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El terrorismo yihadista en América Latina:

¿La amenaza ignorada?


ROMÁN D. ORTIZ
Director del Área de Información y Análisis del Grupo Triarius y
profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes.

Tradicionalmente, América Latina ha sido percibida como un islote estratégico, un


escenario donde las reglas del juego de la seguridad internacional no se aplicaban o lo
hacían una de forma peculiar. Tal fue el caso durante la Guerra Fría cuando la
confrontación Este-Oeste tomó la forma de una oleada de violencia política
protagonizada por grupos guerrilleros y terroristas cuyo comportamiento estratégico
respondía a la inspiración del bloque socialista mezclada con lógicas propias de los
países latinoamericanos donde operaban. En cualquier caso, este aislamiento que
permitía a algunos analistas sostener la ‘peculiaridad estratégica’ de la región parece
definitivamente algo del pasado. Como un efecto más de la globalización, la seguridad
del continente presenta hoy una imagen más homogénea con el resto del escenario
internacional. En un mundo donde los flujos de personas y mercancías ya no encuentran
barreras infranqueables, los gobiernos latinoamericanos se enfrentan a amenazas con
semejanzas crecientes a las confrontadas por sus equivalentes en Europa o Extremo
Oriente. América Latina ha dejado de ser diferente.
Este cambio de la posición estratégica latinoamericana es clave para entender como
está afectando a la seguridad de la región el ascenso global del terrorismo yihadista.
Durante décadas, América Latina vivió de espaldas a la problemática de seguridad de
Oriente Medio y la mayor parte de los gobiernos de la región mantuvo posturas
estrictamente retóricas sobre la confrontación entre árabes e israelíes. Sin embargo, las
reverberaciones de la crisis de Oriente Medio comenzaron a llegar a la región con fuerza
creciente a partir de los años 80. De hecho, durante este periodo, regímenes radicales
como el de Muammar al Gadaffi en Libia y grupos armados como Al Fatah
establecieron lazos con gobiernos y movimientos de orientación izquierdista en la
región (Kopilow, 1984). Tal fue el caso con el apoyo político y militar ofrecido por el
gobierno de Trípoli a Nicaragua bajo el sandinismo. Lo mismo se puede decir de las
estrechas relaciones establecidas entre los distintos grupos terroristas palestinos y la
guerrilla salvadoreña del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). En
cualquier caso, las dimensiones del desafió estratégico planteado por la globalización
del conflicto de Oriente Medio sólo se hicieron visibles en América Latina a partir de la
década de los 90. De hecho, los ataques terroristas ejecutados por Hezbollah contra la
embajada israelí en Buenos Aires (1992) y la sede de la Asociación Mutual Israelí –
Argentina (AMIA) en la misma ciudad (1994) sirvieron de demostración palpable de
hasta qué punto América Latina podía llegar a convertirse en un campo de batalla de las
guerras de Oriente Medio.
Con la sombra de los ataques de Buenos Aires no tan lejana, el 11-S representó un
segundo aldabonazo para toda la región. América Latina estaba sembrada de intereses
estadounidenses susceptibles de sufrir ataques terroristas, incluyendo desde el canal de
Panamá hasta la tercera embajada estadounidense más grande del mundo (Bogotá).
Todo ello sin contar un número de comunidades judías y legaciones diplomáticas
israelíes susceptibles de sufrir igual suerte. Semejante lista de blancos estaba
desperdigada en países de fronteras porosas cuyos gobiernos, bien habían recortado de
forma dramática su inversión en seguridad durante las pasadas décadas (Argentina o
Perú), bien habían orientado sus esfuerzos a misiones muy distintas de la lucha global
contra el terrorismo (Brasil, Chile). Con este panorama no es raro que una parte de los
planificadores estadounidenses giraran sus ojos hacia el sur. De hecho, el Comando Sur
enfocó la parte central de su esfuerzo de cooperación a la mejora de las capacidades de
los gobiernos latinoamericanos para combatir el terrorismo, bien fuera de origen local
como en Colombia o de naturaleza global como las redes fundamentalistas en Paraguay.
Tras siete años de esfuerzos de la administración Bush para intensificar la
cooperación antiterrorista con América Latina, la ausencia de incidentes relevantes
podría empujar a dar la razón a los escépticos que han dado poco crédito a la posibilidad
de que Al Qaeda u otro grupo yihadista golpease en la región. Sin embargo, una mirada
cuidadosa a la evolución reciente del escenario estratégico latinoamericano está muy
lejos de resultar tranquilizadora. En ningún periodo como el presente, se han acumulado
evidencias de una presencia tan activa de grupos islamistas en América Latina. De
hecho, la creciente aceptación del Islam radical entre las comunidades musulmanes de
América Latina ha venido acompañada de un incremento de las actividades de redes
terroristas vinculadas a distintas organizaciones de corte islámico. Desde palestinos de
Hamas hasta ramas de Al Qaeda pasando por movimientos autóctonos de musulmanes
extremistas latinoamericanos, una larga lista de estructuras de orientación islamista se
han hecho presentes en el continente desplegando un repertorio de actividades que
abarca desde el desarrollo de redes financieras ilegales hasta la preparación de atentados
terroristas. Con esta perspectiva, no parece prudente desechar la posibilidad de una
escalada de violencia islamista en la región como sencillamente una perspectiva
paranoica. Al igual que antes Europa o Asia Oriental, América Latina puede descubrir
que el fundamentalismo se convierte en una amenaza significativa para su seguridad
sencillamente porque los radicales islámicos están determinados a convertir su yihad en
una guerra global.

1. ISLAM E ISLAMISMO RADICAL EN AMÉRICA LATINA


Como en el caso europeo, el asentamiento de redes de islamismo radical en América
Latina está vinculado a la existencia de sectores de inmigrantes musulmanes que se han
convertido en el espacio social aprovechado por los grupos radicales para insertarse en
el continente. De hecho, se estima que en América Latina existen un total de 17
millones de habitantes que tienen un origen más o menos lejano en países de religión
musulmana. En cualquier caso, dentro de este colectivo, se entremezclan perfiles
extraordinariamente diversos que abarcan desde palestinos llegados a la región a
comienzos de la década de 1930 hasta inmigrantes pakistaníes mucho más
recientemente asentados. De hecho, muchos de estos sectores sociales han abandonado
tiempo atrás el credo de sus antepasados y muy difícilmente pueden ser calificados
como musulmanes. En este sentido, una estimación más precisa del número de
practicantes efectivos de la religión musulmana en América Latina podría situarse en
torno a 1,5 millones de fieles (Pew Research Center, 2009, p. 32-33). Una cifra que
tiene mucho mayor significado a la hora de estimar las expectativas de los grupos
islamistas de ganar adeptos.
En cualquier caso, el reparto de los creyentes entre los países latinoamericanos
resulta muy desigual. Las comunidades más grandes en términos absolutos se
encuentran en Argentina (784.000 y el 1,9% de la población) y Brasil (191.000, menos
del 1% de la población) mientras que aquellas que representan un mayor porcentaje de
población y por tanto gozan de más influencia se sitúan en Surinam (83.000 fieles y el
19,4%), Guyana (55.000 fieles y el 7,2%) y Trinidad y Tobago (78.000 fieles y el
5,8%). Otros países tienen volúmenes menores y porcentajes menos relevantes de
población musulmana. Tal es el caso de México (110.000), Venezuela (94.000) Panamá
(24.000) y Colombia (14.000). La distribución de los fieles entre las distintas versiones
del credo musulmán sigue el patrón global con un 84% de sunnitas y un 16% de shiíes.
En cualquier caso, la distribución de estos grupos no es homogénea. De hecho, por
ejemplo, los shiíes tienen una presencia más significativa en regiones como la Triple
Frontera entre Brasil, Argentina y Paraguay. La división entre las dos principales sectas
del Islam tiene menos significado social y político en América Latina que en otras
partes del mundo. De hecho, en este contexto, no ha resultado excepcional que radicales
sunnitas y shiíes hayan desarrollado contactos e incluso establecido líneas de
cooperación.
Pese a que algunas fuentes señalan a una reducción en el número de creyentes
latinoamericanos, lo cierto es que la visibilidad de las comunidades islámicas ha crecido
a medida que se han hecho patentes sus esfuerzos para ganar nuevos adeptos (Andrade,
2001). Un proselitismo que se ha desplegado a lo largo de toda el continente; pero ha
resultado particularmente intenso en el caso de las comunidades shiíes. La vertiente más
visible de todo este activismo religioso ha sido la multiplicación del número de centros
de difusión de la doctrina islámica. De hecho, a principios de la década de 2000, se
calculaba que existían unas 80 mezquitas y 50 centros islámicos en la región. Sin
embargo, en los últimos años, se ha acelerado el ritmo de construcción de lugares de
oración islámicos en poblaciones como Buenos Aires (Argentina), Tacna (Perú), Cuiba
(Brasil) o Coquimbo (Chile). Una campaña de difusión religiosa que con frecuencia ha
sido respaldada por contribuciones financieras de gobiernos como los de Arabia Saudí o
Irán. Estas actividades de proselitismo han prestado especial atención a la conversión de
las comunidades indígenas lo que ha conducido a un aumento de los creyentes entre
estos sectores. De este modo, se ha consolidado una comunidad islámica sunní con
varios centenares de creyentes entre los indios Tzoziles en la frontera entre México y
Guatemala (Bell, 2005) Paralelamente, el proselitismo desarrollado por el venezolano
Teodoro Darmott condujo al adoctrinamiento en una versión radical del Islam shií de un
número de indígenas colombianos de etnia wayuu que formaron una organización con el
nombre Autonomía Islámica Wayuu (Karmon, 2009: 24-25).
En cierta medida, este terreno humano ha servido de espacio para el desarrollo del
entramado del islamismo radical en América Latina. De hecho, la aparición de
estructuras terroristas de corte yihadista en la región ha tomado dos formas. Por un lado,
grupos terroristas con su base en el exterior se han hecho presentes en América Latina
buscando fuentes de financiación, zonas de refugio u oportunidades para lanzar nuevos
ataques. Tal ha sido el caso de los palestinos de Hamas, los egipcios de Gama’a al
Islamiya, los libaneses de Hezbollah y los panislamistas de Al Qaeda. Por otra parte,
algunos grupos musulmanes latinoamericanos se han embarcado en procesos de
radicalización que les han conducido a inclinarse hacia la violencia. Sin duda, el primer
ejemplo de esta tendencia esta en el caso del movimiento Gama’at al Muslimin de
Trinidad y Tobago (Zambelis, 2009). Lo mismo se puede decir del grupo denominado
Hezbollah Argentina que ha manifestado su cercanía a grupos de extrema izquierda del
país del Cono Sur como el denominado Colectivo Quebracho (Karmon, 2006). Un
modelo que inspiró al mencionado Teodoro Darmott para radicalizar el grupo de que
creyentes que había reunido bajo el grupo Autonomía Islámica Wayuu y apostar por
crear una versión local del grupo terrorista libanés Hezbollah bautizada como Hezbollah
en Venezuela. (Poliszuk, 2008)
Sobre esta base, el asentamiento de las redes yihadistas en ciertas regiones
específicas de la geografía latinoamericana se vio facilitado por una serie de factores
sociales y económicos. Para empezar, la existencia de concentraciones de población
originaria del Medio Oriente y, en particular, de comunidades de religión musulmana
creó un entorno cultural más accesible para los terroristas. Además, las zonas de
frontera con las inevitables restricciones de la capacidad operativa de las fuerzas de
seguridad se presentaron como espacios más seguros. Paralelamente, los enclaves
comerciales con un elevado tránsito de personas, mercancías y dinero hicieron menos
visibles el desarrollo de actividades logísticas y operativas. Finalmente, la existencia de
grupos criminales involucrados en el narcotráfico, la falsificación de documentos y otras
actividades ilícitas facilitó a los operadores de los grupos islamistas encontrar socios
dispuestos a cooperar con ellos. El resultado de esta combinación de factores fue que las
actividades islamistas radicales tendieron a concentrarse en una serie de áreas
específicas: la zona limítrofe entre Argentina, Brasil y Paraguay bautizada como Triple,
la región de La Guajira en los límites entre Colombia y Venezuela, el área entorno a
Iquique en Chile, el puerto colombiano sobre el Pacífico de Buenaventura, la isla
Margarita en Venezuela, el área entorno al Canal de Panamá, las islas de Trinidad y
Tobago y la frontera de Guatemala y México. Toda una lista de puntos sensibles que ha
llegado a convertirse en la geografía del radicalismo islámico en América Latina.

2. UN ESPACIO POLÍTICO FAVORABLE PARA EL ISLAMISMO


RADICAL
En buena medida, la expansión de las organizaciones yihadistas en América Latina
está asociada con un cambio en el clima político latinoamericano en lo relativo a la
visión sobre la situación de Oriente Medio y en particular el conflicto palestino-israelí.
Si bien es cierto que un cierto número de países de la región habían mantenido
tradicionalmente posiciones favorables a los intereses de los países árabes, no cabe duda
de que el ascenso de una ola de gobiernos de orientación bolivariana con un discurso de
corte “antiimperialista” ha significado un salto cualitativo en este sentido. De hecho, la
decisión de un número de cancillerías latinoamericanas de orientar su política exterior
de acuerdo con los principios de “solidaridad revolucionaria”, rechazo a Estados Unidos
y condena a Israel han creado un escenario favorable para la aceptación del discurso
político del radicalismo islámico con lo que el clima ideológico regional se ha hecho
más favorable para el asentamiento de redes fundamentalistas.
Sin duda alguna, el caso más paradigmático ha sido el de Venezuela. Si bien
Caracas tradicionalmente ha mantenido una notable cercanía con las capitales árabes
con las que comparte intereses económicos en tanto que país exportador de petróleo y
miembro de la OPEP, la llegada al gobierno de Hugo Chávez ha significado una fuerte
radicalización en el discurso y los hechos de la diplomacia venezolana en este terreno.
Ciertamente, esta tendencia estaba inscrita en la naturaleza del proyecto bolivariano de
Hugo Chávez, que había tenido como uno de sus mentores ideológicos al fallecido
sociólogo argentino Norberto Ceresole conocido por sus posiciones antisemitas y su
proximidad al régimen islámico iraní (Garrido, 2001). En cualquier caso, el giro
comenzó a resultar evidente con la reacción venezolana a la intervención israelí en
Líbano en agosto de 2006 que el presidente Chávez calificó como “un genocidio” en la
medida en que “han hecho algo parecido, que sé yo si peor que lo que hacían los nazis”.
(Globovisión, 2006; AFP, 2006). La escalada verbal contra el Estado judío alcanzaría
nuevas cotas solamente dos años después, a finales de 2008, cuando las fuerzas armadas
israelíes intervinieron en Gaza como respuesta a una cadena de ataques contra su
territorio. En este contexto, Chávez volvió calificar la acción militar de Jerusalén como
“genocida” y exigió a la comunidad judía venezolana que se pronunciase en su contra.
Posteriormente, el mandatario venezolano pasó de las palabras a los hechos y expulsó al
embajador israelí. Este proceso de radicalización de la política exterior venezolana vino
acompañada de una oleada de antisemitismo que se hizo visible en una escalada de
acciones que paso de los graffiti antijudíos al asalto de la principal sinagoga de Caracas
(Sreeharsha, 2006) (El Universal, 2008).
En cualquier caso, el caso de Venezuela no es único. De hecho, en Bolivia, el
presidente Evo Morales anunció que presentaría una demanda por genocidio contra los
dirigentes israelíes ante la Corte Penal Internacional justo antes de comunicar la ruptura
de las relaciones diplomáticas con Israel. (AFP, 2009). Más allá de la voluntad de
colocar la diplomacia boliviana en línea con la venezolana, lo cierto es que la influencia
de Teherán en la decisión de La Paz quedó de relieve en las declaraciones realizadas por
el ministro iraní de Cooperativas, Moahammad Abbasi a la salida de una reunión con
Morales poco antes de que se anunciase la ruptura con el Estado hebreo. Sin llegar tan
lejos, con ocasión de la misma intervención israelí en Gaza, el presidente ecuatoriano,
Rafael Correa, rompió el tradicionalmente alineamiento de Quito con Jerusalén para
repudiar “la masacre que está sufriendo el pueblo palestino” como parte de una condena
general de “todo tipo de prácticas colonialistas, neocolonialistas e imperialistas” (Hoy,
2009). La evolución hacia un clima político más condescendiente con los grupos
radicales musulmanes se hizo aún más evidente en el caso de Paraguay donde el
presidente Lugo no dudó en sumar a su gabinete como ministro de Relaciones
Exteriores a Alejandro Hamed Franco, denunciado por el gobierno norteamericano por
haber mantenido contactos con dirigentes de Hezbollah durante el periodo en el que
sirvió como diplomático en la embajada paraguaya en Beirut (AFP, 2008). Una
designación que sin duda ha facilitado el acercamiento de Paraguay a la República
Islámica de Irán como uno de los objetivos declarados de la nueva política exterior
impulsada por la administración de Fernando Lugo.
En este contexto político, las actividades políticas de los grupos islamistas radicales
se han visto considerablemente facilitadas. La primera señal en este sentido se hizo
visible con el anuncio realizado Hamas tras su victoria en las elecciones palestinas de
2006 de que enviaría delegados a Argentina, Brasil, Bolivia, Cuba y Venezuela con
vistas a buscar reconocimiento político y respaldo financiero para su causa. La iniciativa
palestina fue recibida con cierta frialdad en Brasil donde su ministro de Relaciones
Exteriores, Celso Amorim, manifestó que el reconocimiento político de Hamas debía
condicionarse a su aceptación de la existencia de Israel. Sin embargo, la propuesta de
los islamistas palestinos encontró una calurosa bienvenida en Venezuela donde el
entonces Vicepresidente, José Vicente Rangel, declaró que no existía ninguna objeción
para recibirlos. (El Universal, 2006). Los contactos continuaron en agosto de ese mismo
año cuando una delegación del congreso venezolano encabezada por el entonces
vicepresidente del legislativo, Desiree Santos Amaral, se entrevistó con delegados de
distintas facciones palestinas entre los que se encontraba representada Hamas (Nahmias,
2006, 8 de Agosto). En cualquier caso, la voluntad manifestada por el gobierno de Hugo
Chávez de establecer contactos políticos con la organización palestina tendría que
esperar más de dos años y no tendría lugar en Caracas sino en Teherán donde el
canciller venezolano, Nicolás Maduro, mantuvo un encuentro con el presidente de la
Oficina Política de Hamas, Khaled Mishaal (The Paletinian Information Center, 2007).
Durante el encuentro, los representantes venezolanos no solo apoyaron al pueblo
palestino frente a la agresión de Israel y la opresión de EE.UU. sino que además
realizaron una invitación formal para que los líderes de Hamas visitaran Caracas.
La voluntad de tejer relaciones políticas en América Latina por parte de los grupos
islamistas radicales también se ha hecho patente en el caso de Hezbollah. De hecho, la
organización shií libanesa ha tratado de encontrar socios políticos en América Latina a
través de sus vínculos con el movimiento internacional anti-globalización. En 2004,
Hezbollah lideró una conferencia internacional en Beirut bajo el peculiar título de
“¿Qué es lo próximo para el Movimiento Global Anti-Guerra y Anti-Globalización?”
(“Where Next for the Global Anti-War and Anti-Globalisation Movements?”) en cuya
organización participaron grupos de Nicaragua y Brasil. La reunión tuvo su
continuación cinco años más tarde en el Foro Internacional de Beirut para la
Resistencia, el Antiimperialismo y la Solidaridad entre Pueblos y Alternativas (Beirut
International Forum for Resistance, Anti-Imperialism, Solidarity between Peoples and
Alternatives) donde el protagonismo latinoamericano estuvo a cargo de una delegación
venezolana de más de 30 personas entre las que se encontraban destacados miembros
del gubernamental Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) (Karmon, 2005).
En cualquier caso, el cambio estratégico más favorable para el crecimiento del
islamismo en América Latina ha sido la puerta abierta por los gobiernos bolivarianos de
la región a la República Islámica de Irán. En este sentido, la penetración iraní en el
continente tuvo su punto de arranque en la alianza estratégica forjada entre Caracas y
Teherán. Cimentada sobre la relación personal del mandatario venezolano, Hugo
Chávez, con su homólogo iraní, Mahmoud Ahmadinejad, la relación entre los dos países
se ha materializado en una miríada de acuerdos comerciales, financieros, industriales y
también de seguridad (Intelligence and Terrorism Information Center at the Israel
Intelligence Heritage & Commemoration Center, 2009). Al mismo tiempo, el presidente
Chávez se ha convertido en un promotor clave de la presencia iraní en toda la región
(Gratius & Fürtig, 2009; Hakimzadeh, 2009) De hecho, el mandatario venezolano ha
multiplicado sus esfuerzos de mediación y acercamiento para conseguir que Irán
desarrolle un extenso entramado de relaciones políticas y económicas desde Nicaragua
hasta Bolivia y desde Ecuador hasta Brasil. La muestra más visible de la penetración de
Teherán ha sido el aumento del número de sus legaciones en el continente que han
pasado de seis a once en poco más de dos años.
Paralelamente a la expansión de las instalaciones diplomáticas y el personal de las
mismas, se han multiplicado los indicios de un incremento de la presencia de miembros
del aparato de inteligencia externa iraní pertenecientes a la sección de operaciones
exteriores del Ministerio de Inteligencia y Seguridad (VEVAK) y la Fuerza Al Qods
del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica (Pasdaran). Unas estructuras de
recolección de información y operaciones encubiertas que normalmente operan desde
las embajadas de la República Islámica (Cordesman, 2007). Este incremento de la
actividad de inteligencia resulta particularmente preocupante si se tiene en cuenta que
existen evidencias desde tiempo atrás de que los agentes de la VEVAK y la Fuerza Al
Qods cooperan estrechamente con Hezbollah en el desarrollo de acciones terroristas. De
hecho, la región ya sufrió en carne propia el efecto de las acciones conjuntas en el caso
de los atentados de Buenos Aires (Farah, 2009: 7). Bajo estas circunstancias, nadie
puede garantizar que el actual incremento de los activos de inteligencia de Teherán no
sea el prólogo de una nueva edición de la misma historia.
3. LA EXPANSIÓN DE LA INFRAESTRUCTURA ISLAMISTA
La ampliación de los contactos entre algunos gobiernos latinoamericanos y
organizaciones islamistas radicales ha venido acompañado de una expansión de las
estructuras logísticas y financieras del movimiento yihadista en América Latina. De
hecho, la utilización de los comunidades inmigradas de origen árabe asentadas en
América Latina como espacios donde recaudar apoyo financiero u ocultar militantes
“quemados” fueron las primeras actividades desarrolladas por los grupos
fundamentalistas en el continente. La zona de la Triple Frontera entre Argentina, Brasil
y Paraguay entró inicialmente bajo la lupa de las agencias de inteligencia por su papel
como centro de financiación del terrorismo yihadista internacional. Con una población
de origen árabe de entre 20.000 y 30.000 personas principalmente ubicadas en la
localidad paraguaya de Ciudad del Este y la ciudad brasileña de Foz de Iguazú, la
intersección entre las fronteras de los tres países ha operado históricamente como un
foco de comercio en todas sus variantes, legales e ilegales. Este contexto ha resultado
particularmente fértil para el desarrollo de actividades de recaudación de fondos a favor
de diversos grupos terroristas de corte islamista. De hecho, algunas estimaciones
señalan que Hamas y Hezbollah recibieron de residentes árabes de Foz de Iguazú una
suma de entre 50 y 500 millones de dólares solamente en el periodo entre 1999 y 2001.
Este enorme volumen de recursos destinado a sostener organizaciones terroristas de
inspiración yihadista proviene de una combinación de actividades que abarcan desde la
búsqueda de donaciones entre la población musulmana hasta un extenso repertorio de
negocios ilegales. De hecho, los grupos yihadistas han aprovechado el papel de la Triple
Frontera en el tráfico de cocaína hacia Brasil y Argentina para tomar parte en este
lucrativo negocio. Así, en mayo de 2002, el arresto del ciudadano de origen libanés Ali
Assi en el aeropuerto de Beirut con diez kilos de cocaína en su equipaje puso al
descubierto la conexiones criminales de este pequeño empresario de Ciudad del Este
con su cuñado Ali Asan Abadia que operaba como uno de los coordinadores financieros
de Hezbollah en la zona de Triple Frontera (Hudson, 2003, p.25). Posteriormente, a
comienzos de 2003, la participación de la organización terrorista shií en el mercado de
la droga quedó confirmada tras la captura de un hombre de negocios de Ciudad del Este
por tráfico de cocaína que mantenía vínculos con Assad Ahmad Barakat, quien
posteriormente fue identificado como un operador clave de Hezbollah implicado en el
atentado contra la AMIA. En cualquier caso, además del narcotráfico, las redes
terroristas libanesas han recurrido a otro tipo de actividades ilícitas como la extorsión y
la venta de productos electrónicos pirateados.
Una parte sustancial de las actividades financieras y logísticas desarrolladas por
Hezbollah y otros grupos islamistas en la Triple Frontera se han apoyado en redes de
crimen organizado de muy diversa índole. El empleo de estas estructuras mafiosas ha
proporcionado dos ventajas estratégicas claves a las organizaciones fundamentalistas.
Por un lado, les han prestado servicios esenciales –transporte de mercancías, lavado de
activos, etc.– para que las operaciones jihadistas pudiesen llevar a cabo con éxito. Por
otra parte, han minimizado los riesgos de los militantes islamistas en la medida en que
estos han delegado la ejecución de algunas de las actividades arraigadas a criminales
comunes. Un buen ejemplo de este patrón de operaciones se pudo contemplar en la
asociación del grupos islamista egipcio al-Gama’a al-Islamiyya con clanes criminales
chinos asentados en la Triple Frontera (Hudson, 2003, p.43). De hecho, en el año 2000,
se interceptó un carguero con bandera de Camerún en la isla de Chipre que contenía un
cargamento de armas enviado por miembros del clan criminal Sung-I basado en la
ciudad paraguaya de Hernandárias con destino al mencionado grupo fundamentalista.
De igual forma, otro entramado criminal chino conocido como la familia Ming sirvió de
puente para el desvío de fondos de al-Gama’a al-Islamiyya desde la Triple Frontera a
paraísos fiscales en las Islas Caimán o Guyana.
De igual forma, Gama’a al Islamiya se ha convertido en el mejor ejemplo de cómo
los movimientos islamistas han utilizado el continente como una zona de retaguardia
donde ocultar a sus militantes más buscados. La organización egipcia adoctrinada por
Omar Abdel al-Rahman “el Jeque Ciego” fue responsable de la masacre cometida en el
templo de Luxor que costó la vida a 58 turistas extranjeros. Una buena parte de los
militantes islamistas que tomaron parte en esta acción terminaron buscando refugio en
América Latina. Entre ellos, Mohammed Abdel Aal fue arrestado por la Policía
Nacional colombiana en 1998, Said Mokhles resultó capturado en Uruguay en 1999 y
sus compañeros de armas Mohamed Ali Soliman y Hesham al-Tarabili cayeron en
manos de las autoridades brasileñas en 2002. De este modo, se hizo evidente que la
dirección de Gama’a al Islamiya había escogido de forma consciente América Latina
como una zona para dar refugio a sus militantes frente a la presión de las fuerzas de
seguridad egipcias. Una decisión estratégica que abrió un desafío de seguridad
importante para los gobiernos de la región, especialmente si se tiene en cuenta la
cercanía de algunos miembros de dicho grupo terrorista egipcio con Al Qaeda.
Los vínculos desarrollados entre grupos islamistas radicales y redes de crimen
organizado se han hecho visibles más recientemente en otras zonas de América Latina.
En octubre de 2008, tras dos años de investigación, la denominada “Operación Titán”
desarrollada por agencias de seguridad de Estados Unidos, Colombia y España permitió
la captura de más de un centenar de personas y el desmantelamiento de una red que
conectaba redes de narcotráfico colombianas asociadas a la denominada “Oficina de
Envigado” con Hezbollah (El Espectador, 2009). El eje central del esquema giraba en
torno al ciudadano libanés Chekri Mahmoud Harb que operaba como enlace entre el
grupo terrorista shií y las estructuras mafiosas asentadas en Medellín. Las empresas
fachada y los circuitos de lavado de activos desarrollados por la organización se habían
llegado a extender desde Panamá y Costa Rica hasta Oriente Medio y China.

4. LOS ATAQUES YIHADISTAS EN AMÉRICA LATINA


En cualquier caso, paulatinamente, el movimiento yihadista ha pasado de ver
América Latina como un entorno donde desarrollar operaciones logísticas para
comenzar a verlo como un nuevo campo de batalla para su lucha armada. En este
contexto, curiosamente, la primera acción armada significativa de un grupo islamista en
el Hemisferio no fue un ataque terrorista sino que tomo la forma de un intento de golpe
de estado. Así, en julio de 1990, el grupo Yama’at al Muslimin liderado por Yasin Abu
Bakr trató de tomar el poder por las armas en la pequeña república caribeña de Trinidad
y Tobago. El grupo, que había recibido entrenamiento de Libia en los años 80, secuestró
al gobierno de las islas y anunció su intención de asumir el poder. En cualquier caso, la
reacción de las fuerzas de seguridad hizo fracasar la intentona y los rebeldes optaron por
rendirse tras unos días de negociación. Pese a que posteriormente fueron juzgados por
alta traición, Yasin Abu Bakr y sus hombres quedaron casi inmediatamente libres como
consecuencia de una amnistía. Desde entonces, han permanecido como una fuente de
inestabilidad para Trinidad y Tobago al tiempo que un foco de radicalismo religioso en
el corazón del Hemisferio.
Sin embargo, el punto de inflexión más significativo en este sentido tuvo lugar con
los mencionados atentados contra la embajada de Israel y la AMIA en la ciudad de
Buenos Aires. Ambos ataques pusieron de relieve la vulnerabilidad América Latina a
acciones terroristas de gran letalidad y establecieron un patrón de operaciones que
merece ser puesto de relieve en la medida en que no resulta descartable que pueda
repetirse. En este sentido, para empezar, vale la pena subrayar la magnitud de ambos
ataques que provocaron veintinueve muertos en el caso de la legación israelí y ochenta y
seis en el golpe a la Asociación Mutual Israelí- Argentina. Semejantes acciones fueron
posibles gracias a una combinación de operadores provenientes del exterior e
infraestructura terrorista existente con anterioridad en la región. De hecho, los atentados
tomaron la forma de operaciones suicidas ejecutados por integrantes de Hezbollah
apoyados en una red de colaboradores asentados en la Triple Frontera y la complicidad
de varios funcionarios de la embajada iraní en Argentina que hoy están reclamados por
la Interpol (Fernández Moores, 2007).
Al mismo tiempo, las motivaciones del ataque y el contexto político en los atentados
tuvieron lugar también resulta significativo. A principios de los 90, Hezbollah había
recibido una serie de duros golpes por parte de las fuerzas armadas israelíes y estaba
buscando un blanco de oportunidad que le permitiese realizar un ataque en represalia.
En este sentido, los intereses israelíes en Buenos Aires se presentaron como opciones
relativamente accesibles en un escenario con un bajo nivel de alerta frente a un ataque
islamista. Por otra parte, la decisión del entonces presidente argentino, Carlos Menem,
de suspender la cooperación nuclear con Teherán no pudo por menos que irritar al
régimen de los Ayatollahs. Sin embargo, parece exagerado señalar que fue esa decisión
del gobierno argentino la que desencadenó el ataque. Más bien se podría pensar que el
frenazo a los intercambios nucleares entre los dos países dejó a Irán sin nada que perder
en Argentina e hizo mucho más fácil que Hezbollah recibiese la autorización de sus
patrocinadores persas para ejecutar una acción de tal magnitud. Dicho de otra forma, la
parálisis en la cooperación entre los dos países no fue la motivación de los atentados;
pero redujo las inhibiciones iraníes a la hora de ir adelante con un ataque masivo.
En comparación con los mencionados ataques de Buenos Aires, el resto del record
del terrorismo yihadista en América Latina parece pequeño. Casi simultáneamente al
atentado de la AMIA se produjo el estallido de una avión de pasajeros en Panamá que se
saldo con la muerte de sus veintiún pasajeros de los cuales una docena eran judíos
(Steinitz, 2003). Un incidente que fue reivindicado como un atentado suicida por la
misma facción de Hezbollah que se responsabilizó de la masacre de la AMIA. A partir
de ese momento hay que esperar catorce años para encontrar un incidente que
claramente revele la intención de ejecutar un ataque, en cualquier caso, infinitamente
menor que sus antecedentes en Argentina. Tal fue el caso del arresto de un militante de
la denominada “Hezbollah Venezuela” poco después de que hubiese colocado dos
artefactos explosivos en la cercanía de la legación norteamericana en Caracas en octubre
de 2006.
Más allá de este incidente menor, abundan los indicios de planes y acciones
frustradas que parecen revelar una creciente tendencia de las células islamistas de la
región a ir más allá de las actividades puramente logísticas y buscar oportunidades para
la comisión de actos terroristas. Así, en noviembre de 2000, la detención del libanés
Salah Abdul Yasine sospechoso de colaborar con Gama’a al Islamiya pareció frustrar el
intento de lanzar un atentado múltiple contra las embajadas de Estados Unidos e Israel
en Asunción. Un plan en el que aparentemente estaba previsto que participasen hasta
treinta militantes. Posteriormente, en abril de 2001, se descubrió un plan de Al Qaeda
para atentar simultáneamente contra las embajadas norteamericanas de Quito y
Montevideo que obligó a reforzar dramáticamente la seguridad de ambas instalaciones.
Mucho más recientemente, a mediados de 2007, se arrestó a tres militantes islámicos
con lazos con el grupo Yama’at al Muslimin de Trinidad y Tobago que estaban
preparando un plan para volar los depósitos de combustible del aeropuerto internacional
John F. Kennedy de Nueva York en lo que hubiese sido un ataque de consecuencias
catastróficas comparables al 11-S.

5. CONCLUSIÓN: ¿PRELUDIO A UNA TORMENTA?


A la vista de todo lo mencionado, el aumento del activismo islamista en América
Latina durante los pasados años debería ser interpretado como una señal del creciente
riesgo de que la región vuelva a convertirse en un objetivo del terrorismo yihadista. La
alarma desatada por los atentados de Buenos Aires y posteriormente el interés
norteamericano de blindar el Hemisferio como reacción a los ataques del 11-S se
tradujeron en un esfuerzo de seguridad que proporcionó a América Latina quince años
de tranquilidad en lo que se refiere al terrorismo yihadista. Sin embargo, una serie de
factores se están conjurando para abrir grietas cada vez visibles en las barreras que
protegieron la región durante los pasados años. Por un lado, una serie de gobiernos de
corte bolivariano no solo se niegan a ver el islamismo radical como una amenaza sino
que se han convertido en puentes para abrir paso a algunas de las organizaciones
integristas más violentas hacia el continente. Al mismo tiempo, el control de algunos
gobiernos latinoamericanos sobre algunas fracciones de su territorio nacional ha tendido
a debilitarse creando espacios vacíos que facilitan la penetración de grupos terroristas
internacionales y pueden ser empleados como bases de apoyo para la comisión de
atentados. Finalmente, algunos sectores de las comunidades musulmanas
latinoamericanas han experimentado un proceso de radicalización que les ha convertido
en nichos sociales propicios para que redes terroristas yihadistas puedan encontrar
apoyo y refugio.
Toda esta combinación de factores está creando un entorno de seguridad muy volátil
que podría resultar tentador para que organizaciones terroristas de alcance global como
Hezbollah o Al Qaeda busquen la oportunidad para lanzar un ataque de grandes
proporciones. Esta eventualidad parece más verosímil si se tiene en cuenta que el
terrorismo yihadista ha demostrado una extraordinaria capacidad para proyectarse de
forma global, buscando oportunidades fuera de sus espacios estratégicos habituales para
realizar ataques masivos. Durante los años 80, la inmensa mayoría de los atentados
islamistas se concentraron en Oriente Medio con epicentros como Israel, Líbano o los
Estados del Golfo. A lo largo de los 90, los ataques de gran envergadura se extendieron
hacia el Magreb, el Cáucaso, África Oriental, Asia Meridional y por primera vez a
América Latina. En la década de 2000, principalmente de la mano de Al Qaeda y sus
estructuras satélites, se contempló la emergencia de un fenómeno prácticamente global
que realizó ataques traumáticos en Estados Unidos., Europa Occidental, Rusia y
Extremo Oriente. La próxima década podría ver como el terrorismo masivo yihadista
llega para quedarse definitivamente en el escenario estratégico latinoamericano como
una amenaza de grandes dimensiones. De hecho, la región combina un clima de
seguridad en franco deterioro con una abundancia de blancos atractivos para la redes
islamistas. En tales circunstancias, resulta urgente que los gobiernos de dentro y fuera
del Hemisferio inviertan más voluntad política y recursos materiales para confrontar un
riesgo que hasta el momento ha sido subestimado. De lo contrario, se corre el riego de
que el escenario del próximo ataque tenga nombre latinoamericano.
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