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Todo iba de lujo, hasta que sentí que viajábamos en una cámara

frigorífica. De pronto, no podía dejar de hablarle a Nata sin entrechocar

los dientes ni frotarme los brazos. Había empañado todo mi ventanal con

el vaho que me salía de la boca.

—Che, me estoy congelando, Nata.

—Tampoco es para tanto, maricón.

—Vos porque tenés carne en los huesos y te criaste con pingüinos

en el sur.

—Bancatelá. Ya vamos a llegar.

—¿Estás loco, vos? —los dientes me castañeaban—. Faltan como

seis horas todavía.

—Metete en la conservadora, qué se yo. ¿Qué querés que haga?

¿Que te abrace?

Frotando y soplándome las manos, bajé hasta la cabina del chofer.

Asomé la cabeza por la cortinita llena de agujeros de cigarrillo:

—Eh… —vi que eran dos—, disculpen, pero ¿podrían bajar un

poco el aire? Me estoy muriendo.

El copiloto le dio un sorbo a su mate y bajó los pies cruzados del

tablero. Sin siquiera mirarme, me respondió:

—Volvé a tu asiento, nene. No se puede.

—¿Cómo que no se puede?

—No se puede. Tiene apagado y prendido. Punto. Y si lo

apagamos, solamente porque a vos se te olvidó traerte un abrigo para un

viaje de larga distancia, en diez minutos vamos a estar en un horno, y


todo el mundo va a empezar a romper las bolas. ¿Y tengo pinta de que me

gusta que me rompan las bolas?

—No sé… No le veo la cara…

Pero en cuanto amagó a girarse, saqué la cabeza de la cortinita y

volví a mi asiento. O eso intenté, ya que Nata me había robado el lugar y

ahora roncaba con el cachete pegado al vidrio. El sol radiante le daba de

lleno.

—Sos un amor —dije por lo bajo—, ¿sabés?

Me hundí lo más que pude en la butaca y me tapé con las dos

mochilas. Pero no sirvió de mucho. El frío ya me había entrado por los

pies y me endurecía las plantas.

Al lado mío, en la hilera de enfrente, viajaba una monja. Ya estaba

en el colectivo cuando subimos con Nata, y nos miró medio raro cuando

nos sentamos, como si hubiera sabido que no eran nuestros asientos.

La monja dormitaba. En ese estado, la cara rosada y regordeta me

recordó a la abuela copada que hacía Robin Williams en Papá por

siempre. Encima del hábito abultado llevaba puesto un saco tejido de lana

blanca. Me la quedé mirando un rato, y la cara se le enrojecía cada vez

más. Apenas noté que una minúscula gota de sudor le salía de la capucha

y le resbalaba por la nariz, estiré el brazo sobre el pasillo y le toqué la

rodilla.

La monja abrió los ojos de par en par, se sacudió como si el bondi

se hubiera comido la banquina y estuviera por volcarse.

—Perdón, hermana, perdón, no la quise asustar…


Alerta, miró para todos lados, y pareció calmarse cuando notó que

seguíamos rodando a salvo y tranquilamente sobre la ruta.

—¿Qué querés? —me gruñó, bajito, como si no quisiera molestar

al resto de pasajeros, que parecían sumergidos en una siesta profunda.

Tanto silencio me hizo sentir que éramos los únicos en el colectivo.

También bajé la voz:

—No la quiero molestar, pero… —las manos me temblaban sin

parar—, ¿me prestaría el saquito?

La monja torció más el gesto:

—¿Qué decís, nene? Me muero de una hipotermia.

—¿No me va a ayudar? ¿No vive para ayudar a los demás, usted?

Me hizo un montoncito con la mano.

—Tomatelá y dejá de joder —y, reacomodándose en el asiento,

me dio la espalda, gruesa y tejida a crochet.

Me disponía a encerrarme en el baño para huir del chorro de aire

asesino cuando el cole bajó la velocidad y se estacionó al costado de la

ruta. El ruido de las balizas parpadeaba detrás del silbido constante del

aire, como un llamado de auxilio opacado por un viento montañoso.

La gente empezó a removerse molesta en los asientos.

Preguntaban qué pasaba. Y otros, directamente y casi a los gritos,

puteaban a Chevallier porque se había roto de nuevo la correa. Aunque no

sentí que hubiera nada roto. De haberse roto, el motor se habría apagado y

el aire no me seguiría quemando los labios.

Aproveché y enfilé hacia la puerta. Un ratito al contacto directo

del sol me devolvería la circulación de la sangre. Pero el copiloto


apareció adelante mío y me mandó a sentarme. Y tuve que hacerle caso:

detrás de él, y seguido por una bota táctica, vi cómo el hocico de un

ovejero alemán se metía por la puerta y olfateaba los escalones.

—Gendarmería —oí que murmuraban algunos. Cuando me senté,

le pegué un codazo a Nata para despertarlo.

—¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Por qué frenamos?

Iba a contestarle, pero la monja me tironeó del brazo:

—¿Nene, seguís con frío? —quise decirle algo sarcástico, a lo

Nata, pero no me salió. No podía dejar de tiritar. Igual, la vieja tampoco

me dio tiempo a decirle nada—: Tomá, abrigate, que te vas a enfermar.

Me tiró el saco y yo ni lo dudé: me lo puse, y al instante nomás

sentí el abrazo cálido y reconfortante de la lana. Y no fue hasta que entré

en calor que noté que el saco pesaba como si tuviera arena húmeda en los

bolsillos.

—Parecés Gasalla, boludo —me dijo Nata. Miró a la monja—.

¿No le querés pedir una peluca también?

El ovejero alemán, sostenido de una correa por un gendarme con

la cara tapada, iba de asiento en asiento, subiendo las patas a los

apoyabrazos y olfateando con fuerza.

—¿Qué pasa? —preguntó una mujer.

—Todos quietos —dijo un gendarme parado al final del pasillo.

Apoyaba la escopeta sobre la panza que le sobresalía como una ubre

camuflada—. Requisa.

Cuando el ovejero estuvo a dos asientos de nosotros, se frenó un

segundo, olisqueó el aire del pasillo y paró las orejas. De una sacudida
feroz, logró soltarse del gendarme y vino enloquecido hacia mí y me saltó

encima. Pegué tal grito que el perro empezó a ladrarme directo a la cara;

la baba espumosa y pestilente me salpicaba los ojos, hasta me entró en la

boca y me dio arcadas.

El gendarme del fondo vino corriendo y, junto al otro, me sacaron

al perro de encima. El de la escopeta me agarró del cogote y me levantó

del asiento. Y antes de que pudiera tomar aire, ya me había acostado boca

abajo en el pasillo y me inmovilizaba los brazos mientras el otro me

revisaba todos los bolsillos del pantalón cargo.

—¿¡Qué onda!? —gritaba Nata—. ¿Qué mierda le hacen?

—¡Acá! —gritó el gendarme que me revisaba cuando me palpó

las costillas: me metió las manos adentro del saco y sacó a los tirones dos

bolsas, del tamaño de una Ziploc, envueltas en cinta de embalar. Apenas

las alzó, el ovejero se volvió loco y retomó los ladridos, que me

retumbaban en la oreja como una metralla de explosiones.

Nata se tiró del asiento y, de un empujón, me sacó de encima al

gendarme que me apresaba. El otro le llamó la atención y le apuntó con la

escopeta. Nata alzó los brazos.

—Perdón, perdón —dijo Nata—, pero ¿les parece que ese saco

tejido es de mi amigo? —sin bajar los brazos señaló con los dedos a la

monja, que, entre el quilombo, parecía que se había levantado y se alejaba

despacito por el pasillo—. Es de la monja ortiba aquella, que se lo prestó

porque el pobre se estaba congelando.

—Eso no es mío —dijo la monja.


Y ahí casi me desmayo; me imaginé llamando a mi vieja desde la

cárcel: Ma, estoy preso, perdón por escaparme de casa, soy un pelotudo,

pero nada de eso llegó a pasar. Por suerte, todos en el bondi habían visto a

la monja del saco a crochet, y nos bancaron a muerte. Al final, después de

revisarnos las mochilas, los pasajes y la conservadora, los gendarmes nos

dejaron tranquilos. Se llevaron esposada a la monja y, como quien no

quiere la cosa en Argentina, el bondi retomó la ruta. El aire

acondicionado seguía al tope, pero el cagazo previo me mantuvo más que

caliente; incluso llegué a dormirme un rato contra el bíceps fornido de

Nata. Y aunque soñé que me acribillaban a balazos contra un Falcon

verde, y me desperté de un sobresalto con los ojos húmedos y el corazón

latiéndome en la boca, no iba a permitir que nada me bajoneara este viaje.

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