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El Ltimo Solo de Thomas Tympana
El Ltimo Solo de Thomas Tympana
A causa de la fricción era que se escurrían tímidas gotas de sangre entren sus manos.
Se trataba un líquido espeso y carmesí que terminaba por encharcase entre las comisuras de sus
garras, o bien en el suelo impecable.
Su mente estaba en blanco, pero su cuerpo se movía a una velocidad de infarto, y al son de un
ritmo demencial, donde el retumbar desbocado de los golpes histéricos a la batería rebotaban en
la enorme sala, y entre los asientos de las atónitas personas que contemplaban el espectáculo.
Dichos golpes previstos de una furia ferviente se expendían en forma de notas, que terminaban
por morir en los oídos de los jueces, y camino de sus corazones. El solo final de batería de
Thomas Tympana no dejó a nadie indiferente. Algunos lloraban al contemplar sus propias
emociones a flor de piel, otros temblaban de la propia genialidad de tal ritmo, había quienes,
incluso, provocaron desperfectos en los brazos de los sillones, de tal fuerza con la que les
clavaban las ansiosas uñas.
Ojalá aún siguiera palpitando la caja torácica en su pecho, su bombo interior. Así hablaríamos de
tal éxito en nuestro local de confianza, entre copas y ritmos de swing. Pues yo le preguntaría
«¿Cómo lo hiciste?», a lo que el se reclinaría sobre su silla con una sonrisa pícara, tamborileando
en la mesa nerviosamente como siempre hacía, para luego responder «Quién tiene suerte en el
amor no la tiene en el juego, y viceversa, compañero». Y estaría diciendo la verdad, a sabiendas
de que ni una sola de sus fugaces relaciones había ido lo que se considera como “bien”. Todas
sus mujeres se sentían, en algún momento u otro, eclipsadas por los dos primordiales amores de
Thomas; el jazz y la batería. No existía para él nada más importante, ni nada más emocionante.
Ni había sexo que pudiera hacerle entrar en un trance mayor de lo que lo hacía un potente solo,
en el que todos los focos apuntaban a él, y cada rebote de los parches y los platos encajaba a la
perfección en el tempo.
No se llevaba bien con su familia, y apenas con nadie. Pues no había persona que tuviera tal
valor o le aportara tanto como lo hacía el ritmo nervioso y la melodía dulce del Jazz. Y si yo
podía darme el lujo de considerarme su mejor amigo no era sólo por ser el único, sino por
constituir la voz del baile desesperado de su piano. Si podía permitirme salir de copas con él se
trataba tan sólo de un pretexto, de un pequeño pasatiempo entre canciones en el local en el que
tocábamos cada noche.
A menudo amanecíamos solos, entre sabanas mojadas, tan sólo acompañados por el reflejo
cálido del sol y nuestros pensamientos nublados, consecuencia al sexo y al alcohol.
Más no éramos capaz de percatarnos de la factura que pasaba a nuestra mente mente o nuestros
cuerpos. Pues por muy bajo que estuviéramos, manteníamos la mente en calma sabiendo que
siempre el otro estaría en la habitación continua. Qué tan sólo había que abrir la puerta para
encontrar la sonrisa pícara de Thomas, invitándome a desayunar. De esta manera, manteníamos
la mente en calma plena. Y no había agotamiento muscular que no pudiera curar una rápida línea
de ketamina.
Así siempre teníamos ganas de tocar una noche más.
Hace ya un mes que no toco el piano, ni piso un local. Pero he seguido consumiendo y follando
como un animal. Con la desesperación propia de alguien que sabe que nunca volverá contemplar
la intensidad de la luz que le alumbraba.
Mi mejor amigo revolucionó la escena de la música, a golpe de baquetas, sondado por un bombo,
y entre chasquidos de hit-hats. Fue esta vida la que nos condujo a la destrucción, la que nos saco
de la calle, nos dio la vida y la que nos la quitó.
Más fue justamente su ritmo de vida, su música, su pasión, su obsesión, su actitud excéntrica,
desenfrenada, y pícara lo que hizo la leyenda del hombre que murió tocando el mejor sólo de
batería de la historia del Jazz.
Su leyenda es lo que queda de él, y yo soy lo que queda de nosotros.