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Rubén dejó de reír. Frunció el ceño ante esa pregunta. La conversación, al parecer, se
había tornado seria, y aunque estuviera en ese estado en que todo le parecía gracioso,
sabía lo que le había preguntado. Pero no sabía qué responder.
Ahora Blue Sunday sonaba al fondo y cada vez más alto. Las risas y gritos de los demás
eran también más fuertes. Respondió lo primero que se le vino en la cabeza:
—No lo sé.
Rubén sabía sobre lo que Dominique había preguntado. Vagamente recuerda a Jordi, un
amigo suyo, hablarle sobre ese tema.
—¿Y nunca pensaste que pudiste haber tenido una vida pasada?—Volvió a preguntar —
¿Qué haya sitios y personas que te suenan de haberlos visto alguna vez, pero que nunca
en tu vida los visitaste o conociste?—Rubén no dijo nada—Creo que me pasa contigo.
Rubén no contestó, sonrío y le dio un apretón en la mano para que continuará hablando.
—Es decir, cuando te vi inmediatamente pensé que eras un incauto, pero cuando te
conocí...—sus palabras se quedaron suspendidas en el aire—Sentí que estábamos
predestinados, ¿sabes? Y cuando sientes eso, creo que es porque ya quisiste a esa
persona, en algún pasado, aunque no lo recuerdes.
Cuando terminó de decir eso, Rubén no supo que responder. La escuchaba, totalmente, y
entendía todo lo que decía, pero seguía sin saber qué decir.
El muchacho rodó por la hierba y se posicionó entre sus piernas. Ella seguía mirando al
oscuro cielo y él le tapó la vista a la luna. Dominique rodeó su espalda y levantó un poco
su camiseta y comenzó a acariciarlo. Rubén escondió su rostro en el cuello de la chica y
cerró los ojos. Dominique, otra vez, podía ver la luna.
—Creo que me encontraste en el universo correcto.— Comenzó otra vez ella rompiendo el
silencio entre ellos—Puedo vernos en la antigua Grecia, en los maravillosos 70 o en la
Edad Media. Y somos felices, como ahora.
Un silencio se hizo entre los dos que pareció durar horas. Cuando terminó de hablar,
Rubén pensó que estaba borracha como una cuba. Pero también que Dominique había
dicho esas palabras con sentimiento y sinceridad, y él las sentía. No obstante, su idiotez y
su estado no le permitían responderle como era debido. Tanto que había imaginado tener
conversaciones imaginarias con ella, y cuando llegaba el momento se quedaba callado.
Quizás lo que ella le había dicho fuera cierto. El Universo era un sitio muy misterioso y lo
que sentía por Dominique era tan real que no le asustaba. Si la reencarnación era cierta,
puede que la quisiera hace mucho tiempo atrás, cuando todo no era tan difícil. El
pensamiento de ese concepto lo volvía loco y lo quería rechazar, y a la vez lo atraía y le
DE PEQUEÑOS TODOS MATAMOS HORMIGAS
hacía ver las cosas más claras. Quizás fuese el alcohol, la noche o la misma luna que lo
hacían sentir de esa manera.
Rubén entonces le invadió un deseo de contestar a todo el discurso que ella había soltado.
Y lo hizo dando una respuesta arriesgada y con algo invadiendo todo su ser. Sintió como
ese sentimiento que sentía por ella iba creciendo y se iba extendiendo por todo el cuerpo,
que iba desde el pecho e iba avanzando por sus extremidades, pelvis, cabeza... Finalmente
pronunció esas palabras que tanto se había guardado y comenzaban a quedarse
estancadas en su garganta:
—Te quiero.
Sonó como un susurro del viento, como un aullido a la luna, como un secreto y como un
gran error.
Dominique lo escuchó, pero no le respondió. Solo lo besó.
La voz de Jim Morrison había callado, las luces se habían apagado y las risas y gritos de los
cinco adolescentes habían cesado. Estaban agotados, el día se iba acercando y la
borrachera se les iba yendo. El resto de la manada se acercó a los dos lobos solitarios, que
ahora habían cesado sus besos cuando la música se había apagado. Todos se tiraron en el
pasto, formando un círculo. Algunos de ellos, poco a poco se iban durmiendo,
prometiéndose a si mismos que nunca, en sus vidas, volverían a beber. Otros, entre ellos,
se iban pasando un porro. Cuando llegó a las manos de Rubén, tomó una calada mientras
fruncía el ceño a la Luna. Se sentía extraño por el silencio de Dominique, ¿por qué no se lo
había devuelto? Aun así decidió olvidarlo por esa noche, a sabiendas que horas más tarde
no lo recordaría.
Tomó otra tercera calada y lo paso al compañero. Las risas y murmureos de sus amigos
sonaban cada vez más lejanos. Los ojos se le iban cerrando, no obstante, no apartaba la
vista de la luna. Lentamente iba cayendo, cayendo y cayendo...
Mientras soltaba la última calada de su boca, susurró:
—El último en morir que apague la luna.