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La Noche del Cíclope

En la tele del bar pasan unas filmaciones en blanco y negro, de cuando gozaba de autoridad y de
impunidad, de un viejo represor que murió anoche.

El periodista relata en tono monocorde fechas y estadísticas de aquella pesadilla infernal


interminable, El Proceso.

Mientras veo las imágenes de archivo de manifestantes reprimidos, de las Madres de Plaza de
Mayo, de la ESMA, me repliego en la silla y el bar se convierte en otro lugar, en una sala donde el
pasado vuelve a proyectarse.

Enfrente, la plaza llena de sol. Hay chicos corriendo, como nosotros, que jugábamos en un potrero
que llamábamos El Campito, y que estaba a una cuadra del Pozo de Quilmes.

La noche en que vimos al torturado se abre paso en mi memoria, cómo si se iluminase un rincón
oscuro de algún sótano mental clausurado.

Jugábamos siempre hasta que oscurecía. No había casi luz cuando le pegué a la pelota un zurdazo
que cruzó la calle y rodó hasta el caserón abandonado que estaba enfrente de la canchita.

Tenía que ir a buscarla. El miedo, el cuiqui como decíamos, por la fama que tenía ese caserón fue
el primer presentimiento de que algo había ahí que no estaba bien, que no era bueno. El miedo
nos avisaba de la presencia de la Maldad.

Crucé. No me quedaba otra; yo había sido el que la había tirado afuera. Me fui acercando a la
casona con sus persianas siempre bajas, el pasto crecido; un yuyal enorme, y un silencio que
parecía escucharte.

Aunque con los años intenté reconstruir un recuerdo mutuo con alguno de mis amigos, ninguno
estaba seguro, por más que todos lo habíamos visto. Nadie recordaba nada. El olvido protector
que cada uno tiene, cuando el horror estuvo tan cerca.

Todo pasó rápido en esa noche fantasmagórica: estaba tratando de ver dónde había caído el
fulbito; entre el yuyerío debía estar, seguramente, aunque no se veía casi nada, cuando el tipo
apareció por el costado, desde una entrada que iba hasta el fondo; agarrándose de la pared. Venía
a duras penas, por eso no lo escuché, y venía rengueando dolorido, jadeando, quejándose, en voz
baja, y cuando le dio la luz de la calle lo vi con las ropas desgarradas; ensangrentado: era una
aparición terrible de un mendigo jorobado, deforme, un contrahecho, como decían las novelas
que leía en ese entonces: alguien con quien se habían encarnizado, al que le habían dado un
castigo tan cruel que apenas podía moverse.

Fue espantoso verlo. Grité y un segundo después lo tuve tan cerca que vi que tenía un solo ojo.

Lo vi como un Cíclope surgido de la más profunda oscuridad, que ahogándose movía sus manos
como quien intenta agónicamente explicar algo inentendible, incomprensible, que no tiene
palabras para describirlo. Era atroz.
El tipo salió desesperado a pedir ayuda, y se encontró con nosotros, que éramos chicos, y que lo
vimos como un monstruo.

Salí corriendo, gritando, tan aterrado cómo él. Todos salimos espantados, corrimos barranca
abajo, los chicos por mi grito, yo por lo que había visto.

Volvimos después de un rato. ¿Qué había sido eso? La casona no estaba abandonada para nada.
Por eso se escuchaban gritos de noche. Por eso era tan siniestramente oscura.

Había manchas de sangre en el piso. Las vimos aunque apenas se veía a esa hora.

El tipo ya no estaba más. Sólo se escuchaba un silencio mortal, y los grillos de fondo.

La pelota la encontramos en la esquina.

Esa casona, lo supe mucho después, fue un centro de detención y tortura, un anexo al Pozo de
Quilmes, que estaba a una cuadra de la Comisaría 3ra.

No me explico cómo pudo llegar a intentar salir de ahí.

De lo que no me queda ninguna duda es que aquella noche yo vi un desaparecido.

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