Está en la página 1de 159

EL HUMO AZUL DEL RAMBLER

Alberto Alabí

1
CHAN- CHAN (LA ÚLTIMA ACEITUNA)

SÁBADO 1: Cuando Nessim Moisés advirtió que el bocado era de cerdo, fingió un ataque de tos y
escupió el pedazo en la rejilla del tragatormentas. Sólo tragó la sazón ligeramente picante de la salsa
inglesa. El trozo de carne pálida se detuvo junto a la colilla aún encendida de un Gálveston sin filtro.
Dámaso Pelayo Roux, el anciano profesor de Matemática, era el único sudamericano que fumaba Gálveston.
Al contacto con la brasa, el bocado lanzó una espiral de humo celeste con olor a carne asada. El paso de
un colectivo en plena aceleración distribuyó el aroma en las narices de cada uno de los viejos. Los lentos
viejos que durante docenas de sábados desde hacía cuarenta y tres años ocupaban la única mesa callejera
del bar La Tablita. Hipólito Toconás tragó saliva mientras volvía a sentir el agudísimo aguijonazo en la
base del cuello pero ahora con un eco doloroso que rebotaba en los pulmones. No tuvo ya dudas de que el
final había empezado. Venancio Loaisa se dio cuenta de la molestia de Toconás y lo interrogó levantando
simultáneamente ambas cejas con tristísima preocupación. Toconás asintió cerrando los ojos. Cuando
volvió a mirar a Loaisa se dio cuenta de que a partir de aquel momento sus ojos ya estaban despidiéndose
de todos los objetos que sobrevivirían a él y le vino a la memoria un poema de Borges. Miró con alegre
nostalgia la foto que durante más de cuarenta años se repetía cada sábado: los cuatro platillos de loza
blanca formando un cuadrante perfecto y equidistante que su compadre Venancio Loaisa había distribuido
como siempre. Los bordes casi tocaban el anillo que hacía de base del traslúcido sifón azul de vidrio en el
que durante casi medio siglo de sábados matutinos leyó con letras esmeriladas la marca Arthur. Como
siempre observó el crecimiento de las burbujas de gas. Vida, desarrollo y muerte de las imprevisibles
burbujas de gas. Volvió a convencerse mentalmente de que las diminutas esferas eran una metáfora
perfecta de la vida y de la gente. Las pompas pequeñas resistían más tiempo que las de mayor tamaño;
pero no siempre era así. Por ejemplo, apostaba que la diminuta de crecimiento lento aguantaría más que la
gorda de al lado; pero se disolvía antes -o al revés-. Se sirvió entonces un vaso de soda para producir un
Big- Bang caótico en el cosmos interno del sifón. Aburrido con el razonamiento volvió a mirar la mesa.
Uno de los platillitos lucía pequeñas esquirlas de papas fritas marrones y amarillas; el otro tenía tres
bermellones cáscaras de maníes; el tercero mostraba como en todos los sábados de todos los cuarenta y
tres años, el charco oscuro de la salsa Worcester ya sin ningún rastro de carne; el cuarto plato exhibía el
porte individual y prepotente de las dos últimas aceitunas. Las eternas y últimas aceitunas. Con esa imagen,
volvió a retomar la actitud de razonamiento filosófico al paso. Ésas eran las aceitunas de la vergüenza,
aquellas que a nadie se le ocurriría tocar; ese último bastión que todos donaban con sacerdotal renuncia en
favor de nadie -y de todos- como acto de cesión sólo para garantizar la continuidad del grupo. Las
aceitunas conscientemente ignoradas durante cuarenta y tres años eran el signo encurtido y vegetal que
aseguraba el espíritu cofrádico de los viejos sabatinos de La Tablita. Cada viejo cocinaba a solas su propio
guiso de duelos y quebrantos mentales, a Nessim Moisés lo mantenía en agitado silencio la certeza de que
era tan pecaminoso consumir jugo de carne de cerdo como haberse tragado un chancho entero y crudo.
Necesitó entonces decir algo para mitigar la culpa y expulsó la frase sin siquiera pensar. —Alguien tiene
que comerse estas aceitunas de mierda o van a terminar por matarnos a todos. Moisés, ahora doblemente
arrepentido, advirtió con estupor que aquellas insignificantes palabras habían desmandado una perrería
loca de hienas coléricas. Cada viejo se sacudió en su asiento y empezó a maldecir. Algunos dieron la
espalda a la mesa mientras hacían gestos de desaprobación; otros negaban mirando al cielo; Loaisa cocinó
al estupefacto gordo judío con centellas invisibles que le brotaban del ojo sano. El único que mantuvo la
compostura fue Toconás. Dejó que fueran calmándose los insultos y cuando advirtió que había vuelto la
compostura a la mesa, sonrió. Sonrió con la frescura de un niño y tomó una de las aceitunas, se la llevó a la
boca y empezó a mordisquearla mientras dejaba que el carozo jugueteara a lo largo de toda su sonrisa. Por
un instante los demás observaron su irrespetuoso regocijo con incredulidad; hasta que Pelayo Roux inició
un principio de carcajada como jadeo de ganso. Siguió Moisés con sus relinchos contagiosos y de
inmediato empezaron a sumarse los hipos entrecortados de Loaisa y los gritos agudos del propio Toconás.
Lo que comenzó como una descarga laxante se convirtió al cabo en una batahola de gritos desmadrados,
carcajeos asmáticos y risotadas que remataban en ahogos y lágrimas antiguas. Estaba verdaderamente
sorprendido Oreja, el mozo que durante cuarenta años había servido café a los viejos, era la primera vez
que los escuchaba reírse. Pateaban el piso, se golpeaban las rodillas. Los movimientos eran tan bruscos que

2
voltearon el sifón de soda y un cenicero cayó a la vereda; pero cada nuevo micro desastre les provocaba
todavía mayores carcajadas. Se reían con voluntad de cardumen, simultáneamente se quedaban en silencio
y de súbito arrancaban al mismo tiempo con las risotadas. Terciaban la risa con frases desconectadas y eso
les producía aun más gracia. Entre risas empezaron a juguetear con nombres propios de mujeres y con la
marca del auto que minutos antes los había sorprendido: Mercedes, ven... hacia mí; percedes menz; vosotros
merecedes penes. Siguieron con el juego por cinco minutos, hasta que quedaron repentinamente agotados y en
silencio. Aunque todavía mantenían la tensión de la risa, había empezado a filtrarse en los rostros una
paulatina y creciente melancolía. Al cabo de unos estirados minutos en los que sólo se escuchaba el
mugido de las bocinas y los bufidos de los motores diesel empujando a todo gas, Moisés volvió a hablar;
ahora dijo sin emoción y como si estuviera preguntándoselo al calor del mediodía. —¿Qué podrían hacer
unos viejos de mierda para ganar mucho, muchísimo dinero? No digo una cantidad importante, sino
mucho en serio. ¿Cómo hacen unos viejos inservibles para ganar una fortuna, una cantidad impresionante
de plata que obligue a todo el mundo a quererlos; digo, a adorarlos así, de rompe y raja? Aunque nadie
contestó y aunque pasaran otros largos minutos en silencio, cada uno de los hombres sintió sin mayor
esfuerzo el impulso por recuperar sueños oxidados y contestarse aquella extravagante pregunta retórica; en
verdad, ni tan extravagante ni tan retórica. Fue como si el calor y los ruidos callejeros se hubieran disuelto
de pronto haciendo que desapareciera de la calle todo movimiento. Lo excesivo del cuestionamiento de
Nessim Moisés abrió una especie de tajo no sólo en la situación sino en el calor, en el mediodía y en el
corazón de cada uno de aquellos parroquianos indolentes. Fue como si se agrietara de improviso una
enmohecida exclusa por la que empezó a manar primero un filtrado y luego una catarata con borbotones
de hipótesis desequilibradas. El mozo Oreja, que limpiaba en ese momento la mesa contigua a la de los
ancianos, también se preguntaba en silencio qué cosa podrían hacer aquellos viejos inservibles para ganar
una fortuna, una cantidad impresionante de plata que obligara a todo el mundo a quererlos o a adorarlos
así, de rompe y raja. Escuchó entonces con estupefacción y sin que pudiera identificar la voz de cada
anciano una secuencia fantástica de proposiciones, argumentos y contraofertas en aleación caótica y
vehemente. Descubren la vacuna contra el sida. O contra el Cáncer. No, la fuente de la juventud. O la
fórmula para hacerse inmortal. Sí, o invisible. Inmortal pero también invisible. Un aparato, algo que haga
volar sin aparato. Digo, volar como Batman. Súperman vuela, Batman no. Sí pero me gustan más las
mujeres que actúan con Batman. No, pero no boludeces, algo real. Hace como sesenta años que venimos
soñando boludeces. Batman, no es ninguna bol… ¡Callate, boludo! Tomó la palabra el profesor Pelayo
Roux como para ordenar a los indisciplinados educandos viejos y habló como si estuviera solo. —Siempre
volvemos al azar. Hay que ganarse algo. Hace sesenta y cuatro años que vengo jugando a la quiniela y sólo
gané una vez para dos paquetes de cigarrillos. Hay una película de unos viejos que asaltan un banco y les
va bien porque todo el mundo se compadece de ellos. Conozco también una vieja inglesa que posó
desnuda con otras amigas para un almanaque; pero no sé si se hizo tan rica. Una tal Baker o Becket.
Estaba bastante bien y no era tan vieja. Quedaron nuevamente en silencio hasta que habló ahora Hipólito
Toconás. Usó una voz cansada pero firme. —Todos saben lo que tengo, no me han dado todavía los
resultados del análisis pero cualquiera se da cuenta de que estoy más cerca del arpa que de la guitarra. Digo
que no tendré más de quince o veinte días. Cuando ocurra lo que tiene que ocurrir, les pido que sujeten las
lágrimas hasta unas horas después. La cosa es muy simple pero se necesitan huevos, aunque sean huevos
chuzos de viejo pero huevos. Me sientan en el asiento trasero de tu Gordini, Moisés; usted, Profe, calcule
la distancia entre los autos. Hay que estudiar la relación entre el semáforo y la velocidad que debe llevar el
renolcito de Nessim para que el Mercedes impacte justo donde me van a sentar ustedes. Es todo. Nada de
lágrimas ni mariconadas ahora, guárdenlas para la ocasión gloriosa. Lo único que van a tener que hacer es
un escándalo mayúsculo; pero un escándalo de padre y señor nuestro así el seguro paga rápido y sin
autopsia. Nadie puede sospechar nada porque todos tenemos el seguro nuevo ése que salió por ley. Esa
dádiva infame que cubre a cualquier grupo de gerontes -como nos llaman ahora- que tengan algún vínculo
social común. Bueno, ¿qué creen? Me fui hasta previsión social y pregunté si nuestro café de los sábados
en este bar entraba en la ley, ¿y qué creen? Bueno, me dijeron que sí; que estaba pensado justamente para
los viejos de mierda como nosotros. Así que si se muere cualquiera del grupo en un accidente los demás
cobramos, cobran, digo un fangote de guita. Pero tiene que ser un accidente. Y como yo ya estoy jugado y
no tengo nada que perder y aparte ¡qué más da veinte días más o menos! Y aparte este ladrón hijo de perra

3
tiene que devolverle algo al pueblo que le ha dado de comer. Digo El Mierda, el ricachón del Mercedes, él
va a servirnos, ya he pensado en todo. Sí, y no me miren con esa cara de pelotudos, yo ya estoy jugado.
Eso sí, cuando vuelvan aquí los próximos sábados a gastarse la plata, resérvenme la última aceituna. Ah, y
no creo que seamos tan inservibles. Sí, viejos de mierda pero no tan inservibles, no tan inservibles. Recién
entonces volvieron a reírse pero esta vez sin ganas y sólo por cortesía. El único que estuvo riéndose por
un instante más fue Toconás.

(- 2) SÁBADOS ANTES DEL GOLPE: Dos sábados antes del golpe, el mismo Toconás se encargó de
asignar a cada cual una tarea específica. Sus camaradas de café con franca y pesada melancolía notaron en
sus gestos esa típica recuperación de ánimo y salud que muestran los enfermos terminales cuando
indefectiblemente se están encaminando a la muerte. Ya le costaba hablar y cada tanto tosía pero al cabo se
recomponía y continuaba con mayor entusiasmo. Los ancianos escuchaban sus indicaciones en silencio,
asentían, realizaban algunas anotaciones y por último estrechaban con fuerza la mano de Toconás. Moisés
debía acondicionar el Renault Gordini haciéndole colocar cinturones de seguridad. Loaisa debía encargarse
de la logística familiar. Toconás les dijo que él personalmente haría todos los trámites para cobrar el seguro
por la muerte en accidente.

SÁBADO QUE SIGUE AL ANTERIOR: A Loaisa casi se le pararon los pelos cuando vio el auto pero
dio la voz de alarma. — Ahí viene El Mierda, dijo. La insignia con la estrella del Mercedes Benz se detuvo en
el semáforo junto a la mesa redonda de los jubilados viejos. El auto encandilaba con su fulgor plateado a la
hoja. Aunque era nuevo parecía diseñado en 1930 pero lo que más desconcertaba era esa especie de
soplido que hacía el motor. El hombre repantigado en el asiento trasero entrecerrando los ojos quitó el
volumen al pequeño televisor con la imagen del presidente norteamericano. Lo deleitaba escuchar el
criquido mínimo que hacía el reloj Ulises Nardin Locle cuando le daba cuerda. Miró por un rato la esfera
nacarada del reloj, se distrajo después con el aliento flamígero del payaso lanzallamas que actuaba frente al
auto y luego prestó atención a los pies pequeños y sucios de la concubina y partenaire del payaso. Miraba
los hermosos dedos pequeños de la muchacha joven calzada con sandalias viejas y peinado jamaiquino que
cubría sus piernas perfectas con una larga falda de aguayo peruano. Miró los treinta y nueve grados en el
termómetro público, hizo un rápido paneo buscando formas femeninas pero no descubrió nada que
pudiera interesarle. Quiso regresar entonces a los dedos pequeños pero ya no estaban donde los había
abandonado. Leyó entonces el graffiti que aludía a la homosexualidad del intendente, el pasacalle con el
mensaje familiar para la “Nueva Fisioterapeuta Lihué Lacsi”. Ya volvía a repasar la cuerda del reloj cuando
descubrió una forma y unos colores. Un cuerpo formidable se detuvo sobre la explanada de un
tragatormentas disponiéndose a cruzar. En aquel momento vino la racha súbita que hizo flamear el pelo
bermejo, levantó la falda y dejó la escena de Marilyn Monroe sepultada para siempre. Era muy alta y muy
joven y muy blanca y pelirroja, muy pelirroja y azul, muy azul. El hombre rico del auto calculó que el
semáforo le daría tiempo para bajar el vidrio y dejar que el rompehielos de su Mercedes, el traje, la seda de
la camisa, el brillante del pinche, los anillos y el reloj de oro hicieran su trabajo. Dedujo entonces que la
curiosidad azul de los ojos se cruzaría con el capitán de aquel barco. Como una ráfaga pasó el cuerpo junto
al navío pero no ocurrió nada de lo previsto. Por el contrario, quedó enfrentado con la mesa atiborrada de
viejos lobos de mar que lo miraban sin ningún pudor y con las húmedas bocas entreabiertas. Mientras
levantaba el vidrio, creyó advertir cierta agitación en los ancianos con los que desde hacía muchos sábados
tomaba aquel casual contacto; siempre tan idéntico, sistemático pero tan rígido. Odiaba a los viejos y los
viejos a él. Pero en ese ordinario mediodía prestó mayor atención al grupo y vio que el más gordo con cara
de judío miraba simultáneamente el reloj, su auto y el semáforo. El de rostro cetrino sacó rápidamente una
lapicera e hizo unos garabatos sobre una pringosa libreta de almacén; el de anteojos observaba también su

4
reloj y el semáforo. Ninguno de aquellos actos le resultó especialmente significativo, excepto la sonrisa del
anciano que parecía más enfermo. Seguramente no se reía de él pero algo tenía aquella sonrisa triste y
cínica que lo incomodó. La agitación fue momentánea pues desapareció con la luz verde y el auto con tres
soplidos lo sacó airoso de los viejos indiscretos. Estuvo inmediatamente lanzado sobre la ancha avenida
con platabandas rociadas de azul por las flores de jacarandá. Pensó si le producía algún pesar compararse
con aquellos viejos jubilados que apeñuscaban fracasos en una callejera mesa de bar. Eran viejos
especializados en sentir orgullo de sus oficios menores, expuestos al sol pesado de noviembre cayendo a
pique sobre sus pieles agotadas como de reptiles en muda. Viejos que no eran menos infames que él
mismo pero incapaces de atreverse a cualquier bajeza sólo por una cuestión de insolvencia económica.
Hizo un esfuerzo para imaginarse sentado él mismo en aquella mesa, rumiando bajo un parecido sol sus
decepciones. Se imaginó abandonado a la voluntad de un cuerpo cuyo reloj de muerte ya estaría en
marcha. El sobrecogido chofer lo miró por el retrovisor y acompañó con una sonrisa timorata el estallido
de la brusca carcajada que soltó el patrón sobre la nuca. La áspera risa derivó de inmediato en una tos
convulsiva y el chofer con visible preocupación interrogó con la mirada al hombre que se sacudía atrás
(aunque le importara una mierda lo que pudiera ocurrirle) El pasajero con traje de alpaca oscura hizo un
gesto con la mano indicándole que siguieran pero ahora tenía ya reinstalado en el rostro su habitual gesto
de aspereza. —Viejos de mierda. Dijo. —Pasó El Mierda. Dijo Pelayo Roux. —La mierda. Dijo Oreja, el
mozo, cuando vio los cuartos traseros de la pelirroja.

SABAT: El sábado siguiente el jubilado profesor de matemática Dámaso Pelayo Roux estuvo
especialmente ceremonioso con sus explicaciones. El cálculo había sido simple para él. Con su pedagógica
vocecita de antipático sabelotodo les explicó a sus crónicos discípulos que la cosa no sería tan complicada
porque tenía valores constantes importantísimos. Les explicó que el Mercedes frenaba sobre la bocacalle
del bar La Tablita rigurosamente a las 12:01:04 y con el mismo rigor partía exactamente a las 12:01:43., dos
segundos después de que el semáforo daba luz verde; siempre a las 12:01:41, jamás arrancó antes o
después. La sincronización de los semáforos de ambas calles era estricta de modo que no había forma de
fallar. Mientras hablaba explicaba todo apelando a unos garabatos con fórmulas y dibujos. Él había
calculado ya incluso los efectos que haría sobre el Gordini el impacto del Mercedes lanzado en plena
aceleración de arranque. Dijo que el renolcito debía atravesarse en el trayecto del impetuoso auto alemán
exactamente a las 12:01:44 y que debía llevar una velocidad constante de 27 Km por hora. Si todo salía
como lo planeaban, el auto de El Mierda -como desde hacía tiempo nombraban al empresario rico-
impactaría de lleno sobre el costado en el que iría sentado el blanco, o sea Toconás, que ciertamente no era
blanco sino bastante morocho. No titubear ni cruzarse ni equivocarse. Cada cual a calibrar, calcular.
Controlar. Dijo.

EL SÁBADO: La madrugada del sábado previsto para el golpe encontró al comando de viejos reunidos en
el garage de Nessim Moisés. Sin que se hubieran puesto de acuerdo todos llevaban trajes de domingo.
Toconás descubrió con amarga sonrisa la seriedad fúnebre de Venancio Loaisa que llevaba puesto su terno
diseño „40 de solapas tizadas y los históricos zapatos Grimoldi Golf lustrados al charolespejo. Moisés pidió
al mismo Toconás que le hiciera el nudo de la corbata, en realidad quería hablar con él a solas. Cuando
Toconás terminó de ajustar el nudo de la anacrónica corbata con búlgaros, le dio un golpecito cariñoso en
la mejilla y le sonrió mientras miraba a Moisés como si éste fuera el destinado a morir. El gordo camarada
judío tuvo unas terribles ganas de gritar pero se contuvo y le dijo a Toconás con los ojos sepultados en
llanto que a él no lo haría nada feliz gastarse la plata venida de la muerte de un amigo y que sólo obedecía

5
por complacerlo. Entonces el ahora más viejo y más cansado que nunca Toconás lo abrazó y sólo le
susurró al oído: — A mí sí, Gordo, a mí sí que me va a hacer muy feliz. Y éstas fueron las últimas palabras
que intercambiaron los viejos. La madrugada pronto se hizo mañana y antes de salir a la acción, Pelayo
Roux descorchó una botella de pisco de Arica que guardaba desde 1959. Elevaron las copas y brindaron
por la valentía, por la amistad y por la hidalga senectud. Antes de beber, Toconás observó que el licor tenía
un sedimento viscoso y se dijo que una cosa era aceptar la muerte con entereza y otra muy distinta ir hacia
el patíbulo con un gusto desagradable en la boca y no bebió. Los demás se zamparon de golpe el pisco y
de golpe también se arrepintieron cuando paladearon el gusto áspero del alcohol desvanecido. Descubrirse
los ridículos gestos de repugnancia en el rostro los hizo reír y quedaron un poco más distendidos. Al cabo
y sin decir palabra cada uno de los amigos fueron turnándose para despedirse de Toconás con un abrazo.
El viejo amigo enfermo no les devolvía el abrazo, estuvo un rato ocupado en buscar algo dentro del
bolsillo interno del saco, cuando descubrió el papel, lo desplegó lentamente y se preparó como para decir
algo. Loaisa alcanzó a leer en el papel un membrete con el nombre de la clínica de análisis oncológicos; se
sintió entonces el más canalla de los hombres pues no pudo evitar la repentina alegría pensando que con la
plata del seguro podría terminar la parte superior de los dientes postizos. Los otros supusieron que
Toconás leería el epitafio que había escrito sobre el papel con el resultado del temido análisis y agacharon
las viejas cabezas. Toconás se disponía ya a leerles el resultado del análisis explicando que la enfermedad
no era incurable sino un mal menor pero dudó un instante, miró la gallardía seria de sus viejos camaradas,
las nobles cabezas en posición de sobria reverencia y volvió entonces a plegar el papelito y lo guardó. Con
firmeza y decisión sólo atinó a decirles: —Gracias, muchachos, ustedes me han enseñado que sólo es feliz
la gente decidida. Gracias. El autito Gordini de Nessim Moisés arrancó a las 11:30 porque según los
cálculos de Pelayo Roux, que controlaba todo con un cronómetro Election, deberían deambular hasta las
11:59:00. Moisés eligió la avenida que sube bordeando el río chico para agasajar al condenado porque
Toconás decía que ésa era la única calle verdaderamente jujeña. La mañana tenía júbilo de feria y por el
altoparlante del vendedor de discos robados se escuchaba la cueca Traición en la agudísima voz de
Isabelita Quiroga, la Calandria Boliviana. Más allá, los evangelistas estaban empecinados por alterar el
destino de los parroquianos que enfilaban su ansiedad hacia la oferta del bar Roemi ofreciendo “1 dosena de
empanada y litro y medio de tinto por $7,50”. Moisés tuvo un rapto de vergüenza porque sintió que se le hacía
agua la boca. Toconás con amabilidad de padre le acarició el pelo y todos sonrieron al ver que el chofer
gordo se ruborizaba. Cuando cruzaron el puente Lavalle, Loaisa empezó a recitar un hermoso poema de
Groppa que hablaba de los ángeles y las flores del tarco. Aquel día los tarcos de color violeta, azul y
magenta estaban especialmente florecidos y cada uno de los viejos pensó sin decirlo que las flores y la
mañana se habían esforzado para quitar ese tono de calamidad que inevitablemente se aproximaba.
Cuando pasaron por El Lago de Popeye, Pelayo hizo un comentario como para aflojar la inminencia del
momento: — ¿Sabían que la obra Venecia que filmaron aquí en realidad era de Tito Guerra? Nadie opinó
nada y dejaron que todo siguiera su curso. Cuando avanzaban por la Avenida Senador Pérez, Toconás se
dirigió a los viejos, empleando una enérgica voz de mando. —Mejor es que se quiten los cinturones de
seguridad, como para no despertar sospechas; nadie usa cinturón en la ciudad. Los otros obedecieron con
voluntad de zombies. Eran las 12:01:40 y se dirigían decididamente rumbo a la esquina donde el Mercedes
tenía que embestir al autito con los viejos. Pelayo Roux miró su cronómetro y comprobó que avanzaban a
la velocidad correcta con relación a la hora. A las 12:01:41, Moisés encendió la radio por la que se filtraba
el tango Sur cantado por El Polaco Goyeneche, se puso a rezar en voz alta y apretó entonces el acelerador
mientras cerraba los ojos …ya nunca alumbraré con las estrellas… 12:01:43, Pelayo Roux calculó que
Goyeneche llegaría al estribillo en coincidencia con el impacto y presionó el cronómetro con fuerza
mientras sus párpados se cerraban llevándose pupilas adentro la foto del Mercedes 12:01.43 que avanzaba

6
hacia ellos …las calles y la luna suburbana…; Venancio Loaisa lo último que vio antes de cerrar los ojos fue a
Toconás …y mi amor en tu ventana… arrojándose del autito un segundo antes …todo ha muerto… del choque
12:01:44 …ya lo sé. Chan-chan.

CHAROL-ESPEJO

Vos debés ser nuevo, ¿no?; ¿tenés hermanito? A tu edad yo también ya

lustraba. A veces se me da por acordarme; no sé, será la edad o el cajoncito. Yo

también tenía cajoncito hechizo, sin banqueta, me sentaba en un tarro de leche

Nido. Pero me acuerdo que la moda obligada (sin resentimiento, no te creás) era

casimir inglés con chalina de alpaca sobre los hombros (¡había que tener chalina de

alpaca!) Los zapatos tenían que ser Guante prusianos, el sombrero de fieltro con

visera volcada, la camisa Lavilisto blanca y Atkinson detrás de la oreja para los

grandes. Bidú, Gomicuer, suspensores Casi, Far-West, Glostora y pastillas Volpi

para los chicos. Digo para los hijos de padre con chalina (esta bigornia está chueca)

Yo lustraba en la Belgrano y Necochea, me decían Hijito. Era el preferido

de los subtenientes del 2 de Montaña, porque nadie dejaba las botas como yo.

Primero una desbarrada general. Ahí nomás el Monje Negro preparada con saliva

pura, una cepillada rapidita y el tincazo en la puntera para cambiar de pie. Mientras

7
se oreaba la pata izquierda, repetía en la derecha. Después una castigada furiosa de

paño blanco con el trapo de algodón. Ahí la bota quedaba caliente y sobre el pucho

una untada generosa de Guasinton marrón militar. Primero la caña, bajar despacio

hasta la capellada y rematar con la zurda el contrafuerte y con la derecha la

puntera. Parece que le hacía como cosquillas, porque en ese momento el milico

dejaba de mirar a las chuchetas del centro y clavaba la vista sobre la nuca de un

servidor. Cuando me daba cuenta de que el coso me estaba mirando, sacaba los

peludos y soltaba la fiesta: ponía los dos cepilllos en la derecha y -mientras me

hacía el de buscar en el cajón- tiraba un cepillo al aire que pegaba un mortal

limpísimo, pero yo me hacía el ocupado más en la búsqueda que en los malabares.

El cepillo volador daba dos vueltas impecables en el aire y caía siempre contra la

espalda del que quedaba en la mano. Yo (¡mentira!) seguía atareado buscando en el

cajón, ¿ves? Cuando decidía encontrar la cera, remataba el acto con un salto mortal

triple del volador y lo dejaba clavarse pelo a pelo con el de la mano. Esto

almidonaba al militar y entonces remataba el acto con una rutina fragorosa de paño

galopeado -previo toque de cera por toda la bota-. El final me dejaba la misma

sensación que te da comer puchero, no sólo por el jueguito de los cepillos, que era

como condimentar el plato, sino por el resultado charol-espejo de la bota; era como

el eructo de la satisfacción. Después, como de postre, una franeleada con el trapo

con la propaganda de Delgado -para relajar ¿ves?-, y terminaba el acto con una

sonrisa de nene inocente. ¡Mira vos, nene inocente, ja! (calzá el cajón que está en

falsa escuadra)

Me encantaba la palmada de los subtenientes rubios y de bigotes que me

pagaban sin esperar el vuelto (no, papá, primero sacá el barro) Pero me ponía

como loco cuando me decían ―Pibe, sos un campeón‖ No por lo de campeón, sino

8
que pibe me sonaba a porteño, ¿ves?; se me hacía que no estaba en esa esquina,

sino en Buenos Aires, y que los milicos rubios eran mis amigos. ¡Fijate, un lustrín

amigo de los porteños y de los milicos! (la botamanga, levantá la botamanga)

Para esa época, mi mamá ya pedía (¡guarda la media, pendejo!) A mí me

daba una rabia bárbara que pidiera cerca de donde yo lustraba, porque todos me

jodían. Los únicos que no me jodían eran los milicos, pero los otros me volvían

loco. Es que mi vieja era muy joven todavía. De ahí me quedó el apodo de "Hijito",

todos me decían Hijito (¡que te parió, guarda la media!) El que empezó creo que

fue el moto Borsa, ya no vive. La miraba a la vieja como para dibujarla. Puta, y yo

le rogaba que no cruzara la calle cuando los autos tenían luz alta, porque se le

traslucían las piernas, pero ella nada. Era como hacerme la contra, cruzaba justo

cuando el moto Borsa o el loro Chorbandi acomodaban los diarios junto a mi

cajoncito. Yo de rabia lustraba como loco, me desquitaba con los trapos y ni

escuchaba lo que me decía la vieja, porque me daba cuenta de que estaba

presumiendo: hablaba para los otros, decía cualquier cosa; no sé, me contaba que

había comprado carne para el almuerzo, pero siempre la morfe era mate y bollo, o

decía que se había cruzado con mi maestra y a mí me habían echado como dos

años antes (¡eh!, ¿qué me querés romper el tobillo?) Para colmo, hablaba a los

gritos... Es que era joven, ¡qué querés! Gracias a Dios que los malevos se cortaban

cuando ella estaba cerca y medio que se ponían respetuosos conmigo (ojo, la

media) Pero lo único que yo quería era que se fuera. Finalmente se iba y era la

misma sensación de volver a tragar aire, como cuando me nebulizaban en el

hospital. Pero el remanso no duraba mucho porque, bien se alejaba la vieja,

desaparecía el respeto contenido y de nuevo comenzar las historias de carne, saliva

9
y gritos en las que mi mamá era siempre la actriz principal, ¡moto hijo de puta!

(¡apretá el trapo, maricón!)

Para lustrar en la Belgrano y Nechochea hay que ser pesao (¡poné más

pomada, carajo!) El lugar se gana a lo macho y a lo macho me lo gané. Antes no

era como ahora, no, antes había escalafón jerárquico, y tuve que desplazar al titular

por la razón o la fuerza (¡no, no, dejalo que se oree más!) En orden ascendente

fueron: el ciego Abán (violín estallado contra el piso); Vidalita Tolaba (sustracción

de bicicleta y lesiones en el cuero cabelludo); la Calandria Vega (atenciones

sexuales); el Pocoto Abeijón (amenaza de incendio en el domicilio particular)

Llegar a instalar el cajón en la Belgrano y Necochea no sólo me costó las

maniobras anteriores sino caerle simpático a Borsa y Chorbandi. Costó bastante,

pero de a poco me los fui ganando; claro que tuve que comerme muchas

delicadezas referidas a mi madre. Lo fiero no eran las bromas, sino esas risas

gritadas como alaridos con las que se festejaban las ocurrencias -sonaban como

despertadores dentro de una olla, como cajas de herramientas derramadas en un

confesionario-. Pero algún sapo hay que tragarse. ¡Pobre vieja!, en esa época

todavía sabía vender flores (primero calentá con el cepillo y después pasá el trapo,

chambón)

Los pobres nunca pueden ser felices del todo, ya te vas a dar cuenta,

changuito. Cuando logré instalar el cajón en la esquina, no pudimos celebrar como

corresponde porque justo se había muerto la criatura. No es que no tuviera pena,

no, pero había logrado un lugar tan importante que quería estar alegre (aflojá los

cordones y meté la pomada debajo de las trenzas, no, en los dos, ¡boludo!) Me

duró poco la alegría porque como a la semana empezó a caer mi vieja. Se había

atado el pelo con un pañuelo verde y acarreaba al hermanito muerto como si

10
estuviera vivo; ya se le notaba una cosa rara en los ojos. Al principio no dije nada,

pero como a los dos meses la cosa seguía, entonces empecé a hacerme el que no la

conocía (mirá, la próxima mancha y no te pago ni mierda) ¡Qué querés! era

visitarme todos los días con el fiambrecito. ¿Vos has tocado el cuerpito frío de un

bebé muerto? La verdad es que estaba muy frío, ¡puta, eso era lo que me

impresionaba! La pobre vieja me saludaba, hacía que lo besara en la frente helada

y se me instalaba en el descanso de mármol de la farmacia para amamantar a la

criatura muerta. Así estaba durante horas, cambiando de teta al cadáver de mi

hermanito muerto, hasta que había que levantar el cajón y rajar para la casa. Para

colmo yo tenía que cocinar y volver. Y volver era volver a escuchar las historias de

Borsa, que sin sacarme la risa de encima decía que «todo era nada más que para

mostrarle las tetas» (¡que te reparió, la tinta está aguada!, limpiá, limpiá. ¡No!, con

el trapo limpio, ¡pelotudo! )

La calle te enseña de todo. La calle es de nadie y te la tenés que ganar. Es

cosa de ver quién es más macho. Primero, llegás y tenés que aguantar, después vas

midiendo al más blando y lo apretás, después al otro y al otro. Después te ganás un

puesto y esperás, siempre hay un momento para ascender o para desquitarte porque

esa es la ley de la calle: vengarte o ascender. La calle siempre te da desquite. Pasan

autos y alguien -sin querer- empuja a alguien, eso es desquite; se le muere un

pariente a un lustra y cuando vuelve del velorio, su lugar ya está ocupado, eso es

ascenso. Pero en la ley de la calle nadie pide explicaciones ni por el puesto perdido

ni por el accidente dudoso. Entonces, casi sin querer, vas sabiendo de qué se trata.

Y, de repente, sos el dueño de la calle y organizas a los lustras para que trabajen

para vos, eso da guita. Entonces te entran a respetar. Y ahora sos el dueño de la

calle y ya no tenés que lustrar, ahora te lustran y te respetan. Ya no le tenés miedo

11
al moto Borsa -porque murió en un accidente-, y el loro Chorbandi festeja tus

ocurrencias con esas carcajadas de fierrerío estallado en el piso. Ahora sos vos el

de este casimir inglés y esta chalina de alpaca...

— ¡Pero qué carajo tengo que contar esto!... Lustrame, pendejo. Lustrá

bien, carajo. Terminá rápido que ahí viene la loca del pañuelo verde... ¡Yo no sé

qué mierda le tengo que contar esto a un pendejo como vos!.. ¡Lustrá, carajo!

EL HUMO AZUL DEL RAMBLER

Se equivocó feo si pensaba blanquear el barrio con sólo ignorarlo. No fue

suficiente desairar sistemáticamente los saludos mañaneros de los vecinos antiguos

ni echar en saco roto los picados con los malevos del Ciclón Atletic Club. Allí

estaban todos luciendo trajes prestados, jopos a la brillantina, prendedores de

vidrio y collares de plástico. La historia barrial había copado el ala izquierda de la

iglesia con malevos disfrazados de fiesta, vecinos rezumando colonia, familiares

con uniforme dominguero y novia infantil, al fondo. Todos venían a reclamarle

algo. Los malevos, una ración de reverencia por el adiestramiento en cortaplumas y

gambeta; los vecinos reclamaban su granito por el irrigador, el manual de quinto o

el traje de comunión prestados que cooperaron en la formación del hijo pródigo

barrial; la familia descontaba un sostenimiento perpetuo por esa natural cuestión de

sangre y -aunque no le reclamara nada- la presencia de su primera novia le

12
recordaba aquella trenza azul de tan negra vendida al peluquero Gaite, y todo para

que él pudiera redondear los dos pesos que costaba la número cinco de doce gajos.

Él siempre había querido sacarse el barrio del cuerpo y apostó a dos maniobras

salvadoras: recibirse de algo y casarse con una cogotuda. Pero no había caso el

barrio no lo soltaba, le tenía perdonado el desaire y había depositado en él un

futuro de progreso; por eso ahora estaban allí, sonriéndole a todo diente.

Las solapas exageradas del traje cruzado a rayas estaban vencidas hacia adelante

(pese a las dos horas de almidón y plancha) Con un gesto maquinal llevó la mano

derecha hacia el vértice del ojal desvirgado por claveles bautismales, rosas

serenateras, escarapelas patrióticas y violetas pésame mucho. Lo enrolló hacia atrás

con un ademán brutal pero la tela mustia recuperó su posición con empecinamiento

de celofán estrujado (obviamente este no sería un día feliz) Como para aplacar la

sensación de miseria buscó la carita de algún santo conocido en los nichos de la

iglesia pero las paredes estaban tapiadas de orquídeas dobles, arcadas de glicinas y

crisantemos, manojos voluptuosos de lágrimas y arvejillas y un refrito de gladiolo

y siempreviva que empañaban el aire con aliento funeral. La abuela Asunta se

mastica la lengua y lo mira desde el primer banco (¿a quién se le habrá ocurrido

zamparle el tapado símil tigre de la tía Gladis?, ¡y en pleno verano!) Casi llora

cuando enfoca el posado ansioso de sus otros parientes: el peinado Pompidour con

spray de su madre, el histórico trajecito gris del padre que no alcanza a cubrirle los

zapatos marrones con planta de goma. Siente pena cuando descubre el gestito

ingenuamente soberbio de su hermana mayor luciendo por segunda vez en la vida

los encajes amarillentos de su vestido de comunión, y le da como un cosquilleo en

el estómago ese turbante con penacho que se ha puesto la tía Nelly para tapar la

quimioterapia. Para colmo, la manada despide un vaho de pluma apelmazada,

13
colonia dulzona y naftalina. Apretó los ojos con fuerza para borrar esa foto mal

sacada y sintió que tenía todo el cuerpo mojado.

Desde chiquito Nolasco Tabarcachi había intentado huir de su familia. Se

presentaba como Noli Tabar, había pasado la primaria con las mejores notas, la

secundaria con un concepto brillante y logró durante su exitosa carrera

universitaria que Julita Sánchez de Anzorena cayera enamorada de él. Pobre Julita,

tenía todo, era tronco en Matemática, ojos azules, apellido ilustre y escasa

curiosidad, así que él nunca se vio obligado a llevarla a su casa ni a presentarle la

familia. Había podido esconder -felizmente- el bochorno de su barrio y de su

origen. Pero ahora esto.

Los Sánchez de Anzorena están impecables. Ocupan silenciosamente el ala

derecha de la iglesia y parecen una foto de revista, todos de oscuro, todos

perfumados con prudencia todos confiados en que los automóviles familiares los

esperarán a la salida para llevarlos sin sobresaltos hasta el country en el que Víctor

Sánchez organizó una recepción perfecta. Nolasco Tabarcachi sabe que en el ala

izquierda no pasa lo mismo. Imagina el contraste que se producirá después de la

ceremonia: limusinas oscuras versus taxis alquilados, el Mercedes del cuñado

tocando bocina junto al Di Tella del rengo Batata la penosa marcha de sus suegros

respirando el alquitrán que suelta el ómnibus Bedford rentado por el barrio. Justo el

único pariente al que hubiera deseado ver -el tío Alberto- no está. El alucinado del

tío Alberto que vive con locas, que se burla de la familia, que le recomendó no

casarse con una cajetilla, no está; justo ahora, no está.

Lo que más rabia le daba era que aquellos esperpentos sonrientes hubieran

depositado en él sus esperanzas. Era el más blancón de la familia, el único con

título, el que se codeaba con la crema, “la salvación de la estirpe”, como decía el

14
primo Miquicho. Descargó un odio personalizado sobre cada pariente. Se dio

cuenta de que extrañaba a Julita, pese a que durante aquella semana ella había

cambiado bastante. Raro, había mostrado una preocupación obsesiva por el traje de

novia y el turno para la peluquera; sólo hablaba de la fiesta y hasta le notó una

regresión al ―tonito de familia‖ del que se burlaban entre las ginebras cómplices de

aquella fonda de la estación. Tras la charla formal, aceptó las condiciones del

padre: ―Ustedes no se preocupen, la fiesta, la casa y las necesidades corren por mi

cuenta. Eso sí, nada de volver a esa facultad de morondanga. Ahora van a empezar

una vida sin ginebra ni guitarra ni libros raros.‖ Él, Tabarcachi, no dijo nada pero

decidió contestar con su modito simbólico y prefirió su histórico trajecito de

colación, bautismos y funerales antes que el jacket obsequiado.

Ahora está arrepentido, el público de la iglesia sólo tiene para mirar un trajecito

tizado interpuesto contra el foro del altar. Y Julita no está, y el tío Alberto no está.

El chorro de notas que descargó el órgano lo volvió a su casamiento. En ese

momento extrañó de verdad al tío Alberto, el Rambler destartalado que avanzaba a

los barquinazos ahumando la esquina y el tío que se bajaba en medio del humo

para invitarlo a pescar, a la cancha o al quilombo.

El alarido del órgano es un telón para la amargura porque aparecen en el fondo

de la iglesia una Julita y un padre impecables que saludan únicamente a los de la

derecha. No importa que mi madre la salude, Julita mira a la derecha; aunque yo le

guiñe un ojo, Julita mira a la derecha, no recibe la guirnalda de mi hermana porque

mira a la derecha. Cuando la pareja perfecta llega al altar Julita me mira pero yo

estoy mirando al tío Alberto que acaba de entrar y me hace señas, entonces corro

por el pasillo de la iglesia, tironeo la mano de Marta, la de las trenzas, y nos

zambullimos en el Rambler del tío Alberto. El ala derecha corre hasta el atrio para

15
mirar como un Rambler destartalado se va fumigando las calles con un humo azul,

lo sigue una columna de taxis y las bocanadas negras de un ómnibus Bedford.

LA CRUZ Y EL GALLO

El cabo primero, Atalibar Pilili, leyó por sexta vez el mensaje que había

tableteado el aparato telegráfico de la seccional 94° con asiento en Cangrejillos.

Hubiera querido consultar la interpretación del texto con su padrino, pero no podía.

En ese momento ingresó al local, Liquitay, Rosa, agente (mandato vencido y

reincorporado por razones de número), analfabeto, soltero, sin señas particulares -

salvo la renguera- y se cuadró ante el cabo Pilili para informarle que ya había

cumplido la tarea de cambiarle la hoja al calendario e izar el albiceleste pabellón

nacional. Pilili, Atalibar, cabo primero, tercer grado de instrucción -sin señas

particulares- abandonó el banco del escritorio y se acomodó la gorra azul con el

gallito -estandarte de la policía provincial-, tenía en la mano el papel con el

radiograma y lo volvió a leer:

“A todas las Unidades Policiales del País: Ante el acto terrorista

perpetrado una vez más contra la comunidad judía argentina, la

Secretaría de Seguridad Nacional recomienda a las unidades

16
policiales de todo el país privilegiar las sospechas y el seguimiento

sobre aquellos sujetos nacionales o extranjeros que manifiesten

origen, adhesión o simpatía por la cultura arábiga. En caso de

reconocer en cualquier ciudadano algún gesto de pertenencia a esa

cultura, esta Secretaría ordena a sus subalternos actuar sobre los

sospechosos con todos los medios a su alcance. Posteriormente se

deberá informar a esta Secretaría, mediante Fax o radiograma

acerca de lo actuado”

A Pilili se le aclaró el mensaje y ordenó al cuerpo de artillería (Liquitay)

acudir a las armas. El agente cumplió inmediatamente la orden y sacó del fondo de

la heladera arrumbada un bulto envuelto en trapos, lo puso sobre el escritorio y

luego de desanudar calzoncillos, pullóveres y bombachas viejas exhumó el perfil

empavonado de un Mauser original. Lo desempolvaron, lo aceitaron y Pilili probó

la recámara con las tres únicas balas fértiles que había guardado por más de quince

años en una latita de té inglés. Cuando confirmó que funcionaba, guardó de nuevo

las balas en la latita.

La Brigada Especial de Cangrejillos ocupó la única calle del pueblo a las

15,30 (hora de Greenwich), avanzó en dirección Norte-Sur y luego de dos minutos

de arrastre quedó apostada al frente del almacén «La Universal», ramos generales,

propiedad de Don Absalón Asmusi. Atalibar Pilili se calzó la cometa de hojalata

del erque en los labios carnosos pero como el incómodo megáfono no sólo le

apagaba la voz sino que le había lastimado los labios, prescindió del aparato.

Aparte le parecía una chicana cobarde arrestar a Don Absalón con una voz distinta

de la suya. Trató de pensar qué habría hecho su padrino en este caso y le pareció

17
que también hubiera hablado sin ningún accesorio, sobre todo porque Don Absalón

era un hombre valiente y frontal.

El cabo Pilili no podía tragar el acullico de amargura que tenía coagulado

en la garganta, un poco por el miedo v otro poco por la pena que le provocaba

tener que arrestar a Don Absalón Asmusi. La Superioridad nunca le había

ordenado nada importante, sus tareas durante quince años sólo se habían limitado a

cumplir el Cronograma Único de Actividades: «Enero: tomar la licencia anual por

vacaciones (pero antes dejar cerrada con candado la comisaría); Febrero: guardar el

orden y el pundonor (¿?) Público en las festividades carnestolendas (¿?); Marzo:

blanquear a la cal las instalaciones de la seccional; Abril: enviar a la Superioridad

un radiograma con el nombre de los aspirantes a agente (Rosa Liquitay); Mayo:

lanzar una bomba de estruendo el día 25; Junio: enviar radiograma con los

nacimientos y defunciones (¿?); Julio: bajar hasta La Quiaca para recibir el sobre

con el pago para el personal; Agosto: celebrar la Pachamama; Septiembre: lavar el

uniforme y aceitar la artillería; Octubre: bomba de estruendo el día de la Virgen;

Noviembre: realización de los comicios (ojo, devolver las urnas antes de febrero,

no como la otra elección); Diciembre: bomba de estruendo la nochebuena. A esto

se había limitado la actividad policíaca en Cangrejillos durante los últimos quince

años. Pero ahora esto, le ordenaban ―... actuar sobre los sospechosos con todos los

medios a, su alcance» Y por eso la pena, cualquiera que fuera sospechoso en aquel

pueblito tenía alguna relación con la autoridad. Por eso la duda cuando se dio

cuenta de que debía capturar a Don Asmusi (¡Pobre Don Asmusi!) «Pero el deber

es el deber», pensó y allí estaban con el agente Liquitay, rodeando la casa-almacén

del elemento faccioso.

18
Por la única avenida del pueblo corría el arenoso viento de las tres

hostigando las bocas resecas de los miembros de la Brigada Especial de

Cangrejillos. El comandante de la operación, Cabo Primero Atalibar Pilili, decidió

tomar un descanso para que la tropa se refrescara y poder planificar mejor el

ataque. Ordenó salirse de la posición de arrastre y adoptar posición de descanso, el

agente Liquitay siguió acostado y extrajo una botellita de alcohol, se la ofreció al

cabo. Pilili le dijo que no acostumbraba tomar en horas de servicio y se puso a

repasar la situación. Como le ocurría en todas las circunstancias en las que debía

pensar metió maquinalmente la mano en el bolsillo y sacó la crucecita de plata que

le había regalado su padrino (¡cómo extrañaba a su padrino!, él lo hubiera

aconsejado con prudencia porque era un hombre mesurado e inteligente y sobre

todo bueno, sobre todo bueno) Atalibar pensó que alguna vez las personas tienen

que actuar por decisión propia y empezó a planificar el ataque. No quería capturar

a Don Absalón por sorpresa (él sabía perfectamente que a esta hora estaba

durmiendo la siesta) ni esposarlo en su propia casa, le parecía una canallada. No, se

dijo que no era de un policía argentino actuar por sorpresa y entre las sombras, él

quería enfrentar al sospechoso cara a cara y a plena luz del día para que el otro

pudiera defenderse y para que el pueblo tuviera la certeza de que éste había sido un

operativo limpio, por otra parte, estaba seguro de que su padrino habría actuado

así.

El problema era cómo hacer para que Don Absalón saliera a la calle, porque

como era medio sordo (¡pobre!) no escucharía las voces de apercibimiento. Pensó

entonces dispararle al vidrio del almacén pero desconfiaba del poder de fuego de

las tres municiones que tenían, calculó que si la bala que rompería la ventana

estaba buena achicarían en casi un cincuenta por ciento el poder de fuego.

19
Después descartó el recurso de la pedrada por una simple cuestión de distancia,

pensó entonces qué haría su padrino. Mientras tenía ocupado el cerebro con el

problema del «desatrincheramiento del enemigo», limpiaba la suciedad de la cruz

de plata con la uña desmesurada del meñique derecho. Finalmente encontró una

solución. Ordenó a Liquitay, (que estaba roncando) desplazarse hasta la comisaría

y traer la bomba que correspondía al 25 de mayo (ya verían como reponer la

ausencia) El agente Rosa Liquitay preguntó si podía ir caminando «normal» o si

era necesario que volviera arrastrándose, como Pilili se quedó callado, el miembro

de número de la Brigada Especial de Cangrejillos, agente Rosa Liquitay interpretó

que debía dirigirse a la base de operaciones retrocediendo cuerpo a tierra.

Cuando Atalibar Pilili se quedó solo, extrañó más que nunca a su padrino,

¡pobre viejo!, él lo había criado, él lo había hecho estudiar y fue por él que pudo

viajar hasta Jujuy y entrar en la Policía. ¡Cómo le hubiera gustado tener aquí a su

padrino para que lo aconsejara acerca de lo que debía hacer! La Policía te manda

un papel con el nombramiento, el uniforme y arreglatelás. Fue su padrino el que le

dijo de las tareas de un policía: «...hay que ser disciplinado y por sobre todo muy

obediente de los superiores, hay que respetar los símbolos patrios, hay que ser justo

porque en estos pueblos el policía es el único representante de la Ley, hay que ser

valiente porque todos confían en usted y hay que actuar sin titubeos, porque las

buenas personas no titubean».

Atalibar mordía la cruz de plata, cuando mordió con la muela cariada sintió

una descarga de corriente en la boca y repitió en voz alta las últimas palabras de su

padrino: ―hay que actuar sin titubeos‖ En ese momento dejó de sentir pena por

Absalón Asmusi, era el hombre buscado por la Policía. No sólo que manifestaba

simpatía por la cultura arábiga sino que más de una vez lo había escuchado hablar

20
pestes de los judíos, aparte que no fiaba a nadie y últimamente había subido 0,50

centavos el precio de la yerba (¡con razón era el único gordo del pueblo. No cabían

dudas, el almacenero Asmusi era su hombre.

Pegó un alarido cuando el agente Liquitay le tocó la espalda, había venido

arrastrándose y casi no podía hablar, con un último esfuerzo le entregó la bomba de

estruendo envuelta con papel de diario. Pilili le explicó al desfalleciente Liquitay el

plan de operaciones. 1°) Arrojarían al medio de la calle la bomba; 2°) Cuando el

sospechoso se hiciera presente, lo advertirían de los cargos, 3°) Si el sospechoso

ofreciera algún tipo de resistencia, dispararían a matar. Seguidamente, el

Comandante Pilili ordenó al artillero Liquitay encender la bomba. Entre toses y

resoplidos el anoréxico subordinado contestó que carecía de fósforos y que por

favor no lo mandara a buscar porque le había bajado la presión. El Comandante

amenazó al artillero con un Consejo de Guerra pero evaluando la carencia de

efectivos y convencido de que la petición del recluta era sincera, conforme el

evidente amoratamiento de ambos labios, decidió él mismo ir a pedir fósforos. Ya

se levantaba cuando se abrió la ventana de la casa a cuyo zócalo se encontraba

apostada la Brigada Especial y apareció Doña Nicodema Puma viuda de Cusi y les

reclamó que «qué tenían que andar durmiendo ahí la macha» El Cabo Primero la

increpó para que les alcanzara fósforos y a los brevísimos minutos apareció por la

ventana la mano pergaminosa de la viuda de Cusi con una caja de Dos Palitos.

Mientras encendía la bomba, Pilili le ordenó a Liquitay, que cargara las armas. El

agente se zampó el último trago de alcohol y metió a duras penas (óxido) las tres

balas en la recámara del Mauser. Ya no podían volver atrás.

Gastó como siete fósforos para encender la mecha y cuando finalmente la

cola de pólvora recibió el fuego, los nervios hicieron que lanzara la caja de

21
fósforos hacia adelante y la bomba frente a la cara de Liquitay, que estaba con los

ojos cerrados, cuerpo a tierra y tapándose los oídos a dos manos. No bien se dio

cuenta del error, tomó la bomba encendida y la tiró a duras penas en el medio de la

calle. El preparado no era muy poderoso pero alcanzó para conmocionar el silencio

de la siesta. Esperaron unos segundos. Por atrás del tierrerío apareció la figura de

Don Absalón Asmusi en camiseta malla. Tenía los bigotes humedecidos por la

baba de la siesta, los ojos enrojecidos, la cara fileteada por las arrugas de las

sábanas y una mueca de terror en el rostro que hizo sonreír a Pilili.

—Entreguesé, don Absalón, está rodeado—. El pobre viejo miraba desesperado de

dónde venía la voz.

— No me obligue a tirar, Asmusi, entreguesé.

— ¿Quién es?— dijo el almacenero enfocando la vista hacia el lugar desde donde

venía la voz.

— ¡Muestresé. carajo!

— ¡Es la Policía!, ¡entregate, turco de mierda!, estamos armados—. A Pilili le

temblaba todo el cuerpo.

— ¿Estás borracho, Atali?, ¿qué te pasa, hijo?

— ¡Entregate, J'una gran puta! ¡Dispare, agente!—. El agente Liquitay tiró el fusil

y salió corriendo. Pilili alzó el Máuser y ubicó la mira en el esternón de Asmusi.

— ¡Alzá las manos y decí que odiás a los árabes, Asmusi.

— ¡No me entrego un carajo y no odio a los árabes!, ¡coya resentido!

Pilili remontó, disparó y no pasó nada. Cerró los ojos mientras remontaba

nuevamente, gatilló y tampoco hubo disparo.

— ¡Lo está salvando la providencia! ¡Entreguesé, no sea duro!

— ¡No me entrego ni mierda!

22
Pilili gatilló con los ojos cerrados esperando que la bala fallara. El fusil explotó y

un clavel de sangre fileteó de rojo la camiseta malla en el centro mismo del pecho.

Asmusi cayó seco.

El Cabo Primero, Atalibar Pilili dejó caer el Máuser y comenzó a caminar

hacia el cadáver. Cuando llegó a la camiseta con el clavel sacó la crucecita del

bolsillo.

— Perdonemé, padrino, perdonemé.

Escribió el radiograma con pena, «Mando informe. En carta posterior,

explico situación y acontecimientos. Mando uniforme, distintivo con gallito y

mando Máuser. Pilili‖

Volvió a su casa, el almacén «La Universal» y se dispuso a recibir las

condolencias por la muerte de su padrino. Nunca, había llorado. Esa noche lloró,

claro, esa noche lloró.

23
24
ANA CICOUREL

Repasó las instrucciones del papelito:

1) Esperar medio minuto parado en la puerta de entrada; 2) Toser tres veces

mientras se grita ¡Salga por la puerta de servicio, Ramona, y no se olvide traer

los champignones! (ojo, pronunciar bien champignones) Tachó champignones

y puso berberechos; 3) Abrir la puerta despacio (la mirada en el piso), levantar

de golpe los ojos, sorprenderse, decir -¡Pasá, pasá, por favor!; 5) Disculparse

de la tardanza -Porque vos sabés, traigo trabajo de la oficina; 6) Aprenderse

de memoria este papelito; 7) Tirar este papelito después de memorizarlo.

Inmediatamente fue hasta el baño, se arremangó la camisa y se zambulló en el

inodoro. Por séptima vez en el día espolvoreó con lejía las ya inmaculadas

superficies de la taza, del bidet, del lavabo y de la bañadera con patas de león.

Pensó que una mujer como Cicourel, Ana Cicourel, segunda de la fila del medio,

sexto grado "A", se fijaría mucho en el baño. La recordaba siempre impecable en

su guardapolvo tableado, crujiente de almidón y lavanda fresca, los tirabuzones

amarillos cayéndole por encima del moño de raso. Impecables y negrísimos los

zapatos guillermina, impecables las tres cuarto. Una mujer, una nena tan impecable

estaría acostumbrada a los baños impecables. Su familia también era impecable,

como los baños. Madre y padre rubios de ojos azules con talento para la

prosperidad económica: primero un Kaiser, después un Valiant y la casa -que él

siempre espió de afuera- con ladrillo visto y cerca de ligustrines. Parecían esos

norteamericanos de las películas. El padre era -naturalmente- ingeniero y la madre

parece que enseñaba inglés o alemán. Tenían algo de foto del Life.

25
Ana era la única rubia-rubia de la escuela. No había entrado en el colegio

de las monjas no sé si porque era judía o porque se habían trasladado a mitad de

año, pero siempre le pareció que Ana Cicourel tendría que haber estudiado en el

Santabárbara. Tenía todos los atributos de nena de colegio privado: lunes y

miércoles, tenis, domingos, parque San Martín; martes English School; sábado

almuerzo en La Ciénaga; viernes, vuelta al perro por la Belgrano en el Kaiser.

Siempre con esos resortes rubios desparramados por encima del moño de raso y

esos ojazos espantosamente azules.

Frotó con desesperación el interior del inodoro donde calculaba que caería

el chorro. Acarició la tabla que recibiría los muslos pulposos y blancos de Ana

Cicourel (ya era pulposa a los trece).

Así es la felicidad, estas cosas son la felicidad. Hoy vendría a su casa Ana

Cicourel. Ana Cicourel, la rubia esquiva de la cartuchera perfumada, la de los

Faber de veinticuatro, la única rubia-rubia de la escuela, la de las manos perfectas

con uñas inmaculadas en los dedos rosados y ligeramente gorditos. Ana, la nena

judía de mirada suficiente.

El tormento mayor era cómo hacer para que un departamento modesto no

mostrara el medio pelo. Le dio unos pesos al portero para que alumbrara en el

depósito los muebles provenzales año '60, los elefantes de porcelana, las carpetas

al crochet, la heladera Siam. Le resultaba extremadamente difícil disfrazar cuarenta

años de clase media argentina, ocultar el decorado de una madre ama de casa y de

un padre bancario. El nunca tuvo lápices Faber, ni gomas perfumadas, ni zapatillas

Flecha. El era de Pampero, Dos Banderas, vaqueros de liquidación y Siambretta,

en la que apenas entraba la familia. Madre firmemente agarrada al padre bancario

con las piernas cruzadas y los tacos espina, el hermanito en los brazos y él parado

26
entre el padre y el manubrio con los Gomicuer domingueros y el jopito a la

Glostora.

Pero ahora, Ana Cicourel en su departamento de cuarentón soltero, en su

departamento heredado de cuarentón bancario; el departamento interno que

siempre le dio vergüenza por los adornos de plástico y por las macetas de cemento

chorreadas de geranios, curiosamente colorados. Jamás se le ocurrió invitar a su

casa a ningún compañero por el horror que sentía de que le descubrieran el medio

pelo en las eses que se comía el padre, en los chillidos de urraca de la peluquera

del 3° «D», en el olor a comino viejo del zaguán, en las carpetas al crochet, en el

cuadro con paisaje chino y marco símil nácar, en las chancletas de la madre que

aparecía siempre del baño con ruleros y el mate en la mano (y encima le decía

Bichito) Ya muerta, su madre le había dejado una importante herencia de adornos

de plástico, de yeso, de vidrio tornasolado, de fórmica y de todos los materiales

que tuvieran una directa relación con el mal gusto. Pero esa semana, después de la

charla con ella (Cicourel, Ana Cicourel), se había deshecho de cuarenta años de

muebles a crédito, planchas inservibles, radios a válvula, enciclopedias, elefantes

con billetes en la trompa y tapizados de cuerina.

Sólo quedaba la vieja con su horrible silla de ruedas, sus encías con verdín

de acequia y su aliento de coprófaga (otra herencia de la madre) Era una tía

política que estuvo siempre en casa. De chico pensaba que era un mueble más, otro

adorno -el más horroroso- de su madre. Estuvo tentado de pedirle al portero que la

arrumbara junto con los muebles provenzales pero este pensamiento le produjo un

malestar incómodo y decidió que la dejaría en el escobero del rellano de la

escalera, total la vieja casi no comía y parecía sordomuda, salvo el como jadeo de

ganso que producía a eso de las tres de la mañana cuando iba al baño. Se dijo que

27
la vieja estaría bien en el escobero y que la oscuridad la podría ayudar a recordar

viejas épocas y momentos para él desconocidos. Luego pensó que se estaba

portando como un canalla y se decidió por la solución -aunque cara- de la clínica

geriátrica, al fin y al cabo era una pariente.

Por su condición de empleado perfecto no le resultó nada difícil convencer

al gerente para que le adelantara el sueldo. Estaba decidido, iba a inmolar sus

ahorros con tal de deslumbrar a la nena con la que soñó durante su infancia. Con

ella había descargado en el baño toda su adolescencia y parte de esa madurez

bancaria argentina solterona. Pensó que era el momento de darle sentido a su vida

con algunos desconocidos de tres bandas y dominó. Quería modificar las

madrugadas insomnes de Reader's & Digest, los sábados de jardinería y los

domingos de cementerio. Odió con ganas su destino de bancario mediopelo y, en

ese momento, se dijo que quería reescribir su propia novela, cambiar el final de su

cuento individual del que ya presagiaba una conclusión de héroe anónimo muerto

en austera soledad.

Pero ahora la cosa pintaba distinta. Lo había llamado Ana Cicourel y le

había dicho que necesitaba charlar. Entonces, al carajo con los elefantes de

porcelana, con las ikebanas de plástico, con los cuadros de marco dorado y paisaje

japonés, con el Lo Sé Todo. Tiró el viejo mantel de hule, los visillos de nylon, el

gomero interior, las carpetas al crochet, el aparador de fórmica y los floreros de

yeso enlozado. Tiraba las cosas con alegría. Las bolsas de agua caliente eternizadas

en el baño, la alfombra antideslizante con la goma negra de hongos. Raspó las

calcomanías con figuras de patos en los azulejos que habían tranquilizado sus

baños infantiles. Se deshizo de la piedra pómez que todavía retenía en sus cuencos

limaduras de callos familiares. Tiró la plancha negra y grasienta de los bifes que

28
jamás tuvo mango. Cada Durax estallado en el piso le devolvía un año de vida.

Tiró las corbatas solemnes del padre, el mate «Recuerdo de Catamarca», la imagen

de la Virgen de Itatí, su equipo de primera comunión, la chata de la vieja paralítica,

el papagayo de vidrio y el histórico enema colgado en el baño. Tiró también los

ruleros, trabas, chinelas, saltos de cama y batones de la madre. A medida que se

despojaba de la escenografía familiar, un chorro de luz le inflaba el pecho y lo

alejaba de esos cuarenta años en cuotas. Cuotas para la heladera, para la Marmicoc.

Cuotas para la motoneta, hasta la tierra donde estaban sepultados sus padres había

sido comprada en cuotas. Lo último que tiró fueron los cuarenta años de farmacia

casera añejados en el botiquín: el frasco vacío de Merthiolate, el inhalador de Vic-

vaporub, la caja de callicida Lauria, la resma inservible de hojitas de afeitar, el

oxidante capilar, el espíritu de petróleo Cabral, un pote de Brancatto colorada, el

pomo con energizante masculino Hércules y el par de ventosas con la caja de

hisopos. ¡Al carajo también la química preventiva familiar!

Hoy vendría Ana Cicourel, la infanta de pantorrillas poderosas, apenas

disimuladas bajo las medias tres cuarto. La compañerita de escuela a la que nunca

se atrevió por esa sensación de ancla que le producía su condición de hijo clase

media. La nena con olor a jabón, la del Doce de Octubre tableado con moño

inmenso atrás. La de los limones obstinados que desbordaban la rigidez

almidonada del guardapolvo (a los trece ya estaba generosamente desarrollada)

Ana, de la voz afónica pidiéndole la regla.. La de letra impecable, la rubiecita de

los pies rosados y perfectos en la exhibición de gimnasia. Ana Cicourel, treinta

años de ansias descargadas en el baño. Ana Cicourel, el recuerdo de aquella voz

afónica diciéndole que quizá alguna vez, cuando fueran grandes, se volverían a ver.

29
El teléfono había sonado con un timbre distinto aquella mañana. Atendió

con la fórmula habitual y le corrió un hormigueo adormecedor por todo el cuerpo

cuando oyó el nombre de Ana Cicourel. No esperó nunca esa llamada, le había

bastado recordar la silueta desbordando el delantal y aquella inocente posibilidad

de volverse a ver para alimentar treinta años de ansias. Pero la voz había sido clara:

«Soy Ana Cicourel, tu compañera de escuela y necesito charlar». Se quedó como

ejecutado por una descarga de miles de voltios en el sillón del teléfono. Sin

embargo una voluntad ajena que venía desde los fantasmas de su historia mencionó

con su voz una dirección y una hora para el encuentro. El cuerpo se le petrificó

después de cortar. Estuvo en estado de cristalización mental por más de media

hora. Cuando los recuerdos lo depositaron en el sillón del teléfono, decidió la

recuperación de su vida. Se dio cuenta entonces de que la mujer con la que había

vivido imaginariamente durante treinta años vendría a su casa. ¡Pellizcate, Ana

pantorrillas-muslos-rulos-pechos-Kaiser-lavanda, viene a tu casa! Al espanto

inicial de la llamada, siguió un remanso de soberbia contenida. Recordó que él era

el mejor en Matemática, que no le dieron la bandera porque el hijo de la

vicedirectora -curiosamente- tenía su mismo promedio y que fue el único cruz roja

de sexto grado. Pero nada de esto bastó para explicarle la llamada de Ana Cicourel

con treinta años de atraso.

A partir de la llamada empezó a vivir en un sopor de vigilia. En el banco se

portaba como un recién ingresado, tenía que repetir las operaciones, llegaba sobre

la hora, redondeaba a favor del cliente y hasta autorizaba cheques a desconocidos.

En el barrio dejaba con el saludo en la boca a los vecinos de treinta años. Pero no

le importaba nada. Ana Cicourel había llamado. No sabía cómo pudo haber

localizado su teléfono (lo que le aseguraba que ella, durante los mismos treinta

30
años había pensado en él, ¡qué maravilla!) Ana quería charlar con él. Quizá un

matrimonio contrariado, a lo mejor una enfermedad incurable. No importaba. Lo

cierto es que la judía más linda de la escuela quería hablar con él. Sintió desprecio

y pena por las resmas de prostitutas en las que malversó decenas de amor

reprimido. Perdonó a su madre ama de casa, a su padre bancario y justificó (ahora

sin culpas) el sacrificio de la tía-momia con su jadeo de ganso, su aliento de

coprófoga y su silla de ruedas. Todo esto simplemente por la vindicación que

produjo en su soledad de bancario argentino la llamada de Ana, aunque hubiese

llegado con treinta años de retraso.

Dedicó un día entero para imaginar cómo habría sido el envejecimiento de

su compañera, la metamorfosis de la colegiala caprichosa de muslos rubios y

abundantes en la señora de ancas seguramente sobrealimentadas con ojos siempre

azules pero más fríos y lujuriosos. No sabía si reconstruir la cara perversamente

felina, los desbordes del cuerpo colosal o las manos sonrosadas que manejaban

aquella Sheaffer de tinta azul lavable sobre la hoja blanco-mate de un cuaderno

Rivadavia en el que había un corazón. Finalmente eligió los resortes rubios para la

recuperación progresiva de la silueta.

Suponía interminables jornadas de peluquería con planchados, brushings,

matizadores, baños de bálsamos importados, acartonamientos de Spray y torzadas

con gel y bijouterie francesa. Coaguló la imagen del pelo en un corte carré con

tintura balsámica trigo-ceniza. Pasó inmediatamente al cuerpo y construyó con

lujuria una evolución de carnes lejanas pero generosamente inocentes en una

voluptuosidad a lo matrona germana. Sospechó unas tetas desbordantes y tensas

rematadas en dos pezones erguidos, rosados e impecables. Dedujo que las piernas

habían seguido creciendo hasta el rango de columnas dorias. Cuando trató de

31
reconstruir el ángulo carnoso del pubis, el cerebro lo traicionó, le mostraba

imágenes de un panal de abejas, la horqueta de un corral de doma, y el terciopelo

rosado del Teatro Mitre. Sólo pudo visualizar, en la fiebre de sus recuerdos, el

color fresa intenso de unas carnes de raso en las que siempre quiso sumergirse.

Sonó el timbre y le resultó imposible sujetar treinta años de emoción en la

gatera del pecho. Repasó con entrega de estudiante en capilla las paredes recién

pintadas, los muebles nuevos y las flores compradas aquella mañana. Abrió la

puerta con ansiedad de suicida, después de respirar tres bocanadas de aire para

empujar el bolo de nostalgia añejada que se le había subido hasta la garganta.

Buscó desesperado detrás de la puerta una cara y unos ojos. Allí estaban. En el

vano de la puerta estaba Ana Cicourel. El mismo delantal almidonado. Los mismos

resortes rubios, las recordadas tres cuartos copiando las piernas blancas de

músculos palpitantes. Se le metió en las narices ese perfume limpio a jabón que no

terminó de disfrutar porque la nena, que era Ana Cicourel, le preguntó por su hijo.

Dijo algo de una llamada telefónica la semana anterior y de una concertación para

ese día. La hizo pasar impulsado sólo por la inercia de la buena educación. La

colegiala hablaba con el típico desparpajo de la inocencia, mencionó algo sobre los

encuentros domingueros entre la motoneta de la familia bancaria de su compañero

con el Kaiser de sus padres. Con un modito de lo más educado, reconoció la

facilidad de su hijo (¿su hijo?) para la Matemática y subrayó el hecho de que fuera

el único policía escolar de sexto. Dijo, inclusive, que la señorita había tenido muy

en cuenta el bajo estrato social de donde provenía este ejemplo de alumno.

¿Hablaba de él?

Él quería darse cuenta de que Ana Cicourel estaba sentada en su casa esperando a

su hijo (¿?) Tenía -para su regocijo- todos los desbordes voluptuosamente

32
infantiles desplegados sobre el sillón. El bancario cuarentón quería recuperar el

ancla de la realidad pero los muslos frescos y abundantes le anulaban la intención.

Ana preguntaba por su compañero. Sin saber cómo, asumió el rol de padre

bancariamente respetuoso, serio, perfecto y desinteresado. Pidió bancarias

disculpas a la nena rubia y se sumergió en la cocina.

Cuando se quemó el dedo mientras calentaba maquinalmente el café se dio

cuenta de que algo estaba muy mal. Se suponía que él había entrado a buscar al

hijo para que fuera a recibir a su compañerita que lo esperaba sentada en el living,

esto no demandaba más que unos instantes breves, pero él se había quedado

hipnotizado en la cocina por más de cinco minutos (primer problema) Además

ocurría que él no tenía hijos (segundo problema) Lo alarmó pensar que la nena se

sintiera incómoda y resolviera irse por la tardanza excesiva. Así que se acercó a la

puerta (como para que lo escuchara) y gritó hacia adentro: - ¡Te buscan!-. El grito

le dio la sensación de que había ganado un poco más de tiempo. Quería ordenar

mentalmente la situación pero lo único que hacía era deambular por la casa. Sacó

dos tazas y las llenó de café. La nena que esperaba en la sala principal había

reconocido en él a alguien mucho más joven pero con rasgos parecidos, porque

apenas él abrió la puerta ella le preguntó por su hijo. Ahora él estaba en la cocina

pensando que él estaba en la cocina y que en el living estaba Ana Cicourel

pensando que él había ido a llamar al hijo. Le dio terror que Ana se fuera asustada

si él actuaba de un modo raro, así que decidió volver al living y ofrecerle una taza

de café. Casi cruzaba la puerta con las dos tazas, cuando cayó en la cuenta de que

la situación era por demás absurda. Primero, no podía ser que hubiera una nena en

el living; segundo, era imposible que la nena (si es que había una) fuera «aquella»

Ana Cicourel; tercero, las nenas de trece no toman café. Este razonamiento lo

33
calmó un poco, entonces se propuso descartar posibilidades y repitió el circuito de

análisis. Primero, se dijo que era imposible que hubiera una nena de trece en su

living (recordó un artículo de Life que hablaba de las ―..invenciones del

subconciente motivadas por el deseo»); segundo, si había una nena en el living, lo

más probable fuera que se hubiera equivocado de casa; tercero, era ridículo (en el

caso de que realmente hubiera una niña en el living) ofrecerle una taza de café (las

nenas no toman café) Así que se propuso conjurar al fantasma del living con una

maniobra de silencio: apagó el calefón, desenchufó la heladera, cerró la ventana,

contuvo la respiración y pegó la oreja a la puerta esperando que la ausencia de

movimientos del otro lado de la cocina lo convencieran de su neurosis. Cuando

pasaron dos minutos de silencio total soltó la respiración y se alegró de que todo

hubiera sido la ilusión de un solterón un mitómano. Sin embargo no se atrevió a

cruzar la puerta.

Es ridículo tener el corazón tan acelerado por tan poca cosa -pensó-, pero se tuvo

lástima, treinta años de lástima. Y siguió pensando que era una verdadera crueldad

esta obsesión de treinta años rematada en locura alucinatoria. Había hecho cosas

terribles: no se casó, se deshizo de la pobre tía, sepultó hasta el último recuerdo de

su madre, negó su origen y se gastó la vida esperando. Y todo por un fantasma

inexistente. Le pareció ridículo sentir miedo de un personaje inventado por su

fantasía así que manoteó la puerta que dividía la cocina del living con rabia como

para espantar al fantasma fabulado por su deseo reprimido. Ana Cicourel miró con

terror hacia la puerta que casi había sido arrancada y tras la cual apareció el padre

de su compañero con una taza en la mano. Él sólo atinó a decir «Ya viene». Cerró

la puerta nuevamente y cuando estuvo en la cocina quiso tomar maquinalmente un

trago de café pero la taza se le cayó de la mano, corrió hasta su dormitorio, cerró

34
la puerta con doble llave y se quedó en la cama abrazado a sus rodillas. Estaba

temblando. Pensó que si se dormía toda la alucinación tenía que desaparecer.

Estuvo tiritando más de dos horas. No podía (no quería a) dormirse. El cansancio

lo fue domando al cabo y finalmente se durmió.

Jamás supo cuanto tiempo estuvo dormido. Siempre se levantaba de mal

humor y aquel día no fue distinto. Todavía en pijama fue a poner la pava. Mientras

se lavaba los dientes recordaba la pesadilla con Ana Cicourel. La erección

mañanera justamente tenía algo que ver con el sueño: Ana lo había ido a visitar.

Empezaba a ponerse espuma en la cara cuando comenzó a sonar la pava. Cerró el

agua caliente, escupió sobre el desagüe del lavabo y fue hasta la cocina. En ese

momento sintió las voces, venían del living. Eran como unas risitas entrecortadas,

no le resultó difícil reconocer después de una carcajada el manantial luminoso y

ligeramente afónico de Ana Cicourel. Pero había otra voz, él la conocía pero no

lograba identificarla. Era una voz familiar pero muy lejana. Se acercó a la puerta

del living y, en ese momento la reconoció. Era su voz, la misma vocecita que tenía

en sexto grado. Acercó aún más el oído a la puerta y se escuchó decir

—Yo también te quiero.

El bancario argentino cerró el living con llave y ahora entra y sale por la

puerta de servicio (en el living dos voces de chicos se siguen diciendo cosas de

chicos) Ya no piensa en Ana Cicourel.

35
OTRO GALLO CANTA
A J. L. Austin

El doctor Poseidón Posse no se despertó por el canto del gallo sino por lo

ridículo que le resultaba haberse despertado con el canto de un gallo. En el tornasol

de la madrugada, el doctor Poseidón Posse abrió literalmente los ojos por el

chillido del gallo, y se le abrieron metafóricamente los ojos en aquel amanecer

rosado, cuando se preguntó si el gallo que había gritado quería realmente

despertarlo. Ahí se dio cuenta de otras cuatro cosas más: primero, que el tiempo es

un invento de los hombres porque sólo pueden medirlo con relojes, clepsidras,

sombras, arena o gallos; segundo, que los animales -y las cosas- no tienen

conciencia real del uso que los hombres hacen de ellos; tercero, que la

reglamentación municipal sobre la tenencia y crianza de animales domésticos en el

radio urbano no se estaba cumpliendo; y cuarto, que no existe relación entre

aquella gacela que lo había hecho perder un año de facultad (tras su persecución) y

el búfalo este que le estaba roncando al lado.

Poseidón Posse odiaba la vigilia del amanecer porque la lucidez se le

esfumaba apenas arrancaba la maquinaria de la casa. El estrépito del reloj ponía en

marcha un motor matutino que se iniciaba con los talonazos de su mujer cayendo

al borde de la cama, las corridas de los chicos peleándose para entrar primeros al

baño, el silbido de la pava condenada a hidratar tres saquitos de té; el porongo con

yerba amarga y una taza de café instantáneo mejorado con diez gotas de Diabetil.

Después venía la fanfarria de tangos y la voz festiva del locutor mañanero

hostigando el parlante con datos meteorológicos y efemérides inútiles. A

36
continuación, su cara en el espejo, la cara de odio de su cara reflejada en los tres

espejos del botiquín tratando de recordar los fallos memorables de la vigilia, esos

que se le habían ocurrido diez minutos antes de la hecatombe que se producía no

bien sonaba la puñalada del despertador.

Pero aquel gallo lo había despertado en día domingo y casi dos horas antes

del galimatías cotidiano. Así que aprovechó el momento para pensar, y pensó con

tranquilidad. Pensó que Presentación Urbina, el chofer que lo llevaba gratis desde

su casa hasta Tribunales en el impecable Siam Di Tella, le contestaba el pedido de

cobro con un ―le obsequio el viaje, Doctor‖, esperando que Poseidón hiciera lugar

a la apelación presentada por el abogado de su hijo. Pensó también que cuando

llegaba al trabajo, el jardinero madrugador lo recibía con el archirrepetido ―se lo

saluda, doctor‖. Posse no quería ni respirar por miedo a que algún desborde pusiera

en marcha la fajina hogareña. Así que se levantó en puntitas de pie y cerró las

celosías cuando el sol empezaba a calentarle los callos propios y los de su cónyuge,

que descansaba rolando a foja contigua inmediata del lecho nupcial las sábanas de

marras. Y aunque cerró los ojos, no durmió y siguió recordando. ―Te invito a

galopar‖, le decía su mujer cuando tenía ganas; «lo condeno a cinco años», decía él

en las sentencias; ―...me presento y digo‖, decían los abogados en los escritos. En

aquel tornasol de un amanecer de domingo, Poseidón Posse se dio cuenta de que se

saludaba, se fiaba, se fornicaba, se bautizaba y se condenaba sólo con palabras.

Mientras se tapaba con las sábanas, se dio cuenta también de que muchos hechos

trascendentales en la vida de las personas ocurrían cuando alguien decía algo. Le

pareció sorprendente que un ruido pudiera condenar, bautizar, prometer o

excomulgar. Pero, de hecho, eso era lo que ocurría: dos personas quedaban casadas

cuando el cura hacía un ruido particular con la boca; los amantes, para jurarse amor

37
eterno, tenían que decir «te juro amor eterno» u otra cursilería por el estilo. En fin,

había cosas que sólo se producían si alguien decía algo. Claro, pensó, para caminar

sólo hay que caminar, pero para maldecir no había otra cosa que decir «te

maldigo» (se podría agregar «con cayote'i higo», aunque no era necesario) Fue en

aquel preciso momento cuando se dio cuenta de que la lengua no era otra cosa que

un sonido conectado con algo más. Ahora recién entendió lo que quería decir aquel

viejo profesor suyo cuando trataba de explicarles que la palabra «árbol» no era otra

cosa que un ruido que equivalía al concepto de árbol «que cualquier imbécil como

ustedes tiene anquilosado en el marote» (¡Pobre profesor Vendramini!, al mes

nomás lo internaron -pensó Posse-) ¡Claro! -siguió pensando-, el ruido es el

significante y el concepto anquilosado en el marote es el significado (al menos esto

repetía el profe loco) En aquel instante un ruido lejano, grave e intermitente,

movió las sábanas que cubrían al buey que estriba durmiendo a su lado. Posse supo

allí que no todos los ruidos son significativos, que el Loco Vendramini no estaba

tan loco y que su mujer era bastante pedorra.

Se le pasó la alegría y le dio una especie de terror pensar que en un rato

más, frente al espejo lavado, ya se habría olvidado de estas genialidades. De modo

que se propuso inmortalizarías de inmediato. Prendió la luz del velador de su

mesita de noche, no sin antes cubrir el foco con el calzoncillo que se quitó con

extremo cuidado; se estiró después hasta la cartera de su mujer que siempre llevaba

birome y papel en blanco, y hurgueteó el revoltijo de estampitas, lápices de labio,

caramelos apelmazados y unas monedas, mientras su mente ordenaba la turbamulta

de pensamientos iluminados que le habían florecido con el canto del gallo.

Poseidón pensó que la cuestión era bastante clara, en primer lugar, las palabras

eran tres cosas: un sonido conectado a su equivalente cerebral y luego a un

38
equivalente real; por otro lado, había cosas que se hacían con las manos (como

tejer o tocar la guitarra) y otras que se producían sólo cuando uno las decía (como

curar o excomulgar) La aguja que se enterró debajo de la uña no interrumpió la

satisfacción que le produjo este hallazgo conceptual.

Siguió pensando que si él no hubiera dicho «casémonos», el buey este de al

lado no estaría durmiendo ahora justamente a su lado, que todos los coqueteos y

galanterías habrían resultado vanos si él no hubiera pronunciado la palabra mágica

(con reserva de la prosecución del estado de arrepentimiento iniciado el lustro

próximo contiguo pasado al amanecer de referencia) Había descubierto una

maravilla: había cosas que sólo se hacían con palabras; y pensó designar a estas

palabras como Actolabras.

Descubrió finalmente la birome y manoteó un sobre celeste y perfumado.

Se dijo que el verbo «perfumar» no era un actolabra. En ese momento el chancho

de al lado borboteó algo así como ―...deseo irme...―, y a él le dio una especie de

pena descubrir que su mujer hablaba entre sueños y que encima se babeaba

mientras hablaba entre sueños. Inconscientemente sacó el papel que estaba dentro

del sobre celeste y se alegró de que la hoja estuviera escrita hasta la mitad. Trazó

entonces uña línea horizontal debajo de la firma y empezó a escribir en el sobre

celeste:

ILUMINACIONES MATUTINAS POR EL DR. NALDO POSEIDÓN POSSE

GANCEDO

El lenguaje no sólo sirve para comunicarse sino para hacer. Por ejemplo,

en una simple esquela (leyó la carta para buscar ejemplos) podemos leer

palabras que sólo describen: “…te quise…”, y otras palabras que

39
ejecutan: “...te pido que te vayas...”. Es decir que con el idioma se halaga

o se...

Poseidón Posse dejó de escribir y leyó la carta, pero ahora pensando en la

carta escrita con letra de su mujer pero con unos trazos angulosos, vacilantes e

histéricos:

Posacho:

Es difícil escribir esto porque te quise, pero ya no nos entendemos como

antes, vos lo sabés bien. Me has hecho engordar para humillarme, así que

con todo el dolor del mundo te pido que te vayas, porque otro, Posacho, me

ve linda.

Antes tuya, Úrsula

(Posse reconoce en lo que sigue los rasgos de su esposa, pero con una letra

más firme y más calmada.)

“... juro que nunca vas a saber esto”

El sol de las nueve hace que el Doctor Poseidón Posse patee las sábanas

porque le han aparecido unas gotitas en las partes más extrañas del cuerpo: en las

sienes, en la frente, en las manos, y dos gotas también en los ojos. Poseidón Posse

vuelve a escribir en la hoja celeste, pero sabe que después nadie sabrá lo que dice

la hoja celeste porque piensa quemarla, sin embargo pone:

.4MPLIATORIA DE TEXTO POR EL AUTOR MENCIONADO «UT SUPRA»

Parece que detrás de las palabras hay otras cosas, y aunque la pena no sea

actolabra actúa como si lo fuera. Me pregunto si será suficiente decir

«olvidé» para olvidar «Olvidar» ¿será una palabra común o un actolabra?

40
Poseidón Posse prefiere taparse de nuevo y esperar que el ruiderío de la

casa lo haga olvidar esas genialidades estúpidas de la vigilia. A su lado vuelve a

sonar una música sorda y él sonríe agradecido.

41
FURGÓN DE COLA

El último ardor del sol de las cinco hizo metástasis en los órganos viejos del

cuerpo de la estación. Pegó a mansalva sobre el techo inglés de los ferrocarriles,

recargó el chirrido amarillo del lapacho, rebotó en el parabrisas de los autos de

alquiler y después de calentar el pasito dominguero del soldado y la sirvienta se

descompuso en el prisma del ventanuco callejero del Bristol Hotel. Uno de los

rayos iluminó el funeral perpetuo en cuerpo presente del contrabajo y del piano,

ambos amortajados en sus fundas y velados desde hacía treinta años sobre el

escenario. Otro rayo reverberó en los caireles de vidrio de la araña suspendida

sobre la pista de baile, secó el hocico del gato gordo eternizado en la barra y

concluyó su ruta de luz sobre el afiche amarillo patinado a la porquería de mosca

anunciando: «Gran-baile-Gran. Con las presencias astrales y estelares de Mara

Barton, la zorra de Tafi Viejo - Martha & Milena, las equilibristas de 1a vía -

Johny Diesel y su muñeco Trochita - Grand Hipnotic, el mago escapista de los

durmientes y diez rutilantes números más. Finalizando. Gran-baile-Gran. Ameniza

la Ritmic Tipic Trópic. Pista Bristol. Auspicia: La Fraternidad. No falte». El

mozo con delantal celeste cerró los ojos acunado por los tangos y el zumbido

eterno de la radio a válvulas clausurada en El Mundo y se dejó iluminar por el

tercer reflejo que, después de pegar en el cromado de la cafetera La Pavoni,

empezaba a calentarle el jopo a la brillantina. Ya comenzaba a dejarse adormecer

por el sistemático resplandor de las cinco, cuando el grillo leve de la puerta vaivén

cortó su inercia vespertina. Una certeza que le venía desde el calor de la modorra lo

hizo pensar que sólo era un peatón que necesitaba hacer aguas atormentado por la

vejiga, por eso ni pensó en abrir los ojos. Pero aquel inconfundible quejido de los

42
resortes de la silla soportando un cuerpo lo obligó a suspender la cotidiana siesta

de parado. Cuando se dio cuenta de que efectivamente había una persona en el

salón, un jamás olvidado reflejo de mozo lo lanzó hacia la mesa del inesperado

cliente. Limpió el mantel sin mirar, rogando que no le pidiera café. Mientras

reconocía mentalmente que la radio estaba un poco fuerte, se detuvo en la cara del

parroquiano. Le pidió un té de té con limón. Antes de buscar el pedido, el mozo

con jopo a la brillantina miró al cliente mientras extendía el mantel, era una mujer

bastante vieja pero pintada como jovencita. El mozo sintió como una melancolía y

pensó que esa no era ni la hora ni el lugar ni el pedido que concordaran con aquella

mujer; tenía una mirada que le denunciaba cierto codeo con situaciones filosas. El

mozo se preguntó si la presencia de aquella mujer tendría algo que ver con el

remate en la estación. No quiso detenerse más en ella y arrancó para la barra con el

pedido que él mismo tenía que preparar, pero ¡cómo le hubiera gustado sentarse

con ella y decirle que él también quería viajar en aquel tren que anunciaba la

fotocopia pegada por todo el barrio de la estación!

El coso llegó al Bar Bristol se sentó en la mesa que daba a la vidriera desde

la que se reía la fachada inglesa de la estación. Lo primero que le llamó la atención

fue el lapacho amarillo de la cisterna que molestaba de tan florecido. A esta hora la

plaza del monolito le daba una pena terrible. El lugar titubeaba entre centro cívico

y camposanto. Para colmo, por la platabanda pasaban esas parejas con novio de

franco y novia en vestidito de salida caminando con aquel paso arrastrado y lento

de los que quieren estar juntos un poco más. Cualquiera que pase por la vidriera

del Bristol puede mirar al hombre sentado detrás del vidrio mirando las miradas de

las parejas domingueras que miran las vías muertas, compran un copo de algodón

rosado o una manzana acaramelada y se ríen cuando pasan al lado del linyera

43
dormido en la glorieta. También se puede mirar de adentro, claro. Apoyado en el

pescante de la barra, el mozo viejo ve cómo el flaco de traje gris -que siempre pasa

apurado cerca de las cinco- ahora mira con sorpresa al coso de la mesa en la

vidriera que tiene la vista puesta en las parejas que miran las vías muertas. Juego

de mirar miradas que están mirando miradas que miran.

Él sentía dos nudos, el de la corbata y el de la garganta. Quizá fuera la

cercanía de la estación y de las vías muertas o este domingo a la tarde sentado en el

rincón más triste de la ciudad lo que lo ponían más triste. Se moría por pedir una

ginebra, pero cuando se le acercó el mozo pidió una botella de agua mineral (no

fuera que los otros vinieran en serio) Cuando se quedó solo se repasó mentalmente

el aspecto: tenía puesto el saco rojo de perdiz heredado del padre que nunca le

quedó bien (en el casamiento le sobraba manga y ahora no le prendía); la camisa

blanca almidonada con maicena; la corbata con el logo de "La Fraternidad"; el

pantalón marrón de franela peinada; los eternos Gomicuer lustrados con el último

requecho de margarina y el peinado a la naranja agria que no lo dejaba ni sonreír

por miedo a que se le aflojara. Se dio cuenta de que estaba muy ansioso. Como

para tranquilizarse, sacó la fotocopia con el mensaje que encontró en el

transparente de la Estación:

CON REFERENCIA AL PROXIMO REMATE DE BIENES DE LOS FFCC

Se invita a los interesados en adquirir locomotora a leña y derechos de

tránsito del ramal 7, más conocido como "Vía del infierno", apersonarse en

las instalaciones del Bar Bristol a hs. 17.00, el día próximo contiguo al de

la fecha de la presente. 26/2.

El mensaje hizo que se olvidara de su indumentaria improvisada, estaba

desesperado por saber quién más querría recorrer el ramal 7 con la vieja

44
locomotora a leña. El arrebato de ansiedad no lo dejó advertir que a las 17.01

minuto ocuparon la mesa unto a la puerta dos ferroviarios viejos que lo miraban.

Cuando el mozo le trajo la soda, recién los descubrió. Los dos tenían puestos unos

mamelucos tizados de la época feliz de Tafí Viejo. Hasta el mozo se dio cuenta de

que el de la soda tenía que estar en la mesa de los mamelucos desteñidos. Cuando

advirtió lo que pasaba, miró hacia la mesa y esperó algún gesto. Los otros sólo le

sonrieron. Entonces, sin decir nada, alzó su humanidad, la botella, el vaso y se

sentó con los ferroviarios jubilados.

Hablaron poco y sin rodeos. Estaban decididos: comprarían nomás la

locomotora y aquel ramal de vía que jamás se inauguró. Habló Olegario Benítez

porque era el más viejo:

—No me importa si el trayecto se corta a los cinco kilómetros. Capaz que la

máquina explote antes de salir, pero no voy a descansar en paz si no recorro esa vía

que me atormentó durante cuarenta y tres años de maquinista. Quizás sea una vía

muerta, no sé, pero quizás sea otra cosa, ¡quién te dice! un camino distinto, ¡vaya

uno a saber! Miren, yo pongo la plata, y que sea lo que Dios quiera.

Los otros escuchaban mirando la mesa, hasta el mozo. En realidad el mozo

era el único que prestaba atención; los demás asentían, como si ya supieran lo que

se iba a decir. Se quedaron callados. Cuando el silencio empezó a hacerles

cosquillas, habló Piedra. Lucero Piedra (el de la soda):

— ¿Para qué vamos a mentir?, ustedes saben que me han jubilado por borracho,

¿no?, pero estas dos condenas desaparecen, creo, si me zampo en el ramal 7.

¿Saben por qué tengo el vicio?, ¡qué van a saber! Una vez en esa vía se me

apareció mi mamá en el fondo, como en el durmiente 30; ahí estaba mi mamá.

Tenía la misma ropita con la que se murió cuando yo tenía siete; ahicito,

45
sonriéndome estaba mi mamá. Por eso siempre me paraba en la vía; quería verla de

nuevo con su ropita, como cuando yo tenía siete, sonriéndome como cuando se

murió. Volví varias veces, no se crean, pero ya no la vi, no. Entonces, no sé si

Ojeda o Hansen me dijo que él, cuando quería ver a su hijita, se mandaba dos

vidrios de Pecho Colorado. Seguro me habrán visto dormido alguna vez en la boca

de la vía del infierno con dos frascos de alcohol al lado. Pero nada, che, veía

dragones y hasta brujas, pero a mi mamá nunca más. Por eso pongo la plata. Yo

creo que la voy a ver en esa vía, sin alcohol, como a los siete. No sé, ojalá,

sonriéndome, como a los siete.

Adán Caliba nunca hablaba mucho. Sólo dijo que había que apurarse

porque el remate empezaba enseguida y se secó unas lágrimas que le cuarteaban la

también cuarteada cara de arrugas. Llamaron al mozo y pidieron tres ginebras. El

mozo-dueño estaba tan entusiasmado con el proyecto de los viejos que prescindió

de la medida de acero inoxidable y sirvió las tres copas con pulso generoso.

Tomaron de golpe y ni siquiera brindaron. Hablaban y actuaban como condenados

a muerte. Caliba dijo que después de los setenta todo lo que uno hace tiene

apariencia fatal y que a esta edad hasta cuando uno sale a mear todos quieren

acompañarte, porque piensan, que esta será la última...

—Pero, para mí, esta es verdaderamente la última ¡Qué me acompañen ahora!.

Pagaron y arrancaron hacia la estación con ese gestito prepotente de los

nuevos ricos. En el bar quedó un vaso de ginebra intacto. Ya salían cuando sonó

una voz desde la mesa que había ocupado la primera clienta:

— ¡Yo también voy!-. Todos miraron a la mujer vieja que hablaba. —Alguien

tiene que cocinar durante el viaje y aparte puedo aligerarlos de sus ansiedades

masculinas, porque lo único que hice toda mi vida fue trabajar de acompañante en

46
camarotes de lujo, encima aporto todos mis ahorros para la compra y me allano a

lo que sea.

Los Ferroviarios se miraron y contestaron con una sonrisa. El grupo de tres

hombres y una mujer vieja ya salía para el remate cuando los detuvo el mensaje

tímido del dueño-mozo del Bristol Hotel:

—Yo soy fotógrafo y escribo bastante bien; plata no tengo pero puedo sacar fotos

y narrar los sucesos del viaje. La respuesta fueron cuatro caras viejas.

— ¡Mentira! — siguió el mozo— no sé escribir ni sacar fotos, pero me encantaría

ir con ustedes— La respuesta fueron cuatro caras viejas sonrientes.

No hubo demasiada pompa en la despedida: algunos parientes cercanos,

risitas que justificaban el capricho de unos viejos locos, uno que otro curioso

enterado de la situación y los compañeros gremialistas. Pero lo que ponía la piel de

gallina era el ruido enloquecido de las bocinas que salían de las diesel y las

campanadas del sordo Andrada. Por la animosidad que ponían, no parecía que los

estuvieran despidiendo sino recriminándoles la audacia de haberse animado a

romper las reglas del ferrocarril. Alguien movió un pañuelo blanco y el Moto Peña

dio luz verde al ramal 7. Cuando el silbido de la locomotora a leña perforó con un

vapor blanco el cielo y los tímpanos de la estación, se callaron toda las bocinas, las

campanas y las voces. Entonces un ruiderío de orquesta oxidada inició el último

camino de la locomotora a vapor. La maquinaria del tren rompió la inercia del

herrumbre con vértigo de convalesciente dado de alta y la vieja Stephenson con

cinco viejos a bordo inauguró la senda prohibida del ramal 7. Nadie vaya a creer

otra cosa. Fue un suceso bastante ruidoso. Si hasta los seguimos en una zorra a

motor alquilada por el diario local. Se dijo al principio que era para darles apoyo

pero en realidad todos queríamos ver de cerca la explosión de la máquina, el

47
descarrilamiento del tren o, por lo menos, las caras decepcionadas de los viejos

volviendo vencidos al pueblo.

Pero nada. che, la locomotora siguió y siguió. Lo único que queda de aquel

viaje fue la crónica de un periodista (también viejo) pagado por el diario. Aquí

tengo el recorte:

(C) - El antiguo caballo de acero laceró la virginidad del Ramal 7 con un

estrépito de chispas, vapor y chirridos de óxido. Después de cinco días de

avance normal, apareció como cita especie de luz enceguecedora. Como el

corresponsal de este Medio viajaba a las espaldas del "Convoy de la

Muerte", tal el nombre con el que la inventiva popular denominó la

empresa, no le ha sido posible determinar la fuente de aquel faro que cegó

a los que íbamos en la zorra (jóvenes de conocidas familias locales más el

que suscribe) Esto debido a la potencia del inusual fenómeno lumínico que

sólo dejaba entrever (tal como acontece en los teatros chinos de sombras)

siluetas entrecortadas. Ante la falta de evidencias, este cronista colige que

la leña se les había acabado y que no habiendo monte de dónde extraerla

(pues están en una zona en la que extrañamente no se observa vegetación),

la tripulación de gerontes monta en pánico y reconsidera la continuidad o

suspensión del proyecto inicial Esto se deduce por algunos movimientos

nerviosos de los viejos. De pronto, dos tripulantes descienden del convoy y

retroceden cuarenta metros en dirección a nuestro prudentemente detenido

motor-móvi. Suponemos un pedido de ayuda, pero no, ni bien llegan hasta

nuestro vehículo y sin tan siquiera saludarnos, se abocan a la tarea de

aflojar los bulones que aseguran los rieles a los durmientes (sólo se afanan

en el segmento que va desde nuestra zorra hasta la máquina) Después de

48
varias horas de trabajo, exhuman los rectángulos de quebracho y los van

llevando uno a uno, hasta el tren (trabajan en silencio pero con alegría)

Cuando desencastran el último varejón de madera colorada, entiendo el

proyecto de los viejos. Van a usar los durmientes como carne de fogón.

Han decidido avanzar comiéndose la espalda del camino. La luz que nos

encandilaba de frente se hace más fuerte. Después, sólo vemos la silueta de

un vagón que marcha obcecadamente hacia la luz sobre una vía que se va

quedando sin durmientes. El resplandor nos deja casi ciegos y en ese

momento decidimos volver. Queda una zanja abierta entre nosotros y ellos.

Lo último que registramos es la pitada alegre de una locomotora que

mueve la silueta oscura de un tren perdiéndose hacia el Norte. Ya no

podrán volver.

49
ARTES Y OFICIOS

“El lector ya habrá adivinado que el pelafustán de marras no era otro que Calixto

Prada de Sotomayor Pero embozado y engolando la voz, su pobre tío, don

Antonino Tarro Chacón, un poco por el zarandeo de la víspera y otro poco por las

cataratas, creyó estar frente a la aparición de Fray Benigno y cayó de rodillas

ante la figura sombría del franciscano muerto. No es necesario referir lo que el

alelamiento del venerable anciano produjo en nuestro pilluelo. Carraspeó un

instante para darle mayor solemnidad al momento y oscureciendo aún más el

timbre díjole.”...

—Pero por qué no se va un rato al carajo. Esto es una porquería. Digamé,

¿usted me ha visto cara de pelotudo? ¡Cómo se le ocurre hacerme leer una

porquería como esta, m' hijo! «El pelafustán de marras...» ¡Pero esto en el siglo

diecinueve ya era viejo. Vea, joven, disculpemé pero apunte para otra profesión,

¡qué sé yo!, métase a músico, aprendiz de sastre pero en esto la cosa no va.

Cirilo Donaire ya no escuchaba al editor gordo. Estaba mirando la mancha de

merengue en el pantalón, justo antes de la rodilla y recordó que no se había puesto

el traje negro desde el bautismo, hacía ya tres años. La mancha era ahora un poco

amarilla y sin embargo la torta parecía de nieve. Cuando cruzaba la plazoleta

recordó que el gordo le había sugerido meterse a músico. Esto le pareció un

consejo sincero aunque se daba cuenta de que el editor hablaba sólo para sacar de

su oficina ese traje negro espejado, los manuscritos anacrónicos y su presencia de

espectro noctámbulo. Sin embargo pensó que se dice la verdad en las

circunstancias más tensas y tomó las palabras del empresario obeso como un

auspicio. Por eso le perdonó que lo hubiera mandado al carajo cuando él esperaba

50
que cayera redondo de la emoción tras leer el manuscrito pasado a la Sheaffer. En

fin, volver a la pensión y desempolvar la guitarra.

Es muy raro un cabaret a las dos de la tarde. Donaire, traje negro espejado,

puso el transporte en el segundo traste, se calzó el uñero en el pulgar y trabó el

gancho del colgante en la boca de la Romántica. Sonó un pitido de manicero en los

baffles del frente y el maestro Heredia le hizo una seña para que se alejara del

micrófono. Era una gran cosa que Heredia te mirara y te hiciera señas, los músicos

contaban que por lo general te puteaba. Él tenía que iniciar el tango con una frase

muy simple en tres compases y la semana de práctica le había alcanzado para darse

confianza. Gorostiza tenía la tercera del contrabajo apoyada en un la y corrió el

dedo medio tono. El fuelle de Andrada arrancaría en un mayor disonante y el piano

del dire tenía que dar a tierra con un arpegio en la segunda octava. Pasó todo eso, y

cuando Cirilo pulsó la cuarta con el uñero, la cuerda se cortó. La orquesta siguió

por algunos compases un acompañamiento en falso pero cuando todos los músicos

advirtieron el percance pararon en seco. Heredia, sin calentarse, le dijo a Donaire

que transpusiera el punteo a las otras cuerdas (para abreviar)

— Un, dos... —, entró el fuelle, el contrabajo y el piano pero la guitarra no sonó.

Hubo un silencio, las coperas que habían estado escuchando inmóviles el ensayo se

apuraron en las tareas de limpieza. Gorostiza se atareó por afinar la chancha, el

fuelle practicaba escalas con la derecha y Heredia cerró la tapa del plano. Sin

mirarlo, largó el sermón habitual.

En la pensión le pareció que las palabras de Heredia eran sinceras: «La música es

cruel, joven, métase a boxeador o a cualquier cosa, pero aquí no pasa nada.»

Le molestaba un poco el roce del plástico entre los dientes. La campana lo

hizo saltar al medio del corral. El gringo apenas le llevaba media cabeza pero tenía

51
un pecho impresionante. Donaire se asustó y para cubrirse atacó con un derechazo

a lo mula. La mano paró en la boca del italiano que ocupó el lienzo del ring con un

posado a lo Vecellio. Luego del estupor que paralizó al gimnasio y a Donaire,

claro, el entrenador mendocino de nariz ñata lo abrazó y mientras lo acompañaba a

su rincón dándole palmaditas en el hombro le explicó algo de los golpes fortuitos y

de la rabia que le provocaba a un manager que su pupilo hubiera cedido a una

mano azarosa después de años de entrenamiento. Anís de por medio, la voz

gangosa del entrenador recomendó un futuro de «cafishio» o de profesor

secundario para Donaire. Cirilo se secó la transpiración y la vergüenza con el puño

espejado de su traje negro.

—Saquen el mapa de la República Argentina—, dijo el profesor Donaire en el 3°

«B» del Bachillerato 21, mientras acariciaba las solapas esperadas de su traje

negro. La alumna Parra, Vanesa, primera fila, verdes ojos verdes quinceañeros en

un cuerpo de treintona cumplió la consigna sin dejar de mirar al profesor. Después

hubo citas en recreos clandestinos, encuentros en bares solitarios, besos y

embarazos. La Honorable Junta Clasificadora recomendó al profesor inculpado

«abandonar la docencia y dedicarse a tareas peoniles» (sic)

La última bolsa de cal. Cirilo Donaire buscó el atadito con el traje negro

como almohada cuando el capataz se le acercó. -Vea Donaire, aunque se esfuerce,

usted no es estibador, trate en otra cosa. Qué sé yo, literatura, música, boxeo,

docencia, ¡qué sé yo!, hasta puede probar de fiolo, usted vea.

Cirilo Donaire, frente al espejo de la pensión plancha el traje negro, afina la

guitarra, busca un libro o se suicida, usted vea. ¿Plancha el traje o se suicida?

52
AMBIGÜEDADES

—Cebá unos mates de yerba, vieja.

—Es que no hay agua, viejo, caliente.

—Afuera hay leña, vieja, rajada.

—Sólo hay un tronco, viejo, podrido.

(Ingenio popular)

Eso es lo fenómeno de la lengua. Se puede insultar o halagar con la misma

oración: «Usted no sabe. Nada viejo y no aprende» o «Usted no sabe nada, viejo,

y no aprende». No es lo mismo empezar a nadar de viejo que no saber nada, ser

viejo y encima no aprender.

Nelbio Pérez Espinoza era el profesor más temido. Los delicados modales

académicamente estudiados no alcanzaban a disimular su condición original de

malevo. Todos sabíamos que llegaba tarde porque trabajaba en la cana. La cuarenta

y cinco reglamentaria, mostrada como al descuido, desalentaba cualquier intento

recriminatorio de los preceptores y de los directivos. El negro Espinoza amenazaba

sólo con estar.

Lo fenómeno de la lengua es que se puede halagar o insultar con la misma

oración. Scapolotempo, el rengo Scapolotempo, era maestro en frases ambiguas y

odiaba a Pérez Espinoza. Aquel día pidió al curso que lo dejaran saludar a él y

nadie discutió la propuesta. Cuando Espinoza entró quince minutos después de

comenzada la hora, sólo se oyó una voz: «Buenas, ¡tarde!, Profesor‖ El rengo hizo

una pausa tan evidente entre las palabras que Espinoza, reconociendo la estocada,

tuvo que esforzarse para que la sonrisa le llegara hasta el canino de oro.

Al otro día no sabíamos qué pasaría. Todo el curso ignoró el Teorema que

quiso explicar la flaca Troiani en el primer módulo. Esperábamos la contraofensiva

53
de Espinoza a partir de la tercera hora. Llegó a tiempo, se había cambiado el

cotidiano equipo gris rata por un conjunto de camisa blanca, traje azul y corbata

con búlgaros. Sonreía como nunca, hasta el puente del primer molar. «Es 'capo' el

que saluda a 'tempo' pero es re-engolada la voz del saludador anónimo», dijo.

Jamás esperamos una respuesta así. El negro Espinoza no sólo había reconocido al

autor de la irónica falta de concordancia entre «Buenas» y «tarde», sino que le

había dicho rengo invitándolo a un duelo literario. Para rematar, tomó una prueba

sorpresa. Como nadie había estudiado entregamos rápido. El negro recibía las

hojas con una sonrisa de catorce kilates nos miraba perdonándonos la vida. Cuando

el último alumno entregó la última prueba, el profesor Nelbio Pérez Espinoza quiso

aprovechar el silencio del momento para largarnos su conocido discurso mientras

se paseaba por las filas, se detenía en algunos bancos y dejaba en la memoria de la

víctima elegida su mirada policial, la aborrecida huella del mechonazo (cariñoso),

y el perfume dulzón de la Atkinson pegado en la nariz. Pero no sonó la voz del

negro Espinoza sino la del rengo Scapolotempo. Dijo entonces, con un tonito

burlonamente declamatorio: «Te llamo negro y traidor (hizo una pausa larguísima)

que toma prueba (pausa) de amor. a vos, corazón distante, que reclama de su

amante las caricias y la flor‖ El color morado de Pérez Espinoza no respondía tanto

a la improvisación del rengo sino más bien a las carcajadas de todo el quinto

difícilmente maniatadas por un lazo de miedo.

— ¿Ahora nos resultó poeta, Scapolotempo?— dijo.

El rengo levantó los hombros. El fin de semana sólo estiró un poco más la angustia

que nos producía la imprevisible respuesta del profesor-policía. A las dos y tres

minutos del lunes siguiente yo ya había acomodado los útiles como cien veces.

Todo el curso parecía ocupado en tareas importantísimas pero había un silencio de

54
biblioteca, solamente cortajeado por el tableteo de algún lápiz nervioso, carraspeos

aislados y la voz del preceptor Murga pasando una lista de apellidos sin dueño. El

curso respiraba con ansiedad de pasillo quirúrgico. Justo cuando la aguja de mi

cuarzo berreta subía al minuto cuatro, crujieron las tablas del aula bajo los pasos

alegres de Pérez Espinoza. Traía ración doble de Atkinson y una corbata tejida.

Cuando pasó por el banco de De Laurentis (ya se sabe: rubia, perfecta, piernuda,

ojos celestes, perfuma, impecable, rica, buena alumna, etc.) le dejó una rosa blanca

mientras le decía: «Para una flor, una flor‖ Remató la cursilería con una sonrisa de

acero molar y oro canino. El curso odió el movimiento tímido con el que Sol De

Laurentis (ya se sabe) aceptó los almíbares sospechosos del profesor enemigo. La

voz destemplada de Murga seguía sonando apellidos y cuando repitió por tercera

vez el nombre de Scapolotempo recién advertimos que su banco estaba vacío.

Noté que Pérez Atkinson sonreía mientras firmaba el libro. Nos pidió que

abriéramos la carpeta en Gramática. Fue hasta el pizarrón y empezó a escribir una

oración: «Y el pícaro...», en ese momento la tiza dio un graznido insoportable que

hizo estremecer a toda la clase y cayó al piso. La frase inconclusa quedaba

enmarcada entre dos signos de interrogación sospechosamente mal borrados. «¿Y

el pícaro?‖ Nelbio Melaza Atkinson a que leyéramos lo que había escrito y tardó

como un año en recoger la tiza. Después se incorporó, y sin dejar de sonreír borró

los signos cómplices mientras nos decía con un tono entre casual y desinteresado:

—¡Ay, estas cosas nuevas!, apenas uno las aprieta un poco se quiebran.

Después terminó la oración suspendida: «Y el pícaro sueño no quiere venir‖

Hasta el tarado del flaco Tripa se dio cuenta del mensaje. Luego la clase se disipó

con la voz de Pérez explicando con alegría inusitada algo sobre los nexos

coordinantes. Sin embargo la atención del curso se había dividido mucho antes en

55
tres direcciones: los anónimos y eternos enamorados, sobre los gestos posteriores a

la flor de (ya sé sabe) De Laurentis; el grueso del curso, en la dramatización -

amenaza que había desplegado Pérez Espinoza-, otros, como yo, en los motivos

que tuvo el Rengo Scapolotempo para faltar.

Aquella semana pasó con un Pérez Espinoza más perfumado que nunca, el

tercer banco de la cuarta fila desierto y una sensación de pena por el abandono del

rengo, por la condescendencia de (ya se sabe) y por la capitulación cobarde del

curso ante el más fuerte. Era la quinta hora del viernes y Pérez estaba por dictar la

segunda estrofa de la «Marcha Patriótica» cuando sonaron en la puerta del curso

tres golpes groseros. Antes que cualquiera pudiera abrir, la mole de roble y vidrio

cortó la oscuridad del aula con un chorro de sol y un alarido de bisagras oxidadas.

En el ángulo de ruido y luz que trazó la puerta apareció el Rengo Scapolotempo.

Estaba más pálido, tenía un brazo enyesado y el ojo derecho casi cerrado y pintado

de verde oscuro. Dijo entonces: «Usted me hizo golpear, Profesor, (pausa

larguísima) la puerta porque estaba cerrada». Y siguió: «Le pido disculpas por la

interrupción y permiso para entrar‖ A Espinoza le temblaban las carnes de la

mejilla derecha y no podía dejar de sonreír, sin embargo se recompuso e invitó al

alumno Scapolotempo a pasar. El curso ni miró al rengo pero flotó en el aire un

vientito dulzón. Espinoza se refugió en el dictado durante los minutos que

siguieron pero cuando sonó el timbre tono que le denunciaba su otra profesión:

«Cuidate de lo que viene», analicen esa oración para la próxima clase. Y arrancó

para la puerta, ya manoteaba el picaporte cuando asomó la vocecita del rengo más

tímida que nunca: -Me pregunto si «lo que viene» es un elemento subordinado y

cuál es el sujeto que ordena «cuidarse», porque el subordinado sólo cumple las

órdenes del subordinante y encima se lo ve ¿no?, pero del subordinante sólo

56
sabemos que ordena una tarea, sin embargo no se sabe quién es, ¿es un sujeto que

se oculta en la desinencia, profesor?-. Nelbio Melaza Espinoza escuchaba

mordiéndose el labio inferior; contestó, pero sin mirar al curso y como

sosteniéndose en el picaporte: -Sí, Scapolotempo, sí, pero la proposición se llama

subordinada, con «a», y no cumple «órdenes» sino que depende sintácticamente de

la principal ¿está claro?, ah, y no se olviden que la próxima clase hay control de

lectura de Fuenteovejuna-. Sin miramos, hablaba para todos pero cualquiera se

daba cuenta de que su verdadero interlocutor era Scapolotempo, Ricardo

Scapolotempo. El rengo quiso levantar los hombros pero sólo se le movió el del

brazo sano. El portazo de Pérez sopló hacia el curso un aliento de perfume rancio.

De Laurentis fue la única que salió al recreo.

En la semana siguiente pasó todo. El diario local explicó que:

“... el deceso de Ricardo Scapolotempo se debió a la fatalidad, pues

los inútiles miembros inferiores del infortunado estudiante no

pudieron librarlo del impacto que sufrió contra el móvil de la

Seccional Tercera. Testigos ocasionales relataron que pese a los

ingentes esfuerzos del oficial Pérez, quien estaba

circunstancialmente al volante de la unidad, el contacto con el

occiso no pudo ser evitado.”

Dos días después la primera página del mismo diario relataba a toda tinta:

“...el cadáver del infortunado profesor presentaba, al momento de

su descubrimiento, heridas lacerantes provocadas por diversos

instrumentos de escritura: bolígrafos, fuentes, portaminas, compases y

marcadores. Pero lo que aún desorienta al personal afectado a la

57
investigación es la rosa blanca que descansaba sobre el pecho del occiso

como un necrológico epitafio de amor.”

58
EL BIBLIOTECARIO1

Sería bastante comprometido intentar una explicación convincente acerca

de mi ingreso en la biblioteca. Sólo sé que siempre estuve aquí. Aclaro que nunca

supe leer ni escribir, el menos en la forma clásica; una caída desde la cuarta

estantería del segundo piso me dejó una cojera incipiente y no debo tener por ello y

por algunas otras deformaciones un aspecto agradable, lo dice la cara de la gente

que cuando necesita un libro grita el autor o el título dos metros antes del

mostrador -creo que les horroriza compartir la atmósfera conmigo, pero no pueden

dejar de volver.

Dije al principio de la cinta que no sabía leer, aunque siempre tengo un

libro en la mano; y sin embargo soy el anónimo coautor de importantes títulos

como la Génesis de la locura infantil y Morfología interna del suicidio firmados

por el apócrifo doctor M. Borganiu que no agregó ni quitó tan siquiera una coma

de todo lo robado en nuestras charlas. La Biblia órfica que se atribuye Goloaldo

Fagundes Passos también me pertenece y podría nombrar trece títulos más.

Si repito tantas veces que no sé escribir es por un familiar orgullo, ni mi

padre, ni mi abuelo, ni nadie detrás de mí supieron escribir; pero conozco hasta el

último jugo de los libros, lo que dicen aún más de lo que quisieron decir. Para mí

no cuentan palabras u oraciones. El color, la consistencia, el tamaño, la impresión,

el olor, sí, el olor y hasta un insecto muerto en un libro es un lago de significancia

que yo puedo leer. La tierra que se acumula en los libros, desechada por los

simples, dice más que toda la letra. El sistema es menos complicado de lo que

El texto que se ofrece no me pertenece. Soy el descubridor y transcriptor. La cinta original está
depositada para su consulta en el Juzgado de Primera Instancia en lo Civil y Cultural del Dr.
Teodoro Gaínza Gorostiza. Lo descubrí por casualidad en el final de un cassette para pruebas
que a diario manejamos en la radio los empleados de la sección propaganda. Vale.

59
parece, se interpreta todo lo que los neófitos ignoran. La lectura procede por

ausencia o presencia de marcas, por ejemplo la dureza del lomo: un libro de

consulta cotidiana tiene la parte superior del lomo blanda y pringosa debido a la

constante presión de un índice apurado que lo toma por allí, naturalmente es un

diccionario. Determinada la especie se lo abre hacia la mitad, donde se supone que

estará la palabra mamá (todas las lenguas emplean el sonido «m» en la vieja

palabra), un olor de azahares mezclado con un efluvio final de perejil y ajo en el

ángulo superior derecho de la hoja prueba que es un diccionario Francés-Español.

Conozco los mínimos detalles de la guerra de Troya leyendo con la nariz

los indicios que dejó un lector ansioso, como el encuentro de Helena con París que

obligó a mi abstraído informante a cargar más el café ni aspirar profundas

bocanadas de su cigarrillo negro (está registrado en el libro en forma de gota y

mancha de alquitrán) Una violeta seca en un libro de edición española me ha dicho

más de los poemas gallegos que la propia Rosalía. Sé de Los Vedas por la señal de

curcuma y nuez moscada que han dejado en ellos los hindúes que sirven a los

ingleses en estas tierras y que intentan manotear su historia ya olvidada en esos

libros.

Con los libros nuevos es más difícil porque no hay lectores que dejen

huellas, esto me produce un vértigo enfermizo. La interpretación debe ser

extremadamente sutil. Con ellos empleo otros instrumentos de lectura. Por el tacto

sé que las fibras del papel con el que hacen los libros rumanos es más rugosa que

las que vienen de Singapur, en 1947 se suavizaron y comenzaron a venir con un

ligero olor a alcohol.

A los libros los huelo, los raspo, los muerdo, los lamo. El gusto ha decidido

a veces si el sabor a roble de las páginas pertenece a la estantería de un almacén

60
parisino o a las cuadernas de la santa bárbara de un buque inglés. Los simples

piensan cuando me ven morder los libros o chupar dulcemente las hojas o lamer

los bordes que efectivamente soy un bibliófago (¡Pobres!, ellos sólo leen los

dibujitos de las letras, no se detienen en la calidad del bagazo, ni en el riguroso

logotipo dorado de todas las academias; no saben que las Biblias para misas negras

por supuesto no tienen olor a incienso sino a valeriana) Aún no entiendo cómo

pueden quedar satisfechos sólo con las letras.

Los libros tienen vida propia y buscan solos su ubicación en los estantes:

todos lo libros de Filosofía se pusieron en el 4-4-2A (yo lo llamo «Tropo negro») y

como la mayoría de éstos quieren aparecer como libros serios y rigurosos están

anunciados por una fanfarria de cuero solemne, pátinas finísimas y tipos en

bastardilla muy negra, lo que le da a ese tropo un olor a óxido de bronce pulido,

como de funeral, que hace más solitario el espacio. Los libros de poemas

comparten el enajenamiento melancólico de sus autores, se buscan solos, es el

«Tropo de la gloria frívola»: anaquel 7 - piso 3 - fila 2 - sección L.

Diré además que la lectura de un libro puede llevar meses, esto no es

inoperancia sino sensualidad, porque mis lecturas no se limitan a la mera

descodificación -el poder evocador de los textos es vano e insulso-. Yo practico

una lectura reviviente del texto. Hago una primera exégesis que me permite

adentrarme en el códice y en sus laberintos; después preparo la escenografía con

todos los elementos que aparecen en la obra, es decir que transporto la geografía,

los olores y sabores y textura y gritos y risas y flores y lugares y todo aquello que

tiene una obra a la realidad. Así, he reconstruido la Rima VII en el ángulo oscuro

de un salón contemplando un arpa cubierta de polvo. En ese contexto de realidad la

poesía deja de pertenecer a la ficción y se sangraliza; puedo ver entonces los

61
verdaderos rostros de la génesis poética y morder el instante mismo que vio el

poeta; puedo conocerlo a él y hurgar en sus sueños y miserias en el momento de la

alucinación creativa y de esta forma el texto se me hace carne viva y palpitante.

Hay veces en las que he llegado a tener convulsiones, vómitos y hasta

orgasmos con la lectura de un libro (pienso en Whitman) He vivido tan desde la

Literatura que todas las cicatrices y defectos físicos los he ganado por mi deliciosa

forma de leer. Cada día de mi vida es una página. Vivo libros, soy libros y llegan a

pertenecerme más que al autor porque él ni en el máximo deslumbramiento sueña

lo que ellos me provocan. En este afán he llegado a dulcísimas aberraciones con

Cátulo (confieso que un vendedor de ballenitas murió en esta misma biblioteca

cuando yo leía El Cid) Soy con los libros todos los hombres y todas las mujeres

de todos los tiempos. A veces las lecturas son demasiado truculentas y debo

guardar cama semanas para recuperarme. Ahora mismo he comenzado a leer

Antonio y Cleopatra de Shakespeare. Tengo lapislázuli, tela con trama de oro,

extracto de sándalo y hoy, finalmente, llegó de Egipto una caja de madera con

pequeños agujeritos»2

Aprovecho la oportunidad que me brinda esta página para agradecer la invalorable y desinteresada
colaboración de la Maestra Normal Nacional y Profesora de Declamación Blanquita de las Mercedes
Giornatta de Piacere quien me pasó el texto a máquina, así como al dueño de la Editorial "MagnPenuria"
que aceptó leer mi trabajo. Vale.

62
LAS COSAS NO SON TAN ASÍ

Después de veinticuatro años en el Instituto de Previsión Social, Celso

Bronstein se dio cuenta de que alguien más usaba su máquina de escribir. En ese

momento dejó de teclear y miró el reloj de la oficina, eran las 10, 15. Siguió

pulsando el espaciador para que sus compañeros de oficina no advirtieran por el

silencio de la máquina su perplejidad. Volvió a mirar la gota ínfima sobre la z de la

Remington (era un esmalte rosado-uva) Y con veinticuatro años de atraso

encontró explicación para las migas de bizcocho que aparecían en el segundo

cajón, para el insistente cambio de posición de la máquina que él (ingenuo) le

imputaba al descuido de los ordenanzas. Encontró solución para aquel frasco de

perfume, descubierto en el fichero de los «Contribuyentes Siniestrados» que le

había quitado meses de sueño tras la esperanza de un mensaje en clave. Esa gotita

de esmalte de uñas lo hizo caer en la cuenta de que compartía la misma máquina, y

la misma oficina con otra persona. Le pareció una grosería haber pensado, durante

veinticuatro años, que la oficina se moría después que él marcaba la tarjeta de

salida a las catorce.

El ingreso de Celso Bronstein coincidió con la inauguración de la sección

«Contestaciones» del Instituto de Previsión Social. Así que el joven bachiller judío

arrancó junto con la Remington flamante, el escritorio de fórmica marrón y el

fichero retráctil en la oficina más nueva del Instituto. Durante veinticuatro años

cumplió con legajo inmaculado la tarea de «Encargado de Contestaciones (T.M.)‖

Nunca supo ni le preocupó, hasta hoy, el significado de las letras «T.M.» al lado de

un título tan rimbombante como el de «Encargado». A las diez y veinte de hoy,

Celso Bronstein advierte que la «T» es turno, y la «M», mañana. Un minuto

63
después cae en la cuenta de que el título de encargado que le provoca tanto orgullo

sólo vale por la mañana. Con el desborde de una catarata sujetada por la fuerza,

Celso Bronstein se da cuenta de que si hay «turno mañana» es obvio que también

habrá «turno tarde». A las diez y veintiuno de hoy, Celso Bronstein se da cuenta de

muchas otras cosas, como por ejemplo, la sistemática llegada de aquel cartero

rubio, diez minutos después de que su padre saliera para el trabajo. Ahora puede

entender a su señorita Mónica cuando les explicaba que «Por cada argentino que se

acuesta para descansar hay un japonés que se levanta para trabajar‖ A las diez y

veintidós, entiende por qué sus chinelas nunca están donde él las deja. A las diez y

cuarenta, entra al baño. A las once, la policía saca un cuerpo del baño. A los tres

días, asume la jefatura de la «Sección Contestaciones» una mujer de uñas pintadas

de rosado-uva. A los tres meses, las chinelas de Celso Bronstein vuelven a caminar

por la casa de Celso Bronstein.

64
EL WINCO

El Wincofón, mejor conocido por la apócope afectiva de Winco, tiene dos

perillas. La de la derecha es para el encendido y el automático, la de la izquierda

tiene cuatro números: 16, 33, 45 y 78. Bueno, esos números marcan la velocidad a

la que gira el plato, digamos las revoluciones por minuto. Cada disco tiene su

velocidad, no vaya a creer. Los de Antonio Tormo, Floreal y Carlitos van como a

ochenta por hora, me parece que es porque las placas son de alquitrán y hay que

pasarlas quemando para que no se peguen en la púa (son los mal llamados disco de

pasta), esos van en 78; en cambio las piezas modernas se tocan en 33, digamos Los

iracundos, Leo Dan, Los TNT, Violeta, ¿ve?. Ahora lo raro es que si los discos

modernos vienen de México (Panchos, etc.) hay que ponerlos en 45, ¡vaya uno a

saber!. En 16 tengo uno solo, "Refrescos musicales", parece que es una cilindrada

que se usa muy poco. Aparte el Winco viene con dos ejes, uno flaco para los discos

de agujero chiquito y un suplemento grueso de plástico para los agujeros grandes.

Un ingeniero amigo dice que no es plástico sino baquelita, pero vaya uno a saber.

Pero para no pecar de soberbio, le cedo la pluma a este ingeniero amigo para que

sostenga de su boca algunas consideraciones con las cuales disipo respetuosamente

(habla la estilográfica del geómetra que es medio piquito de oro):

"Viene este prodigio de la tecnología electrónica nacional (aquí está la

Patria, Borges), munido de un cobertor ¿de plástico, de hule?, ahora dudo,

que lo resguarda. Quitado dicho cobertizo, aparecen las formas soberbias y

los colores sepias del nunca debidamente ponderado Wincofón: crema para

todo el gabinete, té con leche para los órganos de caucho y chocolate

amargo en todas las partes de plástico y/o baquelita que producen un toque

de alegre movimiento contrastivo sobre el rigor cromático del conjunto. No

65
podrá hallarse un diseño de líneas más frugales pero no por ello menos

simbólicas: un resultado de bulto inspirado, sin dudas, en la proporción

áurea que conjuga las formas más puras de la Estética griega clásica con el

atrevimiento irrespetuoso del diseño moderno. No es exagerado entonces

caracterizar el estilo del Winco como un atemporal encuentro entre

Praxíteles y Le Corbousier. ¿Acaso el panel frontal con perforaciones

regulares en la chapa por la que escapan los efluvios sonoros no semeja el

frontispicio del Partenón?, ¿por rara casualidad se podría soslayar la

analogía entre la forma quebrada del Pick-up con los caprichos edilicios de

la moderna Brasilia?. Será llamado loco quien no reconozca en los

simétricos botones de volumen y de tono del Winco dos pezones generosos

de alguna pulposa cariátide griega‖

Y, ¿valía la pena, o no? Retomo la palabra. Cuando recién lo compra, uno

sigue todos los pasos: pone el simple o el longplay hasta el primer tope del eje, lo

traba con el brazo de plástico, lo enciende y espera hasta que se calienten las

válvulas (unos treinta segundos), después lleva la perilla hasta el automático y ahí

el aparato solo deja pasar el disco hasta el plato. Mientras tanto, el brazo que lleva

la púa despega automáticamente del pendorchito de plástico sobre el que reposa y

viene (como una grúa pluma) hasta el medio del disco giratorio, si el disco es

simple; o hasta el borde del plato con muelle de goma, si es longplay. No hay que

desesperarse, el brazo con la púa reconoce si el disco es simple o lon plei. Eso al

principio, pero cuando uno se pone canchero no usa el automático y entiende para

qué es esa perillita de bronce que tiene el brazo de la púa. Con esa perilla uno pone

el disco donde quiere y no hay que chuparse las piezas que no le gustan. Otra cosa,

66
si está en automático, el aparato después de la reproducción se apaga solo, pero si

está en manual hay que apagarlo. Yo ahora prefiero manual.

Cada tanto hay que limpiar la púa porque junta pelusa (si no se está munido

de los opcionales) Ah, la púa se prueba, pasándole la yema del dedo mayor

mientras se la mantiene suspendida por la perilla de bronce con el pulgar y el

índice, si el parlante raspa es porque todo anda bien (el aparato está caliente y la

púa sirve) Mire, con referencia a la púa, la cosa no es tan simple, en realidad son

dos púas: una para 33 y 16 (caracteres rojos), y otra para 45 y 78 (verdes)

Los que dominan el Winco hasta pueden jugar. Es una risa, se pone un

disco en 33 en 45 y la voz sale como la de las ardillitas de ginebra Llave; pero si se

lo pone en 78 es como un hormiguero, como si cantaran las hormigas. Ahora, lo

que me encanta es poner un 33 en 16, es corno si cantara un borracho, da miedo, te

juro (quiero decir, le juro), hasta las voces de las mujeres salen gruesas. Es como si

cantaran con la boca llena de Kero.

Ese es el sistema de audio que manejo habitualmente. Después está el

combinado Ranser pero es mucho más complicado de explicar, porque no sólo

pone discos sino también toca radio. Lo conozco, no se crea, pero es otra cosa, es

más sofisticado.

P/D: Con referencia a su atenta publicada en el diario Clarín el 16-7-93,

mediante la cual solicitan "Ing. Son. con descripción del sistema de audio que

maneja habitualmente", me complazco en ofrecerles la descripción técnica de mi

sistema de audio que adjunto con la presente más el aporte de mi amigo, que en

realidad no es ingeniero sino Maestro Mayor de Obras pero sabe más que muchos

de esos ingenieritos recién recibidos. Digamos que es propiamente un idóneo. Ah,

los discos pueden limpiarse mediante tres procedimientos: a) Adquisición de un

67
líquido color rosado que neutraliza la corriente estática (no viene con el aparato)

b) Adminículo con mango de madera y superficie de limpieza de pana o terciopelo

que se aplica sobre los surcos del simple o del Larga Duración y que recoge las

partículas de polvo depositadas sobre el haz o envés del disco (también hay que

comprarlo aparte) c) Apéndice que se adosa a la cabeza del Pick-Up y que consta

de un cepillo con cerdas de barrido que con constantemente retienen el polvillo

que naturalmente debiera quedar adherido a la púa (tampoco viene de fábrica).

Informo que dispongo de las tres innovaciones opcionales líquido,

adminículo y apéndice.

En espera de una respuesta favorable y agradecido por su buena voluntad,

saludo al Señor Sony Music Corporation Inc. con toda mi mayor consideración y

respeto humilde pero honesto en un abrazo solidario.

Lidio W. Tarifa

(Perito Mercantil. Sub-Tesorero del Centro Gardeliano "Yo adivino el parpadeo"

(personería en trámite) L.E. N° 4.007.006

68
VOLVER

La luna ovalada del espejo en el ropero provenzal retiene por un momento

la instantánea de Tadeo Scolástica. En la piecita se reconoce el inconfundible

desorden sabatino, porque los sábados a la noche el portero del Correo Central deja

de ser Tadeo Scolástica y se transfigura en Carlos Martell, vocalista de la típica

Trópic Tango, número estable del «Biarriz Plaza Hotel». Le encantan los sábados a

Tadeo Seolástica, no sólo por el vértigo que le producen los instantes previos a la

actuación sino porque Dardo Lafleur deja de ser el antipático Jefe de Piso del

Correo Central, que lo llama maestranza Scolástica, para convertirse en el

bándoneonista de la Trópic Tango.

No hay caso, los sábados son otra cosa. Me encanta esto de mirarme al

espejo, cachetearme las mejillas con La Franco, sobarme la punta del zapato en la

pantorrilla con ese modito a lo Cachafaz. Es como si la pieza se hiciera camarín.

No me importa el catre destendido, las corbatas y camisas por el piso, la yerba

lavada del mate, el aceite en las solapas. Sólo quiero aplastarme con Brancatto el

mechón rebelde justo en el remolino de la pelada, sacarme las pelusas del trajecito

a tincazos, ¡qué querés!, me encantan los sábados. Cambia todo, el cana de la

esquina hasta me saluda cuando salgo para el baile; la verdulera que no me fía un

perejil, el sábado sonríe y me pone en la jeta las piernas cruzadas. El sábado yo y

los otros somos otros. El carnicero se convierte en el «cafishio» de la sirvienta del

frente; Benítez, el zapatero, es el taita de la milonga, ¡Mirá vos!, nada menos que

Benítez. Parece mentira que el compadrito del espejo con traje negro, pañuelo al

bolsillo, taquito francés y uñas esmaltadas sea yo. Lo más impresionante es la

entrada en la milonga. El vértigo comienza cuando el tachero que jamás me ha

69
fiado a mí -Tadeo Scolástica- ni un viaje hasta el trabajo (los lunes apurados de

resaca), ahora se baje del Bergantín para abrirme la puerta; para abrirle la puerta a

este Carlos Martell, vocalista. Y ni pensar en cobrarme (en cobrarle)

Cuando cruza la puerta del bailongo, le da como un hormigueo caluroso en todo el

cuerpo. Esto porque las mujeres, no más verlo y ya empezar a retocarse el pelo,

alisarse las faldas y tironearse la bombacha estampada en el canal. Él, ni bola, pasa

distraído por la bandada de palomas húmedas y se sube al escenario. Cuando está

arriba, deja que la orquesta arranque mientras se afana por descolgar el micrófono

del pie. Después detiene sus ojos soñadores sobre el perrito del RCA Víctor y,

mientras los músicos van concluyendo la introducción, enfoca los ojos garzos

sobre las miradas expectantes del personal femenino; fija la vista en las caras

repetidas. Hoy, antes de cantar, cierra los ojos justo sobre el rostro de la que el

lunes se transformará en la Encargada de Personal, Señora Úrsula Sapagua de

Aristimuño. El animal elegido para el sacrificio responde entornando los ojos y

alisándose la falda. Esta noche se la lleva dormida, piensa.

Los varones lo aborrecen pasivamente porque cuando Carlos Martell canta

se termina el baile. Las compañeras se acercan al escenario volviendo a cero las

trabajosas conquistas que produjo el calentamiento de avance, la orquesta empieza

a sonar más fuerte y la voz de Martell ocupa todo el galpón del bailongo con esas

escalitas destiempadas en el fraseo, la letra sobre pronunciada y el timbre metálico

perversamente afinado. El odio se hace mansedumbre cuando la voz del cantor

perfora el modo prepotente de los malevos y les filtra el almíbar de su canto en los

oídos. Entonces el baile se serena, los guapos apoyan las manos en las cinturas

generosas de las mujeres y la noche se reduce a dejarse llevar mirando el canto de

Martell. Las hembras están hipnotizadas y los hombres derivan en su voz la tarea

70
de ablande para la que sirve el baile. La noche queda remansada por los tangos

antiguos que filetea el bandoneón de Lafleur. Hay una emoción suspendida en la

noche y hacia la madrugada las parejas se alejan para ocupar las sábanas de los

amores domingueros entre las paredes de una pensión familiar. Todo se aquieta,

Lafleur guarda el fuelle, el mozo recoge las copas y a Carlos Martell, que ya es

casi Tadeo Scolástica -es el único que tiene dificultades- le cuesta encontrar un taxi

porque, otra vez, no le han pagado. Al final, el viejo de un Di Tella descascarado le

perdona la vida y lo lleva hasta su casa. Lo que queda del domingo se le hace

espuma en el sueño de la pensión, pero está feliz.

El lunes llegó cinco minutos tarde al trabajo porque el tachero del Bergantín

no lo quiso llevar al fiado. Los ojos hinchados de Tadeo Scolástica parpadean

asombrados cuando firma el cuaderno de entrada, mientras escucha el taconeo

ansioso de Doña Úrsula Sapagua de Aristimuño, Jefa de Personal, que viene a

controlar la entrada de los empleados. -Ay, Scolástica, otra vez tarde, usted no

tiene conducta-. El ex-vocalista alza los hombros.

—A ver si me plumerea mejor la oficina, ordenanza Scolástica- le dice el ex-

bandoneonista Lafleur.

Tadeo Scolástica agarra la escoba y la pala. Un día más de trabajo, una semana

más esperando la metamorfosis del sábado. El ordenanza Scolástica empieza a

barrer la sala del Correo Central.

71
TAREA DE ESPERAR LA MUERTE

Esta noche, mientras tomábamos la sopa, hemos tenido la certeza de que

algo ya se había puesto en marcha. La luz amarilla de las velas retorcía los rostros

que se reflejaban en las cazuelas de barro y el espejo humeante nos devolvía unas

máscaras como de cera derretida. Ni el olor del pan casero, ni la música de la radio

a batería parecen ya reales. Mi padre no ha tocado el vaso de vino tinto. Felicitas

traga el líquido como si fuera arrabio y me mira porque se ha dado cuenta de lo que

estoy pensando. Por un momento, una mosca que se achicharra en la llama de la

vela interrumpe la inercia fúnebre de la cena. Después, cada cual vuelve a su

misión, yo sigo comiendo cascaritas de pan y presto atención a la radio que, entre

me del zumbido de las válvulas deja oír un bolero de Pedro Vargas.

Como recogiendo el pensamiento de todos, que buscarnos una explicación

para la extrañeza del momento, mamá dice, «Debe ser el calor‖ Es cierto, estamos

en noviembre y el chaparrón de la tarde no ha hecho otra cosa que humedecer el

aire. Papá ha prendido un cigarrillo y me mira sonriendo. Sabe que el último

acceso fue anoche y, sin embargo, sopla el humo de la primera pitada hacia mí. No

me disgusta el olor del tabaco filtrado en los pulmones de mi padre, pero ha sido

tan reciente mi último ataque de tos que siento una especie de cosquilleo cuando

las cintas de humo me atraviesan la nariz y se me estancan en la garganta. No

puedo evitar que un estornudo feroz se emplaste en la cara de mi padre, que se

sienta al frente. La voz de Vargas es lo único que se escucha después.

Yo y él nos miramos. Felicitas agarra el sifón de soda y el botellón de vino.

Papá tiene la cara salpicada. Yo lo miro por entre los dedos que no pudieron

detener la lluvia gelatinosa que atravesó como una pedrada la mesa y se aplastó en

72
la cara de mi padrastro, mi mamá tiene en la boca la misma sonrisa bobalicona de

siempre.

La bestia no se limpia, sino que con una carita casi ingenua se saca

maquinalmente el cinto, toma un trago de vino, se para sin dejar de sonreír y viene

hacia aquí. Una lástima, Vargas está por llegar al estribillo.

73
LA GUERRA DE LAS ABEJAS

Parece justo entonces que la estatua del Cabo Primero, Delfor Tito Tacacho,

reemplace hoy a la de San Martín en el parque homónimo de la Ciudad de Jujuy.

No es poco haber inutilizado a fuerza de ovejas y mulas el avance de la Armada

Nacional por el Bermejo. Tampoco sorprende que hasta hoy, los máximos jerarcas

policiales sigan discutiendo el derecho de autor de aquel radiograma lacónico

recibido por el Suboficial Tacacho: "Las fuerzas enemigas atacan por el río. Punto.

Hagan algo. Punto. No sé, hagan que no llueva, sequen el río: no sé. Punto. Reciba

el mensaje el que esté en la radio y opere como le parezca. Punto final‖ Como

Tacacho, Delfor Tito (Cabo Primero de la Policía de Jujuy, natural de Cusi-Cusi,

1,57 m, nariz aguileña, tez morena) era el oficial de turno, recibió el mensaje.

Anotó la novedad en su cuaderno Avón y asumió con frialdad de minero suicida la

orden del radiograma. Le pareció perfectamente lógica y viable la sugerencia de

"secar el río", la alternativa de hacer que no lloviera le resultaba imposible, ¡quién

era él para manejar la voluntad de las lluvias! Repasó la orden de secar el río y la

reeditó mentalmente con el agregado de una glosa personal que le sirvió de

aclaratoria estratégica: «Los barcos no nadan si no hay agua‖ De inmediato mandó

un radiograma con destino a todas las comisarías de la Provincia: "La Nación de

Jujuy peligra. Punto. Envíen todos los animales a la Capital con carácter de

urgente. Punto. No se olviden de darles mucha sal. Punto. ¡Coyas o Muerte!.

Punto. Comandante Tito. Punto final‖ Todas las comisarías recibieron el mensaje.

Había algo en el cierre del radiograma que traspasó la habitual burocracia

policíaca. El radiograma se convirtió en un himno de guerra e inexplicablemente

sirvió de aglutinante cultural porque hasta el más taimado de los jujeños respondió

a la convocatoria del mensaje alucinado. A los dos días, el perito amanuense,

74
aspirante Apaza Odilón Cleofe, sintió un hormigueo en los dedos cuando abandonó

la Bic después de inventariar diecisiete mil novecientas ocho llamas, siete mil

cinco vicuñas, doscientas catorce mil treinta y una ovejas, trescientas tres mil siete

cabras, ochocientos trece burros y catorce guanacos que inundaron desde la Puna la

calle principal del centro de Jujuy. Los animales estaban deshidratados por la

caminata y el exceso de sal. El Ramal no quiso quedarse atrás y arrió (¡anote,

Cleofe!) veintisiete mil y pico de vacas con la lengua seca, cuarenta y dos antas,

ciento doce vizcachas y seiscientos caballos, todos cuasi charqui por la sal y el

camino. La gente de Jujuy, un poco molesta por la ostentación ganadera del

interior, sumó (¡escriba, Odilón!) cuarenta y tres vagones de perros, seiscientas mil

gallinas, un millar de chanchos y veintidós pumas, a la escuadra de "secadores‖

Tacacho se dio cuenta de que era necesario hacer que los animales no se

deshidrataran, al menos durante los tres días siguientes. Entonces ordenó el

desplazamiento de la multitud poli-zoo-épica hacia Palpalá, tierra generosa en rica-

rica, conocido contradiurético natural. La manada se zambulló con avidez sobre la

ensalada verde del sureste jujeño. Arrasaron frutillares, tabacales, jardines y

potreros. Luego siguieron caminando con la panza atiborrada de yuyos y de rica-

rica. A los dos días, el regimiento de animales, enloquecidos por la sed, se detuvo

en una explanada inmensa del río Lavayén. Delfor Tacacho tuvo que improvisar

un discurso. Quería hacer tiempo hasta recibir la señal con lenguaje de humo que

su compadre Caiconte debía enviarle cuando los barcos hubieran llegado a la boca

del Bermejo. Habló de la postergación de los pueblos del norte, de la indiferencia

nacional, del sufrimiento (hablaba a veces en quechua y otras en wichí), de la

miseria, de la burla y hasta de la sistemática ignorancia acerca de la verdadera

ubicación que tenían para las autoridades federales los pueblos del Norte. Hablaba

75
mirando al Sur, buscando con desesperación el faro de humo. Los arrieros atajaban

a duras penas el empuje de la manada que porfiaba hacia el agua. Tuvieron que

usar fuego y algún cartucho de dinamita robado de las minas para contener el

desenfreno de las bocas cuarteadas por la sal. Cuando a Tacacho se le acabaron las

palabras de la boca, no tuvo otra cosa que cerrar el discurso con la arenga inicial:

¡Coyas o muerte! Como la literatura prefiere a Tacacho como héroe, ocurrió eso

que sólo les ocurre a los héroes de la literatura: apareció la señal de humo con la

que Caiconte, compadre de Tacacho e improvisado segundo jefe de la operación,

debía alcahuetear la entrada de las cañoneras al río Bermejo. El Mariscal Tacacho

sintió, con la señal de humo, el mismo alivio que produce el pinchazo certero en la

punta blanca de un flemón de tres días. Entonces pronunció la voz acordada con

los Cabeza de Recua para que soltaran la tropa: "¡Larguen!", y una estampida de

pelos, plumas y cuero se desbordó sobre el agua. Bastaron diez minutos de succión

para que el espejo de veinte metros se redujera a medio. Dos bocanadas de humo le

avisaron a Tacacho del encallamiento de las cañoneras nacionales sobre un lecho

de barro chocolatado. El jefe de la operación se alegró con el éxito de la maniobra,

pero al cabo se quedó triste mirando el espectáculo de los surubíes, las bogas y los

dorados inmensos chapoteando sobre la crema de barro que formaban los charcos

de cacao. El mismo tiempo que necesitó el gobierno nacional para enterarse de los

sucesos, fue el que empleó Delfor Tito Tacacho para volver a su cuartel general.

Sospechaba que ahora el ataque vendría por aire. Fue hasta Volcán habló con el

loco Edington (apicultor idóneo, ya se sabrá más de él) Las sospechas no eran

vanas. El gobierno nacional ordenó al escuadrón Pipper de la Fuerza Aérea sofocar

el brote sedicioso norteño empleando todos los recursos tecnológicos. Los asesores

76
de la SIDE recomendaron lanzar desde el aire cartuchos de dinamita sobre

cualquier grupo constituido por más de cinco personas.

Todo había empezado con el viaje del (una vez más) flamante Gobernador

de la "Muy Noble y Leal Tacita de Plata" a la Capital Federal, para gestionar un

anticipo que le permitiera pagar al menos uno de los ocho meses que se le debían a

los jubilados. En principio estaba todo arreglado, pero la providencia hizo que el

proyecto inicial se alterara. El gobernador no era tan amigo del primer mandatario,

y lo que al principio era una gestión de forma, derivó luego en rogativa

desesperada y concluyó mas tarde en amenaza del peticionante que manifestaba la

voluntad de «separarse de la Nación y adherirse a cualquier país hermano que

aceptara la incorporación de esta provincia, injustamente segregada de su mapa

natural‖ Al cabo, la conmoción concluyó con el encarcelamiento del mandatario

provincial y el lacónico mensaje que llegó (¡quién sabe cómo!) a las manos de

Tacacho.

Así las cosas, lo cierto era que la Provincia estaba en guerra con la Nación.

Tacacho había asumido el mando de las fuerzas provinciales y la Nación pretendía

redimir desde el aire la derrota fluvial. Lo que más inquietaba a los asesores que

manejaban la estrategia de la República era que un manojo de coyas hubiera

neutralizado tan simplemente el proyecto de la ingeniería nacional y el artefacto

bélico de la tecnología del Primer Mundo ¡con sólo un atado de animales! Como la

opinión general estaba volcándose a favor de la resistencia norteña, el Primer

Mandatario solicitó una luz asesora de los estrategas norteamericanos. Llegó

entonces un fax que reproducía una oración imperativa: "Ataquen desde el aire‖

Por eso los Pippers y por eso la charla de Tacacho con el loco Edington. Una

guerra se constituye con tres fuerzas: los amigos, los enemigos y los traidores.

77
Como siempre habrá traidores, no explicaremos la sujeción de los pilotos del Aero

Club de la Provincia al mandato nacional. Lo cierto es que toda la población

provincial estaba advertida de que los próximos combates serían iniciados desde el

cielo. El proyecto diseñado por la SIDE era simple: bombardearían toda la capital.

Como los jujeños sospechaban que frente a esta estrategia no tenían

contraofensiva, aceptaron el destino con alegría y resolvieron allanar los

problemas: los novios eternos se casaron, las deudas quedaron perdonadas, se

rejuntaron las parejas divorciadas, los maridos perdonaron a los amantes, y las

mujeres decidieron volver a la cocina. Cuando esperaban serenamente el

holocausto final, empezó la tarea del loco Edington. El loco era un inglés

conocedor de los vientos, de las abejas y de los aviones. Como Tacacho lo tenía

advertido del ataque una semana antes, el inglés ya había tomado sus recaudos.

Sabía que la única ruta posible para acceder desde el aire hacia la ciudad era entrar

por el túnel de viento que copiaba el trazado de la Quebrada de Humahuaca. El

corredor quebradero concluía en la boca del Río Grande, justo entre la semirrecta

que podía trazarse desde el cerro Bola en Los Perales hasta el cerro Tuco del

Huaico. Edington llevó hasta el Tuco sus cincuenta colmenas de abejas y esperó el

ruido de los bombarderos nacionales. Cuando calculó que los aviones habían

entrado en la boca del túnel, abrió las tapas de las colmenas. Las abejas

enloquecidas se lanzaron hacia el perfume de arvejillas que venía del cerro bola y

trazaron una muralla de alas entre los dos cerros. Las hélices de los Pippers no

pudieron evitar que las oleadas de abejas se enroscaran sobre el eje. Los motores se

fueron ahogando con ruido de resumidero trancado y terminaron sus vidas de

mariposa en el primer espigón (pata de gallo) del Río Grande. Cuando los vecinos

jujeños vieron cómo quedaba aniquilada la amenaza aérea de la Nación,

78
renegociaron todas las cesiones anteriores (perdones, deudas y olvidos) y

rehabilitaron la actitud de resistencia con un espíritu doblemente fogoso.

Han llegado tres telegramas a la mesa del Comandante Tacacho: «Chile

reivindica los auténticos reclamos de Jujuy»; «Bolivia espera sólo un gesto de la

valiente provincia norteña‖ Y el tercero: «La República Argentina considerará

seriamente los honestos reclamos de su histórica hermana natural, la Provincia de

Jujuy‖.

El Comandante Tito tiene tres mensajes en la mano. El Comandante Delfor

Tito Tacacho sonríe.

79
LA ÚNICA NOCHE

Abre la canilla de agua caliente y espera que salga el vapor. Los ojos negros

que miran sus ojos negros desde el espejo son también sus ojos negros. Curioso

esto del espejo, ojos que miran a tus ojos mirando tus ojos. Es mentira lo del

infinito en el espejo, sólo son dos ojos, los tuyos y los del espejo. Los ojos

verdaderos de Bernardita Cabana Antacle recorren el baño del hotel, y los ojos

falsos del espejo recorren el baño ilusorio del imaginario hotel contiguo que se

refleja en el espejo. Es un baño limpio porque hay olor a Espadol y azulejos

impecables, azulejos blancos impecables. Hubiese sido mejor haberlo hecho antes -

ahora estaría más relajada-, pero ni qué pensarlo: ―¿Quieres jolgorillo?, primero el

anillo‖, le había dicho la abuela Encarnación. Mete las manos en el chorro de agua

que ya empieza a entibiarse. El humo blanco del agua apenas deja leer ahora la

marca con letras azules del lavabo: Traful. Mirá vos, igual que el de la tía Totó.

Divina la tía Totó. Raro que no se hubiera casado. Qué extraño que supiera tanto

de amores siendo soltera. A decir verdad, la tía Totó la había metido en esto. «Es

un buen muchacho», le había dicho. Traful, mirá vos, la misma marca que el de la

tía Totó. En verdad, bastante sucia la tía; el de ella siempre estaba lleno de sarro

amarillo, ¡y esos pelos enrulados en el jabón! Vieja infame, culpa de ella ahora

estaba aquí. Encima fue ella la que se ofreció a depilarla (¡tres días antes del

casamiento!), por eso los canutos como chuza de bagre. A ver, decime, qué

necesidad tres días antes. Y encima en este botiquín de mierda, ni una miserable

yilé. Vieja desgraciada. Le parece que hace un siglo que entró en el baño con la

bolsa de cosméticos y el camisón de seda, sí, y doblado prolijamente, pero en una

bolsa de La Federal. Esa es mi bendita madre -piensa-; no pudo prepararme algo

80
menos ordinario, no, tenía que ser una bolsa de plástico, y para colmo de «La

Federal, la de precio sin igual». ¡Qué estupidez casarse a los 43!, pero si hasta

rima: «estupidez, cuarentitrés‖ ¡No!, a esta edad una no tiene el desparpajo de

aparecerse en bombacha y corpiño. Quizá a los veinte, con esa pielcita cubierta de

pelusa rubia copiando hasta las palpitaciones de la musculatura apretada de fibras

ardientes. Pero ahora los juanetes, el talón con durezas, la muela con caries en la

que ya empieza a sentirse el olor a podrido de aquel pedacito de pollo que se le

trabó en la cena. (¡Qué lindo, para el flamante esposo, recordar el primer beso con

olor a pollo podrido!)

Cuando se quemó las manos, volvió al baño. El vapor apagaba el brillo

plateado del grifo y la cara que había en el espejo estaba como filtrada por un papel

de calcar. Sentía muchas ganas de orinar, pero le aterraba el ruido de acequia

crecida que seguramente haría el chorro grosero que le surgía del "encanto" (¡ay,

Encarnación, Encarnación!) cuando tenía muchas ganas. Abrió al máximo las

piernas y todas las canillas, y apretó el botón del inodoro; quería aprovechar el

ruido del agua como camuflaje pero le ocurrieron dos cosas horribles: la madera

del sanitario denunció la presión de sus nalgas descomunales con un alarido de

sarcófago violentado y el esfuerzo que hizo por aligerar el peso sobre la sufriente

madera le desbarató la tensión muscular del abdomen y la maniobra concluyó en

un ruido apagado y profundo que se espiraló en las paredes circulares del inodoro

(también marca Traful) Lo que pasó después fue más humillante. Quizá todo

hubiese quedado allí, pero no, el otro prendió la radio, ¿entendés?, ¡prendió la

radio! Esto la puso en la cuenta de que él, su prometido, Delmo Quintana Peña, la

había estado escuchando y había escuchado todo. Esa radio prendida -como al

descuido- era el mensaje prudente y delicado (siempre tan prudente y delicado) de

81
que había captado todo el ruiderío del baño. Y no sólo eso, además, le estaba

diciendo que él estaba dispuesto a tapar con música todos los ruidos que

provinieran de sus necesidades. Siempre tan considerado, siempre tan respetuoso

este imbécil, que si no hubiese sido tan respetuoso aquella noche en el Bergantín,

ahora ella no se vería en tamaño sufrimiento: «...disculpemé, Bernardita, fue un

momento de debilidad‖ Debilidad fue no seguir adelante, no arrancarme

brutalmente los breteles y el elástico de la ropa interior y hacer lo que hay que

hacer, ¡pelotudo!, si yo tenía mojados hasta los zapatos. ¡Pero hay que ser…!

Ahora no, ¿ves?, ahora uña tiene que sufrir acá adentro mientras que el otro me

espera tranquilo en la cama legalizada y sin culpas. Seguramente estará enfundado

en su pijama almidonado (por supuesto a rayas azules y blancas), cubriendo sus

impudicias (¡ay, qué horror!) con un calzoncillo con piernas y con una camiseta

malla. ¡Pero si será...! La radio perfora las paredes del baño con un bolero de

Sandro. Bemardita Cabana Antacle se levanta del inodoro y se sienta en el bidet. El

chorro de agua tibia la tranquiliza un poco y casi empieza a escuchar la letra de la

canción: «Arráncame la vida de un tirón... », hasta que se mira los pies. Ahí está la

uña sobrecalcificada del dedo gordo derecho; el meñique rematado en ojo de pollo;

el talón con espuelas de cuero duro; los tres pelos del empeine, y los tobillos de

vaca. El agua, que esta vez no le quema precisamente las manos, la rescata del

sufrimiento que le produce reconocer su envejecimiento en las protuberancias

grotescas que evidencian aquellas dos canoas que pisan la cerámica del Hotel

Cuarzo Palace, suite "Himeneo‖ Por octava vez en el día, se enjabona la horqueta

selvática que su novio -ahora esposo-, Delmo Quintana Peña, durante doce años no

se animó a palpar. Refriega con furia el canal y los bordes pulposos de su "encanto

femenino" (como se acostumbra nombrarla en la familia), se seca la enramada

82
oscura con una toalla del hotel y no puede evitar tenerse pena. Mientras termina de

ponerse el camisón de seda sobre el conjunto Virtus que le preparó su madre, cierra

las canillas (como para anunciar con una fanfarria de silencio lo que será su

inmolación femenina tras cuarenta tres años de pureza virginal) Se vaporiza el

último aliento de Avant la Féte sobre el rostro y sobre la horqueta enmarañada (no

vaya a ser que se le cuele algún olorcito a mar), y mientras cruza la puerta del baño

va sospechando la ansiedad del tarado de Delmo entre las sábanas. Le da como un

mareo pensar que -al final- aquel ariete, tantas veces tensado por su codo no tan

casual, hará blanco en el centro mismo de su aborrecida pureza. Ya no tiene ganas

de llorar y, justo en el momento en el que sale por la radio la voz de Leonardo

Favio, se presenta en el cuarto. No escucha lo que canta porque cuando prende la

luz para ofrecer su cuerpo viejo, pero todavía palpitante, advierte que no están los

dos ojos asombrados que debieran estaría esperando, sino un papelito garabateado

con letra rápida sobre la almohada:

«Yo tampoco podría, Bernardita. Prendí la radio para que no escuchara el

ruido de la puerta por la que me voy Para siempre. Delmo”

83
CONFECCIÓN Y PÉRDIDA DE UN AMANTE

Matorras no puede dejar de mirar los pies de mi mujer. Claro, Matorras está

acostumbrado a las sobremesas veraniegas de vino tinto y tías con hawahianas.

Pero el almuerzo con champagne, este café servido al borde de la pileta (Matorras

dice piscina) y los pies perfectos de Mercedes hacen que Matorras crea que se

salvó de las siestas bajo la parra después del asado dominguero con suegros,

sobrinos y sapo en algún camping municipal. No caben dudas de que somos unos

anfitriones excelentes. No es fácil mostrar indiferencia en este jardín. Tampoco es

fácil sustraerse a Mercedes. Mercedes tiene dos abuelos ingleses que se le notan en

el celeste de los ojos y en otras cuatro cosas: la nariz perfecta, la piel tapizada de

rubia pelusa incipiente, la vocecita afónica y los modales impecables. Sólo esto

bastaría para deslumbrar a cualquiera (por supuesto a Matorras), pero Mercedes

tiene dos abuelos más, y esa sangre salvaje que se le nota en el pelo (Matorras dice

cabello) y en el cuerpo es lo que la hace tan diabólicamente distinta. «Doña

Mercedes, usted es una arvejilla injertada en el madroño de un quebracho»

(almíbares de Matorras) Es natural entonces que Matorras se mareara. Además

hay que sumar mi intervención invitándolo a la cancha de golf. Y los regalos,

claro, el juego de hierros, los zapatos con tachas (Matorras dice calzado) Aparte

de todo eso, los asados en la finca y las esporádicas llamadas nocturnas para comer

una paella de mariscos frescos han terminado por convencer a Honorio Matorras,

ex vecino mío, de que su origen barrial ya es un mal recuerdo. (No sabrás lo que te

espera. Matorras.)

El plan es bastante perverso. Consiste en una historia doble. La familia de

Mercedes hace tiempo que me confió las finanzas la administración del patrimonio

84
familiar, esto por mi habilidad para los negocios -soy el mejor egresado de

Economía-. Pero el caso es que yo no quiero seguir con Mercedes (¡vaya a saber

por qué!) y pretendo quedarme con una porción importante del activo de la familia

López Patterson. La primera parte del plan era convencer a mi esposa de que la

empresa familiar estaba quebrada (en realidad era una mina de oro), así que se

hacía imprescindible -le dije- conseguir un crédito con dos años de gracia para

reactivar el flujo productivo. Le dije también que la única alternativa que yo

estimaba posible (abundante llanto y palabras de amor por la bajeza de la

maniobra) era conseguir que el gerente de algún banco poderoso estuviera a

nuestra merced. Le conté, además, que ya había pensado en un proyecto:

invitaríamos a la víctima y lo iríamos cebando hasta que tomara confianza y se

animara, es decir que pretendiera propasarse con Mercedes. Yo ingresaría en el

momento oportuno y antes de que el sujeto osara tan siquiera tocarla interrumpiría

violentamente el avance de sus bajos instintos. Después, lo increparía de manera

tan enérgica que el otro se vería obligado a reparar el daño emocional provocado a

la dueña de casa y restablecer el mancillado honor de la familia con un importante

paliativo económico, digamos un crédito blandísimo. Cuando terminé mi discurso

Mercedes lloró tanto que tuve miedo de que se deshidratara. ¡Pobre!, dijo algo así

como que la vida es cruel y que nadie sabía los vericuetos insospechados del

destino.

La plata que tengo no es heredada y tiene un directo vínculo con mi

destreza para los números y mi facilidad de lengua. No es casual que la niña más

rica, linda y fina de la ciudad se haya fijado en este negrito cualunque sin apellido

y sin figura. Lo cierto es que también convencí a Mercedes de que su participación

no era una bajeza sino una conducta heroica y desinteresada (estos gestos son

85
tenidos entre los López Patterson como inmolaciones santificantes) Lo que me

extrañó fue que Mercedes llorara y me mirara a los ojos como queríendome decir

algo mientras yo la convencía. Pobre Mercedes, ¡es tan noblemente ingenua!

En realidad mi proyecto es otro: voy a dejar que Matorras haga lo que tiene

ganas de hacer, y recién voy a entrar a la pieza cuando suponga que los intentos

evasivos de Mercedes -adormilados por mis palabras preparatorias- no hayan

podido contener el ardoroso ímpetu de Matorras (porque si no ¡minga que la ibas a

tener así de fácil!) Cuando el juez pregunte sobre el porqué de mi casual entrada

con la cámara de video en el preciso momento de la consumación del adulterio,

está resuelto. Mis parientes políticos dirán que empecé a ponerme obsesivo con las

filmaciones hace como dos meses. Sólo queda llegar, despertar al hermano menor

de Mercedes (testigo 1); irrumpir en la habitación con la cámara prendida y realizar

la toma de la impudicia. Luego la escena del celoso traicionado y los gritos

llamando a la mucama (testigo 2) Después reunir el material fílmico, la

declaración de Mercedes justificando su conducta como un acto patibulario en

favor del lustre familiar, y la confesión de los dos testigos. Ahí pueda aprovechar y

golpear al Negro Matorras, como para sacarme la bronca reprimida durante años

nomás. Pero con qué ganas voy a desquitarme. Negro trepador, vivía en el barrio

enemigo. Negro de mierda, siempre nos ganaron al fútbol y la única vez qué el

corso de Gorriti repartió premios ganó la comparsa en la que el Negro era "Shulka‖

Encima cuando lo llevé a mi casa (la casa heredada de los padres de Mercedes) se

puso a presumirle a mi mujer, ¡y para colmo la tarada le dio pie con ese modito

gentil heredado de las buenas costumbres familiares! Pero qué sabrá este negro de

mierda. ¡Mirá vos!, ahora cree que la tiene por su linda cara o porque es gerente de

la sucursal de un banquito de provincia. No sabe que todo esto que le está pasando

86
es obra de mi inspiración: las cenas con champagne, la pileta, las sobremesas con

puros y escocés, el besito de mis hijas educadas en colegios ingleses que están

obligadas a llamarlo «tío» (nada menos que mis dos hijitas rubias como la madre,

¡negro sucio!) No sabe que yo me ocupé de que se quedaran solos esta noche para

que este negro hediondo accediera a la profundidad de las carnes blancas de

Mercedes. ¡Puta!, ni en el mejor de sus sueños se las habrá imaginado este piojo

resucitado (y los años de trabajo y desplantes que me llevaron a mí para

conocerlas) Pero uno no sabe para quién trabaja, y ahora este advenedizo

mediopelo me ocupa la casa, me toma el whisky y besa a mis hijas. Encima se

prepara para deleitarse con el mundo herméticamente oculto que hoy mansamente

le va a ofrecer mi esposa. Nada menos que Matorras va a usufructuar sus potentes

piernas impecables, agresivas y alevosas; las regordetas tazas blancas rematadas en

dos frutillas erectas; el medallón de tabaco que se le abulta en el centro, y el canto,

ese canto de Mercedes relajado pero sufriente que se le escapa cuando la flor de

pelo amarillo recibe la puñalada ansiosa de una ballesta oscura. Y todo preparado

por mí, encima eso, todo preparado por mí. ¡Pero no se va a la mierda! No, viejo,

esto es mucho dulce para el negro. Prefiero organizar el plan con otro tipo, aunque

no mate dos pájaros de un tiro, pero Matorras (nada menos) no se la va a llevar tan

fácil. ¡Qué se creerá!

Espero que Mercedes aguante un poco más. Cómo me gustaría explicarle de

mi programa y que después me perdonara. Pero a esta hora el energúmeno del

Negro Matorras ya estará manoteándose el calzoncillo y mi mujer se estará

desabrochando los breteles de la malla, quizá esté llorando, seguro que está

llorando pero eso lo excitará más a Matorras, ¡que lo parió! ¡Quién me manda a

87
calcular tan bien mi llegada cinco minutos después! Pero a lo mejor Mercedes no

obedece mis instrucciones y se resiste un poco más. Por suerte ya casi llego.

La moto de mi cuñado menor no está (anulado el testigo 1), entro a la pieza

y recién ahora me doy cuenta de que no estoy filmando pero no me importa, sólo

quiero interrumpir la secuencia que sigue. Como la luz está apagada, manoteo lo

que supongo serán dos cuerpos enredados entre las sábanas. En ese momento se

prende la luz y entra Mercedes, está preciosa, tiene puesto el camisón blanco. Me

explica que no pudo hacerlo, no sé, que no se animó y me dan ganas de llorar y de

abrazarla. Pero ella pone la misma distancia entre sus ojos celestes y mi aspecto

marrón como cuando éramos novios, y me dice que no le importa la decadencia de

la familia ni mi maniobra de salvataje pero que no pudo hacerlo y que mañana será

otra mujer. A mí tampoco me importa el fracaso del proyecto y siento el mismo

alivio que produce frenar el auto a centímetros del chico que se ha cruzado a

buscar la pelota.

Después de muchos años, aquella mañana volví a levantarme cantando. Las

cosas que miraba eran como nuevas, había vuelto a descubrir mi actual estado de

prosperidad, como si el día anterior me hubiera acostado pobre y con la mañana me

hubiese hecho rico. De hecho esto era lo que me había ocurrido, con abstracción

del tiempo transcurrido entre aquello y esto, claro. Esa mañana me hizo recuperar

la distancia entre la hojita mota y esta afeitadora de doble cabezal, la enjuagada

con miserables chorritos de pava y este chorro de agua generosa y cálida. Hoy sé

que después del baño, vendrá un café caliente con tostadas y jalea agridulce y no

aquel frugal mate cocido que se repetía en los almuerzos. Pero eso ya pasó. Hoy,

me siento pleno. Finalmente he vencido a Matorras, al Negro de mierda de

Matorras, ¡qué se creía!

88
Hoy es domingo. Espero ansioso que se despierte Mercedes para decirle

cuánto la quiero. Es posible que le cuente todo, al fin y al cabo esta elucubración

mía, felizmente inconclusa, ha servido para convencerme de que Mercedes me

quiere sin componendas (ahora me doy cuenta de que he construido este artefacto

perverso por una cuestión de inseguridad, por la distancia entre el celeste y el

marrón) Pero este domingo luminoso estoy feliz, el asado está perfecto voy a

servirlo ya sin esa sensación de resentimiento acumulado. Sirvo sin pensar que la

familia me trata como a un mozo. Sirvo porque quiero servir: un chorizo para José

Manuel; para la Tía Eulalia y Teodorito, falda jugosa; los más chicos, butifarra; el

pollo desgrasado para el ácido úrico de Juan Augusto. Y busco el plato de

Mercedes para agasajaría con esta molleja crocante por fuera pero jugosa que sé

que la deslumbrará. Pero no están el plato de Mercedes ni Mercedes. Esta ausencia

es lo primero que me arruina el día, lo segundo son los bocinazos que reconozco.

Todos miramos hacia el auto que acaba de parar (Matorras dice coche) El que toca

bocina es Matorras. Una repulsión automática me hace volver los ojos a la parrilla

y fijar la vista sobre la gota anaranjada que suelta un chorizo sobre el carbón y

enciende una llama grosera. Me doy vuelta para buscar el sifón de soda pero lo que

quiero es mirar el auto, el odiado auto de Matorras. Lo último que veo es la figura

de Mercedes cerrando la puerta del Mercedes de Matorras (¡qué ironía, Mercedes

se va en un Mercedes!) y esa camisa de grafa que sólo se pone cuando hacemos

viajes largos. Cuando el auto arranca toda la familia me mira. Yo vuelvo a la

parrilla; el asado se está arrebatando y mis hijas no han comido. Otra vez gana

Matorras.

89
BITÁCORA DEL AIRE

Para las grandes acciones no se necesita mucho más que el cuerpo, pensó. No

era gran cosa lo que tenía que preparar, una piqueta, un balde, una espátula para los

pedazos chicos, un puñado de granalla de plata por si algunos vecinos se ponían

pesados. Esa misma tarde fue hasta el diario y sacó el aviso: «Compro telas sutiles,

cualquier tipo cantidad. Pago contado con granalla o pesos nacionales. Tratar

Avenida Del Limón s/n, Barrio Alto Comedero (es una casita con un avión azul en

la puerta)». Pagó con una pepita de cinco gramos y salió para su casa.

Esa noche comenzó a vestirse con parsimonia de elefante. Mientras se ponía

el mameluco azul, miró la foto del piloto rubio que saludaba con el pulgar hacia

arriba desde la carlinga de su Hurricane. Tenía una sonrisa entre socarrona e

ingenua de dientes imnaculados perfectos. Tal vez se llamaría Dwight o Custom.

La sombra de las antiparras no disimulaba los ojos claros (seguramente azules) del

piloto. Al lado de la foto había un espejo, Hilarión Zapana recién ahora se dio

cuenta de la dimensión verdadera de sus pómulos inmensos, aceitados y negros;

naturalmente comparó el grosor de su ñata redonda con las líneas angulosamente

ascendentes del gringo de la foto. El mameluco con las iniciales de Altos Hornos

Zapla le pareció grosero al lado del overoll antiflama del piloto pecoso en su avión

ligeramente inclinado hacia atrás. Pensó que le hubiera gustado tener el mismo

corte de cejas del rubio pecoso y no esas mechas duras y gruesas que le marcaban

aún más los ojos negros de sapo pisado. Miró en el espejo su casco de minero con

lámpara de carburo al que le había yapado un par de lentes celestes de soldadura

autógena miró las antiparras ajustadas al casco de cuero del norteamericano se

sintió mal, se sintió terriblemente mal. Tal vez porque después siguió mirando los

90
cuadros de la pared: la foto -retocada- de su abuelo con saco grande, su propia foto

de comunión con jopo a la brillantina, la de su padre con el disfraz de cacique de la

comparsa Los Guerreros Hititas de Maimará y el almanaque de la joyería Cayata

con la foto del astronauta en la luna tapada con porquería de mosca del año '69.

Cuando terminó de ponerse los borceguíes se enderezó lentamente frente al espejo

e imitó con las manos, la cara el gesto del piloto norteamericano. Le pareció que el

de la foto sonreía aún más desde su avión.

Llegó a la ciudad a la una de la mañana dejó la bicicleta en el kilómetro

cero, justo cuando sonaba el pito tristón de la ronda. Comenzó a raspar el alquitrán

de las juntas en la vereda de la sastrería, allí no había mucho porque la calzada era

de laja roja canteada, siguió con el reborde del asfalto de la calle que se montaba

en el cordón cuneta, después con la espátula levantó la brea que bordeaba los

tragatormentas de hierro fundido. Trabajó hasta las seis de la mañana, tenía la

bolsa casi llena. En ese momento se dio cuenta de la presencia del policía por la

respiración agitada y por el olor a ginebra y coca. Era un gordo con los ojos

amarillos, la luz de la calle se reflejaba en la bola tirante del acullico, un hilo

verdinegro se le caía por la esquina del labio. Habló como si tuviera la boca llena

de trapos.

—Documento.

Zapana suspiró, un poco por el cansancio y un poco por la sorpresa. El

gordo puso cara de haberlo sorprendido robando el cáliz de la iglesia; se acomodó

el cinturón del pantalón con los antebrazos y con un tonito amable le preguntó qué

estaba haciendo. Hilarión manoteó las pepitas del bolsillo pero tuvo una idea

mejor.

91
—Yo soy empleado municipal -dijo-, y me parece bastante raro que me pida

documentos cuando usted sabe perfectamente que estoy trabajando en el Programa

de Sustitución de las Juntas de Dilatación de las Aceras y Calzadas del Ejido

Urbano (esto lo dijo de un solo chorro), porque algún superior se lo habrá

mencionado, ¿o no?-. El gordo se puso serio.

—Sí —dijo. —Más bien no, no del todo, yo sabía que la Municipalidá...

—¡Claro que sabía, hasta los lustras saben!, se supone que un cana tiene que saber

también -dijo Zapana-. —Lo que pasa es que ustedes porque tienen una gorra y un

palo se creen con el derecho de preguntarle cualquier cosa a uno y en cualquier

momento. Vea, dejemé trabajar porque enseguida es el cambio de turno y tengo

que sacarme la tarea.

La calle comenzaba a perder esa apariencia de soledad con el tránsito

apurado de los bancarios de corbata camisa arremangada. Al gordo le pareció

imprudente hostigar a un municipal a esa hora de la mañana y nada menos que

frente al racimo de viejitas noveneras que los miraban de reojo por detrás de sus

pañuelos de pelo. Le dijo a Zapana que podía continuar y se retiró con pasito

cortón, pero ahora sin la risa. Se lo tragó la madrugada.

Hilarión Zapana, soldador especializado de Zapla, guardó las herramientas

y aseguró la bolsa llena de alquitrán en el portaequipaje de la bicicleta. La

bocanada de ruido lúgubre que se soltó del campanario lo puso al tanto de la hora.

Estaba cansado pero alegre, bajó contramano la calle principal y tomó por la

avenida de los tarcos hacia la ruta. Estaba tan encantado que cada golpe de pedal lo

hacía sentir que despegaba del suelo. Le dio risa pensar que era un carancho gordo

que no podía volar. El sol ya empezaba a apoyarse en los cerros del fondo cuando

llegó a su casa. Pasó directamente al taller. Hacía un calor agobiante. Puso en

92
máximo la hornalla de la Volcán mejorada y se alegró de que la olla de hierro

estuviese caliente al rojo blanco, después de haberla dejado la noche entera en

mínimo. Echó de golpe todo el alquitrán -de lo que luego se arrepintió-, se produjo

como una explosión sorda y un bombazo de gas negro y grueso, después de

achicharrarle las pestañas, las cejas y las crenchas de la cara, se le hundió en los

pulmones lo hizo toser y vomitar durante más de diez minutos. Aun así estaba

alegre. Corrió hasta su cuarto y se puso el mameluco, el casco con antiparras y la

mascarilla que se choreó cuando desratizaron la fábrica. Volvió al taller y se calzó

los guantes de amianto. El alquitrán se derretía con velocidad y ruido de manteca.

Empezó a formarse una sopa de crema negra y brillante. Miles de pelitos negros

flotaban en todo el taller. Zapana revolvía a dos manos el caldo de asfalto de la

olla, usaba un cucharón de rancho. Maquinalmente, como un reloj cucú, sacaba las

impurezas del agua gruesa de esa sopa de petróleo con una espumadera inmensa.

Lo sorprendieron las carcajadas que soltaba de tanto en tanto. Tenía movimientos

de alquimista experto. Al cabo de una hora, el caldo negro estaba purificado.

Apagó la hornalla y se fue a lavar. Cuando se miró al espejo pegó un alarido, no

tanto por el rostro tiznado y medio quemado sino por la mirada que se descubrió.

Ese no era él. El ojo derecho estaba entrecerrado y se le había quedado pegada en

la boca una sonrisa que lo hacía acordar al afiche de «El Espectro Nocturno Ataca»

de una compañía tucumana de radioteatro que había visto cuando tenía cuatro años.

Durmió setenta y dos horas.

La puerta había amplificado por tres veces unos golpecitos tímidos. Quizá

fuera la timidez de los golpes lo que despertó a Hilarión. Llegó a las zancadas

hasta el recibidor, tanteó la mirilla y se puso a escudriñar con el ojo bueno. Lo

primero que vio fue el nudo-corazón perfecto de la corbata roja con búlgaros

93
grises, estaba anudada con prolijo desinterés en el cuello redondo de una camisa

blanca de holanda almidonada hasta el acartonamiento. Pensó no abrir porque

esperaba ver a su compadre Chorbandi, pero la seda de la corbata y la forma

ridícula del cuello boleado pudieron más. Abrió y se quedó como empalado. Era

casi la ilustración de una novela de Haggard. Un metro noventa de músculos

ingleses embolsados en la pureza impecable de un traje de lino. Botas crudas de

polo lustradas hasta el espejo. Naturalmente britches y casco de corcho (a lo

guardia hindú) Daba suaves golpecitos sobre las botas casi anaranjadas con una

fusta de jockey, sostenida por atrás con las dos manos. Se puso de perfil como para

que Zapana lo estudiara minuciosamente, giró sobre las botas y presentó una cara

angulosamente sajona iluminada por la blancura inmaculada de la barba pera y de

los pelos canosos. En toda la figura se distinguían solamente dos colores: blanco de

los pelos y el traje y el azul agresivo de dos ojos que se escondían al fondo de una

nariz de carancho. Zapana calculó entre sesenta y cuarenta años (tenía setenta seis)

El de los búlgaros en la corbata sacó de atrás una mano descomunalmente huesuda,

la abrió de canto contra el ombligo de Zapana y perforándole los ojos negros con

sus cuchillos azules se presentó.

—Pancho Edintonio.

Zapana acusó en la cara la incoherencia del nombre y la figura. El otro,

como acostumbrado a la situación, trató de explicar con timbre de cello descotado.

-Qué quiere, padres gringos, ingleses. Vinieron con los primeros Leach. Querían

que fuera Sir Francis Edington Cole, pero soy más coya que usted-. Hablaba con

acento del Ramal. Sin esperar respuesta, el gringo fue hasta la vereda y volvió con

una valijita de cuero y loneta blanca. Entró en la casa y pasó directamente al taller,

caminaba como si siempre hubiese, vivido allí.

94
—Olvídese del sistema de impermeabilización con brea, es muy pesado, el globo

no subiría, además es caro-. Decía las cosas como si estuviera solo. -La única

posibilidad -siguió- es usar tela de avión, quiero decir camperas impermeables. Así

todo también es caro porque hay que cerrarles la trama. Pero ya pensé en la

solución. Zapana escuchaba parpadeando, un poco por el sueño, pero también por

la sorpresa.

—Velas —siguió el otro— velas de glicerina, las de sebo acumulan más

temperatura quemarían el plástico, aparte tienen mal olor— Zapana empezaba a

decir algo, cuando un remolino de vinagre en el estómago se le subió a la garganta

y lo hizo vomitar. Oleadas blancas de bicarbonato y sangre le trepaban hasta los

ojos, se le huracanaban en la boca y caían como chorros de sifón cargado en un

guiso amarillento y agrio. Extrañó la mano de su madre sosteniéndole la frente.

Con cada espasmo sentía que el estómago le rebotaba en los dientes. Percibió

desde el fondo de los sacudones, que una mano caliente le sujetaba la cara. Un

pellizcón como puñalada le llevó la atención del estómago a la espalda. Después lo

alzaron como si fuera una muñeca. Un olor dulcísimo a lavanda le limpiaba la

sensación de guiso rancio atascado en la nariz, y finalmente revivió con un golpe

de agua fría en la nuca.

—Hay que distraer el foco de la náusea— dijo la voz imperturbable del gringo.

—Discúlpeme el pellizcón.

Zapana estaba totalmente reanimado. Escuchó con sensación de anestesia

que el inglés se proponía cebar unos mates. Y entonces Hilarión Zapana, soldador

especializado de Zapla, inventor autodidacta, odiador de gringos, creador del

primer pedóplano norteño, alcanzador de tusca de la madre bollera, cuarto

abanderado tischudo de la Técnica de Palpalá y primer hondeador del barrio Bajo

95
La Noria, eructó la última burbuja de un como huevo podrido y siguió con sus ojos

de sapo pisado la figura larga del fantasma canoso con una expectativa mayor aún.

Matearon en silencio durante media hora. Cebaba el viejo con rutina de relojero.

Cada tres mates revolvía la yerba con la bombilla y pasaba un pañuelo blanco

inicialado sobre la boquilla después de que Zapana le entregaba el mate (limpiaba

sólo cuando tomaba Zapana) El gringo se había quitado el saco del traje, puso

sobre la mesa de fórmica una tabaquera de plata y un encendedor de bencina con

pabilo articulado. Usaba tiradores año '20 y los botones del traje eran de un hueso

ligeramente más amarillo que la tela del traje. Tenía gemelos de oro con iniciales

en relieve y una cadena bastante gruesa (también de oro) que sostenía un Ulises

Nardin Locle sumergido en el bolsillo del chaleco. Mientras Zapana sorbía el mate

reconfortablemente amargo, el inglés sacó de la tabaquera unos medallones

oscuros de tabaco Virginia aromatizado y taconeó la pipa de raíz de rosa con la

cuchara de un atizador en miniatura (todos sus movimientos tenían la solemnidad

de un obispo viejo) Encendió la pipa con el yesquero y lanzó por el extremo

derecho de los labios un chorro de humo denso celeste que perfumó el cuarto y las

fosas de aire de Zapana con un olor a mixtura de chocolate, roble y cognac.

Entonces habló Zapana.

—Usted mencionó un globo. En el aviso no decía nada de un globo. Usted ni me

conoce, se mete en mi casa, me dice que se llama Edintonio, Edington o ¡qué sé

yo!, encima tiene la caradurez de echar por tierra mi proyecto de globo aerostática

que vengo diseñando hace como cinco años. ¡Claro, es inglés!, ¡lógico!, aunque

viva entre indios (a los que seguramente desprecia), conoce la tecnología del

Primer Mundo; recibirá, obviamente, revistas especializadas, habrá ido a la

Universidad. Pero sepasé que, así negrito como me ve, yo solito me hice un

96
pedóplano. ¿Sabe qué es un pedóplano?, un avión a pedales. Yo hice el diseño y yo

lo construí. Y, ¿sabe qué?, sólo con ideas de mi abuelo, ¡que no sabía ni siquiera

firmar! que también era coya como yo, ¡qué mierda se cree!

Cuando terminó el último borbotón de palabras, el gringo viejo le acercó un mate.

Se quedaron en silencio otra media hora. Volvió a hablar Zapana.

—Disculpemé — dijo con un crujido de madera seca. —Estoy medio cansado. En

realidad lo que quería preguntarle era cómo carajos sabía que las telas que quería

comprar eran para un globo.

—El discurso del neurótico desplaza el deseo hacia una instancia de producción—,

dijo el gringo.

—Lacán— dijo Zapana.

—Edintonio— replicó el gringo.

—¡Ah!— dijo Zapana.

El negro Zapana miró con interés al viejo dándole estribo.

—Hay una sola cosa en la que le llevo ventaja, Cusi o Chanampa o Tinte, he leído

más novelas que usted. No porque sea mejor lector sino porque como es obvio

soy más viejo. Entonces, a mi edad, uno se da cuenta perfectamente de que un

norteño como usted, digo con algo de estudio y que se ha pasado toda su vida

ahogado por un paredón de cerros y que encima adorna su casa con un avión azul

en la puerta, tiene que ser necesariamente del aire. Es que, claro, no tiene muchas

alternativas: engancharse en el ejército para ver si por lo menos se conchaba como

mecánico de aviones o si no se dedica al aeromodelismo o a construir cometas

(cuando es chico) o globos de aire (cuando se hace grande) Usted no tiene cara de

militar enganchado, de modo que compra telas para construir un globo. Por lo

tanto, usted es de la «Orden de los Cófrades del Viento», Tabarcachi. Tiene todas

97
las marcas: soltero, distraído, lector obsesivo de revistas de diseño, hábil con las

manos, misántropo, taciturno, ingenuo y medio pelotudo; encima tiene ese modito

tecnológico, racional, resentido y aburrido.

Zapana empezó a estudiar al inglés con mayor atención. Se dio cuenta de

que tenía en el ojal un escudito dorado con la insignia de la R.A.F., el pinche de la

corbata era la imagen de un Ícaro en ascenso y lo que al principio creyó búlgaros

en la seda de la corbata no eran sino dirigibles en miniatura.

—Sujete los improperios que está remontando— siguió el inglés. — Si no es por

mi edad, aunque más no sea porque somos colegas de ilusiones. Le confieso que

me emocionó el aviso del diario: «Compro telas sutiles...»; ―.. un avión azul en la

puerta‖ Sólo un aéreo pudo haber sacado ese aviso. A los veinte años hice algo

parecido. Yo tuve que volver a Inglaterra por el servicio militar. Casi llené Walton

Street con afiches artesanales: «Whoever wish to fly, come to Icarus pub» En el

bar Icarus nació la Royal wind brotherhood order; en realidad éramos cinco los

miembros fundadores y vitalicios: Ralph Antonius Woodworth, Laurence Stenway,

John Bath, Elisabeth Singer (la única mujer) y yo.

El inglés parecía más viejo, clavó la mirada azul en la ventana del cuarto atravesó

el cristal, los cerros el mar y las millas de tiempo que lo separaban del bar Icarus.

—Como único miembro en estas tierras de la cofradía del bar Icarus -siguió el

viejo-, lo ordenó Druida Duck, que es el rango menor en el escalafón de los

Cófrades del Aire.

Dicho esto, se levantó, se puso el saco y se arrancó el pinche de la corbata. El

soldador Zapana por primera vez en su vida sintió la emoción de la solemnidad,

aunque no entendió algunas palabras (como cuando era monaguillo) Se paró y

98
ofreció el pecho, no sabía muy bien si el gesto correspondía pero creyó que su

emoción sincera legalizaba cualquier ineptitud ritual.

—Semper anser aeris sis. Sic sit- dijo el viejo y le perforó la camisa Copa &

Chego con el alfiler de oro. Zapana estaba cristalizado. Después hubo manos

apretadas, recalentadas de mate, cenas improvisadas y un paréntesis de sueño que

duró tres días. Al cuarto, sobre la mitad de la noche, el viejo despertó a Zapana.

—Ahora comienza el trabajo- dijo.

Mientras Zapana preparaba un revuelto de huevos con ají y cebollas, Edington

Cole despejó una mesa de dibujo que había en el taller, desplegó unos planos

amarillos sobre el tablero y esperó. Zapana trajo una olla de comida, dos cucharas,

un bollo con chicharrón y dos tazas de vino oscuro. Comieron con alegría y vértigo

de estudiantes. Se miraban y se sonreían. Zapana agarró un lápiz y comenzó a

explicar.

—La idea era extender las telas y pintarlas con alquitrán.

—No, Zumbaino -dijo el otro-, usted se olvida del peso. Usted quiere inventar la

tela deavión que ya está inventada. En vez de impregnar el algodón con petróleo,

aprovechemos las telas de petróleo-. Zapana puso atención. -¡Claro! dijo el otro-,

abreviemos. Compramos todas las camperas inflables, las desjarretamos, las

cosemos y las impermeabilizamos con glicerina, después las extendemos las

cortamos de la forma que se nos ocurra.

Zapana estaba traumáticamente convencido pero necesitaba aportar una

idea luminosa al proyecto.

-Está bien -dijo-. Pero expliquemé en qué combustible ha pensado.

-Nafta común, obviamente- dijo el gringo. Zapana se agrandó.

99
-No -dijo-. Es cara, y si caemos en la puna no conseguimos. Bosta de chivo-. El

inglés se paró y se le acercó.

-¿Qué?- dijo con voz desconsolada. Miraba a Zapana estudiándole la intención.

-La bosta seca de chivo... -arrancó Zapana con solemnidad- es sumamente

combustible, es liviana, barata, hay en todos lados, no contamina el medio

ambiente y es más folclórica.

El gringo prendió la pipa (era un gesto con el que aprobaba las cosas y

manifestaba su alegría)

-Perfecto, ¿y la dirección?, digo, el timón, ¿cómo supone usted que lo vamos a

manejar?-. Zapana sonrió como ansiando la pregunta.

-Cuatro ventiladores con banda de caucho de las de aeromodelismo- dijo,

mostrando una sonrisa socarrona y tratando de levantar la ceja izquierda (gesto que

nunca pudo hacer) -Perfecto -dijo el inglés-. Yo tengo un compadre en San Pedro

que nos puede hacer la cesta de mimbre. Se quedaron en silencio, se pararon

simultáneamente y se abrazaron.

La semana siguiente tenían desarmadas setecientas cuatro camperas de tela

de avión. El gringo trajo un cuadro al óleo de la Almita Sivila, lo puso en el jardín

de Zapana y comunicó por el diario que «La imagen sacrosanta estará en la

Avenida del limón s/n para que los fieles hagan sus pedidos de favores mediante la

luz cíe sus velitas de glicerina‖ Así consiguieron una cantidad increíble de velas.

Impermeabilizar las telas y coserlas con la Singer 1930 de la abuela de

Zapana les llevó trece días. El día veintiuno paró una Chevrolet Apache en la casa

de Zapana, traía en la caja un cesto de verdulera ambulante de tamaño gigantesco,

el chofer de la camioneta entregó una nota al inglés:

Mui estimado señor de mi, Don Gringo:

100
No li entendido sos planos, lú' nico que sé aser son canastos tomateros, li

echo uno con las medidas que usté mi ah dicho. Ya está pagau con los

chivos caprinos que me ah mandau.

Sin otro particular me dirijo a quien corresponda atentamente, fabor que

agradecerán heternamente. Ta' luego.

Heternamente sullo. baldibieso.

El canasto descomunal era resistente y pese a su tamaño no excedía los siete

kilos. Zapana y el inglés fueron hasta el almacén de la suelta y sacaron al fiado

cuarto de mortadela, tres paquetes de maní, yerba, tabaco, alcohol de quemar, pan

y fósforos. Se internaron en la casa y echaron doble cerradura a la puerta de calle

en la que habían colocado un cartelito escrito con pintura azul al aceite: «Ni pienso

abrir».

Trabajaron sin dormir durante setenta y dos horas. Zapana cosía los retazos

de camperas y Edington Cole derretía las velas en una cafetera, colaba la glicerina

líquida para sacarle los restos de mechas y con pulso de joyero impregnaba el

tejido hasta impermeabilizarlo. Habían puesto en el centro de la mesa una olla

colmada de maníes y una damajuana de agua, no querían perder tiempo en

almuerzos ni cenas. Ocurrieron dos accidentes que no los amedrentaron, Zapana se

perforó con la aguja de la máquina el índice derecho hasta el hueso y el gringo se

derramó la cafetera con cera derretida en la entrepierna. Ni siquiera gritaron.

Trabajaban con una inercia indolente de galeotes. La radio a válvulas estaba

sintonizada en «El Mundo», silbaban tangos, canturreaban boleros y sólo

interrumpían el trabajo por los hostigamientos de la vejiga. El inglés cada tanto se

afeitaba y Zapana se lavaba la cara. Al cabo de las setenta y dos horas de porfía

laboral, el globo estaba terminado.

101
—Hay que chayarlo —-dijo (no, Zapana, no, el gringo) y trajo el alcohol de

quemar una tira de pan francés. Rebanó los dos extremos de la tira y echó el litro

de alcohol celeste adentro del pan. Por el extremo inferior de la tira comenzó a

gotear un líquido translúcido, ligeramente tornasolado. Después lo hizo hervir con

cáscaras de naranja agria y lo dejó enfriar.

—En la guerra se toma cualquier cosa, la tira es para sacarle el colorante- dijo el

inglés y sirvió dos vasos llenos de alcohol colado y le ofreció uno a Zapana.

Fueron hasta el globo y el inglés tiró un chorrito de alcohol sobre la tela y otro

sobre la cesta.

—Pachamama, Santa Tierra, ¡Kusiya, Kusiya! —invocó (no, el inglés no, Zapana)

Hilarión copiaba los movimientos del inglés. Edington Cole fue hasta el

centro del patio y se quitó toda la ropa. Zapana nunca había visto un cuerpo tan

extraño, tenía canas incluso en el pubis y las carnes flacas estaban como

colgadas sobre una calavera de huesos inmensos. Eran las seis de la mañana y se

veía la silueta del inglés xilografiada sobre el resplandor primero del amanecer. Sin

saber por qué, Zapana pensó en Alonso Quijano, el bueno.

—Por los Cófrades del Aire— dijo el gringo alzando la taza llena de una agua

celeste-tornasolada y se zampó de un solo trago el alcohol de quemar. Hilarión

Zapana sospechó que debía hacer lo mismo y tomó un trago generoso; por segunda

vez en la semana se arrepintió de obrar sin prudencia. Sintió que un ácido abrasivo

le derretía las amalgamas de los dientes y se las despeñaba esófago abajo. Cuando

la catarata de arrabio le hubo rasguñado la garganta íntegra y se le estancó en el

estómago. Zapana, Hilarión, soldador especializado, retiro voluntario de Zapla, se

puso a lagrimear. Lloraba por el dolor que le causaron los mordiscones del alcohol

de quemar en las entrañas pero también lloraba por su soledad, por el despido

102
encubierto de la fábrica, por su destino de coya resentido, por los desplantes de la

pelirrojita ojosa compañera de banco, por la impotencia de no haberse podido

vengar del Ingeniero Bonaventurini, por su mamá bollera, por su aspecto de rococo

melenudo, por el terror que le tenía a las alturas, por ese gringo viejo y flaco que se

le había metido en la casa lo había obligado a acelerar la confección del globo sin

haberlo él querido realmente. Porque Hilarión Zapana en realidad deseaba que el

globo aerostático (con el que se había propuesto regar de mierda la ciudad burlona

que siempre lo despreció) siguiera siendo sólo un sueño posible, el objetivo de su

odio eternamente contenido con el que seguiría alimentando el resto de su

existencia penosa. Pero no esto, no esto, al menos no tan rápido. Cuando se le

deshidrataron los lagrimales miró a Edington Cole, también lloraba. Estaba sentado

y abrazaba las piernas encogidas, tenía la cabeza hundida entre los muslos soltaba

un aullido apagado de perro sin dueño. Zapana le preguntó sin tono y con más

sorpresa que lástima por qué lloraba. El gringo viejo tuvo una convergencia de

recuerdos simultáneos: la muerte de su padre en el Ramal, la desgracia que

sobrevino cuando su madre negó favores al administrador del Ingenio, el

deambular por toda la provincia, la imposibilidad de ser piloto de la RAF (por

kelper), la inutilidad del handicap de polo y de golf en aquella escuela de Tilcara,

la exhoneración del Club Social ―.. por falta de pago», los desplantes de Singer allá

y de Mercedes aquí. Con todo hizo un enorme esfuerzo para hablar y habló.

—Vamos, Chacón, yo también me quiero vengar de la ciudad -dijo sin levantar la

cabeza-. ¿Mire si el globo no vuela? (puso los ojos azules y vidriosos en Zapana.)

¿Qué hacemos si el globo no vuela?

—¡Que no vuele!, probamos con otra cosa, ¡qué sé yo!, un dirigible inflado con los

gases de los pozos ciegos; ¡un pedóplano!, que es un ultraliviano a pedales. Vea,

103
yo tengo un diseño bastante confiable... ¡Oiga, usted me metió en esto!, ¡déjese de

joder, viejo, usted es inglés! Piense en sus paisanos talentosos: Locke, Rusell,

Churchill, Lennon, Mercury, Holmes, Swift, Disraeli. Ustedes... ¡che!, si no fuera

por ustedes, por los Leach, el azúcar todavía seguiría en la caña. ¡Eh, viejo!,

ustedes se han acostumbrado a vivir en la adversidad, ¡no se me manque ahora!

—No, Churquina, no (el gringo se paró con un ánimo nuevo) Vea, yo si no vuelo

ahora no vuelo más. ¡Qué le voy a explicar! Así que concentremos la energía en

esta caricatura de globo y reguemos con bosta toda la ciudad, a todos, ¡qué joder!,

principalmente a los curas, después la calle principal, a todos. Sí, ya sé, usted se

preguntará cómo carajos sabía yo que usted quería bañar con mierda la ciudad.

Vea, no importa, la cuestión es que aquí estamos y estamos por lo mismo. Aparte,

ya le he dicho que yo tengo apellido inglés pero soy más coya que usted, ¡no sea

pesado!

Decidieron que despegarían la noche siguiente. Dispusieron que cada uno

se despidiera de sus allegados (por si el globo subía) Cole abrazó a su nuevo

camarada y partió hacia la parada de ómnibus. Sentía en el medio del pecho un

vértigo de estudiante en vísperas de examen. Caminaba por la noche impecable

del Alto Comedero con la misma alegría de hace cuarenta años atrás, cuando se

paseaba por la calle del Golf Club en La Esperanza, por Picadilly o por aquella

callecita de Canberra con prostitutas en ambas veredas. Se sintió viejo y tuvo

envidia de la energía que brotaba de los ojos negros y limpios del coyita de la casa

con avión azul en la puerta. Recordó los proyectos en los amaneceres neblinosos

del club del bar Icarus, el olor a cerveza vieja en la barra de roble. Volvió a sentir

el aliento rancio de Woodworth, las mentiras aéreas de Stenway, el odio de Bath

por los alemanes y las continuas evasivas de Singer (le dijo que prefería a alguien

104
no tan sajón) que, a decir verdad, estaba deslumbrada por las mentiras de Laurence

Stenway. En la parada de la rotonda del Barrio Alto Comedero que da sobre la

vieja ruta 9, Francis Edington Cole se dio cuenta de que el Icarus pub era una

convención de mentirosos (nadie había volado), que Stenway era un mitómano,

Bath, un xenófobo; Woodworth, un borracho y Singer, una imbécil. Cuando

estaba sentado en el ómnibus que lo dejaría en la esquina de su casa, el gringo

Pancho Edintonio extrañó la ingenuidad de Hilarión Zapana, su romanticismo

silencioso, su aspecto de indio renegado y su amor sincero por los artefactos del

aire.

La semana del 14 de enero, Hilarión Zapana se levantó con el ánimo

sonriente. Se bañó cantando, tomó mate dulce, escuchó radio anotó el pronóstico

de la estación meteorológica local. Esa noche habría luna llena y el clima estaría

perfecto. Buscó la brújula de agua que le había regalado el abuelo, la calculadora,

la Petromax, la radio a galeno, la Biblia, El Quijote de la Mancha, los documentos.

A la una de la tarde ya tenía el mapa con la ruta del aire, había comido, se había

cortado las uñas, tenía puesto el equipo de vuelo, listas las bolsas de estiércol de

chivo, repasados los tientos del globo y escrita la carta de despedida. A partir de

allí no supo qué hacer y decidió dormirse.

Lo despertaron unos golpecitos tímidos. Era el inglés. Llevaba un casco de

cuero con antiparras sobre la frente y orejeras sueltas. Se había enroscado en el

cuello una chalina de lienzo blanco que le caía hasta las rodillas. Tenía britches,

botas de montar, guantes de cabritilla y una campera de cuero corta con charreteras

y cuello de cordero. No se dijeron nada pero estaban encantados de volverse a ver.

En ese momento comenzaron a ultimar los detalles. Saldrían esa misma noche.

De pronto, un miedo antiguo se le subió a Zapana hasta las amígdalas: nunca había

105
despegado las alpargatas del suelo (salvo cuando fue al quinto piso de los

Tribunales y recordó que la sensación no le había gustado nada) Pero se convenció

de que esto sería distinto. Además, el hecho de pensar que estaría por arriba -

literalmente- de todas las personalidades de la Ciudad le produjo un vértigo

exagerado y un valor desconocido. Y no sólo eso, mirarían el sueño de las casas

desde el cielo, penetrarían la intimidad de los apellidos de la nobleza jujeña

eternamente resguardada de los coyas como él por telones de retamas amarillas,

placas de bronce y enrejados de hierro dulce. Serían como atilas aéreos que

salpicarían con bosta la histórica soberbia del pueblo. El negro Zapana soltó una

risita tímida.

—Hay que revisar los ventiladores- dijo Cole. Habían amarrado un ventilador a

cada lado de la cesta. A Hilarión Zapana se le produjo una descarga de lucidez y se

alegró mucho porque se sentía en desventaja intelectual pues la idea de usar telas

de camperas había sido del inglés y resolvía en forma simple y brillante el

problema del peso. Quería neutralizarla con un aporte de la misma luminosidad.

—Hay que poner los cuatro ventiladores sobre un soporte flotante que permita

cambiar la dirección en forma rápida. Obviamente cuatro ventiladores empujan

más que uno. Quiero decir una especie de motor dirigible-. Esperó por unos

instantes algún retruque del otro.

—Brillante -dijo Cole-. Dos ideas brillantes, no tres… lo de los ventiladores, la

bosta de chivo y ahora esto. Usted me sorprende a cada rato, Yapura.

A Zapana lo tenía bastante molesto que el gringo no le hubiese preguntado

el nombre que a cada rato lo bautizara de nuevo.

106
—Vea, Don Edington, yo me llamo Zapana, Hilarión Zapana. Ni Yapura. ni

Tarcaya, ni Zumbaino. Zapana, ¿sabe?—. El gringo Cole no lo escuchaba, estaba

revisando los vientos del globo que eran de lana de oveja.

—Están perfectos, hay que comenzar a inflarlo -dijo-. Y, hablando de nombres,

hay que bautizarlo. Algo simbólico que nos contenga a los dos, algo como de

desquite, no sé... El Vengativo, El Resentido, El Justiciero... no sé.

—«¡El Vengador"- dijeron simultáneamente. Se miraron, soltaron una carcajada y

se abrazaron.

Con la caña de alzar la ropa sostuvieron el globo fláccido y comenzaron a

darle aire caliente con un soplete casero a gas de nafta, Zapana escribió el nombre

con pintura azul al aceite y el gringo se ocupó del bastidor para los ventiladores.

Cuando cada uno terminó su tarea, ataron la caña, aseguraron el soplete y se fueron

a terminar el mapa de vuelo. Decidieron que esa noche de prueba les sería

imposible castigar a todas las víctimas, así que decidieron que sólo regarían la calle

Belgrano con bombas de estiércol como un signo avizor de futuras catástrofes. Se

rieron tapándose la boca, levantando los hombros y encorvando la espalda.

Siendo las dos de la mañana del día catorce de enero, el globo aerostático El

Vengador, propiedad de los señores Hilarión Zapana y Francis Edington Cole, se

encontraba en plena erección. Era una noche con luna exageradamente grande

blanca. Tiempo estable con nubosidad variable poco cambio de la marca

termométrica. Hora en que la tripulación decide abordar la nave, no sin antes

munirse de los enseres y vituallas imprescindibles para la empresa.

-Vamos a cargar lo estrictamente necesario. Yo llevo una Biblia luterana, el balde

con bosta y mi maletín- dijo Edintonio. -Yo lo mismo -dijo Zapana-. Pero hay que

repartir los cargos. Déjeme de fogonero usted atienda los ventiladores. Los vientos

107
de lana que sujetaban la erección del globo estaban ya a punto de explotar. El

primero que subió fue el inglés, Zapana se había sacado los borceguíes y estaba

despidiendo la tierra con la planta de los pies, se santiguó y subió al globo de un

salto. El soplete seguía calentando las entrarías del dirigible casero. Cuando

sintieron que las cuerdas no resistirían mucho más se miraron y se sonrieron. Cole

levantó el machete, miró por última vez a Zapana y descargó un mandoble seco y

preciso sobre la cuerda del ancla. Zapana quería describir mentalmente lo que

estaba sintiendo en el momento del despegue pero sólo se le representaba una

especie de alegría en las tripas. El globo pegó un corcoveo y salió despedido. Se

suspendió a los tres metros de altura, como remansado en el aire, de repente se

lanzó hacia el más allá. La cesta oscilaba como un péndulo y Edington Cole

reeditó en la punta del corazón el mismo vértigo que tuvo a los siete años, cuando

la rueda del parque de diversiones detuvo la hamaca en la que él había subido a las

doce en punto para que subieran los pasajeros del radio opuesto, el de las seis y

media. A Zapana le rechinaban los ojos y los dientes de tanto apretarlos. Tenía

agarrotados los dedos contra el borde de la cesta. Comenzó a rezar con alaridos

mentales, licuaba el padrenuestro con invocaciones a la Pachamama y tenía tanto

miedo que sentía coagulada la materia fecal en las tripas, ni siquiera se dio tiempo

para vomitar. El globo ascendía con encabritado empecinamiento, lentamente

comenzó a dejar de bambolearse. Zapana abrió apenas los ojos de sapo pisado y

vio una especie de maqueta de su casa, un como mapa del barrio, las luces que se

alejaban hasta ponerse del tamaño hormiga supo que no podía hacer otra cosa que

aguantar. Estaban a treinta metros de altura y subiendo. El gringo Cole decía cosas

que el cerebro de Zapana no era capaz de registrar: números, direcciones del

viento, alturas. Hilarión Zapana recién ahora entendió a su maestra de primero

108
superior, Señorita Almendrina Machaca, cuando les decía que un mapa era como

ver la tierra subido en el aire.

El globo llegó a los setenta metros de altura y se quedó estancado en el aire,

boyando en la noche. Veían Palpalá, Jujuy y unas lucecitas amarillas por el lado de

Yala. Habían ascendido en dirección Noroeste y estaban anclados sobre el río

Grande, a cinco kilómetros de Punta Diamante.

—Hay que darle bomba- dijo Edington.

—¡Déjese de joder! -dijo Zapana, que no lograba despegar los dedos del brocal de

la cesta-. Por hoy es suficiente.

El gringo Cole habló con desgano pero con firmeza:

—Así son los partos, no se puede volver atrás. Si uno no hace lo que tiene que

hacer, crepa. No le digo más, usted vea, Patagua.

Zapana reaccionó, antes por el nuevo bautismo que por el peso de la situación:

—Ta' bien.… Metalé a los ventiladores que yo prendo la fogata, y que la Almita

Sivila nos ayude— Temblaba como una planta de maíz.

Mientras el negro Zapana preparaba la bosta de chivo en el quemador (una

lata de dulce de batata sostenida por cuatro alambres a la boca del globo), el gringo

remontó los cuatro ventiladores. En realidad, Cole desconfiaba bastante del

combustible de estiércol propuesto por Zapana pero le daba pena decírselo.

Cuando la bosta de cabra se prendió con una llama azul y pareja, Edington

Cole, Francis Edington Cole, comenzó a respetar al negro Hilarión Zapana y

modificó algunos conceptos que le merecían las razas no-sajonas. Este era un

fuego potente, limpio. Debía despedir muchas calorías porque a los segundos de

encendido el globo comenzó a trepar nuevamente.

109
—Dirección Noroeste, a toda máquina— dijo Zapana. El gringo soltó la traba de

los ventiladores los cuatro motores de tracción a goma lanzaron simultáneamente

su chorro de aire. Cole, por la inexperiencia, le había dado demasiada carga a las

bandas elásticas así que «El Vengador» bellaqueó y comenzó a oscilar, al tiempo

que los dedos de Zapana se clavaban nuevamente en el borde del canasto de

mimbre. Hubo intercambio de improperios subidos de color y de tono pero

amainaron cuando la sensación de avance y ascenso los dominó. El globo se dirigía

obcecado hacia la ciudad hamacándose lentamente.

—¡Tengo una idea para avanzar más rápido! -dijo la voz temblorosa del negro

envalentonado Zapana (con los dedos todavía petrificados en el borde del canasto)-

. Cargue de nuevo los ventiladores, todo lo que resista la goma, y suéltelos de

golpe cuando el globo se empiece a balancear: trábelos mientras la cesta oscila

hacia atrás y ahí largue de nuevo, como cuando se hamacan los chicos-. El gringo

pensaba que la idea violaba una elemental ley de la Física (la del Punto Fijo), pero

ya no se animaba a opinar. Siguió puntualmente las indicaciones de Zapana- por

segunda vez en la noche modificó su opinión sobre los coyas. El globo volvía hacia

atrás y en el punto muerto, Cole, liberaba las aspas de los ventiladores que

lanzaban la cesta para adelante, como despedida por una honda. El sistema era

traumático para los estómagos débiles (Zapana) pero sorprendentemente efectivo.

Se avanzaba mediante la inercia del efecto péndulo. Era lo que la NASA

denominaría luego «Avance en Vaivén con Punto Fijo Desplazable ― Fue ese el

momento en el que Cole se percató de la distancia verdadera entre el conocimiento

teórico la intuición pragmática.

Después de una hora cuarenta cinco minutos de viaje, estaban sobre «La Muy

Noble y Leal Ciudad». Era una noche especialmente jujeña: alboroto de estrellas,

110
frío crudo, calma chicha en las hojas de los tarcos y luna a mansalva. Cole sugirió

tímidamente que descendieran un poco para tener mejor cuadro del objetivo.

Habían entrado por el cementerio viejo y estaban ahora copiando el trazado de la

calle principal. Francis Cole orientaba el globo con pequeños chorritos de

ventilador. Las calles del centro mostraban una ausencia total de movimiento,

excepto las campanadas de la San Francisco, la presencia de los canillitas, la de los

policías de guardia dormidos al calor de sus camperas azules y algún esporádico

taxi nochero. Orientaron los ventiladores con fuerza reducida en dirección Este-

Oeste. El globo casero de Zapana & Cole copiaba desde el aire el trazado de la

calle Belgrano. Altura, treinta metros, velocidad, cuatro nudos; dirección, Este-

Oeste; temperatura, como para pullover.

El primer edificio bombardeado fue el Colegio Nacional algunas casas

aledañas de familias sospechosamente prósperas. Luego bombardearon el Cabildo

y la vereda de la Plaza principal. Intentaban llegar a la casa del obispo pero una

ráfaga traicionera los depositó sobre la Casa de Gobierno. Allí se gastaron casi un

balde de municiones intestinales. Un chorro de ventilador los devolvió a la calle

central. Edington Cole manoteó la Biblia la abrió en San Juan, 8. Mientras arrojaba

puñados de bosta leía a todo órgano: -«Yo me voy y me buscaréis y moriréis en

vuestro pecado: adonde yo voy no podéis venir vosotros»-. Salteó unas hojas y

siguió. -«,Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo será

arrojado fuera»-. Leía con impostación de púlpito se alegró de que el azar hubiera

elegido las citas en las que justamente hablaba Jesús. Con la mano izquierda

sostenía la Biblia y con la otra arrojaba puñados de materia fecal disuelta en agua.

Rociaron la Biblioteca Popular y la cúpula de los franciscanos. Pero con lo que se

afanaron más fue con el monumento al kilómetro cero, con las tiendas viejas y con

111
la fachada del Club Social. Cuando se les agotó la artillería, orinaron sobre los

bancos y supermercados.

Levantaron el globo a la altura de las casas más caras de Ciudad de Nieva y

retomaron la ruta del aire que los llevaría hasta Alto Comedero. Mientras pasaban

por la cancha de Gimnasia y Esgrima, Zapana se metió los dedos en la garganta

porque era hincha del Club Atlético Gorriti. No pudo vomitar.

A las cinco y diez de la madrugada del quince de enero, «El Vengador»

rebotó sobre las chapas de cinc de la casa de Hilarión Zapana y aterrizó. Fin del

primer viaje.

Lo que sigue es el texto de la «Bitácora del Aire»:

DIARIO DE BITÁCORA DE LA NAVE EL VENGADOR (SEGUNDA SALIDA)

Primer día

Despegue, 1° de febrero. Horas: 23,30.

Nubosidad: variable. Precipitaciones aisladas y temperatura en descenso.

Dirección: Este-Este.

Ánimo: afable entre la tripulación.

Segundo día

Quedan ocho kilos de combustible.

Dirección: se ignora.

Ruta: se ignora (debimos arrojar los instrumentos por subrepticia pérdida de

altitud) La tripulación discutió acaloradamente.

Tercer día

Es de madrugada y no sé dónde estoy. Me parece que veo el mar. Hay que arrojar

todo el lastre. Ya arrojamos la lámpara, los alimentos y todo lo arrojable.

112
Quedan dos kilos de combustible. A las once se arrojan las biblias. Veo el mar y

el cielo. Esto es un solo cielomar. Hay que dejar todo el lastre. Hay que ir al

cielo. Mi compañero no entiende, hay que ir al cielo. A las tres tuvimos una pelea

que duró poco. Él no entendía que también era lastre. Ahora estoy solo, arrojo la

última ropa que me queda, arrojo esta bitácora y me voy al cielo, Amén.

113
PARECÍAN HERMANOS

Parecían hermanos. Parecían hermanos. Nunca tuve la certeza, sólo me

pareció que eran hermanos. Hay algo en la frase que me inquieta. Ahora que lo

pienso, parecer es un verbo inestable, siempre necesita de dos cosas, pero jamás se

expide por una de ellas. ¿Quién se parece a quién? El vidrio se parece al agua y

viceversa; sin embargo, jamás se sabrá si el agua tiene intención de vidrio o el

cristal aspira a fluir líquidamente. No hay caso, hay verbos hipócritas y este es uno

de ellos. Aparte, parecer siempre instala la sospecha de una mentira, de una estafa;

es un verbo que traiciona a los dos términos.

Puedo jactarme de algo por lo que muchos se avergonzarían. Soy, lo que

podría decirse, un experto alimentador de palomas. Claro, no es mucho mérito

porque el esfuerzo es ínfimo, ir a una plaza. Pero es que como soy soltero -hace

años que lo soy-, voy a las plazas con una constancia de feligrés, con la misma

alegría de un creyente que asiste a misa. Y no es que me gusten las plazas ni las

palomas; para mí, en rigor de verdad, es una estrategia. Hace bastante que hago lo

mismo; a eso de las nueve, nueve y cuarto me voy a Casa Calvó y compro cuarto

de alpiste para canario flauta. Me gusta ese negocio, porque es de los pocos que

siguen usando bolsitas marrones de papel madera. Lo mío no es una cosa azarosa,

no. Al contrario, es una faena aplicada y sistemática, está medida hasta en las

consecuencias más banales. Al principio comencé por dedicarme a los perros

vagabundos. Los perros sí me gustan, pero al cabo advertí que le sacaban poesía a

la cosa. Es que -claro- está la tarea esa de trasladar la bolsa de polietileno con el

guiso frío o el platito de aluminio. Aparte, se suma el olor naturalmente grosero de

los perros; las chorreaduras de los lamparones del puchero seboso y, sobre todo, el

114
espectáculo libertino y concupiscente de la época de celo. Esa persecución

empecinada y sufrida de una perra callejera de tetas flacas y caídas, hostigada por

una caterva de perros machos que signan su paso con una fiesta de ladridos, orines

ansiosos, mordiscones histéricos y deposiciones al trote. Ah, ni qué hablar de aquel

perro que se obstinaba con la botamanga del pantalón recién salido de la tintorería,

creo qué era uno de esos criollos amarillentos. Por eso hice el cambio hacia las

plumas. Es que, aunque las aves me produzcan un natural rechazo, puedo tolerar

mejor las plumas y las porquerías acuosas y azules de los pájaros en el zapato que

los olores y obsesiones sexuales colectivas de los perros. Aparte, todo el mundo

mira con más respeto al hombre que da de comer a los pájaros. Y, bueno, yo soy el

hombre que alimenta a los pájaros. El que todos los domingos está rodeado de

palomas en el banco desde el que se mira primero la fuente y después la entrada de

la Casa de Gobierno. La precisa elección de este lugar tiene un solo motivo. Nada

es casual para mí, ni la plaza, ni el domingo, ni la hora, ni la posición del banco, ni

las palomas. Lo de las palomas, ya se sabe, es la cosa esa del imaginario popular

que relaciona al alimentador de pájaros con una persona sensible; lo de la plaza se

explica por aquello de que es el natural punto de fuga de las empleadas domésticas

los domingos a la tarde. Acompañan el paseo natural de un infante impecablemente

regordete y perfumadamente vestido. Vamos, estoy ahí por las sirvientas. El banco

que mira hacia la fuente es eso, un mirador. Los niños sienten especial atracción

por el agua ruidosa de las fuentes y siempre tironean con pasos titubeantes las

manos de sus cuidadoras hacia el chorro espumoso del agua. Cuando el dúo se

para en el brocal de la fuente, empieza una lucha de ganas de tocar el agua e

increpaciones suaves. Al final, el niño perfumado al jazmín y la vigilanta

perfumada al agua de colonia barata, armonizan en la construcción de un barquito

115
armado con un papel fortuito. ¿Dije que llevo un par de hojas de canson blanco que

arrojo cerca de la fuente?; ¿no?, bueno, sí, llevo. Entonces la institutriz arma un

velero rápido que navega ligero hacia el centro de la fuente y para interrumpir el

grito inmediato del marinerito que siente sensación de naufragio, la cancerbera se

lanza al rescate, dejando libre a barlovento todas las velas de su popa. Y ahí está el

guardiamarina, sentado en el faro del banco, dándole de comer a las gaviotas y

oteando el maravilloso horizonte por el que aparecen maravillosas nubes negras.

No, si algo de poeta tengo. Eso es darle de comer a las palomas. En el peor de los

casos, el único premio es sólo mirar la bombacha de una sirvienta. Pero casi

siempre triunfa la oferta generosa y me llevo hasta casa, que queda cerca, una

víctima entregada. Entregada es un decir, porque siempre les tengo que pagar y

darles cosas, pero es lo único en lo que gasto mi jubilación temprana; bah,

jubilación, en realidad, lo que me da mi mamama.

No era domingo, aquél era un día irritante; hacía ese calor que trastorna la

paciencia; serían las doce. Cómo odio esa hora, todo el mundo está aceitoso y

sediento. Nadie mira a nadie, sólo es esquivarse y llegar rápido a las casuchas para

huir del calor y comer algún guiso de morondanga. Ese día particularmente

bochornoso odié como jamás el calor. Es que me desespera el semáforo de la

avenida de la casa de gobierno a las doce, tarda como tres minutos. Qué increíble,

siempre me quedo mirando la fila del medio en la que generalmente se instala un

taxi. El único que tiene los vidrios subidos, porque tiene aire acondicionado, es el

Peugeot gris oscuro. A ese siempre lo miro porque es el único que mira a los otros.

Primero mira la calle desbordada de delantales desabrochados, después mira con

desgano al Renault 9 de la izquierda, después al Fiat de la derecha. Siempre hay

una empleada pública que desearía viajar en ese auto gris, y el dueño sabe eso y yo

116
también sé eso. Con auto sería mucho más fácil. El sol de las doce se había

ensañado con la cuerina negra del torpedo de los autos que reverberaban y

respiraban agobiados, me sentí contagiado de ese ahogo grasoso de combustible

mal quemado. Yo estaba mirando el calor hasta que los descubrí. Parecían

hermanos. Los dos tenían unas ojotas de plástico azul, aquellas que se compran en

el centro ―..a dos pares por un peso...‖ Eran dos pequeños hermanos jugueteando

por la calle. Caminaban de la mano, eso me gustó, que caminaran tomados de la

mano. Al principio los miré y me pareció que tenían la misma edad. Después,

cuando se acercaron, supe que el muchacho era un poco mayor que la niña y quizá

un poco más alto. Él caminaba trastabillando y la nena lo llevaba de la mano. Ella

se reía y lo tironeaba con suavidad, como si fuera la madre que lleva al niño

caprichoso con impulsos suaves pero firmes. Él también se reía. Estaba

ligeramente ebrio, después me di cuenta de que estaba perdidamente borracho.

Jugaban a que él se empacaba, dejaba de caminar y ella lo obligaba. Se reían los

dos y nada los hacía comportarse como miembros de la plaza. Hasta que mi vista

clavada en el cuerpo de la mujercita la hizo corregirse. Cuando la niña vio que los

estaba mirando dejó de reírse y lo increpó con más dureza. Puse el mayor tono de

desinterés y les dije, parodiando la risa que habían estado soltando los hermanitos,

que los podía ayudar, que vivía cerca, les dije. Dije también algo de un plato de

comida, pero la niña me ignoró y amonestó a su hermano con vehemencia. El

chico se interesó en la oferta y se volvió hacia mí. Como ya no era un juego, la

hermana no pudo dominarlo. A mí me deambulaba la idea de terminar de

emborrachar al muchacho y pagar favores sólo con restos de comida, quizá unas

monedas y una cama para que el joven durmiera la mona. No fue difícil

convencerlos porque el hermano mayor tenía hambre y sueño, así que se dejaron

117
conducir. Ese día no había nadie en casa, por eso no me molestó que el comensal

borracho se cayera sobre la mesa de hierro fundido y después de tirar el juego de

ajedrez de marfil se quedara dormido sobre la alfombra. La nena no quería comer

pero como yo tenía mucho tiempo no la apuré. El hermano roncaba con ruido de

cerdo degollado. Pregunté a la chica si quería bañarse. Al principio se negó pero

después pidió entrar al baño. Yo en ese punto estaba de lo más solícito, así que la

acompañé y como con desinterés le entregué unas toallas limpias. Volví a la sala,

acomodé un almohadón bajo la cabeza del animal degollado y le puse una manta -

no fuera cosa que se despertara en medio de la cosa, ¿eh?, no sé si... ¿eh?-. En ese

momento sentí con agitación que abrían el agua caliente del baño. Traté de

tranquilizarme y conté la plata que llevaba en la billetera. Lo que tenía era

suficiente. Corrí hasta mi dormitorio, acomodé rápidamente la cama destendida y

volví hasta la sala al momento en que el calefón lanzaba ese cascabeleo típico con

el que anuncia el cierre de la ducha. Me metí un pedazo de pan en la boca como

para no tener que hablar cuando la púber sirena saliera chorreando agua del baño,

los cabellos negros húmedos todavía y cubierta sólo con el toallón blanco. Esperé

sentado en el viejo sofá, tratando de que no se me notaran las palpitaciones.

Después de unos segundos, se abrió la puerta del baño que quedaba justo enfrente

de donde me encontraba, y apareció la figura de la niña. No estaba mojada y traía

una toalla chica empapada en agua. Se acercó hasta el hombre dormido y le mojó

suavemente la frente con agua. Empezó a hablarle con ternura mientras le mojaba

el rostro. Yo me metí el último pedazo de pan en la boca, y casi me atraganto

cuando la chica que ayudaba al hombre a incorporarse le dijo que se fueran, que en

su casa se sentiría mejor. Le hablaba con una dulzura apenada y lo llamó papá. Lo

trataba de usted pero parecía la madre del hombre. Él quería comer algo pero la

118
niña insistía en que se fueran. De pronto me miraron los dos. Tenían las cabezas

muy cerca, como cuando se posa para una foto familiar. En ese momento noté el

parecido, los mismos ojos penosos; los mismos ojos negros, penosos y húmedos; la

misma cara del hombre repetida por la mejoría de lo femenino y joven en el rostro

de la niña. Jamás me tuve tanta pena. Es que eran dos rostros agobiados de

amenazas perfilándose idénticamente distintos contra el crepúsculo que se

derramaba a mansalva por el vitreaux de la mampara que mira al Oeste. Y ya no

pude soportar más la dignidad noble de esos rostros pobres recortados sobre la

soberbia canalla de mi casa señorial. Por eso les di todo el dinero que tenía, la

toalla, la frazada y una bandeja de plata que había sido de un desconocido patriarca

familiar. Les pagué para que nunca hubiesen venido. Se fueron tomados de la

mano, como cuando los vi en la plaza y me parecieron hermanos. Nunca más volví

a la plaza. Es que parecían hermanos.

119
ESCRITO DE UNA TAL PÍA

En esa época leíamos a Borges. Estaba de moda hablar mal de Borges.

Ahora que están todos muertos lo único que me une a ellos es este mismo Borges

que sigo criticando con Pía. Es tan ridículo esto que prefiero dejar de leer este

cuento que todavía me atormenta La forma de la espada.

Pía me obliga a usar preservativos pero tomamos mate juntos y a los dos

nos sangran los labios paspados, yo le dije mil veces que no tiene sentido

vacunarnos en el amor y contagiarnos -vava a saber qué- con esta bombilla asesina.

Cuando nos conocimos dejamos perfectamente aclarados nuestros miedos. A ella

le daba asco que le ingresara en su carne inmaculadamente rosada otra carne que

había penetrado otras carnes menos rosadas y menos inmaculadas. Yo, por mi

parte, quería mostrarme ante ella como un perfecto aprensivo y le dije que el solo

hecho de acercarme a la boca de una mujer me producía una sensación de rechazo

porque seguramente habría saboreado el salitre dulzón de algún ariete fantasma.

Cuando perdimos el miedo y nos conocimos mejor ambos confesamos que todo

había sido una pose mentirosa. Era justamente esa sensación de rechazo lo que nos

gustaba de las personas.

Pía tiene todo lo que puede deslumbrar a un hombre argentino. Uno siempre

la ve pasar en un destello de luz estroboscópica, es como si siempre se estuviera

yendo. Usa unos lentes desmesurados que le dan un aire ingenuo y despistado pero

que la ponen en una relación de lejanía con su interlocutor, esto la hace todavía

más indiferente y dan ganas de sacudirla cuando mira. Los vidrios son muy verdes

y muy gruesos y el marco es tan grande en su carita de colegiala irlandesa que

resulta imposible sujetar el deseo de arrancárselos para dejar que aparezcan sus dos

120
luces verdes que los cristales no alcanzan a apagar. Siempre que describo a Pía me

pongo, como ahora, en pose amanerada de escritor hispanoamericano. Pero tiene

acero, acero y plata de luna al mismo tiempo y me perdono por ir así, buscándola

entre limoneros lánguidos que suspenden sus ojos de fría plata como un silbo

vulnerado en las noches de tristezas y de lágrimas. Aunque la vejez puede ser el

tiempo de nuestra dicha, hay golpes en la vida que nos hacen pensar que no

sabemos a dónde vamos ni de dónde venimos. Ahora dejo de robar y paso al relato.

Nos unió siempre ese respeto solemne con que veíamos las cosas más

triviales y cursis. Nos conocimos en una peña estudiantil de las del setenta, era en

realidad una turbamulta política con escenografía folclórica y con una Antigua

Casa Núñez que circulaba por las manos voraces de los guitarreros de oreja. El

argumento era previsible por lo fatalmente repetitivo. Comenzaban los del Sur con

unas milongas de Yupanqui y algún estilo antiguo; saltaban los del Norte con una

andanada de zambas anónimas, y cada cinco o seis canciones una voz perdida

pedía un minuto de silencio en memoria de un compañero caído por las balas

asesinas de los cipayos del imperialismo. Los poetas nuevos aprovechaban la

zozobra del momento para largar, como al descuido, algunos versos en los que

fatalmente rebotaban las palabras «liberación» y «pueblo». Esto nos emocionaba

sinceramente porque había en ellas como un latido unánime que nos involucraba a

todos.

Se nos ponían tristes los ojos si en medio de un tango algún obrero viejo

colaba su vocecita cansada en el canto colectivo. Se le hacía espacio, se le sonreía

y le dábamos un trago de vino. Claro, éramos del setenta.

La noche esta del encuentro yo estaba previendo algún acontecimiento

distinto en mi inercia de estudiante provinciano. No era el vértigo cotidiano de los

121
encuentros con los grupos de pedidores profesionales de documentos ni siquiera el

miedo localizado en el bajo vientre cuando se pasaba al lado de algún paquete raro.

Sino que algo en la luna, no sé, en la noche, algún vientito alocado me

desbarajustaba el pelo y el ánimo. Cruzaba las baldosas de la ciudad como pisando

descalzo el pasto mojado -verde pastito verde- y había en la humedad del aire tanto

olor a tilo que costaba metérselo en el pecho. Siempre que no me presentaba en

algún final me pasaba lo mismo, todo el día como si nada y a eso de la oración,

este almidón en la boca, este ahogo de perfumes, estos ojos que me miran desde la

oscuridad y unas profundas ganas de no volver a la pensión y hundirme en algún

tugurio hasta que la resaca del vino me devuelva a la playita triste de mi cama. Me

pareció que la cuenca de la noche tenía la tensión de un anuncio fatal y sentía la

necesidad de hacer algo que tuviera la marca épica de un suicidio a cuchillo o la

inconsciencia de cruzar la calle con los ojos cerrados. Me paré en el medio del

parque, miré de frente a la luna y comencé a recitar con una dulzura que me

sorprendió unos versos de Neruda. Sentía subir mi voz ronca llevando la memoria

sonora del chileno por los escalones húmedos del aire. El poema pegó como una

pedrada en el ruido de las chicharras y produjo un silencio de catedral en la boca

de la noche. Lo único que sonaba era mi voz fantasmal. Desde un farolito del

fondo aparecieron dos policías y comenzaron a caminar lentamente hacia mí. Se

escuchaba claramente el bolilleo de las piedras bajo las botas. Yo seguía recitando

mi poema. Las dos sombras se interpusieron entre la luna y mi terror, seguí

recitando con voz de pésame y pensé que me caería, tuve unas horribles ganas de

llorar. Continué recitando con la voz agria y un malambo de sangre enloquecida en

las sienes. Pasaron las sombras, rozándome casi, pero sin mirarme y pasó el poema

por entre las sombras como por la calle de la amargura. Eran dos espectros que no

122
se habían atrevido a interrumpir mi empecinamiento alucinado. No los detuvo el

sentido de las palabras sino -eso creo ahora- lo absurdo de la situación o, a lo

mejor, mi aire norteño («buenos muchachos los del interior») Curioso, prepotentes

profesionales que no le dan a la vida ajena más valor que a la de un gorrión se

detienen ante la figura desgarbado de un adolescente recitador de versos. Mi

poema siguió sonando con una potencia distinta y me sentí feliz porque la tristeza

de mi voz desamparada estaba espantando la soberbia brutal de estas dos criaturas

perversas que habían salido de la noche. Ahora que lo pienso, no fue una actitud ni

tan heroica ni tan suicida, pero en ese momento sentí que había derrotado a un

escuadrón completo de dragones fusileros. La figura de los policías comenzó a

descascararse, se descarnó, se hizo de agua. Me emocioné al pensar que Neruda me

había apoyado en la retaguardia con la silenciosa artillería de su memoria. Claro,

en el setenta nos creíamos que la poesía era literalmente un arma. Neruda había

muerto dos años antes.

Después de mi hazaña épico-lírica volví a mirar la luna, me miré los

vaqueros zurcidos, miré mis apuntes y pensé, como superposición de fotografías

inconscientes en Miguel Hernández, en un hombre asesinado en la Casa de la

Moneda en Santiago de Chile; no sé, en Jacobo Fijman y pensé que todas esas

cosas tenían algo que las cicatrizaba entre sí. En ese momento me hubiese gustado

tener menos transpiradas las manos, que las piernas fuesen mías y no que

caminaran con una voluntad de sonámbulo. No lograba determinar si esas lágrimas

que me enfriaban como tajo la cara era de emoción, de pena o de miedo.

Cuando recobré el olor de los tilos el dominio sobre mis piernas, estaba

depositado en la puerta de la peña El Ágora. Adentro se tomaba vino tinto a

mansalva. Los de izquierda eran fáciles de reconocer por los ponchos rojos y la

123
barbita adolescente descuidada. No se arracimaban sino que deambulaban de mesa

en mesa repartiendo panfletos de imprenta casera o tomando algún vino invitado.

Estaba de moda armar cigarrillos con banderitas así que en todos los rincones había

olor a tabaco Mariposa. Ella andaba dando vueltas por todas las mesas. Me bastó

mirarla una vez para que toda la noche se me convirtiera en ella. Naturalmente

llevaba jeans una camisa muy grande y blanca por fuera del pantalón que le

disimulaba de manera mágica el impecable y descomunal -como lo supe después-

cuerpo de gacela pulposa. Me gustaba eso de que no se detuviera en ninguna mesa,

era como si el ambiente le resultara decadente y ella lo dignificara con su

presencia. Todo su modo parecía ajeno al lugar. Le hubiera sentado mejor una

escenografía con cancha de golf y ropa blanca, o una tarde de amigas y té pisando

dichondras en el jardín inmenso de la casona paterna. Cualquier otro lugar que la

alejara de ese bodegón con guitarra, política, vino y tabaco armado (siempre me

pide que le cuente esa parte del primer encuentro y terminarnos en la alfombra

riéndonos a carcajadas) Yo no podía sino mirarla. El Tuerto Tato estaba

haciéndome un planito del barrio en el que habían inaugurado no sé qué comedor

popular. Yo ni lo escuchaba. En ese momento lo único que me importaba de la

justicia social era la posibilidad de que un proletario estudiante de Letras, flaco y

provinciano se avanzara a una capitalista capitalina repugnantemente mantenida y

estudiante de, no sé... decoración. Pero en la turbamulta de la peña yo no sabía qué

hacer para que ella me mirara. Ya me había levantado más de diez veces al baño,

me peinaba, volvía, orinaba, pedía cerveza, me paraba, salía afuera y la capitalista

nada. La noche se fue haciendo vieja. Los de izquierda se cantaron toda la

producción de Yupanqui, la derecha pesada, los cuarenta años de Los

Chalchaleros; los nacionalistas, triunfos, milongas y estilos de la época del

124
sacabuche. Cuando todo se hubo cantado, la peña se fue apagando. Yo me quedé,

antes por inercia que por la posibilidad de que la gringa me mirara. Éramos seis en

toda la peña y en la misma mesa: un matrimonio de paraguayos, un peruano, el

gringo Tacuara, yo y la capitalista miope que me tenía profundamente excitado. El

dueño de la fonda en un acto solidario -qué querés, era del setenta- dejó todas las

botellas sin terminar en nuestra mesa. Yo miraba las cosas como a través de una

bolsa de polietileno. La guitarra llegó no sé cómo a las manos del peruano.

Estábamos todos medio borrachos, así que exageramos el silencio y la expectativa,

pero en realidad estábamos midiendo el botín. Sólo había dos mujeres, la gorda

paraguaya, que se la contaba porque el marido estaba dormido sobre la mesa y mi

inglesita cegatona que ya la había dado por perdida. Mi actitud derrotista nacía de

lo que para mí era una evidencia: el gringo Tacuara no sólo se vestía bien, sino que

tenía un aire de galán norteamericano año sesenta. Ese jopo rubio y los ojos tan

intensamente azules enloquecían a las estúpidas de mis compañeras. Aunque eran

de izquierda, se desmayaban por sus músculos, por su campera negra de cuero, por

su Norton 500, por su Colt 32 (mostrada como al descuido), por su metro noventa,

qué sé yo, creo que mis compañeras no eran de izquierda un carajo-, encima tocaba

la guitarra y era bastante afinado.

Cuando me reacomodé de la presencia de Tacuara y volví a la realidad, me

dejó anclado en la silla un acorde del peruano guitarrero. Yo no sé qué hizo. Creo

que comenzó con un tono menor, con algo entre joropo y marinera, canturreaba sin

letra. No era una canción. Parecía algo africano que se entrampaba con un aire

inca. No sé, una melodía que salía desde La menor, hacía rulos por todo el

diapasón y volvía al arranque. Lo que sorprendía era la ternura desolada de las

notas, uno pensaba en ríos de hielo que se astillaban contra las montañas y que

125
caían a una selva de guacamayos y enramadas de frutas tropicales. Por un

momento me olvidé de la lentuda, de Tacuara, del examen y de la ciudad agresiva

y húmeda. Miré al negro peruano que estaba apoyando la boca en la cintura de la

guitarra y le salían lágrimas que caían sobre las bordonas. Era una melodía y unos

acordes de patria reconquistada por el canto. Siempre notas menores y disonantes

en séptima. La voz se le salía del cuerpo y trepaba por el aire de la fonda, inundaba

el espacio extranjero del pobre negro y era como el llanto exiliado de todos los

negros peruanos, extraños también en su tierra. Era un canto de dolor doblemente

amargo, lloraba por su patria lejana y lloraba en una patria ajena por sentirse

forastero en su país. No terminó de cantar porque no era un canto, era una vertiente

de acordes. Yo pensé en mi casa y en mis padres, en mis amigos y pensé que el

negrito estaba recuperando con la guitarra su casa y sus padres y su gente. Me sentí

más cerca de él que de mis compañeros y le acompañé el canto con una emoción

sincera en los ojos y en la garganta (al fin y al cabo yo también era un forastero)

El gringo Tacuara cortó el momento con un movimiento teatralmente grosero: tiró

la treinta y dos sobre la mesa, se sacó la campera y le quitó al negro la guitarra. Le

dijo que se dejara de franelear y creo que remató con un «negro de mierda‖ A mí

me hubiera gustado que el canturreo tristón del negro no terminara nunca, pero

preferí no decir nada. La mujer del paraguayo quedó deslumbrada con el gesto

prepotente y sonrió a Tacuara con lujuria. Yo pensé que la noche estaba perdida

cuando esta mezcla de gaucho y marine agarró la guitarra y nos enroscó en los

oídos uno de esos boleros dulzones con letra de amores contrariados. Cantaba

levantando la ceja izquierda y miraba, como pudiéndoles ya, a la paraguaya y a mi

lentuda. Me dio pena advertir que la inglesa también lo miraba. Yo le cerré el

corazón sabiéndola perdida y me hice cargo de mi nuevo fracaso. Cuando terminó

126
el bombardeo almibarado del bolero, el gringo se dispuso a recibir los laureles

femeninos, apoyó el antebrazo derecho sobre la guitarra y estiró la otra mano hasta

el vaso de vino, la mujer del hombre dormido comenzó a dar unas palmaditas

tímidas pero el gringo Tacuara la ignoró, tenía clavada la mirada en la más joven.

Nadie hablaba y el único ruido que se escuchaba eran los resoplidos del borracho

sobre la mesa. Tacuara se alisó el pelo y se disponía a reforzar la carga con otro

bocadillo de su repertorio, cuando la inglesa de lentes gruesos se paró con una

energía insospechada y comenzó a caminar hacia el cantor meloso. Se le puso al

frente y le arrancó literalmente la guitarra.

—Deje que toque el que sabe— dijo, y llevó la guitarra hasta el extremo donde

estaba el peruano. Le sonrió con ternura, se la ofreció y le rogó que continuara la

melodía interrumpida. El negro no sabía qué hacer porque lo habían metido en una

situación filosa. El cantor de boleros estaba tornasolado por el desprecio y quiso

retomar la situación con su habitual modito prepotente. Yo me sentía tan encantado

con la intervención de mi inglesita recuperada que opté por salir de mi habitual

neutralidad cobarde. Cuando el galán rubio agarró una botella que lo sospechaba se

astillaría en las motas del peruano, tomé de la mesa su propio revólver y

apuntándolo al pecho, le dije que no se olvidara de un treinta dos también

empavonado. El rinoceronte se quedó parado con la botella en la mano, como una

estatua de héroe pedestre. Tomé el revólver por el caño y se lo ofrecí. Nadie se

movía. El animal quería sonreír pero la boca se le retorcía en un gesto ridículo.

Dijo con voz de dragón anestesiado que brindaba por los buenos músicos, tomó un

trago de la botella, recogió campera, revólver luego de asesinarnos uno por uno

con la mirada se fue. Lo último que supe del gringo Tacuara -como músico- fue el

ruido grave de su Norton 500. La paraguaya estaba sacudiendo al marido que no

127
entendía por qué lo querían llevar, finalmente la gorda lo convenció y se fueron

abrazados. Quedamos callados el peruano, la inglesa y yo. Sabíamos íntimamente

que teníamos mucho que ver.

Siempre he pensado que cuando me ocurre algún suceso desgraciado la vida

tiene la obligación de neutralizármelo con un hecho feliz del mismo tenor y a un

solo efecto -qué querés, soy del setenta-. Ese día yo me había borrado de la mesa

de Hispanoamericana. Sentía que el pájaro negro de la traición me picoteaba el

pecho desde adentro. Tenía la certeza de que le había hecho trampa a mi familia.

Me pesaba en el corazón la carita de mi padre ferroviario que dejaba la vida «para

que el chango estudie», la mirada ingenua y deslumbrada de mis hermanos

menores y la última encomienda de mi madre con una pieza entera de queso

cáscara colorada y dulce casero de higo. Estaba convencido de que la bravuconada

inocente del parque pagaba en parte la culpa que me produjo la ausencia cobarde al

examen, era el desquite que me regalaba el destino para aliviar el malestar por mi

traición a la familia. Calculé que -al menos por ese día- mi habitual transacción con

la vida estaba mano a mano. El repentino interés de la gringa por mí se convirtió en

un préstamo extra, así que decidí aprovechar este crédito generoso de placer.

Agarré la guitarra y zambullí los dedos en un acorde que imitaban la melodía del

peruano. El sonido tenía limpieza de agua. Repetí tres veces el giro y dejé

suspendido el último acorde para darle pie al negrito. En ese momento ella cantó.

La voz rebotó en las cuatro esquinas de la peña y se me clavó en el corazón. Caí

profundamente enamorado de los ojos verdes, del cuerpo generoso, del aire de

ricachona desinteresada y de la afinación perversa y perfecta de la irlandesa. Yo

estaba tan pegado a mi mecanismo simple de categorización de mujeres que esta

convergencia me decuajeringó la filosofía de vida (o por lo menos la taxonomía

128
femenina) Para mí, hasta allí, las lindas eran fatalmente desafinadas o

destiempadas; las simpáticas, pobres aunque sensibles; las cuerpudas, afinadas

pero insulsas y las gordas, jugadas pero nauseabundas y enamoradizas. Esta era

fina, linda, cuerpuda, aputarrada, sensual, comprometida, afinada y encima

indiferente a los caretas de moda. Sumaba a todo esto un Rolex de oro, un pañuelo

de seda italiana y un perfume europeo que iluminaba con desdén el aliento rancio

de la peña. Así que puse la vida en el acompañamiento. El negrito me dio vía libre

con una sonrisa de ojos cerrados. Yo me olvidé del mundo, cortejaba a mi

irlandesa con acordes insospechados. La gringa devolvía mis piropos musicales

con meneos de cabeza que aplaudían mis zapadas presumidas. Nos olvidamos del

negro, de la peña, de la política y del universo conocido.

Cuando pienso en el setenta, se me figura el alarido de una sirena, una noche con

luna y disparos a lo lejos, la soberbia de los militantes peronistas, una pena como la

que dije y una calle por la que caminan tambaleando dos músicos enamorados. El

setenta, para mí, es esta Pía que ahora me mira escribir desde la cocina de nuestro

confortable departamento, aquella que me lleva de la mano hasta su pensión de

estudiante (que yo suponía) provinciana. Es esta misma Pía que me sonríe. La que

me hizo entrar a su cuarto la noche del setenta me sumergió en su cuerpo increíble

iluminado sólo por una lámpara con la silueta del Che. La que me arrastró con su

vocecita afónica desde la zamba hasta el tango (no era provinciana, era de

Palermo) La Pía con la que terminamos aquella noche leyendo el primer libro de

Neruda con los cuerpos tapados únicamente por la sombra del rostro de Guevara

fileteado en la pantalla de una lámpara. La que ahora es mi socio en el estudio

contable.

129
No terminé Letras. No volví nunca a mi provincia, ya no recuerdo ningún poema

de Neruda. Mis amigos están todos muertos (una voz delatora dio la dirección, la

hora y los nombres de los que se reunirían en la imprenta clandestina) Pía

también perdió muchas cosas, dejó Artes, renunció a la herencia que los padres le

ofrecían si me dejaba y ya no canta.

Después de aquella noche no nos separamos más. Seguimos yendo a la peña

y le presenté a mis amigos. Aunque le dije que estaba proscripto, ella insistió en

afiliarse al Partido. Participó de todas las pintadas furtivas. Trabajó en el texto de

los panfletos, pintó la figura gigantesca que colgarnos en Ingeniería, refugió al

tuerto Tato en la estancia de los padres cuando lo de la bomba con volantes. De

ella era la voz, la música y la letra de la «Marcha proletaria» y fue ella la que habló

con su tío, el Coronel Lozano Astorga, para que liberaran a Joaquín Montes.

Nos unía, nos une, todo, la casualidad de ser los dos AB positivos (Pía tiene

un problema renal), la música, la política, la diálisis, los tangos de los Expósito, el

olor de los tilos y la pena. Ahora también nos une la profesión, la prosperidad, la

necesidad de cambiar el auto todos los años, la desesperación por viajar a Europa

cuando podemos y la angustia de haber sido nosotros los que indicamos con pelos

y señales la dirección de la imprenta. Delatamos los cuadros de la organización, los

nombres y los lugares de reunión. Compartimos la angustia de saber que somos los

únicos sobrevivientes del Partido.

Ya termino. No fue difícil para el gringo Tacuara perseguirnos, nos

agarraron en la casa de Pía. Uno poco de agua, un poco de corriente y después la

promesa de que no nos pasaría nada. Creo (esto te lo confieso ahora) que Tacuara

nos perdonó porque le gustabas. A cambio nos dejaron seguir estudiando una

carrera más seria.

130
Pía me mira escribir y sonríe. Ya está todo arreglado. Voy para allá. Lo que

sigue es lo que escribe ella.

―Con mi compañero, mi camarada, mi amor hemos decidido que la prosperidad

actual no alcanza para borrar la traición pasada. Mientras él escribía esto -

que no leí- yo estaba en la cocina diluyendo en dos vasos de agua cuatro cajas de

Novidorm Forte. Miro hacia la cocina y veo que acaba de tomar su dosis. Me

sonríe. Perdón a los del setenta. Me voy con mi compañero.

Pía‖

Mentira. Pía se fue aquella noche con el gringo Tacuara. No terminé Letras

No empecé Ciencias Económicas. Tampoco denuncié al partido, nunca hubo

partido. Y no me suicidé, aunque me hubiese encantado. En realidad, Pía nunca

existió, nunca salí de aquí, pero me hubiese encantado. Incluso nunca pude escribir

esto.

131
VARIETÉ FAMILIAR

Hoy no se debería trabajar, dijo para sí el carpintero Elsar Dimitri Urcupiña

mientras aserraba monótonamente la vara de cedro. Y siguió diciéndose que el

viento norte trastorna a las personas. Es un viento que da vueltas las cosas, afuera

de las casas hay que andar en camisa y adentro hay que ponerse sobretodo y

bufanda. Cualquiera sabe que no se deben dejar los autos diesel con la marcha

puesta porque arrancan solos. Tampoco hay que pararse debajo de los techos

clavados, porque cuando sopla ese viento los clavos saltan de la madera, los

bulones pierden la fuerza y se liberan de su cárcel de óxido espontáneamente. Es

conocido el caso de aquel tren que - quién sabe cómo - alcanzó a cruzar por el

puente de Yala perseguido por una fuga de durmientes que iban abandonando la

vía justo sobre los talones del último vagón. No es raro entonces que los jueces

eviten fallar en días de viento norte. Si hasta la madera se pone rara, empieza como

a murmurar, a quejarse ; se vuelve arisca, se mueve sola y canta distinto en la

sierra.

Elsar Dimitri Urcupiña se dio cuenta de que ese era un día de viento norte

porque hablaba solo y porque recordó a su padre. Sólo pensaba en él cuando

soplaba el viento del norte. ―No hay que cambiar de rumbo en días de viento

norte‖, le había dicho el padre cuando lo escuchó soplar por primera vez y él

todavía era un niño. Ya era un mozalbete cuando el padre volvió a hablarle : ―lo

único que vas a heredar son estas máquinas y una tarea de durmiente en la infinita

vía de la novela familiar‖ Aquel día también soplaba el viento norte. La cadencia

de las palabras o la imagen del infinito en los durmientes del ferrocarril fue quizá

132
lo que distrajo a Elsar Dimitri Urcupiña y lo que lo depositó mágicamente en el

escenario ilusorio:

(Escenario a media luz. Luego arpegios continuados y fortísimos del piano que

terminan en un puente de acorde dominante y...)

—¡Delectable público, graciosas damas, sobrios caballeros, robustos infantes ! ;

en fin, legítimas y bien constituidas familias criollas que habéis accedido a este

espectáculo renombrado allende los mares, esta noche os regocijareis con

los números más sanos, modernos y rutilantes que os ofreceremos por única

vez en esta preclara comarca.

(El cañón de luz blanca ilumina sólo la figura del presentador que tiene un

jacket de lamé azul. Piano que suena primero a carne y después a hueso

cortado...)

Un grito con su voz lo devuelve a la carpintería. Los días de Elsar Dimitri

Urcupiña habían sido días que se copiaban a sí mismos. Idénticos, como la ruta que

seguía el agua por los desagües, como los durmientes de las vías, como los miles

de kilómetros de cedro cortados cada medio metro por el religioso graznido de la

sierra circular ; la rigurosa, monótona, mecánica, impecablemente afilada e

infinitamente obstinada sierra circular. Aquella que perforó su infancia con sus

graznidos cada exactamente sesenta centímetros sobre el varejón de cedro. Nada

había alterado la inercia familiar durante años, por lo menos durante los cien

últimos años. Él seguía fabricando las mismas sillas de cedro con las mismas

máquinas, las mismas medidas y el mismo modelo que heredó de Elsar padre, y

este, de Elsar abuelo y este de Elsar bisabuelo, y quizá la cadena llegara hasta un

carpintero de Belén. Pero no sólo era el mismo modelo de silla, también el mismo

modelo de mujer, la misma casa, su mismo Elsitar recibiendo desde la cuna los

133
graznidos de la sierra circular y esperando el momento para heredar su posición de

durmiente en la vía infinita de la novela familiar.

Elsar Dimitri Urcupiña dejó que pasaran siete metros de cedro sin cortar y recién

entonces despeñó un aullido alevoso de soprano ejecutada. Al cabo de unos añosos

segundos escuchando su voz de tiple desvencijado, se dio cuenta de que le dolía

más la garganta que el dedo segado. Entonces dejó de gritar y se quedó escuchando

los ruidos del taller, el ensemble reverberante del motor de la sierra, el quejido de

rana de la cinta, el eco vacío de la sierra contra las chapas de cinc. Cuando los

ruidos familiares lo sacaron de la agitación, recién pudo mirar. Miraba la palidez

del índice derecho limpiamente divorciado de sus cuatro hermanos de mano por la

hoja de la sierra, y antes de hundir el muñón borboteante de espuma roja en el tarro

de grasa (tal como recomendaba la terapéutica familiar si ocurría la desgracia),

dejó de mirar y se permitió pensar. Pensó, entonces, que había sentido un alivio

cuando la hoja de la máquina hizo un ruido distinto. Se dio cuenta de que no le

importaba el dedo perdido, sino la alegría que le produjo escuchar un canto nuevo

en la tapa armónica de la máquina, aunque la cuerda frotada por el arco de la sierra

fuera su propio dedo índice. Pero las cuerdas se cortan, lo importante es la música,

pensó. Ya con la mano zambullida en la grasera, festejó solitariamente esta

segunda frase luminosa, y entonces la modificó para poder gritarla y aprovechar la

frase para sacarse la impresión, la rabia y el dolor: —¡aunque las cuerdas se

corten, la música sigue !

La grasa borboteaba pesadamente con los cada vez más pausados latidos

espumosos de la sangre liberada. Entonces recuperó con una sonrisa plena la

primera oración que lo había alejado de su tarea cotidiana, la que lo había distraído

de su concentración justo en el punto donde se tocan el acero y la madera. En aquel

134
momento de duelo individual, advirtió dolorosamente que su padre no hablaba,

sino que construía apotegmas. Recuperó otra sentencia inmortal del padre y

derramó todo el odio que le producía el horror de su dedo ejecutado sobre la

memoria grandilocuente del patriarca que jamás lo llamó por su nombre de pila

(para el viejo, Dimitri fue siempre el fiduciario Urcupiña) Ahora sí lo odió

plenamente mientras susurraba otra proverbio que venía de la pluma del padre:

―estamos condenados a heredar la tarea de durmientes en la vía infinita de la

novela familiar‖ Bastó esta frase para que odiara su oficio heredado, su genealogía,

perdiera un dedo y descubriera el arte. En realidad no era una frase deslumbrante y,

para colmo, poco clara; pero alcanzaba para regocijarlo.

Esa oración descabellada le ofreció dos certezas. La primera; le permitía aniquilar

otra histórica sentencia del padre que lo perseguía desde siempre, ―nosotros no

servimos para otra cosa como no sea cortar cedro de a medio metro‖, había dicho.

El segundo motivo fue que la oración hizo detener su propio reloj biológico; su

reloj listonero que medía los días, las horas y los minutos con un determinado

número de gritos del acero contra el cedro. Eran doscientos noventa hasta que le

trajeran el mate ; trescientos treinta y ocho para ir al baño por primera vez ;

cuatrocientos setenta y siete hasta el beso de la hija que se iba a la escuela ;

novecientos cuatro para el beso de vuelta ; de mil noventa y seis a mil ciento

veinticinco para que lo llamaran a la mesa. Dos mil doscientos sesenta y cinco

gritos eran un día ; cada ochenta y dos mil graznidos de la sierra cumplía años ;

podía estar con su mujer entre el corte número seis mil ochocientos veinticinco y el

ocho mil trescientos cinco, sin peligro de que vinieran hijos. El ruido cada medio

metro lo acunó, lo persiguió toda la infancia, toda la adolescencia y se le quedaba

pegado en la cera de la oreja hasta que se dormía. Pero él servía para algo más, hoy

135
se había dado cuenta. Era capaz de hacer pensamientos floridos y esto lo convenció

de que no sólo estaba destinado a cortar madera sino a ser otra cosa : músico,

escritor, ilusionista, hasta director de una compañía de teatro, ¡qué joder ! —¿Y

por qué no director de una compañía ? — se dijo. Tironeó con fuerza el gajo que

pendía aún de la mano y se puso a soñar a los gritos. —Me importa un comino el

dedo, no es sino una señal, un corte en el eslabón familiar, una aserrada azarosa en

el monótono varejón de la vida ; y, papá, ¿qué tal? —, dijo y sonrió a pesar del

dolor. Afuera el viento porfiaba por colarse en la carpintería.

Estuvo trabajando sobre la camioneta Rastrojero ´63 durante días, convencido de

que el corte no había sido en el dedo sino en la historia familiar. Trabajaba sobre la

camioneta predestinada a transportar sillas y madera de cedro campana con frenesí.

Él mismo se encargó de pintar de colorado punzó la cabina, construir el escenario-

dormitorio-cocina y techar con lona rematada en flecos lo que sería, de ahora en

más, el varieté ambulante. El pincel idóneo de ―Morcilla‖ Rosso se encargó de

filetear en las puertas y el capot del Rastrojero un marco de rosas repartidas en

búlgaros trepadores con serafines trompeteros para el nombre del espectáculo

ambulante : The Carpenter´s Family. Music, fantasy & show girls. El dictado del

texto en Inglés pertenece a la señora Alvarita Aguirre Viuda de Baca, antigua

vecina del, hasta aquí histórico carpintero del barrio Gorriti, don Urcupiña Elsar

Mitriditi - o como sea que se dice -,en el barrio lo conocían como ―Culito‖

Urcupiña.

Elsar Dimitri siente que no han sido en vano los nueve años de piano que hizo

estudiar a su hija, Karina Vanessa (¡que sirva de algo el título de Instructora de

Teoría y Solfeo!) Esto resuelve la faz musical del Varieté y espontáneamente crea

un nombre artístico para ella : ―Karen Urcupin, la amazona de las teclas‖ Aparte, la

136
nena no sólo toca bien el piano sino que está bastante desarrolladita, así que

tranquilamente puede ponerse una malla decente y vender confites a la

concurrencia familiar en los entreactos o mientras el espectáculo del escenario

prescinde de la música. Para su mujer ha pensado otra cosa. Como es bastante

afinada y tiene las piernas sin várices y los pechos todavía turgentes... —No, mejor

no. Preferible que cante tangos con traje de fiesta y que haga de partenaire del

mago Luthor, ya se verá. Aunque no estaría mal que el traje de fiesta dejara

entrever alguna pulposidad madura, pero ya se verá— pensó.

Las semanas contiguas al funeral del índice transcurrieron con la Tradicional

Casa Urcupiña, fabricantes de sillas y bancas, transformada en pista de ensayo.

Karina Vanessa estaba severamente conminada a reflotar las partituras del Príncipe

Kalender y a estudiarse de memoria las Cien Fantasías, Cien en cinco lecciones por

el Maestro Nardo ―Melody‖ Blesa. La niña lloraba a moco suelto sobre las teclas,

no tanto por la tarea, sino porque no entendía la transformación repentina de su -

hasta entonces - sobrio y recatado papá (solo le pidió que tocara Para Elisa cuando

cumplió cincuenta,) en este mamarracho que había cambiado el banco del taller por

dos palomas, una galera y un frac de lamé violeta. Y que, encima, le hacía ensayar

esas partituras horrorosas vestida solamente con la mallita enteriza de banlon que

tenía desde los nueve. Lidia, la mujer de Elsar Dimitri está menos asombrada

porque ha escuchado la historia del teatro familiar en las intermitentes

alucinaciones nocturnas que tuvo su esposo durante los últimos tiempos. Pero

jamás pensó que pudiera atreverse a dejar la seguridad del oficio y del taller-casa-

de-familia por un futuro a la bartola. Sin embargo, trata de afinar los tres tangos.

Su marido se los ha pasado en limpio y la obliga a ensayarlos, vestida solamente

con una combinación que él mismo se ha encargado de forrar con lentejuelas

137
tornasoladas. Lidia no se queja, solamente porque supone que la desgracia del dedo

lo ha vuelto loco. Por otra parte, no quiere que Karinita se dé cuenta y le pierda el

respeto a su papá.

Elsar Dimitri es un hombre generoso y no quiere dejar de lado a la tía paralítica

que vive con ellos, señorita Delicia Melpómene Urcupiña Sastre. Ni tampoco al

perro pila que es como un pariente más, Dragón Urcupiña. Para ellos también ha

pensado una tarea. Dragón tiene asignado un número que consiste en dar la pata

izquierda o derecha luego de cruzar un aro de fuego; la tía puede preparar y vender

pochoclo o manzanas acarameladas. La tía acepta porque siempre le dieron de

comer - aunque cree que Elsar está efectivamente loco -. El Dragón ensaya su

número sin problemas porque, como no tiene pelos, el fuego no lo preocupa

demasiado.

Los vecinos presencian atónitos la función-ensayo gratuita y contemplan

azorados la metamorfosis de la respetable familia de los carpinteros Urcupiña en

estos artistas de Varieté. Es que es demasiado evidente la evolución de la

Rastrojero de reparto en circo ambulante; la transformación de doña Lidia Tula de

Urcupiña en Tuli, la forrajera; y a todos les cuesta reconocer en el mago King

Luthor al carpintero del barrio, ―Culito‖ Urcupiña. Sin embargo, cuando la

Carpenter´s Familiary Troupe inicia su camino de éxitos, todo el barrio sale a

despedirlos. Hay quien llora, alguien arroja flores y el zapatero del barrio, Huascar

Tyson, revolea un pañuelo no tan blanco cuando la camionetita modificada se

pierde por el camino que lleva al Sur.

Nunca viajaron juntos, en la cabina hay un aliento caliente como de kerosene

mal quemado. Dimitri está alegre porque es la primera vez que sale con toda la

familia y porque viajan hacia el Sur. Pero lo preocupan la tía que va en la caja, la

138
tercera que se salta, los sollozos de Elsitar, los lamentos de Dragón y las caras de

pena de su hija y de su mujer. Las tres mujeres viajan rezando mentalmente en sus

incómodas posiciones. Lidia recibe sobre el ángulo de las piernas exageradamente

abiertas todo el calor del motor y cada tanto golpea con la rodilla izquierda la

perilla de pre-calentamiento; Karina siente sobre la piel que la malla de banlon no

alcanza a cubrirla del rigor picante de la trama de arpillera que tapiza todo el

asiento de la camioneta, aparte la manija de la puerta le presiona las costillas. Doña

Delicia Melpómene jamás ha viajado en la caja de una camioneta, así que su

interés se centra en recoger los pies cuando el arranque le desplaza la silla de

ruedas hasta la compuerta y las frenadas la obligan a acuclillarse para no dar con la

nuca en el vidrio; pero lo que la fastidia más, es que al salir perdió el rosario y debe

llevar la cuenta mentalmente. King Luthor interpreta como indicio el vapor blanco

que se cuela por las rendijas del capot de la camioneta y decide inaugurar su nueva

vida de artista en el pequeño pueblo ubicado entre Palpalá y Estación Perico que

fue elegido por la Rastrojero para ponerse asmática. No le importa que sólo sean

veinte los kilómetros recorridos, el azar hizo que llegaran hasta allí y allí

comenzarían. Aparte, le pareció sintomática la coincidencia de su llegada con la

algarabía patronal de aquel villorrio que festejaba su quinto año de vida. Decidió

entonces instalar el artefacto de su espectáculo familiar en el rastrojo contiguo al

tinglado que servía de capilla, seccional de policía, comisión municipal, depósito

de poroto y sede del Club de Veteranos ―Esgrima, Sapo y Sortija‖

Dimitri siente un hormigueo por todo el cuerpo, todo está perfecto. La carpa que

cubre la caja (escenario) alcanza para resguardar casi cuatro metros contados

desde la compuerta practicable hasta donde se tiene que ubicar el público

(pullman) ; las luces del cartel titilan el nombre del espectáculo, las bocinas dobles

139
sobre el techo lanzan al aire el mensaje que ha grabado la tarde anterior, y todo

esto sin ningún cortocircuito y sin que caiga la tensión de la batería. Aparte la tía

sonríe con su bandeja de manzanas acarameladas que amorosamente protegen la

tullidez de sus piernas. La mujer y la hija están paradas en la boca del Varieté

esperando a los clientes como si fueran profesionales. ¡Qué lindas son!

Lo único que incomoda un poco a King Luthor es la cara de fastidio con la que

el sacerdote se perdió en la noche, caminaba molesto y negando con la cabeza

quién sabe qué cosas. Por lo demás, todo tenía un aspecto de fiesta verdadera. Sacó

el megáfono y anunció el espectáculo.

— ¡Pasen, caballeros ; pasen, damas ; adelante, jóvenes. Llega a este pueblo el más

increíble espectáculo familiar que por problemas mecánicos tuvo que realizar una

escala técnica en esta simpática comarca! ¡No se priven de presenciar a Karen, La

Amazona del Teclado; Tuli, La Forrajera; Dragón, el Perro Sabio y King Luthor, el

joven ilusionista! Aparte, se ofrecen golosinas caseras—.

Dimitri estaba por repetir la arenga por el megáfono, cuando advirtió que un

grupo de seis o siete personas se aproximaba a la boletería atendida por la tía

Delicia Melpómene. Fue tanta la alegría de Elsar Dimitri que quiso recibir

personalmente a los primeros espectadores. Le estrechó a cada uno la mano y les

hizo un descuento del 34% por ser los primeros clientes que acudían en grupo.

Elsar estaba encantado, no lograba quitarse la sonrisa de la cara y volvió a repetir

la invitación por el megáfono pero nadie más se acercó. Decidió entonces que no

debía hacer esperar a su primer auditorio, constituido por seis gentiles

adolescentes. Tuvo alguna dificultad para cerrar la boca de entrada a causa de las

rachas de viento que se querían colar por la lona pero, al cabo, lo logró y fue a su

camerino para maquillarse y cambiarse.

140
Cuando apareció en el foro de la caja con su traje violeta precedido de los

arpegios rigurosamente estudiados por Karinita, se le puso la piel de gallina y casi

se acobardó. Pero pensó que The Show must go on, e impostando la voz lanzó la

presentación: — ¡La voz melódica de Tuli, La forrajera! Cuando su mujer se

acercó hasta él para tomar el megáfono, Elsar King Dimitri Luthor Urcupiña se le

arrimó al oído y le susurró con dulzura y pasión — ¡Merde, Tuli, merde ! Mientras

los acordes del piano preludiaban el valsecito con el que su mujer iniciaría el

espectáculo, bajó hasta las sombras y se secó las uvas de sudor que le brotaban de

la frente. Miró a su mujer que cantaba bastante suelta, iluminada por las luces del

vestido que tan sólo dejaba ver la artística impudicia de un canal profundo entre los

dos pechos que él conocía de sobra. Lo alivió también que su hija apenas dejara

ver al público la blancura adolescente de la espalda, cortada púdicamente por los

breteles cruzados de la mallita de banlon. —Y, sí, las tablas tienen impostergables

desnudos artísticos — pensó. Después corrió la mirada hacia la platea como para

regocijarse con las caras de los espectadores. Al principio no podía distinguir

absolutamente nada, pero cuando los ojos se le fueron desentumeciendo de la

obnubilación de luces empezó a ver. Lo primero que vio fueron dos botas símil

tejanas cruzadas sobre el respaldo de la silla de la primera fila. El dueño de las

botas tenía pantalones cortajeados y campera de jean con tachas, estaba como

dormido. Aguzó la vista y vio que el dueño de las chinelas apoyadas sobre el

brocal del foro llevaba puestos unos pantalones groseramente cortos y una petaca

de ginebra sostenida apenas por la mano izquierda. Su mujer ya llegaba al estribillo

cuando siguió mirando a los demás. El espectador número tres era un gordo

inmenso que se sobaba la entrepierna con las dos manos sin dejar de mirar a la

pianista. Los otros tres eran unos muchachones igualmente chocarreros que tenían

141
la vista clavada - según supuso Luthor - en la oscura épsilon de la cantante vieja

que ya empezaba a desafinar. Una voz con timbre de oveja perforó el valsecito de

su aterrorizada esposa-partenaire : —¡Hacete una de Pink Floyd, gorda !—. Un

malón de risas atronadoras aprobó el pedido. Cuando terminó el valsecito, King

Luthor salió disparado al escenario. Mientras armaba la mesita de trucos, invitó a

la concurrencia a ―degustar las sabrosas manzanas acarameladas que ofrece

gratuitamente la Familiary Troupe. Aprovechando que la caterva se distrajo en una

parodia de batalla por los confites que repartía la tía, King Luthor salteó todos los

números introductorios, terminó de armar su mesa de mago y apeló a su fantasía

suprema : la conversión de dos pañuelos en palomas. A fuerza de megáfono logró

que los devoradores de manzanas volvieran sobre él una apática atención. Cuando

los pañuelos se hicieron palomas, se escucharon desde la platea unas palmadas

tímidas, pero inmediatamente aparecieron las voces gargajosas : ¡Que se desnude

la pendeja del piano !, ¡que salga la vieja tetuda ! Dimitri King Urcupiña se quedó

inerte cuando se apagaron las luces y no escuchó sino los alaridos primero de

Karinita, luego de Lidia junto con los de Dragón ; después de la tía y casi

alcanzaba una silla para entrar a repartir golpes a mansalva cuando cuatro o cinco

pares de manos lo sujetaron contra el piso. Después, como venidos desde muy

lejos, alcanzó a escuchar los sollozos de Elsitar un segundo antes de que sintiera

una como especie de puñalada blanda adentro de la columna vertebral. Elsar

Dimitri Urcupiña rogaba mentalmente para que el dolor aquel que lo atravesaba

desde el nacimiento de la espalda fuese realmente el de una puñalada. Nunca supo

cuánto tiempo pasó, ni sabrá cómo se liberó, cómo recogió a las tres mujeres, al

niño y al perro, y cómo fue que pudo darle arranque a la camioneta y hasta ponerle

agua en el radiador.

142
Ahora están retrocediendo los veinte kilómetros avanzados y nadie quiere, nadie

puede hablar. Elsar Dimitri Urcupiña sólo desea llegar a la casa, dormir y mañana

pedir perdón por haber avergonzado a cada miembro de la familia. Mañana quiere

darle de comer a Dragón y volver a cortar cedro de a medio metro, pero eso sí,

disfrutando de la tarea. Cuando apoya la cara en la almohada piensa qué cara

tendrá mañana su mujer, y Karinita, y la tía. Se duerme acurrucado en el último

rinconcito de la cama, evitando recordar cualquier anécdota, evitando tocar

siquiera los pies de su mujer y, al cabo, se duerme pensando que por lo menos lo

intentó.

Elsar Dimitri Urcupiña se revuelve en las sábanas cuando lo sacuden para

despertarlo. Con alguna dificultad se levanta y camina a tientas hacia el baño. El

chorro vaporoso de la ducha le gratifica el cuerpo, por un momento desearía que el

agua pudiera cruzarle la carne y lavarlo por dentro. Como una tromba se le cruza la

foto de una carpintería ardiendo. Como todos los días de su vida, está ahora parado

en el lavabo del antebaño, dispuesto a rasurarse con la navaja Solingen heredada de

su padre. Afuera el viento norte tremola en las chapas del techo. Espera que el agua

comience a calentarse y se queda mirando el chorro que dejó de ser translúcido y

terminó haciéndose lechoso, cuando las ya espesas aureolas de vapor le sofocan la

respiración, levanta pesadamente el rostro y se enfrenta con su cara. Lo primero

que ve es el óvalo apagado por el espesor del vapor de agua de una cara que -no le

caben dudas- es la de su padre. Siente que se está mirando el rostro desde la cara

de su padre. No hay ningún reclamo en esa cara, sólo una máscara estática con un

gesto de severa tolerancia. Por un momento el vapor se aligera y descubre otros

rostros que están junto al suyo en el espejo. Reconoce entre el vaho del humo de

agua a las tres mujeres de la casa que están posando reflejadas en el espejo como

143
para una foto. La foto lo deslumbra y vuelve los ojos hacia abajo. Sabe que las tres

mujeres que sospecha paradas detrás de él, cuyas caras seguramente siguen

mirándolo desde el espejo, han venido a reclamarle algo. Él hubiese querido que

fuese en otro momento, no en esa íntima situación en la que mientras se pone

espuma en la cara se le van suavizando los pelos y los problemas. En realidad,

hubiese querido ganar más tiempo, pero allí estaba la rigurosa mirada del espejo y

atrás las mujeres. Por un eterno instante se queda con la cabeza inclinada, hasta

que lentamente cierra el grifo y deja que el vapor se disipe por completo. Con el

mismo lento cansancio con el que se transporta un rollo de cedro antiguo, Elsar

Dimitri Urcupiña se da vuelta para recibir sobre su rostro verdadero la severidad

con la que las mujeres del espejo miraban su propio rostro. Ahora los ojos van a

mirarse a los ojos. Ahora ya no hay espejo ni filtro de vapor. Cuando se da vuelta,

las caras que ve no son las que columbró en el espejo. Karina tiene puesta la malla

de banlon ; Lidia, la combinación con lentejuelas ; la tía le ha pegado unos flecos

de lamé violeta a la silla de ruedas y las tres sonríen con una incontrolable

ansiedad. Elsitar lleva puesto un bonete colorado y hace girar una matraca de

plástico. Al lado de la silla de ruedas, Dragón Urcupiña, el perro sabio, mueve la

cola con alegría. El viento norte ha dejado de azotar las chapas y por las rutas del

aire se va buscando los techos del Sur.

144
TRES PATAS

“Al fin y al cabo estoy en un mundial, Sarrasqueta. Son ahora las

mismas viejas y queridas dos de la tarde. Aunque no esté en el pasto

estoy en un mundial y ya comienzo la transmisión. Para vos,

Sarrasqueta, para vos hermano.

(Apertura del Mundial España 82 por LV13, Radio ALPI)

La elección empezaba indefectiblemente a eso de las dos. Los arcos se

armaban con piedras cubiertas de ropa. No sé por qué siempre los que elegían eran

los mismos, en realidad no eran los mejores pero tenían algo de capataces. El risa

Fonsecato que usaba Sacachispas y el indio Guara que jugaba descalzo. Mientras

empezaba el duelo de pasos para ganar la elegida yo sentía un mariposeo loco en el

estómago con una estampida de hormigas por todo el cuerpo; eso, hasta que uno de

los dos me elegía. Ahí morían los bichos que se habían apoderado de mi cuerpo

flaco y recién entonces podía sentir la caricia del vientito dulzón que

indefectiblemente nos soplaba el flequillo a eso de las dos y diez. Si Sarrasqueta

estaba de mi lado, el viento casi me hacía volar. Toda la banda jugaba siempre al

fútbol a las dos en punto en la plazoleta junto al río chico. Éramos como sesenta

pero sólo quedaban veintidós en el pastito manso de la plaza. A mí me ponían no

porque fuese verdaderamente bueno sino porque era zurdo, pero también alguna

habilidad debo de haber tenido porque me decían tres patas. Mientras la pelota se

movía yo estaba tranquilo porque lo único que me importaba era hacerle un caño al

murciélago Estopiñán. La dormía con la zurda y daba pasitos en retirada pisándola

livianito, livianito; mientras tanto cubría la maniobra con la derecha. Lo importante

es mantener la derecha entre las piernas del otro y aguantar todo lo que se pueda,

145
esa es la técnica del caño. El otro sabe que no tiene que abrir las piernas y

amenaza, pero sin convicción, entonces ahí es donde empieza la verdadera lucha.

Hay que esperar - como los cazadores -, la víctima intenta quitarte la pelota pero

no se atreve por la inminencia del caño fatal, así que pasa un rato que dura como

mil años. En ese momento ya toda la banda mira y comienzan las burlas y los

silbidos. — ¡Dale tres patas, mandate un túnel!—. Eso me encanta, me da como un

hormigueo, no sé, como un vértigo. Entonces el otro comienza a inquietarse y a

odiarte, te odia las medias nuevas, el olor a transpiración y tu jadeo intermitente; es

que sabe lo que se le viene y no quiere que se lo hagás. Y sí, no hay nada más

asqueroso que dejarte hacer un caño; no sólo por las burlas, sino que se siente una

sensación de hombría violentada. En realidad, para hacer un caño no hay que ser

muy hábil, es una mezcla de descuido y de paciencia. El otro está ahí tratando de

que no se la metás por entre las piernas e intenta un simulacro de quite. Como ya

ha pasado un tiempo que para el reloj de la cancha resulta grosero, los compañeros

de la víctima empiezan a insultarlo. Ese es el momento que estoy esperando,

porque el secreto del caño es la paciencia. La presa quiere acabar la situación y

entonces se tira a quitármela pero con vacilación. Entonces, chau, abre las piernas

y en ese momento la zurda se la da a la derecha justo cuando el ansioso está mal

parado y encima con las gambas como túnel. Toco cortito, inclino el cuerpo hacia

un costado y le clavo el caño; después salto como con una garrocha por sobre la

pierna estirada del damnificado y recibo airoso la pelota que pasó limpia y frutal

bajo los testículos impotentes del espantajo que ha quedado desparramado detrás

de un servidor. Lo demás es pura gloria, el griterío de mis compañeros y los

aullidos socarrones de los compañeros del burlado que se queda puteándome

mientras se la toco a Sarrasqueta. Siempre se la toco a Sarrasqueta, es que es como

146
mi hermano. En este barrio rastrero, en esta barra de puras arrastradas, Sarrasqueta

es el que más grita cuando me sale un caño. Aunque esté jugando del otro lado, es

el que más se alegra cuando me sale. La felicidad esta del caño es ver la alegría en

la cara de Sarrasqueta. ¡Cómo no lo voy a querer! Aunque hay cosas de él que no

entiendo. Como cuando se agarró a piñas con el murciélago Estopiñán porque me

dijo tres piernas. Qué tonto, si a mi me encanta. Pobre murciélago quedó

sangrando y Sarrasca con un ojo negro. Después pasó algo raro porque cuando

terminó la pelea se abrazaron y me vinieron a saludar los dos y después todos los

demás. Raro, Sarrascutingui –así le digo cuando me burlo de él- es el único que no

me dice tres patas; lo quiero tanto que puedo perdonarle tranquilamente la envidia

que me tiene.

Pero más importante que toda esta guerra de amagues es cuando la pelota está

quieta. Entonces nos juntamos con mi amigo y nos ponemos a hablar del mundial.

Siempre encontramos dos piedras lisitas para sentarnos juntos. Con la boca salada

del entretiempo volvemos al viejo y querido proyecto de mirar el mundial de fútbol

desde nuestro globo aerostático.

— Eso del globo hecho con camperas es imposible.

— Sí, pero secuestrar el avión también.

— Creo que lo único que funcionaría es lo de los caranchos con el barrilete

inmenso.

El proyecto que veníamos rumiando en los entretiempos de los picados del Club

Atlético Ciclón consistía en construir algo que nos llevara al cercano mar de Chile

sólo alejado de Jujuy por la estúpida obstinación de unos andes caprichosos. Pero

la charla del último entretiempo nos había decidido, construiríamos un barrilete de

telgopor duplicando a ojo las medidas de las alas delta que veíamos por televisión.

147
En esas dos piedras lisas de un entretiempo de los partidos siesteros de Ciclón

trazamos todo el proyecto. Hablábamos adivinándonos lo que diría el otro. Yo

tomaba un manojo de piedras y las iba tirando en el remanso profundo del

bañadero, Sarrasqueta prefería hacer puntería sobre una lata con un racimo de

frutos de tártago.

— Si se me cura la cuestioncita esta, me gustaría estar en un mundial,

Sarrascutingui, ¿a vos no?

Me encanta esta modorra después del fútbol. Estamos callados tirando piedritas

a cualquier lado. Lo único que se siente es el abejorreo de una mosca verde y cada

tanto el cluiquido de la piedra que corta el agua. Una brisa tranquila me enfría la

transpiración de las sienes y hace que me dé cuenta del ardor de las raspaduras en

la rodilla. Tengo sangre en las dos rodillas pero en la derecha siento una comezón

alevosa y quisiera morderme debajo de la costra que sangra por el contorno. Ahora,

como una sombra, pasa un aroma de pasto nuevo recién cortado. Tengo sed pero

me da un poco de flojera ir hasta el agua. Sarrasqueta se ha sacado las zapatillas y

se hurguetea los dedos, después se huele las manos y sonríe con satisfacción. Hace

rato que estamos callados. Yo me voy a tomar agua.

—No importa, que los pájaros nos lleven a donde ellos quieran, lo que importa es

que nos lleven — le digo a Sarrasqueta mientras voy hasta el agua. Cuando estoy

frente al agua me pasan unas cosas locas. Es que le tengo miedo. Entro tanteando

con la muleta pero nunca me siento seguro. Me da aprensión la profundidad azul

del bañadero, y es que no puedo resolver el terror que me causa eso de que me

naden anguilas o bagres por entre los pies desnudos y blancos. Jamás me tocó una

anguila pero el sólo hecho de pisar estas piedras frías y resbalosas ya me altera. Por

148
eso bebo, pero solamente para convencerme de que cumplí con un propósito.

Aunque en realidad siempre abandono el agua más sediento que antes.

— ¿No era que tenías sed ?— me dice un Sarrasqueta ahora más amodorrado. —

No — le digo — en realidad quería estar solo. Me mira, lo miro y sonreímos

simultáneamente. Me conoce y lo conozco.

— ¿Vos creés que se dejó hacer el caño? — Pasan como mil litros de agua del río

y recién contesta.

—No, te salió perfecto.

— ¿Vos creés que aguna vez podré jugar en primera?— le digo, mientras hago un

sapito perfecto con una piedra amarilla perfecta y chata. Otros mil millones de

litros.

— Me voy a tomar la leche— dice Sarrasqueta mientras se para repentinamente

— mi mamá debe estar preocupada, ¿la tuya no? — yo sólo sonrío con desgano.

— Nos vemos a la nochecita en la esquina, pendejín. Me hace un guiño y se va río

abajo. Me gustaría saber si él sospecha que yo me doy cuenta de que no tiene ni

casa ni mamá. Pobre Sarrasqueta, nadie que realmente tenga madre la llama

mamá delante de los amigos. Aparte, todos sabemos que las viejas no se

preocupan sino que se encabritan o te putean. En realidad todos sabemos

secretamente su secreto, pero nos hacemos los tontos, Sarrasqueta no tiene a

nadie. Pero es una piedad este silencio, hacemos de cuenta que no le falta nada.

Vaya a saber a dónde se irá hasta que nos veamos de nuevo. Pero no es de

amigo eso de hacerse el boludo, uno de estos días lo encaro y le digo que me

doy perfecta cuenta de que no tiene ni casa ni parientes, y hasta capaz que me

animo a decirle que la señora esa con la que vivo no es mi mamá sino una

enfermera de la Liga de Voluntarias Contra la Polio. Puta, ¿ves?, yo también

149
dije mamá. Por eso lo quiero a Sarrasqueta, es que lo entiendo, él no sabe cómo

lo entiendo. Alguna vez voy a estar en un mundial Sarrasca, Sarrascutini,

hermano Sarrasqueta.

150
DIARIO QUE NO RECLAMÓ UN TORERO

El Tata Dios no puede ser tan generoso conmigo. Es que no debe ser Dios el

que me trajo aquí sino mi mamita, mi virgencita de la Asunción de Canchillas y

Copacabana. Todo Casabindo me fue a despedir, ella también. Esto es demasiado

para un coya jujeño que sólo ha viajado en la caja del camión, y no más de tres

veces. Y de repente todo de golpe, el ómnibus de Casabindo a Jujuy, el aeroplano

de Jujuy a Buenos Aires y otro más grandote de la Argentina hasta aquí, hasta esta

fortaleza redonda de ladrillo, arena y gente valiente y amable; así debe de haber

sido la torre de Babel o la biblioteca de Alejandría que siempre nombra el

padrecito Vilte en los sermones de Casabindo. Yo cuando da el sermón ni lo

escucho, sólo pienso en los toros. Es que mi vida son los toros, los toritos, mis

toritos de Casabindo. Cada uno tiene su nombre, les he puesto nombres kechwas

porque la mayoría ha venido de Bolivia o del Perú, el Sulka, el Sojtancho, el

Mutulo, el Sacha, el Urpila. A mí el que más me gusta es el Llocalla, es que hace

como cuatro años que me deja sacarle la vincha y las monedas de plata sin siquiera

un rasguño ni un dedo falseado. Por él me he vuelto famoso allá en la puna jujeña

y a él tengo que agradecerle que ella me haya mirado. El Llocalla se hace el

enojado en serio, y como encima debe pesar como noventa kilos la gente se asusta,

pero todo es mentira, mi torito actúa bien y hasta ella se cree que me va a lastimar;

no mi amigo no me va a lastimar ni yo tampoco. Ahora sí que lo extraño. En esta

plaza llena de gente haríamos un flor de espectáculo.

Mi compañero Llocalla y la Virgen de Canchillas me han traído aquí. Cómo

me hubiera gustado que ella pudiera haber visto a los toreros mexicanos y

colombianos tratándome como un colega. Y el peruano mulato ese que me ayudó

con la valija y la bolsita para vomitar. Matador, no sé por qué todos me decían

151
matador. Nadie me trató tan bien. Me decían torero argentino. Yo, torero argentino.

Yo, un coya de Casabindo, era un torero argentino. Argentino y torero. Ya que me

dijeran argentino me hacía sentir orgulloso; pero eso de torero, era un verdadero

desborde. No sé cuántas veces le agradecí a la Virgen aquella invitación. En

Casabindo nos quedamos paralizados cuando pasa un auto por eso no dejo de

agradecerle a la Virgen. Si todavía me cuesta creer que aquel señor español haya

ido a mi pueblo. Un español en mi pueblo da letra como para hablar seis meses. Y

no sólo que fue, sino que fue a mi casa, saludó a mis padres y preguntó por mí. Por

mí, por el torero argentino. Ese día, cuando volví de pastorear los chivos, mi madre

aún lloraba de la emoción. Yo ni siquiera pude emocionarme porque eran

demasiadas cosas simultáneas: el saludo, la invitación al ―único torero argentino‖,

el pasaje para España y de nuevo el apretón de manos de aquella mano tan calurosa

y española. Y la invitación con esas eses y elles tan españolas para que fuera

(viniera) a Madrid, a Las Ventas. A estas maravillosas Ventas que son como el

cielo. Y a torear. Yo, en Madrid, en Las Ventas, aquí, a torear. Prometo adorarte

por siempre, Virgen de mi corazón.

Matador, todos aquí me llaman matador, no sé por qué pero me gusta.

Cuando vuelva a mi pequeña comarca ella sabrá que estuve en Las Ventas y que

me dicen matador. No la conmovieron mis cuatro años de triunfos en la plaza de

Casabindo. Pero cuando vuelva, va a ser otra cosa.

Lo que más extraño es mi torito, mi torito Llocalla. Aquí todo es distinto,

aquí todo es maravilloso. Han escrito mi nombre en una pintura en la que hay un

hombre preciosamente vestido frente a un toro intensamente negro y poderoso y

abajo mi nombre completo, y después dice torero argentino, que soy yo. El toro

apunta al joven con sus cuernos tiesos, y el joven de traje luminoso controla a la

152
bestia de ojos furiosos con un trapito colorado y un sable corto. El toro es más

grande que un tren y el joven está tranquilo, es un chico de veinte o veintidós pero

está tranquilo, mira como con pena al tren negro.

Esta gente maravillosa y amable me ha prestado una ropa que es una

maravilla. Me han vestido con un traje maravilloso, lleno de luces. El mayoral que

es muy amable no entiende lo que le pregunto. Tampoco yo entiendo lo que intenta

explicarme. Le pregunté dónde debo dejar la vincha con monedas de plata que -si

la Virgen me ayuda- podré quitarle al torito, y él me explica no sé qué cosa de los

banderilleros y de los mozos de mulas. Vaya a saber, pero es tan amable.

Bueno, voy a hacer unas últimas anotaciones, querido diario, porque recién

estoy entendiendo. Me lo explicó el mayoral. Hay que matar al toro con una

espada. No es como en Casabindo, que sólo se le saca la vincha de los cuernos. Me

han dicho que el torito es bravo, la gente es muy amable. Nunca levanté una

espada. Ojalá ella me viera con este traje y con esta plaza. Después voy a seguir

escribiendo porque ahora suena una música y el mayoral tan amable me dice que

es para que entre en la plaza. Ah, escribo el romance que me acompaña desde

siempre. Después sigo, diario, ya vuelvo.

153
EL CÍRCULO DE AGUA
A Vísitación Ch, in memoriam

Tengo plena conciencia de que un concurso no es el mayor lugar para hacer


una denuncia, pero como el caso es conocido por todos y como hasta ahora no se
han encontrado culpables, aprovecho la posibilidad del seudónimo para compartir
lo que sé. Dios sabe que necesito liberarme de esto que desde hace tiempo me
fatiga La siguiente es una transcripción de un cassette encontrado en la Capilla
Nuestra Señora de San Pablo y Reyes. La cinta estaba en poder del párroco de
dicha capilla de apellido Berlusco o Bertungo y fue puesta al cuidado del juez de
Primera instancia en lo Penal Doctor Artemio Toscano Tinte. La voz del relator
principal es masculina, hay varias interrupciones y voces de otras personas. A
veces, el que cuenta parece que leyera una libreta de notas. Sólo he alterado
algunos nombres porque el hilo se corta por lo más fino y me echarían del trabajo.
Si se los analiza un poco es fácil advertir de quiénes se trata. Vale. G. Tardío,
amanuense.

LADO A: Hay unos sonidos irreconocibles, como el del choque de unas bolas de
billar, sillas arrastradas entre risas: (...) "- Hace veinte años nadie se hubiera
imaginado que nos pasaría esto. Nada menos que a nosotros, los vecinos de la
ciudad de los dos ríos. Claro, no creíamos en lo de la capa de ozono. Pero al final
acá estamos, el agujero era cierto y el Cerro se quedó sin nieve nomás. Ahora
somos los vecinos de la ciudad entre dos ríos secos. Al principio no nos inmutaron
los dos años de sequía que condenaron a todo el sur del país, "total tenemos la
reserva de agua en el freezer de Los Andes", había dicho el gobernador. Y así
nomás era, la ciudad nunca se quedaba sin agua porque cuando llovía el cerro
seguía lanzando chorros líquidos de agua conservada en madrejones de hielo. Pero
después de dos altos sin que granizara arriba era lógico que la veta de hielo se
hubiera agotado y que las dos vertientes de las que se surtía el pueblo se hubieran
convertido hoy en es dos cauces de piedra, de arena y de sauces acostados.
Es la primera vez en cinco años que alguien se sienta en la mesa de Ítalo
Cholele. Todos lo tienen por un borrachín escenográfico del Café Hispania. Pero
ahora son como seis en la mesa escuchándolo con ojos de huevo duro. Para colmo

154
no aceptó ninguna grapa convidada, así que el relato es preciso, admonitorio y
descarnado."
Hay diálogos inaudibles pero parece que sigue hablando el tal Ítalo Cholole,
después de que en la mesa él recordara que se había recibído de Técnico
Metalúrgico: "- Sí, primero hay que acordarse de los billetes marrones de cinco mil
pesos moneda nacional, Ley 18.188, justo detrás del hotel que aparece en esos
billetes marrones está la vertiente"(...)
Otra voz: (...) "- habla como desde el púlpito de la catedral".
Sigue Cholele: "-Bueno, esa finca era de mi abuelo, Don Eleazar Nofretamón
Quiquinto. Era mi abuelo materno hombre bastante agudo, no se crean. Yo soy
criado de mi abuelo Eleazar, ¿ve? -Él me mandó a la Técnica cuando yo vivía con
él. Cuando me recibí, yo quería hacer algo con la vertiente de aguas termales que
quedaba en la casa de mi abuelo, a quince metros de la casa quedaba la cueva de
donde brotaba el agua caliente. Mi abuelo siempre me decía que no le contara nada
a los gringos de la fuente termal. Pero yo ni caso ¿ve?, quería sacarlo al abuelo de
ese rancho de adobe con techo torteado. Cuando nos hacíamos la yuta veníamos
acá a jugar al snooker. Ahí lo conocí al ingeniero Hughes. Mientras hacíamos una
metida por plata, le conté lo de las aguas termales. El ingeniero que siempre me
ganaba, aquella vez perdió por biaba y encima me pagó como cinco ginebras. En
un ratito le conté todo. Al otro día, cuando nos encontrábamos de nuevo en el café,
ya tenía todos los papeles listos, firmé como cincuenta veces y yo mismo me
encargué de que el abuelo pusiera los dedos en la almohadita y en los contratos.
¡Pobre viejo, me miraba con una carita! La empresa ya estuvo funcionando a los
dos meses. Eran unas botellas preciosas con rótulos a dos colores: Agua del Rey,
soda natural fabricada por Cholele y Hughes. Todavía guardo algunas etiquetas.
¡Ganamos de plata, che! Mi socio me llevó a Buenos Aires, ahí era un dandy:
hoteles, mujeres, restaurantes, quilombos. Me quedé a vivir en la capital y me
prendí en el póker. Como a los seis meses le pedí a mi socio que me girara. Se fue
hasta allá y me hizo firmar unos papeles. Chau, viejo, con esas firmas perdimos
todos. Por eso el agua sale hoy lo que sale. Carlos G. Hughes sabe que el agua del
cielo está agotada y que es el único dueño del agua que puede alimentar a la
ciudad, la que brota de las entrañas de la tierra."

155
LADO B: No se escuchan las mismas risas, hay como un fondo de campanas (...)
"-Todos sabíamos que después de comprarle la fuente a su socio dejó de tratar el
agua con técnicas de purificación".
El que habla es un tal doctor Barrionuevo: "- Empezó a vender el bidón de cinco
litros de agua natural al mismo precio de la nafta común. Desde aquella época que
no nos bañamos."
Ahora es la voz de un Ingeniero Pérez o Peretz: (…) "-las botellas comenzaron a
salir con otra etiqueta ¿se acuerda?, Agua del Infierno de Carlos G. Hughes,
"tómela o déjela", decía la propaganda. Y bueno, lo que sigue lo sabemos todos.
Carlos G. tiene tres pasiones: leer, acosar a las niñas del pueblo y salir de
campamento. Carlos G. sabe que necesitamos el agua y la cobra precio nafta.
Carlos G. ha conocido las carnes íntimas de muchas mujeres del pueblo a cambio
de unos litros de agua. El dueño de Aguas del Infierno es el único que tiene
camioneta doble tracción, casas en el centro y en Yala; pero también es el único
que se baña todos los días y, en el verano, es el único que nada en una pileta de tres
por cinco. Desde luego que Carlos es el hombre más rico del pueblo porque se ha
quedado con infinitas propiedades y honores adolescentes, sólo porque administra
el agua."
Voz del relator principal: "- Carlos Hughes puede leer todos los libros de aquí
porque son suyos. Leyó Los Evangelios apócrifos, la versión en miniatura del
Cantar de los Cantares, pero no le gusta lo último que ha leído Cuentos de amor de
locura y muerte de Horacio Quiroga. Eso nos lo contó el obispo del pueblo, que
después de cenar en lo de Hughes, se viene hasta el café a hacerse unas partiditas
de dominó con nosotros. Por él sabemos que Hughes ha vuelto hasta la finca
Termas de Reyes, ex - propiedad de don Eleazar Nofretamón Quiquinto, y le ha
pedido que lo lleve hasta la gruta en donde brota el agua. Con su media lengua de
viejo, don Eleazar cuenta que Carlos G. llegó con una niña, una tal Visitación o
Presentación, que no pasaría de los trece - vidita -, y que fue con ellos dos hasta la
cueva del agua. Allí Carlos G. se puso como loco y empezó a hablar solo.
Transcribo lo que me contó don Quiquinto: "Después parece que Hughes pasó por
entro medio de las estalactitas de la cueva y se acostó de espaldas para mirar la
fuente de su fortuna. En ese momento la chica que lo acompañaba quiso acostarse
a su lado e inocentemente tocó un puñal de hielo de los que colgaban del techo de
la cueva. La espada de agua dura se desprendió de la base y cayó. La saeta de agua

156
perforó la camisa de seda que cubría el torso de Carlos G. Hughes. El hombre más
rico de la ciudad quedó abroquelado a la tierra por una lanza momentánea que, a
los cinco minutos de tomar contacto con la sangre caliente, se derritió en una
granadina rosada y espumosa. La dura espada de hielo se hizo agua; ¿me entiende?
Se hizo agua. Carlos Hughes murió de agua, ¿me entiende?, murió de agua."3.L

3
No es cierto eso que anda circulando por ahí acerca de que había otra persona en la cueva,
aunque quién sabe. Lo cierto es que la niña ahora descansa en paz y nosotros también, claro.

157
LA LECCIÓN

El Carlos Argentino Daneri de quien B tan charra y victorianamente se


burla en el cuento, fue mi padre. Lamento el lugar y la inclemencia de la confesión.
Yo sé que un prólogo sólo tolera alguna que otra calumnia benéfica y hasta una
parrafada apologética, pero nunca una condena sanguínea retrospectiva. Pero lo
que aquí denuncio tiene más estímulos de verdad que de escarnio. Por ello
intentaré sajar el cargo que cualquier lector pueda honestamente imputarme e
intentaré poner en tinta neutra todo lo que directa o indirectamente conozco.
Carlos Argentino no tenía las mejillas coloradas; mi madre no se llamaba
Laura Viterbo, aunque haya tenido las mismas iniciales de ese nombre. Aparte, lo
que siempre se comentó en la silenciosa intimidad de casa, fue la metódica visita
de B cinco minutos antes de la cena con sistematicidad de druida decía
sarcásticamente mi madre. Sí, cenaba todos los viernes en casa pero jamás llevó
masitas, tortas y mucho menos alfajores. Debe de haber reparado en mí no más de
una o dos veces y la única frase que me dirigió fue aquella vez que casualmente
nos rozamos las manos mientras le acercaba una taza de té: -mano de cuchillero,
mozo- me dijo sin odio pero tampoco con admiración. Nunca opinó nada de los
poemas que mis padres me obligaban a declamar en las sobremesas, jamás
agradeció las viandas que consumía sistemáticamente los viernes, el único
comentado que recuerdo fue aquel que le hizo a mi madre cuando suponiendo que
estaban solos mencionó algo como el despropósito de mezclar la sangre española
con la cocoliche. No estaban solos, lo recuerdo como si fuese hoy.
Es cierto que fue él quien me consiguió el puesto pero yo no quería ser
ordenanza, a mí, tan luego, conminarme a la pala y al escobillón; yo, que me sabía
de memoria todos sus sonetos, que le copiaba hasta la manera de escupir. Lo del
accidente fue eso, juro que fue eso, jamás se me hubiera ocurrido producirle algo
más que un susto. Pero no, él y su obcecada costumbre de quedarse en la biblioteca
hasta la oración, yo sólo auguraba un golpe no aquel tajo que le cruzó la frente
como un golpe. No importa quién dejó caer mi nombre, lo cierto es que al cabo me
echaron del trabajo, B. dejó de frecuentar mi casa y comenzó a circular la primera
versión del cuento infame que hizo reír a muchos, sonrojar a mí padre y clausurar
para siempre la sonrisa de Laura Viterbo, tal es el nombre que los otros le dan. No
hay animosidad en estas palabras ni siquiera tenemos un sentimiento de desprecio,

158
o de venganza, procuraremos hacer las cosas como las trazó el destino. La pulpería
tiene algo de presagio, el hombre de espaldas tendrá que reaccionar en algún
momento a las burlonas miguitas que desde hace rato le arrojo; cuando lo haga, mi
padre le ofrecerá el cuchillo fatal y saldremos los dos al campo. Lo siento B., no
nos ha unido el amor, quizá me ayuden los caranchos.

159

También podría gustarte