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Juan Eslava Galán nació en Arjona (Jaén) en 1948. Se


licenció en Filología por la Universidad de Granada y
posteriormente estudió en el Reino Unido. En 1983 se
doctoró en Filosofía y Letras. Historiador, ensayista y
traductor, ha publicado sus trabajos en diversas revistas
especializadas.
Entre sus obras cabe destacar los ensayos Roma de las
Césares, Verdugos y torturadores, Historia secreta del sexo
en España, La inda amorosa en Roma (los tres últimos
publicados por esta editorial), El sexo de nuestros padres,
Tartessos y otros enigmas de la historia, Cleopatra, la
serpiente del Nilo, Julio Cesar; el hombre que pudo reinar,
Historia de España contada para escépticos y El fraude de la
Sábana Santa y las reliquias de Cristo; las biografías
noveladas Yo, Aníbal y Yo, Nerón, y las novelas En busca del
unicornio (Premio Planeta 1987), El comedido hidalgo
(Premio Ateneo de Sevilla 1994) y Statio Orbis.
El contenido de este libro no podrá ser
reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo
permiso escrito del editor. Todos los derechos
reservados.
Colección: Historia
©Juan Eslava Calan, 1997
© Ediciones Temas de Hoy, S.A. (T.H.), 1997
Paseo de la Castellana. 28. 28046 Madrid
Fotografía de cubierta: vasija decorada con figuras
rojas, museo de Tarquinia. (Archivo Oronoz.)
Diseño de colección: Rudesindo de la Fuente
Primera edición: septiembre de 1997
ISBN: 84-7880-869-8
Depósito legal: M-28.174-1997
Compuesto en EFCA, S.A.
Impreso en Talleres Gráficos Peñalara, S.A.
Printed in Spain - Impreso en España
 
Hace dos mil quinientos años, un pueblo de
labriegos y marinos inventó la democracia y el
deporte, el teatro y la parranda, la filosofía y las
sandalias; a los griegos les debemos también muchas
otras conquistas sin las cuales no seríamos lo que
somos. Pero, además, los griegos descubrieron el
amor en todas sus formas: la philia, el cariño, el
rescoldo más o menos vivo que subsiste en la pareja
después de que la breve llamarada del éros se haya
extinguido la igualdad de hombres mujeres ante una
legítima relación homosexual... -
Con el rigor y el apoyo documental de un erudito,
pero también con la gracia y el desenfado que son
rasgos de su estilo y hacen tan amena la lectura de
sus obras, Juan Eslava Galán revive en las páginas de
este libro los usos amorosos de una civilización tan
vigorosa y creativa que aun muchos siglos después
de su ocaso sigue siendo punto de referencia para los
hombres y mujeres de Occidente.
 
El autor agradece a su buen amigo el profesor Mariano
Benavente y Barreda la revisión del texto y las valiosas
sugerencias con las que lo ha enriquecido.
 

Índice
Introducción. La tierra de los dioses desnudos.
Capítulo I. La cultura del hedonismo
Mercaderes y artistas
La ciudad y sus gentes
Baños y palestras
Capítulo II. Los cuerpos gloriosos
El culto al cuerpo
Vestida para conquistar
El tocador de Afrodita
Capítulo III. El descubrimiento del amor
El hijo de Afrodita
Enamorarse es cosa de mujeres
Capítulo IV. La pederastia, una institución bajo
sospecha
El pecado griego
Pintadas en el templo
Capítulo V. Amantes del mismo sexo
La edad del mancebillo
El complicado cortejo
Las procaces vasijas
Cuestión de longitud
El amor perfecto: efebo o mujer
El mundo gay
Safo y las lesbianas
Capítulo VI. Madres o cortesanas
Pierna quebrada
La misoginia griega
Capítulo VII El denostado matrimonio
El deber de engendrar guerreros
Evolución del matrimonio
Vamos de boda
Los hijos
El siglo del cuerno
Capítulo VIII. El convite y la fiesta, una
oportunidad para el sexo
El simposio
Dioses y diosas. Los festivales del amor
Capítulo IX. Polvos mágicos
La celestina
Los atajos del amor
Los anticonceptivos
Capítulo X. Los pecados de la carne
La práctica del sexo
Masturbación y felación
Las perversiones y los tabúes
Castrados e infibulados
Capítulo XI. El amor pagado
De criada a hetera
La prostitución sagrada
Putas humildes
La cosmopolita Alejandría
Las bien pagas
Escuela de seductoras
La bella codiciosa
Galante galería
Las cortesanas del Renacimiento
Putos y chaperas
Epílogo. La herencia griega
Bibliografía
Notas
Introducción-La tierra
de los dioses desnudos
Hace dos mil quinientos años, un pueblo de labriegos y
marinos inventó la democracia y el deporte, el teatro y la
parranda, la filosofía y las sandalias. También inventó otras
muchas cosas sin las cuales no seríamos lo que somos, ni
existiría Europa ni civilización occidental. Lo que más les
costó fue inventar el amor.
Usted, lector, y yo, seguimos siendo griegos. Los pálidos
y luminosos espectros de aquellos sujetos fallecidos hace
milenios nos acompañan con terca insistencia y presiden
nuestros diarios afanes. Cuando hablamos de las medidas
draconianas propuestas por el Gobierno estamos evocando
a Dracón, un severo legislador ateniense del siglo VII;
cuando hablamos de un régimen espartano aludimos a la
vida dura y disciplinada de una ciudad griega, Esparta; por
el contrario, llamamos sibarita a la persona regalada y
refinada sin reparar en que la palabra alude a Síbaris,
colonia griega en el sur de Italia cuyos habitantes eran tan
cómodos que dormían en lechos de pétalos de rosa y tenían
prohibidos los gallos para que no los despertaran demasiado
temprano. Del mismo modo, cuando decimos platónico
señalamos las enseñanzas del filósofo ateniense Platón.
Para nosotros someter a alguien al ostracismo significa
condenarlo al destierro político. Entre los atenienses el
ostracismo era una institución: las personas non gratas
podían ser desterradas durante diez años sólo con que seis
mil ciudadanos escribieran su nombre en otros tantos
tiestos de vasija (óstrakon). Piense el lector que ese rechazo
ciudadano, trasplantado a nuestros días, supondría que, por
ejemplo, un capo de1 narcotráfico que ha escapado a la
justicia con argucias legales podría no encontrar dónde
establecerse si los ciudadanos de cada lugar lo sometieran
al ostracismo.
Grecia es una península festoneada de islas, golfos,
bahías y ensenadas. El trazado de la costa es tan sinuoso
que ningún punto del interior dista más de setenta
kilómetros del mar. El aislamiento impuesto por esta
tortuosa orografía, sumado al acendrado amor a la libertad
que caracteriza a los griegos, determinó que los habitantes
de aquellas tierras nunca constituyeran una nación en el
sentido que hoy damos al término. Grecia, mientras fue
libre, nunca pasó de ser un complicado mosaico de
autonomías, las llamadas ciudades-estado, unas más
importantes que otras, cada cual celosa de su territorio, sus
leyes y sus costumbres. Esta fragmentación política no
facilita la tarea del historiador, ni siquiera la del historiador
del amor, pero la dificultad se acrecienta si tenemos en
cuenta que la historia de los antiguos griegos abarca casi
milenio y medio y que en este dilatado espacio de tiempo
las costumbres amorosas de las diferentes ciudades-estado
evolucionaron mucho. Hecha esta aclaración, el lector debe
saber que la imagen de Grecia que vamos a ofrecer en este
libro corresponde preferentemente a Atenas, la ciudad-
estado que más ha influido en la cultura latina (que es la
nuestra), la que alcanzó más altas cotas de civilización,
especialmente en su Siglo de Oro, el llamado siglo de
Pericles, el V a. C. También, inevitablemente, sabemos más
del amor de los griegos de las clases acomodadas que del
de los pobres. Éstos, a pesar de ser más numerosos, dejaron
menos rastro literario o arqueológico.
Capítulo I
La cultura del
hedonismo
 

Mercaderes y artistas
Es costumbre distinguir tres periodos principales en los
casi mil quinientos años que abarca la historia de los
antiguos griegos; una protohistoria a veces lúgubremente
llamada periodo oscuro, que abarca desde los remotos
orígenes hasta el siglo VIII a. C; un periodo arcaico, entre el
800 y el 480 a. C, y un período clásico, entre el 480 y el 323
a. C.
En la protohistoria, los principales hitos son la civilización
micénica, la guerra de Troya y la invasión doria (1100 a. G).
En el periodo arcaico, los griegos se lanzan a fundar
colonias y a buscar mercados y proveedores por todo el
Mediterráneo. El periodo clásico abarca la derrota de los
invasores persas y el nacimiento de la democracia
ateniense (así como la grandeza del estado militar de
Esparta). Hay, finalmente, un periodo helenístico o
decadente que se prolonga desde el 323 a. C. hasta el
declive de Grecia, ya convertida en provincia del Imperio
romano, en los primeros siglos de nuestra Era.
Naturalmente, las fechas propuestas son orientativas, pero
servirán para hacernos una idea de los cambios sociales que
vamos a describir.
La cultura griega no se limitó a la península y a sus islas.
La tierra era pobre y la población, que no dejaba de crecer,
no podía mantenerse con un puñado de bellotas y media
docena de sardinas. Muy pronto la superpoblación obligó a
los griegos a emigrar (como los obliga hoy; casi un tercio de
ellos reside en el extranjero). Los habitantes de las ciudades
superpobladas se echaron al mar y fundaron colonias por
todo el ámbito mediterráneo: en las islas, en Asia Menor, en
Italia, en Francia y en España (Ampurias). En todas partes
exportaron el modelo griego de sus ciudades de origen, su
urbanismo, su organización social y política, su cultura y sus
creencias. En todas partes el ciudadano procuraba
enriquecerse y aspiraba a una existencia libre de cuidados;
en todas partes, el que podía, adquiría esclavos que le
hicieran el trabajo, lo que le dejaba tiempo para dedicarse a
la vida contemplativa y al deporte, a la especulación
filosófica y a la conversación con los amigos, a los
banquetes y al sexo.
Atenas brilló tanto que su esplendor ofuscó al resto de la
constelación griega. La potente capital del Ática se erigió en
modelo de sus hermanas, especialmente cuando se puso a
la cabeza de todas ellas en la empresa nacional de derrotar
a los invasores persas (que la destruyeron en 480 a. C). Al
prestigio de la victoria se sumaron las otras cualidades que
garantizaban la hegemonía de Atenas: estaba
espléndidamente situada en el centro de una fértil región
densamente poblada, contaba con un puerto muy
importante (El Pireo) y sus instituciones políticas le
permitían sacar gran provecho de todas estas ventajas.
Después de la victoria, Atenas vivió su mejor época bajo el
sabio gobierno de Pericles.
Hoy la aldea global que pretende ser el mundo tiende a
imitar el modo de vida de la potencia hegemónica, el modo
de vida americano, incluidos jeans y hamburguesas. En el
mundo griego ocurrió algo parecido. Las otras ciudades
copiaron el modelo ateniense. Lo ateniense, su arte y su
pensamiento, su política y su comercio, ganó tal prestigio
que se erigió en paradigma cultural de la comunidad, el
modelo que luego Alejandro Magno exportaría a los confines
de Asia y que posteriormente, en la época helenística, los
romanos, grandes admiradores y razonables imitadores de
la cultura griega, acabarían de divulgar por todo su imperio.
Atenas estaba consagrada a la virgen Atena (o Atenea),
en cuyo templo, el Partenón (departhénos, «virgen»), el más
importante de la ciudad, situado en lo más alto de la
Acrópolis, se veneraba la sagrada imagen de la diosa, una
talla de madera chapada en oro y marfil y ataviada con
ricas vestiduras, como cualquier Virgen de los pueblos
mediterráneos actuales.
Había en el panteón griego cientos de dioses más o
menos importantes, prácticamente un dios para cada
actividad humana. Cada cual tenía su historia, a veces
sorprendente y tan interesante como una buena novela, y
su parcela específica de actuación, algo parecido a los
patronazgos de los santos que constituyen el equivalente
cristiano de aquellos dioses (y una forma encubierta de
politeísmo). Sobre todos los dioses estaba Zeus, casado con
Hera, a la que no perdía oportunidad de ser infiel. En el
rango inferior había docenas de divinidades, pero las más
importantes eran Afrodita, la diosa del amor; Ares, el dios de
la guerra; Atena, la de la inteligencia, y Apolo, el de la
medicina, la salud y las artes. Afrodita y su hijo Eros, el
amor, a menudo se asociaban con Pheitó, la persuasión.
Cuando un dios se unía sexualmente a un mortal, lo cual
ocurría con cierta frecuencia, el resultado era el nacimiento
de un héroe o semidiós, participante de las dos naturalezas.
El héroe más famoso fue Heracles, es decir, Hércules.
Los griegos honraban a los dioses ofreciéndoles exvotos
y sacrificándoles animales. También organizaban en su
honor juegos y festivales. Las competiciones deportivas de
los juegos olímpicos, por ejemplo, no eran sino una manera
de honrar a Zeus en su santuario de Olimpia. De este modo
la religión suministraba un excelente pretexto para que
gentes de distintas ciudades se encontraran en un espacio
común y se enzarzasen en actividades lúdicas, lo que
anudaba lazos y alentaba a la amistad y al conocimiento
mutuo a pesar de la inhóspita geografía.
La cultura griega es un canto a la vida, especialmente al
amor y a la sensualidad. Suponía el filósofo Empédocles
que, en los tiempos más remotos, la humanidad sólo
veneraba a la diosa del amor y estaba tan libre de
hipocresía que las leyes parecían hechas para que el
individuo disfrutara de la vida, no para amargársela. «La
propia naturaleza exige que obtengamos el máximo placer
de la vida», señalaba Poliarco. Para Píndaro, primero hay
que buscar la felicidad y en segundo lugar la reputación
(Pítica, I, 99). Otro griego ilustre, Teognis (255-256), pone en
primer lugar la salud y en segundo lugar «conseguir lo que
uno ama», un deseo que, por cierto, estaba inscrito en el
vestíbulo del santuario de Leto en Delfos. En cualquier caso,
el erotismo franco e inocente ocupaba un espacio
fundamental en la vida del griego y la sexualidad constituye
una de las claves para entender el pensamiento y la vida de
aquel pueblo.
La cultura griega es fundamentalmente hedonista, como
todas las de los pueblos pobres que no se resignan a serlo.
Cuando banqueteaban, los griegos cantaban una
cancioncilla; «Lo primero es la salud; lo segundo, la belleza;
lo tercero, la riqueza, sin engañar a nadie; lo cuarto, ser
joven entre los amigos.»1
Muchos griegos se sabían de memoria el epitafio,
evidentemente apócrifo, del rey asirio Sardanápalo: «He
sido rey desde que vi la luz del sol: he comido, bebido y
homenajeado a los placeres del amor, sabiendo que la vida
del hombre es breve y sujeta a mucho cambio y
desventuras y que otros alcanzarán el beneficio de lo que yo
deje detrás de mí. Por este motivo no dejé pasar un día sin
vivir de este modo.»2 Más brevemente exponía su filosofía
de la vida el gran rey en la inscripción de una de sus
estatuas: «Come, bebe, ama, que todo lo demás es nada.»
Es quizá una visión de la vida algo desconcertante para los
que nos hemos educado en el desprecio cristiano de los
placeres del mundo y en la exaltación del sacrificio y del
ascetismo. Los griegos, por el contrario, no tenían ni
siquiera una palabra similar a la nuestra «pecado». Su idea
del bien y del mal se ajustaba estrictamente a los delitos
contra el derecho individual o las leyes del Estado, después
de valorar lo que puede ser injusto para el prójimo o para la
comunidad. Fuera de eso, cada cual podía disponer a placer
de su cuerpo. Masturbarse o fornicar no era malo. El
adulterio, la violación y la corrupción de menores sí lo eran.
La pederastia con una pareja mayor de doce años se
consideraba una forma de amor no sustitutoria o enemiga
del matrimonio, sino como una etapa previa.
Come, bebe y ama parece estar presente, en ese preciso
y conveniente orden, en las conclusiones de Hesíodo
{Trabajos y días, 582-588) cuando advierte que en la
estación seca «las cabras están más gordas, el vino está en
su punto, las mujeres más receptivas, pero los hombres más
flojos porque el calor les reseca la piel». No obstante, como
lo uno ayuda a lo otro, buena comida y buen vino dan
fuerzas para cumplir debidamente.
Este gusto por la vida y sus placeres pudo ser exagerado
en ciertas comunidades especialmente jaraneras. Ateneo
(XII, 526b) asegura que muchos habitantes de Colofón,
colonia griega de Asia Menor, nunca habían visto una aurora
ni un crepúsculo porque «cuando amanece están todavía
borrachos y cuando anochece ya están borrachos de
nuevo».3
Existían, por supuesto, actitudes ascéticas de desprecio
por la sensualidad, y en Grecia se elogiaba la fortaleza
moral de los que las adoptaban, si bien tal proceder no
concitaba unánime admiración. «Considera, amigo mío,
todo lo que implica ser bueno (sophronein) y todos los
placeres que te vas a perder: muchachos, mujeres, juegos
del kóttabos, buena comida, bebida, diversión. ¿De qué
sirve vivir si pierdes todo esto?» (Aristófanes, Las nubes,
1071-74).
El amor sensual, el éros, constituía para el griego la
mayor felicidad del hombre sobre la tierra. Amor y belleza
eran los más altos ideales y, como tales, podían estar
destinados a una minoría. En su libro Sobre el placer,
Heraclides el Póntico, discípulo de Platón, sostiene que la
lujuria es el premio de las clases dirigentes, mientras que a
los pobres y a los esclavos les queda trabajar mucho. Esta
filosofía fue cálidamente celebrada por ciertos gobernantes.
Demetrio de Falero, que durante muchos años rigió Atenas,
organizaba «secretas orgías con mujeres y nocturnos
amores con jovencitos; el hombre que promulgaba leyes
para los demás y actuaba como el guardián de sus vidas
reclamaba para si la mayor licencia. También se
enorgullecía de su aspecto personal, teñía su pelo de rubio y
se maquillaba el rostro. Quería ser guapo y causar buena
impresión a todo el que lo conociera».4 Un retrato que
podría aplicarse a más de un político de nuestro tiempo.
 

La ciudad y sus gentes


Las ciudades griegas, nacidas del agrupamiento de
aldeas agrícolas, nunca perdieron la impronta de su origen
rural. No eran muy grandes, como mucho de veinte o treinta
mil habitantes, el tamaño justo para que todo el mundo se
conociera. El ciudadano podía controlar la ciudad y la ciudad
podía controlar al ciudadano.
A la ciudad acudían los campesinos de su territorio, y aun
los de los territorios vecinos, a comprar y vender, a votar, a
demandar justicia o a participar en las grandes festividades
religiosas, según fuera el caso. La rivalidad entre ciudades
limítrofes estimulaba el embellecimiento de los espacios
urbanos con ágoras, campos de deportes, templos y
columnatas.
Ya hemos dicho que la ciudad modélica de Grecia era
Atenas, de la que otras muchas copiaban. Atenas era más
bella de lejos que de cerca. De lejos, entre las dispersas
arboledas, bajo el cielo luminoso y azul, brillaban los
hermosos templos de la Acrópolis, sobre su cerro amesetado
y circundado por sólidas murallas. Antiguamente, la
Acrópolis había sido un maloliente dédalo de chozas que los
persas incendiaron cuando conquistaron la ciudad. Sobre la
explanada resultante los atenienses construyeron, con muy
buen criterio, los grandes templos y monumentos que
debían prestigiar a la ciudad.
Atenas era más grande por sus ciudadanos que por su
urbanismo. A los pies del cerro se extendía el caos
urbanístico, un amasijo de callejas retorcidas que se
adaptaban a la irregular configuración del terreno. La calle
mayor, las Panateneas, atravesaba el agora del Cerámico y
se prolongaba en la Vía Sagrada que conducía al santuario
de Eleusis. Las Panateneas cortaban diagonalmente la
ciudad dejando a un lado los edificios públicos y al otro los
mercados, los talleres y las tiendas.
Había en Atenas barrios residenciales y suburbios. En los
barrios pobres, que eran los más, la gente se hacinaba en
cabañas miserables de barro y paja alineadas en medio del
mayor desorden. Luego estaban los sectores artesanos,
donde el fragor de los talleres y los olores de las tenerías
hubieran molestado a otros vecinos más conciencia dos con
los problemas de la contaminación ambiental. Solamente en
los sectores más acomodados la existencia de letrinas y
retretes facilitaba la vida de unos pocos, pero la mayoría de
los ciudadanos, incluso las damas de medio pelo con
posibles, cuando tenían que cumplir ciertas necesidades
fisiológicas, se levantaban la enagua en el corral, entre
atentas gallinas y expectantes cerdos.
En Grecia el clima es benigno y la gente estaba
habituada a vivir en la calle. Ello explica el gran contraste
existente entre los edificios de uso público, los templos,
teatros y foros que prestigiaban a la ciudad, y las viviendas
privadas, que solían ser pequeñas y comparativamente
modestas, especialmente las de los ciudadanos menos
afortunados. Desde luego el gobierno, como no era ejercido
por políticos profesionales sino por ciudadanos comunes a
los que se exigían detalladas cuentas, no despilfarraba
grandes fortunas en acondicionar palacios presidenciales ni
en similares gastos de representación.
Atenas debió de ser una ciudad ruidosa y ajetreada,
quizá algo incómoda para el gusto moderno, pero bastante
habitable para el de sus moradores o para el de casi todos
ellos. Tengamos en cuenta que el griego era un pueblo
pobre, establecido sobre una tierra escasa en recursos. No
comían mucho. La comida principal era una merienda cena,
y el menú bastante monótono. Los productos básicos eran
pan de trigo o cebada, higos y aceitunas, lentejas y
cebollas. También consumían queso y pescado, raramente
carne, que era manjar de lujo. Esos sacrificios de cien vacas
o «hecatombes» [hekatón, «cien», bous, «vaca» o «toro»)
debieron de ser bastante raros. Cada ciudad tenía su
especialidad local, que tampoco variaba mucho. En lo que
casi todos estaban de acuerdo era en despreciar como
bazofia la famosa sopa negra que los espartanos habían
elevado al rango de comida nacional. Los espartanos, por su
parte, respondían a este desprecio con su desdén: para
apreciar nuestra sopa hay que haberse bañado en el Lurotas
(el río local donde se zambullían en pleno invierno). No se
sabe en qué consistía la sopa negra pero al parecer llevaba
ingredientes parecidos a la morcilla: sangre, carne de cerdo,
sal y vinagre.
La vida cotidiana era menos refinada de lo que parece en
las películas y dan a entender los hiperbólicos poetas
griegos. Esos vastos palacios de ornadas y bien construidas
techumbres, con las paredes cubiertas de tapices o frescos
de vivos colores, eran muy escasos. Evidentemente los
potentados vivían en esta especie de chalecitos, a menudo
en los alrededores de las ciudades, rodeados de fincas y
jardines y de las viviendas de sus esclavos o aparceros, pero
la tónica dentro de las ciudades era mucho más modesta.
Aunque también existieron corrales de vecinos (en los que
hay que suponer que reinaría gran confusión y algarabía),
casi todas las casas eran unifamiliares, pequeñas, de una
sola planta, no más espaciosas que un pisito moderno, con
dos o tres habitacioncitas apenas capaces de contener un
camastro, aprovechando que las puertas abrían hacia
afuera, y un minúsculo patio. Algunas casas disponían de un
altillo o buhardilla con acceso por escalera de madera, a
veces desde el exterior. Los muros principales, al menos uno
de ellos, eran suficientemente sólidos como para sostener el
resto de la vivienda, porque los tabiques eran delgadísimos,
apenas armazones de cesta o cañas y cuerdas, repellados
de barro y encalados.
Estas viviendas carecían de agua corriente. Algunas
disponían de pozo, pero la mayoría de la población tenía
que surtirse en las fuentes públicas, con jarros y cántaros.
Las calles no estaban empedradas: en verano eran
polvorientas, en invierno se convertían en un lodazal.
Tampoco disponían de saneamientos. Los desperdicios se
arrojaban directamente a la calle hasta que, en el siglo IV,
se construyeron cloacas en las vías principales.
 

 
Las figuras que coronan los pedestales son falos
erectos (a los que falta la parte superior). En el que
vemos en primer término se pueden distinguir los
testículos y el vello púbico. Entre los griegos y
romanos el falo tenía una significación apotropaica,
es decir, servía como amuleto protector contra las
influencias malignas y, en ciertas ceremonias, como
talismán propiciador de abundancia, fecundidad y
buena suerte. Esto explica que los griegos
organizasen procesiones y fiestas primaverales
fálicas que han dejado ciertos vestigios en
procesiones y festividades religiosas cristianas de
ámbito mediterráneo.
Avenida de Príapo en la isla de Délos (siglo III a.
C).
 
Si de día reinaba gran animación en las calles, de noche
se quedaban desiertas y se tornaban peligrosas. La ciudad
no disponía de iluminación pública. El que se veía obligado a
salir por una urgencia, o regresaba tarde dé un convite,
llevaba su propia luz, en linternas de aceite, y, si se lo podía
permitir, una escolta suficiente para disuadir a los
atracadores. Los noctámbulos arrostraban estos riesgos de
buena gana porque se sentían sobradamente compensados
por la alegría de la fiesta, el vino, los manjares, la amistosa
conversación, las danzantes de Tesalia y las flautistas (que
al propio tiempo eran prostitutas y actuaban desnudas o
sucintamente vestidas).
 

Baños y palestras
Estas precarias condiciones sanitarias no impedían que
los griegos, en general, fueran limpios, al menos
comparados con otros pueblos vecinos. En los palacios
mícénicos, durante los siglos XV al XIII a. C. existieron
cuartos de baño y esclavos encargados de servirlos. En
general el griego no perdía ocasión de remojarse en ríos o
fuentes, especialmente hasta el siglo Vi a. C. Un siglo más
tarde, los chapuzones promiscuos ya no eran tan
admisibles. Hay que suponer que en invierno, con los fríos,
se lavarían menos (o sólo los potentados propietarios de un
barreño donde echar agua caliente). En el siglo IV a. C. los
baños públicos eran cosa corriente, como vemos en
Teofrasto (Los caracteres, IX). Se dice que los primeros que
utilizaron baños calientes fueron los habitantes de Síbaris,
los sibaritas, quienes, además, cuando se emborrachaban
en sus juergas usaban orinales (amides) para vomitar, una
costumbre que parecía censurable a los atenienses pero
que después adoptarían los romanos.
En la época clásica, la situación evolucionó. Aunque los
espartanos seguían zambulléndose en las heladas aguas del
Eurotas en lo crudo del invierno, otros griegos menos
heroicos le tomaron gusto a los baños calientes en
pequeñas bañeras caseras, de cerámica o de ladrillo, si bien
existían ciertos prejuicios contra los baños calientes porque
hacían a los hombres afeminados. Platón, en su Estado
ideal, se muestra partidario de reservar los baños calientes
para los enfermos (Las leyes, VI, 761). También acudían a
los baños públicos. Estos establecimientos constaban de
diferentes estancias para sudar y remojarse en agua tibia.
Eran, además de baños, casino, mentidero, barbería y
centro social. Solían estar situados en las proximidades de
gimnasios y palestras y tenían un horario para los hombres
y otro para las mujeres (en algunas épocas también los
hubo mixtos). Todavía no se había inventado el jabón, pero
los pudientes usaban en su lugar aceite de oliva perfumado
y los menos pudientes diversos sustitutos tales como
carbonato de sodio, greda e incluso un tipo de piedra
calcárea llamada kimolía.
En las residencias de gente acomodada, la mejor
habitación, abierta al patio, la ocupaba el andrón o sala de
banquetes, mientras que en la parte más oculta y guardada
de la casa estaba el gynaikonilis o gineceo, donde las
mujeres hilaban, cosían o intercambiaban secretos de
tocador lejos de la curiosidad de posibles visitantes
masculinos. Cercano al gineceo, o en la planta superior,
cuando la había, estaba el dormitorio matrimonial o
thálamos. El mobiliario era suntuoso en las residencias de
los potentados, como vemos en Jenofonte (Económico, VIH,
19-23), pero en las viviendas corrientes era mínimo: apenas
algunas camas, vasijas y cestas, algunas sillas y taburetes.
Y arcas para la ropa, la vajilla y las joyas.
Además de los templos y ágoras, el esfuerzo ciudadano
se manifestaba en la construcción de murallas y defensas.
Los griegos fueron grandes fortificadores y sus principios
poliorcéticos no fueron superados hasta después de la Edad
Media, cuando la aparición de potentes cañones obligó a
modificar radicalmente las técnicas constructivas.
Del roce viene el cariño. El amor, en su doble vertiente
de éros y philia, nace, como sabemos, del trato humano. Y
las calles griegas, estrechas y concurridas, eran un lugar
muy a propósito para rozarse, un dominio común donde el
pudiente recibía igual tratamiento que el ganapán, dado
que, como dice Platón, quejándose de vez en cuando hasta
los burros y los caballos parecen tener derechos
democráticos.
Un lugar muy concurrido por la población masculina era
el gimnasio y la palestra, un amplio espacio abierto,
enarenado y acondicionado para los ejercicios, a menudo
adornado de estatuas y jardines. Los gimnasios eran, por
otra parte, el casino y mentidero al que acudían a pasar el
tiempo los ciudadanos desocupados y los ociosos. Eran
también los lugares más a propósito para que pederastas y
homosexuales echaran sus redes después de tasar con ojo
perito la belleza de los jovencitos que se entrenaban
desnudos.
 
Capítulo II
Los cuerpos gloriosos
 

El culto al cuerpo
Para mucha gente la cultura griega está simbolizada en
las desnudas estatuas de dioses y héroes. Sin embargo,
cabe preguntarse ¿eran los griegos tan liberales como
creemos? En lo que se refiere a los órganos sexuales la
actitud griega, y después la romana, era completamente
distinta a la nuestra. Para ellos el sexo merecía el mayor
respeto, debido a su alta y sagrada función. De hecho, el
falo tenía un significado religioso y protector contra el mal
de ojo, que, por cierto, aún mantiene a nivel popular en
todo el ámbito mediterráneo a pesar de la influencia
negativa de veinte siglos de cristianismo. Falos estilizados
son, sin ir más lejos, esos llamadores de puertas que vemos
en nuestros pueblos, con sus correspondientes testículos a
uno y otro lado. Los pináculos que rematan muchos tejados
y chimeneas y hasta los marmolillos que acotan el espacio
sagrado de algunas iglesias y santuarios encierran el mismo
significado. Incluso muchas de nuestras romerías se
emparentan con las fiestas primaverales de griegos y
romanos, en que se llevaba el falo en procesión para atraer
la fecundidad de la naturaleza sobre las cosechas y los
animales. En muchas fiestas, los devotos se entregaban a
excesos que ni siquiera el cristianismo, con su moral
estricta, pudo desarraigar por completo. Por eso Góngora
llamaba a las romerías «ramerías» .
Los griegos celebraban alegremente la vida representada
por los órganos sexuales. No obstante, en según qué
ocasión, sentían cierto pudor en la exhibición de sus
atributos. De hecho la expresión «las vergüenzas» (ta
aidota), en su acepción señaladora de los órganos sexuales,
es una de las escasas pertenencias del legado griego clásico
que la pacata moral cristiana ha ratificado sin reservas,
quizá a través del latín pudenda. Otros eufemismos griegos
para los órganos sexuales eran ta apórreta, «los que no se
nombran») ta ártkrn, «las partes»; ta aphrodisía, «los
órganos de Afrodita». Ulises, arrojado por la tempestad a
una playa incógnita, se cubre las vergüenzas cuando oye
acercarse a un grupo de rientes jovencitas, Nausícaa y sus
esclavas de hermosas trenzas, con femenil jolgorio y del
todo descuidadas: «Desgajó con su fornida mano una rama
frondosa con la que pudiera cubrirse las partes verendas»
(Odisea, VI, 128 y 129), aunque más adelante Homero nos
explica el motivo de su pudor: «estaba desnudo, pues la
necesidad lo obligaba». Es decir, había momentos en que el
desnudo era aceptable: en competiciones deportivas, en
baños, etc., y momentos en que lo correcto era tapar ciertas
partes, especialmente cuando se estaba de visita, ante
extraños.
Así fue al menos en tiempos arcaicos. Luego las
costumbres alcanzaron mayor permisividad. Los primeros
atletas de las Olimpiadas cubrían sus genitales con una
especie de taparrabos, pero a partir de la Olimpiada quince,
en 720 a. C., comenzaron a actuar completamente
desnudos y finalmente el modelado del cuerpo y la
admiración por la armonía de las formas originó incluso
concursos de belleza tanto femeninos como masculinos,
como réplica de los certámenes de los dioses.1 Uno de los
pasajes mitológicos más conocidos es precisamente aquel
en el que discuten Hera, Atenea y Afrodita sobre cuál de las
tres es más hermosa y toman a Zeus por juez. Pero el dios,
como no quiere líos con su esposa y es juez y parte, deja el
asunto en manos de Paris, el príncipe troyano, que era un
joven muy bello.
 

Vestida para conquistar


Los griegos vestían cómoda y elegantemente. Y no
gastaban casi nada en sastres porque usaban piezas de tela
sin hechuras, sujetas por dos puntadas o por un broche y
por un cinturón que servía, en algunos casos, para embolsar
bellamente el talle y disimular traseros y michelines. El
ceñidor tenía un valor erótico parecido al de las ligas o
liguero en nuestros días. A veces los poetas usaban la
eufemística metáfora «soltar el ceñidor» para significar
«perder la virginidad». Naturalmente no todo el mundo
sabía llevar elegantemente ropa tan versátil y en eso se
distinguían los elegantes de los palurdos.
Algunos creen que en la época egea o minoica el diseño
del vestido femenino era tan atrevido y sugerente como el
de los más osados modistos de hoy. Es porque han tomado
a esas esbeltas damas vestidas de falda de volantes que
llevan los pechos al aire, cuyas estatuillas aparecen en
Cnosos y los otros palacios cretenses del segundo milenio a.
C, como representaciones de la mujer de su tiempo. Lo malo
es que hay motivos para creer que se trata de trajes
ceremoniales usados por plañideras o sacerdotisas en
ocasiones rituales.
Ya en época arcaica se impuso como pieza básica el
khitón jónico, una amplia túnica recta y con numerosos
pliegues, de lana fina o de lino, cosida por los lados y sujeta
desde el cuello a los brazos con broches o alfileres a
intervalos regulares más o menos espaciados, según se
quisiera lucir la carne de los mórbidos hombros y brazos.
Esta especie de camisa solía alcanzar las rodillas, excepto
en los niños, los esclavos y los soldados, que la llevaban
algo más corta, a medio muslo. Iba directamente sobre la
piel, ya que la ropa interior y la lencería estaban poco
divulgadas. No obstante, en la época clásica, las mujeres
elegantes llegaron a usar una banda llamada strópkion que
hacía las veces de nuestro sujetador. Otras posibles prendas
entre el sujetador y la faja fueron las denominadas
meioúkhos y mitra. Incluso conocieron su cruzado mágico,
con unos tirantes en X según diseño del apodesmos, en la
época de Feríeles.2
Una variante del khitán era el peplos, una prenda
tradicional, sin mangas, lo que permitía lucir los brazos de
aquellas que los tenían especialmente bellos (recordemos el
frecuente apelativo poético «la de los níveos brazos»). Los
griegos, como todos los pueblos cultos, conocían la relación
que hay entre brazos y muslos y sabían que una mujer de
brazos bien proporcionados y carnosos tendría buenos
muslos. También existió, ya en época tardía, un vestido
largo sin entallar, la kimbeñká, que anuncia modas más
actuales.
Los niños vestían clámide corta hasta los dieciséis años,
en que la nueva condición posefébica los autorizaba a vestir
prendas de adulto. En Esparta los muchachos usaban khitán
y los niños tribón, o túnica de batalla, siempre del mismo
tejido basto, tanto en verano como en invierno. En Atenas y
otros lugares menos austeros el ciudadano con posibles
usaba lino en verano y en invierno un manto de lana, la
khlaina.
Sobre el khitón podía llevarse un manto rectangular de
lana, el himatión, de tejido más o menos fino, dependiendo
de la estación. En la intimidad del hogar y en tiempo
caluroso las mujeres se despojaban del himatión y
quedaban en camisa.
El khitán usado en Esparta estaba provisto de una
abertura lateral hasta muy arriba, como esas laidas chinas
tan insinuantes y, como ellas, dejaba escapar el muslo
fugazmente a cada paso. Esto explica que las chicas
espartanas fueran conocidas como phainomerides, «las que
enseñan el muslo». No siempre, porque cuando hacían
gimnasia se quedaban en cueros vivos, lo mismo que los
muchachos. Por eso ponerse en pelota picada era, para el
resto de los griegos, «hacer el dorio».
Cuando era menester, especialmente en verano y en los
viajes, los griegos se cubrían la cabeza con sombreros de
lana, de cuero o de paja. Fuera de estas ocasiones, solían
llevar la cabeza descubierta, quizá para marcar la diferencia
respecto a esclavos y campesinos, que usaban gorros de
lana. No obstante, cuando salían al campo o a la palestra se
cubrían con un pétasos, sombrero de fieltro, de ala ancha,
que servía de quitasol. Hay que tener en cuenta que entre
los griegos el bronceado era propio de esclavos, militares y
marinos. Las mujeres y los elegantes apreciaban la tez clara
como signo de alcurnia. También las damas de ciudad
usaban pétasos o sombrillas bastante parecidas a las
actuales cuando tenían que exponerse prolongadamente al
sol.
Entre los griegos, como entre nosotros, la calidad del
calzado pregonaba la posición social (con la natural
excepción de los inevitables horteras, que calzaban por
encima de sus posibilidades). El calzado más común eran
las sandalias de cuero o alpargatas de esparto y, en la
estación fría, los botines cerrados por el tobillo. Ninguna de
estas prendas tenía tacón, aunque existían a veces alzas
interiores de quita y pon, cuando el usuario quería parecer
más alto. Ya se ve que no hay nada que no esté inventado.
En el interior de las casas, cuando el tiempo lo permitía,
solían ir descalzos.
El peinado era más complejo que el vestido. Las mujeres
llevaban el cabello largo y recogido en distintos peinados,
con diademas, redecillas y adornos. Algunas, especialmente
las heteras, usaban pelucas. En un epigrama de Lucillo (XI,
68} leemos. «Nicila, mucha gente cree que te tiñes el pelo
pero lo has comprado bien negro en el mercado.»
Los atenienses no estaban tan pendientes del pelo como
sus mujeres. Los adolescentes lo llevaban largo, pero al
llegar a la edad adulta se cortaba. Una actitud justamente
opuesta a la de sus vecinos y competidores los espartanos,
que pelaban al cero a los niños y sin embargo de adultos
gastaban melena. En lo que unos y otros se asemejaban era
en el gusto por las barbas largas y cortadas en pico.
En Atenas los únicos que prestaban gran atención a su
cabello eran los petimetres y los libertinos. Estos, antes de
visitar a una famosa hetera, se rizaban el pelo y se cortaban
y pulían las uñas cuidadosamente.
Los griegos usaron también prendas de seda. Al principio
la importaban de Oriente, por lo que alcanzaba altos precios
que restringían su uso a los más pudientes y elegantes,
pero más adelante comenzó a producirse en la propia
Grecia, especialmente en la isla de Cos, donde abundaban
las moreras.
Las heteras o cortesanas de alto standing fueron grandes
consumidoras de vestiduras de seda cuya calculada
transparencia permitía velar los encantos resaltándolos al
propio tiempo. Antes de la llegada de la seda habían
alcanzado un efecto parecido con el lino fino de gran calidad
producido en la isla de Amorgos. Con vestidos de seda, de
lejos, las danzarinas parecían desnudas, «una especie de
tejido ligero como el aire», que lo llama Petronio, y Teócrito
habla de «prendas mojadas», lo que nos recuerda, por la
erótica intención, las exhibiciones de camisetas mojadas de
nuestros disolutos veranos. A propósito, si extremamos el
paralelismo también podríamos señalar la existencia de
concursos de belleza (en Lesbos, en Ténedos, en Basilis...),
aunque con respetables alcances rituales, y los certámenes
de lucha con chicos y chicas desnudos (en Esparta, en
Creta). De striptease parece que no hay rastro, pero quizá
este tipo de espectáculo estuviera compensado por la
existencia de bailarinas tesalias que actuaban desnudas en
los banquetes de gente importante.3 Nada nuevo bajo el
sol.
Las vestiduras de lujo se teñían en vivos colores
obtenidos de diferentes tintes vegetales o animales. Incluso
lograron un aceptable sucedáneo barato de la prohibitiva
púrpura, el famoso tinte que los fenicios obtenían del
caracol marino llamado «cañaílla» en los puertos andaluces.
Los griegos lo sacaban de un insecto, el querques o
cochinilla.
En la época de mayor demanda, cuando los vestidos de
seda se pusieron de moda en la Roma de los césares, los
gusanos de seda de Cos no daban abasto para fabricar los
capullos necesarios y nuevamente hubo que importar la
seda de Asiria y de Oriente.
Las griegas eran aficionadísimas a las joyas y a los
adornos, al oro y a toda clase de cuentas y abalorios y a los
cinturones profusamente bordados y enjoyados con ios que
enriquecían el vestido sencillo. En el joyero de la bella había
collares de cuentas o placas, diademas, cinturones
bordados y engastados de metal o piedras, sortijas,
pendientes, pulseras, brazaletes en espiral para brazo o
antebrazo. Las más pudientes llevaban encima un
patrimonio en oro; las menos, se contentaban con baratijas
y quincallería.
Los hombres, por el contrario, no eran aficionados a las
joyas. Como mucho podían llevar un anillo que a veces
servía de sello.
Las mujeres sabían usar postizos para disimular defectos
o enmendar la plana a la naturaleza allá donde ésta les
había escamoteado sus encantos. Los vientres prominentes
se fajaban con vendas adecuadas (perizóstra o perízoma) y
los defectos se disimulaban con toda clase de trucos:
«Cuando una chica es bajita se cose suelas de corcho en los
zapatos; cuando es alta, usa zapatillas muy finas y lleva la
cabeza hundida entre los hombros; la escurrida de caderas
se pone rellenos debajo de la ropa para que los que la vean
alaben en voz alta su eupygia, es decir, su estupendo
trasero.»4 Por cierto, en esa expresa alabanza de un trasero
transeúnte hemos de ver la primera mención del piropo.
Obsérvese que la fea costumbre, sin duda forma de acoso
sexual atenuada y verbal, pero no por ello menos
inaceptable, no es española de origen. O, al menos, no es
exclusivamente achacable a los españoles.
 
 
Un erastés corteja a un crómenos. El adulto
persuado al efebo mientras le acaricia delicadamente
los genitales; el mancebo, por su parte, toca
respetuosamente la barba de su mentor. Es un
comportamiento muy ritualizado que se refleja en
gran cantidad de vasos pintados. Detalle de un vaso
decorado con figuras negras (siglo VI a. C), Museo de
Boston.

El tocador de Afrodita
Entre las griegas el uso del maquillaje era un
diferenciador social. Solamente las señoras y las putas se
maquillaban. Las esclavas y las mujeres humildes no tenían
medios (o tiempo, o ganas) de estucarse la faz delante de
un tocador.
¿Qué elementos componían el tocador de una dama
griega? El fundamental era el espejo, una de las piezas más
caras del ajuar, en el que se reflejaba no sólo la figura
estilizada u obesa del ama, sino la potencia económica de la
casa. Los espejos de la antigüedad eran caros y solían
constar de una lámina de bronce, o algún otro metal, pulida
por una cara y montada sobre artístico marco.
Junto al espejo, damas y heteras acumulaban diversos
trebejos de belleza sobre los que nos ilustra la arqueología y
la literatura, especialmente Aristófanes: pinzas, espejuelos
de mano, maquillaje base, tijeras, cintas, postizos de pelo,
carmín, blanco de plomo, maquillaje de ojos, cadenas, tinte
de algas, redecillas, colgantes de oro, peines de hueso, de
marfil, de bronce o de concha, collares, pendientes en forma
de racimo, brazaletes, anillos, piedras preciosas. Y
pomadas, ungüentos, polvos, perfumes de la más variada
utilidad y procedencia. El maquillaje consistía básicamente
en un fondo blanco de albayalde sobre el que se aplicaba el
carmín, generalmente orcaneta, un colorante rojo que se
extrae de una raíz, pero con el tiempo las cremas y
variantes fueron muy complejas. En un texto atribuido a
Luciano leemos:
 
Si alguno pudiera ver a las mujeres cuando se
levantan por la mañana, les parecerían más
desagradables que esos animales cuyo nombre no se
debe mencionar tan temprano [los monos] . No cabe
duda de que ésta es la razón por la que se encierran
cuidadosamente y no dejan que ningún hombre las
vea; las viejas de la casa y una muchedumbre de
sirvientas tan teas como sus amas se apelotonan
alrededor de ellas y aplican a sus caras desgraciadas
toda clase de cosméticos, porque una mujer no se
zambulle en una corriente de agua pura para
sacudirse el sueño de los párpados y para
inmediatamente después consagrarse a algún asunto
serio, no; lo que hace es intentar disimular el color
desfavorecedor de su cara con innumerables pinturas
y polvos y, como si participaran en una procesión
pública, sus doncellas se ponen en lila con diversos
adminículos y no digamos de bandejitas ele plata,
botes y espejos. 1 latinan en la habitación montones
y filas de cajas, como las que se ven en las tiendas de
los farmacéuticos —vasijas llenas de mentiras y
engaños—, en los que se almacenan medios de
blanquear los dientes o ennegrecer las cejas. No
obstante, es el peinado lo que más tiempo les lleva
porque algunas se aplican lociones y cosas por el
estilo para que brille como un sol de mediodía; y lo
mismo que se tiñe la lana, lo mismo lo riñen entre
rojizo y amarillo porque el color natural les parece
feo, aunque si por un casual estuvieran satisfechas
con el color negro, se gastarían de todos modos el
dinero del marido en aplicarse todos los perfumes de
Arabia, Existen instrumentos de hierro, que calientan
en fuego suave, que sirven para rizar el pelo y
hacerlo largos tirabuzones, ¡Qué de esfuerzos para
obligarlo a caer sobre las cejas! Casi no dejan sitio a
la frente y los bucles traseros caen orgullosamente
sobre la espalda y los hombros. Después de esto se
atan las sandalias de vivos colores tan fuertemente
que las cintas les cortan la carne, y después, sólo por
guardar las apariencias para que no parezca que van
desnudas, se ponen una prenda tan sutil que todo lo
que tapa se distingue mejor que la cara, exceptuando
los pechos colgones que se cuidan de llevar sujetos.
¿Hace falta que diga en qué consiste el capricho más
caro? Piedras preciosas eritreas de unas cuantas
onzas de peso colgando de los oídos o esas
serpientes que se ponen alrededor de los brazos y
muñecas (¡ojalá fueran de verdad y no de oro!), y una
diadema tachonada de gemas indias en torno a la
cabeza. Caros collares rodean y cuelgan de sus
cuellos y el pérfido oro les llega hasta los pies
rodeando todo lo que queda a la vista desde los
tobillos. ¡Mejor estarían esos tobillos con grilletes! Y
cuando todo el cuerpo está arreglado con la
engañosa belleza de encantos espurios se aplican
colorete a las desvergonzadas mejillas, de manera
que la «flor de la púrpura» contraste vivamente sobre
la piel engrasada y blanqueada.
 
Un elemento esencial del tocador eran los perfumes. Los
griegos, quizá por influencia oriental, se habían aficionado a
los perfumes pesados, por otra parte tan necesarios en
tiempos poco aseados, en ciudades malolientes llenas de
ciudadanos que apestaban a sudor revenido sobre ropa que
sólo de tarde en tarde lavaban, cuando lavaban alguna vez.
El perfume podía aplicarse de muchas maneras distintas:
«Se perfumaba la piel para atraer a los amantes y rociaba
las piernas con nardo de tarsos y metopión de Egipto.
Recubría sus axilas con menta y sus cejas con mejorana de
Cos y sahumaba su cabellera con incienso. El ungüento de
Chipre corría entre sus senos y el licor de rosas de Faselis
embalsamaba su nuca y sus mejillas. Se untaba esencia por
la cintura antes de alquilarse por cien dracmas.» (Referencia
a una puta fina, Ateneo, IV, 229a.)
En los tocadores griegos abundaban los tarritos de
perfume o aryballos de formas tan imaginativas como las
que adoptan los modernos perfumes de diseño. A veces
tenían forma de animal: un babuino, un pato, una cabeza de
león, un erizo. Los perfumes de Corinto eran famosos y se
exportaban en frasquitos preciosamente decorados.
En medio de la atmósfera pesada de tanto aroma, a
veces se agradecía un soplo de aire fresco. La vieja criada
de la hetera Eilematón le recomendaba a su señora que no
se perfumara tanto: «una mujer sólo huele como es debido
cuando no huele a nada, porque esas remendadas viejas sin
un diente que se embadurnan con mejunjes y disimulan sus
defectos con tintes, cuando el olor del sudor se agrega al de
las cremas exhalan un pestazo como cuando un cocinero
mezcla las sopas» (Plauto, Mostelaria, 273-277).
En Grecia, como en la actualidad, el vello corporal sólo se
consideraba atractivo en los hombres. Los amantes griegos
gustaban de una dorada pelusilla de melocotón en el sexo
femenino, no la hirsuta pelambre endrina que suele
caracterizar a la morena mediterránea. Esto explica que uno
de los complementos esenciales del tocador elegante fuera
la navaja de afeitar. Las griegas, de natural muy pilosas, se
rasuraban el monte de Venus y sus valles y cañadas
aledaños. De hecho la navaja de afeitar se consideraba un
instrumento de uso femenino y cuando se asocia al hombre
es para femineizarlo dado que los bardajes u homosexuales
pasivos también se depilaban el ano.
Lógicamente, la frecuentación del afeitado encañaba
unas entrepiernas erizadas de pendejos cerdales que
brotaban cada vez con más brío y espesura. Algunas
elegantes soslayaban estos problemas depilándose a fuego,
es decir, socarrando el vello con ayuda de una lámpara y
mitigando la inevitable quemadura mediante aplicación de
una esponja húmeda. También usaban ceniza caliente e
incluso las había tan sacrificadas que preferían entregarse
al laborioso calvario de depilarse a mano, con pinzas, lo que
en poesía dio la metáfora «los manojos de arrayán
arrancados a mano».5
Entre los tirrenos, la depilación era tan importante que,
como sabemos por Teopompo, existían establecimientos
especializados.
Los hombres velludos se consideraban especialmente
viriles y por ende atractivos, con muy pocas excepciones
imputables a modas locales. Por ejemplo, los habitantes de
Tarento (Italia) «se depilaban todo el cuerpo y lucían
vestidos transparentes bordados en púrpura» (según
Clearco, citado por H. Licht) 6. Aunque, todo hay que
decirlo, los tarentinos no gozaban precisamente de buena
fama en el mundo griego. «Se contaba que cuando
destruyeron la ciudad de Carbina, en Apulia, metieron a
todos los chicos, chicas y mujeres jóvenes en los templos y
los exhibieron desnudos ante los visitantes. Y todo el que
quería podía meterse entre aquella muchedumbre
desgraciada y satisfacer su lujuria sobre la desnuda belleza
de Jos prisioneros, a los ojos de todo el mundo, y
ciertamente a los de los dioses. Pero los dioses castigaron
ejemplarmente aquel abuso porque a poco de aquellos
excesos les enviaron el rayo. Incluso hoy día todas las casas
de Tarento tienen una piedra conmemorativa delante de la
puerta en recuerdo de los muertos que hubo, y cuando se
cumple un aniversario de la catástrofe, la gente no lamenta
a los muertos ni les rinde los honores acostumbrados sino
que ofrece sacrificio a Zeus Katabaítes ("el que baja con el
trueno y el relámpago").» (Ateneo, XII, 522b.)
 
Capítulo III
El descubrimiento del
amor
 

El hijo de Afrodita
La palabra griega para amor, éros, es muy antigua pero
no siempre ha significado lo mismo. En tiempos de Homero
designaba no sólo el deseo sexual sino el apetito de comer
o beber y cualquier impulso relacionado con la hedoné, el
placer de la vida. El sexo puro y duro, el gamos, era dominio
de la diosa Afrodita, cuyo travieso hijo Eros despertaba en
los mortales la pasión sexual, la manía o locura divina. Este
deseo de posesión no estaba inspirado por consideraciones
de índole espiritual sino por atracción física hacia la belleza
de la persona deseada. De hecho Safo, la más antigua
poetisa del amor, definía la belleza como aquello que uno
ama. Idéntico razonamiento aparece en una repetida
máxima de Teognis: «lo que es bello, es querido, y lo que no
es bello, no es querido». Platón vuelve sobre la misma idea
en su diálogo Fedro.
Si lo bello era sinónimo de lo bueno, lo bello era también
una categoría moral, todo lo kabskagathós o bello y bueno
era aceptable. El culto griego por la belleza llegó hasta el
punto de que incluso la ley se sometía a veces a su
jurisdicción. Epistenes intercedió ante Jenofonte por la vida
de un mancebo condenado a muerte solamente porque era
bello. Y la bella hetera Friné fue absuelta por el tribunal ante
el que el abogado defensor la hizo aparecer desnuda. Eran
comportamientos lógicos para un griego: en la belleza no
cabe maldad.
Afrodita, la diosa del amor, nace de la espuma de mar
que brotó de los órganos genitales de Urano mutilados por
Cronos. La acompañan Eros (amor) e Himeros o Póthos (el
anhelo) e incluso Peithó (la persuasión).
Eros, más conocido por su equivalente latino, Cupido, es
la personificación del amor, el vehículo del que se sirve
Afrodita para liberar la pasión amorosa. Hesíodo usa un
acertado epíteto para Eros: «el que desata los miembros»
(lysiméles). Habrá notado el lector la laxitud que invade
todo el cuerpo y especialmente la flojera que se apodera de
las rodillas después de sostener una refriega en campos de
pluma.
A Eros lo pintan de muchas maneras. En las
descripciones más antiguas es un dios solemne y
majestuoso a cuyo poder nadie resiste. Luego gana en
cordialidad y en Eurípides aparece en su aspecto más
divulgado, armado de arco y flechas, las flechas del amor, y
finalmente en la época helenística es el adolescente
caprichoso o el niño que todos conocemos. En sus
apariciones más antiguas, esgrimía a veces otras armas.
Leemos en Anacreonte: «Otra vez Eros de cabellos de oro
me alcanza con su pelota purpúrea»; y, en otro pasaje:
«Otra vez Eros me ha golpeado con una gran hacha.» El
arma da igual con tal de que sea artera y fulminante, sin
defensa posible. Como dice Teócrito: «¡Nada más verle,
cómo enloquecí, cómo sentí traspasado el corazón,
infortunada!... Ni supe cuándo volví a casa; un mal
devorador me dejó destrozada; yací en el lecho diez días
con sus noches» (idilio, II, w. 82-86).
 
Enamorarse es cosa de mujeres
El amor era pulsión física, irreprimible deseo de copular,
sed sexual, encalabrinamiento. Los griegos tardaron más de
un milenio en aceptar el otro componente que a nosotros
nos parece fundamental, el espiritual, esa misteriosa fusión
de las almas que excluye al resto del universo para recrear
una dimensión nueva entre dos amantes. El amor irrumpe
en Safo, en Mimnermo y en Arquíloco pero no se generaliza
y difunde ganando caudal literario y repercusión social
hasta el tiempo de Eurípides, con sus heroínas Fedra y
Estenebea. A partir del siglo IV se mostrará ya sin tapujos, y
en la época helenística triunfará plenamente, cuando la
civilización griega, completamente madura, se entregó a la
exploración del sentimiento abriendo nuevos caminos que
ensancharían los imitadores latinos, los que heredan y
transmiten todo el prolijo repertorio de achares, celos,
rupturas, reconciliaciones, pajaritos de la amada y demás
atrezzo sentimental. Es lo que alimenta la poesía hasta las a
veces ininteligibles composiciones de los poetas actuales.
Para nosotros, los cristianos europeos, como somos
producto de una educación sentimental muy distinta, la
pasión y el cariño se confunden en la pareja. En Grecia se
consideraban sentimientos diversos e incompatibles. Un
griego clásico se habría sorprendido de sentir éros por su
esposa. El griego no concebía la libido dentro del
matrimonio. En el matrimonio el sexo pasa a ser «trabajo»
(érgori), deja de ser «juego» o «diversión» (paígnia,
térpsis)1. Cuando un marido no odiaba a su cónyuge, lo
más positivo que sentía por ella era phüía, cariño, un
sentimiento civil y reposado que excluye el amor pasional.
Lo que se sentiría por una hija, más o menos, una noble
afección que, aunque no sea tan arrebatadora como el éros,
puede ser igualmente fuerte. Es la que mueve el llanto de
Ulises: «Lloró al tener consigo una esposa grata al corazón,
de excelentes saberes» (Odisea, XXIII, 23 1).
En la literatura griega la sexualidad matrimonial brilla por
su ausencia (con notables excepciones: Sófocles Tarquinias,
vv. 1-662; Aristófanes, Lisistrata). Solamente del hecho
irrefutable de que las esposas se quedaban embarazadas y
tenían hijos se deduce que de vez en cuando se les
solicitaba el débito conyugal. La esposa no suscita pasión,
su función se limita a engendrar hijos. Quizá le parezca a
algún lector una concepción disparatada, pero debe
recordar que parecida mentalidad se ha mantenido en
ciertos ambientes puritanos de nuestra sociedad hasta hace
muy pocas generaciones. Todavía nuestros abuelos
mantenían bajo mínimos la sexualidad conyugal, aunque
luego acudieran a prostitutas con las que podían probar
variantes que jamás se hubieran atrevido a solicitar de las
santas esposas. Es, salvando las diferencias, la misma idea
que ya a las puertas del siglo XXI subsiste en el pontífice
felizmente reinante, el que ha declarado pecaminoso que un
marido mire con deseo a su propia esposa.
Los griegos de la época clásica no siempre concebían
que pudiera existir reciprocidad en el éros de una pareja. Al
agente sexualmente activo correspondía un sujeto pasivo
que servía a su placer.
Enamorarse era cosa de mujeres. Un hombre jamás se
enamoraba porque éros, el amor-pasión, era nósos,
enfermedad, que entrañaba la manía, o locura del amante.
El enamorado queda áphron, fuera de razón; éntheos, lleno
de dios; kátokhos, poseso. El enamorado pierde el recato, la
sophrosyne, e incurre en exceso, hybris. La entrega del
enamorado se describe en griego con la expresión que se
emplea para la doma de los anímales: hypodmetheis,
«sometido al amor». Ésta es la mayor abominación de un
griego, cuya hombría o andreia se basa en el dominio de si
mismo. Era socialmente inaceptable que un hombre
implorara o se condujera de modo ridiculo sólo para
atraerse al objeto de su deseo. Un griego clásico jamás
hubiera exhibido en público su dependencia hacia una
mujer con la impudicia con que lo hace el enamorado
moderno. Existe un antiquísimo género de poesía popular,
con derivaciones cultas más tardías, la paraklausithyra «o
canción ante la puerta cerrada», que a primera vista
podríamos tomar por prueba en contrario, pero examinado
de cerca resulta que no se trata de un enamorado rondando
la puerta de su amada, que se mantiene cerrada, sino el
cliente de una prostituta que suplica o amenaza para que lo
dejen pasar. El parecido con las entrañables canciones de
ronda de nuestro folclore tradicional es mínimo, aunque
también las hay desenfadadas como aquella que dice:
Mientras tú estás en la cama con las teticas calientes yo
aquí, bajo tu veyitana con la chorra hasta los dientes,
que seguramente habría suscrito con gusto un griego
antiguo.
El enamoramiento esclaviza, hace perder la compostura,
y eso no es masculino. Sin embargo, hay indicios que nos
permiten suponer que las cosas no siempre fueron así. En la
época arcaica los héroes, todavía influidos por vestigios
matriarcales de periodos anteriores, no desdeñaban
entregarse a la persuasión amable para alcanzar su objeto
de deseo, una actitud que volvería a aparecer en la época
helenística. Entonces, ¿qué hace el hombre? El hombre
conquista simplemente, toma y usa su objeto de deseo sin
entregarse a él ni suplicarle, y desdeña el enamoramiento,
que es una debilidad femenina. El hombre que se enamora
es un imitador de la mujer, es femenino. París, el seductor
de Helena, es gynaimanés, enamoradizo, amujerado, un
calificativo humillante.
La sociedad griega de la época clásica se nos muestra
extrañamente deserotizada. En vano recorreremos la
tragedia griega en busca de un hombre enamorado (con la
posible excepción de Hemón, el primo de la Antígona de
Sófocles). La tragedia no contiene erotismo alguno; en
cambio, la comedia es puro sexo, pero esa intoxicación
espiritual que llamamos amor raramente aparece en ella. El
hombre va directo al deseo, goza a la mujer y se va. La
poesía varonil excluye todo sentimentalismo: si aparece la
mujer es para hacerla objeto de escarnio machista o para
exaltarla como objeto de placer en la euphrosyne, el canto
del banquete.
Veamos un ejemplo de esta poesía puramente sensual:
 
A Dóride viendo en mi cama y sus nalgas de rosa me
sentí como un dios entre flores frescas. Me montaban sus
piernas esbeltas y al final de la larga carrera de Cipris llegó
sin desmayo mirando con lánguidos ojos; sus carnes
purpúreas con la brega temblaban como hojas ante el
viento; hasta que, exhausto el vigor juvenil de uno y otro, se
derrumbó Dóride con miembros relajados.2
 
El comportamiento amoroso de la mujer es muy distinto.
La mujer se enamora, es decir, se enajena. Después usa sus
encantos para seducir a su pareja, pero cuando el hombre
saciado la abandona, sufre lo indecible. Valga un botón de
muestra en este lamento de la abandonada: «El dolor me
asalta cuando me acuerdo de cómo me acariciabas
mientras tramaba engaños el inventor de zozobras y traidor
al amor. Me dominó el amor, no lo niego (...) amar
locamente trae gran pena pues es preciso sufrir los celos,
soportar, aguantar.»3
Este comportamiento típicamente femenino se refleja en
la poesía culta de Safo y su escuela y en la poesía popular,
especialmente en la Jonia, en cantos de mujeres y poemas
de bodas de origen agrario. Una de las fórmulas ancestrales,
el paraklausíthyron o canto ante la puerta de la amada,
llegó a echar raíces en la Atenas clásica, pero en su versión
más prosaica, la del rijoso que aporrea la puerta de una
prostituta amenazando con tomar represalias sí no lo recibe.
Tendría que llover mucho antes de que la antigua fórmula
evolucionara hasta la serenata a la luz de la luna, los
trovadores bajo el balcón de la dama y Jorge Negrete y sus
mariachis.
La poesía lésbica, aunque inspirada en relaciones
homoeróticas entre mujeres, suministraría en su momento
el modelo de la nueva poesía amorosa heterosexual.
Mientras tanto, el hombre no arriesgaba sentimientos, se
limitaba a poseer a la mujer, a saciar su deseo.
Exceptuando contados ejemplos, como el que suministran
Aspasia y Pericles, pareja ejemplarmente enamorada,
solamente en época helenística o alejandrina aparecen
parejas en las que el hombre participa del amor tanto como
la mujer (Aconcio y Cidipe, Hero y Leandro). El vocabulario
del cortejo amoroso es bastante escaso. En Homero
aparecen mnáomai y mnesteúo («pretender a una mujer» )
y en Píndaro, aitéo, con el mismo sentido, pero se aplican a
mujeres consideradas especialmente deseables por su alta
posición social o por su singular belleza. Muchas veces es la
propia situación, el proceder de los personajes, lo que nos
indica el progreso de lo que podríamos denominar cortejo.
Por ejemplo, cuando el escritor Paulo Silentiario llega
borracho a la casa de la hetera Hermonasa y se pone a
adornar la puerta con flores. Por cierto que ella le vació un
cubo de agua desde la ventana deshaciéndole el cuidado
peinado. La esquiva bella sólo consiguió el efecto contrario
porque, como usó el jarro en el que solía beber agua de sus
labios, y no el bacín, lo enamoró aún más.
 
 
Un erastés o «amante» penetra analmente a su
erómenos o «amado». Algunos eruditos se resisten a
admitir que el amor entre erastés y erómenos
entrañaba penetración anal, pero el testimonio de
cerámicas decoradas es concluyente. La relación
homosexual entre adulto y jovencito, una institución
respetable entre los griegos y otros pueblos de la
antigüedad, ejercería profunda influencia sobre el
amor y el cortejo heterosexual hasta nuestro días. El
erastés o elemento masculino tendría que ganar los
favores del femenino o erómenos mediante
persuasión, consejos y regalos,
Douris, detalle de una copa decorada con figuras
rojas (500-470 a. C), Museo de Boston.
 
La nueva actitud amorosa se manifestó especialmente en
las novelas de amor y aventuras con final feliz y en las
convenciones de los pastores enamorados de ninfas que
encontramos en Teócrito y su compañía. Este tipo de poesía
nunca se desprendió de su ambiente de literario artificio, ni
siquiera cuando un milenio después la reflotaron los
humanistas del Renacimiento para crear, a partir de ella, el
género pastoril.
A la nueva concepción del amor, ya plenamente
moderna, que se manifiesta en la última etapa de la cultura
griega pertenecen desde los apelativos agradables con que
se llama a la amada (peinecito, golondrina, ranita, dulcecito,
hermanita, vinito, gacela, marfil, querida, liebre, ternerilla,
gorrión, tigresa...) hasta los sencillos oráculos a los que se
confía la suerte del agridulce amor, del amor glykypikros,
«agridulce». Los griegos no deshojaban la margarita sino
que se ponían en la palma de la mano un pétalo de ciertas
flores, teléfilon, y la palmeaban ligeramente con la otra
mano. Si la palmada era sonora, la cosa iba bien; si débil,
mala suerte.
La mentada actitud de sophrosyne, la contención viril
que redime al griego de los excesos del enamoramiento, lo
salva también de la desesperación cuando el empuje sexual
cede. Entre los griegos sería impensable ese personaje de
Lampedusa o ese famoso torero del Cossio, que se
suicidaron cuando la vejez los inhabilitó para el amor
sensual. El griego, en esa tesitura, se sentía liberado. El
viejo Céfalo le confía a Sócrates que al envejecer se ha
librado de la servidumbre del sexo. Y Sófocles es de la
misma opinión: «¿Cómo te comportas, Sófocles, respecto de
los placeres amorosos? ¿Eres capaz todavía de unirte a una
mujer?» A lo que él contestó: «Calla, por favor, buen
hombre, que me he librado hace ya tiempo de ellos con la
mayor alegría, como quien se libera de un amo furioso y
cruel» (Platón, República, I, 329c). Nótese que los griegos,
los más reflexivos al menos, vieron en la vejez una
liberación de la servidumbre de los sentidos. Ciertamente es
una sabiduría no sólo confinada a los griegos. Cuando
redacto estas líneas tengo recién leída una entrevista al
novelista John Le Carré en la que el autor de El espía que
surgió del frío razona de forma muy similar: «La madurez
me parece una buena época para el hombre. Es entonces
cuando el sexo ocupa el lugar que le corresponde, que ha
de ser modesto.»4
 
Capítulo IV
La pederastia, una
institución bajo sospecha
 
El pecado griego
En el siglo XIX, sesudos y enlevitados eruditos alemanes
que consagraban sus vidas al estudio y divulgación de la
cultura griega hubieron de enfrentarse a un arduo
problema. ¿Cómo compaginar la racionalidad y la perfección
de la civilización griega, por la que sentían una admiración
ilimitada, con el hecho innegable de que los griegos fueron
bisexuales e incluso pederastas sin paliativos, con más
querencia a los muchachitos en flor que a las mujeres, si
nos atenemos a las pruebas? ¿Cómo silenciar una realidad
tan evidente que incluso había creado palabras específicas
y comprometedoras como erastés, que significa «pederasta
activo, adulto», y erómenos que designa al muchacho que
se le entrega, es decir al chapera, hablando llanamente?
¿Qué hacer? Los sabios se enfrentaron a un peliagudo
dilema. ¿Hacían de tripas corazón y comunicaban a la
opinión pública que Platón y otras grandes figuras de la
filosofía, del arte, de la historia griega, eran pederastas?
¿Admitían que posiblemente el autor de la Venus de
Samotracia y el anónimo héroe que corrió la primera
Maratón eran aficionados a los efebos? ¿Silenciaban este
pecado de la cultura griega, dado que el mejor escribano
echa un borrón y el que esté libre de mancha que tire la
primera piedra? Incapaces de disculpar la pederastia griega
desde la rígida y culpabilizadora moral cristiana en que
estaban inmersos, optaron por ocultar la basura debajo de
la alfombra y durante casi un siglo la bisexualidad de la
sociedad antigua se silenció o, todo lo más, se despachó en
unas líneas, como de pasada, incluso en los manuales que
analizaban exhaustivamente las más nimias peculiaridades
de la cultura griega.
Fue Eric Bethe, en un artículo publicado en 1909, el
estudioso que se atrevió a romper el tabú. Abierta la veda, a
partir de él se comienza a hablar libremente de la
pederastia griega aunque, a menudo, con un tono
exculpatorio que delata la prolongación del prejuicio. Lo cual
parece inevitable puesto que, al fin y al cabo, los estudiosos
son personas a las que la tradición cristiana ha inculcado un
rechazo visceral hacia el pecado nefando en todas sus
formas. Para disculpar este vicio de los griegos algunos
autores intentaron probar que la pederastia no era una
característica consustancial de la admirable cultura egea
sino más bien resultado de una lamentable adaptación al
pueblo dorio que conquistó aquellas tierras hacia el 1100 a.
C. Aceptada tal premisa, no tuvieron inconveniente en
adoptar la expresión eufemística «amor dorio» para aludir
finamente a la pederastia griega.
Se daba por sentado que entre los dorios era costumbre
que un guerrero experimentado tutelase la formación militar
de un recluta, el cual pagaba con favores sexuales la
instrucción y los consejos que recibía. De bien nacidos es
ser agradecidos. El caso es que incluso los propios griegos
llegaron a creer que la pederastia institucional fue, en su
origen, una costumbre doria que pasó de Creta al resto de
Grecia. Así se manifiesta en el tratado de Platón Las leyes.
Aceptado que la pederastia era una costumbre
extranjera, los investigadores no tuvieron dificultad para
suponer que sólo algunos griegos, más bien pocos,
sucumbirían a ella. I A. K. Thomson se refirió a «un pecado
dorio, practicado por una exigua minoría en Atenas»; A. H.
Taylor señaló que «los que lo practicaban eran vistos como
desgraciados tanto por la ley como (...) por la opinión
pública»; Rodríguez. Adrados observó que «la pederastia
griega (...) ha atraído demasiado la atención (...) la han
confundido con la homosexualidad»1; «la pederastia es
propia de regiones dorias como Esparta, Creta, Fjide y de
ciudades jonias como Eretria, Cálcide y Atenas. En Esparta y
Creta, entre la clase doria superior; en general entre las
aristocracias. Además, en el ejército y en las clases
intelectuales de Atenas, Cos y Alejandría»2; «en Atenas no
pasó de ciertos círculos (...) era tolerada»3; el amor
pederástico «no era deseado en Atenas por los padres, que
buscaban alejar a sus hijos de los admiradores»4.
En su afán por exculpar al griego del pecado nefando, los
especialistas llegaron a tergiversar las pruebas hasta el
punto de interpretar de la manera más inocente escenas de
contenido claramente sexual. Por ejemplo, una de las
convenciones del cortejo pederástico, el regalo de una
liebre que hace el adulto barbado al jovencito imberbe al
que intenta seducir, es un tema recurrente de la cerámica
ática. Pues bien, para los eruditos que comentan la repetida
escena se trata de discusiones sobre caza. Por eso el adulto
muestra la liebre al joven.
Otras veces la mucho más explícita escena que
representa al adulto copulando entre los muslos del
adolescente retrata, para los pacatos estudiosos, a una
pareja de luchadores enzarzados en una llave de lucha
grecorromana.
Sólo a partir de los años cincuenta de nuestro siglo
algunos autores comenzaron a reconocer que, si se
consideran desapasionadamente las pruebas, no hay más
remedio que admitir que la pederastia era extensamente
practicada en Grecia, incluso antes de la invasión de los
dorios, y que, en el siglo VI a. C, alcanzaba el rango de
verdadera institución. Esto explicaba, entre otras cosas, que
la mitología griega abundara tanto en parejas
homosexuales, especialmente pederásticas (adulto con
jovencito, Zeus y Ganímedes), y las sospechosas amistades
de algunos héroes homéricos, especialmente Aquileo y
Patroclo.
Recientemente la antropología comparada ha acudido en
auxilio de los estudios clásicos para suministrar una
explicación plausible al origen de la pederastia griega.
Parece que se trata de un rito de paso similar a los que
todavía se observan en ciertas sociedades poco
evolucionadas o primitivas. En éstas, el muchacho, antes de
integrarse oficialmente en el mundo adulto, tiene que sufrir
un noviciado iniciático durante el cual permanece alejado de
la comunidad durante un tiempo, lo que los antropólogos
denominan «segregación». En la Grecia arcaica, la anterior
a la organización política en ciudades-estado, la
«segregación» implicaba que un adulto, que hacía las veces
de tutor y amante, instruyera al novicio en las virtudes
necesarias para ingresar en el mundo de los mayores. La
existencia de esta institución se pone de manifiesto, por
ejemplo, en el rapto ritual practicado en Creta, donde los
amantes adultos o erastaí secuestraban y retenían por
espacio de dos meses a los adolescentes o erómenoi.
Terminado este periodo de segregación, los devolvían a sus
familias.
En Atenas, en la época clásica, la pederastia era propia
de las clases aristocráticas. Las clases bajas seguramente
no tenían en gran aprecio las funciones pedagógicas de la
institución y no la diferenciarían de la homosexualidad
corriente.
Los griegos de la época clásica, aunque plenamente
inmersos en el fenómeno pederástico, no disponían de los
conocimientos antropológicos necesarios para explicar su
origen y alcance. Esto hace que lo justificaran recurriendo a
argumentos históricos o mitológicos. Era opinión común que
la costumbre comenzó en Creta. Aristóteles sugiere que
este tipo de relaciones era regulado y tolerado por el listado
como medio para evitar la superpoblación, pues la isla
disponía de limitados recursos. Los cretenses, por el
contrario, preferían atribuirle un origen mitológico y
contaban que la historia del rapto y violación del mancebo
Ganímedes por Zeus se inspiraba en un suceso real
acaecido entre su mítico rey Minos y un atractivo muchacho.
Este ilustre precedente ennoblecía la institución.
En Creta las relaciones entre un erastés y su erómenos
comenzaban con un secuestro ritual:
 
Con tres o cuatro días de anticipación, el erastés
avisa a sus amigos que piensa ejecutar el rapto.
Ocultar al chico o prohibirle que salga acarrearía la
mayor deshonra para la familia porque significaría
que el chico no se merece tal amante. Si se han
conocido y el pretendiente es de rango y condición
similar a la del mancebillo o incluso más alta, los
familiares fingen perseguir al raptor por seguir la
tradición, pero de buena gana lo dejan escapar. Pero
si el raptor no pertenece a su misma clase, le quitan
al niño de malos modos. No obstante, la persecución
sólo dura hasta que el raptor ha metido al joven en
su propia casa. A efectos prácticos el pretendiente
agraciado se valora menos que el famoso por su valor
o su modestia. Después de esto el amante entrega al
efebo un regalo (...), a continuación celebran un
solemne banquete con los testigos y regresan a la
ciudad. Pasados dos meses el chico es liberado con
ricos regalos. Sus regalos, legalmente establecidos,
son un equipo militar, un buey y una copa, además de
otras cosas valiosas adquiridas con la contribución de
los amigos. [El equipo militar es un símbolo claro de
que, satisfecho el singular noviciado, el joven
ingresaba en el estado adulto.)
El buey se ofrece a Zeus y con su carne el chico
invita a un banquete a sus amigos. Poro si un
muchacho guapo y de buena familia no encuentra
quien lo quiera, esto se considera una deshonra
porque tal rechazo debe obedecer a su mal carácter.
Los chicos que han sido secuestrados [es decir, los
ya iniciados) reciben tratamiento honorífico y se les
ceden los mejores lugares en bailes y carreras, se les
permite que lleven los vestidos que les regaló el
amante y de esta forma se distinguen del resto.
Además, cuando crecen llevan una prenda especial
por la que cualquiera que haya sido kleinós puede ser
fácilmente distinguido El amado se llama kleinós, es
decir, «el famoso, el celebrado»; y el amante, philétor
5
 
La pederastia militar fomentaba tanto la bravura del
erómenos como la del erastés. Cada uno de ellos tenía que
comportarse modélicamente demostrando al otro que sabía
estar a la altura de las expectativas. Como en los torneos
medievales, en los que el caballero ansiaba lucirse ante su
dama. En la época más recia de su historia, los cretenses y
los espartanos llevaron la camaradería hasta sus últimas
consecuencias, sustituyendo la familia por el cuartel. La
población masculina vivía en cuarteles, incluidos los
hombres casados, quienes, no obstante, cuando les
apetecía, escapaban de noche del campamento e iban a
visitar a la esposa con fines procreativos. Eran,
evidentemente, familias atípicas, en las que la autoridad
paternal se había transferido al Estado, que era el
verdadero educador del individuo. Naturalmente la vida de
cuartel estimulaba los encuentros homosexuales. Esto
explica que durante siglos los espartanos fueran objeto de
chistes subidos de tono por parte del resto de los griegos.
En la escena de reconciliación de Lisistrata, cuando por fin
los hombres ceden y renuncian a la guerra y las mujeres,
obtenido su objetivo, desconvocan la huelga sexual, el
personaje que simboliza a los atenienses dice: «Ahora
quiero desnudarme y trabajar el campo», en clara referencia
al coito heterosexual, mientras que el espartano replica: «Y
yo, primero quiero estercolar», lo que alude al acto
homosexual. La comedia ateniense del siglo IV está repleta
de referencias parecidas. De hecho, a nivel popular, los
espartanos eran considerados inventores del coito anal,
incluso del practicado con las esposas.
El secuestro ritual cretense fue imitado en otros lugares
de Grecia como Corinto o Tenas. En esta última ciudad, por
cierto, se suponía que la institución se remontaba a los
tiempos del mítico rey Layo, el secuestrador de Crisipo, hijo
de Pélope.
Según Jenofonte, la especial relación entre un hombre
hecho y derecho y un adolescente tenía carácter conyugal,
aunque sólo fuera durante el tiempo que duraba el enlace.
De hecho, otras instituciones del mundo clásico, no sólo
griego sino también romano, toleraban el rapto como forma
de acceder al estado matrimonial. Evidentemente se
trataba de un rapto tan fingido como el de los adolescentes
cretenses. Incluso entre nosotros ha existido, hasta hace
pocos años, una forma de matrimonio por rapto utilizada
por parejas impecunes de zonas rurales como medio de
soslayar las formalidades sociales. El novio se llevaba a la
novia fuera del pueblo, supuestamente contra el parecer de
las dos familias, y pasados unos cuantos días la nueva
pareja regresaba y seguía viviendo en común.
 

Pintadas en el templo
A la luz de la interesante institución cretense y espartana
adquieren pleno sentido ciertos grafitti hallados por los
arqueólogos en la isla de Tera (hoy Santorini), que hasta
hace poco se tenían por groseramente obscenos (y así los
sigue considerando K. J. Dover)6.
Los grafitti, fechados en el siglo VI a. C, aparecieron en
las proximidades del templo de Apolo Karneios, lo que al
principio se interpretó como indicio de que el desprecio que
los gamberros sienten hacia los recintos sagrados no es
cosa de hoy. Son inscripciones de este jaez: «Aquí Krimón
dio por el culo a Amotion»; «Por Apolo, aquí Krimón dio por
el culo a su país, el hermano de Bathyclés» (la expresión
«su país» —plural, patdes—, puede traducirse por «su
chico», pero también podía significar «chica», «hijo», «hija»,
«esclavo»). "
Reconsiderando la cuestión, algunos estudiosos han
exonerado estas inscripciones de todo carácter soez y,
teniendo en cuenta que muchas de ellas se relacionan con
divinidades educadoras de la juventud, han llegado a la
conclusión de que se trata de auténticos exvotos, de
solemnes inscripciones conmemorativas de la iniciación
ceremonial.
Lo que nos lleva directamente al escabroso tema del
alcance de las relaciones entre el tutor adulto y el educando
adolescente, entre el erastés y el erómenos. ¿Les daban o
no les daban por el culo? Ya entre los griegos de la época
clásica hubo alguna discusión sobre si el amor de los
espartanos a los muchachos era solamente platónico, pero
hay autores antiguos bien informados que testimonian
fehacientemente la carnalidad de la relación. No obstante,
en nuestros días continúa existiendo división de opiniones
sobre tan delicado asunto. Para algunos la sexualidad no
pasaba de coitos interfemorales, es decir, entre los muslos.
Sir Kenneth Dover, defensor de la tesis que excluye la
penetración anal, aduce como prueba la ausencia de
representaciones sodomíticas entre los miles de escenas
amorosas que la cerámica griega nos ha legado. A tenor de
éstas, las fases del coito eran dos: en la primera, el adulto
se aproximaba al muchacho y le acariciaba el rostro con una
mano y los genitales con la otra. A continuación, si el chico
se mostraba receptivo, el adulto le practicaba un coito
interfemoral. Sir Kenneth Dover asevera que la cosa no
pasaba de ahí.
Otros autores discrepan de esta opinión y defienden que
la evidente existencia de coitos interfemorales no excluye
que la prolongación del romance pederástico culminara en
la consumación del coito anal. Al fin y al cabo, si el amor es
búsqueda de la belleza, parece natural que la culminación
del amor fuera la posesión carnal de esa belleza. Los
partidarios de esta opinión aducen en su apoyo que el
testimonio de la cerámica dista de ser concluyente porque
es evidente que los artesanos que dibujaban estas escenas
de cortejo estaban sometidos a ciertos tabúes. Por ejemplo,
cuando representan coitos heterosexuales las modelos
femeninas son invariablemente heteras o putas, nunca
esposas, y sin embargo es evidente que los griegos también
copulaban con sus esposas. Otros detalles, éstos de índole
lingüística, parecen confirmar que la institución pederástica
aceptaba el coito anal. Incluso puede deducirse de ciertos
pasajes que el erastés agarraba el pene del erómenos
mientras lo penetraba analmente.7 En algunos pasajes de
Teócrito de Siracusa (hacia 300 a. C., un escritor nada
sospechoso de sodomía, se menciona claramente una
penetración anal:
 
«Lacón: —¿Y cuándo, que recuerde, aprendí u oí de ti
algo bueno, hombrecillo envidioso y deforme?
»Comatas: —-Cuando te culeaba, y tú sentías dolor, y
estas cabrillas balaban y el macho cabrío las cubrió.
«Lacón: —¡Ojalá te entierren no más profundo que ese
culeamiento, so jorobeta!» (Cf. Teócrito, Idilio V, «El cabrero
y el pastor», vv. 41-43.)
Y más adelante:
«Comatas: —¿Acaso no te acuerdas de cuando yo te
monté y tú, sonriendo, bien te retorcías, agarrado a esta
encina?» (w.l 16-117).
 
Para los defensores de la teoría de la penetración anal
resulta esclarecedor que el verbo dorio que aparece en los
grafitti de Tera, oíphein, entrañe copular con penetración, es
decir, «encubar», dado que los sujetos implicados son
hombres. Por si este argumento no fuera suficientemente
demostrativo, aducen una serie de bellas metáforas alusivas
al ano, que es llamado «capullo» (proktós) y otras veces
«higo» (sykon), una palabra que normalmente designa el
sexo femenino. Si no se tratara de un objeto de deseo,
argumentan los defensores de esta teoría, los griegos no se
molestarían con tanta poesía en la descripción de un
elemento anatómico que, para qué nos vamos a engañar, a
no ser que medie amor e intención, no se caracteriza
precisamente por su belleza. Y no olvidemos que el griego
era un rendido enamorado de lo bello. Por su parte Martin F.
Kilmer hace un esclarecedor análisis del significado de las
aceiteras (lekyzos) que reiteradamente aparecen en la
cerámica decorada con motivos eróticos y liega a la
convincente conclusión de que es un indicador de
copulación anal.8 Finalmente Eric Bethe y Ruppersberg
aducen, transfiriendo al caso griego préstamos
antropológicos de otras sociedades de iniciación pederástica
y algunas pruebas de psicología clínica, que es bastante
probable que los griegos estuvieran convencidos de que el
semen que el erastés eyaculaba en el recto del erómenos
transfería las virtudes viriles del donante.9
Otros reputados autores, entre ellos la doctora Eva
Keuls10, prefieren pensar que el acto sodomítico tendría un
valor psicológico más que físico pues la sumisión sodomítica
humillaba al bardaje o receptor en un acto de
«enculturación». Vaya usted a saber.
Si el alcance de la institución pederástica, en su vertiente
puramente sexual, no está hoy nada claro, consuela algo
saber que los propios griegos de la época clásica también se
interrogaron a veces sobre el origen de la pedofilia ritual.
Algunos la justificaban alegando su origen divino y traían a
colación la popular historia del rapto del mancebo
Ganímedes por Zeus, que lo retuvo en el Olimpo en oficio de
copero. Y, en verdad, en los banquetes griegos (y en los
romanos que los imitaron) se procuraba que los coperos
fueran efebos agraciados, de largos cabellos (tan largos
que, a veces, servían de toalla). En Petronio leemos:
«mancebos alejandrinos derramaban agua enfriada con
nieve sobre las manos de los invitados al tiempo que otros
les lavaban los pies y les escamondaban las uñas con el
mayor cuidado». Una función erótico-asistencial similar a la
de ciertas atractivas camareras de hoy.
En la época clásica se produjo, además, un debate
erudito sobre el carácter de la relación entre Aquileo y su
amigo Patroclo, tan ambiguamente descrita por algunos
autores. Lo escabroso de la relación reside en el hecho de
que los dos amantes eran casi de los mismos años, ya
bastante crecidos y metidos en una edad en que la relación
pederástica bordeaba los límites de la homosexualidad
adulta, un comercio que los griegos toleraban mucho
menos, como oportunamente se verá.
Pero, volviendo a nuestra pregunta, ¿eran o no eran
amantes Aquileo y Patroclo? Parece que lo eran y el papel
del erómenos, el pasivo, le tocaba al belicoso Aquileo, el
invencible semidiós, por ser el más joven de los dos y
todavía imberbe, mientras que Patroclo era mayor y
barbudo. Y no fue el único que levantó el faldellín al temible
héroe puesto que, a la muerte de Patroclo, Aquileo se echó
un nuevo amigo, Antíloco. El asunto era del dominio público
en Grecia; el propio Sófocles, siglos después, escribiría un
drama titulado Achileos erastaí, es decir, «los amantes de
Aquileo». Corriendo el tiempo surgieron dudas sobre quién
era el activo y quién el bardaje en la pareja homérica. Al
erudito Ateneo le pareció que Aquileo era el erastés, pero
Platón se inclinaba por Patroclo. La sustancia de la discusión
radica en que los papeles pasivo y activo de la institución
pederástica no eran intercambiables. El amado que es
educado por el amante debe retribuirlo con afecto (philíá) y
prestación sexual paciente, sin complacerse en ella. Éros
sería censurable. En cualquier caso, algunos autores
defienden que la homosexualidad estaba muy extendida en
la Grecia homérica, aunque otros lo niegan.
Eva Cantarella y otros autores consideran que la
pederastia era una institución típica y honorable y, como
tal, sometida a estrictas reglas. La sociedad trataba de
evitar que las relaciones entre el erastés y su erómenos,
debido a su especial carácter, pudieran convertirse en una
simple tapadera para los corruptores de menores. La
estricta reglamentación era lo que diferenciaba la
institución pederástica de otras formas de homosexualidad
consideradas viciosas por los griegos. Veamos en qué
consistía este código.
 
Capítulo V
Amantes del mismo
sexo
 

La edad del mancebillo


Ya hemos visto que la pareja pederástica canónica
estaba formada por un adulto, el erastés, y un mancebo
imberbe, el erómenos. Los erómenoi eran flores de un día.
Alcanzaban la edad de merecer cumplidos los doce años y
ya se les consideraba demasiado maduros a los dieciocho,
incluso antes si los caracteres sexuales secundarios, el vello
y el cambio de voz, aparecían prematuramente. Esta
contrariedad prestaba sustancia poética para algunos
poemas de lamentación amorosa. La pederastia constituye,
por lo tanto, un estado transitorio ligado a la edad; amor del
hombre mayor al que el mancebo devuelve philia, cariño y
amistad.
Si la edad terminal del erómenos dependía de esta
circunstancia, la inicial estaba más claramente delimitada
por la ley, especialmente en Esparta. Los aficionados a la
carne joven tenían que andarse con mucho cuidado porque
la seducción de un menor se castigaba severamente.
Entre los pederastas existía un cierto debate sobre la
edad ideal del joven amante. En Estratón leemos: «Me
alegra la lozanía del muchacho de doce años, pero mucho
más deseable me parece la del que tiene trece. El que tiene
catorce, es una flor todavía más dulce y el de quince es
incluso más encantador. El de dieciséis es el de los dioses y
el de diecisiete no me cuadra, es cosa de Zeus. Pero si uno
suspira por alguno todavía mayor, ya no es cosa de juego,
lo que está pidiendo es que le den.» Es decir, al que le
gustan granados quizá sea porque es un invertido, un
homosexual pasivo, lo que, como veremos más adelante, lo
convierte en un ser socialmente despreciable. Había un
término peyorativo, philoboúpiús, para designar al que
prefiere pollancones ya granaditos, es decir boúpais. Esta
preferencia se considera perversión, que coloca al individuo
en las lindes mismas de la homosexualidad corriente.
También los erastai debían cumplir ciertos requisitos de
edad si no querían sufrir cierta repulsa social. En ello se
refleja el carácter esencial de la institución pederástica
como cauce para la formación militar y moral del ciudadano.
Un erastés toma sobre sus hombros durante unos años la
instrucción de un muchacho, pero luego, cumplida esa
etapa de su vida, el ciudadano responsable debía renunciar
a las actividades pederásticas para casarse y engendrar
hijos que aseguraran la supervivencia de la ciudad. No
había un término claro para este cambio, pero solía
producirse rebasados los treinta.
Naturalmente, el estado matrimonia] no suponía
impedimento para los que continuaban prefiriendo
mancebillos, o bien la alternancia bisexual. Sófocles, por
ejemplo, mantuvo sus inclinaciones pederásticas toda la
vida. En una ocasión, ya cercano a la vejez, estaba
paseando con Pericles y pasó junto a ellos un mancebo
agraciado: «Adorable muchacho», comentó Sófocles. A lo
que Pericles replicó: «Querido amigo, a un general no sólo
hay que exigirle que tenga castas manos, sino castos ojos.»
Entre la edad límite de los erómenoi y la del comienzo de
los erastai existia un periodo intermedio de inmadurez
sexual, el de los neanískoi, entre los dieciocho y los
veinticinco años aproximadamente, en el que el individua
debía abstenerse de toda actividad pederástica. Esta
prohibición resulta lógica. El estado adulto, al que se
accedía a los dieciocho años, significaba dejar de ser un
objeto pasivo de sexualidad para pasar a serlo activo, pero
es evidente que este cambio no se producía de la noche a la
mañana. Podía darse el caso de que a un chico ya en las
puertas de la madurez, pero todavía desprovisto de la
experiencia de la vida necesaria para ejercer funciones
tutoriales le apeteciera comenzar a ser el sujeto activo de
una relación sexual con otros menores, lo que, de serle
permitido, corrompería la razón última de la institución
pederástica, que no es sexual sino didáctica (se supone).
Del mismo modo era razonable temer que a muchos
erómenoi les podía apetecer una continuación de su
relación con el tutor incluso después de haber traspasado el
umbral de los dieciocho años con lo que, fatalmente,
acabarían convirtiéndose en bardajes. Para evitar estos
peligros, los previsores legisladores determinaban que los
ciudadanos de edades comprendidas entre la mayoría de
edad y los veinticinco años, es decir, los neanískoi, se
abstuvieran de frecuentar el gimnasio (prohibido
expresamente por la ley de Bórea en una estela del siglo II).
Cuando rebasaban la edad de la prohibición, ya cumplidos
los veinticinco, era de esperar que fueran ya plenamente
adultos y, superada la posible ambivalencia sexual propia
de la etapa pasiva, estuvieran más inclinados a los roles
sexuales activos. Aparte de que a esta edad ya habrían
acumulado suficiente experiencia de la vida como adultos y
estarían convenientemente preparados para desempeñar
dignamente el papel instructor con el joven pais que
escogieran.
La ley de Bórea antes mencionada hace extensiva la
prohibición de merodear por el gimnasio municipal a otros
grupos sociales diferentes a los neanískoi, a saber: esclavos,
putos helaireúkotes, borrachos y locos, es decir, a los
individuos carentes de las virtudes ciudadanas necesarias
para formar a un mancebo. Evidentemente también se
excluían los pobres por razones obvias: para pasarse el día
en el gimnasio, cortejando a un doncel y ejerciendo las
funciones tutoriales propias del cargo, había que ser
necesariamente rico y desocupado. La institución
pederástica quedaba, por tanto, limitada a las clases
acomodadas, las depositarías, por otra parte, de la
necesaria instrucción.
Existía otra razón que fomentaba la pervivencia de la
pederastia en la clase alta: los ciudadanos acomodados
tenían grandes dificultades para relacionarse socialmente
con las mujeres de su clase, dado que éstas permanecían
recluidas en el hogar. Sin embargo, las mujeres de clase
humilde gozaban de la libertad que les confería la
obligación de ganarse la vida. Entre ellas, incluso la más
apartada ama de casa podía entrar y salir libremente de su
hogar cada vez que tenía que ir por agua a la fuente.
Quizá sea éste un lugar a propósito para decir algunas
palabras sobre la condición femenina.
 

El complicado cortejo
Regresemos ahora al mundo de los hombres. Los griegos
concedían tanta importancia al deporte como a las
disciplinas intelectuales. Su ideal era el kalós cagathós, es
decir, la belleza del cuerpo y del alma mediante ejercicio
físico y adquisición de virtudes morales. Para conseguir tan
ambiciosa meta, los muchachos de clase acomodada
recibían lecciones de un pedagogo y pasaban gran parte del
día entrenándose desnudos en la palestra o gimnasio
municipal. No había ciudad, por humilde que fuera, que
careciera de un lugar para estos entrenamientos. Los más
modestos se reducían a una pista de tierra pisada situada
en un lugar ventilado y arbolado, cerca de una fuente o de
un río que facilitara la higiene de los deportistas. Cuando se
trataba de una ciudad rica, se añadían columnatas, estatuas
y otras instalaciones lujosas costeadas por el municipio o
por generosos mecenas. En cualquier caso se trataba de
lugares amenos donde era muy agradable estar y pasear.
Allí concurrían los ciudadanos desocupados, entre ellos
muchos mirones en busca de carne joven. El paidopípes, es
decir, el «mirón de muchachos», era toda una institución.
Los espectadores se enzarzaban en animados debates sobre
cuál de los muchachos excedía a los otros en prendas
físicas. Los efebos atrajeron tan poderosamente a los
griegos sensibles que los decoradores de los vasos
masculinizan la figura de la mujer para acercarla al canon
de belleza pederástico apreciado por sus clientes.
La observación de los jóvenes en la palestra produce a
veces arrebatos de pasión poética en las almas más
delicadas. Veamos unos versos de Damóxeno: «Un joven
como de diecisiete años estaba tirando la pelota. Procedía
de Cos, la isla que los produce semejantes a los dioses, y
cada vez que miraba a los espectadores o cogía o lanzaba la
pelota, nos arrancaba un grito porque en todo lo que hacía
manifestaba armonía y carácter. Era la perfección de la
belleza; yo nunca había visto u oído de semejante gracia.
No sé qué hubiera sido de mí si llego a quedarme más
tiempo. Ahora no me siento bien.»1
Ya hemos visto que en las ciudades, especialmente en las
de tradición doria, si creemos a los partidarios del origen
institucional de la pederastia, se consideraba que todo
hombre en edad debía apadrinar a un joven y que todo
joven debía ser apadrinado por un hombre. La pederastia
implicaba la aceptación por las dos partes de una serie de
derechos y obligaciones en una especie de compromiso
nominal asumido ante la sociedad. Por parte del erastés
adulto, la obligación de ejercer la tutoría del mancebo,
educándolo, aconsejándolo y vigilando su formación hasta
hacer de él un ciudadano ejemplar y un soldado valeroso.
Por decirlo en palabras de Jenofonte: «Inspiramos nuestro
amor en los adolescentes y eso mismo los mantiene libres
de codicia y estimula su amor al trabajo y al peligro y
fortalece su humildad y templanza.» Los méritos del joven
se consideraban un reflejo de los de su padrino hasta el
punto de que, si creemos a Plutarco, cuando el muchacho
profería un grito en la palestra era su padrino el que se
castigaba por ello.
 

Escena homosexual entre mancebos. El efebo de la


izquierda, con la cintura previsoramente apoyada en
un cojín, se dispone a penetrar a su vecino. En el
mismo lecho, un tercer participante está preparando
la inserción de un descomunal ólisbos en la vagina de
una dama que se encuentra felando a otro mancebo.
Estas dos últimas figuras no aparecen en la
ilustración. Bajo el lecho hay una palangana.
Nicóstenes, detalle de la decoración de una vasija
(525-510 a. C ), Museo de Boston.
 
Es evidente que la mera remuneración sexual no
compensaba los trabajos y la responsabilidad del tutor. Este
carácter más formativo que sexual de la pederastia se
manifiesta en la actitud de Alejandro Magno al rechazar el
regalo de agraciados jovencitos que groseramente le
ofrecían los persas creyendo que con este gesto ganaban su
voluntad. El verdadero pederasta griego no concebía una
relación íntima con un chapero desconocido. La relación
tenía que ser afectiva, nacida de un cortejo ritualizado y de
la tutela diaria del muchacho.
El tipo de tutoría que el erastés dispensaba variaba
según el modelo de ciudadano propuesto por cada
comunidad. En Esparta se valoraba más que otra cualidad el
valor militar y la disposición heroica, porque el ciudadano
tenía que ser, ante todo, un guerrero.
El carácter militar que la institución pederástica tuvo en
sus orígenes se mantuvo en toda su pureza en las ciudades
más belicosas de Grecia, especialmente en Esparta. Entre
los espartanos era costumbre ofrecer un sacrificio al Amor
antes de la batalla porque «estaban convencidos de que la
seguridad y la victoria dependían de la camaradería de los
amantes que luchan codo con codo». Los amantes se
prestaban mutuo juramento de mantener el campo con
honor y de no desampararse. Una inscripción ática de
finales del siglo VI lo refleja conmovedoramente:
 
«Aquí un hombre enamorado de un muchacho pronunció
el juramento de no abandonarlo en la lucha y en la
lamentable guerra. Yo [la tumba] estoy consagrada a Gnatio
y Ereades, que perecieron en combate.»
El exórnenos no se entregaba inmediatamente a su
erastés, lo que habría sido tenerse en poco. Antes bien,
tenía que hacerse merecer, tenía que conquistar a su objeto
de deseo mediante un prolongado cortejo.
El lector no ignora las leyes del cortejo amoroso tal como
se han desarrollado en el Occidente cristiano: la solicitación
amable de la dama, el vencimiento de sus pudores y
reservas mediante paciencia, halagos, buenas palabras,
pavoneo viril, el fingimiento de que uno es como la otra
persona querría que fuera, la alabanza o disculpa de los
defectos del amado, el reírle las gracias aunque carezca de
ellas y, en una palabra, tragar carros y carretas y soportar
cuanto sea necesario para conseguir lo que se espera:
prometer hasta meter, como establece el sabio refrán
castellano. El erastés griego también sabia de la exhibición
de las virtudes características de una persona equilibrada,
paciente, generosa y liberal, y no desconocía lo referente al
ocultamiento de los defectos contrarios. Además, era ducho
en la ciencia de ganar voluntades con regalos, punto éste
absolutamente esencial y a menudo el más importante de
todos. Todo ello, hoy práctica diaria en las relaciones
amorosas de casi la totalidad del mundo civilizado, no es
sino el reflejo histórico de aquel cortejo pederástico
practicado por los griegos siglos antes de que se
generalizara, abarcando también al amor heterosexual cuya
invención fue, comparativamente, bastante tardía. Las leyes
del cortejo se inventaron para el vencimiento del joven por
el adulto, la rendición amorosa o kharízesthai, luego se
transfirieron con escasas variaciones al cortejo de la mujer
por el hombre. El caso griego no fue excepcional. De hecho,
y volviendo a la antropología, en muchas sociedades
primitivas el elemento sexualmente activo tiene que pagar
los favores del otro mediante regalos. Es posible, después
de todo, que sea designio deja naturaleza más que
resultado de la evolución humana, porque la satisfacción de
un tributo amoroso como condición previa de la
consumación del acto es moneda corriente en la naturaleza
y los zoólogos saben de las miserias y sonrojantes
ceremonias a las que tienen que someterse muchas
especies de insectos, particularmente arañas, y bastantes
pájaros, como condición previa para la entrega sexual de la
hembra.
El hecho es que la convención requería que el muchacho
se hiciese de rogar lo más posible antes de ceder, pues si se
entregaba inmediatamente demostraba su poca valía. Tenía
que disimular sus sentimientos, dejarse conquistar
lentamente con agasajos y regalos después de cerciorarse
de que el interés de su pretendiente no era solamente
sexual sino que buscaba su bien, es decir, su formación en
las virtudes sociales más estimadas.
 

Las procaces vasijas


Nuestro conocimiento de la pederastia griega se basa, en
buena parte, en el estudio de las abundantes escenas
eróticas que decoran la cerámica de lujo (y por lo tanto
usada por las clases acomodadas) especialmente en el
periodo comprendido entre los años 570 y 470 a. C.
Estos vasos suelen reproducir adolescentes en diversas
posturas a cual más sugerente. Probablemente tenían la
misma función embellecedora que las fotos de modelos de
nuestras revistas y de los almanaques que decoran talleres
mecánicos y cabinas de camión. En el caso de la cerámica
griega, algunos temas de corte tradicional se repiten hasta
la saciedad: Eros adolescente, Jacinto, Hilas y otros donceles
mitológicos. Ocasionalmente también aparecen mujeres,
aunque en número notablemente menor al de los
mancebos, lo que muestra la clara preferencia erótica de las
personas refinadas que adquirían este tipo de cerámica.
Además ya hemos visto que el cuerpo femenino
representado es efébico (como esas modelos de hoy que
vistas de espaldas parecen más bien muchachos), lo que
prueba que el ideal de belleza era el del muchacho
adolescente moderadamente formado por el ejercicio y la
vida al aire libre.
En muchas vasijas, especialmente en las áticas del siglo
v a. C, la figura del joven representado va acompañada por
la inscripción kalós, «bello». Más raramente aparece la
inscripción halé, «bella», acompañando a una chica. En
algunas piezas, probablemente procedentes de la mano de
afamados ceramistas que trabajaban por encargo, la
inscripción recoge el nombre del joven. ¿Se trata de un
delicado homenaje del erastés? Como sabemos, los
pequeños regalos del erastés a su amante eran parte
esencial del cortejo, por lo general eran chucherías nada
caras que podían hacer ilusión a un adolescente: una liebre
de largas orejas, un perro. Quizá también les regalaban
bellas vasijas «personalizadas» con el nombre del
muchacho; los caminos del amor son infinitos: «Smikrós es
guapo»; «Hippárkos es guapo», «Leagros es guapo».
También podría tratarse de nombres de muchachos famosos
por su belleza en el momento en que el alfarero fabricó la
vasija. La inscripción «bello» acabó haciéndose tan genérica
que a menudo los ceramistas la usaban sin referencia a
adolescente alguno, simplemente como un elogio al propio
trabajo que traían entre manos. Qué bien me ha salido este
cacharro: [kalósl La satisfacción del ceramista se pone de
manifiesto incluso de modo explícito: «Eufronio nunca hizo
otra tan bonita.» No obstante, el adjetivo siempre mantuvo
su valor como epíteto del erómenos en una situación
pederástica. El propio Fidias se atrevió a inscribir el nombre
de su amado «bello Pantarlces» en el dedo de la estatua de
Zeus en Olimpia. Otros enamorados menos conspicuos
legan igualmente en su obra el nombre del objeto de sus
sueños. En un ladrillo vemos garrapateado el homenaje del
humilde tejero: «Hipeo es bello, eso le parece a
Aristomedes.»2 Incluso en losas sepulcrales: «Filocles el
Argivo es bello; lo anuncian en las columnas de Corinto y en
las lápidas sepulcrales de Mégara y hasta en los baños de
Anfiara está escrita su gracia. Pero ¿qué falta hace el
testimonio de las piedras si todo el que lo conoce lo
admite?»3
En algún caso el código amoroso expresado por las
inscripciones halos se pervierte por obra de un ceramista
bienhumorado que produce una pieza humorística. En una
vasija que retrata un sátiro horrendo la inscripción
acostumbrada se sustituye por stysippos («pollatiesa», de
styein, «empalmarse»).
 

Cuestión de longitud
La irrupción del sátiro con su generosa dotación genital
parece buen pretexto para introducir el tema de las medidas
canónicas.
Los pederastas griegos concedían gran importancia a los
genitales de sus jóvenes amantes. Ya hemos visto que a
menudo los vasos los retratan en actitud de acariciarlos. La
contemplación de los genitales de los chicos resulta al
pederasta tan estimulante como al heterosexual un
desnudo del sexo opuesto. A tenor de lo que vemos en la
cerámica, a los griegos les gustaba el erómenos de pene
pequeño y delgado, terminado en un prepucio
comparativamente largo. Y hay que descartar que se trate
de torpeza de los dibujantes porque, además de repetirse
una y otra vez con escasas variaciones, el escroto lo pintan,
sin embargo, de tamaño normal, lo que a veces desentona
en el conjunto debido a la pequeñez del pene propiamente
dicho, que parece desproporcionada. Otra peculiaridad del
erómenos típico es que presenta los muslos anormalmente
gordos, quizá porque de este modo resultaban más
apetecibles para el coito interfemoral.
Estos detalles anómalos han ocupado las vigilias de los
estudiosos. ¿Cor qué demonios pintan los penes tan
minúsculos, tan alejados a la medida estándar del
ciudadano europeo que son 9,51 centímetros de longitud y
2,53 de diámetro?4 Sin embargo, cuando retratan un pene
erecto le atribuyen una longitud y grosor normales. Hay que
concluir que trataban de imitar la perfección y desde el
punto de vista del amante, el erastés o pederasta activo,
se prefería a un amado de sexo aniñado, como expresión de
modestia y subordinación, de pasividad en la relación
homosexual. Con el tiempo simbolizaría, además, juventud.
Esto explica que Heracles y otros héroes o dioses que se
supone deben ser atractivos luzcan esos atributos tan
ridículos: es por el valor del símbolo. Por el contrario,
cuando se retrata a sátiros o personajes mostruosos, se les
suele dotar de penes enormes. También es cierto que los
sátiros son personajes muy genitales, y seguramente objeto
de fantasías sexuales, siempre aparejados para la lujuria,
con la ensoberbecida herramienta en posición de ataque y
muy a menudo masturhándosela. En el mismo contexto
burlesco hay que situar el texto de Estratón que compara la
verga de Diocles cuando sale de una piscina a Afrodita
saliendo del mar.
La iconografía heterosexual griega parece participar de la
convención de la pederástica. El macho-macho suele
representarse dotado de pene pequeño y culo musculoso y
apretado. Por el contrario, y quizá por contraste, el pene
grande y el culo flojo significaron tendencia a la
homosexualidad pasiva. Ello se manifiesta en algunos
grupos pictóricos. El héroe griego retratado, por ejemplo
Heracles, luce pene minúsculo, pero los circuncisos egipcios
que se le enfrentan lo aventajan sobradamente en
arboladura sexual. Lo que significa que el pene grande era
expresión de la fealdad de las razas circuncisas. Hay que
suponer que estos criterios estéticos fueron puramente
masculinos y que probablemente las mujeres, de haberse
pedido su opinión, no habrían ocultado sus preferencias por
un sexo de mayor presencia y volumen dado que,
exceptuando a las psicoanalistas, ellas raramente acatan
ese autocomplaciente y piadoso mito masculino que
sostiene que el tamaño carece de importancia.
En el arte griego, tan minucioso en la representación de
los genitales masculinos, se observa escaso interés por
retratar los femeninos, si bien éstos aparecen, siempre algo
idealizados, en muchas vasijas corintias.
Aparte de los miembros proporcionados y de las
facciones armoniosas, los griegos concedían gran
importancia a la belleza de los ojos. En un fragmento
atribuido a Aristóteles leemos: «No hay atractivo para un
amante como los ojos, en los que yace el secreto de las
virtudes juveniles.» Es el viejo tópico de los ojos como
ventana del alma. Todavía hoy, en la apreciación estética de
Occidente, los ojos ocupan un lugar fundamental quizá sólo
superado por las tetas en la mujer y el trasero en los
hombres. En segundo lugar, los griegos tal vez apreciaran el
cabello.
La cerámica recoge con fidelidad notarial las distintas
etapas del cortejo y sus posibles incidencias, desde la
conversación inicia] hasta la consumación del coito
interfemoral, pasando por las caricias más o menos
intensas, por los regalos, por el rechazo del joven que, de
este modo, se hace valer, etc. A veces las escenas desfilan
ante nosotros por la redondez de la brillante vasija con la
espontaneidad y la gracia de un cómic; incluso con los
característicos «bocadillos» en los que se recogen las
palabras de los personajes. Un entusiasmado erastés ruega
a su muchacho: «Déjame.» Y el éramenos se resiste:
«Estáte quieto.»
Todo este fascinante teatro se despliega ante nuestros
ojos en las vitrinas de los museos, en unas vasijas
fabricadas medio siglo antes de que Platón expusiera sus
conclusiones sobre pederastia en El banquete y antes de
que las comedias de Aristófanes pusieran en solfa los
abusos de esta clase de relación. Después de este periodo,
a lo largo del siglo IV a. C, la pintura de escenas eróticas en
los vasos decae y es sustituida por otras modas decorativas.
 

El amor perfecto: efebo o mujer


El amor, esa locura transitoria que se apodera del
individuo y que lo hace preferir el bien de la persona amada
al interés propio en flagrante conculcación de la ley natural,
surgió como un fenómeno típicamente pederástico. El
hombre enamorado de otro aparece en la literatura griega a
partir del siglo VII a. C, en la relación entre hombre maduro
y efebo. Solamente siglos después se divulgó el mismo
sentimiento en la esfera heterosexual, que se desarrolla
plenamente en época alejandrina. No obstante, conviene
recordar que ya en el siglo vil a. de C. Arquiloco de Paros
había de un amor heterosexual que «traspasa los huesos»5
y su coetáneo Alemán, Igualmente heterosexual, habla de
«el Amor que, por voluntad de Afrodita, penetrando dulce
me enciende el corazón»6.
La más divulgada formulación del amor pederástico, y de
su superioridad sobre el heterosexual, se contiene en Platón
{Elbanquete, 178b-178e):
 
Amor es el dios más antiguo y además de ser el
más antiguo es principio, para nosotros, de todos los
bienes. Pues yo al menos no puedo decir que exista
para un joven recién llegado a la adolescencia mayor
bien que tener un amante virtuoso o, para un
amante, que tener un amado. Pues, en efecto, la
norma que debe guiar durante toda la vida a los
hombres que tengan la intención de vivir
honestamente, ni los parientes, ni los honores, ni la
riqueza, ni ninguna otra cosa son capaces de
inculcarla en el ánimo tan bien como el amor. Y, ¿cuál
es esta f, norma de que hablo? La vergüenza ante la
deshonra y la emulación en el honor, pues sin estos
sentimientos es imposible que ninguna ciudad, ni
ningún ciudadano en particular, hagan obras grandes
y bellas. Es más, os digo que cualquier enamorado, si
lo descubren cometiendo un acto deshonroso o
sufriéndolo de otro sin defenderse por cobardía, no
le dolería tanto si lo hubiera visto su padre, sus
compañeros o cualquier otro como que lo haya visto
su amado. Y de la misma manera también vemos que
el amado siente sobre todo vergüenza ante sus
amantes cuando es sorprendido en alguna acción
innoble. Por consiguiente, si hubiera algún medio de
que llegara a existir una ciudad, un ejército
compuesto de amantes y de amados, de ningún modo
podrían administrar mejor su patria que
absteniéndose, como harían, de toda acción
deshonrosa y emulándose mutuamente en el honor. Y
si hombres tales combatieran en mutua compañía,
por pocos que fueran, vencerían por decirlo así, a
todos los enemigos, ya que el amante soportaría peor
sin duda el ser visto por su amado abandonando su
puesto o arrojando las armas que serlo por todos los
demás y antes que esto preferiría mil veces la
muerte. Y en cuanto a abandonar al amado o dejar de
socorrerlo cuando se encuentre en peligro (...] nadie
es tan cobarde que el propio Amor no le inspire un
divino valor, de suerte que quede en igualdad con el
que es valeroso por naturaleza. En una palabra, ese
ímpetu que, como dijo Homero, inspira la divinidad
en algunos héroes, lo procura el Amor a los amantes
espontáneamente.
 
Es posible que los filósofos del Siglo de Oro ateniense
hubiesen ejercido la pederastia con sus discípulos. El
ambiente de los diálogos platónicos es claramente
homosexual. A Sócrates se le atribuye: «No puedo recordar
una época en la que no haya estado enamorado.» Diógenes
Laercio asegura que Sócrates, de joven, había sido el
favorito de su maestro Arquelao y tan entregado a la
sensualidad como después se entregaría a la filosofía.
Según Platón, Sócrates definió éros como aspiración a la
belleza divina, al conocimiento supremo a través de la
belleza, una vez superado lo meramente carnal. En su
actitud se distinguen dos fases: en El banquete (177d y
198d), no tiene inconveniente en ufanarse de que de lo
único que entiende es de asuntos de amor. En otros pasajes,
sin embargo, pone reparos al amor de los jóvenes: «Te
aconsejo, querido Jenofonte, que cuando veas un joven
hermoso huyas de él tan rápidamente como te sea posible.»
Los discípulos del gran filósofo aseguraron que su philía por
la sabiduría era más fuerte que su éros por la carne, lo que,
sin duda, es el inicio del platonismo. Quizá alguien pudiera
pensar que el gran filósofo, como todo hijo de vecino,
propende a considerar el sexo según las urgencias de cada
edad: en la juventud es lo mejor del mundo; en la vejez es
un incordio perfectamente prescindible. Pero tal vez sea
llevar la interpretación demasiado lejos y podamos concluir
que cuando el filósofo abomina del sexo sólo está
censurando los excesos que en su tiempo estaban
pervirtiendo a la institución pederástica. El hecho es que en
su madurez, cuando ya su reino no era de este mundo,
Sócrates se abstenía de los muchachos, aunque le siguieran
gustando.
En cualquier caso la supuesta semilla de Sócrates
germinó poderosamente en Platón, su discípulo, y gran
defensor del amor pederástico como camino hacia la
Belleza y el Bien. Platón es claramente un pederasta y un
homosexual, al menos de pensamiento. En Pedro (251a)
llega a denominar al amor heterosexual «contrario a la
naturaleza» .
Los partidarios de la pederastia, muchos de ellos gente
de letras, transmitieron historias ejemplares que
demostraban su excelencia. Veamos una de ellas:
 
En Heraclea, ciudad de la Italia meridional, había
un chico llamado Hiparino, hermoso y de noble
familia, que era amado por Antileón, el cual por más
que lo intentaba no conseguía lograr su favor. En el
gimnasio siempre estaba a su lado y no se cansaba
de declararle su amor y de prometerle que sería
capaz de hacer cualquier cosa que le mandara. El
muchacho, de broma, le dijo que en ese caso le
trajera la campana de un castillo celosamente
custodiado por Arquelao, pensando que no sería
capaz de realizar tan difícil misión. Pero Antileón
entró subrepticiamente en el castillo, mató al guardia
de la campana y luego, cuando regresó al muchacho
—quien mantuvo su promesa—, se hicieron íntimos y
desde entonces se amaron intensamente. Ocurrió, sin
embargo, que el propio rey se enamoró del mancebo
y Antileón, asustado por sus amenazas, rogó a éste
que no pusiera su vida en peligro rechazando a tan
poderoso pretendiente porque el tirano tenía poder
para cumplir sus amenazas y salirse con la suya. No
obstante, atacó personalmente al tirano a la salida
de su casa y lo mató, tras de lo cual intentó huir y sin
duda habría escapado de no entorpecer su fuga un
rebaño de ovejas que en aquel momento pasaba por
la calle. La ciudad, liberada por la muerte del tirano,
erigió estatuas a los dos amantes, Antileón y su
mancebo, y aprobó una ley en virtud de la cual se
prohibía el tránsito de rebaños de ovejas por las
calles de la ciudad.7
 
La primera poesía amorosa fue, en su mayor parte, más
pederástica que heterosexual: «Un hermoso joven, tierno,
imberbe. ¡Quién pudiera morir abrazado a él y alcanzar un
epitafio», leemos en un poeta desconocido. Y en Filóstrato:
«La corona de olivo adorna al atleta; la alta tiara, al gran
rey; el yelmo, al guerrero, pero la rosa es el adorno de un
hermoso muchacho porque se le parece en fragancia y
color. No eres tú el que se adorna con rosas sino las rosas
las que se adornan contigo.» Y hay un largo etcétera hasta
llegar al certero Anacreonte: «¡Oh, muchacho, que miras
igual que una doncella, te estoy mirando y tú no me haces
caso porque no sabes que eres el auriga de mi alma!»
En convención poética, el amante a veces se llamaba
«lobo» y el amado «cordero». Un epigrama de Estratón: «...
después de la cena, yo, el lobo, encontré un cordero a la
puerta, el hijo de mi vecino Aristodico, y rodeándolo con los
brazos lo besé con ánimo alegre y le prometí muchos
regalos».
En la época clásica algunos intelectuales se enzarzaron
en reñido debate sobre cuál de los dos amores era más
satisfactorio, si el de una mujer o el de un muchacho. Casi
todos se inclinaban por el del muchacho alegando su
componente espiritual, nacido de la comunión de dos seres
inteligentes. El muchacho, como alevín de hombre, era
portador de valores eternos; la mujer, no; o, al menos, no de
manera tan clara. Ya se sabe: ellas piensan con la matriz
(kystéra), no con el cerebro (para que se vea a qué
aberraciones pueden conducir las actitudes sexistas). La
mujer era considerada por muchos una deficiente mental,
veamos lo que opina un personaje de cierto diálogo
atribuido a Luciano: «El matrimonio es para el hombre una
necesidad vital y algo precioso, cuando sale bien (...) pero el
amor de los muchachos es el privilegio de los sabios, porque
una perfecta virtud es absolutamente impensable en la
mujer.»8 Claro que los testimonios de Luciano no son para
tomarlos al pie de la letra porque casi siempre habla
irónicamente.
A veces el poeta se encuentra en la terrible tesitura de
escoger entre el amor de una mujer y el amor de un
muchacho:
 
Cipris me incendia con llamas de amor femenino
y las bridas de Eros a los hombres me llevan.
¿A quién sigo? ¿A la madre o ai hijo? Ella misma lo dice:
este niño atrevido se sale con la suya.
 
Es decir, gana el muchacho.
Platón contrasta los dos posibles amores, el de Afrodita
Pandemos (heterosexual) y el de la Urania (homosexual). El
amor heterosexual «es vulgar y propio de hombres de baja
estofa (...) los que aman los cuerpos más que las almas y
prefieren al amante cuanto más necio mejor, porque sólo les
preocupa satisfacer su deseo, sin preocuparse de que el
modo de hacerlo sea bello o no (...). En cambio el amor de
Afrodita Urania, que no participa de la hembra sino del
varón solamente, es decir, de los muchachos (...); está libre
de arrebatos (...). A los que inspira el sexo masculino, aman
el sexo de los que tienen más vigor y una inteligencia
superior» (El banquete, 181a-c).
No obstante lo dicho, en Las leyes, compuesta hacia el
final de su vida, Platón establece una diferencia esencial
entre el amor heterosexual, que sigue la tendencia de la
naturaleza, y el homosexual, que es contrario a la
naturaleza y «un delito causado por la incapacidad de
controlar el deseo de placer».
La institución pederástica, que a tenor de los testimonios
parece experimentar su auge a finales del siglo vi y
comienzos del V, la generación de la milicia que derrotó a
los persas, vive con mentalidad abierta el hecho
homosexual. El erómenos debe mostrar discreción,
modestia y respeto por los mayores. A muchas antiguas
leyendas de amistades heroicas se les añade un contenido
homosexual de erastés-erómenos que antes no se percibía
tan claramente. Pero, a pesar de tan excelentes valedores,
la institución pederástica entró en declive casi
inmediatamente. Las causas fueron muchas, pero quizá la
principal fuera la evolución de la sociedad que dejó obsoleto
el modelo pedagógico que preconizaba. Por otra parte, los
mancebos de las nuevas generaciones se habían vuelto
exigentes y abusones. En los buenos viejos tiempos de la
cerámica ática, el erómenos se conformaba con los
consabidos regalos casi simbólicos a lo largo del cortejo: un
gorrión, un petirrojo, una codorniz, un perro, una liebre; pero
las nuevas generaciones se habían despabilado y sus
pretensiones, epitágmata epitáttein, eran abusivas: dinero,
regalos caros, caballos y cosas así. Es decir, la institución
completamente desvirtuada y el efebo prostituyéndose
como una hetera. En los poemas homoeróticos de Teognis
encontramos amargas quejas de la indiferencia de los
mancebos, tan alejada de la philía de los primeros tiempos:
«El joven y el caballo tienen igual comportamiento pues el
caballo no llora por su jinete que yace en el polvo sino que,
hartándose de cebada, se deja montar por el que le sucede;
igualmente el joven ama al que se encuentra presente.» Es
decir, nuevamente un comportamiento más cercano a la
prostitución que a otra cosa.
A partir de Aristóteles, la pederastia fue perdiendo
partidarios entre los pensadores hasta hacerse francamente
detestable para los cínicos, los estoicos, los epicúreos y
otras filiaciones filosóficas. Empero, nunca le faltaron
partidarios en los ambientes intelectuales, especialmente
entre los poetas.
Cuando la institución pederástica estaba en plena
decadencia, en las ciudades que la habían desligado de su
carácter militar, todavía se produjeron episodios tan
aleccionadores como la gesta del batallón tebano que
confirmó la robustez de la pederastia militar. El famoso
batallón tebano estaba compuesto por trescientos guerreros
que formaban parejas unidas por un juramento de amor y
amistad. El batallón tuvo una existencia efímera: sólo
treinta y tres años, a lo largo de los cuales es de suponer
que se renovarían muchas parejas por jubilación de las
antiguas. Su bautismo de sangre fue la batalla de Leuctra
(371 a. C), en la que combatieron admirablemente. A partir
de entonces ganaron fama de invencibles hasta su derrota y
aniquilamiento en Queronea (338 a. C.}. Cuando el
vencedor, Filipo de Macedonia, recorrió el campo de batalla
observó que los cadáveres de los famosos trescientos del
batallón tebano sólo presentaban heridas en el pecho:
habían muerto sin ceder un palmo de terreno. El
macedomo, conmovido, murmuró: «Malhaya el que difame
a estos hombres.»
Pero el pabellón tebano, en su tardía época, fue la
excepción más que la regla. Ya las grietas comenzaban a ser
visibles incluso en las partes más sólidas del edificio
pederástico. Incluso los alcances de la intimidad de la pareja
comenzaron a cuestionarse. Ya hemos visto que, a cambio
de la dedicación del adulto, el joven otorgaba su sumisión y
los dones de su juventud en forma de prestación sexual,
tanto si era sólo femoral, como algunos quieren, como si
anal. No obstante, en el siglo IV a. C. algunos espartanos
negaban que existiera relación sexual entre sus erastai y
sus erómenoi, por más que múltiples indicios prueben lo
contrario. En Atenas circulaban muchos chistes acerca de
los hábitos sexuales espartanos, no sólo la pederastia, sino
la homosexualidad entre adultos ya granados y con barba
crecida. Incluso usaban el verbo «laconizar» con el doble
sentido de imitar los vestidos y costumbres de Laconia, la
región de Esparta, y de dar por el culo.
Los llamados Treinta Tiranos, que gobernaron Atenas
hasta 403 a. C, eran enemigos declarados de la institución.
La revisión moral persistió en el nuevo gobierno y una de
sus consecuencias fue la muerte de Sócrates, acusado de
corromper a la juventud (¿por el sexo o por las ideas
revolucionarias?) y condenado a suicidarse bebiendo cicuta.
No obstante, la pederastia se mantuvo en ciertos círculos
elegantes hasta la era cristiana e incluso influyó
decisivamente en otros pueblos admiradores de la cultura
griega. El más famoso e ilustre de los romanos, Julio César,
practicó la pederastia en las dos edades de su vida, primero
como mancebo del rey Nicomedes de Bitinia; y más
adelante compaginó esta inclinación con la heterosexual, de
manera que los romanos lo tuvieron por «marido de todas
las mujeres y mujer de todos los maridos».
El cristianismo, declarado religión oficial del imperio,
reprimió severamente la homosexualidad y consiguió
relegarla a la categoría de vicio secreto, o pecado nefando.
No obstante, la nueva valoración de la cultura pagana
grecolatina en el Renacimiento europeo favoreció una
floración de la institución pederástica en ciertos círculos
elegantes de las cortes europeas. Muchos artistas e
intelectuales italianos, incluso grandes figuras en la corte
papal, fueron pederastas. Y el amor pederástico volvió a la
más alta poesía e inspiró los sonetos de Shakespeare o la
notable colección que Miguel Ángel dedicó al joven Tomasso
di Cavaliero.
 

El mundo gay
Los griegos, como muchos pueblos de la antigüedad,
eran bisexuales. Al margen de la pederastia institucional,
que, como hemos visto, se justificaba en ciertas clases
sociales por cumplir una esencial función pedagógica,
existieron otras formas de homosexualidad sin otro objetivo
que la obtención de placer. Muchos griegos se entregaron
abiertamente a ella, unas veces por propia inclinación, otras
como sustituto, por carencia de mujeres. Esto explica que
las relaciones homosexuales se toleraran en ciertas
situaciones. En un texto, evidentemente hiperbólico, de
Euhulo, poeta cómico del siglo IV a. C, leemos; «[durante
los largos diez años que duró el sitio de Troya ningún griego]
tuvo una hetera que llevarse a la boca; (...). Fue una
campaña bastante mísera: por capturar una ciudad
regresaron a casa con los culos mucho más ensanchados
que las puertas de la ciudad conquistada».9
En la pareja griega, homosexual o heterosexual, las
funciones estaban claramente determinadas y no eran
intercambiables: un individuo es activo, el que penetra, y
otro es pasivo, el que se deja penetrar. Una sátira de la
antología de Sternbach (XI, 272) define a estos últimos: «No
quieren ser hombres pero no nacieron mujeres; no son
hombres, ya que consienten que los usen como mujeres;
son hombres para las mujeres y mujeres para los hombres.»
El pasivo y el activo se diferencian igualmente en los
verbos que pueden tener sentido sexual: dar es poiein y
recibir páskhein.
En la sociedad cristiana, debido a la intromisión de la
jerarquía eclesiástica en los hábitos sexuales de sus
feligreses, la conducta heterosexual u homosexual de un
individuo delimitaba claramente su catalogación moral y
social. Entre los griegos no existía tal distinción. Ellos
diferenciaban claramente entre comportamiento activo o
pasivo. La moral sexual griega, y luego la romana,
despreciaba solamente al bardaje, es decir, al homosexual
pasivo, pero no dudaba de la virilidad de los activos, a veces
llamados «los peludos» (lásioi), una referencia claramente
viril. Por el contrario, los pasivos (kínaidoi, de donde el latín
cínaedus) eran objeto de befa, no hay más que ver la
cantidad de chistes que se hacen en las comedias de
Aristófanes a costa de los derivados de trasero (pygé):
katapygon o hatapygaina (en su forma femenina,
equivalente a nuestra «loca»). En una comedia (Los
caballeros, 381), Aristófanes denomina al personaje Cleón
«inspector de los traseros» y, por cierto, menciona las
enfermedades que causa la praepostera Venus.
No obstante, también hubo griegos que rechazaban
igualmente el papel pasivo como el activo. En un discurso
de Lisias, orador del siglo v a. C, el acusado se siente
abochornado de que salga a relucir en el juicio cierta
relación que mantuvo con un mancebo de Platea.10
Había muchas más posibles denominaciones para
bardaje, a cual más cruel, que las arriba mencionadas. De
proktos («ano») derivaban euryprakloi («culianchos») y
por extensión, exagerando el chiste, khaunóproktoi y
lakkáproktí>i («los que tienen el culo como una cisterna»).
En el extremo contrario se consideran los viriles, los del
«culo estrecho», es decir virgen, los stenóproktos. A los
maricas delicados, de pálida tez, se les llamaba también
leukópygoi («culos blancos»), y por contraste los macho-
macho eran denominados melanpygoi («culos negros»).
El insulto einypraktas («culiancho») tenía una variante
mímica consistente en mostrar el puño cerrado con el dedo
anular erecto. Este gesto, ho mesós dáktylos, equivalía a
mandar a tomar por el culo, es decir, skimalizein. Advierta
el lector que todavía hoy esa señal continúa significando lo
mismo en el idioma internacional.
A nivel popular, los chistes de homosexuales estaban a la
orden del día, así como las alusiones y chascarrillos
pretendidamente graciosos como el que señala la escasa
potencia del pedo de un bardaje.
El famoso orador Demóstenes era apodado Batíalos («el
tartamudo») por aquel defecto que sufrió en su infancia y
juventud que él logró superar a fuerza de coraje. Pues bien
sus enemigos, haciendo un juego de palabras, suprimían
una t del apodo y lo llamaban Bátalas («trasero»),
sugiriendo que era bardaje o sodomita paciente.
 

Safo y las lesbianas


Hemos visto que la homosexualidad masculina alcanzó
gran difusión en Grecia y que en su forma más común, la
pederastia, fue elevada al rango de institución. Sin
embargo, de la homosexualidad femenina, que
probablemente fue tan intensa como la masculina y que en
ocasiones tuvo un carácter propedéutico similar, se sabe
muy poco, casi nada. A pesar de ello, las palabras con que
los idiomas europeos designan el amor entre mujeres
proceden del griego: decimos lesbianas por la isla de Lesbos
donde, al parecer, abundaron las mujeres que preferían
compañía femenina. Luciano de Samosata menciona las
mujeres de Lesbos «con pinta de hombres, que no quieren
tener comercio con hombres, sino que ellas mismas se
acercan a las mujeres como si fueran hombres». No cabe
mayor claridad. Además, los sexólogos antiguos designaban
a veces como «tribadismo», del griego tribás, la inclinación
de ciertas mujeres a «realizar actos sexuales en común».11
El amor entre mujeres merece escasa atención en las
fuentes que nos informan de las costumbres sexuales
griegas, es decir, en el mito, la literatura y la cerámica.
Quizá sea porque la sexualidad femenina pareció irrelevante
a los griegos. En Aristófanes, manantial inagotable de toda
clase de noticias, sólo espigamos una mínima referencia
cuando se menciona la existencia de hetairístriai; otra
aparece en Plutarco cuando asegura que las espartanas
casadas se enamoraban de muchachas. Parece que se trata
de una pederastia femenina compensatoria, dado que los
hombres eran tan machos que vivían acuartelados y
preferían el certamen de cuescos en el dormitorio
regimental que huele a tigre, a la noche apacible y el
reparador sueño poscoital con la mano inserta entre los
suaves muslos de la esposa. (También, curiosamente, en
Lesbos la pareja más común era de mujer y jovencita; sin
embargo, aunque el carácter formativo de la relación es
evidente, parece que se establecía sobre bases más
igualitarias que la pederastia masculina.)
Un pasaje bíblico, en la Epístola a los romanos de San
Pablo, parece que alude a la homosexualidad femenina:
«Las mujeres mudaron el uso natural en uso contra natura y
del mismo modo también los varones» [Rom., I, 26-27), lo
que dio pie a que Ambrosio, obispo de Milán en el siglo IV,
asegurara que Dios para castigar la idolatría hizo que las
mujeres desearan sexualmente a otras mujeres.12 Es decir,
tomando a la letra la propuesta del prelado, la
homosexualidad femenina sería institución divina.
Poco más sabemos de lo que atañe al lesbianismo griego.
En un polémico fragmento de Safo, el 99lp, verso 5, parece
que se lee olisbodukuis en el sentido de «receptora de
álisbos», es decir, del consolador. En la cerámica aparecen a
veces grupos de mujeres que manipulan estos ólisboi.
¿Escenas de lesbianismo en grupo? Es posible, pero también
debe tenerse en cuenta que también las heterosexuales
usaban consolador.
Con Safo aparecen menciones explícitas del amor entre
féminas, especialmente desde que la poetisa de Lesbos
convierte en alta sustancia literaria su ardiente sensibilidad.
En los siglos alejandrinos y romanos el tema se prodigó
más, como casi todo, quizá porque se han conservado
abundantes testimonios de esta época. Hubo incluso un
tratado sobre posturas homosexuales femeninas, obra de
Filanis de Leucadia, mencionada por Luciano de Samosata.
El mismo autor reproduce una conversación de lesbianas no
exenta de interés. Una tal Leena habla de su experiencia
homosexual, ele la que dice estar avergonzada «por lo
antinatural». La corruptora de Leena ha sido Megila, «la rica
lesbia», que es muy viril. Leena cuenta cómo fue su
iniciación: después de una fiesta estaba acostada entre
Megila y una amiga de ésta, una tal Demonasa: «Al principio
me besaban como los hombres, no sólo ajustando sus labios
a los míos, sino con la boca abierta, y me abrazaban
apretándome las tetas. Demonasa incluso me mordía
mientras me besaba [... De pronto] Megila se quitó la peluca
de la cabeza (...) y apareció pelada al cero, y afeitada como
hacen los atletas muy viriles. Yo, al verla, me quedé turbada
pero ella me dijo: "¿Has visto alguna vez, Leena, a un
muchacho tan hermoso?" "Yo no veo aquí a ningún
muchacho, Megila", le contesté. "No me afemines —dijo—
pues yo me llamo Megilo y hace tiempo que me casé con
Demonasa; es mí mujer."»

Amantes del mismo sexo


Este vaso es una de las rarísimas pruebas de
lesbianismo que aparecen en la cerámica ática.
Según unos autores, la mujer agachada masturba a la
que en pie sostiene una vasija, pero otros creen que
simplemente le está perfumando el monte de Venus.
Apolodoro, detalle de la decoración de un vaso
(515-495 a. C), Museo de Tarquinia (Archivo Oronoz).
 
La sorprendida Leena se ríe y pregunta por el miembro
viril del presunto Megilo, a lo que la aludida replica: «No lo
tengo; pero no lo necesito en absoluto; tengo una manera
muy propia y mucho más agradable de hacer el amor, como
vas a ver.»
Leena, que es una chica despierta y siempre abierta a
nuevas y enriquecedoras experiencias, se dejó hacer «en
vista de sus súplicas insistentes y de que me regaló un
valioso collar y finísima lencería. Luego yo la abracé como a
un hombre y ella puso manos a la obra y me besaba y
suspiraba y daba la impresión de que disfrutaba de una
manera exagerada».
Quizá el intrigado lector se esté preguntando por el
modus operandi que utilizaba Megila. Eso mismo se
preguntaba Clonnarion, la interlocutora de Leena, hace
dieciocho siglos: «¿Y qué te hacía, Leena, y cómo lo hacía?
Dime esto, sobre todo.»
La respuesta sigue fresca y aleccionadora, bendito seas,
Luciano de Samosata: «No preguntes con tanto detalle, que
es de mal gusto. Aparte de que, te lo juro por Afrodita, no te
lo podría decir» [Diálogo, V).
Me pregunto si aquella resuelta lesbiana del siglo 11,
Megila, sería lejana descendiente de la poetisa Safo. Safo
nació en la isla de Lesbos a finales del sigloVII a. C, cuando
todavía la mujer griega acomodada no estaba confinada al
gineceo, a la rueca y a lavar pañales. Esta circunstancia, y
el hecho de que naciese en una familia con posibles, explica
que recibiera una razonable cultura y pudiera dedicarse a la
poesía. Su producción debió de ser extensa a juzgar por los
nueve libros en que los gramáticos alejandrinos compilaron
sus odas. Lástima que sólo se haya conservado un poema
completo, una parte de otro y algunos fragmentos aislados
del resto. Pocos versos y además muy contaminados y en
ocasiones prácticamente ininteligibles o de difícil
interpretación.
Toda la vida de Safo transcurrió en Mitilene, excepto los
quince años que pasó en Sicilia, desterrada, si damos
crédito a una inscripción del siglo III. Por lo demás, poco
sabemos de ella: que tenía tres hermanos, que estuvo
casada, que tuvo una hija llamada Cleide, y que tutelaba a
un grupo de muchachas enamoradas de la poesía, la música
y el canto, una especie de academia poética dedicada a
finezas y dengues: perfumarse, tañer, cantar, danzar,
recoger florecillas, trenzar guirnaldas, engalanarse el
cabello. Aquellos cuerpos gloriosos, uno así se los imagina,
blanca piel, mórbidas hechuras bajo los vaporosos linos
transparentes, son hoy poco más que sonoros nombres
rescatados del polvo del olvido, pero Safo vivió con algunas
discípulas una apasionada relación. Con Atis, que era su
favorita, con Anágora, con Euneica y con Gongula, con
Telesipa y con Mégara, con Ciáis y con Erana, con Mnasídica
y con Nosis...
Algunos modernos autores han incurrido en el notable
anacronismo de convertir a la poetisa en institutriz o
estricta gobernanta de un internado para jovencitas, una
mujer refinada, pendiente del detalle y de la apariencia, que
abronca a una discípula por vestir descuidadamente su
clámide «¿Qué campesina te perturba para que no sepas
llevar la tela sobre las piernas?». Pero el prudente y avisado
diccionario de Porto Bompiani advierte: «No puede juzgarse
actualmente a una lesbia del siglo VI a. C. a la luz de
nuestras ideas morales. Sea como fuere no deben admitirse
las leyendas tardías que, sobre todo a causa de las chanzas
de los comediógrafos áticos, mancillaron el nombre de la
poetisa a la cual acusaron de malos hábitos.»
No. Lo que hubo en Lesbos fue un grupo de amigas
unidas por la complicidad amorosa y creativa sobre las que
Safo ejercería una especie de magisterio espiritual. Y no era
la única escuela en la isla. Quedaba espacio y, clientela por
lo menos para dos grupos rivales, los de Gorgo y
Andrómeda, de las que Safo se burla porque son malas
poetas y porque visten sin elegancia. Nuestra heroína
respira por la herida porque las así injuriadas le han
arrebatado algunas muchachas: Arqueanasa, Góngula,
Mnasídica, Micca, Atis...
No sabemos cómo era Safo. Las noticias sobre ella son
bastante tardías y contradictorias. En un poema se confiesa
«pequeña y negra», lo que ha dado pie para suponerla fea.
Ya se sabe, el inveterado prejuicio machista que se empeña
en que detrás de toda lesbiana haya una fea. El único que la
considera bella es Platón, a lo mejor porque se refiere a la
belleza del alma. Horacio no se anda por las ramas y la
llama mascuhx («el macho»). Era la fama que tenían las
mujeres de aquella isla. Recordemos a Megila, la rica lesbia
retratada por Luciano de Samosata: «Yo nací mujer igual
que vosotras pero mis pensamientos, mis deseos y todo lo
demás los tengo como un hombre» [Diálogo, V). Pero
nuevamente es conveniente poner en cuarentena el
testimonio literario de Luciano, un «bárbaro helenizado que
no puede digerir su rencor y envidia hacia una cultura, la
griega, que sólo conoce superficialmente».13
En lo referente a la obra de Safo parece reinar el mismo
desacuerdo que vemos sobre su biografía. Algunos
comentaristas, la mayoría, la consideraron la décima musa
mirando sólo los altos valores artísticos de su poesía,
siempre sincera, eficaz y sorprendentemente moderna.
Otros, más atentos a los valores morales, la despreciaron,
entre ellos el neocrístíano Taciano, que considera a Safo
«ramera erotómana que canta sus depravaciones
amorosas».14
Sobre las circunstancias de la muerte de nuestra poetisa
existe cierta confusión. ¿Se suicidó Safo? Los románticos,
por razones de sentimiento, y los moralistas, por la natural
inquina que sienten hacia toda persona desínhibida, se han
recreado en el presunto suicidio de Safo. La verdad es que
no hay razón para dudar de que muriera en la cama, de
vejez, quizá con la sarmentosa pero enamorada mano
sostenida por la cálida y joven de alguna abnegada
discípula.
Es cierto que Safo habla en algún verso de zambullirse
en las olas desde la blanca roca, y esta referencia, andando
el tiempo, se ha tomado como prueba de su desastrado
final. Incluso le han supuesto que lo hizo desesperada por la
indiferencia de Faón, del que estaba enamorada.
Examinando el asunto con más detenimiento, parece que
Safo no se despeñó desde una roca sino desde una
metáfora. La convención poética dictaba que esa imagen de
precipitarse desde la blanca roca, es decir, Leúcade,
equivaliera a sanar del mal de amores que, como se sabe,
sólo admite la radical medicina de zambullirse en él y
esperar a que pase la tormenta (que sin duda pasará), es
decir, que el tirano éros pierda fuelle y se convierta en
reposada philía.
El caso es que los comediógrafos áticos lo enredaron
todo y transmitieron la historia de Safo enamorada de Faón
y suicida por despecho.
Safo inventó el amor o, al menos, es la primera persona
que expone sus glorias y sus tormentos, la pasión, los celos,
el dolor de la ausencia, su gozosa plenitud y sus desdichas.
Juzguen ustedes por estas pocas muestras: «Al verte pierdo
la voz, se me quiebra la lengua, súbitamente un fuego sutil
corre bajo mi piel; se me ofusca la mirada, me zumban los
oídos, sudo, tiemblo, y más verde que la hierba me siento
morir...»; «Eros ha quebrado mi alma como el viento quiebra
las encinas del monte cuando las acomete»; «Eros me
descoyunta los miembros, de nuevo me agita invencible
fiera agridulce»; «Semejante a los dioses me parece aquel
hombre que se halla sentado a tu lado y te escucha de
cerca y con dulzura hablar y reír amorosamente. Esto me
hace temblar el corazón en el pecho.»
Capítulo VI
Madres o cortesanas
 

Pierna quebrada
Es una peligrosa generalización afirmar que para el
griego clásico las mujeres se dividían en dos grandes
grupos: las madres y las putas, aunque esta idea pueda
desprenderse de algún testimonio riguroso: «Tenemos
cortesanas para nuestro placer; concubinas para la atención
personal diaria y esposas para darnos hijos y administrarnos
la casa fielmente.» Este pasaje del Pseudo-Demóstenes
(Contra Neera, 122) debe encuadrarse en el periodo de
profunda crisis espiritual que señala el comienzo de la
decadencia griega, en el siglo IV a.C.
En la Grecia clásica, como en el mundo antiguo en
general, la función de la mujer era tener hijos que
perpetuaran la estirpe del marido y sostuvieran la ciudad y
la vejez de sus padres. No obstante, los griegos no lo
expresaban tan crudamente como lo harían los romanos,
que a veces denominaron a la mujer venter, «vientre».
La mujer era el molde donde se fabricaban los hijos. Si
sus medios se lo permitían, un ciudadano podía tener,
además de esposa, una concubina legítima, pallaké, especie
de segunda esposa cuyos hijos, al ser ilegítimos, no
heredaban. La existencia de la esposa y de la concubina no
excluía ocasionales relaciones con otras amantes o con
muchachos. El hombre era sexualmente libre.
No así la mujer. Un griego clásico habría suscrito de muy
buen grado la entrañable propuesta castellana «Mujer
casada, pierna quebrada». Ya se ha dicho que la mujer del
pobre, la que tenía que buscarse el sustento día a día,
gozaba de bastante libertad, pero la del hombre con
posibles, la mujer de buena familia, vivía casi en un
perpetuo encierro, del que sólo escapaba con pretextos
religiosos, para cumplir devociones en algún templo o
santuario. Innecesario decir que todas las mujeres de clase
eran o fingían ser muy devotas.
Paradójicamente en la culta Atenas, la mujer acomodada
no tenía más papel que el de ser madre de los hijos y
administrar la casa. Las niñas no recibían otra educación
que la necesaria para hilar, cocinar y hacer trabajo de
hogar. La vida intelectual, los negocios, la política
ciudadana, estaban reservadas a los hombres. Sin embargo,
en otras ciudades como Esparta y Mitilene las mujeres
gozaban de mucha mayor libertad.
En la casa del ciudadano acomodado existían dos zonas
claramente delimitadas, la destinada a las mujeres, el
gynaikonitis o gineceo, sin ventanas a la calle, para que los
posibles merodeadores no pudieran sorprender la intimidad
de las mujeres de la casa, y el resto. En algunos casos de
severidad extrema, el gineceo podía estar cerrado y
guardado con un mastín. Una situación algo similar a la de
los harenes musulmanes y a los gineceos de algunas
sociedades africanas.
La casada perteneciente a la clase dominante pasaba la
vida entregada a sus labores. Podría parecer que estas
reinas del hogar se aburrían mortalmente, pero la casa les
daba quehacer suficiente para escapar del tedio: ordenar y
distribuir el trabajo de los siervos, supervisar los negociados
de la rueca, el puchero y la despensa. Esto, unido a la
educación de los hijos varones hasta que cumplían siete u
ocho años [edad en la que pasaban a depender del padre o
del educador) y de las hijas hasta que se casaban, daba
materia suficiente para llenar las horas del día. Si llegaba a
casa algún visitante masculino, la prudente esposa y sus
hijas se recluían en el gineceo. Se consideraba incorrecto
que una esposa interviniera en la conversación de los
hombres. Decíamos antes que la primera virtud de la mujer
era la sophrosyne, el «recato». Una mujer decente no salía
libremente de su encierro doméstico hasta que había
alcanzado una edad en las que «viéndola por la calle un
hombre no se preguntara de quién es esposa sino de quién
es madre» (Kstobeo, Hypereides, LXXIV, 76). Una buena
esposa debía ignorar, o fingir que ignoraba, todo lo
mundano y desde luego, si era más inteligente que el
marido, lo que ocurriría frecuentemente, le convenía
disimularlo. De este modo resultaba más atractiva. Hipólito,
el personaje de Eurípides, lo dice claramente: «La odio si es
sabia.»
Las únicas mujeres versadas en lo mundano y capaces
de sostener una conversación eran las heteras, es decir, las
putas finas, y no era conveniente que una mujer decente se
pareciera a ellas. La decente ni siquiera debía asomarse a la
ventana. Los atenienses tenían muy a gala que sus mujeres
no eran ventaneras porque «incluso eso se consideraba
impropio de ellas y de su ciudad» (Licurgo, Leocrates, 40) y
censuraron mucho a las que osaron salir de casa por la
noche después de la batalla de Queronea para inquirir de
los que regresaban por la suerte de sus familiares. Ni
siquiera se admitía socialmente que la mujer recibiera
frecuentes visitas femeninas porque «la esposa prudente
sólo aprenderá maldades de las otras mujeres» (Eurípides,
Andrómaca, 925). Esta consideración de delincuente
potencial a la que más vale atar corto la ampliaremos más
adelante cuando hablemos de la misoginia griega.
Un pasaje de Plutarco nos ilustra sobre el retiro y la
ignorancia en que vivían las mujeres de la Grecia clásica.
Uno de los enemigos del rey Hierón se mofa de su halitosis;
el monarca llega a su palacio hecho un basilisco y reprocha
a su santa esposa que no le hubiese advertido nunca de que
le apestaba la boca. Ella replica con la mayor inocencia:
«Pensé que todos los hombres olían así.»
Naturalmente, la mujer confinada en la ignorancia y
entregada desde niña a la rueca y a la murmuración
quedaba excluida del ennoblecimiento espiritual de la
cultura, lo que ensanchaba el abismo que la separaba del
hombre, que tenía a su alcance los avances de la
civilización. El hombre debía preocuparse por la política, una
obligación de todo buen ciudadano, y para mantenerse
informado sobre los graves asuntos del procomún debía
frecuentar el agora, la plaza pública, el casino local a cielo
abierto donde se discutía el gobierno de la ciudad.
Naturalmente hemos de suponer que con frecuencia
mujeres más inteligentes que sus maridos influirían en los
votos de éstos y participarían por persona interpuesta en el
gobierno de la ciudad. No obstante, los matrimonios al uso
sólo compartían el dormitorio y el comedor, donde
coincidían a sus horas.
La mujer pasaba del dominio del padre (o del hermano o
del tutor) al del marido y, si se divorciaba, el anterior
responsable recuperaba su tutela. Ni siquiera la viuda era
libre de volver a casarse con quien le pluguiere: tenía que
aceptar al marido designado por su difunto esposo, por lo
general un amigo del finado, o el que le escogiera su hijo
mayor, su padre o su tutor. La mujer era una perpetua
menor de edad. Incluso existían funcionarios públicos
encargados de velar por ella (y de vigilarla), los
gynaikonómoi.
Sin embargo, no siempre había sido así. Parece que entre
los primitivos griegos, los de la época egea o micénica, los
de los poemas de Homero, la mujer gozaba de considerable
libertad. Tal deducción se fundamenta razonablemente en la
literatura, no en apoyos arqueológicos tan discutibles como
las damiselas cretenses que lucen las tetas al aire. Éstas
pudieran ser simplemente plañideras, dado que en el
ámbito mediterráneo, hasta casi nuestros días, las mujeres
se han arañado y golpeado los pechos en señal de duelo.
Lo cierto es que la libertad de la mujer en tiempos
arcaicos fue muy notable, pero a partir, quizá, de los siglos
VII y VII a. C. fue siendo apartada de la vida pública hasta
quedar recluida en el hogar. Al menos en Atenas, ciudad de
la que tenemos noticias más abundantes.
No deja de producir cierta perplejidad que la segregación
de la mujer coincida con el establecimiento de la ciudad-
estado o polis como entidad política, verdadero motor de
progreso de la sociedad griega de esta época que llamamos
clásica. Para explicar este retroceso de la mujer se han
propuesto diversas hipótesis. Algunos piensan que la
ciudad-estado, perpetuamente amenazada por sus vecinos,
sobrevaloró al elemento masculino capaz de defenderla por
las armas, es decir el guerrero, en detrimento del femenino,
y que la función reproductora de la mujer no se consideró
esencial en el entramado político-social de la urbe.
Esta segregación de las mujeres (siempre estamos
hablando de la clase acomodada) favoreció, según algunos
autores, el incremento de la pederastia entre los hombres
de clase superior, privados como estaban de compañía
femenina y forzados a convivir entre ellos. Ya lo
discutiremos en detalle más adelante. Lo cierto es que los
griegos de la clase pudiente establecían dos mundos
paralelos y no siempre coincidentes, el femenino y el
masculino.
La carrera de la mujer era casarse. «Breve es el tiempo
de la mujer —se lamenta Lisístrata, el famoso personaje de
Aristófanes, v. 596— y si no lo aprovecha, nadie querrá
casarse con ella y se quedará compuesta vigilando los
presagios.» Es decir, para vestir santos.
 

Esta cerámica representa a una dama que después


de asearse en la palangana se dispone a penetrarse
simultáneamente por la vagina y por el ano con
ayuda de dos consoladores. Al parecer, el consolador
u ólisbos, generalmente fabricado en cuero, era un
artículo frecuente en los ambientes galantes de
Grecia, especialmente en la época en que las mujeres
eran confinadas en gineceos.
Epicteto, cerámica decorada (520-490 a. C), Museo
de San Petersbnrgo.
 
La doncella se preparaba para el matrimonio desde su
más tierna infancia, sin apartarse de las faldas de la madre.
De ella aprendía a administrar la casa y velaba por la
conservación de su imprescindible virginidad. En cierto
modo, el matrimonio otorgaba a estas mujeres una mayor
libertad, dado que, además de la iniciación en los misterios
del sexo, les permitía ascender un grado y de subalternas y
aprendizas pasaban a regir su propia casa. En la
salvaguardia de la virginidad, el Estado era muy exigente e
imponía graves penas a los seductores. «Nuestros
antepasados eran tan severos cuando su honor estaba en
juego y valoraban tanto la pureza de sus hijas que uno de
los ciudadanos, al advertir que su hija había sido violada y
no preservaría la virginidad hasta el matrimonio, la encerró
con un caballo en una casa apartada hasta que murió de
hambre. El solar de aquella casa se llama ahora El caballo y
la muchacha» (Esquines, Contra Trimarco, 182). Un
comentarista sugiere que fue el caballo el que murió de
hambre, después de comerse a la chica. No sabemos cuál
de los dos desenlaces resulta más truculento.
En las contadas ocasiones en las que las mujeres de
posición salían, generalmente para participar en fiestas
religiosas o en funerales, era costumbre que, si no iban en
compañía del marido, las escoltara algún siervo fornido de
la casa, y una esclava de confianza. Quizá algún lector
sospeche que en estas esporádicas escapadas
aprovecharían para arreglarse y lucir sus mejores galas. Es
posible, pero, para evitar alegrías excesivas, el prudente
legislador Solón había dispuesto que no vistieran más de
tres prendas, y que la comida y bebida que llevaran no
valiera más de un óbolo. Si tenían que trasnochar, sólo
viajarían en carro con linterna encendida.
 
A lo largo del siglo V a. C, las cosas comenzaron a
cambiar y la mujer fue conquistando lentamente mayores
parcelas de libertad, un fenómeno parecido al que hemos
vivido en Occidente a lo largo del siglo XX. Estos cambios
fueron propiciados por algunos intelectuales liberales
(Protágoras, Gorgias, Demócrito, Eurípides) y por los
sofistas, filósofos ilustrados que proponían la revisión de las
viejas creencias en favor de una mayor valoración del
individuo y su albedrío.
Platón, en Las leyes y en su República, propuso una
mayor libertad de la mujer y que su educación tuera similar
a la del hombre, como queda dicho. Aristófanes, en su
tantas veces citada comedia Lisistrata, que fue
representada en las fiestas Leneas del año 411, imagina una
rebelión del colectivo femenino contra la necedad de los
hombres en materia política, una parcela hasta entonces
indiscutida. Las esposas se declaran en huelga sexual para
forzar a sus maridos a terminar la sangrienta guerra del
Peloponeso. En otra comedia, Tesmoforlantes, las mujeres
protestan contra Eurípides que siempre las deja en mal
lugar, una actitud de feminismo militante que habría sido
impensable un par de generaciones antes. No obstante, no
hay que olvidar que se trata tan sólo de una ficción literaria.
Probablemente una ateniense de la época nunca se hubiera
atrevido a soñar en serio la equiparación con el varón que
subyace en las reclamaciones de las mujeres de la comedia.
Después de la reacción de los ilustrados, ya la marcha de
la mujer hasta su completa liberación, incluso hasta su
equiparación con el hombre, fue imparable. En la época
helenística abundan las mujeres liberadas y la rígida
separación entre decente y puta se difumina en una legión
de demimondaines como las que inspiraron a tantos poetas
romanos educados en los modelos de la poesía griega, la
Lesbia de Catulo, la Cintia de Propercio, la Corina de Ovidio,
y otras de menor nombre y fortuna.
Esta discriminación de la mujer en la Atenas de la época
clásica no fue compartida por otros pueblos griegos. En
Esparta, la gran rival de Atenas, la mujer era más libre que
en el resto del mundo griego. Plutarco señala que los
espartanos honraban a sus mujeres «más de lo
conveniente». La sorprendente legislación espartana,
atribuida al legislador Licurgo (siglo VIII A. C), concedía a la
mujer una autonomía que otros pueblos griegos juzgaban
escandalosa: las muchachas se lucían semidesnudas en la
palestra, mezcladas con los chicos, y las esposas, que
recibían el honroso título de pótnia (señora), salían y
entraban libremente, y, según los escandalizados
atenienses, dominaban a sus maridos.
Lo cierto es que Esparta, debido a su especial
idiosincrasia guerrera, era caso aparte. Allí las parejas
hacían escasa vida matrimonial, abundaban las madres
solteras e incluso alguna vez parece que se dio el caso de
que un ciudadano cediera su esposa a otro más vigoroso
como medio para engendrar hijos más robustos. La
eliminación de los ciudadanos deformes y las granjas para
la procreación de superdotados volverían, muchos siglos
después, en la Alemania nazi. Atrás queda un cierto reflejo
de esta actitud en algunos episodios de la mitología griega.
En el apócrifo Apolodoro (en su Biblioteca, II, iv, 10-11)
leemos: «Heracles se alojó cincuenta días en casa de Tespio.
Este era padre de cincuenta hijas que había tenido de
Fvíegamede. Tespio deseaba que sus hijas tuviesen hijos de
Hércules, para lo cual, mientras el héroe se hospedó en
casa de Tespio, siempre encontraba a una de ellas en el
lecho al regreso de sus correrías en busca del león de
Citerión, de las que volvía reventado de cansancio.
Heracles, persuadido de que era siempre la misma, se
benefició a todas.» Parece obligado el comentario de
Denice: «El pormenor que Apolodoro se salta (o desconoce)
es que las cincuenta hijas de Tespio eran vírgenes.
De modo que Heracles, corto de entendederas como
todos los forzudos, siempre consideró que el más arduo de
sus trabajos, mucho más que los famosos doce, había sido
desvirgar a la única hija de Tespio.1
Quizá estas libertades de las mujeres espartanas
estuvieran justificadas por la necesidad de que la ciudad
continuara funcionando cuando los maridos estaban
ausentes en la guerra, lo que sucedía muy a menudo. De
hecho, la espartana se despojaba de todo sentimentalismo
para participar de las virtudes típicamente viriles que su
ciudad exigía al ciudadano. Cuando despedía a los varones
de la casa que iban a la guerra no se echaba a llorar ni
montaba escena alguna, sino que se limitaba a recordarles
que deberían regresar con el escudo o sobre el escudo, es
decir, victoriosos o muertos. La debilidad de la institución
matrimonial en Esparta también podría deberse, en parte, a
la fortaleza de la institución pederástica, que debilitaba el
matrimonio. De hecho el cuartel tenía más importancia que
la familia. El vínculo principal era la camaradería entre
guerreros de la misma quinta, y la especia] relación entre
instructor y recluta, que ya hemos visto hasta dónde
alcanzaba. Incluso podría tratarse de una pervivencia de la
época arcaica, todavía cercana, del matriarcado
prehoméríco, en la que la mujer era mucho más
independiente. El hecho es que en el resto de Grecia se
criticaba mucho la desvergüenza de las mujeres espartanas,
educadas desde niñas en una libertad que les parecía
censurable.
En Esparta, las chicas competían desnudas en la
palestra, al igual que los chicos. No obstante, eran tan
remilgadas como las otras griegas en lo tocante a la
conservación de la virginidad aunque, según decían los
otros griegos, no le hacían ascos al coito anal sustitutorio.2
Por cierto, según algunos autores los divulgadores del coito
anal entre heterosexuales (técnicamente conocido hoy
como «griego») fueron Teseo y Helena, a la que el héroe
había raptado siendo niña. Pero estas versiones proceden
de autores tardíos, en la época de Luciano, Apuleyo y
demás caterva, cuando ya se ha perdido el respeto incluso a
los" personajes más respetables del mito y se hace tabla
rasa de los ideales y de los valores éticos de los antiguos.
En otros lugares de Grecia, las costumbres diferían
igualmente de las atenienses. Teopompo, autor del siglo IV
a. C., nos dice:
 
Entre los Tirrenos las mujeres eran comunales. Se
cuidaban mucho los cuerpos y frecuentemente hacían
gimnasia con los hombres porque no consideran
reprensible mostrarse desnudas. No comían con sus
maridos sino con cualquier hombre que estuviera
presente y bebían con todos los que les gustaban.
Les gustaba beber y eran muy hermosas. Los tirrenos
crían a los niños que nacen, a menudo sin saber
quién es el padre. Cuando crecen viven del mismo
modo que los que los criaron, a menudo se
emborrachan y se relacionan con todas las mujeres
que conocen. Entre los tirrenos no se considera
censurable mantener relaciones con muchachos,
tanto activa como pasivamente, ya que la pederastia
es costumbre local. Y son tan liberales en cuestión
sexual que cuando el dueño de la casa está ocupado
con su mujer y alguien llega preguntando por él le
dicen tranquilamente que está haciendo esto o lo
otro, mencionando por su nombre cada actividad
indecente. Cuando están con amigos o familiares, la
costumbre es la siguiente: cuando se van a la cama
después de beber, los criados les llevan prostitutas,
hermosos jovencitos o mujeres, mientras todavía
queda aceite en las lámparas. Cuando se han
divertido lo suficiente con éstos, toman jovencitos en
la flor de la vida y los hacen divertirse con
profesionales de la prostitución, chicos o mujeres.
Rinden homenaje al amor y a la jodienda, a veces
mirando cómo lo hacen entre ellos, pero
generalmente corriendo las cortinas de las camas.
Les gustan muchísimo las mujeres, pero encuentran
más placenteros a los muchachos y a los jovencitos.
Estos son muy hermosos porque se cuidan muchísimo
y se depilan cualquier vello superfluo. Entre los
tirrenos hay muchos establecimientos dedicados a
eso, con personal muy especializado, al estilo de
nuestras barberías. La gente entra en esos
establecimientos y se deja hacer en cualquier
manera, en cualquier parte del cuerpo sin que les
importe que la gente que pasa los vea.3
 
En este punto Benavente y Barreda4 apunta que «los
tirrenos eran los etruscos, es decir, un pueblo bárbaro, no
griego. El relato de Teopompo, por lo demás, no resulta
demasiado fiable dado que la historia en la antigüedad
grecolatina es un género literario más, y los historiadores
suelen inventar sucesos y costumbres».
Ya hemos visto que, en la clase alta, la marginación de la
mujer, confinada en su mundo privado, llevaba a los
varones a relacionarse entre ellos. Por otra parte, la mujer
progresivamente relegada al hogar y apartada de la
educación era incapaz de mantener una conversación de
tono elevado y, ayuna de toda instrucción que no fuera la
necesaria para ejercer sus labores como ama de casa,
quedaba condenada a la ignorancia. No había ocasión de
hablar con ellas, pero, de haberla habido, quizá no hubiesen
encontrado un tema en el que estuviesen medianamente
informadas. Eran un mundo aparte. La vida social de las
clases acomodadas excluía a las mujeres, así que los
hombres tornaban a lo más parecido a ellas, los muchachos,
quienes, por ser futuros hombres, tenían acceso a la
instrucción. Es natural que, andando el tiempo, la amistad y
la comunicación entre varones se valorara más que el amor
heterosexual.
 

La misoginia griega
Hubiéramos preferido soslayar el grave asunto de la
misoginia griega, imperdonable verruga que afea la
delicada epidermis de una cultura tan cuajada de
perfecciones. Y seguramente se habría soslayado si no fuera
porque alberga la sospecha de que en ella está la fuente
literaria de la misoginia romana, de cuyo tronco, y del
oriental, no menos potente, se alimenta el fétido caudal
misógino que enturbia la literatura europea hasta nuestros
días.
Tras la lectura de este pasaje, mi amigo el catedrático
Benavente y Barreda me sugiere que «el grave problema de
toda la literatura, no solamente de la griega, es que, en un
porcentaje abrumador, es cosa de hombres, está en manos
masculinas», y hace un censo de las escritoras de la antigua
Grecia, entre los siglos VII y III a. C. que no pasa de once
nombres. «Existen frecuentes autorías femeninas
silenciadas —añade—, sea mediante pseudónimo masculino
o mediante absoluto anonimato. Se dice que Aspasia, la
concubina de Pericles, escribía los discursos de éste. Otra
tradición nos apunta que la hija de Tucídides, el historiador
de la guerra del Peloponeso, escribió el último libro (el VIII)
de esta obra, un libro que presenta el rasgo diferenciador de
carecer de discursos. Esta ausencia de mujeres escritoras
implica que las literaturas de la antigüedad presenten
puntos de vista machistas, rotundamente masculinos (...) y
que destaquen todo lo negativo que supuestamente hay en
las féminas: hipocresía, falsedad, coquetería, etc., con
exageración notoria de dichos defectos (...). Imaginemos
que en una cultura matriarcal y feminista estuvieran
invertidos los papeles: los varones se llevarían la peor parte,
a la hora de obtener sátiras y ataques.»
En efecto, a lo largo de la literatura griega, nos topamos
acá y allá con testimonios de una robusta corriente
misógina de la que, nos pesa reconocerlo, el griego nunca
se desdijo ni se corrigió por completo. Por lo general, los
misóginos griegos hacen hincapié en el supuesto carácter
calculador y codicioso de la mujer, con declaraciones tales
como «Mientras ella menea el culo, va buscando tu
granero» (Hesíodo, Trabajos y días, w. 373-374). Estas
inelegantes observaciones son equiparables a otras
modernas, como la que se atribuye a Georges Simenon:
«Mientras tú estás intentando descubrir el tono exacto de
sus ojos, ella se está preguntando por el montante de tu
cuenta corriente», o la anónima y no menos deplorable:
«Mientras tú sólo piensas en meter, ella sólo piensa en
sacar.» Sin embargo, no tenemos razones para pensar que
los misóginos de nuestro tiempo hayan sido catequizados
por sus antecesores griegos.
Si la mayor virtud femenina era la sophrosyne o recato;
la más estimada del hombre era la andreía, la hombría bajo
sus distintas manifestaciones, a saber: valor en la batalla y
autodominio en la paz. El hombre debía hacer gala de
contención, mesura, equilibrio, raciocinio, prestigia La
propia enunciación de todas esas cualidades adscritas al
varón, parece determinar las correspondientes carencias
como peculiaridades femeninas. Si la perfección del hombre
radica en su dominio, en su supeditación a la racionalidad y
la lógica, la congénita imperfección de la mujer apuntará a
los defectos contrarios, irracionalidad y volubilidad.
Y no se piense que tan absurdo prejuicio no afectaba a
los espíritus más selectos. El propio Aristóteles, en su
Historia de los animales (590, 1, 2), sostiene que la mujer es
un macho disminuido y limitado racionalmente. La mujer no
razona —sostenía—, cambia de opinión fácilmente,
incumple su palabra, grita y llora con facilidad. El hombre
razona y aplica la lógica porque piensa con la cabeza; la
mujer no razona porque piensa con la matriz. Del vocablo
griego hystéra («matriz») deriva «histérico», hysterikós,
que, a través del latín, desemboca en nuestras palabras
«histeria» e «histérico». El histerismo es definido por el
Diccionario de la Academia como «enfermedad nerviosa,
crónica, más frecuente en la mujer que en el hombre...».
Obsérvese que la visión sexista del griego perdura hasta
nuestros días en la ciencia y en la lengua.
Sexismo aparte, parece que los griegos intuyeron una
realidad aunque quizá sacaran de ella conclusiones
excesivas. Recientemente hemos leído, en un artículo de
Mayte Contreras5, que las mujeres «son como las olas
[porque están] sujetas a ciclos biológicos [...], desarreglos y
fluctuaciones hormonales de todo tipo. El llamado síndrome
premenstrual, ya es, de hecho, considerado como un
eximente en las leyes de algunos países».
Para el griego este supuesto defectuoso desarrollo
psíquico de la mujer la convierte en una criatura
sospechosa, una deficiente mental a la que el responsable
masculino (padre, marido o hijo) y la propia ciudad deben
controlar y atar corto para que no se desmande. Los griegos
estaban convencidos de que la mujer, debido a su debilidad
de carácter, es incontinente por naturaleza, y esto explicaba
la presunta debilidad femenina por la comida, el vino y el
sexo, tres lugares comunes de la misoginia griega que
continuamente nos salen al paso en su literatura. Por
ejemplo, Demócrito, para el que parece natural que la mujer
sea más inclinada al mal que el hombre.
Ya vemos que la mujer griega lo tenía difícil. Hiponacte
escribió una sentencia terrible: «dos son los más gratos días
de la mujer: cuando alguno la convierte en su esposa y
[cuando] la saca muerta».6
Como el sangriento tigre, que cuando ha gustado carne
humana se convierte en asesino, así la mujer que cata el
orgasmo se convierte irremediablemente en esclava de su
«útero móvil», teoría de Platón; adquiere un «ojo ardiente,
cuando ha gustado del varón»; «la mujer es una cosa
lúbrica, no digo de otro modo», dice Eurípides por boca de
Electra. Una idea que mil años después siguen repitiendo
los autores árabes que han bebido en la tradición griega y
oriental: así Ibn Hazm, el celebrado autor de El collar de la
paloma, cuando aconseja: «Jamás pienses bien, hijo mío, de
ninguna mujer. El espíritu de las mujeres está vacío de toda
idea que no sea la de la unión sexual (...), de ninguna otra
cosa se preocupan, ni para ninguna otra cosa han sido
creadas.»
En el fondo quizá subyace la inconfesada envidia
masculina hacia su compañera sexuada que, como se sabe,
es capaz de orgasmos múltiples de los que él carece y por la
propia conformación de sus órganos sexuales está
dispensada de las preocupaciones por el tamaño del
miembro o las disfunciones eréctiles que tanto inquietan al
varón. El mito griego de Tiresias viene a confirmar esta
sospecha. Tiresias, el primer transexual de la historia, no
por obra de cirugía alguna sino por soberana voluntad de
los dioses, vino a confirmar con la irrebatible lógica del mito,
que las mujeres disfrutan del sexo más que los hombres.
Sea por lo que fuere, el tema de la mujer seductora o
dominada por sus apetitos que pierde al hombre, marido o
amante, se repite en las letras griegas hasta la saciedad
desde las raíces mismas: el mito de las amazonas actúa
como un arquetipo que refleja las reservas de una sociedad
machista contra una supuesta congénita crueldad y
salacidad femenina y, ya en una sociedad más articulada, la
abundancia y notoriedad de heroínas malvadas parece
ratificar esa sospecha. Helena, la esposa del rey Menelao,
escapa con un amante y desencadena la guerra de Troya; el
hermano de Menelao, Agamenón, es asesinado por su
esposa Clitemestra, que también se ha buscado un amante.
Ni siquiera Penélope se libra de sospecha pues, aunque la
versión de su historia más divulgada la retrata como esposa
fiel y abnegada, en otras más tardías y mostrencas es
considerada la peor de todas, pues en ausencia del esposo
se acostaba con los ciento veintinueve pretendientes que
rondaban su casa y la prueba de su pecado es que de ellos
nació Pan («todo»).
Después, la supuesta libido irrefrenable de las mujeres
desciende por la literatura griega y va aumentando. Los
autores de yambos, poesía popular de los siglos VII y VI,
abundaron en el socorrido escarnio de las mujeres hasta
crear los estereotipos que nutrirían la tragedia y la comedia
clásicas convirtiéndose en un lugar común que desemboca
en el acerbo antifeminismo de los cínicos. Para Bion, la
mujer fea es un castigo [poiná), y la guapa es de todos
(koiná). Una idea a la que la pedestre musa castellana quizá
replicaría con el bastísimo refrán: «Más vale pastel
compartido que mierda para uno solo.» Paralelamente, este
antifeminismo se manifestaba en los llamados cuentos
milesios, especie de chistes verdes a los que los griegos
eran muy aficionados. El calificativo proviene de Mileto,
ciudad de la lúbrica Jonia famosa por la fogosidad de sus
mujeres, de las que se decía que necesitaban un asno para
saciarse. La supuesta obra de Luciano, Lukios o «El asno»,
recoge este tema. El protagonista, un tal Lukios, se hospeda
en la casa de Hiparco y se acuesta con la criada Palestra.
Accidentalmente se unta una crema preparada por la mujer
de su anfitrión, que tiene sus ribetes de bruja, y se
convierte en asno sin otro futuro que saciar la lujuria de una
lacedemonia hasta que, después de diversas peripecias,
vuelve a su ser humano con gran tristeza de la dueña.
En los poetas, el tópico de la irrefrenable lujuria femenina
inventa epítetos como «mujer de huerto enloquecido» o
invectivas como las de Arquíloco contra la madurita Neobuíe
que lo asedia: «Gorda, mujer de todos, puta corrompida.» O,
en otro pasaje: «Ay, está demasiado madura, y se ha
desvanecido su flor virginal y el encanto que antes tenía,
pues nunca se sacia, la medida entera de su juventud ha
hecho ver esta mujer enloquecida: que se vaya a los
cuervos. ¡Ojalá no permita el rey de los dioses que yo tenga
a esa mujer y llegue a ser la irrisión de mis vecinos!... Es
ardiente y se busca amigos numerosos» (Arquíloco, 300,
16).
Hay una historia ejemplar en la mitología que resume
todo el pensamiento misógino griego sobre las malas artes
de la mujer, su deslealtad y su propensión a engañar al
marido de mil formas.
Hera, la madre de los dioses, decide ponerse guapa para
engatusar a su esposo Zeus. Para ello pide prestado a la
diosa del amor, Afrodita, la faja mágica que tiene la
propiedad de cautivar los corazones y rendirlos. Cuando
Zeus se ha refocilado con ella y se queda dormido, como es
de rigor en estos casos en los varones ya algo trabajados
por la vida, la muy ladina aprovecha que lo ha dejado fuera
de combate para ayudar a los griegos enzarzados en la
guerra de Troya, una iniciativa que su esposo, de haber
estado despierto, nunca le habría consentido.
Veamos el tema de cerca tal como lo cuenta la Iliada.
Desde las alturas, los dioses asisten al combate entre
griegos y tróvanos en el que los griegos están llevando la
peor parte;
 
Hora, la de áureo trono, mirando desde la cima del
Olimpo, conoció a su hermano y cuñado, y regocijóse
en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta
cumbre del Ida y se le hizo odioso en su corazón.
Entonces la venerable Hera pensaba cómo podia
engañar a Zoos (...) al fin parecióle que la mejor
resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida
por si Zeus, abrasándose de amor, quería dormir a su
lado y ella lograba derramar sobre los párpados y el
prudente espíritu del dios, dulce y placentero sueño.
Sin perder un instante, fuese a su habitación labrada
por su hijo Hefesto, la cual tenía una sólida puerta
con cerradura oculta que ninguna otra deidad sabia
abrir, entró y habiendo entornado la puerta, lavóse
con ambrosia el cuerpo encantador y lo untó con un
aceite craso, divino, suave y tan oloroso que, al
moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce,
su fragancia se difundió por el cielo y la tierra.
Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello y con
sus propias manos íormó los rizos lustrosos, bellos,
divinales, que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse
enseguida el manto divino adornado con muchos
bordados que Atena le hiciera, y sujetólo al pecho
con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que tenia
cien borlones, y colgó de las perforadas orejas unos
pendientes de tres piedras preciosas grandes como
ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después la
divina entre las diosas se cubrió con un velo
hermoso, nuevo, tan blanco como el sol; y calzó sus
nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando hubo
ataviado su cuerpo con todos los adornos salió de la
estancia, (lliada, XIV, w. 153-190.)
 
Ya está Hera vestida y perfumada para seducir. Ahora
viene la segunda parte: para que no exista posibilidad de
fallo, quiere ceñirse el cinturón mágico de Afrodita, ante el
cual los hombres se rinden de amor. El problema es que
Afrodita apoya al bando contrario y no se lo cederá si sabe
para qué lo quiere. No importa: la engaña. Se dirige a ella
con estas palabras: «Hija querida: ¿querrás complacerme en
lo que te diga o te negarás irritada en tu ánimo porque yo
protejo a los dánaos y tú a los teucros?»
Y le explica que pretende mediar en una desavenencia
conyugal entre Océano y Tetis, sus venerados padres
adoptivos, que llevan un tiempo sin hablarse y sin compartir
lecho.
Afrodita, convencida por la intrigante, le entrega su faja
mágica, «que encerraba todos los encantos. Hallábanse allí
el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje
seductor que hace perder el juicio a los más prudentes:
toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo
se halla. Yo te aseguro que no volverás sin haber logrado tu
propósito». Sigamos el texto porque no tiene desperdicio:
«Así habló. Sonrióse la venerable Hera, la de los grandes
ojos; y sonriente aún, escondió el ceñidor en su seno.»
Entonces va en busca de otro dios, el Sueño, hermano de la
Muerte, y le pide que duerma a Zeus después del coito
conyugal, prometiéndole, a cambio, un trono de oro con su
escabel a juego, pero a Sueño lo espanta la propuesta: está
dispuesto a dormir a cualquier dios pero dejar privado al
mismísimo Zeus, el jefe máximo, «es cosa peligrosísima» y
no se atreve.
La muy pécora cambia de táctica: le quita importancia al
asunto y promete a Sueño darle en matrimonio a la más
joven de las tres gracias, la pizpireta Pasitea, de la que
Sueño lleva tiempo prendado. Aquí ya se entrega Sueño
atado de pies y manos. Va a donde está Zeus y se esconde
al acecho aguardando la ocasión propicia. Hera, entonces,
se deja ver. Zeus la divisa y cae como un chorlito en las
redes de la seductora. «La vio venir y apenas la distinguió,
señoreóse de su prudente espíritu el mismo deseo que
cuando gozaron las primicias del amor acostándose a
escondidas de sus padres.» Ella le dice que, como obediente
esposa, viene a avisarle de que se va a ausentar
temporalmente porque va a casa de sus padres Océano y
Tetis para mediar en sus desavenencias conyugales. La
misma argucia que usó con Afrodita.
El omnipotente Zeus, viéndola tan compuesta y
apetecible, la solicita en amores. Como es omnipotente, va
al grano, sin gastar prosa en galanterías: «Allá puedes ir
más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor porque
jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió
por mi pecho, ni me avasalló como ahora.» Y a continuación
le recita la lista de sus más importantes conquistas, que
quizá de obrar con mayor delicadeza podría haberse
ahorrado, pero se trata del dios omnipotente y no suele
andarse con rodeos:
 
Nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que
parió a Pirttoo, consejero igual j los dioses; ni a
Dánae, la de los bellos talones, hija de Acrisio, que
dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres; ni a
la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y
de Radamantis, igual a un dios; ni a Alcmena, en
Tebas, de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso;
y de Sémele a Paco, alegría de los mortales; ni a
Demóter, la soberana de hermosas trenzas; ni a la
gloriosa boto; ni a ti misma; con tal ansia te amo en
este momento y tan dulce es el deseo que de mi se
apodera. (Iliada, XIV, vv. 312 a 328.)
 
En realidad podía haber alargado la lista mucho más,
pero evita ser prolijo, lo que desde el punto de la paciente
esposa es de agradecer.
Hera, pasando por alto impertinencias masculinas, no se
aparta un ápice de su propósito: aviva aún más el deseo del
encalabrinado esposo negándose a cumplir el débito
conyugal sobre la cumbre del Ida, donde él indelicadamente
pretendía tomarla a la vista de todos los dioses, y sólo
accede a entregársele en la cámara nupcial que les hizo el
dios herrero, la de la cerradura secreta. Pero Zeus no está
dispuesto a soportar más aplazamientos y crea las
condiciones necesarias para alcanzar su deseo sin más
dilaciones. Como es el jefe, la naturaleza colabora en lo que
puede: «La tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán
y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo.
Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube
dorada de la cual caían lucientes gotas de rocío» (llíada, w.
347-351).
Después del acoplamiento, el jefe de los dioses queda
profundamente dormido (aquí interviene el Sueño) y deja
las manos libres a la taimada esposa para que mangonee a
su gusto dando la victoria a su facción favorita: «Posídón,
socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea
breve, mientras duerme Zeus, sumido en dulce letargo»
(Iliada, w. 357-359).
Después de la lujuria y la gula, el otro vicio de la mujer,
siempre según los misóginos griegos, es el parloteo sin
sustancia con las vecinas, el cotilleo, las intrigas y los
engaños. Jenarco envidia la felicidad de los saltamontes
cuyas hembras no están dotadas de voz. Para Sófocles,
«mujer, a las mujeres ornato les da el silencio».7 Muchos
maridos procuraban acrecentar ese adorno ignorándolas:
«¿Hay alguien con quien hables menos que con tu
mujer?», inquiere Sócrates.
¿Existía un sentimiento antimasculino entre las griegas
capaz de compensar la misoginia varonil? Probablemente si,
aunque las mujeres, como toda minoría silenciada, no hayan
podido transmitir sus quejas a la posteridad. De hecho, en
las fiestas de primavera había coros de mujeres y de
hombres que se enzarzaban en duelos de pullas y reproches
al estilo de los duelos verbales de Carmen Morell y Pepe
Blanco, o de Juanito Valderrama y Dolores Abril o, para los
sudamericanos, los del Dúo Pimpinela, que la memoria
sentimental del lector catequizado por la radio seguramente
conserva. La comparación no contiene intención ofensiva
alguna. Al final todo acabaría en la previsible reconciliación,
seguida de revolcón en la era.
El caso es que los primeros testimonios feministas son
algo tardíos y vienen de la mano de autores ilustrados que a
veces no consiguen disimular los ecos de la tradición
antifemínista en la que se han educado. Repasemos, por vía
de ejemplo, un fragmento de Aristófanes en sus
Testnofuriiuites (383 y ss.), procurando leer entre lineas:
 
Mujeres, no es el deseo de figurar lo que me
persuade a levantarme y tomar la palabra, sino el
hecho de haber sido durante mucho tiempo una
mujer vejada y desgraciada, viendo cómo Eurípides
os maltrataba y sometía a todos los insultos. Porque,
¿qué calumnia posible existe que no haya lanzado
sobre nosotras? No creo que exista un solo teatro o
escenario donde no nos haya llamado propensa al
adulterio, salidas, borrachas, traidoras, cotillas, viles
y calamidades para los hombres. De modo que
nuestros maridos en manto regresan de las gradas
del teatro nos miran con recelo y se van derechos a
comprobar si tenemos algún amante escondido en el
retrete. Y ya no podemos hacer nada de lo que antes
hacíamos, tal es el recelo que Eurípides ha inspirado
en nuestros maridos, de manera que si alguna mujer
teje una corona, ya piensa que está enamorada, y si
deja caer un cacharro cuando anda atareada por
casa, el marido le pregunta en honor de quién lo
rompe. ¡Tiene que ser por el forastero corintio! Que
hay una muchacha enferma, su hermano dice sin
rodeos: no me gusta el color de la chica. Bueno, que
alguna mujer sin hijos quiere adoptar uno, no hay
manera de hacerlo sin que lo descubran poique ahora
los maridos se sientan en la mismísima cama. Y
Eurípides nos calumnia ante los ancianos que solían
casarse con muchachas, de manera que no hay
ninguno rico que quiera hacerlo, todo por aquel verso
suyo «Un viejo se casa con un tirano, no con una
esposa» (Fénix). Además por su causa ponen
cerraduras y cerrojos en las habitaciones de las
mujeres, para guardarnos, y hasta ponen perros
molosios que son el terror de los amantes.
Podríamos, amigas mías, soportar esto pero ahora
nos han suprimido hasta nuestras pequeñas sisas,
nuestro derecho como amas de casa a tomar cebada,
aceite y vino.
 
La misoginia es componente frecuente en la comedia
ática y en modo alguno exclusivo del maestro Eurípides, del
que, por cierto, Sófocles comentaba: «Abomina de las
mujeres en sus tragedias, pero en la cama le encantan.»
Otra lamentable actitud machista, cuya pervivencia actual
podríamos señalar en más de un escritor.
La prolongación humorística de esta literatura misógina
pugna con una tímida corriente feminista que produce
tratados en alabanza de la mujer en Plitarco y otros autores:
«Gorgias, el sofista, desarrolló tales teorías feministas en su
Helena. En el círculo de Aspasia y simpatizantes surgen
muchas veces feministas: el propio Sócrates, Esquines de
Espeto, Antístenes, Jenofonte... aunque no deja de ser un
círculo de intelectuales reducido, claramente minoritario.»8
 
Capítulo VII
El denostado
matrimonio
 

El deber de engendrar guerreros


El lector no ignora que lo natural es casarse y que el
matrimonio contribuye poderosamente a hacernos más
felices. Esto se debe, en buena medida, a que, durante
siglos, hemos sido tan eficazmente trabajados por la
catequesis cristiana que casi llevamos inscrita la querencia
al vínculo en el código genético. La Iglesia elevó el
matrimonio de simple contrato privado a la categoría de
sacramento, siempre en connivencia con un poder civil
interesado en dotar a sus contribuyentes de una estabilidad
familiar y emocional y de una conformidad de la que
carecen cuando están solteros.
En el mundo antiguo las cosas eran distintas. Esa
sacralización de la pareja no existía o era más tenue que
entre nosotros y, aunque hasta los propios dioses estaban
casados, los griegos nunca terminaron de aceptar la
necesidad del matrimonio. Es más, estaban convencidos de
que, en la edad dorada de la humanidad, la gente se había
unido libremente y de que había reinado la promiscuidad
más absoluta hasta que un sabio legislador introdujo la
monogamia.1
¿Cuál fue la razón de este cambio? Nada menos que la
necesidad de garantizar la defensa y preservación de la
ciudad-estado, a la que había que ofrecer guerreros y
madres de guerreros así como ciudadanos con capacidad
para heredar la organización gentilicia perpetuada por la
continuidad del génos familiar. Casarse y engendrar hijos
era también un deber para con los dioses, cuyo culto exigía
nuevas generaciones de devotos. Además, desde el punto
de vista religioso, era importante que quedaran en la tierra
deudos que cuidasen las tumbas y ofrecieran sacrificios por
las ánimas de los difuntos. Por eso muchos griegos
procuraban tener un solo hijo, a ser posible varón, que
garantizase la problemática vejez de los padres.
Motivos no faltaban para que la sociedad civil exigiera el
sacrificio matrimonial a sus miembros. Sin embargo la ley
raramente lo impuso, con la posible excepción de Esparta,
donde, según Plutarco, el legislador Licurgo suprimió a los
solteros el derecho de participar en ciertos festivales donde
se exhibían muchachos desnudos (gymnopaidiai) e incluso
los ridiculizó obligándolos a cantar ante la concurrencia del
mercado una canción alusiva a su desobediencia a las leyes
del Estado. Platón, en Las leyes (IV, 721; VI, 774), proponía
multas y pérdida de derechos civiles para los solteros
recalcitrantes.
Fueron necesarias todas estas medidas coactivas para
persuadir al griego de que el matrimonio es una ineludible
vocación natural del individuo. A pesar de lo cual continuó
habiendo muchos ciudadanos remisos a ingresar en la
felicidad matrimonial que siguieron considerando el lazo
conyugal como un tributo oneroso que el individuo pagaba a
la sociedad. Argumentaban no sólo por el sometimiento a la
pareja que la institución comporta sino por la carga añadida
de trabajar para los hijos, que limita todavía más la libertad
del casado. Ya lo dice Menandro: «Nadie tan desgraciado
como un padre como no sea otro con más hijos todavía»
(Estobeo, Florilegio, LXXVI, 1). Para los griegos, como
apunta el erudito Hans Licht, «el estado marital era
incompatible con el deseo de vivir en paz, libre de las
preocupaciones que acarrea el estado conyugal y la
paternidad, o incluso una natural aversión por la mujer».2
El prejuicio antifeminista parece descender de la noche
de los tiempos, quizá de la remota época neolítica en que la
sociedad matriarcal relegaba al hombre a una posición
subalterna. De hecho está ya presente en la mitología, en la
que hallamos casos tan desastrados como el de la reina de
Lidia, Onfale, que desviriliza al héroe Heracles y lo obliga a
vestir rop3s femeninas y a efectuar los trabajos propios de
un ama de casa. Claro que también podría tratarse de un
travestimiento conducente a alejar el mal de ojo que
pudiera pesar sobre el héroe o incluso un simple juego de
amantes. Cosas más raras se han visto.
El prejuicio antifemenino se enquista en la literatura
desde sus mismos inicios y discurre a lo largo de toda ella
poniendo en guardia al varón contra el matrimonio. Veamos
algunos ejemplos: «Cásate con una doncella, para que le
enseñes buenas costumbres (...) no sea que te cases con el
hazmerreír de los vecinos; la mayor suerte del hombre es
tener una buena esposa y, por el contrario, la mayor
desgracia es la mala (...) por fuerte que sea el marido acaba
quemado sin antorcha y envejece prematuramente.»
(Hesíodo, Trabajos y días, 70 y ss.). Debemos precisar que la
esposa respondona y dominante no era desconocida en el
mundo griego. De hecho los griegos hacían chistes sobre la
zapatilla de la esposa enteramente equivalentes a los
nuestros del rodillo de amasar o, más modernamente, de la
batidora eléctrica. Disponían incluso de palabras similares a
nuestra «tarasca» para designar a mujer bravía: Empusa o
Lamía, ambas referidas a monstruos chupadores de sangre.
Pero prosigamos con los clásicos. Semónides de Amorgos
(vil a. C.) lleva su antifeminismo hasta el punto de aseverar
que, de diez mujeres, sólo una está dotada para el
matrimonio, la recatada, la que no da que hablar, la que
«huye de los corrillos de mujeres en los que se cuentan líos
amorosos». Las nueve restantes no valen nada. Ahondando
en tal aserto establece un paralelo entre supuestos defectos
de las mujeres y los animales correspondientes: la sucia
proviene de la cerda; la astuta, de la zorra; la curiosa, de la
perra; la torpe, que no sabe nada de nada y sólo come, de
la tierra; la mudable y veleta, del mar inquieto; la perezosa,
del asno; la rencorosa, de la comadreja; la que se pierde por
los vestidos, de la yegua; y la fea, de la simia. Ésta es la
peor de todas: fea, risible, cuello corto, movimientos torpes,
escurrida de caderas, marchita; desgraciado el que se case
con ella.3
En Focílides encontramos una clasificación parecida:
mujer-perra; mujer-jabalina; mujer-yegua y mujer-abeja.
Esta es la única que vale la pena porque es trabajadora,
discreta y laboriosa.
Para Eubulo y Aristofón el hombre que se casa por vez
primera no tiene culpa dado que ignora la estafa de que
está siendo víctima, pero el que reincide no tiene perdón de
Dios.
En la comedia ática, el matrimonio es frecuente objeto
de solfa. El comediógrafo Alexis4 apunta: «Somos unos
desgraciados que hemos vendido nuestra libertad y vivimos
como esclavos de nuestras mujeres en lugar de ser libres.
¿Es que tenemos que aguantar eso sin compensación
alguna? Excepto la dote, que es amarga y llena de femenina
hiél, comparada con la cual la hiél del hombre es miel.
Porque los hombres, cuando las mujeres los ofenden, las
perdonan, pero ellas cuando se equivocan nos lo reprochan
también. Hacen cosas que no deberían y las que deberían
hacer no las hacen, perjuran, y cuando no sufren mal alguno
se quejan de que están siempre padeciendo.»
Menandro, por su parte, añade: «Si eres sensato no te
cases y vive tu vida. Yo estoy casado y te lo aviso: no te
cases. ¿El asunto está decidido? ¿La suerte está echada?
Adelante y que el cielo te ayude porque estás embarcando
para un mar de líos, no el Mediterráneo, ni el Egeo o el
siciliano donde tres naves de cada treinta se salvan del
naufragio: de los casados no se salva ni uno.»5
Un conocido pasaje del Miles gloriosus de Plauto, una
obra directamente influida por el griego, remacha la misma
opinión:
 
Períplectómeno: —Gracias a Dios dispongo de
medios para hacer agradable tu estancia en mi casa:
come, bebe, haz lo que te parezca a mi lado y
pásatelo bien. Ésta es la casa de la libertad y yo
tengo, también, mi propia libertad. Me gusta vivir mi
propia vida. Porque (gracias a Dios puedo decirlo)
soy rico y podría haberme casado con una mujer de
posición y fortuna pero no tengo el menor deseo de
aguantar en mi casa a una mujer que pase el día
quejándose.
Palestrión: —¿Por qué no, señor? Hacer hijos es un
deber gustoso.
Períplectómeno: —Te juro que las delicias de la
libertad son más gustosas.
Palestrión: —-Eres hombre que puede aconsejar
sabiamente a otro tanto como a sí mismo.
Periplectómeno: —Si, señor, es muy agradable
casarse con una buena esposa (si existe algún lugar
en el mundo donde se pueda encontrar una], pero no
voy a meter en casa una que nunca me diga:
«Maridito mío, cómprame lana para tejerte un abrigo
suave y cálido, y unas cuantas túnicas espesas para
que no pases frío en invierno.» De una esposa nunca
oirás nada semejante, sino que antes de que
amanezca te despierta con «Marido mío, dame dinero
para pagarle a la hechicera en el festival de Minerva,
y al intérprete de sueños y a la vidente y al adivino.
Sería vergonzoso que no le enviara algo a la mujer
que te predice el futuro por las cejas. Y luego está la
modista: sería un cargo de conciencia no darle algo.
Ah, y la mandadera lleva ya algún tiempo seriecita
porque no le doy nada. Y la comadrona, también, que
me protestó por lo poco que le envié.
¿Qué? ¿No (e vas a dar nada a la sanadora que te
cuida los esclavos nacidos bajo tu techo?» Esos
desembolsas ruinosos de las mujeres, y muchos otros
por el estilo, me mantienen remiso a tomar una
esposa que me atormente con esa clase de cháchara.
 
Lamentablemente, la opinión del personaje de Plauto no
era la única. También está Estobeo para el que «una esposa
es un peso muerto en la vida de un hombre» (Sermones, 68,
33).
El absurdo prejuicio antimatrimonial (y antifeminista)
contaminó también la literatura latina, tributaria en tantas
cosas de la griega. «Si pudiésemos vivir sin esposa
prescindiríamos de esa fuente de desdichas —señala en 131
a. C. el censor Mételo Macedónico—, ya que la naturaleza
ha impuesto el no poder vivir con ellas sin experimentar
profundo malestar pero tampoco poder prescindir de ellas,
más vale que consideremos la salud y el futuro más que el
placer.»
Parece que Cicerón, tan sabio en otras cosas, profesaba
el mismo descarrío: «Contestó a Hirtio que no lo haría su
cuñado desposando a su hermana porque es imposible
atender a una esposa y a la filosofía al mismo tiempo.» Dijo
más: «¿Puede considerarse libre el que está sujeto a una
mujer, al que una mujer ordena y manda, el que tiene que
hacer o dejar de hacer lo que ella quiere?» (Cicerón,
Paradoja).
Es curioso que casi todos los autores incidan en una serie
de presuntos defectos de la mujer: absorbente, voluble,
superficial, liante, rencorosa, parlanchína, manirrota, pero
ninguno menciona lo que seguramente constituía el más
poderoso motivo: el miedo al éros femenino. En efecto, el
griego estaba convencido de que la mujer era una
irresponsable incapaz de dominar su libido, lo que ponía en
constante peligro no sólo el honor del marido sino la
estabilidad de la familia. Ésta era la razón por la que
procuraba tenerla con la pata quebrada y en casa si tenía
medios para ello. «El matrimonio (...) iba contra la
promiscuidad femenina y contra el peligro representado
para los hombres, según la concepción en boga, por la
inestabilidad emocional de las mujeres, su carácter errático
e irracional.»6 Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que
la mujer comenzara a equipararse al hombre. Los estoicos
ya le concedían los mismos valores y, consecuentemente,
defendían el matrimonio. No obstante los cínicos pensaban
de manera distinta: para ellos el amor era una invención, un
juego al que se entrega la gente ociosa. Los epicúreos, por
su parte, preferían el cariño al amor. De hecho el propio
Epicuro admitía cortesanas heteras en su escuela y
probablemente copulaba con ellas, al menos con la llamada
Leontion. No obstante, Epicuro no desaconsejaba a los
sabios el matrimonio y la cría de hijos. Los que se entregan
a una sola mujer son unos desgraciados, son miseri, como
los llama Lucrecio el epicúreo.
El lector se estará preguntando ¿no existía entonces el
amor conyugal entre los griegos? Probablemente sí, pero
más philia, más cariño y camaradería que éros, deseo
libidinoso. Los griegos no se casaban por amor, sino por
apaño. Y la vida enseña que muchas veces los matrimonios
apañados echan raíces y dan espléndida floración de
respeto y cariño mientras que las parejas que comienzan su
andadura con amores apasionados acaban como el rosario
de la aurora en cuanto se les marchita la flor del primer
ardimiento. La literatura griega ha legado a la universal el
ejemplo más conmovedor de amor conyugal, el de
Penélope, la fidelísima esposa que aguardaba el regreso de
Ulises asediada por los pretendientes, fa que destejía de
noche el vestido que tejía de día para aplazar el momento
de tomar nuevo marido en la esperanza de que el antiguo,
que todos menos ella daban por muerto, retornara. Homero
trae más casos de esposa amante o de esposo que adora a
su mujer. Sin salir de la Odisea, Néstor suplica a Atenea que
proteja a la mujer: «Mas tú, oh reina, sénos propicia y danos
gloria ilustre a mí y a mis hijos, y a mi venerable consorte»
(Odisea, III, 395). En la liíada (VI, 392), la gentil Andrómaca
prorrumpe en bellas lamentaciones cuando vé a su
amadísimo Héctor en peligro de muerte: «Héctor, ahora tú
eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi
floreciente esposo.»
 

Evolución del matrimonio


La prolongada historia de los griegos dio sobrado espacio
para que el concepto de matrimonio se modificara
sustancialmente y generara fórmulas diversas no siempre
concordantes. En general, podemos decir que el hombre se
casaba en torno a los treinta con una adolescente que fuera
virgen y hacendosa. Hesíodo (Trabajos y días, 519 y ss.)
alaba a la doncella «todavía en casa, al lado de su querida
madre e inexperta en las labores de la áurea Afrodita», En
los tiempos homéricos, el ciudadano tomaba esposa
principal y tantas concubinas como se pudiera permitir. Las
concubinas carecían de derechos matrimoniales, pero la
esposa, aunque igualmente sometida al marido, era la
madre del heredero legítimo y la administradora de la casa,
lo que la dotaba de autoridad considerable. Una concubina
podía tomarse a la ligera, pero la esposa principal era tema
de reflexión. Antes de decidirse, el pretendiente escogía
cuidadosamente dado que «el que es listo lo prueba todo y
se queda con lo mejor», porque «una buena esposa es una
preciosa posesión, pero si te sale mala es el peor tormento,
como si fuera un parásito en la casa, capaz de acabar
incluso con los recursos de un marido rico y depararle
menesterosa vejez». Por tanto el prudente no se dejará
seducir por las simples apariencias y tendrá en cuenta que
«las muchachas saben vender su mercancía meneando sus
prendas ocultas con sabios movimientos».
Quizá la muchacha escogida fuera inexperta en la cama,
pero en todo lo demás el griego esperaba que fuese perita.
Oigamos los deberes de la perfecta casada expuestos por
Iscómaco (Jenofonte, Económico, Vil, 10):
 
El ama de casa debe ser casta y prudente, tiene
que saber tejer, tener experiencia en la preparación
de la lana y dar a cada criada la tarea que le
convenga. Debe mantener y usar inteligentemente el
dinero y las propiedades adquiridas con el trabajo del
marido. Su principal misión es alimentar y criar a los
hijos, como la reina de las abejas no sólo tiene que
distribuir entre los esclavos, tanto varones como
hembras, los trabajos apropiados, sino atender a su
salud y bienestar. Tiene que enseñar a los miembros
de la familia todo lo que deben aprender y
gobernarlos con severidad y buen juicio.
 
El matrimonio era un contrato privado entre dos
hombres, el que se casa y el que cede a la novia (padre,
tutor o hermano de la chica). En virtud del acuerdo, la mujer
pasaba de la autoridad paterna a la del marido. En tiempos
de Homero parece que el novio compraba a la novia. Más
adelante era la novia la que aportaba una dote. Si el marido
la repudiaba, tenía que devolver la dote, por eso a veces se
hacía una especie de hipoteca sobre ella, para que el
marido no pudiera enajenarla. Las hijas de familia pobre
pero honrada a veces recibían la dote de familias ricas o
incluso del Estado, si la familia se lo merecía. En cualquier
caso había más trasiego económico que amor y muy a
menudo los contrayentes ni siquiera se conocían o si se
conocían no se habían tratado jamás. Una novia se lamenta
en Sófocles7: «Pero ahora nada soy lejos [de mi patria]. Mas
así vi muchas veces la condición de las mujeres: que nada
somos. De pequeñas vivimos en casa del padre, creo, la
más dulce existencia de las gentes, porque con placer cría
siempre a los niños la inconsciencia. Pero cuando a la
juventud llegamos sensatas, somos arrancadas fuera y
vendidas, lejos de los dioses patrios y de los progenitores,
unas junto a maridos forasteros, otras junto a extranjeros,
otras a tristes moradas, otras a unas afrentosas. Y encima
de esto, cuando una noche nos une al yugo marital, es
preciso hacer alabanzas y pensar que está bien.»8
En los siglos V y IV a. C, era normal que los atenienses
acomodados mantuvieran una concubina (pallaké). Una
segunda esposa que diera hijos legítimos era incluso
aconsejable después del brusco descenso de población que
acarreó la guerra del Peloponeso. También, según algunos
autores, como un medio de que la primera mujer resultase
más llevadera: «Cuando la mujer legítima es insoportable,
más vale tomar por compañera a una Habrótonon de Tracia
o a una Baquis de Mileto comprándolas y derramando
nueces sobre sus cabezas» (Plutarco, Eróticos, 753 d). Hubo
también un ensayo de matrimonio temporal, como periodo
de prueba, el colmo de la modernidad. Diógenes Laercio (VI,
93) cuenta el caso de un tal Crates el Cínico que «accedió a
que su hija se casara durante treinta días, como prueba». La
interesante institución no echó raíces.
Tradicionalmente la concubina había estado confinada al
gineceo en las mismas condiciones que la esposa legitima.
En el siglo V muchos atenienses sustituyeron a la concubina
por una hetera, es decir una mujer libre aunque tuviera
estatus social de prostituta. La influyente Aspasia de
Pericles era una de estas heteras que asistía a banquetes y
conversaba de temas filosóficos con los compañeros de su
«marido».
Durante las devastadoras guerras del Peloponeso, a las
que se agregó la peste de 430-429 a. C, las costumbres
evolucionaron. Como suele ocurrir en épocas de gran
mortandad, la moral se relaja y parece que las mujeres se
esfuerzan en quedarse preñadas para compensar el brusco
descenso de población. «Al ver los cambios repentinos [ricos
que morían y pobres que los heredaban] los ciudadanos se
entregaron con más libertad a placeres que antes los
avergonzaban. Buscaban goces inmediatos y voluptuosidad,
convencidos de lo efímero de la vida y de las riquezas»
(Tucídides, Guerra del Peloponeso, II, 53).
 

Vamos de boda
Para los griegos, ya lo hemos dicho, un matrimonio era
un negocio, asunto de cálculo más que de sentimiento.
Existían casamenteros de oficio, los promnesírides, cuyo
corretaje consistía en convencer a cada familia de las
grandes virtudes y ventajas del pretendiente de la otra
parte, ocultando o minimizando defectos. Las circunstancias
que más se consideraban eran la posición social y la edad
de los posibles contrayentes.
Los griegos eran muy partidarios de que cada persona se
casara con un miembro de su propia clase, porque la
experiencia les había enseñado que las bodas entre
personas desiguales traen problemas. Incluso cuando se
trataba de una rica heredera, el padre o tutor procuraba
casarla con un pariente, primo o tío de la muchacha, para
que el patrimonio se mantuviera dentro del clan.
Plauto, en su celebrada comedia La olla (Aulularia, II, 2),
nos transmite los temores del avaro Euclión que vive
pobremente y vacila en dar a su hija en matrimonio a un
vecino de nivel superior. En realidad, Euclión posee un
tesoro oculto y, sospecha, el otro pide la mano de su hija
porque ha descubierto su secreto. Euclión recela del
matrimonio desigual porque «los de mi clase se mofarían de
mí y, si la cosa saliera mal, ninguna de las dos partes me
daría cobijo; los asnos me morderían y los bueyes me
atropellarían. Es una locura que un asno pretenda integrarse
en el rebaño de los bueyes».
Existía el braguetazo con todos sus peligros. Plutarco
abomina de los matrimonios de conveniencia que hacen al
marido esclavo de la dote de una esposa. Preferible sería ir
cargado de cadenas, dice.
No eran los griegos partidarios de casar personas de la
misma o parecida edad. Preferían que el marido fuera por lo
menos diez años mayor que su esposa. Como dice
Eurípides: «Es gran error unir a dos personas de la misma
edad, porque la fuerza del hombre dura mucho más,
mientras que la belleza corporal de la mujer se desvanece
más rápidamente.»9 Era consecuencia lógica del abrumador
trabajo del hogar y de los continuos partos. Hoy la situación
es más bien la inversa: la mujer, más fuerte que el hombre,
sufre menos desgaste y envejece más lentamente, lo que
explica que el número de viudas supere ampliamente al de
viudos.
Ya tenemos a las familias de acuerdo. Ahora vienen los
desposorios, consistentes en fijar la cantidad de la dote, una
suma de dinero y el ajuar, ropa, utensilios y muebles. Solón
dispuso que la dote no incluyera dinero porque rebajaba la
dignidad del matrimonio, cuya finalidad era traer hijos al
mundo y unir a la pareja.
Las bodas solían celebrarse en invierno, posiblemente
debido a un arraigado prejuicio contra la estación calurosa,
en la cual se suponía que el hombre era sexualmente
menos activo.
En algunos lugares, antes de la boda, la familia del novio
se cercioraba de que la novia fuera virgen sometiéndola a la
inspección de una partera de confianza. También había
otros procedimientos menos empíricos. En Éfeso existía una
cueva donde, según la tradición, el dios Pan había
consagrado a la doncella Artemis. Cuando una virgen se
encerraba en la cueva la víspera de la boda, sonaba una
flauta que pendía del techo, presuntamente la que
perteneció a Pan, y la puerta se abría. Pero sí la joven había
extraviado el virgo, la flauta permanecía muda y la puerta
no se abría. Sólo se percibía un lamento desgarrador y la
chica desaparecía. Eso creía la gente, al menos. Nos parece
estar viendo la sonrisa suficiente de algún lector. Advierta
vuesa merced que también muchos de nosotros aceptamos
sin cuestionar mitos religiosos no menos absurdos. Las
irracionalidades inculcadas en la infancia, antes de la edad
de la razón, raramente se cuestionan.
Cada ciudad tenía sus costumbres nupciales, pero la más
generalizada consistía en celebrar la fiesta de compromiso
reuniendo a las amistades en un banquete en casa del los
padres de la novia. El padre de la chica sacaba para la
ocasión la copa más rica de su ajuar, de oro en las casas
más pudientes, y bebía vino con su yerno. Después, se
ofrecían sacrificios a los dioses protectores del matrimonio,
especialmente a Hera y Zeus, la pareja olímpica, y a Atena,
la del olivo y la concordia, sin olvidar a la diosa del amor,
Afrodita. Los vestidos infantiles y los juguetes de la novia se
ofrecían a Artemis. Un emotivo epigrama enumera las
ofrendas de una joven llamada Tímareta: «Al casarse te
consagra, Artemis Limnatis, sus tamborcillos, la pelota que
tanto quería, la redecilla con la que sujetaba sus cabellos y
sus muñecas. Como le corresponde a ella, que es virgen, a
ti, diosa de la virginidad, junto con sus ropas.»
A veces la novia ofrecía también su cabello, que hasta
entonces había dejado crecer en gran melena. El corte de la
cabellera femenina como símbolo de la pérdida de la
virginidad se ha mantenido consistentemente hasta
nuestros días en las sociedades mediterráneas. También en
la española, donde la virgen era antiguamente «doncella en
cabello».
En Beocia la ceremonia nupcial se completaba en el
templo de Eros, ante la famosa estatua del dios tallada por
Praxiteles. Allí la novia ofrendaba a Hera el velo nupcial.
El primer rito de la boda propiamente dicha consistía en
el baño de la novia con agua traida por un doncel de la
fuente o del río del lugar. Siempre había una fuente cuyas
aguas se suponían las más idóneas para este menester. En
Atenas preferían la fuente Calírroe. Allá acudían las novias,
escoltadas por músicas y antorchas, con una vasija llamada
loutróphoros. El baño equivalía a un ofrecimiento de la
virginidad a los dioses, por eso las novias que se casaban en
la Troade, al bañarse en el Escamandro recitaban: «Toma,
Escamandro, mi virginidad.» Circulaba la historia de un
truhán que se hizo pasar por la divinidad fluvial del
Escamandro y una doncella poco avisada quedó tan
persuadida del milagro que no tuvo inconveniente en
entregarse a él. Unos días después, cuando iba en la
procesión nupcial camino del templo de Afrodita, distinguió
a su Escamandro entre la multitud de curiosos que se
agolpaba a los lados de la calle y señalándolo exclamó: «Ahí
está Escamandro al que le di mi virginidad.»
Naturalmente, el baño ritual también cumplía una
función higiénica, tan conveniente antes del maratón sexual
de la noche de los secretos, especialmente para las recién
casadas que no dispusieran de medios adecuados en casa.
Por eso en La paz de Aristófanes un criado apunta: «La
chica se ha bañado, bello y suave está su trasero.»
La ceremonia se celebraba en el domicilio del padre o
tutor de la novia. La casa se adornaba para la ocasión con
flores y con guirnaldas de laurel y olivo. Los contrayentes,
sus familias y los invitados asistían al sacrificio propiciatorio
y después se acomodaban para el banquete. En la mesa
presidencial estaban la novia, con vestido de vivos colores,
la cabeza cubierta por un velo, adornada como una verbena
y rodeada de amigas y de alguna pariente de respeto
encargada de irla iniciando en los misterios de la vida. No
lejos, el novio vestido de blanco. A veces los contrayentes
ceñían sus frentes con bandas de colores.
El banquete nupcial era la única ocasión en que las
mujeres banqueteaban con los hombres, aunque en mesas
separadas. Durante la comida aparecía un hermoso
mancebo adornado con hojas de roble y ofrecía a los
invitados un plato con galletas al tiempo que recitaba: «He
evitado lo malo y encontrado lo bueno.» La parte más
sacramental de la ceremonia era cuando los novios
compartían una torta espolvoreada de sésamo.
Después del banquete, los jolgorios duraban hasta el
atardecer. Muriendo el día se organizaba una procesión
nupcial, con antorchas encendidas por las respectivas
suegras, para acompañar a los esposos a su nueva casa.
Era costumbre que la pareja hiciera el camino en un carro
tirado por muías o bueyes en el que también subía el
padrino (que era el mejor amigo del novio]. La recién
casada debería llevar un asador en una mano y un cedazo
en la otra, delicada evocación de los entretenimientos que
iban a sustituir a los juguetes quemados la víspera. Los
invitados, ya achispados por las frecuentes libaciones, iban
entonando un himeneo o canción nupcial, con
acompañamiento de flauta y lira, o cítara y oboe (Hymén, el
dios griego de los matrimonios, ha dado nombre entre
nosotros a la membrana virginal de la mujer]. En algunas
regiones era costumbre quemar a continuación el eje del
carro para que la novia nunca deseara regresar por donde
había venido a casa del esposo. Eso es lo que se llama
quemar las naves.
La gente salía a la calle a ver pasar la procesión nupcial y
daba vivas a los novios e incluso se unía a los cantos de los
acompañantes. Por lo general, los cantos de boda alababan
a los novios o cantaban la virginidad de la novia. También
los había relativos al baño ritual, salpimentados con
supuestas confidencias de la novia deseosa de
experimentar el amor. Cuando se terminaba el repertorio, si
el camino era largo, no era raro que salieran a relucir
antiguos cantos de desafío entonados alternativamente por
hombres y mujeres, en los que se dilucidaba si eran más
afortunadas las doncellas o las casadas.
Los recién casados penetraban en la casa que sería su
hogar, él coronado de arrayán y ella con una antorcha en la
mano. De esta guisa llegaban al lar que los esperaba
encendido con el fuego sagrado. Allá derramaban sobre la
cabeza de los novios nueces e higos secos y les daban a
comer un pastel nupcial aromatizado con sésamo y miel.
Otra costumbre era entregarles una moneda y un dátil.
Cumplidas estas ceremonias, los invitados dejaban a los
novios por fin solos en la alcoba nupcial hasta el día
siguiente. El tálamo era la parte más sagrada de la vivienda.
Era costumbre antigua que el marido adornara previamente
la alcoba procurando que en su mobiliario y decoración se
manifestara su poder económico o su industria, caso de que
él mismo la hubiera construido. La noche de bodas (que, por
cierto, los griegos denominaban «noche de los secretos»)
requería el cumplimiento de lo que Juan Ramón Jiménez
denomina, con poética imprecisión, el misterio fecundo. Los
invitados, que discretamente quedaban en la pieza
contigua, acompañaban la dulce batalla en campos de
pluma que se reñía dentro con el cántico de epitalamios.
Como es natural la situación daba cumplido espacio para
que los amigotes del novio y los gamberros y bromistas en
general intentaran lucirse con sus bromas pesadas. «Esto
originó la costumbre del "portero" (thyrorós). Un forzudo
amigo del novio que se apostaba cerca de la cámara nupcial
para ahuyentar a los graciosos. Safo se burla de uno de
estos porteros10 diciendo que tiene enormes pies y que "es
feo de grande", lo que prueba que para este cometido se
buscase a verdaderos hombrones.»11
 

El denostado matrimonio
Asevera el comentador de Teócrito que «el epitalamio se
canta para ahogar los gritos de la joven novia ante la
violencia que le hace su esposo». Es que en los recios
tiempos antiguos la joven que había pasado en unos días de
las muñecas al tálamo era desflorada precoz y brutalmente.
Luego las costumbres evolucionaron y el trance se hizo
menos penoso pero, en cualquier caso, la violación casi
ritualizada de la noche de bodas parece que continuó siendo
bastante frecuente en el mundo clásico. También en Roma
tenemos noticia de que la recién casada quedaba «ofendida
contra su marido». Algunos más considerados aplazaban la
desfloración para más adelante y en las primeras sesiones
íntimas se contentaban con penetrar analmente a la esposa.
Es decir, el griego.
En Esparta la costumbre era fingir el rapto (harpagé) y
consiguiente violación de la novia. Como dice Plutarco
(Licurgo, 15):
 
Cada hombre se llevó a una mujer, ninguna de
ellas demasiado joven para el matrimonio, sino
crecidas y en edad de casarse. La madrina recibía a
la novia, le afeitaba la cabeza y la vestía y calzaba
como un hombre, se acostaba a su lado en un lecho
de paja y la dejaba sola en la oscuridad. Entonces el
novio se colaba en la habitación procurando ir sobrio
y no borracho ni debilitado por la juerga y después
de haber comido como de costumbre con sus
camaradas. Entonces desabrochaba el cinturón a la
novia y la ponía en la cama. Después de pasar un
breve rato con ella, salía evitando hacer ruido y se
iba a dormir al sitio habitual, con sus camaradas.
Luego repetía la operación una y otra vez, pasaba el
día con los camaradas, dormía con ellos de noche y
visitaba a su novia solamente en secreto y sin ser
notado, como sí se avergonzara y temiera que
alguien en la casa de ella pudiera sorprenderlo.
 
Otra legendaria y bizarra costumbre nupcial espartana es
la que Ateneo de Naucratis cuenta en el libro XIII de su
Batujuete de los sabios: «En Esparta era costumbre encerrar
a las chicas casaderas en una habitación oscura en la que
también se metía a los muchachos en edad de casarse y
cada uno de ellos sacaba, sin dote, a la que cogiera.»
Regresemos a Atenas. A la mañana siguiente de la boda,
a una hora prudencial, ya con el sol en lo alto, una serenata
despertaba a los novios y la familia irrumpía alborozada en
la alcoba nupcial portando regalos para la pareja. Por la
tarde se celebraba otro banquete multitudinario con gran
cantidad de invitados, al que ya no asistían mujeres, ni
siquiera la novia, aunque se suponía que era ella la que
preparaba los platos en la cocina, una demostración de sus
habilidades culinarias.
El comienzo del matrimonio, violación nocturna y gran
sesión de cocina matinal, no parece, desde nuestra
perspectiva actual, muy halagüeño para la recién casada. El
resto de la vida matrimonial ya se explicó páginas atrás: las
señoras encerradas en el gineceo, y entregadas a la
administración de la casa, al margen de toda vida social; las
pobres sirviendo al marido y a los hijos. Con todo, la griega
que no se casaba, la ágamos, se consideraba una fracasada
falta de la protección de un hombre (esta protección a la
mujer y a los hijos, «los seres queridos», hoi phihi, era el
primer deber de un padre de familia). Por otra parte, en la
práctica, las casadas pudientes no estaban tan encerradas
como exigía la costumbre porque las numerosas fiestas
religiosas (conmemoraciones, bodas, funerales, etc.) les
suministraban convenientes pretextos para escapar del
encierro y reunirse con amigas y conocidas, e incluso, como
se verá, con amantes. También hemos de considerar que la
autoridad del marido era a menudo más teórica que
efectiva, dependiendo de cada pareja y sus circunstancias.
Un tema repetido por comediógrafos y poetas es, por
ejemplo, la tiranía de las mujeres ricas sobre sus maridos. El
poeta Teognis, muy conservador, arremete contra los nobles
empobrecidos que se casan con mujeres ricas (también
contra los viejos que toman esposas jóvenes que los
engañan).
La única reivindicación feminista que emprendieron las
griegas pertenece a la ficción del teatro y, aunque lucra
muy celebrada por lo que tenia de absurdo, nunca derivó en
planteamientos formales. Aristófanes, un hombre muy
influido por su madre, imaginó una asamblea de las mujeres
que se rebelaba contra la tiranía de los hombres y exigía la
constitución de una comunidad de bienes y de sexos. En esa
república ideal, cada mujer se acostaría con los hombres
que le apetecieran, lo que conduce a situaciones hilarantes:
un muchacho que está a punto de encamarse con su
enamorada tiene, según la ley, que satisfacer primero a tres
repugnantes viejas salidas.
 

Los hijos
Después de las bodas solían venir las preñeces y, a su
debido término, los partos. Las griegas parían en su casa
con la ayuda de una partera o un partero (como las
españolas hasta hace unos pocos lustros). Cuando la
embarazada iba saliendo de cuentas se proveía de un
amuleto que contuviera un trozo de raíz de ciclamen, que se
suponía aceleraba el parto y acortaba la horita (pero si una
embarazada pisaba el ciclamen le provocaba un aborto).
Cuando comenzaban las contracciones, los familiares
llevaban al paritorio un gallo para que favoreciera el
alumbramiento. Por el contrario, la presencia de un cuervo
hacía el parto más laborioso y no digamos si una mujer
embarazada comía huevos de cuervo, entonces el aborto
era seguro. Por cierto, algunos griegos supersticiosos y
crédulos estaban convencidos de que los cuervos son
capaces de copular con las mujeres, usando ese pico gordo
y aparente que tienen.
Si el recién nacido era niño, se colgaba en la puerta de la
casa una rama de olivo; si niña, una cinta de lana. Así se
evitaba ese engorro de que las visitas dieran patinazo como
pasa entre nosotros cuando llegan diciendo: ¡Qué guapo
es!, y la abuela, con mirada reprobadora, corrige: ¡Guapa,
guapa, que es una niña!
En algunos lugares se practicaba la curiosa costumbre de
la covada. «Si una mujer ha parido un niño, en la isla de
Córcega, no se le presta la menor atención cuando está en
la cama de parida. Es el hombre el que yace como si
estuviera parido y así durante un determinado número de
días» (Diodoro Sículo, IV, 14). Además, la parturienta tenía
que prepararle la comida y cuidarlo. Lo mismo refiere
Estrabón de algunos pueblos: celtas, trados, escitas e
iberos.
Unos días después del nacimiento, la familia celebraba el
advenimiento del nuevo miembro con las Anfidromías, fiesta
en la que, como su propio nombre indica, la principal
ceremonia consistía en recorrer el fuego doméstico llevando
el bebé en brazos y mostrándolo a los invitados. Más
adelante se celebraba un banquete formal, con sacrificio, y
se imponía nombre al recién nacido, casi siempre el del
abuelo paterno. Por lo general, los nombres eran
agradables: Teodoro, «regalo de los dioses», cosas así. Con
esto, el hijo quedaba admitido en la familia con todos sus
derechos y para siempre... A no ser que se desmandara, en
cuyo caso el padre podía repudiarlo y desheredarlo.
Caso muy distinto era el de los recién nacidos no
deseados. Entonces los padres se deshacían del bebé por
diversos procedimientos. Podían ahogarlo al nacer (dado
que el infanticidio no estaba penado) o, si no se atrevían a
matarlo por temor a los dioses, podían abandonarlo en un
lugar concurrido, dentro de un barreño de barro (para
resguardarlo de ratas y perros vagabundos) con la
esperanza de que fuera recogido por algún alma caritativa o
interesada (con vistas a la futura explotación del expósito).
También había padres que cuidaban a sus hijos mientras
eran lactantes, para venderlos después a parejas sin hijos.
El trámite de adopción era ejemplarmente rápido, sin
papeleos ni intervención de asistentes sociales, propio de
una sociedad no tan evolucionada como la nuestra.
En Esparta, la ley de Licurgo permitía abandonar a los
hijos débiles o contrahechos en una garganta del monte
Taigeto.
A los expósitos se les solía dejar algún colgante u objeto
similar por si algún día fuera posible reconocerlo. Esta
costumbre suministró abundante material a la literatura: en
el teatro y luego en la novela abundan hijos perdidos y
luego hallados gracias a una marca o a un talismán.
Durante su lactancia y primera infancia, el pequeñuelo
vivía en el gineceo, con las mujeres de la casa. Después,
cumplidos los seis años, los niños pasaban al mundo de los
hombres y las niñas continuaban con la madre hasta que les
llegaba el momento de casarse. Eso, claro está, en las
familias de algunos posibles. Los pobres gastaban menos
ceremonias y tanto niñas como niños se educaban en la
calle, trabajando, en cuanto alcanzaban la edad para ello.
Desde los doce años, el niño de familia acomodada iba a
entrenarse a la palestra bajo la dirección de un entrenador o
paidotribes. La rutina del pequeño atleta incluía lavado
previo, aceitado del cuerpo desnudo y emborrizamiento del
mismo espolvoreando arena. Después venía el
entrenamiento propiamente dicho, que solía incluir las
especialidades del péntathlon: lucha, carrera, salto de
longitud, disco y jabalina. Al término de los ejercicios, los
deportistas se quitaban la costra aceitosa de polvo y sudor
que los cubría con ayuda de una rascadera de hueso, la
xyxtra, y volvían a lavarse.
Además de los ejercicios físicos, la educación de los
pudientes comprendía diversas disciplinas de letras y
música, impartidas primero por alguna nodriza,
posteriormente por un pedagogo y por un citarista.
 

El siglo del cuerno


El griego, incluso el de costumbres más morigeradas, no
concebía que un hombre pudiera acostarse con la misma
mujer, la esposa, de por vida. El griego casado no estaba
obligado por ley o por costumbre a ser fiel a su esposa.
Solamente la esposa tenía el sagrado deber de mantenerse
fiel al marido. Andando el tiempo los filósofos se opondrían
a esta moral sexista y a través de ellos la sociedad iría
aceptando que también el esposo debe mantenerse fiel.
Platón, en su República (VII, 16, 1335), propone que el
esposo infiel pierda sus derechos civiles. Y Plauto, en su
comedia Mercator (IV, 6), dice: «Si una buena esposa se
contenta con su marido, ¿por qué debería un marido no
contentarse sólo con una esposa?»
Un griego, independientemente de su estado civil, era
libre de mantener relaciones íntimas con concubinas,
heteras, prostitutas o mancébicos púberes. Sólo debía
andarse con tiento a la hora de abordar a una desconocida
porque el concepto jurídico de adulterio era muy amplio: no
era sólo seducir a una casada sino a cualquier mujer
dependiente de la potestad de un hombre, fuera marido,
hermano o padre (un kyrios). Algunos forasteros incautos
que habían seducido a mujeres aparentemente libres se
veían de pronto implicados en un chantaje bajo amenaza de
proceso por adulterio. Para escapar a estos peligros, muchos
aficionados preferían recurrir a prostitutas o heteras antes
que arriesgarse a vulnerar la ley.
Los misóginos griegos, que eran legión como vimos
páginas atrás, estaban convencidos de que la mujer
propende a la infidelidad porque carece de la fuerza de
voluntad necesaria para dominar su libido. Quizá el prejuicio
se basaba en la amarga experiencia de muchos maridos
cuyas esposas, aunque encerradas en el gineceo, se las
habían ingeniado para vulnerar el voto conyugal, a veces
incluso con los esclavos de la casa. El del ama liada con el
esclavo era un lugar común frecuentadísimo de la comedia
y del cuento erótico. Como dice un personaje de
Aristófanes: «Nos dejamos hacer polvo por los esclavos y
muleros cuando no tenemos a otro (...) cuando más
puteamos con alguno toda la noche a la mañana mascamos
ajos para que cuando nos huela el marido, al volver de su
puesto en la muralla, no sospeche que hemos hecho nada
malo» {Tesmoforiantes).12 Esopo, protagonista de muchos
chistes griegos, es sorprendido masturbándose por la mujer
del filósofo Janto, su amo, «y viendo ella la longitud y el
calibre de su miembro, quedó seducida y olvidándose de su
fealdad, cayó herida de amor. Y hablándole en privado le
dice (...): "Si me lo haces diez veces te regalaré un manto."
Esopo dijo: "Júramelo" y ella, como estaba cachonda, se lo
juró. Esopo (...) cumplió su deseo hasta nueve veces y
entonces dijo: "Señora, no puedo hacerlo otra vez." Pero ella
le dijo: "Si no cumples las diez, no te doy nada."
Esforzándose mucho Esopo pudo hacérselo en el muslo una
décima vez.» Después, la insaciable mujer niega al pobre
esclavo el fruto de su esfuerzo, y están discutiendo sobre
ello cuando se presenta el amo. Entonces Esopo le da las
pertinentes quejas con estas palabras: «Amo, el ama
caminaba conmigo y vi un ciruelo cargado de fruto. Vio una
rama ubérrima y me dijo: "Si con una sola piedra puedes
tirar al suelo diez ciruelas te regalo un manto." Yo tiré con
buena puntería y le derribé diez ciruelas pero una
casualmente cayó en un estercolero y ahora se niega a
darme el manto.» Ella, al oírlo, le dice a su marido:
«Confieso que recibí las nueve, pero no cuento la que cayó
al estercolero. Que tire de nuevo y me haga caer la décima
ciruela y recibirá el manto.» Janto sentenció que se le diera
a Esopo el manto y añadió: «Esopo, como estoy cansado,
salgamos a pasear mientras preparan la cena y de paso me
tiras al suelo unas ciruelas para que se las traigamos al
ama.» Y ella dijo: «No le pidas, señor, que te las dé. Yo le
entregaré el manto como has mandado.»13
Hay otro caso famoso, el de la adúltera que se encama
con el mancebillo amante de su esposo, una venganza
doblemente dulce. Al menos es lo que se deduce de la
embrollada historia de la muerte de Alejandro, tirano de
Fera. Este gobernante, disgustado con su paidiká, lo hizo
encarcelar y, como la esposa intercediera por el joven,
mandó sin más que lo ejecutaran. Entonces ella asesinó al
marido y tirano. No hace falta ser muy mal pensado para
suponer que la causa del primer encarcelamiento y de la
posterior condena capital radicaría en que el jovencito se
estaba entendiendo con la esposa de su amante.
Éstos y otros casos parecen abonar la divulgada creencia
de que la infidelidad es una tendencia natural que a veces
se observa en las mujeres confinadas por maridos celosos o
por los usos sociales represivos de ciertas religiones
sexistas. Ya se sabe el atractivo que tiene lo prohibido. El
adulterio femenino parecía tan natural a los griegos que
incluso desarrolló un género literario propio, las canciones
locrias de adulterio, que recreaban convencionalmente la
angustia de la esposa infiel temerosa del regreso del
marido: «¿Qué te pasa? No me traiciones, te suplico.
¡Levántate antes de que él venga! ¡No te causes un gran
mal y a mí también, desgraciada! Ya es de día, ¿no ves la
luz a través de la ventana?»14
La reclusión de la esposa en el gineceo y su exclusión de
la vida social no es más que el reflejo de ese recelo del
marido por la supuesta propensión ai adulterio de la santa
esposa. El refuerzo literario de este arraigado prejuicio
comienza ya en Homero. Recordemos que la guerra de
Troya, motivo central de la Iliada, es consecuencia del
adulterio de la bella Helena, esposa del rey Menelao, que se
fuga con el apuesto Paris, hijo del rey troyano. Después de
muchos años de guerra, el caudillo de los griegos
confederados, Agamenón, regresa a palacio ignorante de
que su mujer, Clitemestra, no le ha guardado ausencias y ha
tenido un asunto con su pariente Egisto. La adúltera asesina
a Agamenón en el baño. Como contrapunto también
convendría citar a las esposas abnegadas y fidelísimas de
Héctor y de Ulises.
El castigo al adúltero varió mucho con el tiempo. Por
supuesto, un marido burlado podía divorciarse de la infiel.
Otras causas de divorcio eran la incapacidad de tener hijos
o, simplemente, incompatibilidad de caracteres. La mujer
carecía de capacidad jurídica pero, en la época clásica, las
atenienses maltratadas por sus maridos podían solicitar del
arconte la disolución del matrimonio.
En los heroicos tiempos homéricos el marido burlado o el
tutor de la doncella desvirgada podía matar al adúltero o
exigirle una indemnización. En Atenas, incluso en la época
clásica, algunos maridos burlados no vacilaban en aplicar
esta bárbara ley. Eufileto, que había matado a Eratóstenes
después de sorprenderlo en la cama con su mujer, refería
de esta manera el lance; «Cuando reventé la puerta del
dormitorio los primeros que entraron conmigo vieron a un
hombre en la cama con mi mujer; los que entraron después
vieron un hombre desnudo de pie sobre la cama. Yo,
señores, lo derribé, lo até de los dos brazos a la espalda y le
pregunté por qué había mancillado el honor de mi casa. Se
reconoció culpable, pero me suplicó que no lo matara y que
me contentara con una compensación económica, pero yo
le repliqué: "No te mato yo, es la ley del Estado la que te
ejecuta."»15
Más adelante se suavizaron las costumbres y la
venganza de sangre se sustituyó por la pérdida de los
derechos civiles y por la vergüenza y la humillación pública.
En Gortina (Creta), una ley grabada en una inscripción del
siglo v establece un castigo solamente pecuniario para el
adúltero. En otros lugares el castigo era físico" y consistía
en insertarle un rábano en el ano para convertirlo en
euryproktos, es decir, culiancho, el apelativo insultante
aplicado a los homosexuales pasivos. A veces la
rabanización llevaba aparejada también la depilación de las
partes, práctica propia de bardajes.
El castigo de la adúltera no era menos severo.
Antiguamente el marido la repudiaba y devolvía al padre o
tutor del que la había recibido. Además, las adúlteras, o
metnoikheuménai, quedaban excluidas de las ceremonias y
ritos sagrados. En algunos lugares incluso se exhibían a la
curiosidad de los vecinos vestidas con un velo transparente,
en una columna o picota del mercado y después les daban
un paseo infamante sobre un asno. Como leemos en
Esquines: «La adúltera no podrá adornarse ni visitar los
templos públicos para que no corrompa a las virtuosas; y si
los visita o se adorna, el primero que se la encuentre podrá
desgarrarle los vestidos, arrancarle los adornos y apalearla,
pero no podrá matarla ni mutilarla (...). En cuanto al
alcahuete, sea hombre o mujer, se le acusará, y si es
condenado se castigará con la muerte.»
En Esparta la situación era bastante distinta. Por una
parte da la impresión de que los ciudadanos no se
preocupaban por asegurarse la paternidad de los hijos
paridos por la esposa siempre que fueran sanos y fuertes
para hacer de ellos los guerreros que necesitaba la ciudad.
Pero por otra parte alardeaban de tener las esposas más
fieles de Grecia. Oigamos a Plutarco {Licurgo, 15): «Una vez
le preguntaron a uno de los espartanos antiguos, Gerardas,
cómo castigaban a los adúlteros en Esparta y respondió:
"Aquí no hay adúlteros." "Y si los hubiera", insistió el
interlocutor, "entonces el culpable tendría que donar un toro
tan largo que alargara la cabeza sobre el monte Taigeto
para beber en el rio Eurotas." El otro, perplejo, preguntó:
"¿Cómo podría encontrarse un toro así?" Gerardas respondió
riendo: "¿Y cómo podría encontrarse un adúltero en
Esparta?"»
Entre los griegos, como entre nosotros, el marido
cornudo era una figura patética más digna de lástima que
de desprecio. Incluso en los recios tiempos de Homero,
como nos muestra la primera comedia de enredo de la
literatura universal, presente en la Odisea (VIH, 273 y ss).
Afrodita, la diosa del amor, y por ende la más hermosa y
deseada del Olimpo y también, ¡ay!, la más casquivana,
está casada con el dios Hefesto, el simpático herrero de los
dioses, el único, por cierto, que trabaja en el club celestial.
Hefesto es feo y cojo y seguramente un marido ocupado
que regresa a casa cansado, tiznado y sudoroso después de
una agotadora jornada de forja. Por el contrario, hay otro
dios, Ares, el dios de la guerra, que es un guerrero apuesto
y fornido, el clásico militar cachas con el pelo al cepillo. A
Afrodita, como a toda mujer de poco seso, le van los
valentones y camorristas, así que pone los ojos en él y se lo
lleva a la cama. Pero el Sol, que todo lo ilumina y todo lo ve,
va con el cuento al marido burlado y le comunica lo que
está ocurriendo. En su propio lugar de trabajo, en presencia
de los oficiales y de los aprendices del taller. Es la escena
que retrata Velázquez en su famoso lienzo La fragua de
Vulcano. El marido burlado idea una venganza adecuada:
forja una red metálica indestructible pero tan sutil como la
tela de una araña y la dispone sobre el lecho de los
adúlteros. Luego avisa a su mujer de que tiene que
ausentarse porque le ha salido un trabajo en Lemnos. Es la
clásica situación del marido que sale de viaje y los adúlteros
aprovechan para encamarse. Leamos a Homero: «Ares,
cuando vio que Hefesto se alejaba, fuese al palacio de este
ínclito dios, ávido de amor, y dijo a Afrodita: "Ven al lecho,
amada mía, y acostémonos; que ya Hefesto no está entre
nosotros, pues partió sin duda hacia Lemnos." Así dijo, y a
ella le pareció grato acostarse. Metiéronse ambos en la
cama y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos
del prudente Hefaistos de tal suerte que no podían mover ni
levantar ninguno de los miembros y entonces
comprendieron que no había manera de escapar.» (Es decir,
que quedaron atrapados en la postura de la cópula.) No
tardó en presentárseles el ínclito cojo de ambos pies, que se
había vuelto antes de llegar a la tierra de Lemnos porque el
Sol estaba al acecho y fue a avisarlo. Encaminóse a su casa
con el corazón triste, detúvose en el umbral y, poseído de
feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron
todos los dioses: «¡Padre Zeus, bienaventurados y
sempiternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas
e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo
a mí, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es
gallardo y tiene los pies sanos, mientras yo nací débil; mas
de ello nadie tiene la culpa sino mis padres que no debieron
haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado en mi
lecho y duermen amorosamente unidos, y yo me angustio
de contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de
este modo ni siquiera breves instantes, aunque mucho se
amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los
engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me
restituya íntegra la dote que le entregué por su hija
desvergonzada. Que es hermosa, pero no sabe
contentarse.»
Llegan los dioses todos a presenciar el delito, pero las
diosas «quedáronse, por pudor, cada una en su casa».
Como en un corral de vecinos, «detuviéronse los dioses en
el umbral, y una risa inextinguible se alzó (...) al ver el
artificio del ingenioso Hefesto. Y uno de ellos dijo al que
tenía más cerca: "No prosperan las malas acciones y el más
tardo alcanza al más ágil; como ahora Hefesto, que es cojo
y lento, aprisionó con su artificio a Ares, el más veloz de los
dioses que poseen el Olimpo, quien tendrá que pagarle la
multa del adulterio."»
Los comentarios de la divina asamblea son los propios de
un casino. Por una parte, Apolo comenta con Hermes: «¿Qué
te parece, querrías dormir con Afrodita aunque fuera atado
de esa manera?», y el otro, prendado como todos de la
diosa del amor, responde: «Envolviéranme triple número de
lazos y vosotros los dioses y aun las diosas todas me
estuvierais mirando, con tal de que yo durmiese con la
áurea Afrodita.»
Mientras tanto, el dios Posidón intenta convencer a
Hefesto para que suelte a los amantes: «Desátalo que yo te
prometo que pagará como le mandas lo que sea justo.» El
marido ofendido replica que no piensa soltar al culpable
porque cuando se vea libre no querrá pagar la deuda.
Posidón insiste y se ofrece como fiador si el otro rehusa.
Finalmente Hefesto consiente en liberar a los adúlteros y
ellos se van lejos, a ocultar su vergüenza, Ares a Tracia y
Afrodita a Chipre.
Otras veces el marido ofendido perdonaba a la esposa,
considerada, al fin y al cabo, una perpetua menor de edad
y, por lo tanto, irresponsable de sus actos. Menelao,
recuperada la hermosa Helena tras la guerra de Troya,
vuelve a vivir con ella en su palacio y pelillos a la mar.
Helena, por su parte, se nos aparece como una lagarta que
cuando vio que el negocio de Troya se perdía solamente
pensó en congraciarse con su marido y culpaba a Afrodita,
la diosa del amor, de aquella locura que se había apoderado
de ella cuando abandonó el domicilio conyugal para fugarse
con el apuesto París; «Ya sentía en mi corazón el deseo de
volver a mi casa y deploraba el error en el que me había
puesto Afrodita cuando me condujo allá, lejos de mi patria, y
hube de abandonar a mi hija, el tálamo y un marido que a
nadie le cede en inteligencia ni en gallardía», asevera la
muy ladina (Odisea, W, 265-272).
En realidad esto es lo que aparece en Homero, pero otros
poetas posteriores no vieron la cosa tan clara. Alguno del
llamado «ciclo épico» imaginó que la primera intención de
Menelao, el marido burlado, fue traspasar a la esposa infiel
con la espada de aguda punta y a ello se disponía cuando
ella le mostró «las frutas de su seno», es decir, las tetas. Y
las tenía tan buenas que el calzonazos de Menelao se
arrepintió al punto de su primer designio y amansado por la
contemplación de tanta belleza abrazó a su mujer y se
reconcilió con ella. Esta versión alcanzó notable éxito y fue
luego muy repetida no sólo en literatura sino en pintura,
especialmente por los decoradores de vajillas. El griego,
siempre rendido ante la belleza, le somete incluso la
justicia. Quizá el lector haya pensado que ese gesto de
mostrar el pecho que salvó a Helena denota hasta qué
punto era una lagarta. No, en realidad, como se ha dicho
más arriba, mostrar los pechos y arañarlos era el gesto
griego, u oriental, del luto y la desesperación. Por eso las
figurillas cretenses van vestidas con faldas acampanadas a
volantes y llevan el busto desnudo. Generalmente se toman
por sacerdotisas de la extraña religión cretense, pero
pudieran ser también figuras sepulcrales si aceptamos que
los pretendidos palacios de Cnosos eran, en realidad,
necrópolis de la aristocracia cretense.
Aparte de los maridos burlados que reaccionan más o
menos terriblemente contra los adúlteros, en Grecia
existieron cabrones consentidos, en unos casos por
vocación y en otros por negocio. Entre estos últimos
tenemos noticia de un tal Estéfano cuya especialidad
consistía en desplumar a forasteros pardillos valiéndose de
los encantos de su mujer y de los de su hija. La estafa
consistía en sorprender in fraganti al incauto encamado con
la bella y exigirle una crecida compensación en dinero. A un
tal Epaneto, al que cogió en la cama con su hija, le sacó la
exorbitante cantidad de treinta minas.
Entre los cornudos vocacionales resulta especialmente
aleccionador el caso del rey lidio Candaule que cuenta
bellamente en un fuego de campamento la inolvidable
protagonista de la película Elpaciente inglés:
 
Este Candaule estaba enamorado de su propia
esposa [reparen en lo insólito del caso, parece
indicarnos el historiador] y, como enamorado,
pensaba poseer con mucho la mujer más hermosa del
mundo. Candaule tenía un privado, Gige, al que solía
alabar desmedidamente la belleza de su mujer. No
mucho tiempo después, Candaule, a quien había de
sucederle una desgracia, dijo a Gige estas palabras:
«Gige, me parece que no te convences cuando hablo
de la belleza de mi mujer, porque los hombres dan
menos crédito a los oídos que a los ojos. Así pues,
haz por verla desnuda.» Gige, dando una gran voz,
respondió: «Señor, ¿qué discurso tan poco cuerdo
dices? ¿Me mandas que ponga los ojos en mi señora?
Al despojarse una mujer de su vestido se despoja de
su recato. Hace tiempo han hallado los hombres las
normas cabales que debemos aprender y entre ellas
se encuentra ésta: mirar cada uno lo suyo. Yo estoy
convencido de que ella es la más hermosa de todas
las mujeres y te pido que no me pidas cosa fuera de
la ley.»
Con tales términos resistía Gige, temeroso de que
le sobreviniera algún mal, pero Candaule le replicó
así: «Ten buen ánimo, Gige, y no me temas a mi
pensando que te digo esas palabras para probarte, ni
a mi mujer, pensando que pueda venirte de ella daño
alguno, porque, para empezar, yo lo dispondré todo
de manera que ni aun advierta que tú la has visto. Yo
te llevaré a la alcoba en que dormimos, y te colocaré
detrás de la puerta. Enseguida de entrar yo, vendrá a
acostarse mi mujer. Junto a la entrada hay un sillón; y
en éste pondrá una por una sus prendas, a medida
que se las quite, y te dará lugar para que la mires
muy despacio. Luego que ella venga del sillón a la
cama y quedes tú a su espalda, procura que no te
vea cruzar la puerta.
Viendo, pues, Gige que no podía escapar, se
mostró dispuesto. Cuando Candaule juzgó que era
hora de acostarse, llevó a Gige a la alcoba, y bien
pronto compareció la reina. Después de entrar,
mientras iba dejando sus vestidos, Gige la
contemplaba; cuando quedó a su espalda, por
dirigirse a la cama, Gige dejó su escondite, pero ella
lo vió salir. Al advertir lo ejecutado por su marido, ni
dio voces, avergonzada, ni demostró haber advertido
nada, con intención de vengarse do Candaule: porque
entre los lidios, y entre casi todos los bárbaros. es
grande infamia, aun para el varón, dejarse ver
desnudo.
Entre tanto, sin demostrar nada, se estuvo quieta;
pero así que rayó el día, previno a los criados que
sabía más leales a su persona, e hizo llamar a Gige.
Éste, sin pensar que supiese nada de lo sucedido,
acudió a su llamada, porque también antes solía
acudir cuando lo llamaba la reina. Luego que llegó,
ella le habló de esta manera: «Gige, de los dos
caminos que te doy a seguir cuál quieres escogen o
matas a Candaule v me posees a mí y al reino de los
lidios, o tienes que morir al momento para que en
adelante no obedezcas del todo a Candaule, ni mires
lo que no debes. Asi. pues, o ha de perecer quien tal
ordenó o tú, que me miraste desnuda y obraste
contra las normas.»
Por un instante quedó maravillado Gige ante sus
palabras y luego le suplicó que no lo obligase por
fuerza a hacer semejante elección, Pero no pudo
disuadirla y vio que, en verdad, tenía ante sí la
disyuntiva de dar muerte a su señor o de recibirla él
mismo por otras manos. Eligió quedar con vida, y la
interrogó en estos términos: «Puesto que me obligas
a matar a mi señor contra mi voluntad, también
quiero escuchar de qué modo lo acometeremos.» Ella
respondió: »E1 ataque partirá del mismo lugar en que
aquél me mostró desnuda; y lo acometerás mientras
duerma.» (...) ella misma le dio un puñal y lo ocultó
detrás de la puerta. Luego, cuando Candaule
reposaba, salió de allí Gige, lo mató y se apoderó de
su mujer y del reino juntamente. (Heródoto, Los
nueve libros de la historia, I, 8-12.)
Capítulo VIII
El convite y la fiesta,
una oportunidad para el
sexo
 

El simposio
Antes hemos hablado de las fiestas privadas. En algún
momento estas celebraciones revistieron tal importancia
que bien merecen un comentario aparte. El simposio es hoy
una asamblea de profesionales para discutir problemas
corporativos o divulgar novedades que pueden afectar al
procomún. Sin embargo, bajo esa adusta apariencia, retiene
todavía algo del sentido lúdico que le dieron los griegos. La
más notable institución social de los griegos era el
sympósion o bebida en común. El sympósion cumplía una
doble función social: por un lado, era afirmación del
prestigio económico del anfitrión; por otro, era una
ceremonia de cohesión social para la minoría aristocrática
que consumía el precioso producto. Como dice Rathje,
servía para «la adquisición del honor y la creación de una
red de obligaciones». Aquellos convites suministraban a los
helenos un excelente pretexto para romper con la
monotonía, para reencontrarse con viejos amigos, para
conocer gente nueva, para echar una cana al aire.
El convite griego era una institución típicamente
masculina, un banquete de camaradas. La cosa comenzó en
los tiempos heroicos en que los amigos abundaban y el vino
era un producto caro que se consumía ceremoniosamente.
Naturalmente en el simposio se conversaba, con lucidez
etílica, sobre todo lo divino y lo humano. Luego,
dependiendo del nivel cultural y de las inclinaciones de los
concurrentes, los simposios tomaban muy diferentes
caminos. Si de algunos salieron inmortales tratados de
filosofía (algunos de los famosos diálogos de Platón, por
ejemplo, ocurren en estos simposios), otros sólo aspiraron a
la diversión, al desenfreno, a la expresión vitalista de la
alegría de existir: comamos y bebamos que mañana
moriremos.
Los invitados al simposio eran recibidos por esclavos o
criados que los coronaban con guirnaldas de hiedra y los
descalzaban y lavaban los pies. Luego los hacían pasar al
andrón, el gran salón comedor donde se reclinaban en
divanes en torno a una o varias mesas bajas en las que se
iban depositando las bandejas con los manjares. Cuando
todo el mundo se había saciado, llegaba el vino.
El trasiego del vino en kylíx o copa de dos asas diseñada
para pasar de mano en mano, implicaba comunicación y
relación, amistad y concordia. El simposiarco designado por
el anfitrión entre sus amigos más sensatos es la autoridad
que preside el banquete. Tiene que ser un hombre prudente
que entienda de vinos y de personas. El simposiarco debe
conocer, por experiencias pasadas, el carácter de cada
invitado y su relativa resistencia al alcohol. Ya se sabe que
unas personas tienen la borrachera agresiva mientras que
otras la tienen melancólica. El simposiarco griego tiene la
delicada misión de mantener a cada cual, a lo largo de la
joven noche, en el punto óptimo de su euforia etílica. Lo
ideal es que todos estén alegres y desinhibidos, pues los
que beben poco se tornan serios y suspicaces y pueden
aguar la fiesta y los que beben en exceso acaban haciendo
el imbécil y molestando al vecino.
El vino griego era oscuro y espeso y bastante distinto del
actual. Homero aplica el adjetivo «vinoso» al oscuro mar de
los crepúsculos griegos. Unos creen que no superaba los 14
grados pero otros están convencidos de que la vendimia se
efectuaba en época muy tardía y ello aseguraba un alto
contenido alcohólico. Finalmente hay quien sospecha que
los griegos (y otros pueblos de la antigüedad) adobaban el
vino con plantas de esencia psicotrópica. Esto podría
explicar la costumbre antigua de rebajar el vino añadiéndole
agua antes de beberlo. Las proporciones de la mezcla
dependían del momento del sympósion. Tengamos en
cuenta que las reuniones podían durar hasta doce horas o
más. Para empezar, se podían mezclar diez cazos de agua
con cinco de vino; otras veces la proporción era de tres a
uno y otras de cinco a tres. Por lo general, más agua que
vino. Un buen bebedor griego jamás lo consumía puro. Es
más, la marca esencial que diferenciaba al hombre
civilizado del bárbaro ignorante era precisamente el agua
añadida al vino. Hiponacte de Éfeso, en el siglo VI, señala el
poco juicio que tienen los que beben vino puro. El pueblo
bárbaro más despreciado por los griegos era el escita. En
Heródoto vemos que beber vino puro es «beber a lo escita»
y Clemente de Alejandría censura por igual la embriaguez
de escitas, celtas, iberos y tracios, es decir los pueblos no
influidos por la cultura griega.
Los griegos buscaban siempre la armonía, la ordenación
de la vida frente al caos, la armonía como infalible marca de
civilización. Según Ateneo, el vino bebido moderadamente,
a la manera griega, potencia el buen juicio, la cuthymia;
pero bebido en estado puro, a la manera bárbara, hace
aflorar los malos instintos, el bebedor se torna violento c
incurre en la hybrís, el exceso. Si, por el contrario, se mezcla
a un cincuenta por ciento provoca la locura o manía.
A los griegos les horrorizaba la embriaguez. Aristóteles
escribió un tratado sobre el tema donde, por cierto, leemos
precisiones tan interesantes como la de que los borrachos
de vino caen boca abajo y los de cerveza boca arriba
«porque el vino produce pesadez de cabeza pero la cerveza
adormece».
Decíamos que beber vino puro es propio de bárbaros y la
literatura griega está esmaltada de casos desastrados
causados por el vino puro. El propio Heródoto, padre de la
historia, atribuye la locura de Cleómenes, rey de Esparta, a
la ingestión de vino sin mezcla. Otros autores nos
transmiten historias de desastres nacionales causados por
el inadecuado uso del vino. Poüeno refiere la estratagema
de Himílcón, que dejó que sus enemigos, los bárbaros,
atraparan un cargamento de vino sabiendo que lo beberían
inmoderadamente, y cuando estuvieron borrachos cayó
sobre ellos y los derrotó fácilmente. Lo mismo acaeció a los
galos que intentaron arrebatar Roma a los primeros
romanos. En la literatura clásica, los pueblos que beben vino
puro e inmoderadamente se relacionan con otras
costumbres no menos bárbaras y censurables. Por ejemplo,
según Diodoro, en las islas Gymnésiai (las Baleares) es
costumbre que las mujeres beban vino y en las bodas la
etiqueta exige que los invitados prueben a la novia antes
que el marido.
A pesar de estas prevenciones, en muchos banquetes
griegos había borrachos. Para su alivio, el previsor anfitrión
proveía una especie de palangana llamada lebétion en la
que los más necesitados podían vomitar después de
cosquillearse la garganta con el extremo de una pluma de
ave. Hay que suponer que no lo harían en la propia mesa
sino en un lugar más apartado, no lejos de la sala de
banquete.
Después de los primeros tragos el ambiente se va
caldeando y el pensamiento y la conversación fluyen más
libremente, las ideas se anudan con mayor facilidad, crece
la elocuencia y en la amistosa confrontación de pareceres
nace la luz. Los griegos son singularmente aficionados a la
especulación filosófica. Aman la sabiduría. En el sympósion
nació lo mejor de la filosofía griega que durante dos
milenios y medio ha iluminado con poderosa luz el destino
de Occidente. Recordemos que el banquete platónico era,
en realidad, un sympósion.
Entre los pasatiempos con que se amenizaba el banquete
hubo un juego de origen siciliano, el kóttabos, que gozó de
gran popularidad durante los siglos V y IV para desaparecer
en el III a. C. Consistía en acertar con el vino que quedaba
en el fondo de la copa (a menudo lleno de residuos de la
vasija o del hollín del ánfora) a un recipiente colocado a
cierta distancia, a veces flotando sobre agua para que en un
determinado momento se hundiera. En ocasiones se
pronunciaba el nombre de la mujer deseada al arrojar el
vino: en un epigrama de la Antología Palatina leemos:
«Desde que el vino ha chapoteado contra el vaso profético,
sé que me deseas. Me lo vas a demostrar viniendo esta
noche a acostarte conmigo.» El premio en el juego del
kóttabos podía ser una hetera o flautista de las que
amenizaban el banquete.
 

Dioses y diosas. Los festivales del


amor
Desde los tiempos de Homero y Hesíodo, los mitos
griegos crecieron hasta formar un intrincado culebrón en el
que las motivaciones sexuales y los enredos de cama
predominaban sobre el resto de las humanísimas pasiones
de dioses y héroes. Muy a menudo estas divinidades sujetas
a pasiones humanas reflejaban las ensoñaciones de sus
devotos, los fantasmas de mujeres recluidas e insatisfechas
que sueñan con el rapto de los dioses viriles; los
inconfesados deseos masculinos de lograr acceso carnal a la
mujer anhelada, generalmente la esposa de otro o una
doncella, sin correr el peligro de que el marido o el tutor
aprese al seductor y le haga sentir todo el peso de la lay
introduciéndole un rábano por el ano. Los dioses se dejan
arrastrar por el éros, conquistan a las mortales, las raptan o
las violan. El padre Zeus, el más obligado a dar ejemplo,
cuando se encalabrina no hay quien lo detenga y se mete
en innumerables líos de cama, a veces recurriendo a
engaños y malas artes de habilidoso transformista, como
cuando se hace toro, o cisne, o lluvia de oro. Para servir su
libido, el padre de los dioses no vacila en alterar las leyes
del universo: cuando se acostó con Alcmena ordenó al dios
Sol que no saliera en tres días para que la noche de amor
durara setenta y dos horas. Se ve que el omnipotente
anduvo firme en la lid pues de aquella sesión maratoniana
nació Heracles, el forzudo, quien, por cierto, desfloró a las
cincuenta hijas de Tespio en cincuenta días si Apolodoro (II,
iv, 10) no miente. Bendita la rama que al tronco sale.
 
 
Escena orgiástica en un vaso decorado. A la
izquierda vemos un efebo reclinado sobre una mesa
baja, o un lecho, que está practicando una felación a
otro joven mientras que un adulto barbado y
coronado de laurel lo sodomíza y le muestra una
zapatilla. La zapatilla sostenida en actitud no
sabemos si amenazante o meramente lúdica no es
infrecuente en los contextos eróticos retratados por
la cerámica. A la derecha de la ilustración vemos a
una mujer arrodillada sobre un cojín que practica una
felación a un joven mientras es penetrada vaginal o
analmente por otro, del cual sólo aparecen los pies.
Pediens, detalle de la decoración de un vaso (520-
505 a. O), Museo del Louvre, París.
 
En la época más brillante de la cultura griega, en torno al
siglo IV a. C, los mitos eróticos señoreaban el arte como la
vida: por doquier se veían, se cantaban, se esculpían, se
modelaban Dionisos y Ariadnas, ménades y sátiros.
Los griegos eran tan aficionados a las conmemoraciones
como suelen ser los jocundos pueblos mediterráneos
actuales. Las fiestas religiosas griegas cumplían múltiples
funciones sociales. Los asistentes, además de divertirse y
participar en juegos y competiciones deportivas,
negociaban, hacían nuevos amigos, buscaban un marido
adecuado para la niña, o simplemente volvían a encontrarse
con viejos conocidos.
También eran (y muchas de las fiestas y romerías
cristianas que las han sustituido siguen siéndolo) un
colectivo diván de psiquiatra que aliviaba la presión
soportada por los individuos más desfavorecidos de la
sociedad, es decir, los pobres y las mujeres.
Muchas celebraciones religiosas locales, cuyo motivo
principal era honrar al patrón o patrona de la ciudad, se
convirtieron en pretextos para una catarsis sexual,
especialmente para los miembros más reprimidos de la
comunidad, que se desquitaban de murrias cotidianas en
estas celebraciones. El amor y el sexo se exaltaban en las
populares Afrodisias, que se festejaban en toda Grecia y
especialmente en la isla de Egína, donde casualmente se
celebraba un festival de heteras asociado con la fiesta de
Posidón. También en Corinto, la ciudad marinera famosa por
sus prostíbulos portuarios, el día de la tiesta las izas salían
del barrio chino para invadir toda la ciudad y «rebajaban sus
tarifas para que todo el mundo pudiera pasarlo bien sin
peligro».1 En Mégara se celebraban concursos de besos en
los juegos de Dioclea, al comienzo de la primavera. En
Esparta, en la gymnopaidía anual, que duraba entre seis y
diez días, desde el 670 a. G, el baile de muchachos
desnudos celebraba la belleza de los adolescentes.
Por otra parte, los festivales panhelénicos cumplían una
función suprapolítica. Durante la tregua sagrada se abolían
rivalidades y enconos y la gente podía transitar caminos y
visitar ciudades. Y los diplomáticos y representantes de las
ciudades se reunían en terreno neutral, al amparo del
santuario común, y anudaban nuevos pactos o renovaban
los antiguos.
En Atenas, el año comenzaba en agosto con las fiestas
de la patrona, las Panateneas. La ceremonia principal
consistía en una procesión que partía del barrio popular de
la ciudad, el Cerámico, y ascendía a la Acrópolis, Los
magistrados portaban solemnemente una túnica azafranada
con la que se revestía a una antigua y tosca imagen de la
patrona, la llamada xóiuum (la nueva, una espléndida talla
del escultor Fidias decorada con oro y marfil, no concitaba
tanta devoción como la antigua). Cada año las doncellas de
las mejores familias de la ciudad, las arrephpóroi pasaban
meses bordando primorosamente este manto que se
ofrendaría a la patrona.
La fiesta de Atena era de carácter local, pero cada cuatro
años la ciudad tiraba la casa por la ventana organizando
unas fiestas especialmente lucidas a las que concurrían
muchos forasteros, las llamadas Grandes Panateneas.
Otras celebraciones atenienses muy populares eran las
fiestas Dionisiacas, dedicadas al dios Dionisos. Eran dos, las
Leneas en el mes de Gamelión (diciembre-enero) y las
Grandes Dionisias, en el mes de Elafebolión (febrero-marzo).
El acontecimiento principal era el festival dramático
musical. Después de la solemne procesión de la apertura, se
dedicaban tres días a la representación. El programa se
parecía algo a nuestras maratones de cine: los espectadores
se llevaban la comida del día y presenciaban, de sol a sol, la
representación de tres tragedias, un drama satírico y una
comedia. El teatro, como hoy la televisión o el cine, era la
pasión de todas las clases sociales. El Estado
subvencionaba las entradas de los pobres de solemnidad
para que nadie se perdiera el espectáculo.
En las fiestas populares de Dionisos, las phallephória, se
llevaba en procesión un falo enorme, que era seguido por
familias enteras de devotos, cada cual portando un falo
menor en la mano, a manera de cirio. En estas fiestas, los
asistentes se entregaban a muchas diversiones rústicas.
Aristófanes, en Los acarnienses, saca a un personaje que va
a las dionisiacas con su mujer y sus hijas y dos esclavos
portadores del sacramental falo: «Jantias: —Vosotros dos:
procurad mantener el falo erguido detrás de la canéfora. Yo
marcharé a continuación entonando el himno fálico... Vamos
allá.»
En estas dionisiacas populares muchos ciudadanos se
disfrazaban de sátiros, de ninfas o de bacantes. El ambiente
se cargaba de erotismo y más de uno y más de una se
atrevía a indagar en inéditos caminos de la sexualidad que
en circunstancias normales nunca hubiera soñado recorrer.
El segundo día del festival, muchachos desnudos corrían
a la pata coja, como en una carrera de sacos, con el pie
dentro de un pellejo de vino untado de grasa, procurando no
resbalar. El dificultoso equilibrio los obligaba a adoptar
graciosas posturas que hacían desternillarse a los
espectadores.
No todas las dionisiacas eran iguales. En Grecia eran
famosas las de la ciudad doria de Sición. En Asia Menor
gozaban de justo renombre otros festivales de Dionisos,
cada dos años, a los que asistían mujeres y muchachas
vestidas de piel de cabra, el pelo suelto, que se ponían
fuera de si blandiendo tirsos {ramas rodeadas de hiedra
que llevaban una piña en sus extremidad). Algunas
aporreaban el pandero (tympanos), otras tocaban la flauta
(aulós) y otras, finalmente, le daban a las castañuelas
(brótala). No está probado que necesitaran animarse con
vino para llegar a la bacanal. En realidad, el elemento
sexual en esta y otras celebraciones no era, como podría
pensarse, una perversión de la fiesta sino más bien la
pervivencia de antiguos ritos neolíticos propiciatorios de
fecundidad. Son las eternas fiestas de primavera que
propician la renovación de la vida animal y vegetal, aunque
los griegos no siempre las celebraban en primavera. En
cualquier caso estas fiestas y sus excesos eran una
adecuada válvula de escape para muchas mujeres
reprimidas que permanecían enclaustradas el resto del año.
En las más antiguas versiones de las Antesterias, el ritual
de Dionisos y Deméter disponía que el dios, al llegar a
Atenas, copulara con la esposa del arconte rey. Esta
presencia erótica tuvo amplio reflejo en la literatura
aprovechando que en los festivales se daba rienda suelta a
la inspiración, sin cortapisas ni autocensura. Como dice
Nilsson: «En rasgos generales el éxtasis dionisiaco puede
ser descrito del modo siguiente: las mujeres son presa del
delirio, aunque a veces empiezan oponiendo resistencia;
abandonan sus ocupaciones y van por las montañas
danzando y agitando antorchas y tirsos. De la tierra manan
leche y miel; rara vez se habla de vino (...). A nosotros nos
basta con considerar el orgiasmo dionisiaco como una
manifestación explosiva de la tendencia al delirio violento
que está en el fondo de muchas almas, que algunas veces
estalla por razones que no conocemos y que se extiende
con rapidez vertiginosa, pues el éxtasis es contagioso (...).
Recordemos las epidemias de danza en la Edad Media y
otros fenómenos semejantes de tiempos más recientes.»2
Volviendo a las Antesterias atenienses, la llegada del dios
se saludaba con cantos populares de tema satírico y erótico
y en la alegría de la fiesta se proferían expresiones
malsonantes, como en nuestras entrañables romerías. Entre
los griegos eran una institución los «insultos desde el carro»
e «insultos al cruzar el puente» (gephyrismós) que recibían
los que se dirigían a Eleusis. Es sorprendente lo poco que
cambian estos usos ancestrales. De las canciones procaces
e incluso salaces propias de estas fiestas se va destilando,
¿quién lo diría?, la poesía. Una de las más antiguas formas
de poesía es parte de la fiesta ruidosa y extravertida, con
enfrentamientos corales de hombres y mujeres en bodas y
agones. Es una poesía puramente popular y oral, el yambo
crudo y directo, que en época helenística llega al
paraklausithyron o lamento ante la puerta de la deseada. Un
tema literario, por cierto, que vuelve a encontrarse en uno
de los más bellos sonetos de Lope de Vega, aquel que
comienza: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?»
La literatura griega arcaica y clásica, incluso sus obras
más reputadas, estaba destinada al pueblo, nunca a una
minoría de entendidos. Solamente al final de periodo clásico
y en el helenístico algunos autores dieron en escribir para
minorías de entendidos, lamentable moda que hoy
comparten casi todas las literaturas cultas. Inmersos como
estamos en el desprecio al arte inteligible en favor de las
creaciones «de autor» no viene mal recordar que la litada y
el Quijote, la Divina Comedia y XUulame Bovary se
produjeron para esparcimiento del público en general, no
sólo de los espíritus selectos.
Más distinguidas que las dionisiacas, e igualmente
literarias y musicales, eran las fiestas que se celebraban en
el santuario de Apolo, en Delfos, cada nueve años (y, a
partir de 586, cada cinco años). Había concursos de canto
con acompañamiento de cítara o de flauta, solistas de
flauta, gimnasia y concursos hípicos. El premio era una
corona del laurel sagrado que crecía junto al santuario de
Apolo.
El festival supranacional más importante de Grecia eran
los juegos olímpicos, dedicados a Zeus en su santuario de
Olimpia cada cinco años, a primeros de julio, en la primera
luna llena que siguiera al solsticio de verano. Estas fiestas
no se prestaban a la indagación amorosa, al menos a la
heterosexual, puesto que la asistencia de mujeres estaba
prohibida. Sin embargo, estaban abiertas a forasteros y a
esclavos. Duraban siete días, los dos primeros dedicados a
procesiones, sacrificios y ceremonias religiosas y los cinco
restantes a competiciones deportivas en sus dos
modalidades, adulto y juvenil.
Las especialidades deportivas, para las que acudían
atletas de toda Grecia, eran carrera pedestre, salto, lucha,
boxeo, lanzamiento del disco y jabalina y diversas
modalidades de carrera hípica, la más importante de las
cuales era la de cuadrigas. De hecho, cada Olimpiada
recibía el nombre del vencedor en esta especialidad. Al
principio el premio consistía en un objeto de valor, pero
luego se redujo a una simple corona de olivo y la fama
imperecedera, el honor que el vencedor alcanzaba para su
estirpe y para su ciudad. No obstante, el campeón olímpico
conseguía grandes ventajas materiales en su propia ciudad:
una especie de beca vitalicia, premios, homenajes...
Si las mujeres estaban excluidas de las fiestas de Zeus
en Olimpia, en otras ocasiones los excluidos eran los
hombres. En los festivales de Deméter y Perséfone, las
Tesmoforias, que duraban cinco días, se celebraban
misterios femeninos en los que la asistencia del hombre
estaba vetada. Además las mujeres participantes se
abstenían de relaciones sexuales desde nueve días antes.
La suspicaz comunidad masculina hacia correr los más
disparatados rumores sobre los manejos de las mujeres que
participaban en estos misterios. Se decía que para
desanimar a los maridos y amantes durante el periodo de
abstinencia les ponían hierbas de castidad en la cama y
masticaban ajos. Sin embargo, aseguraban algunos, durante
el festival se desquitaban de la abstinencia participando en
orgías. Las especulaciones masculinas sobre las actividades
de las mujeres en aquellas reuniones corporativas, han
inspirado algunas comedias. En las Tesmoforiantes de
Aristófanes encontramos a las mujeres reunidas para
deliberar sobre el castigo que merece el comediógrafo
Eurípides por sus obras antifeministas, pero un emisario de
éste que penetra disfrazado de mujer demuestra que el
acusado aún se queda corto cuando habla de la maldad de
las mujeres. Las reunidas sospechan de él, lo desnudan y la
presidente de la asamblea le mete la mano y le saca el pene
que el intruso tenía retraído entre los muslos. Lo muestra a
la alborotada asamblea: «¡Ah, pícaro, aquí lo tiene y asoma
la cabeza, y tiene buen aspecto!»
Otras fiestas exclusivamente femeninas, además de las
mentadas Tesmoforias, eran las Halda, las Sthénia, las
Adónia. Casi siempre incluían ceremonias de tipo sexual,
con rituales en los que se entierran figuras con órganos
sexuales marcados, o recitación de letanías obscenas
(aiskhrotogía). En las fiestas dedicadas a Afrodita Anósia, en
Tesalia, también se excluían los hombres. No se sabe bien
en qué consistían, pero parece que el número fuerte era de
flagelantes.
Capítulo IX
Polvos mágicos
 

La celestina
Las mujeres estaban proscritas de los gimnasios y los
espectáculos deportivos (excepto en Esparta, como
veremos), pero no faltaban ocasiones de acercarse a ellas.
Para acceder a la mujer, el seductor se valia de celestinas,
conocidas bajo diversos nombres: prokyklis, proagogós,
promnéstria. La celestina griega, tan frecuente en el teatro
ateniense, coincide mucho con el famoso personaje de
Femando de Rojas; vieja, casi siempre borracha, y con
vueltas de bruja y hechicera. A veces recibían a los amantes
en sus propias casas o, en cualquier caso, les procuraban
lugar discreto donde se vieran, es decir un meubíé. Un autor
del siglo III a. C, Herodas, nos ofrece una acabada pintura de
una de ellas. La arpía se presenta a una señora cuyo marido
lleva ausente diez meses (está en Egipto por motivos
profesionales) y razona con ella del siguiente modo:
 
¡Vaya solitaria vida que llevas, marchitándote en
una cama vacía. Porque desde que tu marido se fue a
Egipto han pasado diez meses y no te ha escrito; te
ha olvidado y ha bebido una nueva copa de amor. Allí
está la morada de Afrodita: riqueza, poder, paz,
gloria, diosas , filósofos, vajillas de oro, (...) vino,
todo lo que podría desearse, Y mujeres... ¡muchas
mujeres!
(...) ¿Cómo se siente una cuando calienta la cama
sola? Estás desperdiciándote sin que nadie te vea y
las cenizas de la vejez consumirán tu madura belleza.
Mira para otro lado y cambia tu camino durante tres
o cuatro días y diviértete con otro amigo; un barco
sujeto con una sola ancla no está seguro. Querida: J si
tu marido naufraga está muerto y acabado porque
nadie lo levantará de su tumba. Sabes que una
tormenta puede salir de un mar calmo y ninguno
conoce el futuro. Porque el tiempo de nuestra
juventud es incierto (...).
 
Después de preparar el terreno con esas consideraciones
la pécora pasa a la segunda parte, que consiste en elogiarle
a un pretendiente que bebe los vientos por ella, un tal Grilo,
ganador de cinco victorias olímpicas (es decir, deportista) y
además rico y discreto: una alhaja de amante que se ha
prendado de ella y se muere de deseo de poseerla.
«Ganarás dos ventajas: vivirás en el placer y ello te traerá
mayores ganancias de las que puedes imaginar.»
Se preguntará el lector cómo acabó el asunto de la
celestina de Herodas y si al final el libertino Grilo se
benefició a la honesta y malmaridada Metrique. No, no se la
benefició. Por esta vez ha triunfado la virtud y Grilo tendrá
que recurrir a carne mercenaria en alguna fiesta privada o
echar sus redes seductoras en alguna fiesta pública, y que
se ande con cuidado porque las multas a los seductores de
mujeres decentes, tanto si son casadas avisadas como si se
trata de doncellas bobas, son muy crecidas.
Las fiestas y regocijos públicos nunca faltaban a lo largo
del año con los más variados pretextos religiosos o civiles.
En estas fiestas encontramos a veces comportamientos
sorprendentemente modernos. En Mégara, por ejemplo,
durante las fiestas de primavera, se celebraban concursos
de besos entre chicos y adolescentes (como hoy en las
playas); en Tespia, en el festival de Eros, había un concurso
de canciones de amor; en Esparta, en las fiestas
Gymnopaidai y Hyakínthia, los chicos se lucían desnudos.
 

Los atajos del amor


Los griegos, corno todos los pueblos de la antigüedad,
creían que el hombre puede alterar las leyes de la
naturaleza mediante conjuros y operaciones mágicas. La
brujería griega floreció sobre todo en Tesalia, una de las
regiones más atrasadas y, por tanto, proclive a este tipo de
supersticiones. Estas «artes tesalias» se manifiestan, por
ejemplo, en Luciano de Samosata: «Báquide, si conoces a
alguna vieja de las que se dice que hay muchas en Tesalia,
que con sus conjuros mágicos hacen deseable a una mujer
por muy odiada que sea, búscala y tráemela (...).» «Existe
una hechicera muy adecuada, siria por su estirpe, que (...)
cuando Eanias se enfadó conmigo (...) cuando ya lo daba
por perdido volvió a mis brazos gracias a sus ensalmos.»
Luciano nos ilustra incluso sobre el modas openmdi de la
bruja: «Necesitarás algo que sea de ese hombre, como un
manto, unos zapatos, un mechón de sus cabellos o algo
parecido»; «Ella cuelga los zapatos del hombre de un clavo
y los fumiga con azufre mientras esparce sal sobre el fuego.
A continuación extrae de su seno una rueda mágica y la
hace girar, mientras recita rápidamente un ensalmo mágico
compuesto de palabras extranjeras y escalofriantes.»;
«Además me enseñó la manera de excitar el odio de mi
novio contra su antigua amante: había que vigilar et
momento en que ella dejara la huella de su pie, borrarla y
poner mi pie izquierdo sobre la marca del pie izquierdo de
ella y mi pie izquierdo sobre la marca del derecho, diciendo
al mismo tiempo "Pisoteo tu huella y estoy por encima de
ti"» (Diálogo de cortesanas, IV).
«La magia y la brujería no tuvieron papel importante en
la Grecia clásica, salvo en capas sociales claramente
inferiores a "la media cultural". Sólo a partir del Helenismo
se dio un incremento de prácticas de esta índole y de mayor
credibilidad al respecto.»1
A la brujería autóctona, el griego, como era un pueblo
muy viajero, agregó los conjuros, supersticiones y creencias
que sus navegantes importaban de lejanas tierras. Con el
tiempo, estos conocimientos se compilaron en" grimorios y
libros de magia. Había fórmulas y atajos mágicos para todo:
para acrecentar la potencia sexual propia o disminuir la del
enemigo, para que una mujer se quedara preñada con
seguridad y limpieza, para concebir niño o niña a voluntad.
Según Plinio, el jugo de la planta krataiógonon produce
niños varones si los padres lo toman tres veces al día
durante cuarenta días. Otros creían que el cardo tenía las
mismas propiedades.
Si una mujer preñada comía criadillas, útero o cuajo de
liebre, paría niño. Otro modo infalible era comer los
testículos de un gallo inmediatamente después de concebir.
Para evitar la esterilidad bastaba comerse el feto de una
liebre.
Las fórmulas más antiguas eran bastante simples y no
demasiado repugnantes, pero con el tiempo fueron ganando
en complejidad y teatro. En el período helenístico eran ya
complicadísimas, especialmente las que procedían del
prolijo Oriente. Sin embargo, en esta misma época algunos
ingenios se apartan de las supersticiones heredadas de
antiguo y se atienen a una medicina racional. Teodoro
Prisciano, en el siglo IV de nuestra Era, da sabios consejos
para curar la impotencia masculina: «Rodear al paciente de
bellas chicas o chicos, dénsele a leer libros que estimulen el
deseo, aquellos que tratan historias de amor de manera
insinuante.»
La magia sexual griega hunde sus raíces en religiones
neolíticas propiciatorias de la fecundidad de la tierra y de
los animales. Por eso la exhibición de la vulva femenina,
especialmente la de una menstruante, o su símbolo
universal representado en la higa o fico (sykon: dedo pulgar
asomando entre el índice y el anular de la mano cerrada),
conjuraba el mal de ojo, rompía los maleficios y abortaba las
tormentas o, por lo menos, las amansaba algo. Las
creencias sobre los poderes de la mujer menstruante no
eran menos pintorescas: su orina podía deshacer cualquier
hechizo, especialmente si había escupido sobre ella; pero si
una menstruante tocaba alguna cosa la contaminaba
inevitablemente. Si tocaba ruda, ésta se marchitaba; los
pepinos y calabazas se secaban o se volvían ácidos con sólo
mirarlos; el vino se agriaba; el lino se ennegrecía; el bronce
se manchaba y hasta los espejos se oscurecían, aunque
bastaba que la causante los mirara fijamente por el revés
para que recobraran su brillo.
El griego que quería conservar su potencia sexual ponía
gran cuidado en no orinar donde lo hubiera hecho un perro,
y evitaba comer alimentos que pudieran contener cagadas
de ratón. Si a pesar de esos cuidados el instrumento se
mostraba morcillón y él se veía inapetente, enseguida se
angustiaba y daba en pensar que era objeto de algún
hechizo. Alguien podía haber modelado su figura en cera
para clavarle una aguja o atarle un hilo de lana en el
hígado, viscera que, como se sabe, es la sede de los deseos
sexuales. Pero existían otros muchos medios para debilitar
la potencia sexual de un adversario: ¿no le habrían dado a
comer algún estofado contaminado con las cenizas de la
planta brya y orina de buey o de eunuco? ¿Le habrían
suministrado el agua resultante de la maceración de lirios
acuáticos? En este caso no había mucho de que
preocuparse pues la impotencia era sólo temporal y duraba
unos doce días.
El griego disponía de muchos medios para acrecentar su
potencia sexual, unos naturales y otros sobrenaturales o
mágicos. En Eurípides, Medea promete a Egeo, ya viejo,
potingues que le permitirán incluso tener hijos («A tu
esterilidad pondré fin consiguiendo que engendres
descendencia: tales filtros conozco.» Medea, 717-718).
Entre los afrodisiacos naturales que suministraba la rica
farmacopea griega destacaban el stityrion, un tipo de
orquídea que era mano de santo para despabilar el
miembro, quizá por magia simpática. No olvidemos que,
para los griegos, las orquídeas tenían forma de cojón, dicho
sea con perdón: órquis es precisamente «cojón» y de ahí
procede la tersa palabra «orquídea». Y, hablando de
testículos, el derecho de un asno llevado en el brazalete
robustece mucho la potencia sexual del portador (Plinio,
XXVIII, 261}.
También se tenía por afrodisiaca la pimienta en polvo
mezclada con simiente de ortigas o vino añejo especiado
con pyrethron, una propicia planta que tiene la virtud de
«avivar la llama del amor». El mismo efecto, pero limitado a
las mujeres, tenía el jugo de malvas.
Aparte de estos específicos, existían muchos productos
de consumo diario que eran reputados por sus cualidades
afrodisiacas: los huevos, la miel, los piñones, los caracoles,
los cangrejos y los mejillones. Las cebollas, según Dífilo,
«son de difícil digestión, aunque alimentan y nutren el
estómago, además purgan, pero debilitan la vista y
estimulan el apetito sexual». La misma virtud tenían el jugo
de una rama de granado, las lentejas y el abrótano, no
comido, sino puesto bajo la cama del varón.
 
Los anticonceptivos
En la época arcaica, las griegas que deseaban evitar
preñeces confiaban en la magia y se proveían de amuletos
anticonceptivos tales como el hígado de un gato, llevado en
una bolsita que se ataba al pie izquierdo, o el trozo de la
matriz de leona que recomienda Aecio (XVI, 17). No menos
efectivo era el ejercicio consistente en girar después de
cada regla alrededor de un garbanzo de Cirene en un platillo
de agua. No obstante, como seguramente estos
procedimientos arrojaban un alto índice de fallos, con el
tiempo los usuarios fueron confiando más en las fórmulas
magistrales que proponía la farmacopea al uso. Aristóteles,
en su Historia de los animales, menciona un anticonceptivo
compuesto de aceite de cedro, albayalde e incienso. Celso
menciona las drogas de Cimolos, la raíz del panace
machacada en agua, la granada molida, el alumbre, el higo
con nitro y habla de pésanos de lana empapados de
espermicida (Celso, De medicina, v. 21).
Sorano de fífeso, en su Tratado de ginecología, propone
diversos procedimientos anticonceptivos, algunos
mecánicos y otros químicos espagiricos. Vayamos primero
con los mecánicos: «La mujer debe contener la respiración y
retraerse ligeramente en el momento del coito. En cuanto
acabe debe levantarse y acuclillarse para provocar un
estornudo y limpiarse cuidadosamente o beber agua fría» (I,
61]. Todas estas actividades parecen de lo más relajante
después de un buen orgasmo. Lo de la ablución
inmediatamente posterior al coito era uso muy divulgado
que ha llegado a nuestros días. Quizá los lectores de cierta
edad recuerden el revuelo escaleras arriba de los
palanganeros de las antiguas casas de lenocinio cuando
percibían el aviso: ¡Agua al seis! Las damas atenienses de
buena sociedad, y es de suponer que también las heteras
de alto standing, tenían en sus aposentos una palangana en
forma de barco (skáphion), que es el antepasado más claro
del bidé.
Trae también Sorano de Efeso fórmulas anticonceptivas
más fiables: «Opopónaco, bálsamo de Cirene, grano de
ruda, dos óbolos de cada; moler, envolver en cera y tragar,
beber luego vino rebajado con agua. También se puede
tragar al mismo tiempo que el vino rebajado.»
Otra: «Beber durante tres días una poción confeccionada
a base de tres óbolos de granos de clavel y de granos de
mirto mezclada con una dracma de mirra y dos gramos de
polvo blanco, o intentar con un óbolo de granos de mostaza
y medio óbolo de acanto mezclados con miel fermentada.»
Una tercera fórmula: «Es de utilidad para impedir la
concepción, untar el orificio de la matriz con aceite de oliva,
miel, resina de cedro y zumo de balsamera solo o
acompañado de blanco de albayalde o con un cerato
empapado en aceite de mirto y blanco de albayalde. Todo
eso antes de las relaciones» (I, 61). Demasiado trabajo
parece y posiblemente a cierta edad ni siquiera compense.
Plinio creía en las virtudes anticonceptivas del apio
silvestre y de las raíces de helechos, siempre que su uso se
simultaneara con la colocación sobre el vientre de una
muñequilla de piel de ciervo que contuviera dos larvas de
tarántula. Una guarrada.
Si, a pesar de todo, se incurría en embarazo no deseado,
existían mil fórmulas para abortar. El aborto estaba
permitido en Grecia siempre que la mujer contara con el
permiso de su dueño legal, es decir, el esposo, o el amo si
se trataba de una esclava. La primera y más simple fórmula
consistía en maltratar al feto: caminatas agotadoras, viajes
en litera por malos caminos, con los inevitables traqueteos
y encontronazos. Después estaban las sustancias abortivas
o supuestamente abortivas obtenidas de las plantas: ruda,
helecho, perejil, granadas, hongos; y en tercer lugar las
sustancias minerales, algunas de ellas francamente
venenosas: sulfato de cobre, azufre y diversos compuestos
del plomo. También podían recurrir a los remedios
quirúrgicos, practicados por médicos o aboneras con ayuda
de agujas de bronce. Probablemente serían entonces tan
peligrosos como ahora.
El amor del griego por lo bello y lo armónico determinaba
la supresión de muchos recién nacidos con defecto. Es
sobradamente conocido que los espartanos los despeñaban
por el monte Taigeto, pero los otros pueblos de Grecia no les
iban a la zaga y procuraban ayudar a la naturaleza a
eliminar a todo niño tullido o deforme.
Capítulo X
Los pecados de la carne
 
La práctica del sexo
Un arraigado prejuicio originado por los sexólogos y
escritores libertinos del siglo XIX atribuye a Oriente una
milenaria cultura sexual de la que supuestamente carecería
nuestro despreciado Occidente, al que consideran
secularmente aherrojado por el fanatismo religioso y la
obsesión por el pecado de la carne. Incluso si se les concede
un fondo de razón, en lo que respecta a los últimos siglos de
la Europa cristiana, escindida entre el puritanismo cerril de
unos y el oscurantismo contrarreformista y tridentino de
otros, no por ello hay que echar en olvido la rica herencia
grecolatina en las artes del amor, una herencia abundante
que tuvo notables prolongaciones en los siglos posteriores y
singularmente en el Renacimiento.
Los griegos, por lo que sabemos, conocían todas las
posibles posturas del amor, aunque en la práctica se
atenían a las dos más civilizadas y eficaces. Veámoslo en los
textos. En Lisístrata, la famosa comedia de Aristófanes,
cuando la heroína promete que «ningún hombre, ni amante
ni marido, se acercará a mi en erección», se especifica la
postura sexual habitual: «Y si, a pesar mío, me hace
violencia, me prestaré de mala gana, sin colaborar (...) no
levantaré hacia el techo mis sandalias pérsicas (...) no me
quedaré acostada como una leona sobre un rallador de
queso.»
En la famosa comedia la lucha entre los sexos se
complica con escenas tan hilarantes y al propio tiempo tan
patéticas como la del guerrero Cinesias llegando del ejército
al grito de éstyka («estoy empalmado»). Su esposa, Mirrina,
lejos de apiadarse de él, lo excita y luego le niega el débito.
Al final los hombres ceden y deciden hacer el amor y no la
guerra, es decir, vencen las mujeres. Como se ve,
Aristófanes era feminista convencido. Quizás estaba influido
por su madre, una mujer de carácter dominante que lo tenía
muy sometido.
Tornando a la postura de Lisístrata, algunos observadores
creen probable que esta postura sexual, la clásica del
misionero, o sea la frontal tendida, cediera en popularidad
durante la época plenamente clásica a la variante que
llamaremos dorsal erecta. Las comedias de Aristófanes se
escribieron entre 425 y 388 a. C Sin embargo, en la
decoración cerámica de aquella época la postura dominante
muestra al hombre homenajeando a la mujer por detrás, los
dos de pie. Es posible que este testimonio no constituya
prueba suficiente para aseverar que los griegos prefirieran
mayoritariamente esta posición. Quizá su prodigalidad en la
cerámica sea simple consecuencia de una inercia de los
propios dibujantes, más acostumbrados a hacer grupos
procesionales en fila india por la tradición decorativa
heredada de los vasos más antiguos. Esto no quita para que
apreciaran sobremanera un trasero bien puesto, con dos
hemisferios redondos, firmes, no caídos, lo que, como el
lector no ignora, es infrecuente en la raza mediterránea,
que más bien tiene tendencia a ser culibaja. Ello explica que
uno de los personajes femeninos de la comedia de
Aristófanes La paz, una dama llamada precisamente
Theoría, use el singular epíteto proktopenteterís («un culo
de los que se encuentran uno cada cinco años»]. La
fascinación del griego por el trasero y sus movimientos se
pone de manifiesto desde los inicios mismos de su
literatura. Hesiodo advierte al que busca mujer que las
muchachas atraen a sus presas moviendo coquetamente
sus partes ocultas. Otros autores no menos ocurrentes
llaman al culo aristodemos (es decir, «aristopopular»)
porque es común a patricios y plebeyos.
La confesada afición por las carnes prietas y en su sitio,
así como la pasión por la belleza y la juventud, justifica que
los griegos apreciaran a los amantes en la flor de la edad.
De hecho Luciano llama al trasero «las partes de la
juventud». Hl griego sentía por el trasero incluso más
fascinación que el hombre actual. Naturalmente, las griegas
dominaban a la perfección el arte del contoneo o
periproktián. No consta en las fuentes si lo aprendían en los
gineceos, en los descansos de la rueca y el telar, o si ya
nacían aprendidas. Probablemente esto último, si
atendemos a la contextura física femenina: «Dada la mayor
separación de la pelvis femenina, ambos muslos separados
por arriba, deben juntarse por abajo y por ello han de
juntarse más hacia dentro (...) para que las rodillas no
tropiecen al andar les es preciso desplazar sucesivamente
cada cadera en una especie de balanceo que conlleva el
desplazamiento rítmico de ambas nalgas (...) además, la
marcha femenina, debido a la foliculina circulante,
determina una relajación de los ligamentos, lo cual
explicaría la característica suavidad felina con que camina
la mujer.»1
En la época helenística creció el aprecio por la mujer
madura y sensual, de unos cuarenta años, lo que ya
entonces se consideraba lindante con la vejez, pero experta
en las artes de Afrodita. No es casual que este cambio en
los gustos coincidiera con la mayor libertad de las mujeres.
También en época helenística se escribieron algunos
manuales de posturas amorosas, incluso ilustrados, casi
todos ellos curiosamente atribuidos a mujeres, aunque sus
verdaderos autores fueran hombres. Es pena que ninguno
de ellos haya llegado hasta nosotros. No obstante, en el
Renacimiento se haría famoso el tratado atribuido a
Elephantis (es decir, «la marfil»), a la que alude el
historiador Suetonio al hablar de los vicios del emperador
Tiberio en Capri.
Los tratados eróticos griegos fueron el germen de
interesantes textos amatorios que se prolongan hasta el
Renacimiento y aun más allá. A lo largo del tiempo
desarrollarían un vocabulario especializado para aludir a las
distintas suertes (y desgracias) del amor. Al hombre y la
mujer de pie se llamaba «el gatito»; si ella levanta una
pierna, «la grulla»; si levanta las dos piernas, rodeando las
del hombre, «la puerta de Anteo»; ambos de pie pero la
mujer vuelta apoyando las manos en el suelo, «dejando
pastar a la oveja»; si no llega al suelo con las manos y él la
sostiene por las caderas, «a la alemana»; el hombre
sentado y la mujer a horcajadas sobre él, de frente, «hacer
velas de serrín»; hombre sentado y mujer acuclillada sobre
él, «el árbol»; el salto del tigre se llamaba «el torneo».
Había otras posturas y suertes que recibían diversas
denominaciones no siempre felices: «el asno», «el
mensajero», «la albarda», «el niño dormido», «a la turca»,
«a la sarracena». También eran famosas las doce posiciones
de Cirene, aludidas en un pasaje de Las ranas de
Aristófanes.
Fuera cual fuera la postura escogida, antes de copular
(binetn) o, más rudamente expresado, joder íkineín o
binein) o follar (oiphein, o incluso philótes, koíte, meixis,
sinousía, diatribé, palabras todas ellas referidas al acto
sexual), era costumbre, por razones higiénicas, untarse el
miembro de aceite de oliva, según vemos en Galeno [De
sanitate tuenda, 111, 11) y en Plauto (Poenulus, 702).
También las damas se untaban antes de insertarse los
ólisbos en la vagina (kysthos). El benéfico aceite era usado
incluso por los caballeros antes de masturbarse
[dephesthai).
El vocabulario sexual griego era muy surtido y casi
infinito, si incluimos los términos metafóricos. A la vagina o
la vulva (kysthos] se aludía elegantemente como hephvsis
(«la natura») o to gynaikeion aídoion («el árgano pudendo
femenino»), pero seguramente en las calles y agotas de
Atenas era más frecuente oir ekhinos («erizo»), sélinon
(«perejil»), rhódon («la rosa»), trema o trypema («el hueco»,
«el agujero»), kéros («el jardín»), kheiidón («la golondrina»),
sésamon («sésamo»), optánion («cocina», alusión al lugar
donde se cuece y suelta su jugo la carne, es decir, el pene).
Aristófanes a veces llama al coño Formisio, en honor de un
conciudadano homónimo famoso por ser muy hirsuto y
cerrado de barba.
El sexo masculino no se quedaba atrás: el pene [fieos o
pósthe) se denominaba elegantemente aidoion, phállos
(«falo»), andreia o moñón («virilidad»), aunque el pueblo se
atenía a metáforas gráficas: dóry («lanza»), kérkos («cola»),
ourá («rabo»), árotron («arado»), hippos («caballo»), histíon
(«mástil»), koryne («maza»); pero también podía ser «el
garbanzo», «el toro», «el grano de cebada», «el clavo»...
También los testículos —oi órkheis, aunque hablando
cufemísticamente se llaman oi disumoi («los mellizos»), oí
geitones («los vecinos»), ta dúo aidoia («las dos
vergüenzas»), hai physeis («las naturalezas»), oi nefroí («los
ríñones»)— cuando los mencionaba el pueblo llano recibían
diversas denominaciones frutales: oi kólythoi («los higos
maduros»), oi kókkoi («los frutos», «los granos», «las
bellotas»), hai nées «las naves» e incluso «las hojas de
higuera con dos higos»2. El acto en sí, o sea, la cópula
fornicatoria, recibía gran cantidad de denominaciones,
algunas de ellas singularmente poéticas. El tosco campesino
lacedemonio de Lisístrata lo llama «acarreo de estiércol»,
quizá porque en esta faena agrícola el actuante iba
agarrado a los varales de la carreta como se agarran los
tobillos de una mujer para sostener sus piernas separadas y
en alto durante la ejecución del acto. De parecido
pensamiento es Aristófanes cuando lo denomina «remar a
dos remos».
 

 
La postura dé la mujer, a todas luces incómoda y
nada práctica, es posible que venga impuesta por la
necesidad de encerrar la escena en el limitado
espacio de la circunferencia. El Katnastara griego
establecía hasta doce posiciones Copulatorias
fundamentales.
Brisco, detalle de una copa decorada con figuras
rojas (50(1-475 a. C), Museo del Louvre, París.
 
La actitud desinhibida frente al sexo se refleja también
en las comedias de Aristófanes, que están plagadas de
situaciones tan chocarreras o más que las que hacían las
delicias de nuestro público más cafre en las abominables
películas «de destape», en los tiempos de la Santa
Transición. Con la salvedad de que las comedias de
Aristófanes eran financiadas con dinero público después de
que el arconte de los espectáculos les diera el visto bueno.
En cuanto a la frecuencia de las prestaciones y la
relación calidad-cantidad, poco es lo que sabemos.
Aristófanes inventa el verbo katatriakontoutízai («clavar tres
veces el venablo»), que parece alusivo a la ratio media de
prestaciones que era capaz de cumplir un griego joven y
robusto en el decurso de una sesión amorosa.
La imitación de los libros de posturas griegos en el
Renacimiento italiano produjo una eclosión de sátiros y
sílenos, de ninfas y bacantes, en el arte y en la literatura. El
más famoso fue I modi, colección de dieciséis láminas que
reproducen otras tantas posturas sexuales a las que muy
pronto acompañaron los correspondientes sonetos
explicativos de la inspirada pluma de Pietro Aretino.
También las treinta y cinco posturas del diálogo de
Maddalena e Giulia; las setenta y dos de La puttana errante;
el Ragionamienti de Aretino, quien aseguraba haberlas
copiado de las paredes de un convento romano. Existe
incluso un catálogo de posturas homosexuales que se
conserva en un manuscrito de la Biblioteca Vaticana.3 Toda
esta literatura galante se exportó desde Italia a los
libertinos cultos de toda Europa.
 

Masturbación y felación
Entre los griegos abundaban los virtuosos que
practicaban el vicio solitario con soltura y aplicación. Es lo
que se deduce, al menos, de s\i vocabulario. Y de su
cerámica, cuya decoración reproduce escenas
masturbatorias muy notables. La denominación más fina, la
que aparecía en los manuales de medicina, era
kheiromanía, es decir, «pasión con la mano». Lo que no
queda claro es si entre los griegos hubo pajilleras, esa
entrañable institución de tanta solera en otros pueblos
mediterráneos y tan desconocida en los países calvinistas y
nórdicos. No se debe confundir con kheirómantis, que, a
pesar de la similitud con kheiromanía, sólo significa
«quiromante», el que lee el futuro en la palma de la mano.
Los griegos, a oscuras como estaban de la luz del
cristianismo, nunca consideraron que la masturbación fuera
un vicio censurable. Más bien les parecía un apreciable
sucedáneo de la unión sexual, un desahogo cómodo y
siempre a mano, y un alivio natural que actuaba como
válvula de escape y evitaba la comisión de delitos sexuales.
Los filósofos cínicos recomendaban la masturbación
como sustituto del matrimonio. Estos sujetos hacían circular
cuentos misóginos sobre el impudor y la liviandad de las
mujeres.
Sin embargo existen pocas alusiones a la masturbación
femenina. Quizá era tema tabú como lo ha seguido siendo
en la sociedad cristiana durante muchos siglos. Que se
practicó y en sus más variadas formas es muy probable. Las
griegas usaban mucho del consolador (boubón u ólisbos),
como se desprende de la decoración cerámica y de la
literatura. En un cuenco de Panfeo, perteneciente a las
colecciones del Museo Británico, vemos a una hetera
desnuda que sostiene dos ólisbos. En otro, procedente del
taller de Eufronio, se ve a una dama que se introduce
vaginalmente uno de estos artefactos. Es muy posible que
esta decoración excitara solamente a los clientes más
lujuriosos y pervertidos y que el griego medio no viera con
simpatía que la mujer se las pudiera arreglar por sí sola, sin
concurso de varón. Un pasaje de los Erotes de Luciano alude
al «vergonzoso artefacto, la monstruosa imitación ideada
para el amor estéril, que permite a una mujer abrazar a otra
como lo haría un hombre»4.
En Mileto existían reputados fabricantes de consoladores
que exportaban sus productos a todo el mundo griego y aun
al bárbaro. En la obrita Las dos amigas o Charla confidencial
dos amigas. Metro y Corítto, discuten instructivamente
sobre el tema. Metro no conoce los consoladores y es
informada por Corítto, que tiene uno, o tenía, porque se lo
prestó a otra amiga, Eubule, que a su vez se lo ha cedido a
una tercera que es la que se lo ha mostrado a Metro. Metro,
que es pijacantana y, por tanto, fervorosa masturbadora,
necesita urgentemente que le presten el instrumento y
quiere conocer al artesano que lo construyó. El fabricante se
llama Cerdon, pero Metro conoce a varios de este nombre,
no todos personas de confianza. Entonces Corítto le dice
cuál de ellos es y alaba los maravillosos consoladores que
fabrica. Metro, persuadida, va a comprar uno (Herodas,
Mimoyambo VI).
En esto de los consoladores, como en todo, en la
variedad está el gusto. Los artesanos griegos los fabricaban
de distintos tamaños, algunos tan fieros que quizá
resultaran inaplicables. Una cerámica ática del siglo v a. C.
descrita por Hans Licht5 retrata uno de éstos: una
muchacha desnuda abundante de trasero y de tetas,
transporta bajo el brazo un falo gigante en forma de pez. En
la cerámica es frecuente el retrato de mujeres provistas de
un objeto ovoide de sospechosa forma que parece ser la
aceitera que servía para lubricar el falo, fuera éste natural o
artificial, especialmente cuando se introducía por vía
prepostera.
Las griegas se lavaban después de usar el consolador,
como sugieren Licht y Furtwángler. Este último nos describe
una cerámica del museo de Berlín: «Una mujer desnuda ata
su sandalia izquierda (...) una palangana que tiene a los píes
sugiere que se acaba de lavar (...) a su derecha
reconocemos el perfil de un gran consolador.»
En la abundancia de consoladores en fuentes tanto
escritas como pictóricas debemos ver quizá la plasmación
de las fantasías sexuales del varón, principal transmisor de
los textos y consumidor de esa cerámica pornográfica. Ya se
sabe que el hombre arrastra un prejuicio machista que lo
lleva a asociar el placer femenino con el falo, ignorando
absolutamente el papel fundamental del clítoris. Eso explica
que de la masturbación lésbica digital, sin necesidad de
consolador, no se haya conservado testimonio literario
alguno y sólo uno pictórico en una Copa de Apolodoro
fechada hacia el 5Ü0 a. C, que se conserva en el museo
arqueológico de Tarquinia. En ella vemos a dos muchachas,
una de pie y a otra agachada frente a ella. La segunda
acaricia con el dedo a la primera.6
Algunos autores usan la expresión lesbiazein para
designar la clásica fellatio. La palabra deriva de Lesbio o
natural de Lesbos. Ya se sabe que las mujeres de Lesbos
tenían lama de desvergonzadas en los predios del amor.
También el verbo khaskein, literalmente «abrir la boca»,
tiene, en ocasiones, el sentido de practicar una felación.
 

Las perversiones y los tabúes


La erótica griega no es muy proclive a las rarezas que los
moralistas llaman perversiones. Existen indicios de
flagelación justificada por motivos religiosos, en ciertos
cultos, y también la vemos aplicar como castigo a los
jóvenes espartanos ante el altar de Artemis Ortia. Y a las
chicas, en la fiesta de Dionisos en Alea, en Arcadia. Por lo
demás, pocas trazas hay de sadomasoquismo, ló que
prueba lo saludable que era la sexualidad griega.
El travestismo brilla prácticamente por su ausencia en el
mundo griego, si exceptuamos la ya mencionada historia de
Heracles y Onfale, la reina de Lidia, en la que el héroe tuvo
que cumplir roles femeninos mientras ella lo observaba
ataviada con la piel de león del héroe, es decir, disfrazada
de macho. La situación es clásica, pero podría tratarse de
una situación no necesariamente masoquista sino, más
bien, un recurso contra el mal de ojo, como queda dicho.
El exhibicionismo era prácticamente desconocido en
Grecia. Es natural en un país donde los hombres se
mostraban desnudos, sin mayor problema, en gimnasios y
baños. No obstante, quizá se detecte un cierto
exhibicionismo en el arte, particularmente en cierta
imaginería religiosa, los formidables iconos de Príapo, el
dios perpetuamente empalmado, y en los Hermafroditas,
estupendos pechos de mujer en cuerpo de hombre.
También el voyeurismo parece haber tenido escasa
incidencia en las costumbres sexuales griegas, quizá porque
esta afición podía practicarse sin clandestinidad alguna en
baños, palestras y gimnasios. El único ejemplo literario es el
mentado del rey Candaule y su mujer, que aparece en
Heródoto.
En cuanto al bestialismo, suele manifestarse en
romances y fábulas, y en algunas vasijas vemos a mujeres
copulando con burros o con cerdos, pero es posible que
estas escenas no demuestren hábitos eróticos muy
extendidos y tan sólo se trate de simples escenas
pornográficas dibujadas por el artista para deleite de
clientes de imaginación calenturienta.
En el mito encontramos el caso de Parsifae, la reina
cretense esposa de Minos que se encapricha de un toro y
consigue que el ingeniero Dédalo le construya un artefacto
en forma de vaca hueca. La reina se esconde en su interior,
el toro la monta y de la bestial unión Parsifae concibe al
Minotauro, monstruo con cabeza de toro y cuerpo de
hombre. Un caso similar es el de Centauro, un ser extraño
nacido de la unión de Ixión con una nube fabricada por Zeus
con la apariencia de su esposa Hera a la que Ixión deseaba.
El desventurado Centauro se ayuntaba con las yeguas de
Magnesia y les iba haciendo hijos que eran mitad hombre
mitad caballo. Luego están las trapacerías sexuales de Zeus
que se transforma en cisne para gozar a Leda y en serpiente
para acceder a Perséfone, como en los números eróticos de
los cabarets más subidos de tono de Berlín oeste.
Estos casos, claro está, son míticos. Lo que está fuera de
duda es que el bestialismo era una práctica normal entre los
pastores sicilianos de Teócrito, los que pasaban todo el día
rodeados de mollares ovejas en aquellas navas solitarias,
sin transistor ni revista del corazón. Otro caso, mencionado
por Heródoto y otros autores, es el de los machos cabríos de
Mendes, en Egipto, junto al mar. Allá parece que las mujeres
se dejaban montar por machos cabríos cumpliendo un
extraño rito. «Es posible que ciertas madamas algo
corrompidas, tanto en Grecia como en Roma, incurriesen en
bestialismo con perros. El hecho de que el griego kyón,
«perro», signifique también, a veces, «pene» (cf.
Aristófanes, Lisístrata, 158) pudiera tener cierta relación, si
bien es verdad que otros nombres de animales pueden
tener idéntico significado: zorro, corneja, culebra, lagarto,
caballo, etc.»7
Casos de necrofilia son bastante raros, pero no
desconocidos. Acaso el de Dimetes que se beneficia a una
muchacha ahogada. Heródoto (II, 89) cuenta que los
embalsamadores egipcios homenajeaban íntimamente a las
difuntas confiadas a su custodia: «En cuanto a las mujeres
de los nobles, no las entregan para embalsamar
inmediatamente después de muertas, y lo mismo las
mujeres muy hermosas y principales, sino las entregan a los
embalsamadores tres o cuatro días después. Hacen esto
para que los embalsamadores no copulen con las mujeres.
Cuentan, en efecto, que se sorprendió a uno mientras se
unía a una mujer recién muerta, y que un compañero de
oficio lo había delatado.»
 

 
Un sátiro (identificable por la poblada y
descuidada barba, por su musculatura desarrollada y
sus facciones chatas y nada griegas) copula con un
cérvido en la decoración de un vaso de la colección
del Museo Británico. Los sátiros personificaban la
lujuria desmedida y la desmesura o liybris, un
defecto muy censurado por los helenos.
Detalle de una copa decorada con figuras negras
(c. 520 a. C), Museo Británico, Londres.
 
Periandro de Corinto es un caso singular que merece
mención aparte. Este bizarro dictador se unió sexualmente
a su esposa Melisa después de matarla. Entre sus
originalidades cuenta Heródoto (V, 92) la siguiente: «En un
solo día desnudó, por causa de su mujer, Melisa, a todas las
mujeres de Corinto. Había enviado mensajeros a consultar
el oráculo de los muertos junto al río Aqueronte, en
Tesprocia, acerca de cierto tesoro depositado por un
huésped. Aparecióse Melisa y dijo que ni indicaría ni
declararía en qué lugar estaba el depósito porque tenía frío
y estaba desnuda, pues de nada le servían los vestidos con
que la había enterrado, porque no habían sido quemados, y
que para probar que decía la verdad divulgaba que su
esposo había metido el pan en un horno frío.» Cuando se
anunció a Periandro la respuesta (y la prueba le pareció
absolutamente convincente, porque solamente él podía
conocer su coito con el cadáver de Melisa) publicó un bando
sin más tardanza convocando a todas las mujeres de
Corinto en el templo de Hera. Ellas acudieron como a una
fiesta, vistiendo sus mejores galas; Periandro, que había
apostado allí a sus guardias, las desnudó a todas sin
excepción, tanto a las señoras como a las criadas. Luego
reunió todos los vestidos en una fosa y los quemó
invocando a Melisa. Hecho esto envió nuevamente
mensajeros al oráculo y esta vez el espíritu de Melisa
declaró el lugar donde había colocado el depósito del
huésped.
Algunos griegos tuvieron a gran enseñanza este suceso
porque les pareció que venía a demostrar cómo a ciertas
mujeres les siguen apasionando los trapos incluso en la otra
vida.
El incesto era tabú entre los griegos, aunque no tan
grave como entre los cristianos. Hay que distinguir entre el
incesto de los dioses y semidioses y el de los humanos. El
de los dioses no se censura, dado que ocurre en un plano
sobrenatural: Zeus, el padre de los dioses, había desposado
a su hermana, Hera. También los seis hijos de Eolo estaban
casados con sus seis hermanas. Pero el incesto de los
humanos es casi unánimemente condenado aunque hasta el
siglo V a. C. se produjeron emparejamientos entre
hermanos, especialmente en familias aristocráticas, para
evitar la dispersión de la herencia familiar. La misma
tradición se había mantenido en la casa real egipcia donde,
como sabemos, era costumbre que el faraón se casara con
su hermana. No obstante, el matrimonio entre hermanos fue
cayendo en desuso y fue objeto de creciente censura social
hasta que desapareció. El poeta Sótades, de origen cretense
aunque avecindado en Alejandría, espetó al faraón
Ptolomeo Filadelfo, casado con su hermana Arsinoé: «Metes
tu taladro en un agujero prohibido.» Este Sótades alcanzó
tanta fama con sus composiciones obscenas que en la
antigüedad se hablaba de literatura sotádica como en
tiempos de nuestros abuelos de literatura sicalíptica.
En los tiempos clásicos, se impuso el tabú del incesto y
solamente se toleraron las relaciones entre hermanastros
hijos de distintas madres.
 

Castrados e ínfibulados
La castración era un uso frecuente en Oriente que
repugnaba a los griegos, por lo que sólo la practicaron en
contadas ocasiones. Jenofonte, en la Ciropedia, asegura que
los primeros en castrar muchachos fueron los babilonios y
que la bárbara costumbre pasó de aquéllos a los persas,
que hicieron de los jóvenes castrados una unidad tributaria.
Darío obligaba a los babilonios y a otros pueblos sometidos
a enviarle mil talentos de plata y quinientos muchachos
castrados. Los persas, durante la guerra contra los griegos,
antes de la batalla de Lade, intentaron atraerse a los jonios
con la amenaza de castrar a sus hijos si no les ayudaban,
una amenaza que cumplieron después de la victoria
(Heródoto, VI, 9 y 32). También Heródoto (III, 48) cuenta que
Periandro, el tirano de Corinto, envió trescientos muchachos
de Corfú, hijos de las mejores familias, a la corte del rey
Aliatres de Sardes para que los castraran y sirvieran como
eunucos. Los habitantes de Samos que tenían que
entregarlos a su aciago destino prefirieron liberarlos.
Quizá en alguna época la castración fue un castigo para
ciertos delitos. Por ejemplo, Ulises desgracia al pastor de
cabras Melantio que lo había traicionado: «Sacaron al
vestíbulo y al patio, le cortaron con el cruel bronce las
narices y las orejas; le arrancaron las partes verendas, para
que los perros las despedazaran crudas, y amputáronle las
manos y los pies con ánimo irritado» {Odisea, XXII, 519).
Conmovedor detalle ese de arrojar a los chuchos las partes
verendas crudas. Unas páginas atrás (en la rapsodia XVIII,
85 ss.), Antínoo habla de las costumbres del rey Equeto,
«plaga de todos los mortales», que corta nariz y orejas y las
vergüenzas para dárselas crudas a los perros. Da la
impresión de que lo establecido era ofrecerlas crudas, a
pesar de que la carne sin cocinar produce lombrices.
Aparte de estas castraciones punitivas, que parecen
propias de los tiempos arcaicos, los griegos practicaron
castraciones rituales, por motivos religiosos, y utilitarias,
cuando entraron en el lucrativo comercio de los eunucos. La
costumbre pasó también a Roma donde se distinguían tres
clases de eunucos: los castrati, a los que los órganos
sexuales se les habían cortado de raíz; los spadones, medio
mutilados, y los thlibiae que lo conservaban todo pero
inservible, porque les habían aplastado y retorcido los
testículos.8
Las castraciones rituales se introdujeron en Grecia con
ciertos cultos orientales. Sabemos que había eunucos en los
santuarios de Cibeles y Artemis, en Sardes y Éfeso
(Heródoto, V, 102). Luciano ofrece datos espeluznantes de
la autocastración de los sacerdotes del culto sirio de Galos:
 
En ciertos días, la multitud se junta en el templo:
muchas sacerdotisas y los hombres consagrados a los
dioses que he mencionado, celebran los misterios, se
hacen cortes en los brazos y se golpean mutuamente
en la espalda. Muchos de los presentes los
acompañan con flauta, otros con tambores y otros
cantan inspirados versos y cantos sagrados. Esto
ocurre en el exterior del templo y ninguno de ellos
entra en el templo. En estos días se consagran las
sacerdotisas y cuando se han tocado las flautas y se
han realizado las ceremonias, muchos se sienten
arrastrados por la locura y algunos de ellos que
vinieron meramente a mirar perpetran lo que
contaré. El joven, llegado su turno, después de
arrancarse la ropa con un grito desgarrador, salta en
medio del corro y levanta una espada, una de esas
que imagino durante mucho tiempo han servido para
ello, y después de castrarse con ella sale corriendo
por la ciudad llevando en la mano lo que se ha
cortado. De cualquier casa a donde lo arroje recibirá
ropa y adornos de mujer.
 
Es de suponer que estos bizarros cultos arraigaron poco
en Grecia, aunque evidentemente muchos griegos acataron
las divinidades de los bárbaros.
La costumbre de la castración llegó a Grecia de las islas
jónicas. El primero que hizo negocio de ello fue Panonio de
Quíos que compraba niños y después de castrarlos los
revendía en Sardes o en Éfeso, donde alcanzaban alto
precio. Uno de estos castrados, un tal Hermótimo, llegó a
ser alto funcionario de Jerjes. El uso de los eunucos fue
moda entre cierta clase de gente: «para alargar el placer —
dice Luciano [Amores, 21)— se atreven a mutilar la
naturaleza con un hierro sacrílego... De ahí la detestable
lujuria que enseña a mancharse con todos los crímenes e
imagina infamias voluptuosas...».
Hay una historia de autocastración por honor que no es
menos terrible que la de los fanáticos de divinidades
orientales. Estratonice, la mujer del rey de Asiría, salió en
peregrinación para construir un templa El rey le asignó
como escolta a su íntimo amigo Combabo. El joven,
temiendo que acabaría por sucumbir a los encantos de la
reina si pasaba mucho tiempo a su lado, se curó en salud y
antes de partir entregó al rey una cajita sellada con el ruego
de que la guardara hasta su regreso. Como temía, al cabo
de poco tiempo, la reina se le insinuó y él se resistió a sus
avances. Entonces ella, despechada, lo acusó de intentar
seducirla (otras fuentes dicen que cortesanos envidiosos lo
acusaron). Al regreso, el enfurecido rey lo hizo encarcelar. El
día en que iban a juzgar al presunto funcionario infiel,
Combabo reclamó la cajita que había entregado al rey
tiempo atrás y abriéndola ante la asamblea mostró lo que
contenía: sus genitales embalsamados. El rey, conmovido
por la fidelidad del joven, lo rehabilitó y lo colmó de
honores. Era lo menos que podía hacer por él.
En la vasta literatura de los griegos hay también
menciones de castración de mujeres. Seguramente aluden a
ablaciones de ovarios, operaciones más peligrosas que la
mera ligadura de trompas. Tampoco era éste un uso
específicamente griego: «El rey lidio Adramites fue el
primero que castró mujeres para usarlas en lugar de
eunucos.»9 Otra operación que atestigua la brutalidad de
ciertos usos es la ablación del clítoris. En Estrabón (XVII,
284) leemos: «los egipcios circuncidan a sus niños recién
nacidos y suprimen la parte femenina».
Los griegos apreciaban un prepucio largo y veían con
extrañeza y reparo a los pueblos circuncisos o
apepsoleménoi, los que llevan el glande al aire, los
descapullados, es decir, egipcios, orientales y semitas en
general. La longitud del prepucio les permitía infibularlo,
una operación bastante frecuente que consistía en echar el
prepucio para adelante lo que diera de sí y atarlo con una
cuerdecita o una banda como si se tratara de la boca de un
saco. Los atletas se practicaban la infibulación para evitar
un descapullamiento accidental, lo que podría desgraciar al
delicado glande. Recordemos que entrenaban desnudos. En
algunas pinturas aparecen sátiros infibulados, pero en este
caso se trata de un chiste, dado que ellos siempre se
representan en erección y obsesionados por otro ejercicio
que no tiene nada que ver con el olímpico.
Entre los romanos la infibulación era distinta. Algunos
amos celosos hacían insertar un pasador o anilla fija en el
prepucio de sus esclavos domésticos en edad de merecer
para evitar que pudieran copular con el ama, las hijas o las
esclavas de la casa. Es una de las variedades de lo que hoy
se conoce como piercing. Lo dicho: nada nuevo bajo el sol.
Capítulo XI
El amor pagado
 

De criada a hetera
«Yo era puta en la ciudad, de Bizancio y a todos vendía
mi amor. Soy Calírroe, especialista en todas las artes
amatorias; herido por los dardos del amor, Tomás ha
colocado este epitafio sobre mi tumba en testimonio de la
pasión que albergaba en su pecho, fundido corazón como la
blanda cera.»
Seguramente se trata de un epitafio apócrifo, pero
merecería ser cierto por la poesía que encierra. De todos
modos, no hubiera sido insólito que un amante dedicara tal
epitafio a una prostituta. Hárpalo, uno de los altos
funcionarios de Alejandro Magno, erigió un suntuoso
mausoleo sobre la tumba de la prostituta Pitionique y le hizo
un funeral de campanillas, que ni a un jefe de Estado. «El
viajero que llega de Eleusis a Atenas por la llamada Vía
Sagrada —leemos en un texto antiguo—ha vivido para ver
una verdadera maravilla. Cuando llega al punto desde el
que por vez primera se divisa el templo de Atena y una
panorámica de la ciudad, encuentra un mausoleo
imponente que destaca sobre los demás. Pensará, al
principio, que debe ser la tumba de Milcíades o de Cimón o
de cualquier otro ilustre ateniense, y creerá que ha sido
erigido por el Estado con cargo a los fondos públicos. Si
entonces le dicen que se trata de la tumba de la hetera
Pitionique, ¿qué esperará para después?»
Más aún se sorprendería probablemente nuestro
hipotético viajero si supiera que tan singular mujer había
merecido no uno sino dos monumentos; el segundo, en
Babilonia, tan suntuoso como el de Atenas, valorados
entrambos en más de doscientos talentos, una millonada.
El caso es que la recordada prostituta había comenzado
por lo más bajo, de simple criada de la flautista y hetera
Baquis, a su vez pupila de la tracia Sinope, que mudó su
burdel de Egina a Atenas, lo que, según uno de sus
indignados contemporáneos, la titulaba legítimamente no
sólo de triple criada sino de triple puta. Después de su
fallecimiento, Hárpalo, el gobernador enamorado, no tardó
en buscarse una nueva compañera, la también prostituta
Glycéra. Es la vida, que tiene que continuar.
 

La prostitución sagrada
En Grecia, como en toda tierra de garbanzos, la
compraventa de favores sexuales parecía consustancial a la
humanidad. No obstante había memoria de que en los
tiempos más arcaicos este comercio había estado ligado a
los templos y había tenido una finalidad religiosa que luego
fue paulatinamente perdiendo. Posiblemente el origen de la
curiosa institución fuera oriental, indio y babilónico. Al
menos es lo que se deduce de Heródoto (I, 199):
 
La costumbre más infame de tos babilonios es
ésta: toda mujer natural del país debe sentarse una
vez en i a vida en el templo de Afrodita y unirse con
algún forastero. Muchas mujeres ricas y orgullosas
que desdeñan mezclarse con las demás acuden en
carro cubierto seguidas de cortejo y se apostan cerca
del templo, pero la inmensa mayoría toma asiento en
el recinto dedicado a Afrodita con su corona de
cuerda en la cabeza. Unas vienen y otras van. Entre
las mujeres hay unos pasillos marcados con sogas y
entrecruzados, por los que deambulan los forasteros
que quieren escoger. Cuando una mujer se ha
sentado allí no regresa a su casa hasta que un
forastero le echa en el regazo la tarifa y copula con
ella fuera del templo. Al echar el dinero debe decir:
«Te llamo en nombre de la diosa Milita.» Las asirías
llaman Milita a Afrodita. Cualquiera sea la cantidad
de dinero, la mujer no la rechaza: no le está
permitido porque ese dinero es sagrado; sigue al
primero que le echa dinero y no rechaza a ninguno.
Después de la unión, cumplido ya el deber sagrado,
regresa a casa y desde entonces no se entrega a
nadie por mucho que le ofrezca. Las que son altas y
guapas regresan a casa pronto, pero las feas se
quedan mucho tiempo sin poder cumplir la ley,
algunas hasta tres y cuatro años. En ciertas partes
de Chipre existe una costumbre semejante.
 
Heródoto se refiere a los templos de Afrodita Pomé en
Pafos y Amalos.
La prostitución sagrada estuvo también implantada en
Asia Menor, en Persia y en Egipto. En Lidia, en Armenia y en
Tebas las vírgenes se consagraban igualmente a la diosa.
Oigamos a Estrabón: «Los armenios veneran a Anahita,
diosa de las aguas, de la fertilidad y de la procreación,
adorada por los persas y los armenios y que forma triada
con los dioses Mazda y Mitra: han levantado templos en su
honor, concretamente en Akiliseno, donde ofrecen esclavos
muchachos y jovencitas y —lo más asombroso— los
hombres más respetables del país consagran sus hijas
vírgenes; de acuerdo con la ley, éstas se entregan a la
prostitución hasta su boda, en honor de la divinidad, y a
ningún hombre le parece deshonroso desposarlas después»
(Estrabón, Geografía, XI, 14,16).
Afrodita Porné, es decir, la puta, tuvo famosos santuarios
en Abidos, en Chipre, en Corinto y en otros lugares. Incluso
los romanos la veneraron, en su templo del monte Eryx, en
Sicilia, bajo la advocación de Venus Ericina.
Hacia el siglo I, este templo debía de estar muy decaído,
como se deduce del relato de Estrabón.
Cuando se perdió la memoria de su verdadero origen, la
prostitución sagrada se justificaba por motivos patrióticos.
En Abidos aseguraban que la ciudad debía su libertad a las
prostitutas que en una ocasión emborracharon al enemigo
que ocupaba la ciudadela para que las tropas leales
pudieran reconquistarla. En Corinto circulaba una leyenda
similar: cuando el innumerable ejército de los persas
amenazaba la ciudad, las rameras intercedieron ante la
diosa del amor hasta convencerla de que salvara la
Acrópolis. Las prostitutas griegas, y muy especialmente las
corintias, honraban a Afrodita y eran las protagonistas de su
fiesta y de los sacrificios en su honor. Según Estrabón, «el
templo de Afrodita en Corinto poseía tantas riquezas que
mantenía a más de mil heteras o híerodoúlai dedicadas a la
diosa. Un adinerado ciudadano, un tal Jenofonte, resultó
vencedor en el estadio y en el pentatlón de los juegos
olímpicos en 464 a. G; antes de participar había hecho un
voto solemne: que si resultaba vencedor ofrecería cien
muchachas al servicio del templo. Píndaro escribió una oda
al héroe en la que dice: «Ansiadas muchachas de la rica
Corinto, leales servidoras de Persuasión, vosotras que
ofrendáis devotamente los dorados granos de incienso
fresco y eleváis vuestro espíritu a Afrodita, la celestial diosa
del amor (...) reina chipriota, Jenofonte ha traído a tu
reducto un manojo de cíen chicas en amable cumplimiento
de su voto.»
Las muchachas del templo atraían a muchedumbres de
forasteros, circunstancia que enriquecía la ciudad. Los
marinos gastaban allí el dinero tan alegremente, que esto
dio origen al proverbio «No todo el que va a Corinto saca
ganancia».
La prostitución sagrada se mantuvo en Corinto hasta el
año 146 a. C, en que los romanos destruyeron la ciudad.
En otros lugares del entorno griego existió prostitución si
no sagrada al menos socialmente aceptada. En Lidia, según
Heródoto (I, 94), las chicas casaderas se costeaban el ajuar
alquilando sus cuerpos. Hasta el siglo XX de nuestros
pecados han llegado instituciones semejantes en
sociedades de moralidad aparentemente severa. Nos
referimos a ciertas tribus del Norte de África en las que las
mujeres se iban a la ciudad y ejercían el antiguo oficio hasta
que reunían un ajuar decoroso con el que casarse. Después,
ya de casadas, eran decentísimas.
 

Putas humildes
En el mundo griego, como en todo el mundo antiguo, la
prostitución era socialmente aceptada. En Atenas se
atribuía al severo legislador Solón la institución de los
prostíbulos: «medida democrática y saludable. Al ver en
nuestra ciudad a numerosísimos jóvenes sufrir los impulsos
de la naturaleza y perderse en la lujuria, has comprado
esclavas y las has instalado en varios barrios preparándolas
y poniéndolas a disposición de todo el mundo».1
Como toda actividad municipal, la prostitución generaba
unos impuestos. Un funcionario municipal (pornotelónes)
vigilaba que cada rufián o padre de mancebía (pornoboskós)
pagara su tarifa anual, la tasa de las prostitutas (télos
pornikori). Con una parte de las ganancias de este impuesto
se edificó el templo de Afrodita Pandemos, es decir. Afrodita
«de todos», la patrona de las putas. Diez funcionarios
municipales, los astynótnoi, vigilaban el puterío, perseguían
la prostitución clandestina que no satisfacía el impuesto y
cuidaban de que las tarifas putiles no fueran abusivas,
especialmente las de las libres. Además, pacificaban el
ambiente evitando trifulcas y mediando entre los clientes
que se disputaban a una misma coima.
Estos conflictos se arreglaban por lo general echando a
suertes a la disputada.
Los astynómoi tenían bastante trabajo, ya que el
porcentaje de la prostitución clandestina era muy crecido.
Muchas prostitutas se atrevían a captar clientes incluso en
la plaza pública, en el agora, donde se hacían pasar por
vendedoras de flores, o incluso en cualquier calle o lugar
siempre que fueran discretamente vestidas. Algunas
recurrían a un ingenioso procedimiento para captar clientes:
calzaban unas sandalias cuya suela iba dejando sobre el
barro o el polvo una impronta con la palabra akólouthi,
«sígueme.»
En las ciudades griegas existían putas (pómai) y
prostíbulos [pornela) de muy distintas categorías. Esta
abundancia se refleja en el vocabulario. Las putas son
diversamente denominadas: apópharsis, «la
desmenuzadora»; jephúris, «la del puente»; démia, «mujer
pública»; dromás, «la corredora»; katákleistos, «la
enclaustrada», o simplemente uzikástria, «prostituta».
Los burdeles solían estar en la zona más pobre de la
ciudad y, en las ciudades costeras, cerca del puerto. De
hecho era tradicional que los marinos y comerciantes
tuvieran un amor en cada puerto, como Heracles, que tuvo
muchas mujeres sucesivas, quizá debido a que siempre
estaba de un lado para otro.
En los puertos y embarcaderos pululaban los pilluelos y
rufianes que importunaban a viajeros y tripulaciones con
ofrecimientos de mercancía humana: «Ven a mi casa.
Encontrarás a una hermosa muchacha.» Otros la
pregonaban desde las ventanas de las propias habitaciones:
«Mejor ven a la mía que tengo una muchacha más bella y
de tez blanca.» Incluso puede que el propio cliente
complacido mostrara su gratitud en un grafitti: «Melisa, qué
hermosa eres.»
Los prostíbulos abundaban en el popular barrio ateniense
del Cerámico, especialmente a lo largo de la Vía Sagrada
que conducía al santuario de Eleusis. A lo largo de este
camino, ya fuera de la ciudad, había muchas tumbas a cuyo
abrigo ofrecían su comercio a los viandantes muchas putas
baratas. También había putas de medio pelo en las fondas y
ventas de los caminos, y en las tabernas (matrulleia) de las
ciudades, por lo general simultaneando su trabajo carnal
con el de camareras. Igualmente pluriempleadas se puede
considerar a las flautistas, cantantes, citaristas y acróbatas
integrantes de ciertas compañías de varietés, las que para
redondear el parvo salario merecido por sus habilidades
artísticas ejercían la prostitución después del espectáculo.
Más adelante volveremos a ellas.
Muchos griegos a los que el matrimonio espantaba eran
grandes propagandistas de la excelencia del burdel «donde
uno ve a las chicas con los pechos desnudos vistiendo ropas
transparentes y alineadas al sol. Cualquier hombre escoge a
la que le gusta, delgada, llenita, curvilínea, encorvada,
joven, vieja, menudita, madura». Además, para el que es
aficionado a la variedad, yendo de putas se evita los
terribles peligros que corre el seductor de casadas. «No
tienes que arrimar una escalera para entrar
subrepticiamente en casa ajena, no tienes que reptar por el
ventanuco del dormitorio ni matutearte astutamente en una
pila de paja, [las putas] te meten casi a la fuerza en su casa
llamándote, si eres ya de edad, papaíto, o, si no, hermanito
o jovencito. Y puedes conseguir a cualquiera de ellas por
una miseria sin riesgo alguno, de día o de noche.»2 Las
prostitutas son «potrancas de Afrodita bien adiestradas, que
se exhiben desnudas, formando filas, y sentadas en finas
telas. Puedes gozarlas por un módico precio... Esperan
completamente desnudas para no engañarte; míralas con
detalle ¿No estás en forma? ¿Tienes la moral baja? ¡Su
puerta está abierta de par en par! ¡Ve! Por un óbolo. Date
prisa... La muchacha es tuya. Hace sin vacilación lo que tú
quieres, como tú quieres. Cuando has terminado, la dejas.
Puedes mandarla a paseo, pues no representa nada para
ti».3 Para la mejor comprensión del texto precedente
conviene advertir el doble sentido de «puerta» (thyra, pyle]
que también significa a veces «vulva» y los graciosos no
dudaban en explotar el equívoco.4
¿Un óbolo?, se habrá preguntado el lector, ¿la mínima
moneda evangélica? Pues sí. El equivalente a unas dos mil
pesetas de hoy. Si uno no pedía gollerías y se conformaba
con una profesional del montón, la prestación sexual podía
resultar así de barata. Cuando Antístenes vio una vez a un
adúltero que escapaba, le dijo: «Tonto, podías haberlo
conseguido por un óbolo sin correr riesgos» (Diógenes
Laercio, VI, 4).
No obstante, parece que lo establecido era una tarifa fija
por el uso del burdel y una propina o cantidad
suplementaria para la puta, el místhoma, que en algunos
casos se fijaba de antemano y en otros se dejaba al arbitrio
del cliente para que evaluara el esfuerzo de la chica y la
recompensara en consecuencia. Bien mirado, esa doble
tarifa casi equivale a nuestro tradicional tanto y la cama.
Dependiendo de la calidad del prostíbulo, el regalo o
propina podía consistir en otro óbolo, en un dracma o en
una estatera. La tarifa era considerablemente mayor, hasta
dos dracmas, cuando la chica tenía otras habilidades
además de las inguinales. En esto lógicamente se sometía a
las leyes de la oferta y la demanda. En Luciano de Samosata
la prostituta Cróbile vende la virginidad de su hija Corina por
una mina, es decir, cien dracmas.
Muchos proxenetas entrenaban a sus chicas de corta
edad para artistas de varietés, flautistas o bailarinas, para
alquilarlas en los banquetes de los pudientes (en cierta
clase de banquetes amenizados con espectáculo de revista
que presumiblemente terminaban en revolcón con las
chicas del conjunto). Las varietés estaban íntimamente
unidas a la prostitución: «Flautistas, bailarinas y rodias
instrumentistas de sambuco entraron. Me pareció que estas
muchachas estaban completamente desnudas... Después,
entraron danzarines itifálicos, saltimbanquis y mujeres
desnudas que hacían números de equilibrio encima de
espadas y escupían llamas» (Ateneo, IV, 129).
En estos casos la tarifa era fijada por la autoridad, para
evitar abusos. Parece que el oficio de flautista llevaba
prácticamente aparejada la otra capacitación profesional:
«Las flautistas púberes que por poco dinero son capaces de
aflojar las rodillas de un mozo de cuerda», como leemos en
Ateneo (XIII, 571).
Las prostitutas caras costaban hasta cinco dracmas y las
carísimas, las heteras, no tenían precio fijo. Todo dependía
de la oferta y la demanda. Como veremos
pormenorizadamente más adelante, sus tarifas no
guardaban mucha relación con sus prendas físicas y sus
habilidades venéreas. Más bien se cotizaban por estar de
moda, lo que las convertía automáticamente en mujeres
deseables. (¿No nos recuerda esto a las modernas heteras
de la llamada jet set, las de las revistas del corazón que se
buscan protectores solventes?) Una de aquéllas, Laius, pidió
diez mil dracmas a Demóstenes y el famoso orador declinó
su deseo argumentando que «no estaba dispuesto a
comprar un arrepentimiento de diez mil dracmas».
Como siempre ocurre, también en la antigua Grecia la
prostituta barata cedía gran parte de sus ganancias al rufián
o al burdel. Debía ser un buen negocio para los
explotadores porque algunos burdeles eran propiedad de
ciudadanos ricos.
En Grecia, como en casi todo el antiguo Mediterráneo, los
burdeles constaban de celdas individuales mal ventiladas y
sucintamente amuebladas con un fatigado jergón. No
obstante, incluso en los más baratos solía haber un baño
para que las chicas pudieran realizar sus abluciones
higiénicas después de cada sesión.
 

La cosmopolita Alejandría
Las prostitutas solían comenzar a ejercer su oficio muy
jóvenes, algunas de ellas con apenas doce años (así es
todavía en Oriente y así fue en Europa hasta principios de
nuestro siglo). Algunas heredaban la profesión de la madre,
como vemos en los Diálogos de cortesanas, casi
predestinadas por el origen y el ambiente en el que crecían.
Tengamos en cuenta que, en Grecia, una mujer humilde que
no se casara no tenía de qué vivir, porque el oficio de tejer,
único que se les enseñaba, no daba para ello. No obstante,
casi todas las mujeres dedicadas al lenocinio procedían de
la trata de blancas, una práctica legal y muy activa en todo
el Oriente mediterráneo. Algunas alcahuetas adoptaban y
criaban a las niñas expósitas abandonadas por sus padres
dentro de una vasija; pero también las compraban de corta
edad o incluso más creciditas. A medida que se acercaban a
la pubertad, el precio aumentaba. También dependía del
origen, de la belleza y de las habilidades de la chica. Por
una niña babilonia pagó Zenón cincuenta dracmas. Una
muchacha podía costar entre ciento cincuenta y doscientas;
un hombre saludable, unas doscientas. A pesar de todo, los
proxenetas se quejaban: «No hay oficio más ruinoso que el
mío. Más me valdría vender rosas, rábanos, alubias, orujo,
que mantener mujeres.»5
Los piratas que infestaban el Mediterráneo hacían a
veces incursiones en las poblaciones cercanas a la costa
para raptar muchachas que luego vendían como esclavas
con destino a la prostitución. La alcahueta Nicareta,
«emancipada del eliano Carisíos y esposa del famoso
cocinero Hipías, compró siete muchachas todavía jóvenes.
Sabía evaluar la futura belleza de las jovencitas y las
educaba perfectamente. Nicareta se ganaba la vida de este
modo. Decía que estas muchachas eran suyas, que habían
nacido libres, para sacar más dinero a los hombres a
quienes las prostituía».6 Del mismo oficio que esta Nicareta
había muchas mujeres en Atenas, Corinto y Alejandría. Es
curioso que el proxenetismo griego fuera ejercido
mayormente por mujeres. Sin embargo, los prostíbulos
solían ser propiedad de hombres.
Después de la iniciación en el antiguo oficio, la suerte de
cada chica podía ser muy varia: unas ascendían de
categoría y llegaban a ser heteras, es decir profesionales de
alto standing, y otras menos atractivas o menos
afortunadas descendían hasta lo más bajo del arroyo. Hl
aspecto y la capacidad de seducción tenían mucho que ver
con la categoría alcanzada. Por eso, las profesionales del
amor se maquillaban abundantemente con blanco de
albayalde (a base de carbonato de plomo) y carmín (con
púrpura obtenida de ciertas algas o del zumo de la planta
urchilla, phykos), y vestían prendas transparentes de
imaginativos diseños que resaltaran los atractivos y
ocultaran los defectos. También usaban adornos, collares,
brazaletes, rumorosos zarcillos de cobre, cosas así. Y
cinturones que eran auténticas joyas, algunos
primorosamente bordados con la inscripción: «Quiéreme
siempre, pero no te pongas celoso si otros también me
consiguen.»
Las prostitutas tenían a veces hijos en los que confiar su
problemática vejez pero normalmente recurrían a métodos
anticonceptivos o, cuando éstos fallaban, al infanticidio.
Decíamos más arriba que el infanticidio era una práctica
muy divulgada en la sociedad antigua entre personas que
deseaban evitar los riesgos del aborto. Cuando escribimos
estas líneas se acaba de divulgar la noticia de que
arqueólogos israelíes han encontrado más de cien
esqueletos de niños recién nacidos en la sala de baños de
un burdel de Ashkelon. Se sabe que era un burdel por la
inscripción, en griego, sobre la puerta: «Entren y
disfruten...»
Corinto tenía fama de ser una ciudad muy viciosa. No en
balde truena el apóstol Pablo contra aquel lugar
«reconstruido sobre parajes infames».
En el siglo III a. C, Corinto había cedido su fama a
Alejandría, famosa «por su belleza, su tamaño, la
importancia de sus recursos y por todo lo tocante a los
placeres sensuales» (Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica,
XVII, 52,5). Alejandría, en una encrucijada que recibía
influencias orientales, de Egipto, y del Mediterráneo,
mantuvo a lo largo de tres siglos su liderazgo como capital
de los placeres del mundo. Allá acudían los proxenetas en
busca de su materia prima, los mercaderes de carne
humana procedentes incluso de Asia Menor y de Lesbos.
Aparte había un famoso centro de trata en Náucratis,
antiguo campamento de mercenarios al servicio del faraón,
cercano a Sais, la capital del Bajo Egipto. Por todas partes
los elegantes se sumaban al gusto alejandrino por lo
monstruoso, que no es más que una manifestación del
cansancio de la cultura clásica y el abandono de sus
exigentes cánones. En Alejandría se incorporaron al placer
refinadas perversiones inimaginables en la Grecia clásica: el
sexo con enanos, con gigantes, con gibosos, lo perverso y lo
burlesco.
En Alejandría, ciudad cosmopolita por excelencia, había
oferta para todos los gustos. El barrio chino era el de
Canopia (que Propercio llama «Meretrix») pero también se
encontraban putas baratas en el humilde barrio de Racotisi
las caras, en Basileia o Bruchion. Estrabón alude a los
juerguistas que descienden por el canal en barcas
«cargadas de hombres y de mujeres, bailando sin recato».
 

Las bien pagás


«Tenemos las heteras para el placer; las concubinas, para
el uso diario y las esposas de nuestra misma clase para
criar a los hijos y cuidar la casa», dice Demóstenes (Contra
Neera, 122).
Declaraciones como ésta no resultaban especialmente
escandalosas porque la sociedad antigua era
tremendamente sexista. Ya vimos anteriormente que el
matrimonio se disociaba de la noción de placer venéreo.
El griego acomodado podía tener en casa una esposa
(elegida por motivos de linaje y dote, nunca por amor) y una
o varias concubinas escogidas por su atractivo físico o por
cualesquiera otras prendas personales. Estas permanecían
encerradas en el gineceo y dependían enteramente de su
autoridad, si bien la esposa quedaba a un nivel superior
puesto que administraba la casa y engendraba hijos
legítimos destinados a heredar la hacienda familiar.
Así pues, además de la esposa y la concubina, algunos
griegos acomodados costeaban una amante profesional o
hetera. Hetaira es la forma femenina de la palabra hetaíros,
«compañero», y sirve para designar a la mujer mantenida a
cambio de prestaciones sexuales, sin que medie contrato
matrimonial ni compromiso por parte alguna. Se da por
hecho que la hetera es libre de escoger a un cliente y libre
de dejarlo. Como una de ellas, la bella Hermione, decía a
Asclepíades de Samos; «Ámame, pero si otro me posee, no
te atormentes.»
No está muy claro el origen de las heteras, pero parece
que esta prostitución de lujo surgió en Jonia en el siglo VIII
a. C. coincidiendo con el progresivo confinamiento de las
esposas y el apartamiento de la mujer de la vida pública.
Anfis, un poeta del siglo IV, declara el secreto del atractivo
de estas cortesanas: «Una hetera tiene una buena razón
para mostrarse más agradable que una esposa.
Por desagradable que sea la esposa, la ley obliga a
conservarla; la hetera, en cambio, sabe que no puede
retener a un amante como no sea cuidándolo, de lo
contrario tendrá que buscarse otro.»
Las heteras alcanzaron una elevada posición en la Grecia
clásica, especialmente en las ciudades más prósperas y
liberales, Corinto, Atenas, las colonias, Alejandría y
Náucratis, en Egipto.
Llegar a ser hetera era el sueño de toda prostituta joven,
pero además de un gran atractivo físico y perfecto dominio
de las artes de la seducción, se necesitaba inteligencia y
mucho ingenio para llegar a cotizarse tan alto. Las más
famosas cortesanas solían labrarse la carrera desde lo
humilde; a menudo, los clientes que las tuvieron por cuatro
perras se quejaban de que no los recibieran cuando se
encumbraban: «Yo era el amante de Friné cuando robaba
alcaparras y no poseía su actual fortuna. ¡Con todo el dinero
que le he dado, ahora me da con la puerta en las narices!»
(Ateneo, XIII, 567).
La hetera no se buscaba meramente por el revolcón, sino
además, e incluso más bien, por la compañía y la
conversación. La hetera procuraba cultivarse para poder
mantener una conversación elevada con sus clientes más
exigentes. También sabían música y canto y podían
amenizar una reunión contando chistes verdes y cuentos
eróticos. Hay grandes alabanzas de ellas y también grandes
invectivas contra su codicia y crueldad. Meleagro llama a la
hetera «la maligna fiera en mi cama». A pesar de ello
llegaron a ser tan famosas y prestigiosas que, en tiempos
de Polibio, las mejores casas de Alejandría recibían nombres
de famosas heteras y algunas colocaron sus propias
estatuas dentro de los templos (con sentido votivo, como
las lápidas inscritas que vemos hoy en muchos santuarios).
La diferencia entre la hetera y la prostituta rasa de la que
hablábamos más arriba era, a veces, sutil. Para empezar,
había heteras de muy distintas categorías; mientras las
inferiores se alquilaban para acompañar en banquetes
acabados en orgía, las más refinadas se limitaban a
acompañar a personajes importantes. Las de más baja
categoría es evidente que podían confundirse fácilmente
con el puterío del que intentaban despegar. Paralelamente,
las heteras venidas a menos y ya envejecidas, si no tenían
quien las retirara o se retiraban ellas mismas, iban
perdiendo clientela y fatalmente regresaban al estatus putil
del que salieron. Más de una acabó recluida en un burdel
del Cerámico y se vio obligada a enviar a las criadas y
servidores al puerto para reclutar clientes entre los marinos
y viajeros que descendían de los barcos. Es la tragedia de la
mujer que fue valorada principalmente por sus encantos
físicos y vive amargamente el ocaso de su belleza. Nadie lo
explica mejor que el poeta: «Te lo advertí, Prodice: nos
estamos haciendo viejos. ¿No te avisé de que lo que
destruye el amor llega pronto? Mira tus arrugas, tus cabellos
grises, tu cuerpo decrépito y tu boca que ha perdido la
gracia de la juventud. ¡Qué orgullosa eras! ¿Quién piensa
hoy siquiera en abordarte o en adularte para sacar algo de
ti? Ahora pasamos por delante de ti como por delante de un
sepulcro.»7
El caso de Leide resulta especialmente aleccionador: «Es
perezosa y siempre está borracha. Lo único que le interesa
es comer y beber. Es como un águila: las rapaces cuando
son jóvenes atrapan sus presas y las llevan a las cimas de
las montañas para devorarlas, pero cuando envejecen
perchan hambrientas en los templos de los dioses y hay
quien lo considera presagio divino. En este sentido, Leide es
un prodigio. De joven y lozana era altiva y resultaba más
fácil que te recibiera el sátrapa Farnabazo que ella. Pero
desde que, con los años, su cuerpo ha perdido la belleza,
verla es más fácil que escupir. Ahora merodea por todas
partes y lo mismo le dan una moneda de oro que tres
óbolos, y lo mismo recibe a jóvenes que a viejos. Tan suave
anda que come en tu mano» (Ateneo, XIII, 570).
 

 
Escena de sexo en grupo en la circunferencia de
una copa. Nótense los rostros brutales de los sátiros,
las colas de caballo y sus penes muy desarrollados
(contra la norma estética griega, que dibuja el pene
anormalmente pequeño). El sátiro de la derecha se
dispone a copular con una distraída esfinge. La
esfinge, animal mitológico compuesto, tiene garras
de león, motivo por el cual es licito dudar de que el
agresor consiga su propósito.
Nicóstenes, detalle de la decoración de una copa
(siglo VI a. C), Antiken Museum, Berlín.
 
Omitiendo las categorías intermedias en las que no se da
una pauta fija, las constituidas por heteras en decadencia y
prostitutas en ascenso, quizá podamos establecer que la
hetera es menos promiscua que la mera prostituta, que
tiende a mantener una relación más larga con un solo
cliente, que trabaja en un medio más elegante y vive de un
escogido grupo de clientes solventes, mientras que la
prostituta de menos categoría tiene muchos clientes y sus
ingresos dependen del número de prestaciones sexuales.
Además, y quizá sea ésta la diferencia más importante, la
hetera sale carísima, aunque no cobre a tanto el acto,
porque vive con gran tren de lujo y para tenerla contenta y
que no se vaya con otro hay que consentirle muchos
caprichos, por lo general carísimos.
A la hora de establecer diferencias entre la hetera y la
mera prostituta conviene tener en cuenta que los mismos
griegos confundieron a veces los términos. Tenemos, por
ejemplo, el caso de una tal Senobastis, considerada hetera,
cuya actitud parece más propia de iza de baja estofa. En
efecto, estaba asomada a la ventana cuando, vio pasar ante
su casa a un tal Heraclides, hombre ya de cierta edad, y lo
invitó a pasar, pero al no hacerle el caso salió a la calle y lo
agarró del brazo. Como el asediado se resistiera, ella no sólo
le hizo un desgarrón en la manga sino que además le
escupió en la cara. Y no quedó así la cosa sino que la furcia,
regresando a su habitación, se asomó a la ventana y le
vació el orinal encima de la cabeza.8 La diferencia esencial
puede radicar en que muchas heteras eran personas cultas
que se pulían y asistían a escuelas filosóficas (Epicuro tuvo
seis de ellas como alumnas) y sabían mantener una
conversación de tono elevado en un sympósion, mientras
que las modernas cortesanas suelen meter la pata cada vez
que abren la boca.
Lo que más se apreciaba en la hetera era que fuera culta
e ingeniosa y pudiera acompañar a su amante en sociedad.
El alabado ingenio de las heteras se basaba en cierta
habilidad para componer frases de doble o hasta de triple
sentido bastante descaradas y a menudo con un implícito
componente sexual. Los escritores de la época han
transmitido muchas celebradas réplicas de famosas heteras.
A una de ellas, que iba a casa de un amante famoso por
heder a sudor más de lo normal, le preguntaron a dónde iba
y respondió con un verso de Eurípides en boca de Medea:
«A vivir con Egeo, el hijo de Pandión.» El doble sentido
consiste en que el nombre «Egeo» procede de la misma raíz
que «cabra» y ya se sabe cómo huelen las cabras.
Por lo general, la hetera permanecía unida a un mismo
amante durante meses, incluso años, y no se acostaba con
otros o no se acostaba mucho con otros.
Las heteras, a pesar de las cortapisas que les imponía su
estatus, eran lo más parecido a una mujer liberada y dueña
de su propio destino que hubo en la época clásica. Los
maridos les dedicaban muchas de las atenciones que jamás
hubieran profesado a sus mujeres legítimas. Además, eran
libres de acompañarlos a lugares públicos. Aparecer en
compañía de una hetera famosa era un signo externo de
riqueza. Si, a pesar de ello, las esposas legítimas las
odiaban, era quizá no tanto porque estuvieran satisfaciendo
sexualmente a sus maridos en detrimento del débito, como
por la merma del patrimonio familiar que el mantenimiento
de una hetera acarreaba. La sangre no solía llegar al río
pero a veces llegaba. Una famosa hetera, Lais de Hicara, fue
linchada por una turba de esposas tesalias en el santuario
de Afrodita. A falta de mejor arma la agredieron con
taburetes.
A partir del siglo IV a. C, las heteras ascendieron de
categoría y fueron reconocidas y admiradas. Jenofonte dice
de Sócrates: «Cuando alguien afirmó que la hetera Teodota
era indescriptiblemente bella y que era la modelo favorita
de los pintores, el maestro dijo: "En lugar de juzgar por
habladurías, vayamos a comprobarlo."» Fueron, pues, a
donde Teodota estaba y la encontraron posando para un
pintor. Sócrates conversó con ella cordialmente. Desde
entonces, y hasta bien entrada la época helénica, los
generales se hacen acompañar de ellas, además de otras
cortesanas y bailarinas. En 307 a. C. Demetrio Poliorcete,
flamante tirano de Atenas, se instaló con sus chicas en el
Partenón. El poeta Filípides lo censura: «Ha convertido la
Acrópolis en un burdel y ha albergado prostitutas en la casa
de la virgen [Atena].» Además las sostenía con cargo a la
sojuzgada ciudad, que tuvo que satisfacer un tributo de
doscientos cincuenta talentos para el mantenimiento de
semejante harén. Sin embargo, a la manera griega,
Demetrio era hombre religioso. Al menos construía
santuarios de Afrodita Lamia o Leena para que se rindiera
culto a sus rameras.
En la época clásica hubo famosas heteras a las que se
reservaban plazas en el teatro como a los magistrados más
honorables. Los intelectuales, los artistas y los hombres de
empresa se disputaban su amistad. Incluso los políticos las
tenían en cuenta cuando planeaban la campaña electoral
(también ocurre en nuestros días si el lector se para a
pensarlo). Temístocles, en una ocasión, se lució en la plaza
pública sobre un carro en compañía de cuatro famosas
heteras. Otras versiones del mismo asunto aseveran que las
heteras no iban en la plataforma sino en el palo, tirando del
carro. Esto ya parece menos creíble. Los políticos, que,
como se sabe, son los ciudadanos más interesados en
mantener una buena imagen pública, intimaban
abiertamente con heteras sin que nadie se lo reprochara.
También es cierto que no tas pagaban, como en nuestros
turbios tiempos, con tarjeta de crédito a cargo del
contribuyente, sino de su propio peculio, muy a la vista de
los electores.
A veces la relación entre cliente y hetera derivaba en un
vínculo más estrecho y verdadero que el del matrimonio.
Alguna hetera renunció, por amor, a los aspectos más
mercantilistas de su profesión y consintió en convertirse en
concubina y sustituta de la esposa legítima. Una de ellas,
Aspasia («la adorable»), estuvo unida largos años al
estadista Pericles, quien, según Antístenes, la visitaba hasta
dos veces al día, y tuvo hijos suyos a los que la oposición a
veces llamó «hijoputas». Hijoputas y todo, algunos hijos de
heteras se promocionaron tanto como si procedieran del
mejor linaje. Temístocles, por ejemplo, era hijo de la hetera
tracia Habrótonon.
Volviendo a Pericles, los poetas cómicos que lo llamaban
«el gran Olímpico» como un nuevo Zeus, a Aspasia la
apodaban, irónicamente, «Hera». Pericles se divorció de su
mujer para casarse con ella, aunque no pudo ser esposa de
pleno derecho sino solamente concubina debido a su
condición de extranjera. Muchos creen que Aspasia influyó
decisivamente en numerosas decisiones políticas de
Pericles, entre ellas la guerra entre Atenas y Samos que
tanto favoreció los intereses de Mileto, la patria de Aspasia.
Se rumoreaba también que actuaba como alcahueta de su
marido, buscándole muchachas jóvenes, e incluso que
regentaba un burdel. En una ocasión la acusaron de
impiedad (asébeia), algo muy grave en Atenas, pero Pericles
consiguió que la exculparan. A la muerte de Pericles se casó
con un hombre humilde llamado Lisíeles.
La hetera podía decidir la política de un gran hombre
pero no podía aspirar a un matrimonio decente. El caso de
la hetera Herpilís es ejemplarizante. Era más bien
concubina, que dio un hijo a Aristóteles, Nicómaco (el
destinatario de Etica a Nicómaco). Se quisieron como
esposos, ella vivió con el filósofo hasta su muerte y él le
dejó en herencia parte de su fortuna.
Las heteras inspiraron toda una literatura. Macón de
Sición, Ateneo y otros escritores muy aficionados a la
crónica escandalosa (nuevamente revistas del corazón,
avant la lettre) transmitieron a la posteridad sabrosos
chismes de las heteras más famosas.
 

Escuela de seductoras
En los tiempos más espesos de Alejandría y la
decadencia, cuando la literatura se convirtió en un mundo
en si misma, con derivaciones insospechadas, los manuales
para heteras pasaron de mano en mano y se leían con
avidez. Probablemente se trataba de obras apócrifas, meros
recuentos de las variadas argucias usadas por las
profesionales para desplumar al incauto. El misógino
mensaje subliminal era obvio.
En cualquier caso, estos manuales de autoayuda, como
se llaman ahora, debieron ser muy sustanciosos y
aleccionadores. La hetera debía ser ducha no sólo en la
práctica del amor (en las copas decoradas con escenas
eróticas, las heteras se entregan vaginal, anal u oralmente y
en las más variadas posturas) sino en la teórica, en los
modos de atraer al cliente solvente y ordeñarle la cuenta
corriente. Un modo frecuente de hacerse valer consistía en
enfrentar a dos rivales por celos, lo que aseguraba un
aumento de la cotización. Al propio tiempo, la prolongación
del juego sumía en ta desesperación a los pretendientes y
contribuía también al alza.
De uno de estos manuales para heteras tomó
seguramente Propercio (IV, 5) las argucias que denuncia: la
primera condición de la hetera es aborrecer la lealtad y
aprender a mentir, a disimular, y actuar siempre como si se
tuviera otros amantes para provocar los celos y la ansiedad
en el cliente.
 
Si se pone hecho una fiera y te tira del pelo, no
importa porque tendrá que repararlo con dinero. Si te
llega encalabrinado dile que es el día de Isis o
cualquier otra festividad religiosa en la que hay que
guardar castidad. Mantén despiertos sus celos
escribiendo cartas delante de él o procura que
descubra señales de los mordiscos de otros amantes
en tu cuello y en tus pechos (...). Dale severas
instrucciones a tu portero: si llaman a tu puerta de
noche que sólo abra a los ricos (...) no rechaces a los
pobres si traen dinero, ni a los soldados, ni a los
marineros, recuerda que esa mano callosa viene a
traerte dinero. V en cuanto a los esclavos, si traen
dinero en el bolsillo, no tienes por qué avergonzarlos
recordándoles que fueron puestos a la venta en el
foro. ¿Qué sacas de un poeta que te pone en las
alturas en sus versos pero no tiene con qué
regalarte? Aprovecha ahora que tienes la sangre
alegre y la cara tersa y sin arrugas porque la
juventud se acaba pronto.
 
El negocio de la hetera exigía un exquisito cuidado de las
apariencias. Debía vivir en casa lujosa, con portero que
filtrara las visitas y disuadiera a tos impecunes y moscones,
a ser posible un robusto tracio. Tenía que aprender a
caminar y comportarse con elegancia, erguida, poniendo un
pie delante de otro; tenía que vestirse y maquilarse
hábilmente para realzar sus cualidades y disimular sus
defectos. Si era bajita, se ponía alzas de corcho en el
calzado; si demasiado alta, andaba con finísimas suelas; si
escurrida, rellenos que mienten pechos valentones. También
existían rellenos glúteos para las culibajas.
Las heteras, innecesario decirlo, conocían todos los
secretos de la cosmética y de la moda. Contra lo que parece
norma general del vestido griego, que se mantuvo
invariable, sin apenas cambio, a lo largo de siglos, las
prendas de las heteras, a menudo diseñadas por ellas
mismas para resaltar sus encantos y ocultar sus defectos,
terminaron dictando la moda de las elegantes.
El comediógrafo Alexis dice que las heteras saben
componerse con tal maestría que son capaces no sólo de
acrecentar sus encantos sino de inventarlos. A medida que
ganaban categoría invertían en el tocador más tiempo y
más presupuesto que una prostituta normal, especialmente
si ya iban de recogida y los estragos de la edad
comenzaban a notarse. Luciano (IX, 408) se mofa de la
hetera en declive que se tiñe el pelo e intenta ocultar la
edad y las arrugas bajo una capa de maquillaje, carmín: «No
tengas cuidado que el maquillaje nunca sacará una Helena
de una Hécuba.»
En un tiempo en que la escasa higiene dental
determinaba que las dentaduras se deterioraran pronto,
especialmente en las mujeres descalcificadas por las
preñeces, las heteras que conservaban buena dentadura no
perdían ocasión de lucirla: «Como las cabezas de los
cabritos en el mostrador de la carnicería, llevan entre los
dientes una ramita de mirto para poder conservar la boca
entreabierta» (Ateneo, XIII, 568).
 

La bella codiciosa
Los detractores de las heteras, que suelen ser, en
general, los detractores de las mujeres, lanzan contra ellas
dos principales acusaciones: son codiciosas y son borrachas
(un infundio este último que también arrojaban sobre las
pobres amas de casa). Los supuestos defectos de las
heteras dieron pie a innumerables chistes. Por ejemplo, a
Lembión y Cercirion, dos renombradas profesionales que
ejercían en el puerto de Samos, las llamaban «mujeres
piratas».
El símil pirático, junto con el del naufragio (los grandes
terrores de un pueblo esencialmente marinero), se repite en
distintas composiciones. Es conocido el epigrama de Hédilo
que cuenta cómo tres heteras, Eufro, Tais y Bondion,
desplumaron a tres acaudalados mercaderes y los dejaron
con sólo la camisa, «tan pobres como si hubieran
naufragado». La moraleja del epigrama es que el hombre
prudente «debe evitar a esos piratas de Afrodita y sus
bajeles porque son más peligrosos que las sirenas».
También es verdad que ellas no hacían nada por
disimular su codicia, conscientes de que la juventud es un
bien fugaz y de que el tiempo apremia. Un personaje de
Alcifrón, la hetera Filomena, escribe a su amante Criotón en
estos términos: «¿Por qué te molestas en escribirme largas
cartas? Lo que yo quiero son cincuenta monedas de oro, no
cartas. Por lo tanto, si me quieres, afloja la pasta; pero si
quieres más a tu dinero no necesitas seguir molestándome.
Adiós.» No se puede decir que la bella se anduviera por las
ramas.
Caso similar es el de la hetera Petále que le escribe a su
amante en estos términos: «Ojalá una cortesana pudiera
mantener su casa con lágrimas. Entonces sería rica, porque
tú me das muchas. Pero, tal como son las cosas, lo que
necesito es dinero y ropa, muebles y criados. En eso
consiste la vida. Lamentablemente no heredé una gran finca
en Mirrino ni tengo acciones en minas de plata. Dependo
solamente del dinero que gane y de los míseros regalos
bañados en lágrimas que me envían enamorados tontos.»
Aristófanes lo dice en elegantes términos: «Las heteras
de Corinto, si un pobre suplica por su amor, no le hacen
caso, pero si es rico le ponen inmediatamente el trasero.»
«Se había enamorado uno en Egipto de la cortesana
Tonis, que le pedía una gran suma; pero habiéndole
parecido después entre sueños que yacía con ella, se enfrió
su deseo, y ella le puso pleito por defraudarle la paga. Diose
cuenta a Bocoris, y mandó que el amador trajera a su
presencia, en una bolsa, todo el dinero prometido, y que lo
balanceara de un lado a otro para que la cortesana se
contentara con la sombra del talego, dado que la
imaginación es sombra de la realidad; pero la afectada
protestó que la sentencia no era justa puesto que la sombra
del dinero no había satisfecho su codicia del mismo modo
en que el sueño había satisfecho el deseo del mancebo»
(Plutarco, Demetrio, XXVII).
Las heteras no guardaban ausencias ni concedían
prórrogas a amantes sin blanca. La hetera abandonaba al
amante esquilmado para irse con cualquier otro que le
ofreciera más. Incluso cuando tenían apalabrada una noche
podía darse el caso de que el obcecado amante se
encontrara la puerta cerrada porque algún competidor se le
había adelantado con una oferta mejor. Pitias, hija de la
hetera Nico, dejó en la puerta al poeta Asclepíades. (Y se
comprende: los poetas nunca han sido ricos.)
No obstante lo dicho, hay que consignar raras y
celebradas excepciones de heteras generosas e incluso
abnegadas. Entre ellas cabe destacar el caso de la hetera
Lena, amante del tiranicida Harmodio, que murió durante el
interrogatorio sin delatar a su enamorado. También es
memorable la historia de Plangón (es decir, «la muñeca»):
«Como era muy hermosa, un joven de Colofón se enamoró
de ella, aunque ya tenía a Baquis de Samos. El joven
ponderó ante Plangón la belleza de Baquis y como la hetera
quisiera quitárselo de encima se le ocurrió pedirle el famoso
collar de Baquis. Tanto insistió el enamorado que Baquis
acabó por cederle el collar y él se lo regaló a Plangón,
quien, emocionada por la generosidad de Baquis, se lo
devolvió, y se entregó al joven. Desde entonces las dos
heteras se hicieron íntimas amigas y entre las dos hicieron
feliz al joven.» Los jonios, admirados de tanta generosidad,
apodaron a Plangón Pasifíle, es decir, «la amiga de todos».
El poeta Arquíloco la compara en un epigrama con la
higuera que alimenta generosamente a las cornejas. «La
higuera parece simbolizar la vulva, y las cornejas podrían
aludir a los penes de los clientes.»9
Las ganancias de las heteras no siempre eran tan
fabulosas como algunos testimonios dan a entender. En
realidad no existían tarifas fijas. A una de ellas, Lerne, la
apodaban Didracama porque cobraba dos dracmas por
prestación, pero otra igualmente famosa, Europa, cobraba
una media de un dracma por prestación. Baso, en un
epigrama, dice que le paga a Corina los acostumbrados dos
óbolos porque él no es Zeus que pueda producir un chorro
de oro en el regazo de la amada ni tiene intención de
impresionarla con las hazañas de los dioses, volverse toro
para raptar a Europa o cisne para encantar a Leda. Debe
estar exagerando porque dos óbolos es una suma exigua,
quizá suficiente para una puta barata, nunca para una
hetera que se precie.
El salario de la hetera era muy variable. Algunas veces
se ajustaba a una tarifa; otras, a un contrato que aseguraba
el disfrute exclusivo de la bella durante un periodo de
tiempo. En este caso, además de regalarle joyas y dinero, el
protector se hacía cargo de los gastos de la casa, del
mercado, de los criados, etc.
Entonces como ahora, las joyas eran el mejor pasaporte
para llegar al corazón de la hetera. En una cerámica roja
vemos una hetera sentada en artístico sillón, con el joyero
abierto ante ella mientras un joven que presumiblemente
aspira a merecer sus favores le ofrece un collar.
 

Galante galería
El mundo antiguo nos ha legado más nombres de heteras
que de filósofos o de poetas. Algunas son heteras de ficción,
las que aparecen en las comedias de mayor éxito
(«Thálatta», «Ophánion», «Opóra»...), pero otras fueron
mujeres de carne y hueso y a más de dos mil años de
distancia siguen asombrándonos con su ingenio, su codicia
y su belleza.
Las heteras se buscaban nombres musicales y exóticos
(como, por cierto, las modernas heteras que se anuncian en
la sección Relax de nuestros periódicos). A Hoia, por
ejemplo, la apodaban Antikyria («heléboro») porque esta
planta se consideraba remedio contra la locura. Al parecer
Hoia se especializaba en clientes pirados. Otros opinan que
el apodo le vino porque su protector, el médico Nicóstrato,
le dejó al morir un manojo de helleborus viridis por toda
herencia.
A algunas heteras delgadas y de ojos grandes las
llamaron Aphye («pececillo»). Lais se llamaba Axíne
(«hacha»), porque era muy cortante cuando exigía algo.
Glycéra («la dulce»); Boopis («ojo de becerra»); Triné («el
sapo»); Lais («la del pueblo»); Leontion («la leoncilla»);
Gastrodóra («la que regala su vientre»): casi todos los
apodos aludían a peculiaridades o costumbres sexuales.
Nildón se apodaba Kynámuia («mosca de perro») por la
expresión de la cara. A Nannión la llamaron Proskénion
(«escenario de teatro»), porque disimulaba con ropa vistosa
y bien compuesta un cuerpo feo. La hetera Sinoris se
llamaba Lyknos («lámpara»), porque empinaba el codo y
siempre andaba seca. A la famosa Filematón la conocían por
Pagis («trampa») porque era la perdición de los hombres.
Calliston se llamaba Hys («cerda») quizá porque no era tan
limpia como convendría a su profesión. «Aparte de que en
griego casi todas las voces que significan "cerdo" pueden
denotar a la vez "vulva" en malicioso calambur.»10 Otro
nombre de Calliston era Ptokheléne («Helena la mendiga»)
porque no se gastaba mucho en ropa. Tal vez no lo
necesitaba, puesto que su clientela no era nada del otro
mundo: se cuenta que en una ocasión se fijó en unas
marcas que tenía el cliente, evidentemente causadas por
azotes, y le preguntó por ellas: «Es que, de niño, me
derramaron encima un puchero de caldo.» Y ella, riendo, te
replicó: «Debió de ser caldo de ternera», aludiendo a que
los látigos se hacían con piel de ternera.
La bella Metique era más conocida por Klepsydra, es
decir, «reloj de agua», porque tasaba sus favores por horas.
Entonces esta actitud parecería abusiva; hoy, por desgracia,
es muy normal que las modernas heteras cifren el tiempo
en un cuarto de hora y aun las de ambiente militar, con
gente a la puerta, en cinco minutos, sin consideración
alguna a los clientes sensibles que, en el momento de
mayor ardimiento, sufren disfunciones eréctiles de origen
psíquico, atribuibles a la propia premura con que han de
ejecutar el acto.
Hubo una Rodopis, esclava tracia de origen, empleada
por el dueño en las tareas del amor, en Náucratís, que,
después de comprar su libertad, logró prosperar y llegó a
ser tan conocida como rica. Algunos biógrafos aseguraron
que se había hecho construir un mausoleo en forma de
pirámide. También aseguran que con el diezmo de sus
ganancias donó a Delfos varios asadores (obeloi) que los
autores antiguos confundieron con obeliscos (obeliskoi)
porque las dos palabras se parecen en griego. «Obelos, en
equívoco malicioso, puede denotar al "pene", a la vez que al
"asador", como se desprende de Aristófanes (Acarnienses,
795-796) en el famoso pasaje de las cerdas».11 Los
asadores de marras, aunque exvoto más modesto que los
obeliscos, eran, no obstante, de respetables proporciones.
Cada uno de ellos podía servir para asar un buey.
La más famosa hetera fue, quizá, Tais de Atenas, la bella
e inteligente amante de Alejandro Magno. Se dice que
cuando, después de la derrota persa de Gaugamela (331 a.
C), Alejandro capturó la ciudad de Susa y luego Persépolis,
antigua capital del reino de Darío, en el banquete de la
celebración Tais propuso a su amante que incendiara los
palacios reales de las ciudades conquistadas para vengar el
incendio de los templos de la Acrópolis de Atenas por los
persas en tiempos de Jerjes. Era ya de madrugada y a
Alejandro y a sus conmilitones, todos borrachos, la idea les
pareció excelente. Se proveyeron de antorchas y dieron a
las llamas aquellos nobles edificios, probablemente los más
suntuosos del mundo.
A la muerte de Alejandro, Tais se casó con su general
Tolomeo I, y llegó a ser reina consorte de Egipto.
Lamia de Atenas, hetera del tiempo de Demetrio
Poliorcete, comenzó su carrera como flautista y llegó a ser
tan rica que reconstruyó a sus expensas la galería pintada
en Sición, no lejos de Corinto. Era una fiera en la cama. En
una ocasión unos embajadores atenienses notaron que
Lisímaco tenía grandes marcas de cicatrices en los brazos y
las piernas: «Se deben a que en una ocasión luché con un
león», les explicó. Los embajadores, riendo, le respondieron
que su rey Demetrio también tenía la espalda y el cuello
cubiertos de señales de mordiscos y arañazos de otra fiera
peligrosa, la Lamia. Aludían a las marcas que le dejaba la
fogosa hetera en sus coloquios amorosos.
Gnatena era famosa por su ingenio. Un admirador le
envió una botella de vino de una cosecha famosa de
muchos años. «Pues para tener tantos años es muy
pequeña», le replicó la bella. Gnatena tuvo una nieta
igualmente atractiva, Gnatenión, que siguió la profesión de
la abuela. Un forastero ya anciano las vio un día juntas por
la calle y mandó preguntar cuánto le cobrarían por una
noche. Gnatena, viéndolo rico, pidió mil dracmas; él ofreció
quinientos. «Está bien —dijo Gnatena—, dame lo que
quieras. Sé que a mi nieta le darás el doble.»
Dos heteras se llamaron Lais. La mayor, célebre por ser
tan bella como codiciosa, nació en Corinto y vivió en
tiempos de la guerra del Peloponeso; la menor era siciliana,
de Hicara, y contó entre sus amantes al pintor Apeles. Era
famosa por sus pechos, que los tenía grandes y
empitonados, como caídos para arriba, y le atraían clientela
hasta de lejanas tierras. A lo mejor fue por envidia de ellos
por lo que la linchó una turba de mujeres tesalias celosas, y
presumiblemente escurridas.
Las anécdotas que se cuentan sobre Lais no se sabe bien
a cuál de las dos pertenecen. De la segunda se conoce que,
todavía doncella, fue a llenar un cantarillo de agua de la
fuente Pirene, en Corinto, y Apeles, el célebre pintor, se
prendó de ella. Los amigos del artista se rieron y le dijeron:
«Deberías haberte fijado en una hetera.» Y él replicó: «La
haré hetera a su debido tiempo.»
Se cuenta que el filósofo Aristipo vivía con ella en la isla
de Egina dos meses al año, en el festival de Posidón. A los
colegas que le reprochaban su dependencia de Lais les
replicó: «La hago mía, pero no me hago de ella.» En otra
ocasión su administrador le llamaba la atención sobre la
excesiva cantidad del dinero que se gastaba en ella: «Soy
generoso con ella para disfrutarla, no para evitar que otros
la disfruten.» Y a Diógenes, que le afeaba su intimidad con
una puta, le preguntó: «¿Le harías ascos a una casa porque
otra gente haya vivido en ella o a un barco porque otros
hayan viajado en él?»; «Por supuesto que no», respondió el
otro. «Pues tampoco hay que ponerle pegas a una mujer
porque otros la hayan poseído antes.» Otro razonamiento de
Aristipo parece igualmente irreprochable: «No creo que el
vino o el pescado me quieran y sin embargo los tomo con
placer.»
Friné, de nombre Mnesarete, nació en la aldea de Tespia,
en Beocia. Cómo seria de peligrosa, que los poetas la
comparaban con Caribdis, el famoso remolino que tragaba
barcos y marinos. Aun así era tan hermosa que valía la pena
perderse por ella. En una ocasión la llevaron a un juicio y su
defensor, Hiperides, le desgarró la ropa y la dejó en top less
ante los jueces. Los magistrados quedaron tan hechizados
por la belleza de su busto que no se atrevieron a
condenarla. Ya queda dicho que, para los griegos, belleza y
bondad eran casi equivalentes.
 
 
Por lo que sabemos, la postura copulatoria más
corriente entre los griegiw era la del misionero.
Cuando I.isisirata. la heroína de Aristólanes, se
propone negarse al varón dice: «no elevare hacia el
cielo mis sandalias persas (...), no yaceré como una
leona sobre un rallador de queso, l.a dama
representada en nuestra ilustración está
cómodamente instalada entre mullidos cojines. Por el
contrario, el galán que la sirve se ve obligado a
mantener las piernas plegadas en un extraño e
incómodo escorzo, incluso con las rodillas cayendo
inverosímilmente a los lados del leí ho. Ello se debe a
la limitación espacial que impone la circunferencia de
esta copa de figuras rojas.
Triptolemos, detalle di' una copa decorada con
figuras rojas (-170 a. C), Museo de Turquinia.
 
Friné era «más bella en las partes que no suelen
mostrarse y no era fácil verla desnuda porque solía vestir un
khitón ajustado y no frecuentaba los baños públicos. Pero
cuando el pueblo griego estaba reunido en Eleusina,
durante el festival de Posidón, se desnudó para que todos la
vieran, se soltó el cabello y se sumergió en el mar, desnuda;
aquella escena inspiró a Apeles su Afrodita saliendo del mar.
También Praxíteles, el famoso escultor, fue uno de sus
admiradores y la tomó como modelo para su Afrodita de
Cnido» (Ateneo, XIII, 590 y ss.).
De la astucia de Friné se cuenta que cuando Praxíteles le
regaló una estatua, la que más le gustara, ella escogió un
Eros que donó al templo de su pueblo natal, en Tespia, con
lo cual aquel lugarejo se convirtió en meta de peregrinación
de los amantes del arte durante un siglo. Sus agradecidos
paisanos encargaron a Praxíteles una estatua de la hetera
bañada en oro y la pusieron en Delfos, sobre una columna
de mármol del Pentélico, entre las estatuas de famosos
personajes. El único que protestó fue el filósofo cínico
Crates, quien dijo que la imagen de la hetera era «un
monumento a la intemperancia griega». A Plutarco le
pareció «un trofeo conquistado sobre la lujuria de los
griegos». No sería el único caso de hetera consagrada en un
templo: otra famosa cortesana, Cottina, hizo colocar su
estatua en el templo de Stena (la diosa de la ciudad y del
pudor).
Sólo falló Friné en una ocasión: cuando apostó que
seduciría al hombre de moralidad más intachable de Grecia,
el filósofo Jenócrates, y fracasó.
Era tan rica que en el año 335 a. C. se ofreció a costear
la reedificación de las murallas de Tebas a condición de que
pusieran en ellas una placa conmemorativa con la
inscripción: «Destruidas por Alejandro, reconstruidas por
Friné, la hetera.»
Ciro el joven tuvo una amante focea, de nombre Milto
aunque él la llamaba Aspasia. La chica lo acompañó en sus
campañas contra su hermano Artajerjes y cuando Ciro murió
en la batalla de Cunaxa (401 a. C), pasó a ser propiedad del
rey Artajerjes Mnemón, al que también cautivó hasta el
punto de que fue causa de fricción entre él y su hijo Darío.
Darío perdió la vida al rebelarse contra su padre.
 

Las cortesanas del Renacimiento


La imposición del cristianismo como norma oficial en el
mundo clásico a partir del siglo ui dio al traste con el
brillante mundo de las heteras y los sympósia. Putas las
siguió habiendo, incluso putas caras, pero no con la
publicidad y el glamour de las antiguas. Habría que esperar
al Renacimiento para que la nueva valoración del mundo
clásico por los humanistas determinara la imitación de
muchas costumbres griegas, entre ellas la de las heteras y
la del amor homosexual.
Las nuevas heteras, ahora llamadas cortesanas, vivían
en palacios, rodeadas de lujo y refinamientos. Como antaño
en Grecia, tuvieron mayor predicamento en las prósperas
repúblicas del comercio marítimo, especialmente en
Venecia. La gran ciudad cosmopolita y emporio comercial
era puente cultural entre Oriente y Occidente, como antaño
Alejandría.
Las nuevas heteras eran las reinas indiscutibles de las
noches venecianas e incluso de los días venecianos. Casi
toda la pintura de la época, incluida la religiosa, tiene por
modelos a famosas cortesanas. Las cortesanas venecianas
más importantes eran las ciento diez que figuraban en la
notable obra La íariffa áeüe puttane de Vinegia («Lista de
precios de las putas de Venecia»), explícito repertorio que
se complementa con el Catalogo delle piú onorate... puttane
di Vinegia («Catálogo de las más respetables putas de
Venecia»), de Beronica Franco, editado en 1575. Por estas
interesantes obras sabemos que unas cobraban dos
escudos por prestación mientras que otras subían a doce,
regalos aparte. Esto da idea de la distinta valoración de las
profesionales del amor, un reflejo más del refinamiento
griego que los príncipes del Renacimiento hicieron
reverdecer.
Heteras de lujo abundaron también en Roma, pululando
en torno a los purpurados y caballeros de la corte pontificia,
especialmente en el pontificado del León X (1513-1521)
durante el cual el censo de prostitutas romanas alcanzó su
mayor extensión. La «honesta cortesana», como se las
llamaba, era culta, escribía sonetos, sabía tocar el laúd y
podía disertar sobre temas de política y de arte, incluso de
teología. Estas queridas asalariadas se parecían a la hetera
griega en que podían otorgar sus favores a varios amantes,
todos solventes, pero eran libres de admitirlos o rechazarlos
y decidían caprichosamente cuándo los recibían.
La versión contemporánea de las heteras griegas la
tenemos en ciertas demimondaines de nuestros días. No es
casual que estas modelos y actricillas esculturales se
vinculen a hombres maduros y ricos, generosos usuarios de
tarjeta de crédito, que les pagan en chalets, coches, pieles,
joyas, viajes y otros artículos de lujo. Quizá la diferencia
estribe en que ahora las esposas legítimas no están
encerradas en el gineceo y consienten mal que el marido
mantenga concubina o hetera, máxime cuando saben que
pueden sacar un sustancioso pellizco del divorcio y
recuperar su libertad sin tener que esperar a la viudez.
 

Putos y chaperos
En Atenas existieron dos tipos de prostitución masculina:
porneúz y hetairesis, según el sujeto estuviera o no inscrito
en el registro oficial de prostitutos. Como en el caso de las
prostitutas, la ley toleraba a los hombres que comerciaban
con su cuerpo, pero limitaba sus derechos de ciudadanía.
Algunas colonias eran celebradas como lugares de buen
ambiente homosexual, especialmente Massalia (actual
Marsella), lo que explica la expresión «Barco a Massalia»,
que aludía a la buena disposición de alguien para el trato
homosexual.
El puto o pomos, que pagaba regularmente el impuesto
correspondiente a su actividad o porníkón télos, era, a
menudo, un esclavo procedente de incursiones guerreras; el
otro podía ser un joven o no tan joven de respetable familia
que se hubiera metido en el trato por vicio y por comodidad,
como aquel aludido por Esquines que «tan pronto como dejó
sus años mozos detrás de él, se fue al Pireo, a los baños de
Eutídico, con el pretexto de aprender su oficio, pero en
realidad con intención de venderse, como la experiencia ha
demostrado».
En Atenas siempre hubo demanda de prostitución
homosexual y, lógicamente, nunca faltaron prostitutos. Por
lo general se trataba de extranjeros pero también había
atenienses que simplemente habían renunciado a sus
derechos de ciudadanía.
De estas categorías se excluía la pederastia institucional,
la no remunerada. Es revelador que el legislador Solón,
quien, por cierto, era homosexual, regulara la institución
pederástica para delimitarla claramente de la simple
«pedofiüa» y de la prostitución masculina. El ejercicio de la
prostitución estaba prohibido a los ciudadanos libres pero se
toleraba a los esclavos (Tímeo, 13, 138, 137). Sin embargo
con la pederastia ocurría al contrario: se permitía a los
hombres libres y se prohibía a los esclavos.
Según la ley de Solón, el ciudadano que se prostituyese,
es decir, alquilase su cuerpo por una ganancia, perdía el
derecho de ciudadanía «porque el que vende su cuerpo por
dinero igualmente puede vender los intereses de la
comunidad». Los otros delitos que acarreaban el mismo
castigo eran maltratar a los padres, huir en batalla, dilapidar
la herencia y negarse a hacer el servicio militar (por eso en
Atenas apenas había objetores de conciencia).
Un caso famoso de aplicación de esta ley es el de
Trimarco , un ciudadano que pretendió acusar a un delegado
de la ciudad, el famoso Esquines, por haber ignorado las
instrucciones de la asamblea en un tratado con Filipo de
Macedonia, en 346 a. C. Esquines contraatacó alegando que
Trimarco no tenía ningún derecho a hablar en los tribunales
porque en su juventud había ejercido la prostitución o
hetaíresis. La vulneración de la famosa ley estaba castigada
con la muerte.
En el caso de los jóvenes era muy difícil trazar la línea
que separaba pederastia de prostitución. En los casos de
adolescentes que se dejaban persuadir a cambio de regalos
valiosos, era difícil probar que el joven se hubiera entregado
sólo por interés económico y no por afecto pederástico
hacia su presunto cliente. Recordemos que en la relación
pederástica el amante adulto o erastés hacía pequeños
regalos al muchacho amado o erómenos: un conejo, un
perro, una vasija decorada, minucias así. En los añorados
viejos tiempos de la cerámica roja los efebos se
contentaban con cualquier fruslería, pero luego se volvieron
más exigentes, aprendieron a vender sus favores lo mismo
que las heteras vendían los suyos y reclamaron regalos
verdaderamente costosos, como caballos. Un presente tan
caro bien podría considerarse retribución putil. Además,
cuando alcanzaban cierta edad, había que llevarlos a
banquetes y pagarles el escote. Fue inevitable que los
griegos se plantearan el dilema ¿dónde acaba la pederastia
educativa y dónde empieza la prostitución pura y dura?
La poesía nos ha legado abundantes quejas de
pretendientes esquilmados por la codicia de los jóvenes:
«¿Por qué te encuentro otra vez deshecho en lágrimas, niño
mío? Dímelo claramente, quiero saber qué te pasa. ¿Por qué
me extiendes el hueco de tu mano? Estoy perdido. Quizá
estas pidiendo que te pague. ¿Y dónde te han enseñado
eso? Ya no te gustan las tortas de ajonjolí y sésamo dulce y
nueces. Ahora sólo piensas en la ganancia. Ojalá se muera
el que te enseñó eso. ¡Me han estropeado al muchacho!»12
El legislador, consciente de que en ciertos casos los
límites entre pederastia y prostitución resultaban algo
imprecisos, lo que sin duda daba lugar a abusos que
desvirtuaban el sentido cívico y educativo de la institución
pederástica, procuró que en cada distrito hubiera un
funcionario encargado de vigilar la moral de la juventud con
salario de un dracma al día. No le faltaría trabajo al
funcionario porque los corruptores de menores rondaban
por los gimnasios y escuelas intentando captar a los efebos
para sus vicios.
En caso de delito, cuando se probaba que un menor se
estaba prostituyendo por interés, la ley no acusaba al efebo
sino a la persona mayor, padre o tutor, que fuera
responsable de él, así como al corruptor. Además, cuando el
niño en cuestión crecía, no estaba obligado a sustentar al
padre que lo había corrompido. Por el contrario, cuando un
joven se dedicaba a la prostitución a pesar de la oposición
de su padre, éste podía repudiarlo y desheredarlo. Lo mismo
ocurría con las hijas, claro está.
La clientela de la prostitución homosexual buscaba,
como la heterosexual, carne joven. En el mundo griego
existió un activo comercio de jovencitos, equiparable a la
trata de blancas de hoy. En los prostíbulos solía haber
jóvenes que habían sido secuestrados por piratas en
incursiones costeras. Por lo general esta trata estaba en
manos de traficantes fenicios que eran los grandes
intermediarios de toda clase de mercancías, especialmente
las que procedían de Oriente. Es posible que en algunas
épocas los jovencitos de placer fuesen una forma de tributo.
Según una leyenda tardía, Agamenón regaló unos cuantos a
Aquileo para calmar su cólera. Heródoto, por su parte,
recoge la noticia de que los etíopes entregaban cinco chicos
al rey persa cada dos años.
La prostitución masculina imitó prontamente la
femenina. En Atenas, Corinto y otros puertos importantes
existían burdeles masculinos a los que acudían viajeros e
indígenas en busca de chicos o de hombres. Igualmente
había servicios a domicilio u hotel (las posadas de los
puertos y los caminos]. La oferta de carne joven era muy
variada. Uno de los esclavos dedicados a la prostitución,
Fedón de Élide, daría nombre a un conocido diálogo
socrático. Este Fedón, perteneciente en su tierra a una
buena familia, había sido capturado por los espartanos, que
lo vendieron a un rufián ateniense. Cuando Sócrates lo
conoció estaba dedicado al triste oficio, pero el filósofo se
apiadó de él y consiguió que uno de sus discípulos lo
rescatara.
Ciertos burdeles masculinos, hay que suponer que
destinados a clientela más distinguida que la portuaria,
estaban situados en las afueras de la ciudad, lejos del
puerto, en las avenidas de Pnyx, o en la colina del Lícabeto.
En una comedia, el propio Licabeto personificado dice: «En
mi rocosa altura hay muchachos que se entregan de buena
gana a los de su edad y a otros.»
Como en la prostitución femenina, en ciertos niveles
elegantes los mancebos estaban amesados, es decir,
contratados por un periodo de tiempo más o menos corto.
En un discurso de Lisias (393 a. de C.) encontramos una
denuncia de un tal Simón contra un ateniense que, al
parecer, se había beneficiado a un muchacho llamado
Teodoto que aquél tenía contratado por la respetable
cantidad de trescientos dracmas.
Estos bardajes vocacionales eran unánimemente
despreciados por la sociedad machista, especialmente
aquellos cuyo notorio amaneramiento los delataba; «Es más
fácil esconder a cinco elefantes en el sobaco que a un solo
pathikós.»13
Esquines cuenta el caso de un tal Trimarco que a los
trece años se vendía por un dracma y se hacía pasar por
estudiante de medicina. Cierto sujeto «se llevó a casa a
Trimarco, que estaba bien rollizo, vicioso ya, y dispuesto a
conceder a Misgolas cuanto deseara (...) actuaba asi porque
era esclavo de las pasiones más despreciables, los platos
refinados, las flautistas, las putas, los dados, todo lo que
jamás debería seducir a un noble. A este individuo
repugnante no le dio vergüenza seguir a Misgolas y
abandonar el domicilio paterno».14
Trimarco abandonó a Misgolas para irse con un protector
aún más rico, un tal Anticles, y luego fue de mal en peor
hasta dar con un tal Pitalaco, esclavo público acomodado.
Para la mentalidad ateniense, el niño bien no pudo caer más
bajo. Un tal Hegesandro, naviero tirando a mafioso, se
encaprichó entonces con Trimarco y persuadió a Pitalaco
para que le dejara el campo libre, envíándole a unos
matones que le entraron en casa y le mataron ciertas
codornices y gallos que eran su mayor tesoro. Al propio
Pitalaco lo ataron a una columna y le dieron una soberana
paliza.
Trimarco, pasando de mano en mano, todavía tuvo otros
cuantos amantes hasta que se le marchitó la flor de la
lozanía y se vio abandonado y despreciado de todos.
En general, el prostituto era despreciado y era frecuente
que clientes desaprensivos intentaran irse sin pagar.
Aristófanes, en Las ranas (v. 147), dice que «los que se
marchan sin pagar después de haber gozado a un joven»
están en el fango de los infiernos.
Al margen de la prostitución comercial, debemos
considerar la existencia, en algunas épocas, de otra
prostitución de índole religiosa. En Sición, Peloponeso, los
hombres tenían fama de prostituirse. Algunos lo hacían por
motivos piadosos, en memoria de la promesa hecha por
Baco a Polimno. Aseguraba el mito que éste accedió a
mostrar a Baco el camino de los infiernos si se le entregaba.
Baco accedió, pero cuando regresó de su viaje Polimno ya
había muerto. Entonces, el dios, como era cumplidor, cortó
una rama de una higuera que crecía junto a su tumba, «la
talló en forma de falo y se entregó a ella cerca de la tumba
de Polimno. Numerosos griegos se prostituirían a
continuación en el mismo lugar»15. Esto nos recuerda, una
vez más las posibles connotaciones religiosas de ciertas
formas de sodomía y hasta su simbolismo de virilidad
trascendente estudiadas por Alain Daniélou16.
En la Grecia clásica también se daban casos de
travestismo por motivos religiosos o folclóricos. En las
fiestas Cotias de Atenas, con las que se celebraba a Cotia, la
diosa de la sensualidad, los hombres bailaban vestidos de
mujer ante la mirada divertida de muchos invertidos. En el
extremo opuesto, Asclepíades menciona a una chica
llamada Dorción que se vestía de muchacho, pero no parece
que fuera hombruna como la monja alférez Catalina de
Erauso y los otros casos que la historia recoge, porque la
griega era singularmente femenina.

 
Epilogo
La herencia griega
Grecia, para qué nos vamos a engañar, no está hoy de
moda. Ni Grecia, ni Roma. Los españoles, cómodamente
instalados en nuestro papel de nuevos ricos, hemos dado la
espalda al mundo clásico y nos hemos lanzado en pos de un
futuro cifrado en el consumismo y en el progreso técnico,
vacaciones en Cancún, comida china, música étnica,
cachivaches japoneses, tarjeta de crédito y american way of
lije. Hemos relegado al polvoriento desván del olvido los
venerables retratos de nuestros ancestros mediterráneos.
La culpa, si culpa hubiera, no es sólo del paisanaje.
Sucesivos gobiernos de diverso signo político están
coincidiendo en suprimir los estudios clásicos del
bachillerato. No se trata de que los padres de la patria
hayan sucumbido a un vehemente deseo de volver cada vez
más asnos y más desarraigados a sus gobernados, sino la
simple ratificación de una ignorancia que los dirigentes
comparten con el sector más amplio de la población: ¿para
qué demonios sirven el latín y el griego? A ellos les parece
que para nada y, por lo tanto, justifican su supresión de los
planes docentes o diseños curriculares, como dicen que se
dice ahora. Sin embargo, a las puertas del siglo XXI, cuando
nos columpiamos en la difícil bisagra del nuevo milenio,
cuando, más desorientados que nunca, nos preguntamos de
dónde venimos y a dónde vamos, quizá el regreso a los
clásicos podría iluminar nuestros pasos inciertos por el
camino que conduce al futuro.
La idea que tenemos de Grecia es heroica: la guerra de
Troya, los cascos broncíneos, el viento bajo los peplos
marcando las vaporosas formas de hermosas muchachas,
los hoplitas marchando en formación triangular, las
competiciones olímpicas, las oculadas y estilizadas
trirremes, los dioses altivos... Son visiones ciertas y
complementarias, pero quizá haya más verdad esencial en
los versos de Safo: «Algunos aseguran que lo mejor de esta
negra tierra es un ejército de jinetes; otros, que uno de
infantería y otros, que una flota de naves; yo tengo por
mejor lo que se ama.»
Lo mejor es lo que se ama.
En mil quinientos años de historia, los griegos y los
romanos vivieron ya, con razonable aproximación, nuestro
presente y nuestro futuro. En las páginas precedentes
hemos examinado, aunque con la brevedad que impone el
limitado espacio de que disponemos, algunos aspectos de la
vida amorosa de los helenos. Hemos asistido a una
evolución que nos resulta familiar: la mujer, de ser
relativamente libre, aunque sujeta a la autoridad del clan,
se cosifica y pasa a quedar recluida en el gineceo del hogar
y casi desaparece de la vida pública. Surge la prostitución
de alto standing e incluso la prostitución encubierta de jet
set, se codifican las técnicas del cortejo, se inventa, como
consecuencia, el amor. Nos hemos sorprendido también al
comprobar que, hace más de dos mil años, el feminismo,
quizá sin tanta militancia y notoriedad mediática como lo
vemos hoy, realizó las mismas conquistas. La historia se
repite fatalmente. La igualdad de hombres y mujeres ante el
sexo que hoy nos parece deseable y hasta necesaria ya está
presente en la Grecia helenística (y en su discípula Roma,
que es nuestra madre, por supuesto) aunque luego la
civilización occidental la perdiera durante casi dos milenios,
cuando el cristianismo triunfante enmendó la plana a los
pueblos del antiguo Imperio romano, una regresión de la
que todavía estamos emergiendo a trancas y barrancas.
En la Grecia clásica, ya lo hemos visto, están presentes y
aumentadas las modernas conquistas del colectivo
homosexual; la igualación del hombre y la mujer ante el
amor, rompiendo viejos prejuicios que lo obligaban a él a
ser el elemento activo y la relegaban a ella al papel pasivo.
Grecia nos presta incluso la claridad de dos nombres que
describen las dos actitudes fundamentales del amor: la
philía, el cariño, el rescoldo más o menos vivo, que es lo que
queda en la pareja después que la breve llamarada del éros
se haya extinguido y que unas veces se mantiene
indefinidamente, y otras, ¡ay!, se convierte en frías cenizas,
en desamor y rutina fastidiosa.
Grecia descubrió el amor en todas sus formas; el mismo
amor que ahora Occidente, después de largos olvidos,
redescubre en su herencia griega.
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Notas
 
Capítulo I
1 H. Licht, Sexual Life in Anáent Greece,
Constable, Londres, 1994, p. 5, tomado de H. Diehl,
Dte Fragmente der Vorsokratíker, fragm. 7.
2 Ibíd-.p. 14.
3 Ibíd., p. 13.
4 Ibíd., p. 16.
 
Capítulo II
1 H. Licht, ob. cit., pp. 96-97.
2 M. Toussaint-Samat, Historia técnica y moral del
vestido, Alianza Editorial, Madrid, 1990, v. III, p. 222.
3 H. Licht, ob. cit., p. 87.
4 Ibid., p. 85.
5 Ibíd., p. 506.
6 Ibid., pp. 12-13
 
Capítulo III
1 F. Rodríguez Adrados, Sociedad, amor y poesía
en la Grecia Antigua, Alianza Editorial, Madrid, 1995,
p. 79.
2 Ibid., p. 185.
3 Ibíd , p. 176.
4 El País Semanal, 2 de febrero de 1997,
 
Capítulo IV
1 F. Rodríguez Adrados, ob. cit., p. 102.
2 lbid.,p, 102.
3 ibíd,p. 103.
4 Ibid., p.192.
5 H. Licht, ob. cit, p. 92.
6 Greek Homosexuality, Duckworth, Londres, 1979,
p. 195. ,
7 Ibíd, p. 204.
8 M. F. Kilmer, Greek Erótica on Attic Red-Figure
Vases, Duckworth, Londres, 1993,p. 89.
9 KJ.Dover.ob. cit.,p. 203.
10The Reign of the Phaüus. Sexual politics in
Ancient Athens, Nueva York, 1985.
 
Capítulo V
1 H. Licht, ob. cit., p. 422.
2 Ibíd, p. 428.
3 Ibid, p. 429.
4 KJ.Dover.ob. cit., p. 126.
5 M. L. West, lambiet elegí ante Alexandrum
cantan, Oxford, 1972, fragm. 193.
6 H. Diehl, Die Fragmenten der Vorsokratiker,
Berlin, 1951-1952, fragm. 101.
7 H. Licht, ob. cit, 496.
8 Ibíd, p. 491.
9 K.J. Dover, ob. cit, p. 135.
10 M. Fernández Galiano, Lisias. Discursos I-XH,
Alma Mater, 1953, pp. 61-65.
11 H. Licht, ob. cit, p.316.
12 J. F. Martos Montiel, Desde Lesbos con amor:
homosexualidad femenina en la antigüedad, Credos,
Madrid, 1953, p. 134.
13 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a Amor
y sexo en la antigua Grecia, de Juan Eslava Galán»,
archivo de Juan Eslava Galán, 1997.
14 V. Vanoyeke, La prostitución en Grecia y Roma,
Edaf, Madrid, 1991, p. 77.
 
Capítulo VI
1 O. Denice, Apostillas a los clásicos, Madrid, 1945,
p. 124.
2 K.J. Dover, ob. cit, p. 193.
3 H. Licht, ob. cít, pp. 11-12.
4 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a Amor y
sexo en la antigua Grecia, de Juan Eslava Galán», ob.
cit.
5 Revista Dominical de /;/ Mundo, 16 de febrero de
1997. s M. L. West, ob. cit, fragm. 68.
6 M. Benavente y Barreda, Sófocles. Tragedias y
fragmentos, Ediciones Clásicas, Madrid, 1997, p. 60.
7 M. Benavente y Barreda, "Comentarios a Amor v
sexo en la antigua Grecia, de Joan Eslava Galán”, ob.
cit.
 
Capítulo VII
1 H. Licht, ob. cit, p. 69.
2 Ibid., p.35.
3 Ibid,p. 75.
4 Y. Kock, Comicomm attiairum fragmenta, fragm.
146.
5 Ibíd„fragms. 65, 154.
6 F. Rodriguez Adrados, ob. cit, p. 79.
7 A. Nauek, Tragiconim graeconim fragmenta,
Leipzig, 1889 (reedición, Hildesbeim, 1964), fragm.
583.
8 M. Benavente v Barreda, Sófocles. Tragedias v
fragmentos, olí. cit., p, 97.
9 H. Licht, ob. cit, p. 40.
10 E. Lobel y D. I'age, Taetarum lesbiarum
fragmenta, Oxford University Press, 1955, fragm.
111).
11 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a Amor
y sexo en la antigua Grecia, de Juan Eslava Galán»,
ob. cit.
12 F. Rodríguez Adrados, ob. cit, p. 98.
13 F. Rodríguez Adrados, El cuento erótico griego,
latino e indio, Ediciones de Orto, Madrid, 1993, p.
134.
14 Traducción de M. Benavente y Barreda,
"Comentarios a Amor y sexo en la antigua Grecia, de
Juan Eslava Galán», ob. cit.
15 H, Licht, ob, cit, pp. 61, 62.
 
Capitulo VIII
1 H. Licht, ob. cit, p. 130.
2 M. P. Nilsson, Historia de la retigiositlad griega.
Credos, Madrid, 1953, pp. 32-33.
 
Capitulo IX
1 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a Amor y
sexo en la antigua Grecia, de Joan Eslava Galán», ob.
cit.
 
Capítulo X
1 J. Eslava Galán, El sexo de nuestros padres,
Planeta, Barcelona, 1993, p. 153,
2 Alexandrian, Historia de la literatura erótica,
Planeta, Barcelona, 1990, p. 14.
3 L. Lawner, Los dieciséis placeres. Las cortesanas
del Renacimiento, Temas de Hoy, Madrid, 1990, p.
165.
4 H. Licht, ob.cri.,p.315.
5 Ibíd .p. 317.
6 J. M. Martes Montiel, ob. cit, p. 84.
7 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a Amor y
sexo en la antigua Grecia, de Juan Eslava Galán», ob.
cit.
8 V. Vanoyeke, ob. cit, p. 26.
9 H. Licht, ob. cit. p. 511.
 
Capítulo XI
] V. Vanoyeke, ob. cit, p. 33.
2H. Licht, ob.cit, p. 333.
3 V. Vanoyeke, ob. cit., p, 35.
4 M. Benavente y Barreda, «Ambigüedades
cómico-obscenas en la literatura griega», tesis
doctoral inédita, 1973 (resumen en Tesis doctorales
de la Universidad de Granada, núm. 43, Granada,
1974).
5 V. Vanoyeke, ob. cit, p. 62.
6 bid, p.45.
7 Ibid, p. 70.
8 H. Licht, ob.cit, p. 405.
9 M. Benavente y Barreda, «Ambigüedades
cómico-obscenas en la literatura griega», ob. cit, pp.
236-237.
10 M. Benavente y Barreda, «Comentarios a Amor
y sexo en la antigua Grecia, de Joan Eslava Galán»,
ob. cit.
11 Ibíd.
12 H. Licht, ob cit, p.438.
13 V. Vanoyeke, ob. cit, p. 22.
14 Ibíd., p. 23.
15 Ibíd, p. 43.
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