. Tiene que enseñarnos
la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie
humana” (p. 118).
137

desfiladeros del Entwurf, sino la cultura. Pero Freud apunta a los medios de que se vale
ésta última.

1.9.2 La “autoridad inhibidora”

Y aquí justamente aparece, o reaparece,

una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó y entonces,
como ‘consciencia moral’, está pronta a ejercer contra el yo la misma
severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros
individuos, ajenos a él. Llamamos ‘consciencia de culpa’ a la tensión
ente el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se
exterioriza como necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura
yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo,
desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su
interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada103.
(Ibíd., pp. 119-20)

Notable serie que se desprende de la cita: consciencia moral, consciencia de


culpa, necesidad de castigo.
El superyó, pues, es encargado de “inhibir”104 determinadas mociones agresivas,
que serían una fuente inestimable de satisfacción, pero su propia operatoria comienza a
arrojar resultados por cierto paradojales, como veremos a continuación.
En tanto, hace su aparición otra pieza central en todo este tablero, la angustia,
que queda ubicada en la génesis del sentimiento de culpa desde dos lugares diversos:

la angustia frente a la autoridad y, más tarde, la angustia frente al


superyó. La primera compele a renunciar a satisfacciones pulsionales; la

103
Lo que recuerda la idea del “órgano de vigilancia” que Freud le asignaba, en otros tiempos, al Ideal
(Freud, 1917, p. 133).
104
Años más tarde, Freud (1940) escribirá a propósito del yo: “Su actividad está inhibida por unas
rigurosas prohibiciones del superyó, su energía se consume en varios intentos por defenderse de las
exigencias del ello” (p. 181).
138

segunda esfuerza, además, a la punición, puesto que no se puede ocultar


ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos. (Ibíd., p. 123)

Lo interesante es que, mientras que por un lado se renuncia a satisfacciones para


no perder el amor de la autoridad y con esto se está “a mano con ella”, en el caso de la
angustia frente al superyó la renuncia pulsional no alcanza, “pues el deseo persiste y no
puede esconderse ante el superyó” (Ibíd.). En este caso la recompensa amorosa no
aparece.
Y ahí, entonces, la secuencia paradojal. Así la presenta Freud:

Al comienzo, la consciencia moral (mejor dicho: la angustia, que más


tarde deviene consciencia moral) es por cierto causa de la renuncia de lo
pulsional, pero esa relación se invierte después. Cada renuncia de lo
pulsional deviene ahora una fuente dinámica de la consciencia moral;
cada nueva renuncia aumenta su severidad e intolerancia. (Ibíd., p. 124)

Dicho de otro modo, y Freud lo dice ciertamente de muchos modos en estas


páginas, “cada fragmento de agresión de cuya satisfacción nos abstenemos es asumido
por el superyó y acrecienta su agresión (contra el yo)” (Ibíd., p. 125). La renuncia, por
lo tanto, se convierte en un inmejorable combustible para el contragolpe superyoico.
En el último capítulo de “El malestar…”, y después de pedir disculpas al
lector105, Freud sitúa sin ambages el sentimiento de culpa como “el problema más
importante del desarrollo cultural” (Ibíd., p. 130) y se propone, pues, echar más luz
sobre la instancia que ha ganado el protagonismo del texto. Escribe: “El superyó es una
instancia por nosotros descubierta; la consciencia moral, una función que le atribuimos
junto a otras: la de vigilar y enjuiciar las acciones y los propósitos del yo; ejerce una
actividad censora” (Ibíd., p. 132).
Hasta aquí, una síntesis de sus desarrollos precedentes. Pero ahora le agrega otra
vuelta “satisfactoria”. Afirma:

105
“por no haber sido para ellos un diestro guía y ahorrarles la vivencia de trayectos yermos y trabajosas
sendas. No hay ninguna duda de que se podría haberlo hecho mejor. Ensayaré, con posterioridad, algún
resarcimiento” (sic) (Ibíd., p. 130).
139

Y la angustia frente a esa instancia crítica (angustia que está en la base de


todo el vínculo), o sea la necesidad de castigo, es una exteriorización
pulsional del yo que ha devenido masoquista bajo el influjo del superyó
sádico, vale decir, que emplea un fragmento de la pulsión de destrucción
interior, preexistente en él, en una ligazón erótica con el superyó. (Ibíd.)

Más que digna de subrayar la observación: se produce una “ligazón erótica” con
la instancia castigadora, con la correspondiente satisfacción masoquista. La renuncia
deviene satisfacción.
Por eso Freud enuncia, más adelante, una proposición que no podemos pasar por
alto: “Cuando una aspiración pulsional sucumbe a la represión, sus componentes
libidinosos son traspuestos en síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de
culpa” (Ibíd., p. 134).
¿Podemos inferir, a partir de esta formulación, que aquí se distinguen síntoma e
inhibición, respectivamente? Da la impresión de que se trata, en este deslinde, de la
evocación de las inhibiciones postuladas en “Inhibición, síntoma y angustia” alrededor
de la función del superyó106. De modo que el factor pulsional en juego en las
inhibiciones autopunitivas sería uno específico, diferente del de la formación de
síntoma: el componente agresivo, derivado, claro está, de la pulsión de destrucción
(Kaufmann, 1976a; Gorog, 1991).
Con otros condimentos y articulaciones, pulsión e inhibición vuelven a
encontrarse en la obra freudiana.
Esta “autoridad inhibidora” (Freud, 1930, p. 133)107, como Freud la llama al
pasar, juega un papel primordial en el estudio sobre Dostoievski (Freud, 1927a). Sin
entrar en los detalles del ensayo freudiano, ni en las observaciones que desliza acerca
del carácter del novelista ruso, asistimos aquí a una descripción en la cual la
culpabilidad asoma como el factor inhibidor más distinguido.
Escribe Freud, evocando a Hamlet: “Nosotros sabemos que es su sentimiento de
culpa el que lo paraliza; de una manera por entero adecuada a los procesos neuróticos, el

106
Recordemos la tesis de 1926: “El yo renuncia a esas operaciones a fin de no entrar en conflicto con el
superyó” (Freud, 1926a, p. 86).
107
También descripta con notable claridad en una conferencia de la época: “Siento la inclinación de hacer
algo que me promete un placer, pero lo omito con el fundamento de que mi conciencia moral no lo
permite. O bien la hipertrófica expectativa de placer me movió a hacer algo contra lo cual elevó su veto la
voz de la conciencia moral, y tras el acto ella me castiga con penosos reproches, me hace sentir el
arrepentimiento por él” (Freud, 1933a, p. 55).
140

sentimiento de culpa es desplazado a la percepción de su insuficiencia para cumplir esa


tarea” (p. 186). De modo que la culpa se “traduce”, subjetivamente, en un estado de
impotencia.
Pero lo más sugestivo llega después, con el análisis de la afición compulsiva de
Dostoievski por el juego: “Nunca descansaba hasta perderlo todo. El juego era para él
también una vía de autocastigo” (Ibíd., p. 188). Y curiosamente, después de perderlo
todo… se desinhibía! Así lo explica Freud: “Cuando el sentimiento de culpa {Schuld}
de él era satisfecho por los castigos que él mismo se imponía, cedía su inhibición para el
trabajo, se permitía dar algunos pasos por el camino que llevaba al éxito” (Ibíd.).
La desinhibición, claro está, sobreviene después de pagar el precio. Cada vez, en
cuotas infinitas…

1.9.3 Trauma e inhibición

La cuestión de la renuncia de lo pulsional, que ocupa a Freud en todos estos


años, vuelve a aparecer en “Moisés y la religión monoteísta” (1939). De nuevo, Freud
plantea que, ante una exigencia pulsional –de naturaleza erótica o agresiva- la
“abstención de satisfacer, semejante renuncia de lo pulsional a consecuencia de una
disuasión exterior –diríamos: en obediencia al principio de realidad-, en ningún caso es
placentera” (p. 112).
Pero también esa renuncia puede ser motivada por otras razones, “interiores”,
ocasión para reintroducir a la autoridad inhibidora:

En el curso del desarrollo individual, una parte de los poderes inhibidores


situados en el mundo exterior es interiorizada, se forma dentro del yo una
instancia que se contrapone a lo restante observando, criticando y
prohibiendo. Llamamos superyó a esa nueva instancia108. (Ibíd.)

Y así como la renuncia debida a factores externos es sólo displacentera, lo que


acontece por obediencia al superyó “tiene –dice Freud- otro efecto económico” (Ibíd.).
¿Cuál?

108
Unas páginas antes Freud hablaba del deslinde de un “distrito particular” dentro del yo (Ibíd., p. 93).
141

Una ganancia de placer, una satisfacción sustitutiva, que Freud describe así:

El yo se siente enaltecido, la renuncia de lo pulsional lo llena de orgullo


como una operación valiosa (…) Lo mismo que en la infancia, el yo se
cuida de arriesgar el amor del amo, siente su reconocimiento como
liberación y satisfacción, y sus reproches, como remordimiento de la
consciencia moral. Cuando el yo le ha ofrendado al superyó el sacrificio
de una renuncia de lo pulsional, espera a cambio, como recompensa, ser
amado más por él. Siente como orgullo la consciencia de merecer este
amor. (Ibíd.)

En estos pasajes, solidarios de los de “El malestar en la cultura”, el acento está


puesto no obstante en el carácter de “ganancia” que supone la renuncia frente al
superyó; o, en todo caso, la ganancia narcisista –el “orgullo- queda ahora más en primer
plano que la eventual satisfacción masoquista que Freud postulaba en 1930.
Ahora bien, ¿no podemos leer en esta cita que las inhibiciones se prestan de
manera extraordinaria como ofrendas, como sacrificios de satisfacciones, ante la
instancia que las solicita? Y no podemos soslayar, en este punto, que Freud había
definido a las inhibiciones como “renuncias”. Se van despejando, a la luz de estos
textos, los resortes de satisfacción que comportan determinados procesos inhibitorios:
masoquista por un lado, narcisista por otro.
Desde ahí, Freud ensayará algunas observaciones con respecto a Moisés y su
relación con el pueblo judío109.

En tanto, el estudio sobre Moisés trae otras referencias a la inhibición que


merecen ser consideradas. Allí, el tema de indagación es el del trauma, que Freud
define en principio como “esas impresiones de temprana vivencia, olvidadas luego, a las
cuales atribuimos tan grande significatividad para la etiología de las neurosis” (Ibíd., p.
70), y después como “vivencias en el propio cuerpo o bien percepciones sensoriales, las
más de las veces de lo visto y oído, vale decir, vivencias o impresiones” (Ibíd., p. 72).
Freud postula, entonces, efectos positivos y negativos del trauma. Los primeros
son “unos empeños por devolver al trauma su vigencia”, es decir, repetirla o revivirla de

109
Freud sostiene, en estas páginas, que la religión “se desarrolla cada vez más, en el curso de los siglos,
como una religión de la renuncia de lo pulsional” (Ibíd., p. 114).
142

algún modo. Por eso Freud habla, aquí, de fijación al trauma y de compulsión de
repetición. E incluye dentro de sus manifestaciones a los rasgos de carácter, tema que
hemos abordado en otro momento, que pueden permanecer “inmutables, aunque su
fundamento real y efectivo, su origen histórico-vivencial, esté olvidado, o más bien
justamente por ello” (Ibíd., p. 72-73).
Con los efectos negativos ocurre más bien lo contrario, o sea, “que no se
recuerde ni se repita nada de los traumas olvidados”, y Freud las denomina “reacciones
de defensa”. Explica: “Su expresión principal son las llamadas evitaciones, que pueden
acrecentarse hasta ser inhibiciones y fobias” (Ibíd., p. 73), y que también contribuyen a
la acuñación del carácter. Por lo cual son, “lo mismo que sus oponentes, fijaciones al
trauma, sólo que unas fijaciones de tendencia contrapuesta” (Ibíd.)110, aclara Freud.
Y termina planteando que todos estos fenómenos –tanto los síntomas como las
limitaciones del yo y las alteraciones del carácter- poseen naturaleza compulsiva:

es decir que, a raíz de una gran intensidad psíquica, muestran una amplia
independencia respecto de la organización de los otros procesos
anímicos, adaptados estos últimos a los reclamos del mundo exterior real
y obedientes a las leyes del pensar lógico (…) Son, por así decir, un
Estado dentro del Estado, un partido inaccesible, inviable para el trabajo
conjunto, pero que puede llegar a vencer al otro, llamado normal, y
constreñirlo a su servicio. (Ibíd.)

Y Freud remata su secuencia con otra referencia a nuestro tema de exploración:


“La inhibición e incapacidad de vivir de las personas gobernadas por una neurosis es un
factor muy sustantivo en la sociedad humana, y es lícito discernir ahí la expresión
directa de su fijación a una temprana pieza de su pasado” (Ibíd., p. 74).

En unas pocas páginas, el estudio sobre Moisés nos deja interesantes


aproximaciones al problema de la inhibición, conectado con diferentes aspectos y
conceptos de la teoría: superyó, pulsión, trauma y fijación. Nada menos.

110
Los síntomas, en tanto formaciones de compromiso, comprenden ambas tendencias del trauma, lo que
conduce naturalmente a la existencia de conflictos.
143

1.9.4 Las pinceladas finales

Freud dejó, entre otras cosas, dos carillas de una hoja con reflexiones dispersas,
fechadas por él en junio de 1938, en Londres, que se terminaron publicando unos años
más tarde bajo el título “Conclusiones, ideas, problemas” (Freud, 1941)111. No sabemos,
a ciencia cierta, cuál iba a ser el destino de esos párrafos; más aún, tampoco sabemos si
tenían alguno para el propio Freud.
Uno de esos fragmentos dice así:

3 de agosto. Razón última de todas las inhibiciones intelectuales y de


trabajo parece ser la inhibición del onanismo infantil. Pero acaso llega
más hondo, no se trata de su inhibición por influjos externos, sino de su
naturaleza insatisfactoria en sí. Siempre falta algo para el pleno
aligeramiento y la satisfacción -«en attendant toujours quelque chose qui
ne venait point»-, y esta pieza faltante, la reacción del orgasmo, se
exterioriza en equivalentes en otros ámbitos: ausencias, estallidos de risa,
llanto (Xy), y quizás otras cosas. La sexualidad infantil ha vuelto a fijar
aquí un arquetipo112. (p. 302)

Por un lado, es ciertamente llamativo el “razón última” -también el “todas”- de


la primera frase del borrador. Pero lo más sugestivo, lo más novedoso en todo caso,
llega con la formulación acerca de la inhibición del onanismo. Teníamos, más bien, la
idea –freudiana, desde ya- de que el onanismo podía constituir el resorte de la
inhibición, la génesis de fenómenos inhibitorios. Ya habíamos localizado, incluso, más
de un lugar en la obra freudiana donde la conexión entre inhibición y autoerotismo era
patente113.
Pero Freud ahora, en 1938, parece ir aún más allá –“acaso llega más hondo”- y
señala: “no se trata de su inhibición por influjos externos, sino de su naturaleza
insatisfactoria en sí”. Entonces nos invita a pensar, contra los argumentos que venía
sosteniendo en sus últimos textos –“El malestar en la cultura”, acaso el más elocuente-

111
El título lo había puesto el propio Freud.
112
Otro de los fragmentos póstumos, también concerniente a la inhibición, reza así: “12 de julio. En
sustitución de la envidia del pene, identificación con el clítoris, buenísima expresión de la inferioridad,
fuente de toda clase de inhibiciones. Para eso –en el caso X-, desmentida del descubrimiento de que
tampoco las otras mujeres tienen un pene” (Ibíd., p. 301).
113
Véase, al respecto, “Manuscrito B. La etiología de las neurosis” (Freud, 1950a, pp. 217-223).
144

que el límite o el obstáculo no viene necesariamente de la cultura, de los “influjos


externos” –“No te toques”-, sino de algo intrínseco a la naturaleza misma de la
satisfacción. O de la insatisfacción.
La vuelta que toma el tema es, francamente, curiosa: ya no se trata del onanismo
como productor de inhibiciones, sino de su propia inhibición! O sea, una inhibición que
genera otra… Que, además, no es “sexual” sino intelectual o laboral.
Freud agrega que siempre “falta algo para el pleno aligeramiento y la
satisfacción”, y esa “pieza faltante” ya no es atribuida a la operación cultural de la
sofocación de las pulsiones. La cita de E. Zola114 que incluye al pasar, “en attendant
toujours quelque chose qui ne venait point” [“esperando siempre algo que no llegaba”],
parece venir como anillo al dedo.
Asistimos, con estos fragmentos póstumos, a una formulación novedosa: ya no
sería un “exceso” –ya sea de las cantidades hipertróficas, de la sexualidad, del monto de
hostilidad primaria, de los puntos de fijación, de las vivencias traumáticas- el
responsable de la respuesta inhibitoria del aparato. Aquí, más bien, sería algo que
“falta” lo que lleva a la inhibición. Y lo hace doblemente: la inhibición del onanismo en
primer lugar, y sobre ésta, la inhibición intelectual.
Es decir que si la sexualidad infantil vuelve a fijar un “arquetipo”, como
concluye Freud, en esta ocasión lo hace por la vía de la falta. En todo caso, para jugar
con los términos, ya no hablaríamos de una renuncia de lo pulsional en el sentido de la
abstención de las satisfacciones prohibidas, sino de una renuncia ante la “pobreza” de la
satisfacción que promete la misma pulsión (Kaufmann, 1976b, Soler 1997). Y que,
como señala Freud, encuentra “equivalentes” tales como ausencias, estallidos de risa –
recordemos la función “económica” de la risa-, llantos y “quizás otras cosas”, agrega.
Para concluir, encontramos dos citas previas de Freud que apoyarían las líneas
de “Conclusiones, ideas, problemas”. Una, de las contribuciones a la vida amorosa:
“Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que haya
algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción
plena” (Freud, 1912a, p. 182). Subrayamos el “por extraño que suene”.
La otra, curiosamente, de “El malestar…”, en un momento en que Freud parece
vacilar y después sigue adelante con su argumentación “cultural”. Dice así:

114
A quien Freud admiraba mucho. La frase, extraída de la novela Germinal, se la había enviado a
Ferenczi en medio de un intercambio teórico e institucional (Ferenczi & Freud, 1908-14, Carta del 26 de
octubre de 1913).
146

por definición, una “renuncia”, ¿no favorece una consolidación de la presencia


imperativa del superyó y de su satisfacción? Queda en un primer plano, aquí,
pues, el nexo entre inhibición y satisfacción.

d) La noción de trauma, reivindicada en el estudio “Moisés y el monoteísmo”,


presenta una articulación entre diferentes aspectos, una encrucijada conceptual
digna de subrayar: fijación – repetición - inhibición. Esta última se inscribe,
precisamente, como uno de los efectos “negativos” de las vivencias e
impresiones que definen la experiencia traumática. Y reaparece, además, su
vínculo con el carácter.

e) Con los “párrafos póstumos” llegan algunas sorpresas y algunos enigmas. La


relación entre inhibición y onanismo, de antigua data, encuentra una formulación
novedosa: ahora es la inhibición del onanismo la fuente de “todas” las
inhibiciones intelectuales. Incluso, se destaca que no se trata de una inhibición
“por influjos externos, sino de su naturaleza insatisfactoria en sí”.

f) Leemos en estas pinceladas finales de Freud un notable cambio de acento: ahora


ya no se trataría del efecto de restricción y de sofocación de la cultura sobre las
pulsiones del ser humano sino de algo inherente a la falta de satisfacción.
Deducir de esta premisa una fuente primordial de los fenómenos inhibitorios
impresiona como una apuesta conceptual de consideración.
147

1.10 Inhibiciones de la cura

Hemos reservado, ex profeso, este último capítulo de nuestra genealogía de la


inhibición freudiana, ya sin seguir la cronología de las vicisitudes del concepto, a un
tema específico que atraviesa todas las épocas de la teoría y que hace a la naturaleza
misma de nuestro oficio: el de las inhibiciones de la cura analítica.
La pregunta, o más bien las preguntas, que nos guían, en este caso puntual,
podrían formularse de la siguiente manera, siguiendo una de nuestras hipótesis de
partida: ¿Cómo se presenta la inhibición en la práctica analítica misma? ¿Qué rostros
puede asumir en el marco de la relación transferencial? Y aquí no interrogamos,
solamente, las inhibiciones que pueda manifestar el paciente. Nos preguntamos, pues,
qué inhibiciones, impedimentos, frenos u obstáculos es capaz de engendrar el
dispositivo analítico; y, además, en qué medida el psicoanalista puede llegar a
favorecer, con su posicionamiento, la inhibición de la cura.
Hemos apreciado, a lo largo de este recorrido exploratorio, cómo determinados
movimientos, de la índole que fueren, pueden ser inhibidos, frenados, obstaculizados,
detenidos. Así, constatamos que la inhibición da cuenta, en general, de un proceso de
inmovilización: de ciertas “cantidades” intrusivas, de una moción –motio- pulsional, del
desarrollo de la libido, de diferentes actos (sexuales, motrices, intelectuales, fonatorios),
del funcionamiento de algunos órganos, de la libertad de movimientos, de la energía
móvil, etc.
Acaso inspirados por esta misma constatación, pasamos ahora a preguntamos
qué ocurre, entonces, con el movimiento del análisis, y de qué manera –de qué maneras,
sería mejor decir- puede llegar a ser frenado, atascado y demás matices inhibitorios,
como por ejemplo girar en falso. Las vicisitudes transferenciales son, en este punto,
cruciales, y la obra de Freud ofrece testimonios más que significativos al respecto.
Recordemos, para comenzar, aquella frase que desliza en uno de sus escritos
técnicos consagrados al manejo de la transferencia: “El psicoanalista sabe que trabaja
con las fuerzas más explosivas y que le hacen falta la misma cautela y escrupulosidad
del químico” (Freud, 1915a, p. 173).

1.10.1 Avatares transferenciales


148

Además del descubrimiento del inconsciente, y como consecuencia directa de él,


hubo otro hallazgo freudiano –menos festejado, por cierto- que cobró la forma de un
acontecimiento imprevisto: el encuentro con la transferencia. Cabe evocar aquí aquella
frase que nos dejó el análisis del caso Dora (Freud, 1905c), seguramente un punto de
inflexión en la llamada técnica psicoanalítica: “Así –escribe Freud- fui sorprendido por
la transferencia” (p. 104, subrayado nuestro)115.
Nace entonces una nueva época, la de las resistencias, la de los obstáculos, la de
las detenciones, la de los pacientes que ya no se curan velozmente como en los primeros
tiempos. O que ni se curan o, más aún, que empeoran. Es la época en que el lenguaje
bélico toma un mayor protagonismo en el vocabulario freudiano: el combate, el
enemigo, las fuerzas que resisten. Escribe Freud en “Sobre la dinámica de la
transferencia” (1912b):

Así, en la cura analítica la transferencia se nos aparece siempre, en un


primer momento, sólo como el arma más poderosa de la resistencia, y
tenemos derecho a suponer que la intensidad y tenacidad de aquella son
un efecto y una expresión de esta. (p. 102)

Así, pues, frente al “arma más poderosa de la resistencia” habrá que “librar
batalla”, proclama Freud en una conferencia introductoria (Freud, 1916-17, p. 414)116. Y
en este contexto, precisamente, Freud (1915a) llega a advertir que, de todas las
dificultades con que pueda toparse quien se inicie en el ejercicio del análisis, “las únicas
realmente serias son aquellas con las que se tropieza en el manejo de la trasferencia” (p.
163; véase Assoun, 2008).
Allí está la gran chance, en efecto, de que el proceso analítico quede “inhibido”,
en dos planos o vertientes: “puede paralizar la actividad de ocurrencias del paciente y
poner en peligro el éxito del tratamiento”, escribe Freud, no obstante lo cual añade que
sería un disparate querer evitarla, ya que “un análisis sin transferencia es una
imposibilidad” (Freud, 1925b, p. 40).

115
El párrafo se completa así: “Así fui sorprendido por la transferencia y, a causa de esa x por la cual yo
le recordaba [a Dora] al señor K., ella se vengó de mí como se vengara de él, y me abandonó, tal como se
había creído engañada y abandonada por él. De tal modo actuó {agieren} un fragmento esencial de sus
recuerdos y fantasías, en lugar de reproducirlo en la cura” (Ibíd.).
116
La idea del “campo de batalla” aparece de manera recurrente en esta “Conferencia 28”: “La
trasferencia se convierte entonces en el campo de batalla en el que están destinadas a encontrarse todas las
fuerzas que se combaten entre sí” (Ibíd., pp. 413-14).
149

En tanto, con respecto a la manifestación del amor de transferencia, Freud


(1915a) advierte también una conexión entre ese fenómeno particular y el aspecto
resistencial que lo capitaliza: “Vale decir, el enamoramiento existía desde mucho antes,
pero ahora la resistencia empieza a servirse de él para inhibir la prosecución de la cura,
apartar del trabajo todo interés y sumir al médico analista en un penoso desconcierto”
(p. 166, subrayamos ese verbo), sostiene.
Algo que se puede apreciar es que Freud, en esos tiempos, intenta transmitir el
psicoanálisis enseñando y alertando acerca de las dificultades de la transferencia. Así
como años atrás, pleno de entusiasmo, podía escribir a sus discípulos sobre las virtudes
de la interpretación de los sueños o del desciframiento de los síntomas histéricos, en
este momento el eje lo constituyen, esencialmente, los avatares transferenciales.
Y Freud se muestra inquieto, preocupado, no solamente por las dificultades que
se les puedan presentar a los incipientes psicoanalistas sino también por lo que
oportunamente llamará las “tentaciones” que pudiera despertar el hecho de ocupar el
lugar del psicoanalista: allí vislumbra un auténtico peligro, capaz de conspirar contra el
progreso de la cura.
A fines de 1911, y en el marco de una relación que ya daba signos inequívocos
de resquebrajamiento, le escribe a Jung:

Usted todavía no ha adquirido en la práctica la frialdad necesaria, todavía


se compromete y da mucho de su propia persona, para demandar algo en
retribución. ¿Puedo yo, como digno viejo maestro, advertirle que con esta
técnica se hace regularmente un mal cálculo, que es necesario más bien
permanecer inaccesible y limitarse a recibir? (Freud, 1911 citado en
Cottet, 1984, p. 138).

Y remata: “Nunca nos dejemos volver locos por los pobres neuróticos” (Ibíd.).
Sabemos, por otra parte, que a Ferenczi le ha cuestionado cierta identificación a
la figura de una “madre tierna”. También le ha objetado, en más de una ocasión, su
denodado furor curandis: “La necesidad de curar y asistir se había vuelto hiperpotente
en él. Es probable que se propusiera metas inalcanzables con nuestros actuales medios
terapéuticos” (Freud, 1933b, p. 228)117, escribió alguna vez.

117
Y, a su vez, no dejó de dar muestras de su indignación frente a la creciente difusión de la técnica
activa: ésta consistía en una serie de innovaciones clínicas, cuanto menos audaces, que el médico húngaro
150

Un testimonio extraordinario de estas peripecias lo encontramos en el Diario


Clínico de Ferenczi, un documento íntimo escrito un año antes de su muerte y que
incluye apuntes de sesiones de sus pacientes y diferentes meditaciones teóricas y
técnicas. Allí se pone en cuestión, una y otra vez, el lugar del psicoanalista: a veces bajo
la forma de la “insensibilidad” del médico, o de las “imposturas” que obstaculizan la
curación, otras veces a partir de cambios en la concepción de la transferencia y de la
interpretación, otras veces con críticas al dogmatismo que por momentos se apodera de
la comunidad analítica, otras veces con sutilezas y sentido del humor.
Como se sabe, Freud había postulado tres grandes heridas al amor propio del
hombre: una cosmológica (el tierra no ocupa el centro del universo), una biológica (el
hombre desciende del animal), y una psicológica (el yo no es el amo en su propia casa).
Casi distraídamente, en medio de una trasnochada reflexión clínica, el húngaro engrosa
la lista y sugiere una “cuarta afrenta narcisista”: “la inteligencia, de la que nosotros
como analistas estamos tan orgullosos, no es propiedad nuestra...” (Ferenczi, 1932).
Ahora bien, ya fuera en virtud de efectos de identificación, de capturas
fantasmáticas, o de prejuicios más o menos sólidos, Freud no solamente podía poner en
cuestión la posición transferencial de los analistas de su época. También cuestionaba su
propio lugar como analista. Para citar un ejemplo, acaso uno contundente, en cierta
oportunidad llegó a pronunciar palabras verdaderamente significativas al respecto.
Año 1927, Abram Kardiner, el psicoanalista y antropólogo norteamericano, le
pregunta a Freud qué piensa de sí mismo como analista:

Me da gusto que me lo pregunte –responde Freud- porque francamente


no tengo gran interés en problemas terapéuticos. En la actualidad soy
muy impaciente. Tengo muchas cosas que me descalifican como gran
analista. Una de ellas es que soy mucho “El Padre”. (Kardiner, 1979)

Sic!
Es que es el propio Freud el que escribe y alerta acerca de las invitaciones
sugestivas que ofrece el dispositivo, y que ofrece la neurosis, claro. Una de ellas,
escribe, es la de “desempeñar frente al enfermo el papel de profeta, salvador de almas,
redentor…”, que hemos citado anteriormente; esto ocurrirá, sostiene, toda vez que la

había introducido en buena medida como herramientas destinadas a sortear la rigidez del dispositivo
freudiano.
151

persona del analista se preste a ser instalado en el lugar del ideal del yo. Hacia el final
de su obra y de su vida volverá sobre el mismo punto:

Por tentador que pueda resultarle al analista convertirse en maestro,


arquetipo e ideal de otros, crear seres humanos a su imagen y semejanza,
no tiene permitido olvidar que no es esta su tarea en la relación analítica,
e incluso sería infiel a ella si se dejara arrastrar por su inclinación118.
(Freud, 1940, p. 176)

Una de las lecturas críticas que se ha hecho de la clínica freudiana –Lacan, por
ejemplo- ha ido, justamente, en esa dirección: toda vez que Freud interviene de manera
directiva, pedagógica, encarnando de una u otra manera el lugar del Amo, o del
Maestro, o ambos, la respuesta “resistencial” no tarda en llegar. Confrontar Dora
(Freud, 1905c), confrontar la Joven Homosexual (Freud, 1920b).
Está claro que en muchas ocasiones el analista, por las circunstancias puntuales
del caso en cuestión, decide intervenir desde el lugar del ideal, o desde el lugar del
saber. Pero aquí el problema es otro: de lo que se trata no es de la ocupación eventual
sino de la identificación del analista con ese lugar.
Pero Freud tropieza y extrae una enseñanza, tropieza y enseguida da un salto que
lo deja en otro lugar. Confrontar Dora, una vez más.
Es decir que el lugar del psicoanalista en la cura va sufriendo modificaciones
según los descubrimientos clínicos y las pinceladas metapsicológicas a las que Freud
recurre para atravesar los límites que se le van presentando. Y que, en muchos casos,
son producto de su propia posición.
Un ejemplo. En los años veinte, en su “Presentación autobiográfica” (Freud,
1925b), y a propósito de las fantasías de seducción cuyo valor etiológico había
postulado en los inicios con una fe casi ciega, señala:

Cuando después hube de discernir que esas escenas de seducción no


habían ocurrido nunca y eran sólo fantasías urdidas por mis pacientes,

118
No podemos soslayar, al mismo tiempo, el hecho de que la propia instalación de la transferencia le
abre las puertas a todo un campo de satisfacción. Así lo señala Freud (1919a): “El enfermo busca la
satisfacción sustitutiva sobre todo en la cura misma, dentro de la relación de transferencia con el médico,
y hasta puede querer resarcirse por este camino de todas las renuncias que se le imponen en los demás
campos” (p. 159).
152

que quizá yo mismo les había instilado, quedé desconcertado un tiempo.


En ellas me tope por vez primera con el complejo de Edipo, destinado a
cobrar más tarde una significación tan eminente, pero al que todavía no
supe discernir en ese disfraz fantástico119. (p. 33)

O sea que no se trataba meramente del pasaje de la teoría traumática a la teoría


fantasmática. O, en todo caso, la teoría fantasmática era la del propio Freud. De alguna
manera, era él quien quedaba seducido por los relatos de las histéricas.

1.10.2 “Autoinhibición” de la cura

Si nos remontamos más atrás aún en el tiempo de la obra freudiana, encontramos


unas piezas verdaderamente extraordinarias en relación con lo que podríamos llamar
“inhibiciones en transferencia”. En la “Carta 66”, del 7 de julio de 1897, Freud (1950a)
le escribía a Fliess:

Sigo sin saber qué ocurre dentro de mí; algo desde las más hondas
profundidades de mi propia neurosis se ha contrapuesto a todo progreso
en mi entendimiento de las neurosis, y tú has estado envuelto en ello de
algún modo. En efecto, la parálisis de escritura me parece destinada a
inhibir nuestro trato. No poseo ninguna garantía sobre ello, sentimientos
de naturaleza en extremo oscura. ¿No te ocurriría a ti algo semejante? (p.
299)

Dos inhibiciones que se superponen, o acaso una inhibición –la de la escritura-


que según Freud trabaja para obstaculizar la relación transferencial.
Ya unas semanas antes, constatamos que Freud le manifestaba su tormentoso
estado de inhibición:

119
El relato del caso “Katharina” (Breuer & Freud, 1893-95), aquella muchacha que Freud se topa en una
excursión por los Alpes, es paradigmático de la posición desde la cual se escuchaban e interpretaban los
síntomas histéricos: “Me interesó que las neurosis se hubieran propagado a más de 2.000 metros de
altura, y seguí interrogando” (p. 141), escribe de entrada Freud, y sobreviene allí entonces un
interrogatorio, cuanto menos, generoso. El doctor quiere confirmar su hipótesis –una seducción por parte
del tío-, y lo logra!
153

Nunca había conocido algo semejante a este período de parálisis


intelectual. Y cada línea se me convierte en un martirio. En cambio tú
ahora floreces de nuevo, yo abro todas las puertas de los sentidos y no
capto absolutamente nada, pero me congratulo con el próximo congreso.
(Freud, 1887-1904, Carta del 22 de junio de 1897, p. 272)

Pero hay otra carta a Fliess, posterior, que merece especialmente ser evocada
aquí, la del 16 de abril de 1900. Con un tono menos afectado, Freud le comenta acerca
de un caso que había concluido su análisis recientemente: el hombre se sentía mejor, su
carácter había cambiado de modo notable, aunque de sus síntomas subsistía aún “un
pequeño resto”. Es, se supone, la primera vez que Freud considera el papel de la
transferencia en los tratamientos analíticos.
Transcribimos aquí lo que sigue:

Empiezo a comprender que el carácter en apariencia interminable de la


cura es algo sujeto a ley y depende de la transferencia. Espero que este
resto no perjudique el éxito práctico. Estaba por completo en mis manos
prolongar todavía más la cura, pero vislumbré que este especial
compromiso entre estar enfermo y estar sano es deseado por los propios
enfermos, y por lo tanto el médico no debe inmiscuirse. La conclusión
asintótica de la cura, que en esencia me resulta indiferente, siempre es un
desengaño más para los circunstantes. Por lo demás no quito mi ojo del
hombre. Como él tuvo que acompañar todos mis errores técnicos y
teóricos, creo que tal vez un caso posterior se resolvería en la mitad de
ese tiempo. Que el Señor envíe pues este posterior. (Ibíd., pp. 447-48)

Es, realmente, significativo aquello de que “estaba por completo en mis manos
prolongar todavía más la cura” (Kahanoff, 1997). No quedan dudas, más allá del caso
puntual del intercambio epistolar, que Freud se está preguntando por el lugar del
analista en la cura. Más aún, por su papel en el carácter terminable o interminable de los
tratamientos. El final de la secuencia no deja de ser reveladora: es, claramente, la
posición del psicoanalista lo que allí está en cuestión.
El problema es retomado, por supuesto, en “Análisis terminable e interminable”
(Freud, 1937), casi cuarenta años después. Freud comenta y pondera una conferencia de
154

Ferenczi sobre el problema de la terminación de los análisis, en la que el médico


húngaro habla de “pericia” y de “paciencia”, atributos éstos esperables de un
psicoanalista que llevara una cura hasta el fin. Y escribe entonces: “No sólo la
complexión yoica del paciente: también la peculiaridad del analista demanda su lugar
entre los factores que influyen sobre las perspectivas de la cura analítica y dificultan
esta tal como lo hacen las resistencias” (pp. 248-49).
Tengamos en cuenta, para contextuar esta cita, que en esta última época Freud
ya ha postulado la existencia de resistencias de diversa índole: las que parten del yo –la
de represión, la de transferencia, la de la ganancia de la enfermedad-, la del ello y la del
superyó (Freud, 1926a, pp. 147-50). Y que, incluso, en este texto de 1937 ya habla de
una “resistencia al descubrimiento de resistencias” (Freud, 1937, p. 241). De ahí que
sea, justamente, en este escrito que Freud pronuncie esa famosa frase que vale como un
signo de época: “En vez de indagar cómo se produce la curación por el análisis, cosa
que yo considero suficientemente esclarecida, el planteo del problema debería referirse
a los impedimentos que obstan a la curación” (Ibíd., p. 224).
El eje está puesto, claramente, en lo que obstruye, lo que detiene el camino del
análisis. Ya en “Recordar, repetir y reelaborar” Freud (1914a) había planteado que el
recordar propio del trabajo terapéutico encontraba puntos de detención: “el analizado no
recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo
reproduce como recuerdo, sino como acción; lo repite, sin saber, desde luego, que lo
hace” (pp. 151-52). Allí asomaba la repetición en el límite del recuerdo, la repetición
ensamblada a la transferencia.
Y, “¿Qué repite o actúa, en verdad?”, preguntaba Freud. Respuesta: “Repite todo
cuanto desde las fuentes de su reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto:
sus inhibiciones y actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter” (Ibíd., p. 153).
Aquí asistimos, pues, a otra variante de nuestro objeto de investigación: la inhibición en
transferencia, en su vertiente resistencial. O, si se quiere, la inhibición en los
desfiladeros de la repetición.
Volviendo a “Análisis terminable…”, una última referencia, también a nuestro
tema. Freud rememora las peripecias, tan singulares, del análisis del Hombre de los
Lobos: después de haber obtenido determinados logros más que auspiciosos en la cura
del joven ruso, incluso después de haber despertado su interés por la vida, “ahí se atascó
el progreso” (Freud, 1937, p. 220). Todo esclarecimiento de la neurosis infantil dejó de
“avanzar”, y Freud señala que “se discernía con toda nitidez que el paciente sentía asaz
155

cómodo el estado en que se encontraba y no quería dar paso alguno que lo acercase a la
terminación del tratamiento” (Ibíd.).
Y ahí aparece una formulación que no podríamos dejar escapar: “Era un caso de
autoinhibición {Selbsthemmung} de la cura” (Ibíd.)120.

1.10.3 Conclusiones

Con este capítulo nos introducimos en los meandros de la inhibición en el marco


de la relación analítica misma. La noción de transferencia, central en este contexto, va
dibujando toda una serie de fenómenos que dan cuenta, ya sea de la presencia de
inhibiciones en la relación terapéutica, como también de obstáculos y detenciones del
proceso de la cura. Tal como hemos subrayado, la pregunta fundamental de Freud se
dirige, más que al modo como se produce la curación, a todo aquello que hace a su
impedimento. El lugar del psicoanalista, en efecto, es interrogado de diferentes maneras
a lo largo de los textos.
Aquí, las cuestiones más relevantes de esta aproximación:

a) La transferencia, aquello gracias a lo cual puede iniciarse un proceso analítico,


se revela como aquello que al mismo tiempo asoma como “la más fuerte”
resistencia al trabajo mismo de la cura. Bajo diversas formas, las vicisitudes
transferenciales producen puntos de detención: de las asociaciones a las que
induce la regla fundamental del psicoanálisis, como así también del proceso de
la cura, como así también de la terminación de los tratamientos.

b) Se advierte, al mismo tiempo, que la posición del psicoanalista puede favorecer


estos puntos de detención. Freud se refiere a las “tentaciones” capaces de
embriagar al analista, invitado ocasionalmente a ocupar el lugar del ideal, del
salvador de almas, del maestro, etc. En estos casos, podríamos decir que el
psicoanalista inhibe la cura.

c) En tanto, se destaca la presencia de inhibiciones en transferencia, en una


articulación íntima entre repetición y transferencia. Las inhibiciones, en estos

120
Después Freud evoca su intervención de fijarle un plazo al paciente, lo que habría destrabado la cosa.
156

casos, son actuadas en la relación con el analista, proceso que viene a suplantar
la tarea de recordar.

d) Una formulación novedosa desliza Freud en “Análisis terminable e


interminable”, a propósito del historial del Hombre de los Lobos: se trataría de
un caso de autoinhibición de la cura.

También podría gustarte