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Alberto Alabí
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CHAN- CHAN (LA ÚLTIMA ACEITUNA)
SÁBADO 1: Cuando Nessim Moisés advirtió que el bocado era de cerdo, fingió un ataque de tos y
escupió el pedazo en la rejilla del tragatormentas. Sólo tragó la sazón ligeramente picante de la salsa
inglesa. El trozo de carne pálida se detuvo junto a la colilla aún encendida de un Gálveston sin filtro.
Dámaso Pelayo Roux, el anciano profesor de Matemática, era el único sudamericano que fumaba Gálveston.
Al contacto con la brasa, el bocado lanzó una espiral de humo celeste con olor a carne asada. El paso de
un colectivo en plena aceleración distribuyó el aroma en las narices de cada uno de los viejos. Los lentos
viejos que durante docenas de sábados desde hacía cuarenta y tres años ocupaban la única mesa callejera
del bar La Tablita. Hipólito Toconás tragó saliva mientras volvía a sentir el agudísimo aguijonazo en la
base del cuello pero ahora con un eco doloroso que rebotaba en los pulmones. No tuvo ya dudas de que el
final había empezado. Venancio Loaisa se dio cuenta de la molestia de Toconás y lo interrogó levantando
simultáneamente ambas cejas con tristísima preocupación. Toconás asintió cerrando los ojos. Cuando
volvió a mirar a Loaisa se dio cuenta de que a partir de aquel momento sus ojos ya estaban despidiéndose
de todos los objetos que sobrevivirían a él y le vino a la memoria un poema de Borges. Miró con alegre
nostalgia la foto que durante más de cuarenta años se repetía cada sábado: los cuatro platillos de loza
blanca formando un cuadrante perfecto y equidistante que su compadre Venancio Loaisa había distribuido
como siempre. Los bordes casi tocaban el anillo que hacía de base del traslúcido sifón azul de vidrio en el
que durante casi medio siglo de sábados matutinos leyó con letras esmeriladas la marca Arthur. Como
siempre observó el crecimiento de las burbujas de gas. Vida, desarrollo y muerte de las imprevisibles
burbujas de gas. Volvió a convencerse mentalmente de que las diminutas esferas eran una metáfora
perfecta de la vida y de la gente. Las pompas pequeñas resistían más tiempo que las de mayor tamaño;
pero no siempre era así. Por ejemplo, apostaba que la diminuta de crecimiento lento aguantaría más que la
gorda de al lado; pero se disolvía antes -o al revés-. Se sirvió entonces un vaso de soda para producir un
Big- Bang caótico en el cosmos interno del sifón. Aburrido con el razonamiento volvió a mirar la mesa.
Uno de los platillitos lucía pequeñas esquirlas de papas fritas marrones y amarillas; el otro tenía tres
bermellones cáscaras de maníes; el tercero mostraba como en todos los sábados de todos los cuarenta y
tres años, el charco oscuro de la salsa Worcester ya sin ningún rastro de carne; el cuarto plato exhibía el
porte individual y prepotente de las dos últimas aceitunas. Las eternas y últimas aceitunas. Con esa imagen,
volvió a retomar la actitud de razonamiento filosófico al paso. Ésas eran las aceitunas de la vergüenza,
aquellas que a nadie se le ocurriría tocar; ese último bastión que todos donaban con sacerdotal renuncia en
favor de nadie -y de todos- como acto de cesión sólo para garantizar la continuidad del grupo. Las
aceitunas conscientemente ignoradas durante cuarenta y tres años eran el signo encurtido y vegetal que
aseguraba el espíritu cofrádico de los viejos sabatinos de La Tablita. Cada viejo cocinaba a solas su propio
guiso de duelos y quebrantos mentales, a Nessim Moisés lo mantenía en agitado silencio la certeza de que
era tan pecaminoso consumir jugo de carne de cerdo como haberse tragado un chancho entero y crudo.
Necesitó entonces decir algo para mitigar la culpa y expulsó la frase sin siquiera pensar. —Alguien tiene
que comerse estas aceitunas de mierda o van a terminar por matarnos a todos. Moisés, ahora doblemente
arrepentido, advirtió con estupor que aquellas insignificantes palabras habían desmandado una perrería
loca de hienas coléricas. Cada viejo se sacudió en su asiento y empezó a maldecir. Algunos dieron la
espalda a la mesa mientras hacían gestos de desaprobación; otros negaban mirando al cielo; Loaisa cocinó
al estupefacto gordo judío con centellas invisibles que le brotaban del ojo sano. El único que mantuvo la
compostura fue Toconás. Dejó que fueran calmándose los insultos y cuando advirtió que había vuelto la
compostura a la mesa, sonrió. Sonrió con la frescura de un niño y tomó una de las aceitunas, se la llevó a la
boca y empezó a mordisquearla mientras dejaba que el carozo jugueteara a lo largo de toda su sonrisa. Por
un instante los demás observaron su irrespetuoso regocijo con incredulidad; hasta que Pelayo Roux inició
un principio de carcajada como jadeo de ganso. Siguió Moisés con sus relinchos contagiosos y de
inmediato empezaron a sumarse los hipos entrecortados de Loaisa y los gritos agudos del propio Toconás.
Lo que comenzó como una descarga laxante se convirtió al cabo en una batahola de gritos desmadrados,
carcajeos asmáticos y risotadas que remataban en ahogos y lágrimas antiguas. Estaba verdaderamente
sorprendido Oreja, el mozo que durante cuarenta años había servido café a los viejos, era la primera vez
que los escuchaba reírse. Pateaban el piso, se golpeaban las rodillas. Los movimientos eran tan bruscos que
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voltearon el sifón de soda y un cenicero cayó a la vereda; pero cada nuevo micro desastre les provocaba
todavía mayores carcajadas. Se reían con voluntad de cardumen, simultáneamente se quedaban en silencio
y de súbito arrancaban al mismo tiempo con las risotadas. Terciaban la risa con frases desconectadas y eso
les producía aun más gracia. Entre risas empezaron a juguetear con nombres propios de mujeres y con la
marca del auto que minutos antes los había sorprendido: Mercedes, ven... hacia mí; percedes menz; vosotros
merecedes penes. Siguieron con el juego por cinco minutos, hasta que quedaron repentinamente agotados y en
silencio. Aunque todavía mantenían la tensión de la risa, había empezado a filtrarse en los rostros una
paulatina y creciente melancolía. Al cabo de unos estirados minutos en los que sólo se escuchaba el
mugido de las bocinas y los bufidos de los motores diesel empujando a todo gas, Moisés volvió a hablar;
ahora dijo sin emoción y como si estuviera preguntándoselo al calor del mediodía. —¿Qué podrían hacer
unos viejos de mierda para ganar mucho, muchísimo dinero? No digo una cantidad importante, sino
mucho en serio. ¿Cómo hacen unos viejos inservibles para ganar una fortuna, una cantidad impresionante
de plata que obligue a todo el mundo a quererlos; digo, a adorarlos así, de rompe y raja? Aunque nadie
contestó y aunque pasaran otros largos minutos en silencio, cada uno de los hombres sintió sin mayor
esfuerzo el impulso por recuperar sueños oxidados y contestarse aquella extravagante pregunta retórica; en
verdad, ni tan extravagante ni tan retórica. Fue como si el calor y los ruidos callejeros se hubieran disuelto
de pronto haciendo que desapareciera de la calle todo movimiento. Lo excesivo del cuestionamiento de
Nessim Moisés abrió una especie de tajo no sólo en la situación sino en el calor, en el mediodía y en el
corazón de cada uno de aquellos parroquianos indolentes. Fue como si se agrietara de improviso una
enmohecida exclusa por la que empezó a manar primero un filtrado y luego una catarata con borbotones
de hipótesis desequilibradas. El mozo Oreja, que limpiaba en ese momento la mesa contigua a la de los
ancianos, también se preguntaba en silencio qué cosa podrían hacer aquellos viejos inservibles para ganar
una fortuna, una cantidad impresionante de plata que obligara a todo el mundo a quererlos o a adorarlos
así, de rompe y raja. Escuchó entonces con estupefacción y sin que pudiera identificar la voz de cada
anciano una secuencia fantástica de proposiciones, argumentos y contraofertas en aleación caótica y
vehemente. Descubren la vacuna contra el sida. O contra el Cáncer. No, la fuente de la juventud. O la
fórmula para hacerse inmortal. Sí, o invisible. Inmortal pero también invisible. Un aparato, algo que haga
volar sin aparato. Digo, volar como Batman. Súperman vuela, Batman no. Sí pero me gustan más las
mujeres que actúan con Batman. No, pero no boludeces, algo real. Hace como sesenta años que venimos
soñando boludeces. Batman, no es ninguna bol… ¡Callate, boludo! Tomó la palabra el profesor Pelayo
Roux como para ordenar a los indisciplinados educandos viejos y habló como si estuviera solo. —Siempre
volvemos al azar. Hay que ganarse algo. Hace sesenta y cuatro años que vengo jugando a la quiniela y sólo
gané una vez para dos paquetes de cigarrillos. Hay una película de unos viejos que asaltan un banco y les
va bien porque todo el mundo se compadece de ellos. Conozco también una vieja inglesa que posó
desnuda con otras amigas para un almanaque; pero no sé si se hizo tan rica. Una tal Baker o Becket.
Estaba bastante bien y no era tan vieja. Quedaron nuevamente en silencio hasta que habló ahora Hipólito
Toconás. Usó una voz cansada pero firme. —Todos saben lo que tengo, no me han dado todavía los
resultados del análisis pero cualquiera se da cuenta de que estoy más cerca del arpa que de la guitarra. Digo
que no tendré más de quince o veinte días. Cuando ocurra lo que tiene que ocurrir, les pido que sujeten las
lágrimas hasta unas horas después. La cosa es muy simple pero se necesitan huevos, aunque sean huevos
chuzos de viejo pero huevos. Me sientan en el asiento trasero de tu Gordini, Moisés; usted, Profe, calcule
la distancia entre los autos. Hay que estudiar la relación entre el semáforo y la velocidad que debe llevar el
renolcito de Nessim para que el Mercedes impacte justo donde me van a sentar ustedes. Es todo. Nada de
lágrimas ni mariconadas ahora, guárdenlas para la ocasión gloriosa. Lo único que van a tener que hacer es
un escándalo mayúsculo; pero un escándalo de padre y señor nuestro así el seguro paga rápido y sin
autopsia. Nadie puede sospechar nada porque todos tenemos el seguro nuevo ése que salió por ley. Esa
dádiva infame que cubre a cualquier grupo de gerontes -como nos llaman ahora- que tengan algún vínculo
social común. Bueno, ¿qué creen? Me fui hasta previsión social y pregunté si nuestro café de los sábados
en este bar entraba en la ley, ¿y qué creen? Bueno, me dijeron que sí; que estaba pensado justamente para
los viejos de mierda como nosotros. Así que si se muere cualquiera del grupo en un accidente los demás
cobramos, cobran, digo un fangote de guita. Pero tiene que ser un accidente. Y como yo ya estoy jugado y
no tengo nada que perder y aparte ¡qué más da veinte días más o menos! Y aparte este ladrón hijo de perra
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tiene que devolverle algo al pueblo que le ha dado de comer. Digo El Mierda, el ricachón del Mercedes, él
va a servirnos, ya he pensado en todo. Sí, y no me miren con esa cara de pelotudos, yo ya estoy jugado.
Eso sí, cuando vuelvan aquí los próximos sábados a gastarse la plata, resérvenme la última aceituna. Ah, y
no creo que seamos tan inservibles. Sí, viejos de mierda pero no tan inservibles, no tan inservibles. Recién
entonces volvieron a reírse pero esta vez sin ganas y sólo por cortesía. El único que estuvo riéndose por
un instante más fue Toconás.
(- 2) SÁBADOS ANTES DEL GOLPE: Dos sábados antes del golpe, el mismo Toconás se encargó de
asignar a cada cual una tarea específica. Sus camaradas de café con franca y pesada melancolía notaron en
sus gestos esa típica recuperación de ánimo y salud que muestran los enfermos terminales cuando
indefectiblemente se están encaminando a la muerte. Ya le costaba hablar y cada tanto tosía pero al cabo se
recomponía y continuaba con mayor entusiasmo. Los ancianos escuchaban sus indicaciones en silencio,
asentían, realizaban algunas anotaciones y por último estrechaban con fuerza la mano de Toconás. Moisés
debía acondicionar el Renault Gordini haciéndole colocar cinturones de seguridad. Loaisa debía encargarse
de la logística familiar. Toconás les dijo que él personalmente haría todos los trámites para cobrar el seguro
por la muerte en accidente.
SÁBADO QUE SIGUE AL ANTERIOR: A Loaisa casi se le pararon los pelos cuando vio el auto pero
dio la voz de alarma. — Ahí viene El Mierda, dijo. La insignia con la estrella del Mercedes Benz se detuvo en
el semáforo junto a la mesa redonda de los jubilados viejos. El auto encandilaba con su fulgor plateado a la
hoja. Aunque era nuevo parecía diseñado en 1930 pero lo que más desconcertaba era esa especie de
soplido que hacía el motor. El hombre repantigado en el asiento trasero entrecerrando los ojos quitó el
volumen al pequeño televisor con la imagen del presidente norteamericano. Lo deleitaba escuchar el
criquido mínimo que hacía el reloj Ulises Nardin Locle cuando le daba cuerda. Miró por un rato la esfera
nacarada del reloj, se distrajo después con el aliento flamígero del payaso lanzallamas que actuaba frente al
auto y luego prestó atención a los pies pequeños y sucios de la concubina y partenaire del payaso. Miraba
los hermosos dedos pequeños de la muchacha joven calzada con sandalias viejas y peinado jamaiquino que
cubría sus piernas perfectas con una larga falda de aguayo peruano. Miró los treinta y nueve grados en el
termómetro público, hizo un rápido paneo buscando formas femeninas pero no descubrió nada que
pudiera interesarle. Quiso regresar entonces a los dedos pequeños pero ya no estaban donde los había
abandonado. Leyó entonces el graffiti que aludía a la homosexualidad del intendente, el pasacalle con el
mensaje familiar para la “Nueva Fisioterapeuta Lihué Lacsi”. Ya volvía a repasar la cuerda del reloj cuando
descubrió una forma y unos colores. Un cuerpo formidable se detuvo sobre la explanada de un
tragatormentas disponiéndose a cruzar. En aquel momento vino la racha súbita que hizo flamear el pelo
bermejo, levantó la falda y dejó la escena de Marilyn Monroe sepultada para siempre. Era muy alta y muy
joven y muy blanca y pelirroja, muy pelirroja y azul, muy azul. El hombre rico del auto calculó que el
semáforo le daría tiempo para bajar el vidrio y dejar que el rompehielos de su Mercedes, el traje, la seda de
la camisa, el brillante del pinche, los anillos y el reloj de oro hicieran su trabajo. Dedujo entonces que la
curiosidad azul de los ojos se cruzaría con el capitán de aquel barco. Como una ráfaga pasó el cuerpo junto
al navío pero no ocurrió nada de lo previsto. Por el contrario, quedó enfrentado con la mesa atiborrada de
viejos lobos de mar que lo miraban sin ningún pudor y con las húmedas bocas entreabiertas. Mientras
levantaba el vidrio, creyó advertir cierta agitación en los ancianos con los que desde hacía muchos sábados
tomaba aquel casual contacto; siempre tan idéntico, sistemático pero tan rígido. Odiaba a los viejos y los
viejos a él. Pero en ese ordinario mediodía prestó mayor atención al grupo y vio que el más gordo con cara
de judío miraba simultáneamente el reloj, su auto y el semáforo. El de rostro cetrino sacó rápidamente una
lapicera e hizo unos garabatos sobre una pringosa libreta de almacén; el de anteojos observaba también su
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reloj y el semáforo. Ninguno de aquellos actos le resultó especialmente significativo, excepto la sonrisa del
anciano que parecía más enfermo. Seguramente no se reía de él pero algo tenía aquella sonrisa triste y
cínica que lo incomodó. La agitación fue momentánea pues desapareció con la luz verde y el auto con tres
soplidos lo sacó airoso de los viejos indiscretos. Estuvo inmediatamente lanzado sobre la ancha avenida
con platabandas rociadas de azul por las flores de jacarandá. Pensó si le producía algún pesar compararse
con aquellos viejos jubilados que apeñuscaban fracasos en una callejera mesa de bar. Eran viejos
especializados en sentir orgullo de sus oficios menores, expuestos al sol pesado de noviembre cayendo a
pique sobre sus pieles agotadas como de reptiles en muda. Viejos que no eran menos infames que él
mismo pero incapaces de atreverse a cualquier bajeza sólo por una cuestión de insolvencia económica.
Hizo un esfuerzo para imaginarse sentado él mismo en aquella mesa, rumiando bajo un parecido sol sus
decepciones. Se imaginó abandonado a la voluntad de un cuerpo cuyo reloj de muerte ya estaría en
marcha. El sobrecogido chofer lo miró por el retrovisor y acompañó con una sonrisa timorata el estallido
de la brusca carcajada que soltó el patrón sobre la nuca. La áspera risa derivó de inmediato en una tos
convulsiva y el chofer con visible preocupación interrogó con la mirada al hombre que se sacudía atrás
(aunque le importara una mierda lo que pudiera ocurrirle) El pasajero con traje de alpaca oscura hizo un
gesto con la mano indicándole que siguieran pero ahora tenía ya reinstalado en el rostro su habitual gesto
de aspereza. —Viejos de mierda. Dijo. —Pasó El Mierda. Dijo Pelayo Roux. —La mierda. Dijo Oreja, el
mozo, cuando vio los cuartos traseros de la pelirroja.
SABAT: El sábado siguiente el jubilado profesor de matemática Dámaso Pelayo Roux estuvo
especialmente ceremonioso con sus explicaciones. El cálculo había sido simple para él. Con su pedagógica
vocecita de antipático sabelotodo les explicó a sus crónicos discípulos que la cosa no sería tan complicada
porque tenía valores constantes importantísimos. Les explicó que el Mercedes frenaba sobre la bocacalle
del bar La Tablita rigurosamente a las 12:01:04 y con el mismo rigor partía exactamente a las 12:01:43., dos
segundos después de que el semáforo daba luz verde; siempre a las 12:01:41, jamás arrancó antes o
después. La sincronización de los semáforos de ambas calles era estricta de modo que no había forma de
fallar. Mientras hablaba explicaba todo apelando a unos garabatos con fórmulas y dibujos. Él había
calculado ya incluso los efectos que haría sobre el Gordini el impacto del Mercedes lanzado en plena
aceleración de arranque. Dijo que el renolcito debía atravesarse en el trayecto del impetuoso auto alemán
exactamente a las 12:01:44 y que debía llevar una velocidad constante de 27 Km por hora. Si todo salía
como lo planeaban, el auto de El Mierda -como desde hacía tiempo nombraban al empresario rico-
impactaría de lleno sobre el costado en el que iría sentado el blanco, o sea Toconás, que ciertamente no era
blanco sino bastante morocho. No titubear ni cruzarse ni equivocarse. Cada cual a calibrar, calcular.
Controlar. Dijo.
EL SÁBADO: La madrugada del sábado previsto para el golpe encontró al comando de viejos reunidos en
el garage de Nessim Moisés. Sin que se hubieran puesto de acuerdo todos llevaban trajes de domingo.
Toconás descubrió con amarga sonrisa la seriedad fúnebre de Venancio Loaisa que llevaba puesto su terno
diseño „40 de solapas tizadas y los históricos zapatos Grimoldi Golf lustrados al charolespejo. Moisés pidió
al mismo Toconás que le hiciera el nudo de la corbata, en realidad quería hablar con él a solas. Cuando
Toconás terminó de ajustar el nudo de la anacrónica corbata con búlgaros, le dio un golpecito cariñoso en
la mejilla y le sonrió mientras miraba a Moisés como si éste fuera el destinado a morir. El gordo camarada
judío tuvo unas terribles ganas de gritar pero se contuvo y le dijo a Toconás con los ojos sepultados en
llanto que a él no lo haría nada feliz gastarse la plata venida de la muerte de un amigo y que sólo obedecía
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por complacerlo. Entonces el ahora más viejo y más cansado que nunca Toconás lo abrazó y sólo le
susurró al oído: — A mí sí, Gordo, a mí sí que me va a hacer muy feliz. Y éstas fueron las últimas palabras
que intercambiaron los viejos. La madrugada pronto se hizo mañana y antes de salir a la acción, Pelayo
Roux descorchó una botella de pisco de Arica que guardaba desde 1959. Elevaron las copas y brindaron
por la valentía, por la amistad y por la hidalga senectud. Antes de beber, Toconás observó que el licor tenía
un sedimento viscoso y se dijo que una cosa era aceptar la muerte con entereza y otra muy distinta ir hacia
el patíbulo con un gusto desagradable en la boca y no bebió. Los demás se zamparon de golpe el pisco y
de golpe también se arrepintieron cuando paladearon el gusto áspero del alcohol desvanecido. Descubrirse
los ridículos gestos de repugnancia en el rostro los hizo reír y quedaron un poco más distendidos. Al cabo
y sin decir palabra cada uno de los amigos fueron turnándose para despedirse de Toconás con un abrazo.
El viejo amigo enfermo no les devolvía el abrazo, estuvo un rato ocupado en buscar algo dentro del
bolsillo interno del saco, cuando descubrió el papel, lo desplegó lentamente y se preparó como para decir
algo. Loaisa alcanzó a leer en el papel un membrete con el nombre de la clínica de análisis oncológicos; se
sintió entonces el más canalla de los hombres pues no pudo evitar la repentina alegría pensando que con la
plata del seguro podría terminar la parte superior de los dientes postizos. Los otros supusieron que
Toconás leería el epitafio que había escrito sobre el papel con el resultado del temido análisis y agacharon
las viejas cabezas. Toconás se disponía ya a leerles el resultado del análisis explicando que la enfermedad
no era incurable sino un mal menor pero dudó un instante, miró la gallardía seria de sus viejos camaradas,
las nobles cabezas en posición de sobria reverencia y volvió entonces a plegar el papelito y lo guardó. Con
firmeza y decisión sólo atinó a decirles: —Gracias, muchachos, ustedes me han enseñado que sólo es feliz
la gente decidida. Gracias. El autito Gordini de Nessim Moisés arrancó a las 11:30 porque según los
cálculos de Pelayo Roux, que controlaba todo con un cronómetro Election, deberían deambular hasta las
11:59:00. Moisés eligió la avenida que sube bordeando el río chico para agasajar al condenado porque
Toconás decía que ésa era la única calle verdaderamente jujeña. La mañana tenía júbilo de feria y por el
altoparlante del vendedor de discos robados se escuchaba la cueca Traición en la agudísima voz de
Isabelita Quiroga, la Calandria Boliviana. Más allá, los evangelistas estaban empecinados por alterar el
destino de los parroquianos que enfilaban su ansiedad hacia la oferta del bar Roemi ofreciendo “1 dosena de
empanada y litro y medio de tinto por $7,50”. Moisés tuvo un rapto de vergüenza porque sintió que se le hacía
agua la boca. Toconás con amabilidad de padre le acarició el pelo y todos sonrieron al ver que el chofer
gordo se ruborizaba. Cuando cruzaron el puente Lavalle, Loaisa empezó a recitar un hermoso poema de
Groppa que hablaba de los ángeles y las flores del tarco. Aquel día los tarcos de color violeta, azul y
magenta estaban especialmente florecidos y cada uno de los viejos pensó sin decirlo que las flores y la
mañana se habían esforzado para quitar ese tono de calamidad que inevitablemente se aproximaba.
Cuando pasaron por El Lago de Popeye, Pelayo hizo un comentario como para aflojar la inminencia del
momento: — ¿Sabían que la obra Venecia que filmaron aquí en realidad era de Tito Guerra? Nadie opinó
nada y dejaron que todo siguiera su curso. Cuando avanzaban por la Avenida Senador Pérez, Toconás se
dirigió a los viejos, empleando una enérgica voz de mando. —Mejor es que se quiten los cinturones de
seguridad, como para no despertar sospechas; nadie usa cinturón en la ciudad. Los otros obedecieron con
voluntad de zombies. Eran las 12:01:40 y se dirigían decididamente rumbo a la esquina donde el Mercedes
tenía que embestir al autito con los viejos. Pelayo Roux miró su cronómetro y comprobó que avanzaban a
la velocidad correcta con relación a la hora. A las 12:01:41, Moisés encendió la radio por la que se filtraba
el tango Sur cantado por El Polaco Goyeneche, se puso a rezar en voz alta y apretó entonces el acelerador
mientras cerraba los ojos …ya nunca alumbraré con las estrellas… 12:01:43, Pelayo Roux calculó que
Goyeneche llegaría al estribillo en coincidencia con el impacto y presionó el cronómetro con fuerza
mientras sus párpados se cerraban llevándose pupilas adentro la foto del Mercedes 12:01.43 que avanzaba
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hacia ellos …las calles y la luna suburbana…; Venancio Loaisa lo último que vio antes de cerrar los ojos fue a
Toconás …y mi amor en tu ventana… arrojándose del autito un segundo antes …todo ha muerto… del choque
12:01:44 …ya lo sé. Chan-chan.
CHAROL-ESPEJO
Nido. Pero me acuerdo que la moda obligada (sin resentimiento, no te creás) era
casimir inglés con chalina de alpaca sobre los hombros (¡había que tener chalina de
alpaca!) Los zapatos tenían que ser Guante prusianos, el sombrero de fieltro con
visera volcada, la camisa Lavilisto blanca y Atkinson detrás de la oreja para los
para los chicos. Digo para los hijos de padre con chalina (esta bigornia está chueca)
de los subtenientes del 2 de Montaña, porque nadie dejaba las botas como yo.
Primero una desbarrada general. Ahí nomás el Monje Negro preparada con saliva
pura, una cepillada rapidita y el tincazo en la puntera para cambiar de pie. Mientras
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se oreaba la pata izquierda, repetía en la derecha. Después una castigada furiosa de
paño blanco con el trapo de algodón. Ahí la bota quedaba caliente y sobre el pucho
una untada generosa de Guasinton marrón militar. Primero la caña, bajar despacio
puntera. Parece que le hacía como cosquillas, porque en ese momento el milico
dejaba de mirar a las chuchetas del centro y clavaba la vista sobre la nuca de un
servidor. Cuando me daba cuenta de que el coso me estaba mirando, sacaba los
El cepillo volador daba dos vueltas impecables en el aire y caía siempre contra la
cajón, ¿ves? Cuando decidía encontrar la cera, remataba el acto con un salto mortal
triple del volador y lo dejaba clavarse pelo a pelo con el de la mano. Esto
almidonaba al militar y entonces remataba el acto con una rutina fragorosa de paño
galopeado -previo toque de cera por toda la bota-. El final me dejaba la misma
sensación que te da comer puchero, no sólo por el jueguito de los cepillos, que era
como condimentar el plato, sino por el resultado charol-espejo de la bota; era como
con la propaganda de Delgado -para relajar ¿ves?-, y terminaba el acto con una
sonrisa de nene inocente. ¡Mira vos, nene inocente, ja! (calzá el cajón que está en
falsa escuadra)
pagaban sin esperar el vuelto (no, papá, primero sacá el barro) Pero me ponía
como loco cuando me decían ―Pibe, sos un campeón‖ No por lo de campeón, sino
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que pibe me sonaba a porteño, ¿ves?; se me hacía que no estaba en esa esquina,
sino en Buenos Aires, y que los milicos rubios eran mis amigos. ¡Fijate, un lustrín
daba una rabia bárbara que pidiera cerca de donde yo lustraba, porque todos me
jodían. Los únicos que no me jodían eran los milicos, pero los otros me volvían
loco. Es que mi vieja era muy joven todavía. De ahí me quedó el apodo de "Hijito",
todos me decían Hijito (¡que te parió, guarda la media!) El que empezó creo que
fue el moto Borsa, ya no vive. La miraba a la vieja como para dibujarla. Puta, y yo
le rogaba que no cruzara la calle cuando los autos tenían luz alta, porque se le
traslucían las piernas, pero ella nada. Era como hacerme la contra, cruzaba justo
presumiendo: hablaba para los otros, decía cualquier cosa; no sé, me contaba que
había comprado carne para el almuerzo, pero siempre la morfe era mate y bollo, o
decía que se había cruzado con mi maestra y a mí me habían echado como dos
años antes (¡eh!, ¿qué me querés romper el tobillo?) Para colmo, hablaba a los
gritos... Es que era joven, ¡qué querés! Gracias a Dios que los malevos se cortaban
cuando ella estaba cerca y medio que se ponían respetuosos conmigo (ojo, la
media) Pero lo único que yo quería era que se fuera. Finalmente se iba y era la
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y gritos en las que mi mamá era siempre la actriz principal, ¡moto hijo de puta!
Para lustrar en la Belgrano y Nechochea hay que ser pesao (¡poné más
era como ahora, no, antes había escalafón jerárquico, y tuve que desplazar al titular
por la razón o la fuerza (¡no, no, dejalo que se oree más!) En orden ascendente
fueron: el ciego Abán (violín estallado contra el piso); Vidalita Tolaba (sustracción
pero de a poco me los fui ganando; claro que tuve que comerme muchas
delicadezas referidas a mi madre. Lo fiero no eran las bromas, sino esas risas
gritadas como alaridos con las que se festejaban las ocurrencias -sonaban como
confesionario-. Pero algún sapo hay que tragarse. ¡Pobre vieja!, en esa época
todavía sabía vender flores (primero calentá con el cepillo y después pasá el trapo,
chambón)
Los pobres nunca pueden ser felices del todo, ya te vas a dar cuenta,
no, pero había logrado un lugar tan importante que quería estar alegre (aflojá los
cordones y meté la pomada debajo de las trenzas, no, en los dos, ¡boludo!) Me
duró poco la alegría porque como a la semana empezó a caer mi vieja. Se había
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estuviera vivo; ya se le notaba una cosa rara en los ojos. Al principio no dije nada,
pero como a los dos meses la cosa seguía, entonces empecé a hacerme el que no la
visitarme todos los días con el fiambrecito. ¿Vos has tocado el cuerpito frío de un
bebé muerto? La verdad es que estaba muy frío, ¡puta, eso era lo que me
hermanito muerto, hasta que había que levantar el cajón y rajar para la casa. Para
colmo yo tenía que cocinar y volver. Y volver era volver a escuchar las historias de
Borsa, que sin sacarme la risa de encima decía que «todo era nada más que para
mostrarle las tetas» (¡que te reparió, la tinta está aguada!, limpiá, limpiá. ¡No!, con
cosa de ver quién es más macho. Primero, llegás y tenés que aguantar, después vas
puesto y esperás, siempre hay un momento para ascender o para desquitarte porque
pariente a un lustra y cuando vuelve del velorio, su lugar ya está ocupado, eso es
ascenso. Pero en la ley de la calle nadie pide explicaciones ni por el puesto perdido
ni por el accidente dudoso. Entonces, casi sin querer, vas sabiendo de qué se trata.
Y, de repente, sos el dueño de la calle y organizas a los lustras para que trabajen
para vos, eso da guita. Entonces te entran a respetar. Y ahora sos el dueño de la
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al moto Borsa -porque murió en un accidente-, y el loro Chorbandi festeja tus
ocurrencias con esas carcajadas de fierrerío estallado en el piso. Ahora sos vos el
— ¡Pero qué carajo tengo que contar esto!... Lustrame, pendejo. Lustrá
bien, carajo. Terminá rápido que ahí viene la loca del pañuelo verde... ¡Yo no sé
qué mierda le tengo que contar esto a un pendejo como vos!.. ¡Lustrá, carajo!
ni echar en saco roto los picados con los malevos del Ciclón Atletic Club. Allí
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recordaba aquella trenza azul de tan negra vendida al peluquero Gaite, y todo para
que él pudiera redondear los dos pesos que costaba la número cinco de doce gajos.
Él siempre había querido sacarse el barrio del cuerpo y apostó a dos maniobras
salvadoras: recibirse de algo y casarse con una cogotuda. Pero no había caso el
futuro de progreso; por eso ahora estaban allí, sonriéndole a todo diente.
Las solapas exageradas del traje cruzado a rayas estaban vencidas hacia adelante
(pese a las dos horas de almidón y plancha) Con un gesto maquinal llevó la mano
derecha hacia el vértice del ojal desvirgado por claveles bautismales, rosas
con un ademán brutal pero la tela mustia recuperó su posición con empecinamiento
de celofán estrujado (obviamente este no sería un día feliz) Como para aplacar la
iglesia pero las paredes estaban tapiadas de orquídeas dobles, arcadas de glicinas y
mastica la lengua y lo mira desde el primer banco (¿a quién se le habrá ocurrido
zamparle el tapado símil tigre de la tía Gladis?, ¡y en pleno verano!) Casi llora
cuando enfoca el posado ansioso de sus otros parientes: el peinado Pompidour con
spray de su madre, el histórico trajecito gris del padre que no alcanza a cubrirle los
zapatos marrones con planta de goma. Siente pena cuando descubre el gestito
el estómago ese turbante con penacho que se ha puesto la tía Nelly para tapar la
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colonia dulzona y naftalina. Apretó los ojos con fuerza para borrar esa foto mal
presentaba como Noli Tabar, había pasado la primaria con las mejores notas, la
universitaria que Julita Sánchez de Anzorena cayera enamorada de él. Pobre Julita,
tenía todo, era tronco en Matemática, ojos azules, apellido ilustre y escasa
perfumados con prudencia todos confiados en que los automóviles familiares los
esperarán a la salida para llevarlos sin sobresaltos hasta el country en el que Víctor
Sánchez organizó una recepción perfecta. Nolasco Tabarcachi sabe que en el ala
tocando bocina junto al Di Tella del rengo Batata la penosa marcha de sus suegros
respirando el alquitrán que suelta el ómnibus Bedford rentado por el barrio. Justo el
único pariente al que hubiera deseado ver -el tío Alberto- no está. El alucinado del
tío Alberto que vive con locas, que se burla de la familia, que le recomendó no
Lo que más rabia le daba era que aquellos esperpentos sonrientes hubieran
título, el que se codeaba con la crema, “la salvación de la estirpe”, como decía el
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primo Miquicho. Descargó un odio personalizado sobre cada pariente. Se dio
cuenta de que extrañaba a Julita, pese a que durante aquella semana ella había
cambiado bastante. Raro, había mostrado una preocupación obsesiva por el traje de
novia y el turno para la peluquera; sólo hablaba de la fiesta y hasta le notó una
regresión al ―tonito de familia‖ del que se burlaban entre las ginebras cómplices de
aquella fonda de la estación. Tras la charla formal, aceptó las condiciones del
cuenta. Eso sí, nada de volver a esa facultad de morondanga. Ahora van a empezar
una vida sin ginebra ni guitarra ni libros raros.‖ Él, Tabarcachi, no dijo nada pero
Ahora está arrepentido, el público de la iglesia sólo tiene para mirar un trajecito
tizado interpuesto contra el foro del altar. Y Julita no está, y el tío Alberto no está.
los barquinazos ahumando la esquina y el tío que se bajaba en medio del humo
mira a la derecha. Cuando la pareja perfecta llega al altar Julita me mira pero yo
estoy mirando al tío Alberto que acaba de entrar y me hace señas, entonces corro
zambullimos en el Rambler del tío Alberto. El ala derecha corre hasta el atrio para
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mirar como un Rambler destartalado se va fumigando las calles con un humo azul,
LA CRUZ Y EL GALLO
El cabo primero, Atalibar Pilili, leyó por sexta vez el mensaje que había
Hubiera querido consultar la interpretación del texto con su padrino, pero no podía.
salvo la renguera- y se cuadró ante el cabo Pilili para informarle que ya había
nacional. Pilili, Atalibar, cabo primero, tercer grado de instrucción -sin señas
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policiales de todo el país privilegiar las sospechas y el seguimiento
acerca de lo actuado”
acudir a las armas. El agente cumplió inmediatamente la orden y sacó del fondo de
la recámara con las tres únicas balas fértiles que había guardado por más de quince
años en una latita de té inglés. Cuando confirmó que funcionaba, guardó de nuevo
de arrastre quedó apostada al frente del almacén «La Universal», ramos generales,
del erque en los labios carnosos pero como el incómodo megáfono no sólo le
apagaba la voz sino que le había lastimado los labios, prescindió del aparato.
Aparte le parecía una chicana cobarde arrestar a Don Absalón con una voz distinta
de la suya. Trató de pensar qué habría hecho su padrino en este caso y le pareció
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que también hubiera hablado sin ningún accesorio, sobre todo porque Don Absalón
en la garganta, un poco por el miedo v otro poco por la pena que le provocaba
ordenado nada importante, sus tareas durante quince años sólo se habían limitado a
vacaciones (pero antes dejar cerrada con candado la comisaría); Febrero: guardar el
lanzar una bomba de estruendo el día 25; Junio: enviar radiograma con los
nacimientos y defunciones (¿?); Julio: bajar hasta La Quiaca para recibir el sobre
Noviembre: realización de los comicios (ojo, devolver las urnas antes de febrero,
años. Pero ahora esto, le ordenaban ―... actuar sobre los sospechosos con todos los
medios a, su alcance» Y por eso la pena, cualquiera que fuera sospechoso en aquel
pueblito tenía alguna relación con la autoridad. Por eso la duda cuando se dio
cuenta de que debía capturar a Don Asmusi (¡Pobre Don Asmusi!) «Pero el deber
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Por la única avenida del pueblo corría el arenoso viento de las tres
repasar la situación. Como le ocurría en todas las circunstancias en las que debía
todo bueno, sobre todo bueno) Atalibar pensó que alguna vez las personas tienen
que actuar por decisión propia y empezó a planificar el ataque. No quería capturar
a Don Absalón por sorpresa (él sabía perfectamente que a esta hora estaba
dijo que no era de un policía argentino actuar por sorpresa y entre las sombras, él
quería enfrentar al sospechoso cara a cara y a plena luz del día para que el otro
pudiera defenderse y para que el pueblo tuviera la certeza de que éste había sido un
operativo limpio, por otra parte, estaba seguro de que su padrino habría actuado
así.
El problema era cómo hacer para que Don Absalón saliera a la calle, porque
como era medio sordo (¡pobre!) no escucharía las voces de apercibimiento. Pensó
entonces dispararle al vidrio del almacén pero desconfiaba del poder de fuego de
las tres municiones que tenían, calculó que si la bala que rompería la ventana
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Después descartó el recurso de la pedrada por una simple cuestión de distancia,
pensó entonces qué haría su padrino. Mientras tenía ocupado el cerebro con el
de plata con la uña desmesurada del meñique derecho. Finalmente encontró una
era necesario que volviera arrastrándose, como Pilili se quedó callado, el miembro
Cuando Atalibar Pilili se quedó solo, extrañó más que nunca a su padrino,
¡pobre viejo!, él lo había criado, él lo había hecho estudiar y fue por él que pudo
viajar hasta Jujuy y entrar en la Policía. ¡Cómo le hubiera gustado tener aquí a su
padrino para que lo aconsejara acerca de lo que debía hacer! La Policía te manda
dijo de las tareas de un policía: «...hay que ser disciplinado y por sobre todo muy
obediente de los superiores, hay que respetar los símbolos patrios, hay que ser justo
porque en estos pueblos el policía es el único representante de la Ley, hay que ser
valiente porque todos confían en usted y hay que actuar sin titubeos, porque las
Atalibar mordía la cruz de plata, cuando mordió con la muela cariada sintió
una descarga de corriente en la boca y repitió en voz alta las últimas palabras de su
padrino: ―hay que actuar sin titubeos‖ En ese momento dejó de sentir pena por
Absalón Asmusi, era el hombre buscado por la Policía. No sólo que manifestaba
simpatía por la cultura arábiga sino que más de una vez lo había escuchado hablar
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pestes de los judíos, aparte que no fiaba a nadie y últimamente había subido 0,50
centavos el precio de la yerba (¡con razón era el único gordo del pueblo. No cabían
apostada la Brigada Especial y apareció Doña Nicodema Puma viuda de Cusi y les
reclamó que «qué tenían que andar durmiendo ahí la macha» El Cabo Primero la
increpó para que les alcanzara fósforos y a los brevísimos minutos apareció por la
ventana la mano pergaminosa de la viuda de Cusi con una caja de Dos Palitos.
Mientras encendía la bomba, Pilili le ordenó a Liquitay, que cargara las armas. El
agente se zampó el último trago de alcohol y metió a duras penas (óxido) las tres
cola de pólvora recibió el fuego, los nervios hicieron que lanzara la caja de
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fósforos hacia adelante y la bomba frente a la cara de Liquitay, que estaba con los
ojos cerrados, cuerpo a tierra y tapándose los oídos a dos manos. No bien se dio
cuenta del error, tomó la bomba encendida y la tiró a duras penas en el medio de la
calle. El preparado no era muy poderoso pero alcanzó para conmocionar el silencio
de la siesta. Esperaron unos segundos. Por atrás del tierrerío apareció la figura de
Don Absalón Asmusi en camiseta malla. Tenía los bigotes humedecidos por la
baba de la siesta, los ojos enrojecidos, la cara fileteada por las arrugas de las
— ¿Quién es?— dijo el almacenero enfocando la vista hacia el lugar desde donde
venía la voz.
— ¡Muestresé. carajo!
— ¡Entregate, J'una gran puta! ¡Dispare, agente!—. El agente Liquitay tiró el fusil
Pilili remontó, disparó y no pasó nada. Cerró los ojos mientras remontaba
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Pilili gatilló con los ojos cerrados esperando que la bala fallara. El fusil explotó y
un clavel de sangre fileteó de rojo la camiseta malla en el centro mismo del pecho.
hacia el cadáver. Cuando llegó a la camiseta con el clavel sacó la crucecita del
bolsillo.
condolencias por la muerte de su padrino. Nunca, había llorado. Esa noche lloró,
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ANA CICOUREL
de golpe los ojos, sorprenderse, decir -¡Pasá, pasá, por favor!; 5) Disculparse
inodoro. Por séptima vez en el día espolvoreó con lejía las ya inmaculadas
superficies de la taza, del bidet, del lavabo y de la bañadera con patas de león.
Pensó que una mujer como Cicourel, Ana Cicourel, segunda de la fila del medio,
amarillos cayéndole por encima del moño de raso. Impecables y negrísimos los
zapatos guillermina, impecables las tres cuarto. Una mujer, una nena tan impecable
como los baños. Madre y padre rubios de ojos azules con talento para la
siempre espió de afuera- con ladrillo visto y cerca de ligustrines. Parecían esos
parece que enseñaba inglés o alemán. Tenían algo de foto del Life.
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Ana era la única rubia-rubia de la escuela. No había entrado en el colegio
año, pero siempre le pareció que Ana Cicourel tendría que haber estudiado en el
miércoles, tenis, domingos, parque San Martín; martes English School; sábado
Siempre con esos resortes rubios desparramados por encima del moño de raso y
Frotó con desesperación el interior del inodoro donde calculaba que caería
el chorro. Acarició la tabla que recibiría los muslos pulposos y blancos de Ana
Así es la felicidad, estas cosas son la felicidad. Hoy vendría a su casa Ana
con uñas inmaculadas en los dedos rosados y ligeramente gorditos. Ana, la nena
mostrara el medio pelo. Le dio unos pesos al portero para que alumbrara en el
depósito los muebles provenzales año '60, los elefantes de porcelana, las carpetas
años de clase media argentina, ocultar el decorado de una madre ama de casa y de
con las piernas cruzadas y los tacos espina, el hermanito en los brazos y él parado
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entre el padre y el manubrio con los Gomicuer domingueros y el jopito a la
Glostora.
siempre le dio vergüenza por los adornos de plástico y por las macetas de cemento
casa a ningún compañero por el horror que sentía de que le descubrieran el medio
pelo en las eses que se comía el padre, en los chillidos de urraca de la peluquera
del 3° «D», en el olor a comino viejo del zaguán, en las carpetas al crochet, en el
cuadro con paisaje chino y marco símil nácar, en las chancletas de la madre que
aparecía siempre del baño con ruleros y el mate en la mano (y encima le decía
que tuvieran una directa relación con el mal gusto. Pero esa semana, después de la
charla con ella (Cicourel, Ana Cicourel), se había deshecho de cuarenta años de
Sólo quedaba la vieja con su horrible silla de ruedas, sus encías con verdín
política que estuvo siempre en casa. De chico pensaba que era un mueble más, otro
adorno -el más horroroso- de su madre. Estuvo tentado de pedirle al portero que la
arrumbara junto con los muebles provenzales pero este pensamiento le produjo un
escalera, total la vieja casi no comía y parecía sordomuda, salvo el como jadeo de
ganso que producía a eso de las tres de la mañana cuando iba al baño. Se dijo que
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la vieja estaría bien en el escobero y que la oscuridad la podría ayudar a recordar
al gerente para que le adelantara el sueldo. Estaba decidido, iba a inmolar sus
ahorros con tal de deslumbrar a la nena con la que soñó durante su infancia. Con
bancaria argentina solterona. Pensó que era el momento de darle sentido a su vida
ese momento, se dijo que quería reescribir su propia novela, cambiar el final de su
cuento individual del que ya presagiaba una conclusión de héroe anónimo muerto
en austera soledad.
había dicho que necesitaba charlar. Entonces, al carajo con los elefantes de
porcelana, con las ikebanas de plástico, con los cuadros de marco dorado y paisaje
japonés, con el Lo Sé Todo. Tiró el viejo mantel de hule, los visillos de nylon, el
yeso enlozado. Tiraba las cosas con alegría. Las bolsas de agua caliente eternizadas
calcomanías con figuras de patos en los azulejos que habían tranquilizado sus
baños infantiles. Se deshizo de la piedra pómez que todavía retenía en sus cuencos
limaduras de callos familiares. Tiró la plancha negra y grasienta de los bifes que
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jamás tuvo mango. Cada Durax estallado en el piso le devolvía un año de vida.
Tiró las corbatas solemnes del padre, el mate «Recuerdo de Catamarca», la imagen
alejaba de esos cuarenta años en cuotas. Cuotas para la heladera, para la Marmicoc.
Cuotas para la motoneta, hasta la tierra donde estaban sepultados sus padres había
sido comprada en cuotas. Lo último que tiró fueron los cuarenta años de farmacia
disimuladas bajo las medias tres cuarto. La compañerita de escuela a la que nunca
se atrevió por esa sensación de ancla que le producía su condición de hijo clase
media. La nena con olor a jabón, la del Doce de Octubre tableado con moño
afónica diciéndole que quizá alguna vez, cuando fueran grandes, se volverían a ver.
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El teléfono había sonado con un timbre distinto aquella mañana. Atendió
cuando oyó el nombre de Ana Cicourel. No esperó nunca esa llamada, le había
de volverse a ver para alimentar treinta años de ansias. Pero la voz había sido clara:
ejecutado por una descarga de miles de voltios en el sillón del teléfono. Sin
embargo una voluntad ajena que venía desde los fantasmas de su historia mencionó
con su voz una dirección y una hora para el encuentro. El cuerpo se le petrificó
recuperación de su vida. Se dio cuenta entonces de que la mujer con la que había
vicedirectora -curiosamente- tenía su mismo promedio y que fue el único cruz roja
de sexto grado. Pero nada de esto bastó para explicarle la llamada de Ana Cicourel
portaba como un recién ingresado, tenía que repetir las operaciones, llegaba sobre
En el barrio dejaba con el saludo en la boca a los vecinos de treinta años. Pero no
le importaba nada. Ana Cicourel había llamado. No sabía cómo pudo haber
localizado su teléfono (lo que le aseguraba que ella, durante los mismos treinta
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años había pensado en él, ¡qué maravilla!) Ana quería charlar con él. Quizá un
cierto es que la judía más linda de la escuela quería hablar con él. Sintió desprecio
y pena por las resmas de prostitutas en las que malversó decenas de amor
felina, los desbordes del cuerpo colosal o las manos sonrosadas que manejaban
Rivadavia en el que había un corazón. Finalmente eligió los resortes rubios para la
con gel y bijouterie francesa. Coaguló la imagen del pelo en un corte carré con
rematadas en dos pezones erguidos, rosados e impecables. Dedujo que las piernas
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reconstruir el ángulo carnoso del pubis, el cerebro lo traicionó, le mostraba
rosado del Teatro Mitre. Sólo pudo visualizar, en la fiebre de sus recuerdos, el
color fresa intenso de unas carnes de raso en las que siempre quiso sumergirse.
gatera del pecho. Repasó con entrega de estudiante en capilla las paredes recién
pintadas, los muebles nuevos y las flores compradas aquella mañana. Abrió la
puerta con ansiedad de suicida, después de respirar tres bocanadas de aire para
Buscó desesperado detrás de la puerta una cara y unos ojos. Allí estaban. En el
vano de la puerta estaba Ana Cicourel. El mismo delantal almidonado. Los mismos
resortes rubios, las recordadas tres cuartos copiando las piernas blancas de
músculos palpitantes. Se le metió en las narices ese perfume limpio a jabón que no
terminó de disfrutar porque la nena, que era Ana Cicourel, le preguntó por su hijo.
Dijo algo de una llamada telefónica la semana anterior y de una concertación para
ese día. La hizo pasar impulsado sólo por la inercia de la buena educación. La
colegiala hablaba con el típico desparpajo de la inocencia, mencionó algo sobre los
facilidad de su hijo (¿su hijo?) para la Matemática y subrayó el hecho de que fuera
el único policía escolar de sexto. Dijo, inclusive, que la señorita había tenido muy
¿Hablaba de él?
Él quería darse cuenta de que Ana Cicourel estaba sentada en su casa esperando a
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infantiles desplegados sobre el sillón. El bancario cuarentón quería recuperar el
Ana preguntaba por su compañero. Sin saber cómo, asumió el rol de padre
cuenta de que algo estaba muy mal. Se suponía que él había entrado a buscar al
hijo para que fuera a recibir a su compañerita que lo esperaba sentada en el living,
esto no demandaba más que unos instantes breves, pero él se había quedado
ocurría que él no tenía hijos (segundo problema) Lo alarmó pensar que la nena se
sintiera incómoda y resolviera irse por la tardanza excesiva. Así que se acercó a la
puerta (como para que lo escuchara) y gritó hacia adentro: - ¡Te buscan!-. El grito
le dio la sensación de que había ganado un poco más de tiempo. Quería ordenar
mentalmente la situación pero lo único que hacía era deambular por la casa. Sacó
dos tazas y las llenó de café. La nena que esperaba en la sala principal había
reconocido en él a alguien mucho más joven pero con rasgos parecidos, porque
apenas él abrió la puerta ella le preguntó por su hijo. Ahora él estaba en la cocina
pensando que él había ido a llamar al hijo. Le dio terror que Ana se fuera asustada
si él actuaba de un modo raro, así que decidió volver al living y ofrecerle una taza
de café. Casi cruzaba la puerta con las dos tazas, cuando cayó en la cuenta de que
la situación era por demás absurda. Primero, no podía ser que hubiera una nena en
el living; segundo, era imposible que la nena (si es que había una) fuera «aquella»
Ana Cicourel; tercero, las nenas de trece no toman café. Este razonamiento lo
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calmó un poco, entonces se propuso descartar posibilidades y repitió el circuito de
análisis. Primero, se dijo que era imposible que hubiera una nena de trece en su
más probable fuera que se hubiera equivocado de casa; tercero, era ridículo (en el
caso de que realmente hubiera una niña en el living) ofrecerle una taza de café (las
nenas no toman café) Así que se propuso conjurar al fantasma del living con una
pasaron dos minutos de silencio total soltó la respiración y se alegró de que todo
cruzar la puerta.
Es ridículo tener el corazón tan acelerado por tan poca cosa -pensó-, pero se tuvo
lástima, treinta años de lástima. Y siguió pensando que era una verdadera crueldad
esta obsesión de treinta años rematada en locura alucinatoria. Había hecho cosas
fantasía así que manoteó la puerta que dividía la cocina del living con rabia como
para espantar al fantasma fabulado por su deseo reprimido. Ana Cicourel miró con
terror hacia la puerta que casi había sido arrancada y tras la cual apareció el padre
de su compañero con una taza en la mano. Él sólo atinó a decir «Ya viene». Cerró
trago de café pero la taza se le cayó de la mano, corrió hasta su dormitorio, cerró
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la puerta con doble llave y se quedó en la cama abrazado a sus rodillas. Estaba
Estuvo tiritando más de dos horas. No podía (no quería a) dormirse. El cansancio
humor y aquel día no fue distinto. Todavía en pijama fue a poner la pava. Mientras
mañanera justamente tenía algo que ver con el sueño: Ana lo había ido a visitar.
agua caliente, escupió sobre el desagüe del lavabo y fue hasta la cocina. En ese
momento sintió las voces, venían del living. Eran como unas risitas entrecortadas,
ligeramente afónico de Ana Cicourel. Pero había otra voz, él la conocía pero no
lograba identificarla. Era una voz familiar pero muy lejana. Se acercó a la puerta
del living y, en ese momento la reconoció. Era su voz, la misma vocecita que tenía
El bancario argentino cerró el living con llave y ahora entra y sale por la
puerta de servicio (en el living dos voces de chicos se siguen diciendo cosas de
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OTRO GALLO CANTA
A J. L. Austin
El doctor Poseidón Posse no se despertó por el canto del gallo sino por lo
despertarlo. Ahí se dio cuenta de otras cuatro cosas más: primero, que el tiempo es
un invento de los hombres porque sólo pueden medirlo con relojes, clepsidras,
sombras, arena o gallos; segundo, que los animales -y las cosas- no tienen
conciencia real del uso que los hombres hacen de ellos; tercero, que la
aquella gacela que lo había hecho perder un año de facultad (tras su persecución) y
marcha un motor matutino que se iniciaba con los talonazos de su mujer cayendo
al borde de la cama, las corridas de los chicos peleándose para entrar primeros al
baño, el silbido de la pava condenada a hidratar tres saquitos de té; el porongo con
yerba amarga y una taza de café instantáneo mejorado con diez gotas de Diabetil.
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continuación, su cara en el espejo, la cara de odio de su cara reflejada en los tres
espejos del botiquín tratando de recordar los fallos memorables de la vigilia, esos
Pero aquel gallo lo había despertado en día domingo y casi dos horas antes
del galimatías cotidiano. Así que aprovechó el momento para pensar, y pensó con
tranquilidad. Pensó que Presentación Urbina, el chofer que lo llevaba gratis desde
cobro con un ―le obsequio el viaje, Doctor‖, esperando que Poseidón hiciera lugar
saluda, doctor‖. Posse no quería ni respirar por miedo a que algún desborde pusiera
en marcha la fajina hogareña. Así que se levantó en puntitas de pie y cerró las
celosías cuando el sol empezaba a calentarle los callos propios y los de su cónyuge,
que descansaba rolando a foja contigua inmediata del lecho nupcial las sábanas de
marras. Y aunque cerró los ojos, no durmió y siguió recordando. ―Te invito a
galopar‖, le decía su mujer cuando tenía ganas; «lo condeno a cinco años», decía él
en las sentencias; ―...me presento y digo‖, decían los abogados en los escritos. En
Mientras se tapaba con las sábanas, se dio cuenta también de que muchos hechos
excomulgar. Pero, de hecho, eso era lo que ocurría: dos personas quedaban casadas
cuando el cura hacía un ruido particular con la boca; los amantes, para jurarse amor
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eterno, tenían que decir «te juro amor eterno» u otra cursilería por el estilo. En fin,
había cosas que sólo se producían si alguien decía algo. Claro, pensó, para caminar
sólo hay que caminar, pero para maldecir no había otra cosa que decir «te
maldigo» (se podría agregar «con cayote'i higo», aunque no era necesario) Fue en
aquel preciso momento cuando se dio cuenta de que la lengua no era otra cosa que
un sonido conectado con algo más. Ahora recién entendió lo que quería decir aquel
viejo profesor suyo cuando trataba de explicarles que la palabra «árbol» no era otra
cosa que un ruido que equivalía al concepto de árbol «que cualquier imbécil como
movió las sábanas que cubrían al buey que estriba durmiendo a su lado. Posse supo
allí que no todos los ruidos son significativos, que el Loco Vendramini no estaba
mesita de noche, no sin antes cubrir el foco con el calzoncillo que se quitó con
extremo cuidado; se estiró después hasta la cartera de su mujer que siempre llevaba
Poseidón pensó que la cuestión era bastante clara, en primer lugar, las palabras
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equivalente real; por otro lado, había cosas que se hacían con las manos (como
tejer o tocar la guitarra) y otras que se producían sólo cuando uno las decía (como
lado no estaría durmiendo ahora justamente a su lado, que todos los coqueteos y
maravilla: había cosas que sólo se hacían con palabras; y pensó designar a estas
de al lado borboteó algo así como ―...deseo irme...―, y a él le dio una especie de
pena descubrir que su mujer hablaba entre sueños y que encima se babeaba
mientras hablaba entre sueños. Inconscientemente sacó el papel que estaba dentro
del sobre celeste y se alegró de que la hoja estuviera escrita hasta la mitad. Trazó
celeste:
GANCEDO
El lenguaje no sólo sirve para comunicarse sino para hacer. Por ejemplo,
en una simple esquela (leyó la carta para buscar ejemplos) podemos leer
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ejecutan: “...te pido que te vayas...”. Es decir que con el idioma se halaga
o se...
carta escrita con letra de su mujer pero con unos trazos angulosos, vacilantes e
histéricos:
Posacho:
antes, vos lo sabés bien. Me has hecho engordar para humillarme, así que
con todo el dolor del mundo te pido que te vayas, porque otro, Posacho, me
ve linda.
(Posse reconoce en lo que sigue los rasgos de su esposa, pero con una letra
El sol de las nueve hace que el Doctor Poseidón Posse patee las sábanas
porque le han aparecido unas gotitas en las partes más extrañas del cuerpo: en las
sienes, en la frente, en las manos, y dos gotas también en los ojos. Poseidón Posse
vuelve a escribir en la hoja celeste, pero sabe que después nadie sabrá lo que dice
Parece que detrás de las palabras hay otras cosas, y aunque la pena no sea
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Poseidón Posse prefiere taparse de nuevo y esperar que el ruiderío de la
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FURGÓN DE COLA
El último ardor del sol de las cinco hizo metástasis en los órganos viejos del
descompuso en el prisma del ventanuco callejero del Bristol Hotel. Uno de los
rayos iluminó el funeral perpetuo en cuerpo presente del contrabajo y del piano,
ambos amortajados en sus fundas y velados desde hacía treinta años sobre el
sobre la pista de baile, secó el hocico del gato gordo eternizado en la barra y
Barton, la zorra de Tafi Viejo - Martha & Milena, las equilibristas de 1a vía -
mozo con delantal celeste cerró los ojos acunado por los tangos y el zumbido
por el sistemático resplandor de las cinco, cuando el grillo leve de la puerta vaivén
cortó su inercia vespertina. Una certeza que le venía desde el calor de la modorra lo
hizo pensar que sólo era un peatón que necesitaba hacer aguas atormentado por la
vejiga, por eso ni pensó en abrir los ojos. Pero aquel inconfundible quejido de los
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resortes de la silla soportando un cuerpo lo obligó a suspender la cotidiana siesta
salón, un jamás olvidado reflejo de mozo lo lanzó hacia la mesa del inesperado
cliente. Limpió el mantel sin mirar, rogando que no le pidiera café. Mientras
reconocía mentalmente que la radio estaba un poco fuerte, se detuvo en la cara del
con jopo a la brillantina miró al cliente mientras extendía el mantel, era una mujer
bastante vieja pero pintada como jovencita. El mozo sintió como una melancolía y
pensó que esa no era ni la hora ni el lugar ni el pedido que concordaran con aquella
mujer; tenía una mirada que le denunciaba cierto codeo con situaciones filosas. El
mozo se preguntó si la presencia de aquella mujer tendría algo que ver con el
remate en la estación. No quiso detenerse más en ella y arrancó para la barra con el
pedido que él mismo tenía que preparar, pero ¡cómo le hubiera gustado sentarse
con ella y decirle que él también quería viajar en aquel tren que anunciaba la
El coso llegó al Bar Bristol se sentó en la mesa que daba a la vidriera desde
fue el lapacho amarillo de la cisterna que molestaba de tan florecido. A esta hora la
plaza del monolito le daba una pena terrible. El lugar titubeaba entre centro cívico
y camposanto. Para colmo, por la platabanda pasaban esas parejas con novio de
franco y novia en vestidito de salida caminando con aquel paso arrastrado y lento
de los que quieren estar juntos un poco más. Cualquiera que pase por la vidriera
del Bristol puede mirar al hombre sentado detrás del vidrio mirando las miradas de
las parejas domingueras que miran las vías muertas, compran un copo de algodón
rosado o una manzana acaramelada y se ríen cuando pasan al lado del linyera
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dormido en la glorieta. También se puede mirar de adentro, claro. Apoyado en el
pescante de la barra, el mozo viejo ve cómo el flaco de traje gris -que siempre pasa
apurado cerca de las cinco- ahora mira con sorpresa al coso de la mesa en la
vidriera que tiene la vista puesta en las parejas que miran las vías muertas. Juego
rincón más triste de la ciudad lo que lo ponían más triste. Se moría por pedir una
ginebra, pero cuando se le acercó el mozo pidió una botella de agua mineral (no
fuera que los otros vinieran en serio) Cuando se quedó solo se repasó mentalmente
el aspecto: tenía puesto el saco rojo de perdiz heredado del padre que nunca le
pantalón marrón de franela peinada; los eternos Gomicuer lustrados con el último
por miedo a que se le aflojara. Se dio cuenta de que estaba muy ansioso. Como
transparente de la Estación:
tránsito del ramal 7, más conocido como "Vía del infierno", apersonarse en
las instalaciones del Bar Bristol a hs. 17.00, el día próximo contiguo al de
desesperado por saber quién más querría recorrer el ramal 7 con la vieja
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locomotora a leña. El arrebato de ansiedad no lo dejó advertir que a las 17.01
minuto ocuparon la mesa unto a la puerta dos ferroviarios viejos que lo miraban.
Cuando el mozo le trajo la soda, recién los descubrió. Los dos tenían puestos unos
mamelucos tizados de la época feliz de Tafí Viejo. Hasta el mozo se dio cuenta de
que el de la soda tenía que estar en la mesa de los mamelucos desteñidos. Cuando
advirtió lo que pasaba, miró hacia la mesa y esperó algún gesto. Los otros sólo le
locomotora y aquel ramal de vía que jamás se inauguró. Habló Olegario Benítez
máquina explote antes de salir, pero no voy a descansar en paz si no recorro esa vía
que me atormentó durante cuarenta y tres años de maquinista. Quizás sea una vía
muerta, no sé, pero quizás sea otra cosa, ¡quién te dice! un camino distinto, ¡vaya
uno a saber! Miren, yo pongo la plata, y que sea lo que Dios quiera.
era el único que prestaba atención; los demás asentían, como si ya supieran lo que
— ¿Para qué vamos a mentir?, ustedes saben que me han jubilado por borracho,
¿Saben por qué tengo el vicio?, ¡qué van a saber! Una vez en esa vía se me
Tenía la misma ropita con la que se murió cuando yo tenía siete; ahicito,
45
sonriéndome estaba mi mamá. Por eso siempre me paraba en la vía; quería verla de
nuevo con su ropita, como cuando yo tenía siete, sonriéndome como cuando se
Ojeda o Hansen me dijo que él, cuando quería ver a su hijita, se mandaba dos
vidrios de Pecho Colorado. Seguro me habrán visto dormido alguna vez en la boca
de la vía del infierno con dos frascos de alcohol al lado. Pero nada, che, veía
dragones y hasta brujas, pero a mi mamá nunca más. Por eso pongo la plata. Yo
creo que la voy a ver en esa vía, sin alcohol, como a los siete. No sé, ojalá,
Adán Caliba nunca hablaba mucho. Sólo dijo que había que apurarse
mozo-dueño estaba tan entusiasmado con el proyecto de los viejos que prescindió
de la medida de acero inoxidable y sirvió las tres copas con pulso generoso.
a muerte. Caliba dijo que después de los setenta todo lo que uno hace tiene
apariencia fatal y que a esta edad hasta cuando uno sale a mear todos quieren
nuevos ricos. En el bar quedó un vaso de ginebra intacto. Ya salían cuando sonó
— ¡Yo también voy!-. Todos miraron a la mujer vieja que hablaba. —Alguien
tiene que cocinar durante el viaje y aparte puedo aligerarlos de sus ansiedades
masculinas, porque lo único que hice toda mi vida fue trabajar de acompañante en
46
camarotes de lujo, encima aporto todos mis ahorros para la compra y me allano a
lo que sea.
hombres y una mujer vieja ya salía para el remate cuando los detuvo el mensaje
—Yo soy fotógrafo y escribo bastante bien; plata no tengo pero puedo sacar fotos
y narrar los sucesos del viaje. La respuesta fueron cuatro caras viejas.
risitas que justificaban el capricho de unos viejos locos, uno que otro curioso
gallina era el ruido enloquecido de las bocinas que salían de las diesel y las
campanadas del sordo Andrada. Por la animosidad que ponían, no parecía que los
romper las reglas del ferrocarril. Alguien movió un pañuelo blanco y el Moto Peña
dio luz verde al ramal 7. Cuando el silbido de la locomotora a leña perforó con un
vapor blanco el cielo y los tímpanos de la estación, se callaron toda las bocinas, las
cinco viejos a bordo inauguró la senda prohibida del ramal 7. Nadie vaya a creer
otra cosa. Fue un suceso bastante ruidoso. Si hasta los seguimos en una zorra a
motor alquilada por el diario local. Se dijo al principio que era para darles apoyo
47
descarrilamiento del tren o, por lo menos, las caras decepcionadas de los viejos
Pero nada. che, la locomotora siguió y siguió. Lo único que queda de aquel
viaje fue la crónica de un periodista (también viejo) pagado por el diario. Aquí
tengo el recorte:
que suscribe) Esto debido a la potencia del inusual fenómeno lumínico que
sólo dejaba entrever (tal como acontece en los teatros chinos de sombras)
aflojar los bulones que aseguran los rieles a los durmientes (sólo se afanan
48
varias horas de trabajo, exhuman los rectángulos de quebracho y los van
llevando uno a uno, hasta el tren (trabajan en silencio pero con alegría)
proyecto de los viejos. Van a usar los durmientes como carne de fogón.
Han decidido avanzar comiéndose la espalda del camino. La luz que nos
un vagón que marcha obcecadamente hacia la luz sobre una vía que se va
momento decidimos volver. Queda una zanja abierta entre nosotros y ellos.
podrán volver.
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ARTES Y OFICIOS
“El lector ya habrá adivinado que el pelafustán de marras no era otro que Calixto
Antonino Tarro Chacón, un poco por el zarandeo de la víspera y otro poco por las
timbre díjole.”...
porquería como esta, m' hijo! «El pelafustán de marras...» ¡Pero esto en el siglo
diecinueve ya era viejo. Vea, joven, disculpemé pero apunte para otra profesión,
¡qué sé yo!, métase a músico, aprendiz de sastre pero en esto la cosa no va.
el traje negro desde el bautismo, hacía ya tres años. La mancha era ahora un poco
consejo sincero aunque se daba cuenta de que el editor hablaba sólo para sacar de
circunstancias más tensas y tomó las palabras del empresario obeso como un
auspicio. Por eso le perdonó que lo hubiera mandado al carajo cuando él esperaba
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que cayera redondo de la emoción tras leer el manuscrito pasado a la Sheaffer. En
Es muy raro un cabaret a las dos de la tarde. Donaire, traje negro espejado,
baffles del frente y el maestro Heredia le hizo una seña para que se alejara del
micrófono. Era una gran cosa que Heredia te mirara y te hiciera señas, los músicos
contaban que por lo general te puteaba. Él tenía que iniciar el tango con una frase
muy simple en tres compases y la semana de práctica le había alcanzado para darse
del dire tenía que dar a tierra con un arpegio en la segunda octava. Pasó todo eso, y
cuando Cirilo pulsó la cuarta con el uñero, la cuerda se cortó. La orquesta siguió
por algunos compases un acompañamiento en falso pero cuando todos los músicos
Hubo un silencio, las coperas que habían estado escuchando inmóviles el ensayo se
fuelle practicaba escalas con la derecha y Heredia cerró la tapa del plano. Sin
En la pensión le pareció que las palabras de Heredia eran sinceras: «La música es
cruel, joven, métase a boxeador o a cualquier cosa, pero aquí no pasa nada.»
hizo saltar al medio del corral. El gringo apenas le llevaba media cabeza pero tenía
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un pecho impresionante. Donaire se asustó y para cubrirse atacó con un derechazo
a lo mula. La mano paró en la boca del italiano que ocupó el lienzo del ring con un
«B» del Bachillerato 21, mientras acariciaba las solapas esperadas de su traje
negro. La alumna Parra, Vanesa, primera fila, verdes ojos verdes quinceañeros en
La última bolsa de cal. Cirilo Donaire buscó el atadito con el traje negro
usted no es estibador, trate en otra cosa. Qué sé yo, literatura, música, boxeo,
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AMBIGÜEDADES
(Ingenio popular)
oración: «Usted no sabe. Nada viejo y no aprende» o «Usted no sabe nada, viejo,
Nelbio Pérez Espinoza era el profesor más temido. Los delicados modales
malevo. Todos sabíamos que llegaba tarde porque trabajaba en la cana. La cuarenta
odiaba a Pérez Espinoza. Aquel día pidió al curso que lo dejaran saludar a él y
comenzada la hora, sólo se oyó una voz: «Buenas, ¡tarde!, Profesor‖ El rengo hizo
una pausa tan evidente entre las palabras que Espinoza, reconociendo la estocada,
tuvo que esforzarse para que la sonrisa le llegara hasta el canino de oro.
Al otro día no sabíamos qué pasaría. Todo el curso ignoró el Teorema que
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de Espinoza a partir de la tercera hora. Llegó a tiempo, se había cambiado el
cotidiano equipo gris rata por un conjunto de camisa blanca, traje azul y corbata
con búlgaros. Sonreía como nunca, hasta el puente del primer molar. «Es 'capo' el
que saluda a 'tempo' pero es re-engolada la voz del saludador anónimo», dijo.
Jamás esperamos una respuesta así. El negro Espinoza no sólo había reconocido al
había dicho rengo invitándolo a un duelo literario. Para rematar, tomó una prueba
sorpresa. Como nadie había estudiado entregamos rápido. El negro recibía las
hojas con una sonrisa de catorce kilates nos miraba perdonándonos la vida. Cuando
el último alumno entregó la última prueba, el profesor Nelbio Pérez Espinoza quiso
negro Espinoza sino la del rengo Scapolotempo. Dijo entonces, con un tonito
burlonamente declamatorio: «Te llamo negro y traidor (hizo una pausa larguísima)
que toma prueba (pausa) de amor. a vos, corazón distante, que reclama de su
amante las caricias y la flor‖ El color morado de Pérez Espinoza no respondía tanto
a la improvisación del rengo sino más bien a las carcajadas de todo el quinto
El rengo levantó los hombros. El fin de semana sólo estiró un poco más la angustia
que nos producía la imprevisible respuesta del profesor-policía. A las dos y tres
minutos del lunes siguiente yo ya había acomodado los útiles como cien veces.
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biblioteca, solamente cortajeado por el tableteo de algún lápiz nervioso, carraspeos
aislados y la voz del preceptor Murga pasando una lista de apellidos sin dueño. El
cuarzo berreta subía al minuto cuatro, crujieron las tablas del aula bajo los pasos
alegres de Pérez Espinoza. Traía ración doble de Atkinson y una corbata tejida.
Cuando pasó por el banco de De Laurentis (ya se sabe: rubia, perfecta, piernuda,
ojos celestes, perfuma, impecable, rica, buena alumna, etc.) le dejó una rosa blanca
mientras le decía: «Para una flor, una flor‖ Remató la cursilería con una sonrisa de
acero molar y oro canino. El curso odió el movimiento tímido con el que Sol De
Laurentis (ya se sabe) aceptó los almíbares sospechosos del profesor enemigo. La
voz destemplada de Murga seguía sonando apellidos y cuando repitió por tercera
Noté que Pérez Atkinson sonreía mientras firmaba el libro. Nos pidió que
el pícaro?‖ Nelbio Melaza Atkinson a que leyéramos lo que había escrito y tardó
como un año en recoger la tiza. Después se incorporó, y sin dejar de sonreír borró
los signos cómplices mientras nos decía con un tono entre casual y desinteresado:
—¡Ay, estas cosas nuevas!, apenas uno las aprieta un poco se quiebran.
Hasta el tarado del flaco Tripa se dio cuenta del mensaje. Luego la clase se disipó
con la voz de Pérez explicando con alegría inusitada algo sobre los nexos
coordinantes. Sin embargo la atención del curso se había dividido mucho antes en
55
tres direcciones: los anónimos y eternos enamorados, sobre los gestos posteriores a
amenaza que había desplegado Pérez Espinoza-, otros, como yo, en los motivos
Aquella semana pasó con un Pérez Espinoza más perfumado que nunca, el
tercer banco de la cuarta fila desierto y una sensación de pena por el abandono del
curso ante el más fuerte. Era la quinta hora del viernes y Pérez estaba por dictar la
tres golpes groseros. Antes que cualquiera pudiera abrir, la mole de roble y vidrio
cortó la oscuridad del aula con un chorro de sol y un alarido de bisagras oxidadas.
Estaba más pálido, tenía un brazo enyesado y el ojo derecho casi cerrado y pintado
larguísima) la puerta porque estaba cerrada». Y siguió: «Le pido disculpas por la
siguieron pero cuando sonó el timbre tono que le denunciaba su otra profesión:
«Cuidate de lo que viene», analicen esa oración para la próxima clase. Y arrancó
para la puerta, ya manoteaba el picaporte cuando asomó la vocecita del rengo más
tímida que nunca: -Me pregunto si «lo que viene» es un elemento subordinado y
cuál es el sujeto que ordena «cuidarse», porque el subordinado sólo cumple las
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sabemos que ordena una tarea, sin embargo no se sabe quién es, ¿es un sujeto que
la principal ¿está claro?, ah, y no se olviden que la próxima clase hay control de
Scapolotempo. El rengo quiso levantar los hombros pero sólo se le movió el del
brazo sano. El portazo de Pérez sopló hacia el curso un aliento de perfume rancio.
Dos días después la primera página del mismo diario relataba a toda tinta:
57
investigación es la rosa blanca que descansaba sobre el pecho del occiso
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EL BIBLIOTECARIO1
de mi ingreso en la biblioteca. Sólo sé que siempre estuve aquí. Aclaro que nunca
supe leer ni escribir, el menos en la forma clásica; una caída desde la cuarta
estantería del segundo piso me dejó una cojera incipiente y no debo tener por ello y
que cuando necesita un libro grita el autor o el título dos metros antes del
mostrador -creo que les horroriza compartir la atmósfera conmigo, pero no pueden
dejar de volver.
por el apócrifo doctor M. Borganiu que no agregó ni quitó tan siquiera una coma
último jugo de los libros, lo que dicen aún más de lo que quisieron decir. Para mí
que yo puedo leer. La tierra que se acumula en los libros, desechada por los
simples, dice más que toda la letra. El sistema es menos complicado de lo que
El texto que se ofrece no me pertenece. Soy el descubridor y transcriptor. La cinta original está
depositada para su consulta en el Juzgado de Primera Instancia en lo Civil y Cultural del Dr.
Teodoro Gaínza Gorostiza. Lo descubrí por casualidad en el final de un cassette para pruebas
que a diario manejamos en la radio los empleados de la sección propaganda. Vale.
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parece, se interpreta todo lo que los neófitos ignoran. La lectura procede por
consulta cotidiana tiene la parte superior del lomo blanda y pringosa debido a la
estará la palabra mamá (todas las lenguas emplean el sonido «m» en la vieja
los indicios que dejó un lector ansioso, como el encuentro de Helena con París que
más de los poemas gallegos que la propia Rosalía. Sé de Los Vedas por la señal de
curcuma y nuez moscada que han dejado en ellos los hindúes que sirven a los
libros.
Con los libros nuevos es más difícil porque no hay lectores que dejen
extremadamente sutil. Con ellos empleo otros instrumentos de lectura. Por el tacto
sé que las fibras del papel con el que hacen los libros rumanos es más rugosa que
A los libros los huelo, los raspo, los muerdo, los lamo. El gusto ha decidido
60
parisino o a las cuadernas de la santa bárbara de un buque inglés. Los simples
piensan cuando me ven morder los libros o chupar dulcemente las hojas o lamer
los bordes que efectivamente soy un bibliófago (¡Pobres!, ellos sólo leen los
logotipo dorado de todas las academias; no saben que las Biblias para misas negras
por supuesto no tienen olor a incienso sino a valeriana) Aún no entiendo cómo
Los libros tienen vida propia y buscan solos su ubicación en los estantes:
como la mayoría de éstos quieren aparecer como libros serios y rigurosos están
bastardilla muy negra, lo que le da a ese tropo un olor a óxido de bronce pulido,
como de funeral, que hace más solitario el espacio. Los libros de poemas
una lectura reviviente del texto. Hago una primera exégesis que me permite
todos los elementos que aparecen en la obra, es decir que transporto la geografía,
los olores y sabores y textura y gritos y risas y flores y lugares y todo aquello que
tiene una obra a la realidad. Así, he reconstruido la Rima VII en el ángulo oscuro
61
verdaderos rostros de la génesis poética y morder el instante mismo que vio el
Literatura que todas las cicatrices y defectos físicos los he ganado por mi deliciosa
forma de leer. Cada día de mi vida es una página. Vivo libros, soy libros y llegan a
cuando yo leía El Cid) Soy con los libros todos los hombres y todas las mujeres
de todos los tiempos. A veces las lecturas son demasiado truculentas y debo
extracto de sándalo y hoy, finalmente, llegó de Egipto una caja de madera con
pequeños agujeritos»2
Aprovecho la oportunidad que me brinda esta página para agradecer la invalorable y desinteresada
colaboración de la Maestra Normal Nacional y Profesora de Declamación Blanquita de las Mercedes
Giornatta de Piacere quien me pasó el texto a máquina, así como al dueño de la Editorial "MagnPenuria"
que aceptó leer mi trabajo. Vale.
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LAS COSAS NO SON TAN ASÍ
Bronstein se dio cuenta de que alguien más usaba su máquina de escribir. En ese
momento dejó de teclear y miró el reloj de la oficina, eran las 10, 15. Siguió
había quitado meses de sueño tras la esperanza de un mensaje en clave. Esa gotita
la misma oficina con otra persona. Le pareció una grosería haber pensado, durante
«Contestaciones» del Instituto de Previsión Social. Así que el joven bachiller judío
fichero retráctil en la oficina más nueva del Instituto. Durante veinticuatro años
Nunca supo ni le preocupó, hasta hoy, el significado de las letras «T.M.» al lado de
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después cae en la cuenta de que el título de encargado que le provoca tanto orgullo
sólo vale por la mañana. Con el desborde de una catarata sujetada por la fuerza,
Celso Bronstein se da cuenta de que si hay «turno mañana» es obvio que también
habrá «turno tarde». A las diez y veintiuno de hoy, Celso Bronstein se da cuenta de
muchas otras cosas, como por ejemplo, la sistemática llegada de aquel cartero
rubio, diez minutos después de que su padre saliera para el trabajo. Ahora puede
entender a su señorita Mónica cuando les explicaba que «Por cada argentino que se
acuesta para descansar hay un japonés que se levanta para trabajar‖ A las diez y
veintidós, entiende por qué sus chinelas nunca están donde él las deja. A las diez y
cuarenta, entra al baño. A las once, la policía saca un cuerpo del baño. A los tres
de rosado-uva. A los tres meses, las chinelas de Celso Bronstein vuelven a caminar
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EL WINCO
tiene cuatro números: 16, 33, 45 y 78. Bueno, esos números marcan la velocidad a
la que gira el plato, digamos las revoluciones por minuto. Cada disco tiene su
velocidad, no vaya a creer. Los de Antonio Tormo, Floreal y Carlitos van como a
ochenta por hora, me parece que es porque las placas son de alquitrán y hay que
pasarlas quemando para que no se peguen en la púa (son los mal llamados disco de
pasta), esos van en 78; en cambio las piezas modernas se tocan en 33, digamos Los
iracundos, Leo Dan, Los TNT, Violeta, ¿ve?. Ahora lo raro es que si los discos
modernos vienen de México (Panchos, etc.) hay que ponerlos en 45, ¡vaya uno a
saber!. En 16 tengo uno solo, "Refrescos musicales", parece que es una cilindrada
que se usa muy poco. Aparte el Winco viene con dos ejes, uno flaco para los discos
Un ingeniero amigo dice que no es plástico sino baquelita, pero vaya uno a saber.
Pero para no pecar de soberbio, le cedo la pluma a este ingeniero amigo para que
los colores sepias del nunca debidamente ponderado Wincofón: crema para
amargo en todas las partes de plástico y/o baquelita que producen un toque
65
podrá hallarse un diseño de líneas más frugales pero no por ello menos
áurea que conjuga las formas más puras de la Estética griega clásica con el
analogía entre la forma quebrada del Pick-up con los caprichos edilicios de
sigue todos los pasos: pone el simple o el longplay hasta el primer tope del eje, lo
traba con el brazo de plástico, lo enciende y espera hasta que se calienten las
válvulas (unos treinta segundos), después lleva la perilla hasta el automático y ahí
el aparato solo deja pasar el disco hasta el plato. Mientras tanto, el brazo que lleva
viene (como una grúa pluma) hasta el medio del disco giratorio, si el disco es
simple; o hasta el borde del plato con muelle de goma, si es longplay. No hay que
desesperarse, el brazo con la púa reconoce si el disco es simple o lon plei. Eso al
principio, pero cuando uno se pone canchero no usa el automático y entiende para
qué es esa perillita de bronce que tiene el brazo de la púa. Con esa perilla uno pone
el disco donde quiere y no hay que chuparse las piezas que no le gustan. Otra cosa,
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si está en automático, el aparato después de la reproducción se apaga solo, pero si
Cada tanto hay que limpiar la púa porque junta pelusa (si no se está munido
de los opcionales) Ah, la púa se prueba, pasándole la yema del dedo mayor
índice, si el parlante raspa es porque todo anda bien (el aparato está caliente y la
púa sirve) Mire, con referencia a la púa, la cosa no es tan simple, en realidad son
Los que dominan el Winco hasta pueden jugar. Es una risa, se pone un
juro (quiero decir, le juro), hasta las voces de las mujeres salen gruesas. Es como si
pone discos sino también toca radio. Lo conozco, no se crea, pero es otra cosa, es
más sofisticado.
mediante la cual solicitan "Ing. Son. con descripción del sistema de audio que
sistema de audio que adjunto con la presente más el aporte de mi amigo, que en
realidad no es ingeniero sino Maestro Mayor de Obras pero sabe más que muchos
67
líquido color rosado que neutraliza la corriente estática (no viene con el aparato)
que se aplica sobre los surcos del simple o del Larga Duración y que recoge las
partículas de polvo depositadas sobre el haz o envés del disco (también hay que
comprarlo aparte) c) Apéndice que se adosa a la cabeza del Pick-Up y que consta
adminículo y apéndice.
saludo al Señor Sony Music Corporation Inc. con toda mi mayor consideración y
Lidio W. Tarifa
68
VOLVER
desorden sabatino, porque los sábados a la noche el portero del Correo Central deja
Trópic Tango, número estable del «Biarriz Plaza Hotel». Le encantan los sábados a
Tadeo Seolástica, no sólo por el vértigo que le producen los instantes previos a la
actuación sino porque Dardo Lafleur deja de ser el antipático Jefe de Piso del
No hay caso, los sábados son otra cosa. Me encanta esto de mirarme al
espejo, cachetearme las mejillas con La Franco, sobarme la punta del zapato en la
lavada del mate, el aceite en las solapas. Sólo quiero aplastarme con Brancatto el
mechón rebelde justo en el remolino de la pelada, sacarme las pelusas del trajecito
esquina hasta me saluda cuando salgo para el baile; la verdulera que no me fía un
frente; Benítez, el zapatero, es el taita de la milonga, ¡Mirá vos!, nada menos que
Benítez. Parece mentira que el compadrito del espejo con traje negro, pañuelo al
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fiado a mí -Tadeo Scolástica- ni un viaje hasta el trabajo (los lunes apurados de
resaca), ahora se baje del Bergantín para abrirme la puerta; para abrirle la puerta a
cuerpo. Esto porque las mujeres, no más verlo y ya empezar a retocarse el pelo,
alisarse las faldas y tironearse la bombacha estampada en el canal. Él, ni bola, pasa
arriba, deja que la orquesta arranque mientras se afana por descolgar el micrófono
del pie. Después detiene sus ojos soñadores sobre el perrito del RCA Víctor y,
mientras los músicos van concluyendo la introducción, enfoca los ojos garzos
sobre las miradas expectantes del personal femenino; fija la vista en las caras
repetidas. Hoy, antes de cantar, cierra los ojos justo sobre el rostro de la que el
a sonar más fuerte y la voz de Martell ocupa todo el galpón del bailongo con esas
perfora el modo prepotente de los malevos y les filtra el almíbar de su canto en los
oídos. Entonces el baile se serena, los guapos apoyan las manos en las cinturas
Martell. Las hembras están hipnotizadas y los hombres derivan en su voz la tarea
70
de ablande para la que sirve el baile. La noche queda remansada por los tangos
noche y hacia la madrugada las parejas se alejan para ocupar las sábanas de los
amores domingueros entre las paredes de una pensión familiar. Todo se aquieta,
Lafleur guarda el fuelle, el mozo recoge las copas y a Carlos Martell, que ya es
casi Tadeo Scolástica -es el único que tiene dificultades- le cuesta encontrar un taxi
perdona la vida y lo lleva hasta su casa. Lo que queda del domingo se le hace
El lunes llegó cinco minutos tarde al trabajo porque el tachero del Bergantín
controlar la entrada de los empleados. -Ay, Scolástica, otra vez tarde, usted no
bandoneonista Lafleur.
Tadeo Scolástica agarra la escoba y la pala. Un día más de trabajo, una semana
71
TAREA DE ESPERAR LA MUERTE
algo ya se había puesto en marcha. La luz amarilla de las velas retorcía los rostros
que se reflejaban en las cazuelas de barro y el espejo humeante nos devolvía unas
máscaras como de cera derretida. Ni el olor del pan casero, ni la música de la radio
traga el líquido como si fuera arrabio y me mira porque se ha dado cuenta de lo que
misión, yo sigo comiendo cascaritas de pan y presto atención a la radio que, entre
para la extrañeza del momento, mamá dice, «Debe ser el calor‖ Es cierto, estamos
acceso fue anoche y, sin embargo, sopla el humo de la primera pitada hacia mí. No
me disgusta el olor del tabaco filtrado en los pulmones de mi padre, pero ha sido
tan reciente mi último ataque de tos que siento una especie de cosquilleo cuando
Papá tiene la cara salpicada. Yo lo miro por entre los dedos que no pudieron
detener la lluvia gelatinosa que atravesó como una pedrada la mesa y se aplastó en
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la cara de mi padrastro, mi mamá tiene en la boca la misma sonrisa bobalicona de
siempre.
La bestia no se limpia, sino que con una carita casi ingenua se saca
maquinalmente el cinto, toma un trago de vino, se para sin dejar de sonreír y viene
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LA GUERRA DE LAS ABEJAS
Parece justo entonces que la estatua del Cabo Primero, Delfor Tito Tacacho,
Nacional por el Bermejo. Tampoco sorprende que hasta hoy, los máximos jerarcas
recibido por el Suboficial Tacacho: "Las fuerzas enemigas atacan por el río. Punto.
Hagan algo. Punto. No sé, hagan que no llueva, sequen el río: no sé. Punto. Reciba
el mensaje el que esté en la radio y opere como le parezca. Punto final‖ Como
1,57 m, nariz aguileña, tez morena) era el oficial de turno, recibió el mensaje.
era él para manejar la voluntad de las lluvias! Repasó la orden de secar el río y la
Jujuy peligra. Punto. Envíen todos los animales a la Capital con carácter de
Punto. Comandante Tito. Punto final‖ Todas las comisarías recibieron el mensaje.
sirvió de aglutinante cultural porque hasta el más taimado de los jujeños respondió
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aspirante Apaza Odilón Cleofe, sintió un hormigueo en los dedos cuando abandonó
la Bic después de inventariar diecisiete mil novecientas ocho llamas, siete mil
cinco vicuñas, doscientas catorce mil treinta y una ovejas, trescientas tres mil siete
cabras, ochocientos trece burros y catorce guanacos que inundaron desde la Puna la
calle principal del centro de Jujuy. Los animales estaban deshidratados por la
Cleofe!) veintisiete mil y pico de vacas con la lengua seca, cuarenta y dos antas,
ciento doce vizcachas y seiscientos caballos, todos cuasi charqui por la sal y el
interior, sumó (¡escriba, Odilón!) cuarenta y tres vagones de perros, seiscientas mil
Tacacho se dio cuenta de que era necesario hacer que los animales no se
rica. A los dos días, el regimiento de animales, enloquecidos por la sed, se detuvo
en una explanada inmensa del río Lavayén. Delfor Tacacho tuvo que improvisar
un discurso. Quería hacer tiempo hasta recibir la señal con lenguaje de humo que
su compadre Caiconte debía enviarle cuando los barcos hubieran llegado a la boca
ubicación que tenían para las autoridades federales los pueblos del Norte. Hablaba
75
mirando al Sur, buscando con desesperación el faro de humo. Los arrieros atajaban
a duras penas el empuje de la manada que porfiaba hacia el agua. Tuvieron que
usar fuego y algún cartucho de dinamita robado de las minas para contener el
desenfreno de las bocas cuarteadas por la sal. Cuando a Tacacho se le acabaron las
palabras de la boca, no tuvo otra cosa que cerrar el discurso con la arenga inicial:
¡Coyas o muerte! Como la literatura prefiere a Tacacho como héroe, ocurrió eso
que sólo les ocurre a los héroes de la literatura: apareció la señal de humo con la
sintió, con la señal de humo, el mismo alivio que produce el pinchazo certero en la
punta blanca de un flemón de tres días. Entonces pronunció la voz acordada con
los Cabeza de Recua para que soltaran la tropa: "¡Larguen!", y una estampida de
pelos, plumas y cuero se desbordó sobre el agua. Bastaron diez minutos de succión
para que el espejo de veinte metros se redujera a medio. Dos bocanadas de humo le
pero al cabo se quedó triste mirando el espectáculo de los surubíes, las bogas y los
dorados inmensos chapoteando sobre la crema de barro que formaban los charcos
de cacao. El mismo tiempo que necesitó el gobierno nacional para enterarse de los
sucesos, fue el que empleó Delfor Tito Tacacho para volver a su cuartel general.
Sospechaba que ahora el ataque vendría por aire. Fue hasta Volcán habló con el
loco Edington (apicultor idóneo, ya se sabrá más de él) Las sospechas no eran
el brote sedicioso norteño empleando todos los recursos tecnológicos. Los asesores
76
de la SIDE recomendaron lanzar desde el aire cartuchos de dinamita sobre
Todo había empezado con el viaje del (una vez más) flamante Gobernador
anticipo que le permitiera pagar al menos uno de los ocho meses que se le debían a
los jubilados. En principio estaba todo arreglado, pero la providencia hizo que el
proyecto inicial se alterara. El gobernador no era tan amigo del primer mandatario,
provincial y el lacónico mensaje que llegó (¡quién sabe cómo!) a las manos de
Tacacho.
Así las cosas, lo cierto era que la Provincia estaba en guerra con la Nación.
redimir desde el aire la derrota fluvial. Lo que más inquietaba a los asesores que
bélico de la tecnología del Primer Mundo ¡con sólo un atado de animales! Como la
entonces un fax que reproducía una oración imperativa: "Ataquen desde el aire‖
Por eso los Pippers y por eso la charla de Tacacho con el loco Edington. Una
guerra se constituye con tres fuerzas: los amigos, los enemigos y los traidores.
77
Como siempre habrá traidores, no explicaremos la sujeción de los pilotos del Aero
provincial estaba advertida de que los próximos combates serían iniciados desde el
cielo. El proyecto diseñado por la SIDE era simple: bombardearían toda la capital.
rejuntaron las parejas divorciadas, los maridos perdonaron a los amantes, y las
holocausto final, empezó la tarea del loco Edington. El loco era un inglés
conocedor de los vientos, de las abejas y de los aviones. Como Tacacho lo tenía
advertido del ataque una semana antes, el inglés ya había tomado sus recaudos.
Sabía que la única ruta posible para acceder desde el aire hacia la ciudad era entrar
corredor quebradero concluía en la boca del Río Grande, justo entre la semirrecta
que podía trazarse desde el cerro Bola en Los Perales hasta el cerro Tuco del
Huaico. Edington llevó hasta el Tuco sus cincuenta colmenas de abejas y esperó el
ruido de los bombarderos nacionales. Cuando calculó que los aviones habían
entrado en la boca del túnel, abrió las tapas de las colmenas. Las abejas
enloquecidas se lanzaron hacia el perfume de arvejillas que venía del cerro bola y
trazaron una muralla de alas entre los dos cerros. Las hélices de los Pippers no
pudieron evitar que las oleadas de abejas se enroscaran sobre el eje. Los motores se
mariposa en el primer espigón (pata de gallo) del Río Grande. Cuando los vecinos
78
renegociaron todas las cesiones anteriores (perdones, deudas y olvidos) y
Jujuy‖.
79
LA ÚNICA NOCHE
Abre la canilla de agua caliente y espera que salga el vapor. Los ojos negros
que miran sus ojos negros desde el espejo son también sus ojos negros. Curioso
esto del espejo, ojos que miran a tus ojos mirando tus ojos. Es mentira lo del
infinito en el espejo, sólo son dos ojos, los tuyos y los del espejo. Los ojos
verdaderos de Bernardita Cabana Antacle recorren el baño del hotel, y los ojos
falsos del espejo recorren el baño ilusorio del imaginario hotel contiguo que se
impecables, azulejos blancos impecables. Hubiese sido mejor haberlo hecho antes -
ahora estaría más relajada-, pero ni qué pensarlo: ―¿Quieres jolgorillo?, primero el
anillo‖, le había dicho la abuela Encarnación. Mete las manos en el chorro de agua
que ya empieza a entibiarse. El humo blanco del agua apenas deja leer ahora la
marca con letras azules del lavabo: Traful. Mirá vos, igual que el de la tía Totó.
Divina la tía Totó. Raro que no se hubiera casado. Qué extraño que supiera tanto
de amores siendo soltera. A decir verdad, la tía Totó la había metido en esto. «Es
un buen muchacho», le había dicho. Traful, mirá vos, la misma marca que el de la
tía Totó. En verdad, bastante sucia la tía; el de ella siempre estaba lleno de sarro
amarillo, ¡y esos pelos enrulados en el jabón! Vieja infame, culpa de ella ahora
estaba aquí. Encima fue ella la que se ofreció a depilarla (¡tres días antes del
casamiento!), por eso los canutos como chuza de bagre. A ver, decime, qué
necesidad tres días antes. Y encima en este botiquín de mierda, ni una miserable
yilé. Vieja desgraciada. Le parece que hace un siglo que entró en el baño con la
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menos ordinario, no, tenía que ser una bolsa de plástico, y para colmo de «La
Federal, la de precio sin igual». ¡Qué estupidez casarse a los 43!, pero si hasta
aparecerse en bombacha y corpiño. Quizá a los veinte, con esa pielcita cubierta de
ardientes. Pero ahora los juanetes, el talón con durezas, la muela con caries en la
trabó en la cena. (¡Qué lindo, para el flamante esposo, recordar el primer beso con
plateado del grifo y la cara que había en el espejo estaba como filtrada por un papel
crecida que seguramente haría el chorro grosero que le surgía del "encanto" (¡ay,
piernas y todas las canillas, y apretó el botón del inodoro; quería aprovechar el
ruido del agua como camuflaje pero le ocurrieron dos cosas horribles: la madera
sarcófago violentado y el esfuerzo que hizo por aligerar el peso sobre la sufriente
un ruido apagado y profundo que se espiraló en las paredes circulares del inodoro
(también marca Traful) Lo que pasó después fue más humillante. Quizá todo
hubiese quedado allí, pero no, el otro prendió la radio, ¿entendés?, ¡prendió la
radio! Esto la puso en la cuenta de que él, su prometido, Delmo Quintana Peña, la
había estado escuchando y había escuchado todo. Esa radio prendida -como al
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que había captado todo el ruiderío del baño. Y no sólo eso, además, le estaba
diciendo que él estaba dispuesto a tapar con música todos los ruidos que
este imbécil, que si no hubiese sido tan respetuoso aquella noche en el Bergantín,
brutalmente los breteles y el elástico de la ropa interior y hacer lo que hay que
hacer, ¡pelotudo!, si yo tenía mojados hasta los zapatos. ¡Pero hay que ser…!
Ahora no, ¿ves?, ahora uña tiene que sufrir acá adentro mientras que el otro me
impudicias (¡ay, qué horror!) con un calzoncillo con piernas y con una camiseta
malla. ¡Pero si será...! La radio perfora las paredes del baño con un bolero de
canción: «Arráncame la vida de un tirón... », hasta que se mira los pies. Ahí está la
uña sobrecalcificada del dedo gordo derecho; el meñique rematado en ojo de pollo;
el talón con espuelas de cuero duro; los tres pelos del empeine, y los tobillos de
vaca. El agua, que esta vez no le quema precisamente las manos, la rescata del
grotescas que evidencian aquellas dos canoas que pisan la cerámica del Hotel
Cuarzo Palace, suite "Himeneo‖ Por octava vez en el día, se enjabona la horqueta
selvática que su novio -ahora esposo-, Delmo Quintana Peña, durante doce años no
se animó a palpar. Refriega con furia el canal y los bordes pulposos de su "encanto
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oscura con una toalla del hotel y no puede evitar tenerse pena. Mientras termina de
ponerse el camisón de seda sobre el conjunto Virtus que le preparó su madre, cierra
las canillas (como para anunciar con una fanfarria de silencio lo que será su
último aliento de Avant la Féte sobre el rostro y sobre la horqueta enmarañada (no
vaya a ser que se le cuele algún olorcito a mar), y mientras cruza la puerta del baño
mareo pensar que -al final- aquel ariete, tantas veces tensado por su codo no tan
luz para ofrecer su cuerpo viejo, pero todavía palpitante, advierte que no están los
dos ojos asombrados que debieran estaría esperando, sino un papelito garabateado
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CONFECCIÓN Y PÉRDIDA DE UN AMANTE
Matorras no puede dejar de mirar los pies de mi mujer. Claro, Matorras está
Pero el almuerzo con champagne, este café servido al borde de la pileta (Matorras
dice piscina) y los pies perfectos de Mercedes hacen que Matorras crea que se
salvó de las siestas bajo la parra después del asado dominguero con suegros,
sobrinos y sapo en algún camping municipal. No caben dudas de que somos unos
fácil sustraerse a Mercedes. Mercedes tiene dos abuelos ingleses que se le notan en
el celeste de los ojos y en otras cuatro cosas: la nariz perfecta, la piel tapizada de
rubia pelusa incipiente, la vocecita afónica y los modales impecables. Sólo esto
tiene dos abuelos más, y esa sangre salvaje que se le nota en el pelo (Matorras dice
claro, el juego de hierros, los zapatos con tachas (Matorras dice calzado) Aparte
de todo eso, los asados en la finca y las esporádicas llamadas nocturnas para comer
una paella de mariscos frescos han terminado por convencer a Honorio Matorras,
ex vecino mío, de que su origen barrial ya es un mal recuerdo. (No sabrás lo que te
espera. Matorras.)
Mercedes hace tiempo que me confió las finanzas la administración del patrimonio
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familiar, esto por mi habilidad para los negocios -soy el mejor egresado de
Economía-. Pero el caso es que yo no quiero seguir con Mercedes (¡vaya a saber
por qué!) y pretendo quedarme con una porción importante del activo de la familia
López Patterson. La primera parte del plan era convencer a mi esposa de que la
empresa familiar estaba quebrada (en realidad era una mina de oro), así que se
hacía imprescindible -le dije- conseguir un crédito con dos años de gracia para
momento oportuno y antes de que el sujeto osara tan siquiera tocarla interrumpiría
tan enérgica que el otro se vería obligado a reparar el daño emocional provocado a
Mercedes lloró tanto que tuve miedo de que se deshidratara. ¡Pobre!, dijo algo así
como que la vida es cruel y que nadie sabía los vericuetos insospechados del
destino.
destreza para los números y mi facilidad de lengua. No es casual que la niña más
rica, linda y fina de la ciudad se haya fijado en este negrito cualunque sin apellido
no era una bajeza sino una conducta heroica y desinteresada (estos gestos son
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tenidos entre los López Patterson como inmolaciones santificantes) Lo que me
extrañó fue que Mercedes llorara y me mirara a los ojos como queríendome decir
En realidad mi proyecto es otro: voy a dejar que Matorras haga lo que tiene
ganas de hacer, y recién voy a entrar a la pieza cuando suponga que los intentos
tener así de fácil!) Cuando el juez pregunte sobre el porqué de mi casual entrada
está resuelto. Mis parientes políticos dirán que empecé a ponerme obsesivo con las
filmaciones hace como dos meses. Sólo queda llegar, despertar al hermano menor
favor del lustre familiar, y la confesión de los dos testigos. Ahí pueda aprovechar y
golpear al Negro Matorras, como para sacarme la bronca reprimida durante años
nomás. Pero con qué ganas voy a desquitarme. Negro trepador, vivía en el barrio
enemigo. Negro de mierda, siempre nos ganaron al fútbol y la única vez qué el
corso de Gorriti repartió premios ganó la comparsa en la que el Negro era "Shulka‖
Encima cuando lo llevé a mi casa (la casa heredada de los padres de Mercedes) se
puso a presumirle a mi mujer, ¡y para colmo la tarada le dio pie con ese modito
gentil heredado de las buenas costumbres familiares! Pero qué sabrá este negro de
mierda. ¡Mirá vos!, ahora cree que la tiene por su linda cara o porque es gerente de
la sucursal de un banquito de provincia. No sabe que todo esto que le está pasando
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es obra de mi inspiración: las cenas con champagne, la pileta, las sobremesas con
puros y escocés, el besito de mis hijas educadas en colegios ingleses que están
obligadas a llamarlo «tío» (nada menos que mis dos hijitas rubias como la madre,
¡negro sucio!) No sabe que yo me ocupé de que se quedaran solos esta noche para
Mercedes. ¡Puta!, ni en el mejor de sus sueños se las habrá imaginado este piojo
conocerlas) Pero uno no sabe para quién trabaja, y ahora este advenedizo
prepara para deleitarse con el mundo herméticamente oculto que hoy mansamente
ese canto de Mercedes relajado pero sufriente que se le escapa cuando la flor de
pelo amarillo recibe la puñalada ansiosa de una ballesta oscura. Y todo preparado
por mí, encima eso, todo preparado por mí. ¡Pero no se va a la mierda! No, viejo,
esto es mucho dulce para el negro. Prefiero organizar el plan con otro tipo, aunque
no mate dos pájaros de un tiro, pero Matorras (nada menos) no se la va a llevar tan
desabrochando los breteles de la malla, quizá esté llorando, seguro que está
llorando pero eso lo excitará más a Matorras, ¡que lo parió! ¡Quién me manda a
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calcular tan bien mi llegada cinco minutos después! Pero a lo mejor Mercedes no
obedece mis instrucciones y se resiste un poco más. Por suerte ya casi llego.
y recién ahora me doy cuenta de que no estoy filmando pero no me importa, sólo
quiero interrumpir la secuencia que sigue. Como la luz está apagada, manoteo lo
que supongo serán dos cuerpos enredados entre las sábanas. En ese momento se
prende la luz y entra Mercedes, está preciosa, tiene puesto el camisón blanco. Me
explica que no pudo hacerlo, no sé, que no se animó y me dan ganas de llorar y de
abrazarla. Pero ella pone la misma distancia entre sus ojos celestes y mi aspecto
la familia ni mi maniobra de salvataje pero que no pudo hacerlo y que mañana será
alivio que produce frenar el auto a centímetros del chico que se ha cruzado a
buscar la pelota.
cosas que miraba eran como nuevas, había vuelto a descubrir mi actual estado de
hubiese hecho rico. De hecho esto era lo que me había ocurrido, con abstracción
del tiempo transcurrido entre aquello y esto, claro. Esa mañana me hizo recuperar
con miserables chorritos de pava y este chorro de agua generosa y cálida. Hoy sé
que después del baño, vendrá un café caliente con tostadas y jalea agridulce y no
aquel frugal mate cocido que se repetía en los almuerzos. Pero eso ya pasó. Hoy,
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Hoy es domingo. Espero ansioso que se despierte Mercedes para decirle
cuánto la quiero. Es posible que le cuente todo, al fin y al cabo esta elucubración
quiere sin componendas (ahora me doy cuenta de que he construido este artefacto
marrón) Pero este domingo luminoso estoy feliz, el asado está perfecto voy a
servirlo ya sin esa sensación de resentimiento acumulado. Sirvo sin pensar que la
familia me trata como a un mozo. Sirvo porque quiero servir: un chorizo para José
Manuel; para la Tía Eulalia y Teodorito, falda jugosa; los más chicos, butifarra; el
Mercedes para agasajaría con esta molleja crocante por fuera pero jugosa que sé
es lo primero que me arruina el día, lo segundo son los bocinazos que reconozco.
Todos miramos hacia el auto que acaba de parar (Matorras dice coche) El que toca
bocina es Matorras. Una repulsión automática me hace volver los ojos a la parrilla
y fijar la vista sobre la gota anaranjada que suelta un chorizo sobre el carbón y
enciende una llama grosera. Me doy vuelta para buscar el sifón de soda pero lo que
quiero es mirar el auto, el odiado auto de Matorras. Lo último que veo es la figura
parrilla; el asado se está arrebatando y mis hijas no han comido. Otra vez gana
Matorras.
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BITÁCORA DEL AIRE
Para las grandes acciones no se necesita mucho más que el cuerpo, pensó. No
era gran cosa lo que tenía que preparar, una piqueta, un balde, una espátula para los
pesados. Esa misma tarde fue hasta el diario y sacó el aviso: «Compro telas sutiles,
cualquier tipo cantidad. Pago contado con granalla o pesos nacionales. Tratar
Avenida Del Limón s/n, Barrio Alto Comedero (es una casita con un avión azul en
la puerta)». Pagó con una pepita de cinco gramos y salió para su casa.
el mameluco azul, miró la foto del piloto rubio que saludaba con el pulgar hacia
La sombra de las antiparras no disimulaba los ojos claros (seguramente azules) del
piloto. Al lado de la foto había un espejo, Hilarión Zapana recién ahora se dio
ascendentes del gringo de la foto. El mameluco con las iniciales de Altos Hornos
Zapla le pareció grosero al lado del overoll antiflama del piloto pecoso en su avión
ligeramente inclinado hacia atrás. Pensó que le hubiera gustado tener el mismo
corte de cejas del rubio pecoso y no esas mechas duras y gruesas que le marcaban
aún más los ojos negros de sapo pisado. Miró en el espejo su casco de minero con
sintió mal, se sintió terriblemente mal. Tal vez porque después siguió mirando los
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cuadros de la pared: la foto -retocada- de su abuelo con saco grande, su propia foto
con la foto del astronauta en la luna tapada con porquería de mosca del año '69.
e imitó con las manos, la cara el gesto del piloto norteamericano. Le pareció que el
cero, justo cuando sonaba el pito tristón de la ronda. Comenzó a raspar el alquitrán
de las juntas en la vereda de la sastrería, allí no había mucho porque la calzada era
de laja roja canteada, siguió con el reborde del asfalto de la calle que se montaba
en el cordón cuneta, después con la espátula levantó la brea que bordeaba los
bolsa casi llena. En ese momento se dio cuenta de la presencia del policía por la
respiración agitada y por el olor a ginebra y coca. Era un gordo con los ojos
verdinegro se le caía por la esquina del labio. Habló como si tuviera la boca llena
de trapos.
—Documento.
el cinturón del pantalón con los antebrazos y con un tonito amable le preguntó qué
estaba haciendo. Hilarión manoteó las pepitas del bolsillo pero tuvo una idea
mejor.
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—Yo soy empleado municipal -dijo-, y me parece bastante raro que me pida
—Sí —dijo. —Más bien no, no del todo, yo sabía que la Municipalidá...
—¡Claro que sabía, hasta los lustras saben!, se supone que un cana tiene que saber
también -dijo Zapana-. —Lo que pasa es que ustedes porque tienen una gorra y un
frente al racimo de viejitas noveneras que los miraban de reojo por detrás de sus
pañuelos de pelo. Le dijo a Zapana que podía continuar y se retiró con pasito
bocanada de ruido lúgubre que se soltó del campanario lo puso al tanto de la hora.
Estaba cansado pero alegre, bajó contramano la calle principal y tomó por la
avenida de los tarcos hacia la ruta. Estaba tan encantado que cada golpe de pedal lo
hacía sentir que despegaba del suelo. Le dio risa pensar que era un carancho gordo
que no podía volar. El sol ya empezaba a apoyarse en los cerros del fondo cuando
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máximo la hornalla de la Volcán mejorada y se alegró de que la olla de hierro
mínimo. Echó de golpe todo el alquitrán -de lo que luego se arrepintió-, se produjo
achicharrarle las pestañas, las cejas y las crenchas de la cara, se le hundió en los
pulmones lo hizo toser y vomitar durante más de diez minutos. Aun así estaba
Empezó a formarse una sopa de crema negra y brillante. Miles de pelitos negros
olla, usaba un cucharón de rancho. Maquinalmente, como un reloj cucú, sacaba las
impurezas del agua gruesa de esa sopa de petróleo con una espumadera inmensa.
tanto por el rostro tiznado y medio quemado sino por la mirada que se descubrió.
Ese no era él. El ojo derecho estaba entrecerrado y se le había quedado pegada en
la boca una sonrisa que lo hacía acordar al afiche de «El Espectro Nocturno Ataca»
de una compañía tucumana de radioteatro que había visto cuando tenía cuatro años.
La puerta había amplificado por tres veces unos golpecitos tímidos. Quizá
fuera la timidez de los golpes lo que despertó a Hilarión. Llegó a las zancadas
primero que vio fue el nudo-corazón perfecto de la corbata roja con búlgaros
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grises, estaba anudada con prolijo desinterés en el cuello redondo de una camisa
ridícula del cuello boleado pudieron más. Abrió y se quedó como empalado. Era
guardia hindú) Daba suaves golpecitos sobre las botas casi anaranjadas con una
fusta de jockey, sostenida por atrás con las dos manos. Se puso de perfil como para
que Zapana lo estudiara minuciosamente, giró sobre las botas y presentó una cara
los pelos canosos. En toda la figura se distinguían solamente dos colores: blanco de
los pelos y el traje y el azul agresivo de dos ojos que se escondían al fondo de una
nariz de carancho. Zapana calculó entre sesenta y cuarenta años (tenía setenta seis)
la abrió de canto contra el ombligo de Zapana y perforándole los ojos negros con
—Pancho Edintonio.
-Qué quiere, padres gringos, ingleses. Vinieron con los primeros Leach. Querían
que fuera Sir Francis Edington Cole, pero soy más coya que usted-. Hablaba con
acento del Ramal. Sin esperar respuesta, el gringo fue hasta la vereda y volvió con
una valijita de cuero y loneta blanca. Entró en la casa y pasó directamente al taller,
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—Olvídese del sistema de impermeabilización con brea, es muy pesado, el globo
no subiría, además es caro-. Decía las cosas como si estuviera solo. -La única
posibilidad -siguió- es usar tela de avión, quiero decir camperas impermeables. Así
todo también es caro porque hay que cerrarles la trama. Pero ya pensé en la
solución. Zapana escuchaba parpadeando, un poco por el sueño, pero también por
la sorpresa.
Con cada espasmo sentía que el estómago le rebotaba en los dientes. Percibió
desde el fondo de los sacudones, que una mano caliente le sujetaba la cara. Un
—Hay que distraer el foco de la náusea— dijo la voz imperturbable del gringo.
—Discúlpeme el pellizcón.
que el inglés se proponía cebar unos mates. Y entonces Hilarión Zapana, soldador
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La Noria, eructó la última burbuja de un como huevo podrido y siguió con sus ojos
de sapo pisado la figura larga del fantasma canoso con una expectativa mayor aún.
Matearon en silencio durante media hora. Cebaba el viejo con rutina de relojero.
Cada tres mates revolvía la yerba con la bombilla y pasaba un pañuelo blanco
sólo cuando tomaba Zapana) El gringo se había quitado el saco del traje, puso
pabilo articulado. Usaba tiradores año '20 y los botones del traje eran de un hueso
ligeramente más amarillo que la tela del traje. Tenía gemelos de oro con iniciales
en relieve y una cadena bastante gruesa (también de oro) que sostenía un Ulises
Nardin Locle sumergido en el bolsillo del chaleco. Mientras Zapana sorbía el mate
derecho de los labios un chorro de humo denso celeste que perfumó el cuarto y las
yo!, encima tiene la caradurez de echar por tierra mi proyecto de globo aerostática
que vengo diseñando hace como cinco años. ¡Claro, es inglés!, ¡lógico!, aunque
viva entre indios (a los que seguramente desprecia), conoce la tecnología del
Universidad. Pero sepasé que, así negrito como me ve, yo solito me hice un
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pedóplano. ¿Sabe qué es un pedóplano?, un avión a pedales. Yo hice el diseño y yo
lo construí. Y, ¿sabe qué?, sólo con ideas de mi abuelo, ¡que no sabía ni siquiera
firmar! que también era coya como yo, ¡qué mierda se cree!
realidad lo que quería preguntarle era cómo carajos sabía que las telas que quería
—El discurso del neurótico desplaza el deseo hacia una instancia de producción—,
dijo el gringo.
—Hay una sola cosa en la que le llevo ventaja, Cusi o Chanampa o Tinte, he leído
más novelas que usted. No porque sea mejor lector sino porque como es obvio
norteño como usted, digo con algo de estudio y que se ha pasado toda su vida
ahogado por un paredón de cerros y que encima adorna su casa con un avión azul
en la puerta, tiene que ser necesariamente del aire. Es que, claro, no tiene muchas
(cuando es chico) o globos de aire (cuando se hace grande) Usted no tiene cara de
militar enganchado, de modo que compra telas para construir un globo. Por lo
tanto, usted es de la «Orden de los Cófrades del Viento», Tabarcachi. Tiene todas
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las marcas: soltero, distraído, lector obsesivo de revistas de diseño, hábil con las
manos, misántropo, taciturno, ingenuo y medio pelotudo; encima tiene ese modito
mi edad, aunque más no sea porque somos colegas de ilusiones. Le confieso que
me emocionó el aviso del diario: «Compro telas sutiles...»; ―.. un avión azul en la
puerta‖ Sólo un aéreo pudo haber sacado ese aviso. A los veinte años hice algo
parecido. Yo tuve que volver a Inglaterra por el servicio militar. Casi llené Walton
Street con afiches artesanales: «Whoever wish to fly, come to Icarus pub» En el
bar Icarus nació la Royal wind brotherhood order; en realidad éramos cinco los
El inglés parecía más viejo, clavó la mirada azul en la ventana del cuarto atravesó
el cristal, los cerros el mar y las millas de tiempo que lo separaban del bar Icarus.
—Como único miembro en estas tierras de la cofradía del bar Icarus -siguió el
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ofreció el pecho, no sabía muy bien si el gesto correspondía pero creyó que su
—Semper anser aeris sis. Sic sit- dijo el viejo y le perforó la camisa Copa &
Chego con el alfiler de oro. Zapana estaba cristalizado. Después hubo manos
duró tres días. Al cuarto, sobre la mitad de la noche, el viejo despertó a Zapana.
Cole despejó una mesa de dibujo que había en el taller, desplegó unos planos
amarillos sobre el tablero y esperó. Zapana trajo una olla de comida, dos cucharas,
un bollo con chicharrón y dos tazas de vino oscuro. Comieron con alegría y vértigo
explicar.
—No, Zumbaino -dijo el otro-, usted se olvida del peso. Usted quiere inventar la
tela deavión que ya está inventada. En vez de impregnar el algodón con petróleo,
aprovechemos las telas de petróleo-. Zapana puso atención. -¡Claro! dijo el otro-,
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-No -dijo-. Es cara, y si caemos en la puna no conseguimos. Bosta de chivo-. El
El gringo prendió la pipa (era un gesto con el que aprobaba las cosas y
manifestaba su alegría)
mostrando una sonrisa socarrona y tratando de levantar la ceja izquierda (gesto que
nunca pudo hacer) -Perfecto -dijo el inglés-. Yo tengo un compadre en San Pedro
simultáneamente y se abrazaron.
Avenida del limón s/n para que los fieles hagan sus pedidos de favores mediante la
luz cíe sus velitas de glicerina‖ Así consiguieron una cantidad increíble de velas.
Zapana les llevó trece días. El día veintiuno paró una Chevrolet Apache en la casa
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No li entendido sos planos, lú' nico que sé aser son canastos tomateros, li
echo uno con las medidas que usté mi ah dicho. Ya está pagau con los
cuarto de mortadela, tres paquetes de maní, yerba, tabaco, alcohol de quemar, pan
en la que habían colocado un cartelito escrito con pintura azul al aceite: «Ni pienso
abrir».
Trabajaron sin dormir durante setenta y dos horas. Zapana cosía los retazos
de camperas y Edington Cole derretía las velas en una cafetera, colaba la glicerina
líquida para sacarle los restos de mechas y con pulso de joyero impregnaba el
afeitaba y Zapana se lavaba la cara. Al cabo de las setenta y dos horas de porfía
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—Hay que chayarlo —-dijo (no, Zapana, no, el gringo) y trajo el alcohol de
quemar una tira de pan francés. Rebanó los dos extremos de la tira y echó el litro
de alcohol celeste adentro del pan. Por el extremo inferior de la tira comenzó a
—En la guerra se toma cualquier cosa, la tira es para sacarle el colorante- dijo el
inglés y sirvió dos vasos llenos de alcohol colado y le ofreció uno a Zapana.
Fueron hasta el globo y el inglés tiró un chorrito de alcohol sobre la tela y otro
sobre la cesta.
—Pachamama, Santa Tierra, ¡Kusiya, Kusiya! —invocó (no, el inglés no, Zapana)
Hilarión copiaba los movimientos del inglés. Edington Cole fue hasta el
centro del patio y se quitó toda la ropa. Zapana nunca había visto un cuerpo tan
extraño, tenía canas incluso en el pubis y las carnes flacas estaban como
colgadas sobre una calavera de huesos inmensos. Eran las seis de la mañana y se
veía la silueta del inglés xilografiada sobre el resplandor primero del amanecer. Sin
—Por los Cófrades del Aire— dijo el gringo alzando la taza llena de una agua
Zapana sospechó que debía hacer lo mismo y tomó un trago generoso; por segunda
vez en la semana se arrepintió de obrar sin prudencia. Sintió que un ácido abrasivo
le derretía las amalgamas de los dientes y se las despeñaba esófago abajo. Cuando
puso a lagrimear. Lloraba por el dolor que le causaron los mordiscones del alcohol
de quemar en las entrañas pero también lloraba por su soledad, por el despido
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encubierto de la fábrica, por su destino de coya resentido, por los desplantes de la
vengar del Ingeniero Bonaventurini, por su mamá bollera, por su aspecto de rococo
melenudo, por el terror que le tenía a las alturas, por ese gringo viejo y flaco que se
le había metido en la casa lo había obligado a acelerar la confección del globo sin
globo aerostático (con el que se había propuesto regar de mierda la ciudad burlona
deshidrataron los lagrimales miró a Edington Cole, también lloraba. Estaba sentado
y abrazaba las piernas encogidas, tenía la cabeza hundida entre los muslos soltaba
un aullido apagado de perro sin dueño. Zapana le preguntó sin tono y con más
sorpresa que lástima por qué lloraba. El gringo viejo tuvo una convergencia de
la exhoneración del Club Social ―.. por falta de pago», los desplantes de Singer allá
y de Mercedes aquí. Con todo hizo un enorme esfuerzo para hablar y habló.
cabeza-. ¿Mire si el globo no vuela? (puso los ojos azules y vidriosos en Zapana.)
—¡Que no vuele!, probamos con otra cosa, ¡qué sé yo!, un dirigible inflado con los
gases de los pozos ciegos; ¡un pedóplano!, que es un ultraliviano a pedales. Vea,
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yo tengo un diseño bastante confiable... ¡Oiga, usted me metió en esto!, ¡déjese de
joder, viejo, usted es inglés! Piense en sus paisanos talentosos: Locke, Rusell,
por ustedes, por los Leach, el azúcar todavía seguiría en la caña. ¡Eh, viejo!,
—No, Churquina, no (el gringo se paró con un ánimo nuevo) Vea, yo si no vuelo
ahora no vuelo más. ¡Qué le voy a explicar! Así que concentremos la energía en
esta caricatura de globo y reguemos con bosta toda la ciudad, a todos, ¡qué joder!,
principalmente a los curas, después la calle principal, a todos. Sí, ya sé, usted se
preguntará cómo carajos sabía yo que usted quería bañar con mierda la ciudad.
Vea, no importa, la cuestión es que aquí estamos y estamos por lo mismo. Aparte,
ya le he dicho que yo tengo apellido inglés pero soy más coya que usted, ¡no sea
pesado!
del Alto Comedero con la misma alegría de hace cuarenta años atrás, cuando se
paseaba por la calle del Golf Club en La Esperanza, por Picadilly o por aquella
envidia de la energía que brotaba de los ojos negros y limpios del coyita de la casa
con avión azul en la puerta. Recordó los proyectos en los amaneceres neblinosos
del club del bar Icarus, el olor a cerveza vieja en la barra de roble. Volvió a sentir
por los alemanes y las continuas evasivas de Singer (le dijo que prefería a alguien
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no tan sajón) que, a decir verdad, estaba deslumbrada por las mentiras de Laurence
vieja ruta 9, Francis Edington Cole se dio cuenta de que el Icarus pub era una
silencioso, su aspecto de indio renegado y su amor sincero por los artefactos del
aire.
sonriente. Se bañó cantando, tomó mate dulce, escuchó radio anotó el pronóstico
de la estación meteorológica local. Esa noche habría luna llena y el clima estaría
A la una de la tarde ya tenía el mapa con la ruta del aire, había comido, se había
cortado las uñas, tenía puesto el equipo de vuelo, listas las bolsas de estiércol de
chivo, repasados los tientos del globo y escrita la carta de despedida. A partir de
cuello una chalina de lienzo blanco que le caía hasta las rodillas. Tenía britches,
botas de montar, guantes de cabritilla y una campera de cuero corta con charreteras
En ese momento comenzaron a ultimar los detalles. Saldrían esa misma noche.
De pronto, un miedo antiguo se le subió a Zapana hasta las amígdalas: nunca había
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despegado las alpargatas del suelo (salvo cuando fue al quinto piso de los
de que esto sería distinto. Además, el hecho de pensar que estaría por arriba -
placas de bronce y enrejados de hierro dulce. Serían como atilas aéreos que
salpicarían con bosta la histórica soberbia del pueblo. El negro Zapana soltó una
risita tímida.
—Hay que revisar los ventiladores- dijo Cole. Habían amarrado un ventilador a
alegró mucho porque se sentía en desventaja intelectual pues la idea de usar telas
—Hay que poner los cuatro ventiladores sobre un soporte flotante que permita
más que uno. Quiero decir una especie de motor dirigible-. Esperó por unos
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—Vea, Don Edington, yo me llamo Zapana, Hilarión Zapana. Ni Yapura. ni
hay que bautizarlo. Algo simbólico que nos contenga a los dos, algo como de
se abrazaron.
darle aire caliente con un soplete casero a gas de nafta, Zapana escribió el nombre
con pintura azul al aceite y el gringo se ocupó del bastidor para los ventiladores.
Cuando cada uno terminó su tarea, ataron la caña, aseguraron el soplete y se fueron
a terminar el mapa de vuelo. Decidieron que esa noche de prueba les sería
imposible castigar a todas las víctimas, así que decidieron que sólo regarían la calle
Siendo las dos de la mañana del día catorce de enero, el globo aerostático El
encontraba en plena erección. Era una noche con luna exageradamente grande
con bosta y mi maletín- dijo Edintonio. -Yo lo mismo -dijo Zapana-. Pero hay que
repartir los cargos. Déjeme de fogonero usted atienda los ventiladores. Los vientos
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de lana que sujetaban la erección del globo estaban ya a punto de explotar. El
primero que subió fue el inglés, Zapana se había sacado los borceguíes y estaba
salto. El soplete seguía calentando las entrarías del dirigible casero. Cuando
sintieron que las cuerdas no resistirían mucho más se miraron y se sonrieron. Cole
levantó el machete, miró por última vez a Zapana y descargó un mandoble seco y
preciso sobre la cuerda del ancla. Zapana quería describir mentalmente lo que
lanzó hacia el más allá. La cesta oscilaba como un péndulo y Edington Cole
reeditó en la punta del corazón el mismo vértigo que tuvo a los siete años, cuando
la rueda del parque de diversiones detuvo la hamaca en la que él había subido a las
doce en punto para que subieran los pasajeros del radio opuesto, el de las seis y
media. A Zapana le rechinaban los ojos y los dientes de tanto apretarlos. Tenía
agarrotados los dedos contra el borde de la cesta. Comenzó a rezar con alaridos
miedo que sentía coagulada la materia fecal en las tripas, ni siquiera se dio tiempo
comenzó a dejar de bambolearse. Zapana abrió apenas los ojos de sapo pisado y
vio una especie de maqueta de su casa, un como mapa del barrio, las luces que se
alejaban hasta ponerse del tamaño hormiga supo que no podía hacer otra cosa que
aguantar. Estaban a treinta metros de altura y subiendo. El gringo Cole decía cosas
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superior, Señorita Almendrina Machaca, cuando les decía que un mapa era como
boyando en la noche. Veían Palpalá, Jujuy y unas lucecitas amarillas por el lado de
—¡Déjese de joder! -dijo Zapana, que no lograba despegar los dedos del brocal de
—Así son los partos, no se puede volver atrás. Si uno no hace lo que tiene que
Zapana reaccionó, antes por el nuevo bautismo que por el peso de la situación:
—Ta' bien.… Metalé a los ventiladores que yo prendo la fogata, y que la Almita
lata de dulce de batata sostenida por cuatro alambres a la boca del globo), el gringo
Cuando la bosta de cabra se prendió con una llama azul y pareja, Edington
modificó algunos conceptos que le merecían las razas no-sajonas. Este era un
fuego potente, limpio. Debía despedir muchas calorías porque a los segundos de
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—Dirección Noroeste, a toda máquina— dijo Zapana. El gringo soltó la traba de
su chorro de aire. Cole, por la inexperiencia, le había dado demasiada carga a las
bandas elásticas así que «El Vengador» bellaqueó y comenzó a oscilar, al tiempo
—¡Tengo una idea para avanzar más rápido! -dijo la voz temblorosa del negro
envalentonado Zapana (con los dedos todavía petrificados en el borde del canasto)-
hacia atrás y ahí largue de nuevo, como cuando se hamacan los chicos-. El gringo
pensaba que la idea violaba una elemental ley de la Física (la del Punto Fijo), pero
segunda vez en la noche modificó su opinión sobre los coyas. El globo volvía hacia
atrás y en el punto muerto, Cole, liberaba las aspas de los ventiladores que
lanzaban la cesta para adelante, como despedida por una honda. El sistema era
denominaría luego «Avance en Vaivén con Punto Fijo Desplazable ― Fue ese el
Después de una hora cuarenta cinco minutos de viaje, estaban sobre «La Muy
Noble y Leal Ciudad». Era una noche especialmente jujeña: alboroto de estrellas,
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frío crudo, calma chicha en las hojas de los tarcos y luna a mansalva. Cole sugirió
tímidamente que descendieran un poco para tener mejor cuadro del objetivo.
ventilador. Las calles del centro mostraban una ausencia total de movimiento,
taxi nochero. Orientaron los ventiladores con fuerza reducida en dirección Este-
Oeste. El globo casero de Zapana & Cole copiaba desde el aire el trazado de la
calle Belgrano. Altura, treinta metros, velocidad, cuatro nudos; dirección, Este-
y la vereda de la Plaza principal. Intentaban llegar a la casa del obispo pero una
ráfaga traicionera los depositó sobre la Casa de Gobierno. Allí se gastaron casi un
central. Edington Cole manoteó la Biblia la abrió en San Juan, 8. Mientras arrojaba
vuestro pecado: adonde yo voy no podéis venir vosotros»-. Salteó unas hojas y
siguió. -«,Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo será
arrojado fuera»-. Leía con impostación de púlpito se alegró de que el azar hubiera
elegido las citas en las que justamente hablaba Jesús. Con la mano izquierda
sostenía la Biblia y con la otra arrojaba puñados de materia fecal disuelta en agua.
afanaron más fue con el monumento al kilómetro cero, con las tiendas viejas y con
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la fachada del Club Social. Cuando se les agotó la artillería, orinaron sobre los
bancos y supermercados.
retomaron la ruta del aire que los llevaría hasta Alto Comedero. Mientras pasaban
rebotó sobre las chapas de cinc de la casa de Hilarión Zapana y aterrizó. Fin del
primer viaje.
Primer día
Dirección: Este-Este.
Segundo día
Dirección: se ignora.
Tercer día
Es de madrugada y no sé dónde estoy. Me parece que veo el mar. Hay que arrojar
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Quedan dos kilos de combustible. A las once se arrojan las biblias. Veo el mar y
el cielo. Esto es un solo cielomar. Hay que dejar todo el lastre. Hay que ir al
cielo. Mi compañero no entiende, hay que ir al cielo. A las tres tuvimos una pelea
que duró poco. Él no entendía que también era lastre. Ahora estoy solo, arrojo la
última ropa que me queda, arrojo esta bitácora y me voy al cielo, Amén.
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PARECÍAN HERMANOS
pareció que eran hermanos. Hay algo en la frase que me inquieta. Ahora que lo
pienso, parecer es un verbo inestable, siempre necesita de dos cosas, pero jamás se
expide por una de ellas. ¿Quién se parece a quién? El vidrio se parece al agua y
cristal aspira a fluir líquidamente. No hay caso, hay verbos hipócritas y este es uno
de ellos. Aparte, parecer siempre instala la sospecha de una mentira, de una estafa;
porque el esfuerzo es ínfimo, ir a una plaza. Pero es que como soy soltero -hace
años que lo soy-, voy a las plazas con una constancia de feligrés, con la misma
alegría de un creyente que asiste a misa. Y no es que me gusten las plazas ni las
palomas; para mí, en rigor de verdad, es una estrategia. Hace bastante que hago lo
mismo; a eso de las nueve, nueve y cuarto me voy a Casa Calvó y compro cuarto
de alpiste para canario flauta. Me gusta ese negocio, porque es de los pocos que
siguen usando bolsitas marrones de papel madera. Lo mío no es una cosa azarosa,
no. Al contrario, es una faena aplicada y sistemática, está medida hasta en las
vagabundos. Los perros sí me gustan, pero al cabo advertí que le sacaban poesía a
la cosa. Es que -claro- está la tarea esa de trasladar la bolsa de polietileno con el
los perros; las chorreaduras de los lamparones del puchero seboso y, sobre todo, el
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espectáculo libertino y concupiscente de la época de celo. Esa persecución
empecinada y sufrida de una perra callejera de tetas flacas y caídas, hostigada por
una caterva de perros machos que signan su paso con una fiesta de ladridos, orines
perro que se obstinaba con la botamanga del pantalón recién salido de la tintorería,
creo qué era uno de esos criollos amarillentos. Por eso hice el cambio hacia las
plumas. Es que, aunque las aves me produzcan un natural rechazo, puedo tolerar
mejor las plumas y las porquerías acuosas y azules de los pájaros en el zapato que
los olores y obsesiones sexuales colectivas de los perros. Aparte, todo el mundo
mira con más respeto al hombre que da de comer a los pájaros. Y, bueno, yo soy el
hombre que alimenta a los pájaros. El que todos los domingos está rodeado de
la Casa de Gobierno. La precisa elección de este lugar tiene un solo motivo. Nada
las palomas. Lo de las palomas, ya se sabe, es la cosa esa del imaginario popular
explica por aquello de que es el natural punto de fuga de las empleadas domésticas
regordete y perfumadamente vestido. Vamos, estoy ahí por las sirvientas. El banco
que mira hacia la fuente es eso, un mirador. Los niños sienten especial atracción
por el agua ruidosa de las fuentes y siempre tironean con pasos titubeantes las
manos de sus cuidadoras hacia el chorro espumoso del agua. Cuando el dúo se
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armado con un papel fortuito. ¿Dije que llevo un par de hojas de canson blanco que
arrojo cerca de la fuente?; ¿no?, bueno, sí, llevo. Entonces la institutriz arma un
velero rápido que navega ligero hacia el centro de la fuente y para interrumpir el
lanza al rescate, dejando libre a barlovento todas las velas de su popa. Y ahí está el
No, si algo de poeta tengo. Eso es darle de comer a las palomas. En el peor de los
casos, el único premio es sólo mirar la bombacha de una sirvienta. Pero casi
siempre triunfa la oferta generosa y me llevo hasta casa, que queda cerca, una
víctima entregada. Entregada es un decir, porque siempre les tengo que pagar y
No era domingo, aquél era un día irritante; hacía ese calor que trastorna la
paciencia; serían las doce. Cómo odio esa hora, todo el mundo está aceitoso y
sediento. Nadie mira a nadie, sólo es esquivarse y llegar rápido a las casuchas para
huir del calor y comer algún guiso de morondanga. Ese día particularmente
avenida de la casa de gobierno a las doce, tarda como tres minutos. Qué increíble,
taxi. El único que tiene los vidrios subidos, porque tiene aire acondicionado, es el
Peugeot gris oscuro. A ese siempre lo miro porque es el único que mira a los otros.
una empleada pública que desearía viajar en ese auto gris, y el dueño sabe eso y yo
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también sé eso. Con auto sería mucho más fácil. El sol de las doce se había
ensañado con la cuerina negra del torpedo de los autos que reverberaban y
mal quemado. Yo estaba mirando el calor hasta que los descubrí. Parecían
hermanos. Los dos tenían unas ojotas de plástico azul, aquellas que se compran en
el centro ―..a dos pares por un peso...‖ Eran dos pequeños hermanos jugueteando
mano. Al principio los miré y me pareció que tenían la misma edad. Después,
cuando se acercaron, supe que el muchacho era un poco mayor que la niña y quizá
se reía y lo tironeaba con suavidad, como si fuera la madre que lleva al niño
dos y nada los hacía comportarse como miembros de la plaza. Hasta que mi vista
clavada en el cuerpo de la mujercita la hizo corregirse. Cuando la niña vio que los
estaba mirando dejó de reírse y lo increpó con más dureza. Puse el mayor tono de
desinterés y les dije, parodiando la risa que habían estado soltando los hermanitos,
que los podía ayudar, que vivía cerca, les dije. Dije también algo de un plato de
emborrachar al muchacho y pagar favores sólo con restos de comida, quizá unas
monedas y una cama para que el joven durmiera la mona. No fue difícil
convencerlos porque el hermano mayor tenía hambre y sueño, así que se dejaron
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conducir. Ese día no había nadie en casa, por eso no me molestó que el comensal
pero como yo tenía mucho tiempo no la apuré. El hermano roncaba con ruido de
después pidió entrar al baño. Yo en ese punto estaba de lo más solícito, así que la
acompañé y como con desinterés le entregué unas toallas limpias. Volví a la sala,
acomodé un almohadón bajo la cabeza del animal degollado y le puse una manta -
no fuera cosa que se despertara en medio de la cosa, ¿eh?, no sé si... ¿eh?-. En ese
momento sentí con agitación que abrían el agua caliente del baño. Traté de
volví hasta la sala al momento en que el calefón lanzaba ese cascabeleo típico con
para no tener que hablar cuando la púber sirena saliera chorreando agua del baño,
los cabellos negros húmedos todavía y cubierta sólo con el toallón blanco. Esperé
Después de unos segundos, se abrió la puerta del baño que quedaba justo enfrente
una toalla chica empapada en agua. Se acercó hasta el hombre dormido y le mojó
suavemente la frente con agua. Empezó a hablarle con ternura mientras le mojaba
cuando la chica que ayudaba al hombre a incorporarse le dijo que se fueran, que en
su casa se sentiría mejor. Le hablaba con una dulzura apenada y lo llamó papá. Lo
trataba de usted pero parecía la madre del hombre. Él quería comer algo pero la
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niña insistía en que se fueran. De pronto me miraron los dos. Tenían las cabezas
muy cerca, como cuando se posa para una foto familiar. En ese momento noté el
parecido, los mismos ojos penosos; los mismos ojos negros, penosos y húmedos; la
misma cara del hombre repetida por la mejoría de lo femenino y joven en el rostro
de la niña. Jamás me tuve tanta pena. Es que eran dos rostros agobiados de
pude soportar más la dignidad noble de esos rostros pobres recortados sobre la
soberbia canalla de mi casa señorial. Por eso les di todo el dinero que tenía, la
toalla, la frazada y una bandeja de plata que había sido de un desconocido patriarca
familiar. Les pagué para que nunca hubiesen venido. Se fueron tomados de la
mano, como cuando los vi en la plaza y me parecieron hermanos. Nunca más volví
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ESCRITO DE UNA TAL PÍA
Ahora que están todos muertos lo único que me une a ellos es este mismo Borges
que sigo criticando con Pía. Es tan ridículo esto que prefiero dejar de leer este
Pía me obliga a usar preservativos pero tomamos mate juntos y a los dos
nos sangran los labios paspados, yo le dije mil veces que no tiene sentido
vacunarnos en el amor y contagiarnos -vava a saber qué- con esta bombilla asesina.
le daba asco que le ingresara en su carne inmaculadamente rosada otra carne que
había penetrado otras carnes menos rosadas y menos inmaculadas. Yo, por mi
parte, quería mostrarme ante ella como un perfecto aprensivo y le dije que el solo
Cuando perdimos el miedo y nos conocimos mejor ambos confesamos que todo
había sido una pose mentirosa. Era justamente esa sensación de rechazo lo que nos
Pía tiene todo lo que puede deslumbrar a un hombre argentino. Uno siempre
yendo. Usa unos lentes desmesurados que le dan un aire ingenuo y despistado pero
que la ponen en una relación de lejanía con su interlocutor, esto la hace todavía
más indiferente y dan ganas de sacudirla cuando mira. Los vidrios son muy verdes
resulta imposible sujetar el deseo de arrancárselos para dejar que aparezcan sus dos
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luces verdes que los cristales no alcanzan a apagar. Siempre que describo a Pía me
acero, acero y plata de luna al mismo tiempo y me perdono por ir así, buscándola
entre limoneros lánguidos que suspenden sus ojos de fría plata como un silbo
tiempo de nuestra dicha, hay golpes en la vida que nos hacen pensar que no
sabemos a dónde vamos ni de dónde venimos. Ahora dejo de robar y paso al relato.
Nos unió siempre ese respeto solemne con que veíamos las cosas más
triviales y cursis. Nos conocimos en una peña estudiantil de las del setenta, era en
realidad una turbamulta política con escenografía folclórica y con una Antigua
Casa Núñez que circulaba por las manos voraces de los guitarreros de oreja. El
argumento era previsible por lo fatalmente repetitivo. Comenzaban los del Sur con
unas milongas de Yupanqui y algún estilo antiguo; saltaban los del Norte con una
andanada de zambas anónimas, y cada cinco o seis canciones una voz perdida
zozobra del momento para largar, como al descuido, algunos versos en los que
sinceramente porque había en ellas como un latido unánime que nos involucraba a
todos.
Se nos ponían tristes los ojos si en medio de un tango algún obrero viejo
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encuentros con los grupos de pedidores profesionales de documentos ni siquiera el
miedo localizado en el bajo vientre cuando se pasaba al lado de algún paquete raro.
descalzo el pasto mojado -verde pastito verde- y había en la humedad del aire tanto
algún final me pasaba lo mismo, todo el día como si nada y a eso de la oración,
este almidón en la boca, este ahogo de perfumes, estos ojos que me miran desde la
tugurio hasta que la resaca del vino me devuelva a la playita triste de mi cama. Me
inconsciencia de cruzar la calle con los ojos cerrados. Me paré en el medio del
parque, miré de frente a la luna y comencé a recitar con una dulzura que me
sorprendió unos versos de Neruda. Sentía subir mi voz ronca llevando la memoria
sonora del chileno por los escalones húmedos del aire. El poema pegó como una
de la noche. Lo único que sonaba era mi voz fantasmal. Desde un farolito del
escuchaba claramente el bolilleo de las piedras bajo las botas. Yo seguía recitando
recitando con voz de pésame y pensé que me caería, tuve unas horribles ganas de
las sienes. Pasaron las sombras, rozándome casi, pero sin mirarme y pasó el poema
por entre las sombras como por la calle de la amargura. Eran dos espectros que no
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se habían atrevido a interrumpir mi empecinamiento alucinado. No los detuvo el
mejor, mi aire norteño («buenos muchachos los del interior») Curioso, prepotentes
poema siguió sonando con una potencia distinta y me sentí feliz porque la tristeza
perversas que habían salido de la noche. Ahora que lo pienso, no fue una actitud ni
tan heroica ni tan suicida, pero en ese momento sentí que había derrotado a un
en el setenta nos creíamos que la poesía era literalmente un arma. Neruda había
Moneda en Santiago de Chile; no sé, en Jacobo Fijman y pensé que todas esas
cosas tenían algo que las cicatrizaba entre sí. En ese momento me hubiese gustado
tener menos transpiradas las manos, que las piernas fuesen mías y no que
Cuando recobré el olor de los tilos el dominio sobre mis piernas, estaba
mansalva. Los de izquierda eran fáciles de reconocer por los ponchos rojos y la
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barbita adolescente descuidada. No se arracimaban sino que deambulaban de mesa
Estaba de moda armar cigarrillos con banderitas así que en todos los rincones había
olor a tabaco Mariposa. Ella andaba dando vueltas por todas las mesas. Me bastó
mirarla una vez para que toda la noche se me convirtiera en ella. Naturalmente
llevaba jeans una camisa muy grande y blanca por fuera del pantalón que le
presencia. Todo su modo parecía ajeno al lugar. Le hubiera sentado mejor una
escenografía con cancha de golf y ropa blanca, o una tarde de amigas y té pisando
alejara de ese bodegón con guitarra, política, vino y tabaco armado (siempre me
pide que le cuente esa parte del primer encuentro y terminarnos en la alfombra
hacer para que ella me mirara. Ya me había levantado más de diez veces al baño,
124
sacabuche. Cuando todo se hubo cantado, la peña se fue apagando. Yo me quedé,
antes por inercia que por la posibilidad de que la gringa me mirara. Éramos seis en
dueño de la fonda en un acto solidario -qué querés, era del setenta- dejó todas las
botellas sin terminar en nuestra mesa. Yo miraba las cosas como a través de una
pero en realidad estábamos midiendo el botín. Sólo había dos mujeres, la gorda
inglesita cegatona que ya la había dado por perdida. Mi actitud derrotista nacía de
lo que para mí era una evidencia: el gringo Tacuara no sólo se vestía bien, sino que
tenía un aire de galán norteamericano año sesenta. Ese jopo rubio y los ojos tan
de izquierda, se desmayaban por sus músculos, por su campera negra de cuero, por
su Norton 500, por su Colt 32 (mostrada como al descuido), por su metro noventa,
qué sé yo, creo que mis compañeras no eran de izquierda un carajo-, encima tocaba
dejó anclado en la silla un acorde del peruano guitarrero. Yo no sé qué hizo. Creo
que comenzó con un tono menor, con algo entre joropo y marinera, canturreaba sin
letra. No era una canción. Parecía algo africano que se entrampaba con un aire
inca. No sé, una melodía que salía desde La menor, hacía rulos por todo el
notas, uno pensaba en ríos de hielo que se astillaban contra las montañas y que
125
caían a una selva de guacamayos y enramadas de frutas tropicales. Por un
guitarra y le salían lágrimas que caían sobre las bordonas. Era una melodía y unos
en séptima. La voz se le salía del cuerpo y trepaba por el aire de la fonda, inundaba
el espacio extranjero del pobre negro y era como el llanto exiliado de todos los
amargo, lloraba por su patria lejana y lloraba en una patria ajena por sentirse
forastero en su país. No terminó de cantar porque no era un canto, era una vertiente
negrito estaba recuperando con la guitarra su casa y sus padres y su gente. Me sentí
más cerca de él que de mis compañeros y le acompañé el canto con una emoción
sincera en los ojos y en la garganta (al fin y al cabo yo también era un forastero)
dijo que se dejara de franelear y creo que remató con un «negro de mierda‖ A mí
me hubiera gustado que el canturreo tristón del negro no terminara nunca, pero
preferí no decir nada. La mujer del paraguayo quedó deslumbrada con el gesto
prepotente y sonrió a Tacuara con lujuria. Yo pensé que la noche estaba perdida
cuando esta mezcla de gaucho y marine agarró la guitarra y nos enroscó en los
oídos uno de esos boleros dulzones con letra de amores contrariados. Cantaba
126
el bombardeo almibarado del bolero, el gringo se dispuso a recibir los laureles
femeninos, apoyó el antebrazo derecho sobre la guitarra y estiró la otra mano hasta
el vaso de vino, la mujer del hombre dormido comenzó a dar unas palmaditas
tímidas pero el gringo Tacuara la ignoró, tenía clavada la mirada en la más joven.
Nadie hablaba y el único ruido que se escuchaba eran los resoplidos del borracho
sobre la mesa. Tacuara se alisó el pelo y se disponía a reforzar la carga con otro
—Deje que toque el que sabe— dijo, y llevó la guitarra hasta el extremo donde
melodía interrumpida. El negro no sabía qué hacer porque lo habían metido en una
neutralidad cobarde. Cuando el galán rubio agarró una botella que lo sospechaba se
Dijo con voz de dragón anestesiado que brindaba por los buenos músicos, tomó un
trago de la botella, recogió campera, revólver luego de asesinarnos uno por uno
con la mirada se fue. Lo último que supe del gringo Tacuara -como músico- fue el
127
entendía por qué lo querían llevar, finalmente la gorda lo convenció y se fueron
solo efecto -qué querés, soy del setenta-. Ese día yo me había borrado de la mesa
pecho desde adentro. Tenía la certeza de que le había hecho trampa a mi familia.
inocente del parque pagaba en parte la culpa que me produjo la ausencia cobarde al
examen, era el desquite que me regalaba el destino para aliviar el malestar por mi
traición a la familia. Calculé que -al menos por ese día- mi habitual transacción con
un préstamo extra, así que decidí aprovechar este crédito generoso de placer.
Agarré la guitarra y zambullí los dedos en un acorde que imitaban la melodía del
peruano. El sonido tenía limpieza de agua. Repetí tres veces el giro y dejé
suspendido el último acorde para darle pie al negrito. En ese momento ella cantó.
profundamente enamorado de los ojos verdes, del cuerpo generoso, del aire de
128
femenina) Para mí, hasta allí, las lindas eran fatalmente desafinadas o
pero insulsas y las gordas, jugadas pero nauseabundas y enamoradizas. Esta era
indiferente a los caretas de moda. Sumaba a todo esto un Rolex de oro, un pañuelo
de seda italiana y un perfume europeo que iluminaba con desdén el aliento rancio
de la peña. Así que puse la vida en el acompañamiento. El negrito me dio vía libre
con meneos de cabeza que aplaudían mis zapadas presumidas. Nos olvidamos del
Cuando pienso en el setenta, se me figura el alarido de una sirena, una noche con
luna y disparos a lo lejos, la soberbia de los militantes peronistas, una pena como la
que dije y una calle por la que caminan tambaleando dos músicos enamorados. El
setenta, para mí, es esta Pía que ahora me mira escribir desde la cocina de nuestro
estudiante (que yo suponía) provinciana. Es esta misma Pía que me sonríe. La que
iluminado sólo por una lámpara con la silueta del Che. La que me arrastró con su
vocecita afónica desde la zamba hasta el tango (no era provinciana, era de
Palermo) La Pía con la que terminamos aquella noche leyendo el primer libro de
Neruda con los cuerpos tapados únicamente por la sombra del rostro de Guevara
contable.
129
No terminé Letras. No volví nunca a mi provincia, ya no recuerdo ningún poema
de Neruda. Mis amigos están todos muertos (una voz delatora dio la dirección, la
también perdió muchas cosas, dejó Artes, renunció a la herencia que los padres le
y le presenté a mis amigos. Aunque le dije que estaba proscripto, ella insistió en
ella era la voz, la música y la letra de la «Marcha proletaria» y fue ella la que habló
con su tío, el Coronel Lozano Astorga, para que liberaran a Joaquín Montes.
Nos unía, nos une, todo, la casualidad de ser los dos AB positivos (Pía tiene
olor de los tilos y la pena. Ahora también nos une la profesión, la prosperidad, la
necesidad de cambiar el auto todos los años, la desesperación por viajar a Europa
cuando podemos y la angustia de haber sido nosotros los que indicamos con pelos
nombres y los lugares de reunión. Compartimos la angustia de saber que somos los
promesa de que no nos pasaría nada. Creo (esto te lo confieso ahora) que Tacuara
nos perdonó porque le gustabas. A cambio nos dejaron seguir estudiando una
130
Pía me mira escribir y sonríe. Ya está todo arreglado. Voy para allá. Lo que
que no leí- yo estaba en la cocina diluyendo en dos vasos de agua cuatro cajas de
Novidorm Forte. Miro hacia la cocina y veo que acaba de tomar su dosis. Me
Pía‖
Mentira. Pía se fue aquella noche con el gringo Tacuara. No terminé Letras
existió, nunca salí de aquí, pero me hubiese encantado. Incluso nunca pude escribir
esto.
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VARIETÉ FAMILIAR
viento norte trastorna a las personas. Es un viento que da vueltas las cosas, afuera
de las casas hay que andar en camisa y adentro hay que ponerse sobretodo y
bufanda. Cualquiera sabe que no se deben dejar los autos diesel con la marcha
puesta porque arrancan solos. Tampoco hay que pararse debajo de los techos
clavados, porque cuando sopla ese viento los clavos saltan de la madera, los
conocido el caso de aquel tren que - quién sabe cómo - alcanzó a cruzar por el
puente de Yala perseguido por una fuga de durmientes que iban abandonando la
vía justo sobre los talones del último vagón. No es raro entonces que los jueces
eviten fallar en días de viento norte. Si hasta la madera se pone rara, empieza como
sierra.
Elsar Dimitri Urcupiña se dio cuenta de que ese era un día de viento norte
soplaba el viento del norte. ―No hay que cambiar de rumbo en días de viento
norte‖, le había dicho el padre cuando lo escuchó soplar por primera vez y él
todavía era un niño. Ya era un mozalbete cuando el padre volvió a hablarle : ―lo
único que vas a heredar son estas máquinas y una tarea de durmiente en la infinita
vía de la novela familiar‖ Aquel día también soplaba el viento norte. La cadencia
de las palabras o la imagen del infinito en los durmientes del ferrocarril fue quizá
132
lo que distrajo a Elsar Dimitri Urcupiña y lo que lo depositó mágicamente en el
escenario ilusorio:
(Escenario a media luz. Luego arpegios continuados y fortísimos del piano que
en fin, legítimas y bien constituidas familias criollas que habéis accedido a este
los números más sanos, modernos y rutilantes que os ofreceremos por única
(El cañón de luz blanca ilumina sólo la figura del presentador que tiene un
jacket de lamé azul. Piano que suena primero a carne y después a hueso
cortado...)
Urcupiña habían sido días que se copiaban a sí mismos. Idénticos, como la ruta que
seguía el agua por los desagües, como los durmientes de las vías, como los miles
infinitamente obstinada sierra circular. Aquella que perforó su infancia con sus
había alterado la inercia familiar durante años, por lo menos durante los cien
últimos años. Él seguía fabricando las mismas sillas de cedro con las mismas
máquinas, las mismas medidas y el mismo modelo que heredó de Elsar padre, y
este, de Elsar abuelo y este de Elsar bisabuelo, y quizá la cadena llegara hasta un
carpintero de Belén. Pero no sólo era el mismo modelo de silla, también el mismo
modelo de mujer, la misma casa, su mismo Elsitar recibiendo desde la cuna los
133
graznidos de la sierra circular y esperando el momento para heredar su posición de
Elsar Dimitri Urcupiña dejó que pasaran siete metros de cedro sin cortar y recién
más la garganta que el dedo segado. Entonces dejó de gritar y se quedó escuchando
los ruidos del taller, el ensemble reverberante del motor de la sierra, el quejido de
rana de la cinta, el eco vacío de la sierra contra las chapas de cinc. Cuando los
del índice derecho limpiamente divorciado de sus cuatro hermanos de mano por la
dejó de mirar y se permitió pensar. Pensó, entonces, que había sentido un alivio
importaba el dedo perdido, sino la alegría que le produjo escuchar un canto nuevo
fuera su propio dedo índice. Pero las cuerdas se cortan, lo importante es la música,
La grasa borboteaba pesadamente con los cada vez más pausados latidos
primera oración que lo había alejado de su tarea cotidiana, la que lo había distraído
134
momento de duelo individual, advirtió dolorosamente que su padre no hablaba,
sino que construía apotegmas. Recuperó otra sentencia inmortal del padre y
memoria grandilocuente del patriarca que jamás lo llamó por su nombre de pila
plenamente mientras susurraba otra proverbio que venía de la pluma del padre:
novela familiar‖ Bastó esta frase para que odiara su oficio heredado, su genealogía,
otra histórica sentencia del padre que lo perseguía desde siempre, ―nosotros no
servimos para otra cosa como no sea cortar cedro de a medio metro‖, había dicho.
El segundo motivo fue que la oración hizo detener su propio reloj biológico; su
reloj listonero que medía los días, las horas y los minutos con un determinado
número de gritos del acero contra el cedro. Eran doscientos noventa hasta que le
trajeran el mate ; trescientos treinta y ocho para ir al baño por primera vez ;
novecientos cuatro para el beso de vuelta ; de mil noventa y seis a mil ciento
veinticinco para que lo llamaran a la mesa. Dos mil doscientos sesenta y cinco
gritos eran un día ; cada ochenta y dos mil graznidos de la sierra cumplía años ;
podía estar con su mujer entre el corte número seis mil ochocientos veinticinco y el
ocho mil trescientos cinco, sin peligro de que vinieran hijos. El ruido cada medio
pegado en la cera de la oreja hasta que se dormía. Pero él servía para algo más, hoy
135
se había dado cuenta. Era capaz de hacer pensamientos floridos y esto lo convenció
de que no sólo estaba destinado a cortar madera sino a ser otra cosa : músico,
escritor, ilusionista, hasta director de una compañía de teatro, ¡qué joder ! —¿Y
por qué no director de una compañía ? — se dijo. Tironeó con fuerza el gajo que
pendía aún de la mano y se puso a soñar a los gritos. —Me importa un comino el
dedo, no es sino una señal, un corte en el eslabón familiar, una aserrada azarosa en
el monótono varejón de la vida ; y, papá, ¿qué tal? —, dijo y sonrió a pesar del
que el corte no había sido en el dedo sino en la historia familiar. Trabajaba sobre la
ambulante : The Carpenter´s Family. Music, fantasy & show girls. El dictado del
vecina del, hasta aquí histórico carpintero del barrio Gorriti, don Urcupiña Elsar
Mitriditi - o como sea que se dice -,en el barrio lo conocían como ―Culito‖
Urcupiña.
Elsar Dimitri siente que no han sido en vano los nueve años de piano que hizo
Teoría y Solfeo!) Esto resuelve la faz musical del Varieté y espontáneamente crea
un nombre artístico para ella : ―Karen Urcupin, la amazona de las teclas‖ Aparte, la
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nena no sólo toca bien el piano sino que está bastante desarrolladita, así que
afinada y tiene las piernas sin várices y los pechos todavía turgentes... —No, mejor
no. Preferible que cante tangos con traje de fiesta y que haga de partenaire del
mago Luthor, ya se verá. Aunque no estaría mal que el traje de fiesta dejara
Karina Vanessa estaba severamente conminada a reflotar las partituras del Príncipe
Kalender y a estudiarse de memoria las Cien Fantasías, Cien en cinco lecciones por
el Maestro Nardo ―Melody‖ Blesa. La niña lloraba a moco suelto sobre las teclas,
hasta entonces - sobrio y recatado papá (solo le pidió que tocara Para Elisa cuando
cumplió cincuenta,) en este mamarracho que había cambiado el banco del taller por
dos palomas, una galera y un frac de lamé violeta. Y que, encima, le hacía ensayar
esas partituras horrorosas vestida solamente con la mallita enteriza de banlon que
tenía desde los nueve. Lidia, la mujer de Elsar Dimitri está menos asombrada
alucinaciones nocturnas que tuvo su esposo durante los últimos tiempos. Pero
jamás pensó que pudiera atreverse a dejar la seguridad del oficio y del taller-casa-
de-familia por un futuro a la bartola. Sin embargo, trata de afinar los tres tangos.
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tornasoladas. Lidia no se queja, solamente porque supone que la desgracia del dedo
lo ha vuelto loco. Por otra parte, no quiere que Karinita se dé cuenta y le pierda el
respeto a su papá.
que vive con ellos, señorita Delicia Melpómene Urcupiña Sastre. Ni tampoco al
perro pila que es como un pariente más, Dragón Urcupiña. Para ellos también ha
pensado una tarea. Dragón tiene asignado un número que consiste en dar la pata
izquierda o derecha luego de cruzar un aro de fuego; la tía puede preparar y vender
comer - aunque cree que Elsar está efectivamente loco -. El Dragón ensaya su
demasiado.
despedirlos. Hay quien llora, alguien arroja flores y el zapatero del barrio, Huascar
mal quemado. Dimitri está alegre porque es la primera vez que sale con toda la
familia y porque viajan hacia el Sur. Pero lo preocupan la tía que va en la caja, la
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tercera que se salta, los sollozos de Elsitar, los lamentos de Dragón y las caras de
pena de su hija y de su mujer. Las tres mujeres viajan rezando mentalmente en sus
abiertas todo el calor del motor y cada tanto golpea con la rodilla izquierda la
alcanza a cubrirla del rigor picante de la trama de arpillera que tapiza todo el
ruedas hasta la compuerta y las frenadas la obligan a acuclillarse para no dar con la
nuca en el vidrio; pero lo que la fastidia más, es que al salir perdió el rosario y debe
llevar la cuenta mentalmente. King Luthor interpreta como indicio el vapor blanco
que se cuela por las rendijas del capot de la camioneta y decide inaugurar su nueva
vida de artista en el pequeño pueblo ubicado entre Palpalá y Estación Perico que
fue elegido por la Rastrojero para ponerse asmática. No le importa que sólo sean
veinte los kilómetros recorridos, el azar hizo que llegaran hasta allí y allí
algarabía patronal de aquel villorrio que festejaba su quinto año de vida. Decidió
Dimitri siente un hormigueo por todo el cuerpo, todo está perfecto. La carpa que
cubre la caja (escenario) alcanza para resguardar casi cuatro metros contados
(pullman) ; las luces del cartel titilan el nombre del espectáculo, las bocinas dobles
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sobre el techo lanzan al aire el mensaje que ha grabado la tarde anterior, y todo
esto sin ningún cortocircuito y sin que caiga la tensión de la batería. Aparte la tía
tullidez de sus piernas. La mujer y la hija están paradas en la boca del Varieté
Lo único que incomoda un poco a King Luthor es la cara de fastidio con la que
quién sabe qué cosas. Por lo demás, todo tenía un aspecto de fiesta verdadera. Sacó
— ¡Pasen, caballeros ; pasen, damas ; adelante, jóvenes. Llega a este pueblo el más
increíble espectáculo familiar que por problemas mecánicos tuvo que realizar una
Amazona del Teclado; Tuli, La Forrajera; Dragón, el Perro Sabio y King Luthor, el
Dimitri estaba por repetir la arenga por el megáfono, cuando advirtió que un
Delicia Melpómene. Fue tanta la alegría de Elsar Dimitri que quiso recibir
hizo un descuento del 34% por ser los primeros clientes que acudían en grupo.
la invitación por el megáfono pero nadie más se acercó. Decidió entonces que no
adolescentes. Tuvo alguna dificultad para cerrar la boca de entrada a causa de las
rachas de viento que se querían colar por la lona pero, al cabo, lo logró y fue a su
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Cuando apareció en el foro de la caja con su traje violeta precedido de los
se acobardó. Pero pensó que The Show must go on, e impostando la voz lanzó la
acercó hasta él para tomar el megáfono, Elsar King Dimitri Luthor Urcupiña se le
arrimó al oído y le susurró con dulzura y pasión — ¡Merde, Tuli, merde ! Mientras
los acordes del piano preludiaban el valsecito con el que su mujer iniciaría el
espectáculo, bajó hasta las sombras y se secó las uvas de sudor que le brotaban de
la frente. Miró a su mujer que cantaba bastante suelta, iluminada por las luces del
vestido que tan sólo dejaba ver la artística impudicia de un canal profundo entre los
dos pechos que él conocía de sobra. Lo alivió también que su hija apenas dejara
breteles cruzados de la mallita de banlon. —Y, sí, las tablas tienen impostergables
desnudos artísticos — pensó. Después corrió la mirada hacia la platea como para
obnubilación de luces empezó a ver. Lo primero que vio fueron dos botas símil
botas tenía pantalones cortajeados y campera de jean con tachas, estaba como
dormido. Aguzó la vista y vio que el dueño de las chinelas apoyadas sobre el
brocal del foro llevaba puestos unos pantalones groseramente cortos y una petaca
cuando siguió mirando a los demás. El espectador número tres era un gordo
inmenso que se sobaba la entrepierna con las dos manos sin dejar de mirar a la
pianista. Los otros tres eran unos muchachones igualmente chocarreros que tenían
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la vista clavada - según supuso Luthor - en la oscura épsilon de la cantante vieja
que ya empezaba a desafinar. Una voz con timbre de oveja perforó el valsecito de
parodia de batalla por los confites que repartía la tía, King Luthor salteó todos los
que los devoradores de manzanas volvieran sobre él una apática atención. Cuando
la pendeja del piano !, ¡que salga la vieja tetuda ! Dimitri King Urcupiña se quedó
inerte cuando se apagaron las luces y no escuchó sino los alaridos primero de
Karinita, luego de Lidia junto con los de Dragón ; después de la tía y casi
alcanzaba una silla para entrar a repartir golpes a mansalva cuando cuatro o cinco
pares de manos lo sujetaron contra el piso. Después, como venidos desde muy
lejos, alcanzó a escuchar los sollozos de Elsitar un segundo antes de que sintiera
Dimitri Urcupiña rogaba mentalmente para que el dolor aquel que lo atravesaba
cuánto tiempo pasó, ni sabrá cómo se liberó, cómo recogió a las tres mujeres, al
niño y al perro, y cómo fue que pudo darle arranque a la camioneta y hasta ponerle
agua en el radiador.
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Ahora están retrocediendo los veinte kilómetros avanzados y nadie quiere, nadie
puede hablar. Elsar Dimitri Urcupiña sólo desea llegar a la casa, dormir y mañana
pedir perdón por haber avergonzado a cada miembro de la familia. Mañana quiere
darle de comer a Dragón y volver a cortar cedro de a medio metro, pero eso sí,
siquiera los pies de su mujer y, al cabo, se duerme pensando que por lo menos lo
intentó.
agua pudiera cruzarle la carne y lavarlo por dentro. Como una tromba se le cruza la
foto de una carpintería ardiendo. Como todos los días de su vida, está ahora parado
su padre. Afuera el viento norte tremola en las chapas del techo. Espera que el agua
que ve es el óvalo apagado por el espesor del vapor de agua de una cara que -no le
caben dudas- es la de su padre. Siente que se está mirando el rostro desde la cara
de su padre. No hay ningún reclamo en esa cara, sólo una máscara estática con un
rostros que están junto al suyo en el espejo. Reconoce entre el vaho del humo de
agua a las tres mujeres de la casa que están posando reflejadas en el espejo como
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para una foto. La foto lo deslumbra y vuelve los ojos hacia abajo. Sabe que las tres
mujeres que sospecha paradas detrás de él, cuyas caras seguramente siguen
mirándolo desde el espejo, han venido a reclamarle algo. Él hubiese querido que
hubiese querido ganar más tiempo, pero allí estaba la rigurosa mirada del espejo y
atrás las mujeres. Por un eterno instante se queda con la cabeza inclinada, hasta
que lentamente cierra el grifo y deja que el vapor se disipe por completo. Con el
mismo lento cansancio con el que se transporta un rollo de cedro antiguo, Elsar
con la que las mujeres del espejo miraban su propio rostro. Ahora los ojos van a
mirarse a los ojos. Ahora ya no hay espejo ni filtro de vapor. Cuando se da vuelta,
las caras que ve no son las que columbró en el espejo. Karina tiene puesta la malla
de lamé violeta a la silla de ruedas y las tres sonríen con una incontrolable
ansiedad. Elsitar lleva puesto un bonete colorado y hace girar una matraca de
cola con alegría. El viento norte ha dejado de azotar las chapas y por las rutas del
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TRES PATAS
armaban con piedras cubiertas de ropa. No sé por qué siempre los que elegían eran
los mismos, en realidad no eran los mejores pero tenían algo de capataces. El risa
Fonsecato que usaba Sacachispas y el indio Guara que jugaba descalzo. Mientras
estómago con una estampida de hormigas por todo el cuerpo; eso, hasta que uno de
los dos me elegía. Ahí morían los bichos que se habían apoderado de mi cuerpo
flaco y recién entonces podía sentir la caricia del vientito dulzón que
estaba de mi lado, el viento casi me hacía volar. Toda la banda jugaba siempre al
fútbol a las dos en punto en la plazoleta junto al río chico. Éramos como sesenta
porque fuese verdaderamente bueno sino porque era zurdo, pero también alguna
habilidad debo de haber tenido porque me decían tres patas. Mientras la pelota se
movía yo estaba tranquilo porque lo único que me importaba era hacerle un caño al
es mantener la derecha entre las piernas del otro y aguantar todo lo que se pueda,
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esa es la técnica del caño. El otro sabe que no tiene que abrir las piernas y
amenaza, pero sin convicción, entonces ahí es donde empieza la verdadera lucha.
Hay que esperar - como los cazadores -, la víctima intenta quitarte la pelota pero
no se atreve por la inminencia del caño fatal, así que pasa un rato que dura como
mil años. En ese momento ya toda la banda mira y comienzan las burlas y los
que sabe lo que se le viene y no quiere que se lo hagás. Y sí, no hay nada más
asqueroso que dejarte hacer un caño; no sólo por las burlas, sino que se siente una
sensación de hombría violentada. En realidad, para hacer un caño no hay que ser
muy hábil, es una mezcla de descuido y de paciencia. El otro está ahí tratando de
que no se la metás por entre las piernas e intenta un simulacro de quite. Como ya
ha pasado un tiempo que para el reloj de la cancha resulta grosero, los compañeros
entonces se tira a quitármela pero con vacilación. Entonces, chau, abre las piernas
parado y encima con las gambas como túnel. Toco cortito, inclino el cuerpo hacia
un costado y le clavo el caño; después salto como con una garrocha por sobre la
pierna estirada del damnificado y recibo airoso la pelota que pasó limpia y frutal
bajo los testículos impotentes del espantajo que ha quedado desparramado detrás
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mi hermano. En este barrio rastrero, en esta barra de puras arrastradas, Sarrasqueta
es el que más grita cuando me sale un caño. Aunque esté jugando del otro lado, es
el que más se alegra cuando me sale. La felicidad esta del caño es ver la alegría en
sangrando y Sarrasca con un ojo negro. Después pasó algo raro porque cuando
terminó la pelea se abrazaron y me vinieron a saludar los dos y después todos los
demás. Raro, Sarrascutingui –así le digo cuando me burlo de él- es el único que no
me dice tres patas; lo quiero tanto que puedo perdonarle tranquilamente la envidia
que me tiene.
Pero más importante que toda esta guerra de amagues es cuando la pelota está
quieta. Entonces nos juntamos con mi amigo y nos ponemos a hablar del mundial.
Siempre encontramos dos piedras lisitas para sentarnos juntos. Con la boca salada
inmenso.
El proyecto que veníamos rumiando en los entretiempos de los picados del Club
Atlético Ciclón consistía en construir algo que nos llevara al cercano mar de Chile
sólo alejado de Jujuy por la estúpida obstinación de unos andes caprichosos. Pero
telgopor duplicando a ojo las medidas de las alas delta que veíamos por televisión.
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En esas dos piedras lisas de un entretiempo de los partidos siesteros de Ciclón
bañadero, Sarrasqueta prefería hacer puntería sobre una lata con un racimo de
frutos de tártago.
Me encanta esta modorra después del fútbol. Estamos callados tirando piedritas
a cualquier lado. Lo único que se siente es el abejorreo de una mosca verde y cada
tanto el cluiquido de la piedra que corta el agua. Una brisa tranquila me enfría la
transpiración de las sienes y hace que me dé cuenta del ardor de las raspaduras en
la rodilla. Tengo sangre en las dos rodillas pero en la derecha siento una comezón
alevosa y quisiera morderme debajo de la costra que sangra por el contorno. Ahora,
como una sombra, pasa un aroma de pasto nuevo recién cortado. Tengo sed pero
se hurguetea los dedos, después se huele las manos y sonríe con satisfacción. Hace
—No importa, que los pájaros nos lleven a donde ellos quieran, lo que importa es
que nos lleven — le digo a Sarrasqueta mientras voy hasta el agua. Cuando estoy
frente al agua me pasan unas cosas locas. Es que le tengo miedo. Entro tanteando
del bañadero, y es que no puedo resolver el terror que me causa eso de que me
naden anguilas o bagres por entre los pies desnudos y blancos. Jamás me tocó una
anguila pero el sólo hecho de pisar estas piedras frías y resbalosas ya me altera. Por
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eso bebo, pero solamente para convencerme de que cumplí con un propósito.
— ¿No era que tenías sed ?— me dice un Sarrasqueta ahora más amodorrado. —
— ¿Vos creés que se dejó hacer el caño? — Pasan como mil litros de agua del río
y recién contesta.
— ¿Vos creés que aguna vez podré jugar en primera?— le digo, mientras hago un
sapito perfecto con una piedra amarilla perfecta y chata. Otros mil millones de
litros.
— mi mamá debe estar preocupada, ¿la tuya no? — yo sólo sonrío con desgano.
casa ni mamá. Pobre Sarrasqueta, nadie que realmente tenga madre la llama
mamá delante de los amigos. Aparte, todos sabemos que las viejas no se
nadie. Pero es una piedad este silencio, hacemos de cuenta que no le falta nada.
Vaya a saber a dónde se irá hasta que nos veamos de nuevo. Pero no es de
amigo eso de hacerse el boludo, uno de estos días lo encaro y le digo que me
doy perfecta cuenta de que no tiene ni casa ni parientes, y hasta capaz que me
animo a decirle que la señora esa con la que vivo no es mi mamá sino una
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dije mamá. Por eso lo quiero a Sarrasqueta, es que lo entiendo, él no sabe cómo
hermano Sarrasqueta.
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DIARIO QUE NO RECLAMÓ UN TORERO
El Tata Dios no puede ser tan generoso conmigo. Es que no debe ser Dios el
para un coya jujeño que sólo ha viajado en la caja del camión, y no más de tres
de Jujuy a Buenos Aires y otro más grandote de la Argentina hasta aquí, hasta esta
fortaleza redonda de ladrillo, arena y gente valiente y amable; así debe de haber
escucho, sólo pienso en los toros. Es que mi vida son los toros, los toritos, mis
toritos de Casabindo. Cada uno tiene su nombre, les he puesto nombres kechwas
como cuatro años que me deja sacarle la vincha y las monedas de plata sin siquiera
enojado en serio, y como encima debe pesar como noventa kilos la gente se asusta,
pero todo es mentira, mi torito actúa bien y hasta ella se cree que me va a lastimar;
me hubiera gustado que ella pudiera haber visto a los toreros mexicanos y
con la valija y la bolsita para vomitar. Matador, no sé por qué todos me decían
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matador. Nadie me trató tan bien. Me decían torero argentino. Yo, torero argentino.
dijeran argentino me hacía sentir orgulloso; pero eso de torero, era un verdadero
Casabindo nos quedamos paralizados cuando pasa un auto por eso no dejo de
agradecerle a la Virgen. Si todavía me cuesta creer que aquel señor español haya
ido a mi pueblo. Un español en mi pueblo da letra como para hablar seis meses. Y
no sólo que fue, sino que fue a mi casa, saludó a mis padres y preguntó por mí. Por
mí, por el torero argentino. Ese día, cuando volví de pastorear los chivos, mi madre
el pasaje para España y de nuevo el apretón de manos de aquella mano tan calurosa
y española. Y la invitación con esas eses y elles tan españolas para que fuera
(viniera) a Madrid, a Las Ventas. A estas maravillosas Ventas que son como el
cielo. Y a torear. Yo, en Madrid, en Las Ventas, aquí, a torear. Prometo adorarte
Cuando vuelva a mi pequeña comarca ella sabrá que estuve en Las Ventas y que
aquí todo es maravilloso. Han escrito mi nombre en una pintura en la que hay un
abajo mi nombre completo, y después dice torero argentino, que soy yo. El toro
apunta al joven con sus cuernos tiesos, y el joven de traje luminoso controla a la
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bestia de ojos furiosos con un trapito colorado y un sable corto. El toro es más
grande que un tren y el joven está tranquilo, es un chico de veinte o veintidós pero
maravilla. Me han vestido con un traje maravilloso, lleno de luces. El mayoral que
explicarme. Le pregunté dónde debo dejar la vincha con monedas de plata que -si
Bueno, voy a hacer unas últimas anotaciones, querido diario, porque recién
estoy entendiendo. Me lo explicó el mayoral. Hay que matar al toro con una
han dicho que el torito es bravo, la gente es muy amable. Nunca levanté una
espada. Ojalá ella me viera con este traje y con esta plaza. Después voy a seguir
escribiendo porque ahora suena una música y el mayoral tan amable me dice que
es para que entre en la plaza. Ah, escribo el romance que me acompaña desde
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EL CÍRCULO DE AGUA
A Vísitación Ch, in memoriam
LADO A: Hay unos sonidos irreconocibles, como el del choque de unas bolas de
billar, sillas arrastradas entre risas: (...) "- Hace veinte años nadie se hubiera
imaginado que nos pasaría esto. Nada menos que a nosotros, los vecinos de la
ciudad de los dos ríos. Claro, no creíamos en lo de la capa de ozono. Pero al final
acá estamos, el agujero era cierto y el Cerro se quedó sin nieve nomás. Ahora
somos los vecinos de la ciudad entre dos ríos secos. Al principio no nos inmutaron
los dos años de sequía que condenaron a todo el sur del país, "total tenemos la
reserva de agua en el freezer de Los Andes", había dicho el gobernador. Y así
nomás era, la ciudad nunca se quedaba sin agua porque cuando llovía el cerro
seguía lanzando chorros líquidos de agua conservada en madrejones de hielo. Pero
después de dos altos sin que granizara arriba era lógico que la veta de hielo se
hubiera agotado y que las dos vertientes de las que se surtía el pueblo se hubieran
convertido hoy en es dos cauces de piedra, de arena y de sauces acostados.
Es la primera vez en cinco años que alguien se sienta en la mesa de Ítalo
Cholele. Todos lo tienen por un borrachín escenográfico del Café Hispania. Pero
ahora son como seis en la mesa escuchándolo con ojos de huevo duro. Para colmo
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no aceptó ninguna grapa convidada, así que el relato es preciso, admonitorio y
descarnado."
Hay diálogos inaudibles pero parece que sigue hablando el tal Ítalo Cholole,
después de que en la mesa él recordara que se había recibído de Técnico
Metalúrgico: "- Sí, primero hay que acordarse de los billetes marrones de cinco mil
pesos moneda nacional, Ley 18.188, justo detrás del hotel que aparece en esos
billetes marrones está la vertiente"(...)
Otra voz: (...) "- habla como desde el púlpito de la catedral".
Sigue Cholele: "-Bueno, esa finca era de mi abuelo, Don Eleazar Nofretamón
Quiquinto. Era mi abuelo materno hombre bastante agudo, no se crean. Yo soy
criado de mi abuelo Eleazar, ¿ve? -Él me mandó a la Técnica cuando yo vivía con
él. Cuando me recibí, yo quería hacer algo con la vertiente de aguas termales que
quedaba en la casa de mi abuelo, a quince metros de la casa quedaba la cueva de
donde brotaba el agua caliente. Mi abuelo siempre me decía que no le contara nada
a los gringos de la fuente termal. Pero yo ni caso ¿ve?, quería sacarlo al abuelo de
ese rancho de adobe con techo torteado. Cuando nos hacíamos la yuta veníamos
acá a jugar al snooker. Ahí lo conocí al ingeniero Hughes. Mientras hacíamos una
metida por plata, le conté lo de las aguas termales. El ingeniero que siempre me
ganaba, aquella vez perdió por biaba y encima me pagó como cinco ginebras. En
un ratito le conté todo. Al otro día, cuando nos encontrábamos de nuevo en el café,
ya tenía todos los papeles listos, firmé como cincuenta veces y yo mismo me
encargué de que el abuelo pusiera los dedos en la almohadita y en los contratos.
¡Pobre viejo, me miraba con una carita! La empresa ya estuvo funcionando a los
dos meses. Eran unas botellas preciosas con rótulos a dos colores: Agua del Rey,
soda natural fabricada por Cholele y Hughes. Todavía guardo algunas etiquetas.
¡Ganamos de plata, che! Mi socio me llevó a Buenos Aires, ahí era un dandy:
hoteles, mujeres, restaurantes, quilombos. Me quedé a vivir en la capital y me
prendí en el póker. Como a los seis meses le pedí a mi socio que me girara. Se fue
hasta allá y me hizo firmar unos papeles. Chau, viejo, con esas firmas perdimos
todos. Por eso el agua sale hoy lo que sale. Carlos G. Hughes sabe que el agua del
cielo está agotada y que es el único dueño del agua que puede alimentar a la
ciudad, la que brota de las entrañas de la tierra."
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LADO B: No se escuchan las mismas risas, hay como un fondo de campanas (...)
"-Todos sabíamos que después de comprarle la fuente a su socio dejó de tratar el
agua con técnicas de purificación".
El que habla es un tal doctor Barrionuevo: "- Empezó a vender el bidón de cinco
litros de agua natural al mismo precio de la nafta común. Desde aquella época que
no nos bañamos."
Ahora es la voz de un Ingeniero Pérez o Peretz: (…) "-las botellas comenzaron a
salir con otra etiqueta ¿se acuerda?, Agua del Infierno de Carlos G. Hughes,
"tómela o déjela", decía la propaganda. Y bueno, lo que sigue lo sabemos todos.
Carlos G. tiene tres pasiones: leer, acosar a las niñas del pueblo y salir de
campamento. Carlos G. sabe que necesitamos el agua y la cobra precio nafta.
Carlos G. ha conocido las carnes íntimas de muchas mujeres del pueblo a cambio
de unos litros de agua. El dueño de Aguas del Infierno es el único que tiene
camioneta doble tracción, casas en el centro y en Yala; pero también es el único
que se baña todos los días y, en el verano, es el único que nada en una pileta de tres
por cinco. Desde luego que Carlos es el hombre más rico del pueblo porque se ha
quedado con infinitas propiedades y honores adolescentes, sólo porque administra
el agua."
Voz del relator principal: "- Carlos Hughes puede leer todos los libros de aquí
porque son suyos. Leyó Los Evangelios apócrifos, la versión en miniatura del
Cantar de los Cantares, pero no le gusta lo último que ha leído Cuentos de amor de
locura y muerte de Horacio Quiroga. Eso nos lo contó el obispo del pueblo, que
después de cenar en lo de Hughes, se viene hasta el café a hacerse unas partiditas
de dominó con nosotros. Por él sabemos que Hughes ha vuelto hasta la finca
Termas de Reyes, ex - propiedad de don Eleazar Nofretamón Quiquinto, y le ha
pedido que lo lleve hasta la gruta en donde brota el agua. Con su media lengua de
viejo, don Eleazar cuenta que Carlos G. llegó con una niña, una tal Visitación o
Presentación, que no pasaría de los trece - vidita -, y que fue con ellos dos hasta la
cueva del agua. Allí Carlos G. se puso como loco y empezó a hablar solo.
Transcribo lo que me contó don Quiquinto: "Después parece que Hughes pasó por
entro medio de las estalactitas de la cueva y se acostó de espaldas para mirar la
fuente de su fortuna. En ese momento la chica que lo acompañaba quiso acostarse
a su lado e inocentemente tocó un puñal de hielo de los que colgaban del techo de
la cueva. La espada de agua dura se desprendió de la base y cayó. La saeta de agua
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perforó la camisa de seda que cubría el torso de Carlos G. Hughes. El hombre más
rico de la ciudad quedó abroquelado a la tierra por una lanza momentánea que, a
los cinco minutos de tomar contacto con la sangre caliente, se derritió en una
granadina rosada y espumosa. La dura espada de hielo se hizo agua; ¿me entiende?
Se hizo agua. Carlos Hughes murió de agua, ¿me entiende?, murió de agua."3.L
3
No es cierto eso que anda circulando por ahí acerca de que había otra persona en la cueva,
aunque quién sabe. Lo cierto es que la niña ahora descansa en paz y nosotros también, claro.
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LA LECCIÓN
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o de venganza, procuraremos hacer las cosas como las trazó el destino. La pulpería
tiene algo de presagio, el hombre de espaldas tendrá que reaccionar en algún
momento a las burlonas miguitas que desde hace rato le arrojo; cuando lo haga, mi
padre le ofrecerá el cuchillo fatal y saldremos los dos al campo. Lo siento B., no
nos ha unido el amor, quizá me ayuden los caranchos.
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