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Y cita a Goethe: “nada es más difícil de soportar que una sucesión de días hermosos”. A lo que Freud
añade: “Tal vez sea una exageración”.
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Unos párrafos después, leemos: “Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la
pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con este el gobierno del universo.
Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural. Tiene que enseñarnos
la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie
humana” (p. 118).
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desfiladeros del Entwurf, sino la cultura. Pero Freud apunta a los medios de que se vale
ésta última.
una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó y entonces,
como ‘consciencia moral’, está pronta a ejercer contra el yo la misma
severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros
individuos, ajenos a él. Llamamos ‘consciencia de culpa’ a la tensión
ente el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se
exterioriza como necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura
yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo,
desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su
interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada103.
(Ibíd., pp. 119-20)
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Lo que recuerda la idea del “órgano de vigilancia” que Freud le asignaba, en otros tiempos, al Ideal
(Freud, 1917, p. 133).
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Años más tarde, Freud (1940) escribirá a propósito del yo: “Su actividad está inhibida por unas
rigurosas prohibiciones del superyó, su energía se consume en varios intentos por defenderse de las
exigencias del ello” (p. 181).
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“por no haber sido para ellos un diestro guía y ahorrarles la vivencia de trayectos yermos y trabajosas
sendas. No hay ninguna duda de que se podría haberlo hecho mejor. Ensayaré, con posterioridad, algún
resarcimiento” (sic) (Ibíd., p. 130).
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Más que digna de subrayar la observación: se produce una “ligazón erótica” con
la instancia castigadora, con la correspondiente satisfacción masoquista. La renuncia
deviene satisfacción.
Por eso Freud enuncia, más adelante, una proposición que no podemos pasar por
alto: “Cuando una aspiración pulsional sucumbe a la represión, sus componentes
libidinosos son traspuestos en síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de
culpa” (Ibíd., p. 134).
¿Podemos inferir, a partir de esta formulación, que aquí se distinguen síntoma e
inhibición, respectivamente? Da la impresión de que se trata, en este deslinde, de la
evocación de las inhibiciones postuladas en “Inhibición, síntoma y angustia” alrededor
de la función del superyó106. De modo que el factor pulsional en juego en las
inhibiciones autopunitivas sería uno específico, diferente del de la formación de
síntoma: el componente agresivo, derivado, claro está, de la pulsión de destrucción
(Kaufmann, 1976a; Gorog, 1991).
Con otros condimentos y articulaciones, pulsión e inhibición vuelven a
encontrarse en la obra freudiana.
Esta “autoridad inhibidora” (Freud, 1930, p. 133)107, como Freud la llama al
pasar, juega un papel primordial en el estudio sobre Dostoievski (Freud, 1927a). Sin
entrar en los detalles del ensayo freudiano, ni en las observaciones que desliza acerca
del carácter del novelista ruso, asistimos aquí a una descripción en la cual la
culpabilidad asoma como el factor inhibidor más distinguido.
Escribe Freud, evocando a Hamlet: “Nosotros sabemos que es su sentimiento de
culpa el que lo paraliza; de una manera por entero adecuada a los procesos neuróticos, el
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Recordemos la tesis de 1926: “El yo renuncia a esas operaciones a fin de no entrar en conflicto con el
superyó” (Freud, 1926a, p. 86).
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También descripta con notable claridad en una conferencia de la época: “Siento la inclinación de hacer
algo que me promete un placer, pero lo omito con el fundamento de que mi conciencia moral no lo
permite. O bien la hipertrófica expectativa de placer me movió a hacer algo contra lo cual elevó su veto la
voz de la conciencia moral, y tras el acto ella me castiga con penosos reproches, me hace sentir el
arrepentimiento por él” (Freud, 1933a, p. 55).
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Unas páginas antes Freud hablaba del deslinde de un “distrito particular” dentro del yo (Ibíd., p. 93).
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Una ganancia de placer, una satisfacción sustitutiva, que Freud describe así:
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Freud sostiene, en estas páginas, que la religión “se desarrolla cada vez más, en el curso de los siglos,
como una religión de la renuncia de lo pulsional” (Ibíd., p. 114).
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algún modo. Por eso Freud habla, aquí, de fijación al trauma y de compulsión de
repetición. E incluye dentro de sus manifestaciones a los rasgos de carácter, tema que
hemos abordado en otro momento, que pueden permanecer “inmutables, aunque su
fundamento real y efectivo, su origen histórico-vivencial, esté olvidado, o más bien
justamente por ello” (Ibíd., p. 72-73).
Con los efectos negativos ocurre más bien lo contrario, o sea, “que no se
recuerde ni se repita nada de los traumas olvidados”, y Freud las denomina “reacciones
de defensa”. Explica: “Su expresión principal son las llamadas evitaciones, que pueden
acrecentarse hasta ser inhibiciones y fobias” (Ibíd., p. 73), y que también contribuyen a
la acuñación del carácter. Por lo cual son, “lo mismo que sus oponentes, fijaciones al
trauma, sólo que unas fijaciones de tendencia contrapuesta” (Ibíd.)110, aclara Freud.
Y termina planteando que todos estos fenómenos –tanto los síntomas como las
limitaciones del yo y las alteraciones del carácter- poseen naturaleza compulsiva:
es decir que, a raíz de una gran intensidad psíquica, muestran una amplia
independencia respecto de la organización de los otros procesos
anímicos, adaptados estos últimos a los reclamos del mundo exterior real
y obedientes a las leyes del pensar lógico (…) Son, por así decir, un
Estado dentro del Estado, un partido inaccesible, inviable para el trabajo
conjunto, pero que puede llegar a vencer al otro, llamado normal, y
constreñirlo a su servicio. (Ibíd.)
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Los síntomas, en tanto formaciones de compromiso, comprenden ambas tendencias del trauma, lo que
conduce naturalmente a la existencia de conflictos.
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Freud dejó, entre otras cosas, dos carillas de una hoja con reflexiones dispersas,
fechadas por él en junio de 1938, en Londres, que se terminaron publicando unos años
más tarde bajo el título “Conclusiones, ideas, problemas” (Freud, 1941)111. No sabemos,
a ciencia cierta, cuál iba a ser el destino de esos párrafos; más aún, tampoco sabemos si
tenían alguno para el propio Freud.
Uno de esos fragmentos dice así:
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El título lo había puesto el propio Freud.
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Otro de los fragmentos póstumos, también concerniente a la inhibición, reza así: “12 de julio. En
sustitución de la envidia del pene, identificación con el clítoris, buenísima expresión de la inferioridad,
fuente de toda clase de inhibiciones. Para eso –en el caso X-, desmentida del descubrimiento de que
tampoco las otras mujeres tienen un pene” (Ibíd., p. 301).
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Véase, al respecto, “Manuscrito B. La etiología de las neurosis” (Freud, 1950a, pp. 217-223).
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A quien Freud admiraba mucho. La frase, extraída de la novela Germinal, se la había enviado a
Ferenczi en medio de un intercambio teórico e institucional (Ferenczi & Freud, 1908-14, Carta del 26 de
octubre de 1913).
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Así, pues, frente al “arma más poderosa de la resistencia” habrá que “librar
batalla”, proclama Freud en una conferencia introductoria (Freud, 1916-17, p. 414)116. Y
en este contexto, precisamente, Freud (1915a) llega a advertir que, de todas las
dificultades con que pueda toparse quien se inicie en el ejercicio del análisis, “las únicas
realmente serias son aquellas con las que se tropieza en el manejo de la trasferencia” (p.
163; véase Assoun, 2008).
Allí está la gran chance, en efecto, de que el proceso analítico quede “inhibido”,
en dos planos o vertientes: “puede paralizar la actividad de ocurrencias del paciente y
poner en peligro el éxito del tratamiento”, escribe Freud, no obstante lo cual añade que
sería un disparate querer evitarla, ya que “un análisis sin transferencia es una
imposibilidad” (Freud, 1925b, p. 40).
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El párrafo se completa así: “Así fui sorprendido por la transferencia y, a causa de esa x por la cual yo
le recordaba [a Dora] al señor K., ella se vengó de mí como se vengara de él, y me abandonó, tal como se
había creído engañada y abandonada por él. De tal modo actuó {agieren} un fragmento esencial de sus
recuerdos y fantasías, en lugar de reproducirlo en la cura” (Ibíd.).
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La idea del “campo de batalla” aparece de manera recurrente en esta “Conferencia 28”: “La
trasferencia se convierte entonces en el campo de batalla en el que están destinadas a encontrarse todas las
fuerzas que se combaten entre sí” (Ibíd., pp. 413-14).
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Y remata: “Nunca nos dejemos volver locos por los pobres neuróticos” (Ibíd.).
Sabemos, por otra parte, que a Ferenczi le ha cuestionado cierta identificación a
la figura de una “madre tierna”. También le ha objetado, en más de una ocasión, su
denodado furor curandis: “La necesidad de curar y asistir se había vuelto hiperpotente
en él. Es probable que se propusiera metas inalcanzables con nuestros actuales medios
terapéuticos” (Freud, 1933b, p. 228)117, escribió alguna vez.
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Y, a su vez, no dejó de dar muestras de su indignación frente a la creciente difusión de la técnica
activa: ésta consistía en una serie de innovaciones clínicas, cuanto menos audaces, que el médico húngaro
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Sic!
Es que es el propio Freud el que escribe y alerta acerca de las invitaciones
sugestivas que ofrece el dispositivo, y que ofrece la neurosis, claro. Una de ellas,
escribe, es la de “desempeñar frente al enfermo el papel de profeta, salvador de almas,
redentor…”, que hemos citado anteriormente; esto ocurrirá, sostiene, toda vez que la
había introducido en buena medida como herramientas destinadas a sortear la rigidez del dispositivo
freudiano.
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persona del analista se preste a ser instalado en el lugar del ideal del yo. Hacia el final
de su obra y de su vida volverá sobre el mismo punto:
Una de las lecturas críticas que se ha hecho de la clínica freudiana –Lacan, por
ejemplo- ha ido, justamente, en esa dirección: toda vez que Freud interviene de manera
directiva, pedagógica, encarnando de una u otra manera el lugar del Amo, o del
Maestro, o ambos, la respuesta “resistencial” no tarda en llegar. Confrontar Dora
(Freud, 1905c), confrontar la Joven Homosexual (Freud, 1920b).
Está claro que en muchas ocasiones el analista, por las circunstancias puntuales
del caso en cuestión, decide intervenir desde el lugar del ideal, o desde el lugar del
saber. Pero aquí el problema es otro: de lo que se trata no es de la ocupación eventual
sino de la identificación del analista con ese lugar.
Pero Freud tropieza y extrae una enseñanza, tropieza y enseguida da un salto que
lo deja en otro lugar. Confrontar Dora, una vez más.
Es decir que el lugar del psicoanalista en la cura va sufriendo modificaciones
según los descubrimientos clínicos y las pinceladas metapsicológicas a las que Freud
recurre para atravesar los límites que se le van presentando. Y que, en muchos casos,
son producto de su propia posición.
Un ejemplo. En los años veinte, en su “Presentación autobiográfica” (Freud,
1925b), y a propósito de las fantasías de seducción cuyo valor etiológico había
postulado en los inicios con una fe casi ciega, señala:
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No podemos soslayar, al mismo tiempo, el hecho de que la propia instalación de la transferencia le
abre las puertas a todo un campo de satisfacción. Así lo señala Freud (1919a): “El enfermo busca la
satisfacción sustitutiva sobre todo en la cura misma, dentro de la relación de transferencia con el médico,
y hasta puede querer resarcirse por este camino de todas las renuncias que se le imponen en los demás
campos” (p. 159).
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Sigo sin saber qué ocurre dentro de mí; algo desde las más hondas
profundidades de mi propia neurosis se ha contrapuesto a todo progreso
en mi entendimiento de las neurosis, y tú has estado envuelto en ello de
algún modo. En efecto, la parálisis de escritura me parece destinada a
inhibir nuestro trato. No poseo ninguna garantía sobre ello, sentimientos
de naturaleza en extremo oscura. ¿No te ocurriría a ti algo semejante? (p.
299)
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El relato del caso “Katharina” (Breuer & Freud, 1893-95), aquella muchacha que Freud se topa en una
excursión por los Alpes, es paradigmático de la posición desde la cual se escuchaban e interpretaban los
síntomas histéricos: “Me interesó que las neurosis se hubieran propagado a más de 2.000 metros de
altura, y seguí interrogando” (p. 141), escribe de entrada Freud, y sobreviene allí entonces un
interrogatorio, cuanto menos, generoso. El doctor quiere confirmar su hipótesis –una seducción por parte
del tío-, y lo logra!
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Pero hay otra carta a Fliess, posterior, que merece especialmente ser evocada
aquí, la del 16 de abril de 1900. Con un tono menos afectado, Freud le comenta acerca
de un caso que había concluido su análisis recientemente: el hombre se sentía mejor, su
carácter había cambiado de modo notable, aunque de sus síntomas subsistía aún “un
pequeño resto”. Es, se supone, la primera vez que Freud considera el papel de la
transferencia en los tratamientos analíticos.
Transcribimos aquí lo que sigue:
Es, realmente, significativo aquello de que “estaba por completo en mis manos
prolongar todavía más la cura” (Kahanoff, 1997). No quedan dudas, más allá del caso
puntual del intercambio epistolar, que Freud se está preguntando por el lugar del
analista en la cura. Más aún, por su papel en el carácter terminable o interminable de los
tratamientos. El final de la secuencia no deja de ser reveladora: es, claramente, la
posición del psicoanalista lo que allí está en cuestión.
El problema es retomado, por supuesto, en “Análisis terminable e interminable”
(Freud, 1937), casi cuarenta años después. Freud comenta y pondera una conferencia de
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cómodo el estado en que se encontraba y no quería dar paso alguno que lo acercase a la
terminación del tratamiento” (Ibíd.).
Y ahí aparece una formulación que no podríamos dejar escapar: “Era un caso de
autoinhibición {Selbsthemmung} de la cura” (Ibíd.)120.
1.10.3 Conclusiones
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Después Freud evoca su intervención de fijarle un plazo al paciente, lo que habría destrabado la cosa.
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casos, son actuadas en la relación con el analista, proceso que viene a suplantar
la tarea de recordar.