Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Ya no soy un niño
Llevo veinte días viajando solo. Si fuera un hombre débil, quizá estuviese loco a
estas alturas. Se me agota el agua y me parece que estos caminos no los siguen
ya ni las almas de los muertos que vagan sin rumbo. No he visto a nadie que
pueda decirme dónde está la Casa de Elrond. Sí, podría volverme loco porque esto
es desesperante... pero soy un hombre fuerte y no pienso rendirme. Dejo que mi
instinto me lleve, al igual que hace mi caballo.
No es la primera vez que emprendo un viaje largo, ni la primera vez que me
pierdo... pero sí la primera vez que me paro a pensar en aquel día en que dejé de
ser un niño.
Parece que fue ayer cuando tenía diez años. Me había levantado temprano para
asistir a mi clase de lectura. Como madre estaba enferma desde hacía un tiempo,
tuve que conformarme con el beso de buenos días de la nodriza. Siempre odié los
besos, sobre todo los que no son sinceros, y el de aquella mujer era de obligación
y no de cariño. Nunca he sido cariñoso, pero he de reconocer que de vez en
cuando me sentía necesitado de un abrazo por parte de mi madre, o mi padre o mi
hermano. Supongo que todos necesitamos a veces un poco de comprensión, dejar
a un lado por un momento nuestra dureza y abrirnos al afecto de los demás. Yo
soy de naturaleza reservada para estas cosas, pero reconozco que necesito
sentirme querido. Con tanta confesión he olvidado por dónde iba... el caso es que
ese día, la nodriza estaba un poco tensa y me trataba como si yo fuese frágil... me
hablaba con más dulzura de la habitual, y eso no me gustaba. Sentía algo oscuro
en todo aquello y me pareció que el día no sería bueno pese al sol que hacía brillar
toda la Ciudad.
Fui a paso lento a la biblioteca... tenía ganas de jugar, nada de libros, yo era un
niño, ¿por qué debía esforzarme tanto? La mayoría de niños de mi edad estaban
jugando e inundando de gritos Minas Tirith, ¿y yo qué? No, yo tenía que
devanarme los sesos haciendo estúpidos ejercicios de gramática que no me
aportaban nada, yo seguía hablando igual que siempre y escribiendo sólo cuando
debía hacer algún examen, y siempre con ciertas faltas ortográficas. Pero al igual
que la nodriza, el maestro también estaba extraño.
-Pasa, Boromir.- Me dijo poniéndose en pie.- Hoy he pensado que has trabajado
mucho esta semana y tu comportamiento ha sido excelente. Por eso voy a
permitirte que leas lo que desees sin hacer ningún ejercicio.
¿Y eso? ¿Mi comportamiento, excelente? Era obvio que no había visto la rata que
le había puesto en el arcón la semana pasada. ¿O era una trampa para castigarme
después? Fuera lo que fuese yo no podía hacer otra cosa, así que me puse a leer
en silencio. Me sentí observado y levanté la vista un momento para ver qué hacía
el profesor: me estaba mirando desde su mesa con compasión. Me invadió un
escalofrío; ¿qué estaba pasando? No era normal que sintieran pena por mí y no
me dijeran nada. Se me ocurrió que podría ser algo relativo a mi madre y su
enfermedad, pero ellos me lo contarían, ¿no?
-Señor. Alathor, ¿puedo irme ya? Es que debo decirle algo a mi padre.
-por supuesto.- Respondió, y eso me hizo sospechar aún más.- puedes irte,
cuídate.
Cerré el portón al salir. Tenía el corazón desbocado, nunca me había sentido tan
intranquilo. Tenía que ver a padre, tenía que verle y preguntarle qué estaba
pasando.
-¡Boromir! ¡Boromir!.- Gritó una vocecilla.
Miré a mi derecha y vi a mi hermano Faramir corriendo hacia mí. Tenía cinco años,
y una gran sonrisa en la cara. La nodriza estaba más atrás y sonreía, pero con
ternura y pena. Se apiadaba de nosotros por algo que no sabíamos que estaba
pasando.
-¡Cuánto me aburrí hoy sin ti!.- Dijo Faramir cogiéndome de las manos y
haciéndome dar vueltas.
-¡Yo también!.- Respondí riendo. Faramir me hacía olvidarme del mundo, ¡de todos
mis problemas! Empezamos a girar como peonzas riendo y gritando, y la gente
nos miraba con tristeza allá en el patio blanco...
Una vez los orcos, enemigos de Gondor, vinieron desde Mordor e intentaron
ocupar Osgiliath. Yo capitaneé al ejército contra ellos y Faramir y sus montaraces
lucharon junto a nosotros. Cuando llegamos a Osgiliath, alcé la espada y les dije a
los míos.
-¡Soldados de Gondor, montaraces de Ithilien! ¡Espadas y arcos, fuerza y astucia!
¡Uníos hoy contra el enemigo! ¡Esta ciudad volverá a ser nuestra! ¡Hay muchos allí
dispuestos a matarnos! ¡Hermanos míos, si debemos morir, hagamos que eso
signifique algo! ¡A la carga, mis soldados!
Nos lanzamos al ataque, todos, a caballo o a pie, con cualquier arma, éramos
aliados y lucharíamos juntos hasta el final. En una ocasión me vi solo en mitad de
la batalla y los orcos me derribaron. Mataron a mi caballo y vinieron hacia mí con
las mazas dispuestos a matarme, pero una flecha certera mató al capitán y todos
se distrajeron, de modo que me fue fácil aniquilarlos.
-¡Boromir, tienen el puente!.- Me avisó Faramir.
-¡Pues a qué estamos esperando! ¡A por el puente!.- Ordené.
Corrimos hacia allí y ayudamos en la defensa, pero venían más orcos.
-¡Colocad las cargas y detonadlas!.- Les grité a dos de mis hombres.
Ellos así lo hicieron y salieron corriendo a tiempo. Vimos por última vez a muchos
de los nuestros caídos en el puente. Nos lanzamos al río y el puente explotó a
nuestras espaldas. Habíamos vencido. En la orilla nos esperaban los soldados y
montaraces que habían sobrevivido y festejamos la victoria al volver a Minas
Tirith. Allí muchos se reunieron con sus familias y vinieron después a beber y reír
con los demás. La plaza se llenó de gente en muy poco tiempo y las sonrisas lo
inundaron todo.
Yo los veía a todos felices y me olvidaba por un momento de los que habían
perecido, que no eran pocos. Mi gente estaba a salvo y yo estaba orgulloso de
haberlos protegido. Observé que una muchacha nos miraba a mi hermano y a mí,
sobre todo a él, y se lo hice saber:
-Faramir, allí hay una bella joven que te está mirando.
-¿Eh? Yo creo que te mira a ti, Boromir.
-No no, fíjate bien, te mira a ti. ¡Mi hermano levantando pasiones entre las
mujeres!
-¡Eh! A ti también te miran.- Dijo.
-Y no me molesta, en cambio a ti sí... ¿Qué, enamorado?
-¡para! Deja de reírte de mí...,.- Dijo sonrojándose.
-Lo estás, ¿eh? Y, ¿de quién?
-No pienso decírtelo, irás a buscarla para contárselo.
-Vamos, quizá no la conozca. Cuéntamelo.
-¡Ah! ¡Deja de poner esa cara, Boromir! Me das lástima.
-Por favor, cuéntamelo.- Supliqué.
-Está bien... Se llama Laltame. No es muy alta y seguramente las has visto más
hermosas, pero no me importa. Tiene el pelo muy largo y negro, y grandes ojos
oscuros. Atiende a los heridos en las Casas de la Curación y es muy dulce. Nunca
había conocido a una mujer así.
-¿Laltame? ¡Ah, sí! Sé quién es.
-Lo imaginaba.
-Pero no le diré nada, tranquilo. No quiero verte apartado de ella si te atrae.
-Te lo agradezco, Boromir. Bueno, y ahora que yo he confesado, dime... ¿quién es
la elegida de tu corazón?.- Preguntó riendo.
-¡Ja! Habría que verme enamorado a mí. Mi corazón es fuerte y no necesita amar a
ninguna mujer. Me basta con mi amor a mi patria y a mi familia.
-Algún día amarás, Boromir, y no podrás evitarlo.
-Eso parece una maldición.- Me burlé.- ¡Eh! Ahí viene padre.
-¿Dónde está el mejor del ejército?.- Preguntó mi padre al verme.
-¡Aquí, padre! Con el mejor de los montaraces.
Pero mi padre no abrazó a Faramir.
-Boromir, tus hombres esperan una arenga. No les decepciones y sal a verles.
-Enseguida, padre. Faramir la dará conmigo.
-No, Boromir.- Dijo Faramir evitando la mirada de mi padre.- Es mejor que yo no
la dé.
Faramir se fue y mi padre sonrió.
-Trátale bien, padre. Él te quiere.
-Oh, sí, me quiere mucho.- se dio la vuelta para irse.
Aquella noche dormí muy mal. Soñé que el sielo se oscurecía completamente y
una pálida luz asomaba en el Oeste. Aquello me resultaba muy familiar, y oí
entonces unas palabras: