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Breve reseña a El demonio de la teoría, de Antoine Compagnon

La teoría literaria, afirma Compagnon, «responde necesariamente a una intención


polémica»1, es, pues, esencialmente crítica, contestataria, suspicaz, siempre pendiente
de poner de vuelta lo que le sale al paso, malpensada, quisquillosa, reticente y tanto
más desconfiada cuanto más natural y razonable se presente el objeto de su análisis.
No es de extrañar, por tanto, que entre la teoría y el sentido común las desavenencias
sean la regla más que la excepción; al fin y al cabo, ¿qué es el sentido común sino el
conjunto de presupuestos más equívoco e infundado de todos? Y la teoría, que siempre
alza la mano contra lo implícito, no puede no ver en él a su contrincante, a su enemigo,
a su «demonio». Es más, hasta podría decirse que la teoría no tiene otra razón de ser
que dejar en evidencia nuestras creencias ordinarias. Así pues, todo aquello que el
sentido común, en su empeño por hacer la experiencia literaria más llevadera, intenta
colar bajo la alfombra, he ahí el objeto de la teoría. ¿Y qué es exactamente lo que el
sentido común se empeña en endosarnos? Pues una considerable serie de hipótesis que,
vistas con perspectiva, componen la imagen vulgar de la literatura, o sea, la imagen de
la literatura que hay en la cabeza de todos esos pobres mortales cuyo espíritu, para bien
o para mal —sobre todo para bien—, no se ha elevado a las alturas del panorama crítico.
Estas hipótesis, grosso modo, son las siguientes: la idea de que la literatura es un tipo
de discurso fácilmente distinguible de la lengua ordinaria y cuya función es
entretenernos e instruirnos; la idea de que el significado de un texto equivale a la
intención de su autor; la idea de que la literatura, de un modo u otro, expresa la realidad
(la mimesis aristotélica); la idea de que el lector tiene un rol pasivo en el proceso de
significación de un texto y la idea de que las grandes obras, es decir, los clásicos, tienen
un valor universal, eterno e inmutable que, no obstante, es más fácil de apreciar en su
contexto de producción original (a través de la reconstrucción filológica de dicho
contexto, lo que hace valiosísimas las monografías sobre los autores). Cualquiera que
se halle mínimamente familiarizado con la teoría literaria o la filosofía del siglo XX

1
Antoine Compagnon, El demonio de la teoría: Literatura y sentido común, Acantilado, trad. Manuel
Arranz, Barcelona, 2015, p. 20
habrá notado un doloroso crujido en su interior: es su sentido crítico, que se retuerce
ante la ingenuidad del sentido común. Y es eso, en primer lugar, lo que se propone
demostrar Compagnon; a saber, que la teoría literaria consiste esencialmente en la
revisión crítica de las hipótesis que el sentido común da por supuestas en relación a la
literatura, hipótesis que acabamos de enumerar. Claro que esa no es la única pretensión
de Compagnon, pues, a tal efecto, habría bastado con redactar una historia de la teoría
literaria, de esas que «ocupan a los profesores y tranquilizan a los estudiantes»2.
Compagnon, en cambio, se propone mostrar también los excesos de la teoría, sus
paradojas y contradicciones, sus numerosos episodios de paroxismo, su carácter
demoníaco. Porque la teoría literaria, en su encarnizada querella contra el sentido
común, habría acumulado un superávit de espíritu crítico que la convirtió en un
auténtico demonio3, yendo a parar en hipótesis no ya poco intuitivas, sino francamente
descabelladas, como la célebre «muerte del autor», el controvertido autotelismo
literario de los formalistas, el escepticismo hiperbólico de cierta rama de la
hermenéutica, el ostracismo de la estilística a manos de la lingüística o la expulsión
recíproca de la filología por parte de la crítica y de la crítica por parte de la filología.
Desde luego, no deja de ser mérito de la teoría el haberse dado cuenta de sus excesos;
de hecho, Compagnon, más que exponer a secas las numerosas aporías en las que
gradualmente desembocó la teoría conforme progresaba el siglo XX, se dedica a
mostrar cómo la propia teoría, a través de algunas de sus figuras más importantes,
consiguió reparar en su extravagancia y abjuró de su insensatez. Es el caso, por
ejemplo, de quienes, frente a la supuesta «muerte del autor», han sostenido que toda
lectura presupone, si no una intención «clara y premeditada», sí al menos una intención
de facto; o es el caso también de quienes se han resistido a llevar a cabo una lectura de
Jakobson en que la «función poética» y la «función referencial» deban considerarse
mutuamente excluyentes; o es el caso de Wolfgang Iser, cuya teoría del acto de leer,

2
Antoine Compagnon, El demonio de la teoría: Literatura y sentido común, Acantilado, trad. Manuel
Arranz, Barcelona, 2015, p. 15.
3
Nótese que el título del libro de Compagnon permite dos lecturas; a saber, la del «demonio» como
mero adjetivo de la teoría, y la del «demonio» como propiedad enlazada a la teoría por el genitivo «de»
(siendo por tanto equivalente al sentido común).
si bien concede al lector un rol fundamental en el proceso de significación de los textos,
no deja las obras «completamente abiertas»; o es el caso también de Nelson Goodman,
cuya laxa noción de la sinonimia permite reintroducir la estilística en el seno de los
estudios literarios. Así pues, la relación entre la teoría y el sentido común, más que una
relación basada exclusivamente en la hostilidad y la discordia —como sugerimos al
principio de estas páginas—, sería una relación de amor-odio. En efecto, porque la
teoría, cuando la animadversión que guarda por la ingenuidad del sentido común le
lleva a cebarse («muerte del autor», autotelismo literario, escepticismo hermenéutico,
etcétera), suele terminar compadeciéndose, al punto de remar en dirección opuesta
(intención de facto, reintroducción del referente, teoría del acto de leer, etcétera). En
definitiva, la razón de ser de la teoría literaria, más que la mera oposición al sentido
común, es un sempiterno tira y encoge: a veces concede más y a veces menos, a veces
se permite ser más excéntrica y otras veces no tanto. Lo importante, en todo caso, a
juicio de Compagnon, es mantener viva la llama crítica, la tensión teórica: «Del proceso
entablado contra el autor, contra la referencia, contra la objetividad, contra el texto,
contra el canon, se desprende una lucidez crítica renovada»4. En otras palabras,
mientras la teoría permita a los lectores aproximarse críticamente a los textos, es decir,
atenta y concienzudamente, podemos perdonarle sus excesos. Esto significa, a su vez,
que la teoría literaria, al margen de sus aciertos y de sus fallos, al margen de sus
genialidades y sus delirios, al margen, en suma, de su valor de verdad, tiene una
finalidad epistemológica fundamental, como crítica de la crítica en su sentido más
amplio; cosa que, desde luego, no es baladí, pues, «Como la democracia, la crítica de
la crítica es el menos malo de los regímenes, y aunque no sepamos cuál es el mejor, de
lo que no tenemos duda es de que los otros son peores»5. En conclusión: la teoría
literaria vive a costa de una endemoniada batalla de concesiones mutuas contra el
sentido común, y aunque a menudo se le vaya la mano, conviene cultivarla, toda vez

4
Antoine Compagnon, El demonio de la teoría: Literatura y sentido común, Acantilado, trad. Manuel
Arranz, Barcelona, 2015, p. 309.
5
Ibid. p. 312
que garantiza la subsistencia de nuestra estimada tradición crítica, que es el «menos
malo de los regímenes».

Esa es, en esencia, la idea que alienta tras El demonio de la literatura; y es tan
convincente en todos sus argumentos, que uno no puede por menos de asentir
complacido al finalizar cada uno de los siete capítulos que componen el libro. No
obstante, hay un par de puntos en los que Compagnon, sin duda, podría haber sido más
claro. El más molesto de todos, posiblemente, es el de la ambigua posición que ocupa
el meta-crítico respecto a la teoría literaria en su conjunto. Veamos, Compagnon
asegura, por un lado, que la teoría literaria «protesta siempre contra lo implícito», que
es «el moscardón, el protervus de la escolástica»6, que no se casa con nadie y que
guarda un incorregible recelo por todo aquello que le sale al paso, poco más o menos
como un detective en una escena del crimen muy sugestiva. No obstante, también
afirma que la teoría literaria, como toda epistemología, «es una escuela de relativismo,
no de pluralismo, ya que no es posible no escoger. Para estudiar la literatura, es
indispensable tomar partido». ¿En qué quedamos? ¿Es posible o no es posible ejercer
el rol neutral del protervus? Dudar absolutamente de todo, incluso del propio valor de
la duda, ¿supone o no supone tomar partido? Se trata de un asunto desconcertante. Uno
creería, a juzgar por la distancia con la que Compagnon habla de todo —llegando a
manifestar su admiración por hipótesis que considera rematadamente falsas, lo que
siempre es indicio de gran salud filosófica—, que estamos realmente ante el protervus
definitivo de la escolástica, ante el abogado oficial del diablo, y que es tan agudo el
espíritu crítico de nuestro autor, tan implacable, que no es posible adscribirlo a ninguna
corriente teórica en particular. Por eso desconcierta su insistencia en la «toma de
partido» que supuestamente entraña toda aproximación a la literatura. Quizá el
problema —nos atrevemos a barruntar— es que Compagnon mezcla sin mucho
cuidado el nivel de la mera lectura crítica con el nivel de la metacrítica teórica. Veamos,
toda lectura, ciertamente, implica dar por supuesta una serie de hipótesis teóricas; por

6
Antoine Compagnon, El demonio de la teoría: Literatura y sentido común, Acantilado, trad. Manuel
Arranz, Barcelona, 2015, p. 23.
ejemplo, la unidad intencional, el rol pasivo o activo del lector en la significación del
texto, el papel autotélico o referencial de la literatura, etcétera. No obstante, si uno pasa
de preguntarse por el texto a cuestionarse por su propio modo de aproximación a la
literatura, o sea, si pasa de hacer crítica a hacer metacrítica, ¿qué postulados teóricos
suscribe en particular? Posiblemente ninguno, ya que el escepticismo metacrítico del
protervus consiste precisamente en cuestionarlo todo, incluso el valor de la propia
duda. Eso por una parte. Por otro lado, también se le puede recriminar a Compagnon
que en nombre del sentido común haga ciertos reproches a la teoría literaria que de
sentido común, francamente, tienen poco. Es el caso, por ejemplo, de la crítica que
lleva a cabo del criterio hermenéutico de la diferencia, introducido por Hans-Robert
Jauss. El sentido común, afirma Compagnon, no tarda en advertir que «la estética de la
recepción, como la mayoría de las teorías con las que nos hemos encontrado hasta
ahora, erige un valor extraliterario, en este caso la negatividad [también conocida como
diferencia], en universal a través del cual pretende hacer pasar toda la literatura» 7.
Ahora bien, por mucho que la «negatividad» pueda estar asociada a la estética
modernista y por mucho que a Compagnon le parezca que Jauss, al hablar de
«diferencia», comete el sempiterno error de erigir un valor presente en valor universal,
lo cierto es que la negatividad sí tiene algo de absoluta. No desde el punto de vista
estético, claro, pero sí desde el punto de vista histórico; y el sentido común está
completamente de acuerdo, pues, ¿qué es la Historia sino el relato de los cambios? ¿Y
qué es el relato de los cambios sino el relato de las diferencias? Preguntarse si una
historia de la literatura debe ser una historia de la continuidad o de la negatividad es de
todo punto absurdo, y no se ajusta en lo más mínimo al sentido común. Porque solo
puede haber Historia de lo diferente, de lo negativo, de lo que destaca. Desde luego,
Compagnon tiene razón al afirmar que Jauss toma como principio de su estética
histórica un valor extraliterario; pero es que la propia disciplina de la historia literaria
es en sí misma extraliteraria. Al historiador de la literatura no le compete determinar si
es justo o no, por ejemplo, que una novela haya recibido tal o cual premio, o si tiene

7
El demonio de la teoría, p. 258
mayor valor estético la obra de fulano que la de zutano. El historiador, sencillamente,
tiene que dar cuenta de los cambios, o sea, registrar los elementos que destacan. Si
tales elementos sobresalen gracias a virtudes internas del texto o a elementos externos,
eso es harina de otro costal. ¿Significa esto que el historiador debe ser un mero
funcionario de los hechos, sin una sola pizca de espíritu crítico? En absoluto. Porque,
en la mayoría de los casos, la negatividad del texto, su diferencia, estará íntimamente
relacionada con sus virtudes y defectos literarios, de modo que conviene que el
historiador no sea completamente indiferente a este respecto. Una distinción que podría
arrojar algo de luz sobre este asunto tan turbio es la que hace Schopenhauer en el tercer
libro de El mundo como voluntad y representación entre el «significado interno» de
una obra y su «significado externo». Dice Schopenhauer:

Ante todo se debería reparar en que el significado interno de una acción es enteramente
distinto del externo y que a menudo marchan por separado el uno del otro. El significado
externo es la importancia de una acción con respecto a sus consecuencias para y en el mundo
real, o sea, según el principio de razón. El significado interno es la hondura de la penetración
en la idea (…) Solo la significación interna vale para el arte; la externa vale en la historia.
Ambas son plenamente independientes una de otra, pueden aparecer conjuntamente, pero
también darse cada una por su lado (…) También pude la significación interna seguir siendo
exactamente la misma con muy diversa significación externa; así, por ejemplo, para la
significación interna da igual si los ministros se disputan tierras y pueblos sobre los mapas o
los granjeros quieren probarse mutuamente su derecho sobre juegos de cartas y dados; al igual
que es indiferente si se juega al ajedrez con piezas de oro o de madera8.

Pues bien, como señala Schopenhauer, es posible que un fenómeno de escasa


significación interna, o sea, de escaso valor artístico, tenga, sin embargo, una enorme
significación externa en el devenir histórico del arte. Es el caso, por ejemplo, de
Pushkin, el gran poeta ruso. No porque su obra carezca de valor artístico, desde luego,
pues se trata, sin lugar a dudas, de uno de los grandes; pero si Pushkin es considerado

8
El mundo como voluntad y representación, §48, pp. 436-437.
el padre y el máximo exponente de la literatura rusa por encima de Tolstói y
Dostoievski, es, ante todo, por la enorme significación externa de su obra, que ejerció
una influencia definitiva en las siguiente generación de escritores rusos,
incomparablemente más grande a la que pudieron ejercer en nadie Tolstói o
Dostoievski. O sea, que Pushkin, aunque ninguna de sus obras en particular pueda
equipararse a Guerra y paz o Los hermanos Karamázov, debe ocupar igualmente su
lugar en los anales de Historia de la literatura, ya que a la Historia, por encima de todo,
le interesa registrar las fuentes de cambio, y no ha habido en la literatura rusa mayor
fuente de cambio que la obra de Pushkin. En conclusión, el criterio de la negatividad
de Jauss, contrario a lo que sostiene Compagnon —supuestamente en nombre del
sentido común—, no es un criterio entre muchos, sino que se trata de la descripción de
la esencia misma del dinamismo histórico, ya que el presupuesto fundamental de la
Historia es que ciertos fenómenos tienen mayor importancia que otros, o sea, que
ciertos hechos destacan, se diferencian9. Por lo demás, El demonio de la teoría no solo
es un excelente sumario de los aciertos y desaciertos de la teoría literaria a lo largo y
ancho del siglo XX, sino que es por derecho propio un libro que incita enormemente a
la reflexión teórica, cosa que en un manual es más rara que el jade.

9
«Solamente llegan a ser históricos los hechos pasados que de alguna manera influyen, permanecen o
perduran en el futuro», Guillermo Fraile, Historia de la filosofía, BAC, Madrid, 2022, p. 66.

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