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¿Quién te ha enseñado la oración continua?

“Se trata de Máximo, un joven griego, que oye la llamada a ir al desierto para
realizar las palabras de Jesús: “Hay que orar siempre sin desfallecer”. Se va, y
el primer día todo marcha bien. Se pasa el día rezando el padrenuestro y el
avemaría. Pero se pone el día, oscurece y comienza a ver surgir formas y
brillar ojos en la espesura. Entonces le invade el miedo, y su oración se hace
más insistente: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”. Y se duerme.

Al despertarse por la mañana, se pone a rezar como la víspera; pero, como es


joven, siente hambre y sed, y ha de alimentarse. Entonces comienza a pedir a
Dios que le proporcione alimento; y cada vez que encuentra una baya, dice:
“Gracias, Dios mío”. Vuelve la tarde con los terrores de la noche, y se pone a
rezar la oración de Jesús. Poco a poco se habitúa a los peligros exteriores: el
hambre, el frío y el sol; pero, como es joven, siente tentaciones de todas
clases en su corazón, en su alma y en su espíritu. Habituado ya a la lucha,
repite la oración de Jesús. Se suceden los días, los meses y los años, y
también el mismo ritmo de tentaciones, de oración, de pruebas, de caídas y
de levantarse. Un buen día, al cabo de catorce años, van a verle sus amigos, y
comprueban con estupefacción que está siempre orando. Le preguntan:
“¿Quién te ha enseñado la oración continua?”. Y Máximo les responde:
“Sencillamente, los demonios”[1].

San Diádoco de Fótice: "Señor Jesucristo, ten piedad de mí"

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