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La experiencia cristiana de Dios I

1. Eclipse de la luz del cielo, eclipse de Dios —tal es en verdad el carácter de la hora histórica que el mundo
atraviesa. Mas no se trata de un proceso que pueda explicarse adecuadamente enumerando las transformaciones
acaecidas en el espíritu humano. Un eclipse del sol es algo que tiene lugar entre el sol y nuestros ojos, no en el sol
mismo. Por otra parte, la filosofía no nos considera ciegos ante Dios. La filosofía sostiene que carecemos en la
actualidad sólo de la orientación espiritual que puede posibilitar una reaparición de "Dios y los dioses", una nueva
procesión de imágenes sublimes. Mas cuando, como en este caso, algo tiene lugar entre el cielo y la tierra, uno lo
pierde todo cuando insiste en descubrir, dentro del pensamiento terrenal, el poder capaz de develar el misterio.
Quien rehusa someterse a la realidad efectiva de la trascendencia como tal —nuestro vis-à-vis— contribuye a la
responsabilidad humana por el eclipse. Martin Buber, Eclipse de Dios.

2. No lejos de nosotros, las llamas ascendían de una fosa, llamas gigantescas. Ahí se quemaba algo. Un camión
se acercó del hueco y ahí vertió su carga: eran niños pequeños. ¡Bebés! Sí, lo había visto, visto con mis ojos…
Niños en las llamas. (¿Es entonces asombroso que a partir de ese momento el sueño escapara a mis ojos?)
He ahí a dónde íbamos. Un poco más lejos se encontraba otra fosa, más grande, para adultos.
Yo me pellizcaba la cara: ¿aún vivía? ¿Estaba despierto? No llegaba a creerlo. ¿Cómo era posible que se
quemaran hombres, niños y que el mundo callara? No, todo eso no podía ser verdadero. Una pesadilla… Yo iba a
despertarme pronto sobresaltado, el corazón batiendo y encontraría mi cuarto de niño, mis libros…
La voz de mi padre me arrancó de mis pensamientos:
– Lástima… Lástima que tú no hayas ido con tu madre… He visto muchos niños de tu edad irse con su
madre…
Su voz estaba terriblemente triste. Comprendí que él no quería ver lo que iban a hacerme. No quería que
quemaran a su hijo único.
Un sudor frío cubría su frente. Pero yo le dije que no creía que fueran quemados hombres de nuestro tiempo,
que la humanidad no lo habría tolerado jamás…
– ¿La humanidad? La humanidad no se interesa por nosotros. Hoy, todo está permitido. Todo es posible,
incluso los hornos crematorios… Su voz se estrangulaba.
– Padres, le dije, si es así, no quiero esperar más. Iré hacia las alambradas electrificadas. Eso es mejor que
agonizar durante horas en las llamas.
No me respondió. Él lloraba. Su cuerpo era sacudido por un temblor. Alrededor de nosotros, todo el mundo
lloraba. Alguien se puso a recitar el Kaddich, la oración por los muertos. No sé si ya ha sucedido, en la larga
historia del pueblo judío, que los hombres reciten la oración por los muertos sobre ellos mismos.
– Yitgadal veyitkadach chmé raba…Que su Nombre sea engrandecido y santificado… murmuraba mi padre.
Por primera vez, sentí la rebelión crecer en mí. ¿Por qué debía yo santificar Su Nombre? El Eterno, Dueño del
universo, Eterno Todo Poderoso y Terrible se callaba, ¿por qué iba agradecerle?
Seguimos caminando. Nos acercamos poco a poco a la fosa, de donde se desprendía un calor infernal. Aún
veinte pasos. Si quería darme la muerte, era el momento. Nuestra columna no tenía más que franquear una quincena
de pasos. Me mordía los labios para que mi padre no escuchara el temblor de mis mandíbulas. Diez pasos aún.
Ocho. Siete. Caminábamos lentamente, como después de una carroza, siguiendo nuestro entierro. No más que
cuatro pasos. Tres pasos. Ella estaba ahí ahora, junto a nosotros, la fosa y sus llamas. Yo reunía todo lo que me
quedaba de fuerzas a fin de saltar fuera de la fila y arrojarme en las alambradas. En el fondo de mi corazón, decía
adiós a mi padre, al universo entero y, a pesar de mí, las palabras se formaban y se presentaban en murmullos en
mis labios:Yitgadal veyitkadach chmé raba… Que su Nombre sea engrandecido y santificado… Mi corazón iba a
estallar. Mira. Me encontraba de cara al ángel de la muerte…
No. A dos pasos de la fosa, nos ordenaron ir a la izquierda, y nos hicieron entrar en una barraca.

1
Nunca olvidaré esa noche, la primera noche de campo que ha hecho de mi vida una noche larga y siete veces
sellada. Nunca olvidaré aquel humo. Nunca olvidaré las caritas de los niños cuyos cuerpos vi trasformarse en
volutas bajo el oscuro azul mudo. Nunca olvidaré aquel silencio nocturno que me privó para toda la eternidad del
derecho de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos que asesinaron a mi Dios y a mi alma y a mis sueños, que
tomaron el rostro del desierto. Nunca lo olvidaré. Ni aunque estuviera condenado a vivir tanto como el mismo Dios.
Nunca.
Elie Wiesel. La noche.

3. Fuera de la obediencia a la palabra libre de Dios no responde el hombre a la idea que Dios Padre se hizo de
él en la creación. Sea lo que sea el hombre como cuerpo y alma, si se le abstrae esta relación personalísima, no
pasará de ser, en el mejor de los casos, un torso, y ni siquiera esto, porque, aun careciendo de ciertos miembros, el
torso podría en sí mismo ser perfecto, mientras que el hombre no puede ser perfecto en ningún punto sin aquella
relación consumada. Cuerpo y alma han sido creados para esta consumación; el hálito de nobleza que sopla en
torno a la naturaleza humana dimana de aquí. El hombre es el ser creado como oyente de la palabra, como quien en
la repuesta a la respuesta la palabra se iza a su propia dignidad. En su más íntima entraña está dialógicamente
diseñado. Su inteligencia está dotada con una luz propia exactamente adecuada para lo que necesita, para escuchar
al Dios que les habla. Su voluntad es tan superior a todos los instintos y tan abierta a todos los bienes como para
seguir sin coacciones los atractivos del bien más beatificante. El hombre es un ser con un misterio en el corazón,
que es mayor que él mismo. Hans Urs von Balthasar. La oración contemplativa.

4. Nos parece tan natural el hecho de crecer que no pensamos, generalmente, en distinguir nuestra acción de
las fuerzas que la alimentan, ni tampoco de las circunstancias que favorecen su éxito. Y, sin embargo, “ quid habes
quod non accepisti?” (¿qué posees tú que antes no hayas recibido?). Experimentemos la Vida en nosotros tanto o
quizá más que la Muerte.
Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos. Circundemos nuestro ser. Busquemos, afanosamente, el
océano de fuerzas que padecemos y en las que nuestro crecimiento se halla como inmerso. Es un ejercicio
saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra
Comunión.
... Así, pues, acaso por vez primera en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!), tomé una lámpara y
abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo
de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mí poder de acción. Ahora bien, a
medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta
de que me escapaba de mi mismo. A cada peldaño qué descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía
denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba
suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo, del que surgía, viniendo yo no sé de dónde, el chorro que
me atrevo a llamar mi vida.
¿Qué ciencia podrá nunca revelar al Hombre el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia consciente de
voluntad y de amor de que está hecha su vida? Sin duda, no es ni nuestro esfuerzo, ni el esfuerzo de nadie en torno
a nosotros, el que ha desencadenado esta corriente. Tampoco es nuestra solicitud, ni la de ningún amigo, la que
puede prevenir en ella un bajón o regular su ebullición. Podemos, poco a poco, trazar a lo largo de generaciones los
antecedentes parciales del torrente que nos alza. Podemos, además, mediante determinadas disciplinas o ciertos
excitantes, físicos o morales, regular o agrandar el orificio por el que se escapa en nosotros. Pero ni por esta
geografía ni por estos artificios podremos llegar a captar las fuentes de la Vida, ya sea con el pensamiento, ya sea
con la práctica. Me recibo mucho más que me hago a mí mismo. El Hombre, dice la Escritura, no puede añadir una
sola pulgada a su talla. Y todavía menos puede aumentar en una sola unidad el ritmo fundamental que regula la
maduración de su espíritu y de su corazón. En última “instancia, la vida profunda, la vida fundamental, la vida

2
naciente se nos escapan en absoluto. Fue entonces cuando, emocionado con mi propio descubrimiento, quise salir a
la luz del día, olvidar el enigma inquietante en el entorno confortador de las cosas familiares, volver a empezar a
vivir en superficie, sin sondear imprudentemente los abismos. Pero he aquí que, bajo el propio espectáculo de las
agitaciones humanas, vi reaparecer ante mis ojos avisados al Desconocido de quien quería huir. Esta vez no se me
ocultaba en el fondo de un abismo: se disimulaba ahora bajo la multitud de azares entretejidos, en donde se forma la
urdimbre del Universo y la de mi pequeña individualidad. Pero era el mismo misterio: yo lo he reconocido. Nuestro
espíritu se conmueve cuando intentamos medir la profundidad del Mundo por debajo de nosotros. Pero vacila
también cuando intentamos enumerar las probabilidades favorables cuya confluencia constituye a cada instante el
éxito y aun la conservación del menor de los vivientes. Tras la conciencia de ser otro, y aun alguien mayor que yo,
hay otra cosa que me ha producido vértigo: la improbabilidad suprema, la inverosimilitud formidable de hallarme
yo mismo existiendo en el seno de un Mundo logrado.
En este momento, como cualquiera que quisiese hacer la misma experiencia interior, he sentido que sobre mí
Planeaba la angustia esencial del átomo perdido en el Universo, la angustia que diariamente hunde las voluntades
humanas bajo el número agobiante de los vivientes y de los astros. Y si hay algo que me haya salvado, es escuchar
la voz evangélica, garantizada por éxitos divinos, que me decía desde lo más profundo de la noche: “ Ego sum, noli
timere” (“Yo soy, no temas”).
Si, Dios mío, lo creo: y lo creo tanto más gustosamente cuanto que en ello no se juega sólo mi tranquilidad,
sino mi realización; eres Tú quien está en el origen del impulso, y, en el término de esa atracción, a la cual, durante
toda mi vida, no hago otra cosa sino favorecer en su impulso primero y en sus desarrollos. Y eres Tú también quien
vivifica para mí, con tu omnipresencia (mucho mejor que lo hace mi espíritu por la Materia que él anima), las
miríadas de influencias de que en todo instante soy objeto. En la vida que brota en mí, en esta Materia que me
sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Tí mismo; a Ti, que me haces participar de tu, Ser y que
me moldeas. En verdad, en la regulación y la modulación iniciales de mi fuerza vital, en el juego favorablemente
continuo de las causas segundas toco, lo más cerca posible, las dos caras de tu acción creadora; me encuentro con
tus dos maravillosas manos y las beso: la mano que aprehende tan profundamente que llega a confundirse en
nosotros con las fuentes de la Vida, y la que abraza tan ampliamente que a su menor presión los resortes todos del
Universo se pliegan armoniosamente a un tiempo. Por su misma naturaleza, estas felices pasividades que son para
mí la voluntad de ser, el gusto por ser esto o aquello, y la oportunidad de realizarme a mi gusto, se hallan cargadas
de tu influencia; una influencia que pronto se me aparecerá más distintamente como la energía organizadora del
Cuerpo místico. Para comulgar contigo en estas pasividades, con una comunión básica fontanal (la Comunión en
las fuentes de la Vida), sólo he de reconocerte en ellas, y pedirte que permanezcas en ellas más y más.
Oh Tú, cuya llamada precede al primero de nuestros movimientos, concédeme, Dios mío, el deseo de desear
ser, a fin de que por esta divina sed misma que me has dado, se abra en mí ampliamente el acceso a las grandes
fuentes. El gusto sagrado del ser, esta energía primordial, este primero de nuestros. puntos de apoyo, no me lo
quites, Dios mío: “Spiritu principali confirma me.” Y Tú, además, Tú, cuya sabiduría amante me forma a partir de
todas las fuerzas y de todos los azares de la Tierra, permíteme que esboce un gesto cuya eficacia plena se me
aparezca frente a las fuerzas de disminución y de muerte; haz que tras haber deseado, crea, crea ardientemente, crea
en tu presencia activa sobre todas las cosas.
Gracias a Ti, esta espera y esta fe están ya llenas de virtud operante. Pero cómo podré testimoniarte y
probarme a mí mismo, mediante un esfuerzo exterior, que no soy de los que dicen tan sólo a flor de labios: “¡Señor,
Señor!” Colaboraré en tu acción previsora, y lo haré de modo doble. Primero, responderé a tu inspiración profunda
que me ordena existir, teniendo cuidado de nunca ahogar, ni desviar, ni desperdiciar mi fuerza de amar y de hacer. Y
luego, a, tu Providencia envolvente, que me indica en todo instante, por los acontecimientos del día, el paso
siguiente que he de dar, el escalón que he de subir a esta Providencia me uniré mediante el cuidado de no perder
ocasión alguna dé subir “hacia el espíritu”.

3
Cada una de nuestras vidas está como trenzada por estos dos hilos: el hilo del desarrollo interior, siguiendo el
cual se forman gradualmente nuestras ideas, afectos, actitudes humanas y místicas; y el hilo del éxito exterior,
siguiendo el cual nos hallamos en cada momento en el punto preciso en donde convergerá, para producir en
nosotros el efecto esperado por Dios, el conjunto de las fuerzas del Universo.
Dios mío, para que me halléis en todo minuto tal cual me deseáis, allí donde me esperáis, es decir, para que me
aprehendáis plenamente -por el interior y por el exterior de mí mismo-, haz que jamás pueda yo romper este doble
hilo de mi vida.
Pierre Teilhard de Chardin. El medio divino.

5. Un sultán llamó a su palacio pintores, llegados unos de China y otros de Bizancio. Todos presumían de ser
los mejores. El sultán les encargó decorar con frescos dos muros situados unos frente al otro. Una cortina separaba
los dos grupos de pintores. Mientras los chinos empleaban toda clase de pinturas y desarrollaban enormes
esfuerzos, los griegos pulían y alisaban su muro. Cuando se retiró la cortina, se pudo admirar el magnífico fresco de
los chinos reflejándose en el muro opuesto, que brillaba como un espejo. Todo lo que el sultán había visto en la
pintura de los chinos aparecía más hermoso reflejado sobre el muro de los griegos. Y el poeta – Galal-al-din-Rumí
– explica: los griegos son los sufíes. Ellos no tienen libros, ni estudios, ni erudición. Pero han pulido su corazón y
lo han purificado del deseo, de la avidez, de la avaricia y del odio. El santo perfecto conserva en su seno la infinita
forma sin forma del Invisible, reflejada en el espejo del propio corazón. Cuento sufí.

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