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19 de septiembre de 2022 - 07:09  

- Por José Conrado Rodríguez Alegre

Carta abierta al santo padre Francisco de José Conrado Rodríguez Alegre, pbro.
párroco de San Francisco de Paula en Trinidad, Cuba

Querido Santo Padre:

¡Cómo describirle la alegría que nos embargó cuando supimos que un hermano nuestro,
un hijo de Hispanoamérica, había sido elegido Pastor Supremo de la Santa Iglesia,
sucesor del Apóstol Pedro en Roma! Alegría y admiración que fue creciendo con las
primeras decisiones del nuevo Papa: dejar los departamentos apostólicos para
mudarse al hotelito de Santa Marta. Hasta el detalle de no aceptar el lujoso
calzado rojo para seguir usando los humildes zapatos que vinieron con Usted desde
Buenos Aires. ¡Con qué entusiasmo escuchamos que el nuevo Papa quería sacerdotes
“con olor a oveja “, sin afanes de lucro o de éxito mundano!

Cuando Su Santidad fue a Río de Janeiro para la Jornada Mundial de la Juventud,


unos amigos me pagaron el pasaje y pude compartir aquella experiencia de alegría
desbordante y de Fe viva. Después viajé a Buenos Aires para encontrarme con mis
hermanos cubanos de Argentina y allí conocí al Padre Pepe, que iba a estar con
Usted unos días más tarde. Él casi me obligó a escribirle mi primera carta, un
saludo cariñoso de apoyo total. Se la entregó junto con el mate y los tantos
regalitos que le enviaban de aquella Villa donde Pepe era “otro Cristo, al servicio
de los más pobres y humildes”. En Buenos Aires me entrevistó un periodista de La
Nación, para conocer mi opinión sobre el nuevo Papa y le dije: “Francisco muchas
veces me ha sorprendido, pero nunca me ha defraudado”.

Le confieso que cada vez se me fue haciendo más difícil afirmar lo mismo. Me
resultó simpático que Usted mantuviera una distancia con el presidente Donald Trump
—en aquel momento el hombre más poderoso de la tierra—, pero se me hizo muy difícil
observar las sonrisas prodigadas a dictadores de izquierda: Nicolás Maduro, Daniel
Ortega, Evo Morales, entre otros.

Como le expresé en una carta del 2018, comprendo que Usted vivió la traumática
experiencia de las dictaduras de derecha: esos generales que se autoproclamaban
cristianos, pero perseguían, encarcelaban, hacían desaparecer y mataban lo mismo a
jóvenes que ancianos, a catequistas y activistas misioneros de las comunidades, a
sacerdotes, religiosos, religiosas e incluso obispos, como el caso del Monseñor
Enrique Ángel Angeleli.

Durante su visita a Cuba en el 2015, fue una sorpresa muy desagradable que se
impidiera a disidentes saludar al Papa en la Nunciatura de la Habana, como estaba
previsto. Al día siguiente, aunque se repitió la situación en la Catedral habanera,
la Santa Sede guardó silencio y no presentó una protesta formal y pública ante el
comportamiento del gobierno cubano, cuando menos, descortés con el Papa y abusivo
con los disidentes a quienes el Papa quería saludar. Poco después, en el marco del
encuentro habanero entre el Patriarca Kiril y su Santidad, Usted afirmó que la
Habana estaba en camino de convertirse en la Capital de la reconciliación y la paz,
haciendo alusión no sólo al encuentro de los dos líderes religiosos de la
cristiandad, sino a las conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y las
guerrillas marxistas, reunidas en la Habana por ese entonces.

En mi carta a Fidel Castro, leída el 8 de septiembre de 1994 en mi Parroquia de


Palma Soriano, en la Fiesta de La Señora de la Caridad, señalé que “Cuba ha estado
en el vórtice de la violencia planetaria”. Los acontecimientos recientes en
Nicaragua, con el encarcelamiento del Obispo Rolando Álvarez y un grupo de sus
colaboradores más cercanos, sacerdotes y laicos, en Matagalpa, ha vuelto a poner
sobre el tapete el tema del silencio frente a los abusos de las dictaduras de
izquierda. Son sumamente preocupantes el encarcelamiento de los principales
candidatos opositores a la presidencia, el acoso brutal de toda la disidencia
política y social y la declarada persecución religiosa desatada por el dictador
Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo. Me viene a la memoria aquella tonada
chilena de tiempos de Pinochet: “¿Qué dirá el Santo Padre que vive en Roma, que le
están degollando ya sus palomas?

Los amigos que me han ayudado con sus consejos y sugerencias a escribir esta carta
me han alertado que no toque el tema de los católicos en China y, en especial, de
la martirizada Iglesia confesante de ese país. Sin embargo, la reciente visita de
Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos
Humanos, y la publicación de sus conclusiones acerca de la persecución de los
pueblos musulmanes en China ha actualizado el tema de las relaciones de la Sede
Apostólica con nuestros hermanos chinos. El informe de la Sra. Bachelet ha quedado
en evidencia el brutal acoso que el gobierno comunista de China ejerce sobre los
pueblos uigures en la región de Sinkiang y nos alerta sobre la persecución
religiosa que han padecido nuestros hermanos de la iglesia subterránea. Para un
Papa que viene de la Compañía de Jesús, la conversión de China no es, ni puede ser,
tema marginal. La labor de Mateo Ricci y tantos misioneros jesuitas, empezando por
San Francisco Javier, que supuso un hito en los esfuerzos inculturadores de la fe,
entre los más creativos y fecundos de todos los tiempos, pero que fueron
torpedeados desde dentro de la iglesia de aquel tiempo, en parte debido a pequeños
y mezquinos intereses entre órdenes religiosas en pugna, y en parte por miopía y
estrecheces mentales de la época (siglos XVI al XVIII). El triunfo del comunismo en
China inauguró una nueva época de dificultades para los católicos chinos. Una parte
de la iglesia China aceptó la intromisión del estado comunista y colaboró con este,
convirtiéndose en la Iglesia patriótica. Otra parte, escogió el camino del martirio
y el peligro que su fidelidad le representaba, y comenzó a actuar en la
clandestinidad. La Iglesia patriótica escogió vivir al margen de Roma, y la iglesia
confesante, al margen de la ley impuesta por el poder del Estado comunista. Solo
Dios puede juzgar la conciencia y no sabemos a cuanta presión fueron sometidos los
católicos de uno y otro bando. Por eso, la decisión de la Santa Sede de regularizar
la situación de ambas comunidades (que viene caminando desde antes de Su
Pontificado), es tan delicada como importante. En la historia de la Iglesia
tenemos, entre otros, un ejemplo precedente: la regularización en Francia de la
iglesia nacional y la iglesia tradicional a raíz de la Revolución Francesa. Ambas
Iglesias fueron homologadas por el Papa Pio VII que constituyó la nueva jerarquía
eclesial con representantes de ambos grupos. Esta fue una auténtica solución
salomónica a un espinoso y complejo problema intraeclesial. No estoy al tanto de
los protocolos firmados con el gobierno chino (por demás, secretos) pero la
impresión de analistas y entendidos es que se ha sacrificado la parte más sufrida
la de los católicos confesantes. El tratamiento dado al Cardenal Joseph Zen,
arzobispo emérito de Hong Kong, llevado a la cárcel y luego a los tribunales, es un
ejemplo de ello.

Sabemos bien que cuando la Santa Sede no defiende explícita y firmemente a las
víctimas, los gobiernos totalitarios se sienten con las manos libres para obrar a
su antojo, en contra de sus víctimas. Hace muchos anos, cuando yo estaba en el
seminario, vi una película cuyo nombre nunca olvidé: “El Negro y el Escarlata”.
Estaba inspirada en la historia de Hugh O’Flaherty, sacerdote irlandés que trabajó
en la curia romana durante la Segunda Guerra Mundial. Monseñor O’Flaherty salvó la
vida de jóvenes judíos, de partisanos antifascistas, perseguidos por la Gestapo y
de toda clase de gente que necesitaba o pedía su ayuda. La Gestapo estaba al tanto
de su peligrosa labor hasta el punto de prohibirle salir del Vaticano. Pero
O’Flaherty se pasaba la vida burlando a la Gestapo, entrando subrepticiamente en
Roma y realizando su encomiable labor. Hasta el Papa sabía de esta labor y en
varias ocasiones le conminó a que fuera prudente. En el transcurso de la Guerra y
ante el peligro inminente de una invasión al Vaticano por las tropas alemanas, Pio
XII se ocupó de tomar medidas para salvaguardar los tesoros artísticos de los
museos de la Iglesia. Casi al finalizar la película, se nos muestra a un Pio XII
meditabundo que llega a decir: “Me he percatado que los verdaderos tesoros de la
Iglesia no son estos maravillosos cuadros de Miguel Ángel y de Da Vinchi. El
verdadero tesoro de la Iglesia lo constituyen hombres como Hugh O’Flaherty que
arriesgan su vida para salvar a los demás y se enfrentan a la maldad y la
injusticia, sin miedo, como nos enseñó el Señor Jesús”.

En mi carta abierta a Fidel Castro, a la que ya hice referencia, indiqué que


“utilizar dentro y fuera de nuestro país el odio, la división y la violencia, la
sospecha y la enemistad, han sido la causa principal de nuestras pasadas y
presentes desgracias. Ahora es cuando lo vemos más claro. La hipertrofia del
estado, cada vez más poderoso, dejó a nuestro pueblo en la indefensión y el
silencio. La ausencia e inexistencia de espacios de libertad para que surgieran
criticas sanas y criterios alternativos nos hizo rodar por la riesgosa cuesta del
monolitismo político y la intolerancia social. Sus frutos fueron la hipocresía y el
disimulo, la insinceridad y la mentira. Y un estado general de amedrentamiento que
afectaba a todos en la isla. Este tipo de política dio al traste con nuestra
economía, perdimos el sentido de lo que valen las cosas y lo que es peor, las
personas. El deprecio por la vida humana es el resultado de la violencia y la
represión. Nos acostumbramos a no ganar el pan con el sudor de nuestra frente y a
vivir con la mayor dependencia respecto de la ayuda que nos daban los demás. Hemos
vivido en la mentira engañando y engañándonos. Hemos hecho el mal y ese mal se ha
volcado contra nosotros, sobre nosotros”.

En el último de mis libros, “Resistencia y sumisión en Cuba”, cito al prestigioso


reportero irlandés Fergal Keane, a raíz del genocidio entre Hutus y Tutsis
ocurridos en Ruanda y Burundi. “Ahora después de haber pasado revista sobre todas
las emociones y los pensamientos que Ruanda me ha inspirado, la respuesta me parece
terriblemente simple. Me interesará siempre lo que acontece en los más remotos
países africanos, porque Ruanda me enseñó a dar a la vida un valor que no le
atribuía. Los campesinos vestidos con trapos que morían, y los que los mataban,
pertenecen a la misma especie a la cual pertenezco: la especie humana. Quizás sea
un parentesco incomodo, pero no puedo renegar de él. Ser testigo de un genocidio
significa confrontarse no solo con el terror de la muerte que nos espera, sino
también con la degradación de cada valor humano. Si ignoramos el mal, nos volvemos
autores de un silencio cómplice”.

No podemos pasar de largo frente al hombre tirado a la orilla del camino, como
hicieron el Sacerdote y el levita en la parábola del Buen Samaritano. Hay que
descender de la cabalgadura, hay que lavar y vendar las heridas. Hay que “levantar
la voz y advertir el peligro.” Si no, nos hacemos cómplices de un silencio
culpable. Santidad, su entrevista en la cadena Univisión con motivo del primer
aniversario del levantamiento popular del 11 de julio de 2021 en Cuba, sorprendió a
muchos en la Isla y fuera de ella. Santo Padre, los cubanos sentimos vergüenza
ajena por Usted.

¿Cómo es posible que el Papa calle frente a una represión brutal contra ciudadanos
pacíficos que gritaban “Patria y Vida” y expresaban su enorme anhelo de libertad y
de justicia frente a un gobierno que lleva 63 años en el poder conculcando derechos
y aplastando a todo un pueblo? Los cerca de mil presos, en su mayoría jóvenes,
algunos incluso menores de edad, que llenan desde entonces nuestras cárceles, son
un clamor que llega al cielo y que debería conmover los corazones de los dirigentes
del mundo, y de los pueblos y naciones de la tierra. Pero, sobre todo, de la
Iglesia y del supremo Pastor de la misma, el servidor de los servidores de Dios.
Con tristeza le trasmito lo que me dijo un joven y excelente sacerdote: “A veces el
Papa me suena más como un ideólogo que como un profeta o un pastor”. Algo más, y
terrible, sucedió ese día: El presidente de la nación y primer secretario del
Partido Comunista de Cuba, hizo un llamado no a la moderación y la concordia sino a
la represión y la violencia contra los reclamantes, a manos de aquellos que
contaban con el uso y posesión de las armas, representantes del poder y apoyados
por este. Santidad, la palabra del Apóstol de nuestra independencia, José Martí,
sigue siendo un paradigma de justicia y equidad para los cubanos de todas las
tendencias. Quiero citar a Martí en un texto lapidario: “Asesino alevoso, ingrato a
Dios y enemigo de los hombres, es el que, so pretexto de dirigir a las generaciones
nuevas, les ensena un cumulo aislado y absoluto de doctrinas, y les predica al
oído, antes que la dulce platica de amor, el evangelio bárbaro del odio. ¡Reo es de
traición a la naturaleza el que impide, en una vía u otra, y en cualquier vía, el
libre uso, la aplicación directa y el espontaneo empleo de las facultades
magníficas del hombre!” “...Ni la originalidad literaria cabe, ni la libertad
política subsiste, mientras no se asegure la libertad espiritual”. En la semblanza
que escribió a la muerte de ese gran venezolano que fue Cecilio Acosta, jurista,
intelectual y político de gran calibre, Martí apuntó: “Quien se da a los hombres,
es devorado por ellos, y él se dio entero; pero es ley maravillosa de la naturaleza
que solo esté completo el que se da; y no se empieza a poseer la vida hasta que no
vaciamos sin reparo y sin tasa, en bien de los demás, la nuestra. Negó muchas veces
su defensa a los poderosos; no a los tristes. A sus ojos, el más débil era el más
amable. Y el necesitado, era su dueño”. Santidad, si queremos tener un norte claro
ante los problemas de este mundo, debemos optar por los más pobres, por los más
débiles, por los oprimidos. Como nos dijo el Señor: “los poderosos de la tierra los
oprimen, pero quieren que se les llame benefactores de la humanidad y padres de la
patria. Pero entre ustedes que no sea así: el que quiera mandar que se ponga a
servir y el que quiera ser primero que vaya y tome el último lugar. Porque yo mismo
no he venido para ser servido sino para servir y para dar mi vida en rescate de
todos”.

Somos servidores de la Verdad, que nos hace libres. El profeta Jeremías nos
recuerda cómo el Señor le dijo: “No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo
de ellos”. En nombre de la Verdad, le pido, Santidad, no se deje envolver en
componendas guiadas e inspiradas por los principios del poder o de la “Razón de
Estado”. No se deje engatusar y engañar por los grandes de este mundo. Su lugar no
está entre ellos, sino al lado del pueblo. Su lógica debe ser la de Jesucristo:
despojado de todo rango y categoría, para servir desde la pequeñez y la pobreza.
Hay que defender a las ovejas: en Cuba, Nicaragua, Venezuela, China. Siempre con
los oprimidos, nunca con los opresores: “no se puede servir a dos señores”. Ambos
somos humildes servidores del Señor y de su Pueblo: Usted como Papa y yo como
párroco de una pequeña porción del rebaño. Solo cuando los fieles vean que los
anteponemos a cualquier otra consideración o interés, encontrarán fuerzas para
vencer la indefensión y la desesperanza. Apoyo totalmente la postura del cardenal
Gerhard Müller, exprefecto para la Doctrina de la Fe: “Quizás la Iglesia debería
ser más libre y menos atada a las lógicas mundanas del poder, en consecuencia, más
libre para intervenir y, si es necesario, para criticar a aquellos políticos que
acaban suprimiendo los derechos humanos”.

Santidad, no quiero terminar esta carta sin felicitarlo y darle todo mi apoyo en
sus esfuerzos para lograr en Ucrania una paz con justicia, una paz con libertad
para ese sufrido y valiente pueblo. Que la Virgen Santísima de la Caridad alivie
los corazones de los hombres y de los pueblos con el Don del Amor, único remedio
para todos nuestros males, como intuyó aquel ermitaño que cuidaba de la pequeña
imagen e insistía en llamarla “Virgen de la Caridad y Remedios. Al final de sus
días se le oyó decir: “Señora mía, ya no te llamaré más de los Remedios, pues en tu
Caridad lo tengo todo”.

José Conrado Rodríguez Alegre, pbro. párroco de San Francisco de Paula en Trinidad.

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