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Una vulgar demostración de poder

Hay cosas que se escriben como los funerales africanos, con música de fondo, la música de
mi juventud perdida. No un requiem sino por el contrario un canto celebración de la vida
abriéndose paso, los himnos de juventud que me acompañaron hoy ya extintos pero cuyo
humo flamea como el humo del campo de batalla, mientras piso los restos de mí juventud
pérdida.

Tenía el pelo largo en los 90’ y escuchaba heavy metal, al igual que ahora los jóvenes.
Perdón, se me escapó una risa... corrijo, al igual que los jóvenes de ahora no, sino al igual
que las juventudes hitlerianas escuchaban a Wagner. El heavy metal es un estilo de vida,
una tendencia a la destrucción que se apaga antes de nacer. El entusiasmo que anima el
sentimiento metalero no es una intención, no buscábamos ser malos, ni golpear gente por
ahi, menos yo que era un alfeñique, solo queríamos sentir una intensidad, que presagiaba el
mal augurio de los tiempos que vendrían de música famélica, comparada con la de los
Dioses del Metal. En esta Era donde nada se compara con nada y todas las almas son bellas
puedo decir que el Metal Pesado con la música actual, como conjugación de música clásica
y distorsión eléctrica se equipara a Tyson noquenado a un peso pluma, incomparables no
por incompatiblidad sino por diferencia de potencial.

Nunca tuvimos demasiada calle, éramos niños de su madre, que vivían una vida interior
más rica que la del mayor trotamundos, alimentando fantasías de guitarras al aire,
compensando nuestra falta de talento para tocar, o de dinero para tener una. Nuestra
elegancia era espiritual, y la unica carta de presentación que teníamos era saber que
nuestros gustos eran refinados, y estaban más cerca del Hades que de los Campos Elíseos.
Hoy en día somos gente común, como cualquier personaje de Dostoievsky, pero sin la parte
criminal, donnadies que albergan un fueguito ya casi extinguido que de vez en cuando
enciende un disco “satánico” que ponemos en Spotify, pero que nos nos hace olvidar los
amados CDs de 22 pesos que comprábamos después de ahorrar durante semanas.
Cambiamos los libros de ocultismo por los de Nietzsche, y nuestros ojos dejaron de mirar
nuestro interior para ver las ruinas de nuestra adolescencia perdida, que intento evocar
escribiendo estas letras, mientras escucho el último disco del colorado Mustaine, gentileza
de la quimioterapia.
Renata giraba sobre su propio eje hasta el instante en que cayó desplomada sobre la viruta.
Su padre no se dio cuenta del incidente, seguía martillando la teja, la tarea parecía infinita.
Medio mareada observó la espalda de su padre. El contorno le resultó extraño, no podía
hacer coincidir el sentido de autoridad que le despertaba la figura de aquel hombre de 52
años con ese puñado de líneas y colores, por más movimiento que expresaran. La lengua
entre los dientes y el cinto como una víbora masticando su muslo, el día que llegó treinta
minutos tarde a casa no encajaban con la camisa leñadora de a cuadros que a pesar de la
faena seguía tan lisa como la había dejado su madre después de plancharla el día anterior.
Estamos divididos, nunca somos lo que parecemos ni parecemos lo que somos. Con los
ojos ciegos, invadida por el recuerdo, solo atinó a decir "que hijo de puta".

Cómo otro objeto más modificado por su padre, ella también era parte de su quehacer.

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