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El Silencio del Templo

El teléfono sonó y retumbó en la galería. Se sobresaltó, porque eran


inusuales los llamados, aunque no en esos últimos días.
Estaba seguro de dónde provenía la llamada. Se acercó y atendió. La
voz que escuchó en el auricular le resultó lejana y indolente,
acostumbrada a dar partes hospitalarios. Le informaban que su padre
agonizaba en un Sanatorio de la Capital. Le solicitaban que acudiese.
Le restaban horas de vida.
Respondió en un tono muy suave. Dijo: sí, ahí estaré.
Unos minutos después, salió de la sala al aire puro y frío de junio.

Pronto anochecería. Había un hermoso cielo azul intenso. Solo le


quedaban unas pocas horas más de vida. Tiempo final.
Caminó con lentitud, y sintió emerger dentro de sí a aquel muchacho
tímido y temeroso que había sido en su juventud, y que ahora
aparecía nuevamente, después de estar escondido años, se asomaba,
tras haber escuchado la noticia.
Tantas veces caminó por ese sendero de piedras que comunicaba los
dormitorios con la Sala de Meditación del Templo, y jamás había
sentido como hoy su cuerpo, su humanidad.
Se descalzó y entró al recinto. Al cerrar la puerta, apoyó la espalda en
la madera, y respiró profundo, tratando de recuperar el aire, porque en
ése último llamado le habían tirado el cuerpo de su padre encima: un
cadáver de regalo.
La sala estaba en penumbras. No quiso encender las luces. Se sintió
guarecido en la oscuridad. Suspiró. Hubiera querido cortar el teléfono
en medio del llamado, o mejor, no atenderlo. No escuchar ni una
palabra. Tener derecho al silencio. A no estar disponible. A no ser el
hijo de.
Lo único que sabía, ahora, es que no tendría la oportunidad de decirle
a su padre todo lo que durante tantos años necesitó decirle.
Entre ambos, quedarían asuntos pendientes. Gritos pendientes.
Palabras hirientes.
Recordó su voz. Hoy será un susurro. Un inaudible hilo de voz que ya
no puede imponerse. Es posible que haya tenido que pedir por favor
las cosas en este último tiempo.
Tendría que estar ahí para verlo, se dijo, mientras su cabeza negaba.
Evitó mirar hacia al altar. Estaba en otro lugar. Su padre se iba a
convertir en un recuerdo, esta vez sí.
Una de las ventanas no quedó del todo cerrada. Cubierta por una
cortina blanca traslúcida, se mecía por la brisa. Escuchó a un grillo. Y
el silencio circundante.
Encendió algunas velas. Se tomó su tiempo.
Una tenue luz alumbró el altar.
La muerte era inminente. La cortina del templo flameó liviana.
Pronto habría quietud debajo de la sábana blanca de alguna cama de
ese hospital: la bandera de rendición de su padre.
Se arrodilló sobre un cojín y puso sus manos sobre su nuca, haciendo
presión. No había nada más real que la muerte. Todos estos años
entre él y su padre se desvanecían.
Si no tenía piedad filial, no tenía nada.
No tenía nada.
Esperó a que bajaran las palpitaciones. Lentamente, se levantó. Le
crujieron las rodillas.
Estaba sucediendo. Su padre, finalmente, se moría.

Se acercó al altar. Antes de salir, algo que podía hacer era realizar la
ceremonia en honor a su padre y ancestros. Frente a sí mismo, ya que
nadie lo observaba, y nadie podría reprocharle abstenerse de hacerla.
Dios sabía muy bien que el muchacho que él fue, que se gastó la
juventud huyendo, no tenía una plegaria en su corazón.
Ese joven que fue él lo observaba desde cierta distancia interior.
Cautelosa y astutamente. Ya había soportado todo tipo de
humillaciones. ¿Quién se las hizo, realmente? Se preguntaba ¿Quién
las aceptó? La práctica de la tolerancia, bien la conocía, mucho antes
de entrar en el Templo.
La distinción entre tolerancia y sometimiento era borrosa. Su mente,
en este momento, traía retazos de una vida sepultada, quién había
sido él, quién había sido su padre.
Cumpliría con las formalidades. Él se había transformado. Ya no estoy
a merced, se dijo.
Prendió un fósforo y encendió la mecha de la lámpara de aceite. Se
observó con suma atención. Se movía repitiendo ecos de otras
ceremonias que había practicado, que no le habían llegado, pero que
lo habían conducido hasta aquí: vacío como un tambor funerario,
conducido por un ceremonial como si fuese una marioneta sin
espontaneidad alguna, sin poder expresarse en un acto genuino de
verdad. Un acto más donde cumplía lo que vaya a saber ya quién
esperaba de él.
Hizo un esfuerzo de concentración para no dejar todo y huir hacia
algún lugar en donde no sentirse acusado, desamparado y
perseguido. Pero ese lugar no existe para él, nunca existió. No llegó a
crearlo. No sabe cómo. Nunca supo.
El verdadero cadáver de regalo siempre fue una tristeza superior a sus
fuerzas. La madre de toda su violencia, esa tristeza.
Mientras la llama crece; nota el temblor en sus manos. Otras manos
estarán acomodando el cuerpo de su padre, su cabeza en la
almohada. Manos que finalmente cerrarán sus párpados.
No es su fuerza la que lo sostiene ahora.

La sala queda suavemente iluminada.


Sus ojos se posan en el Buda que preside el altar. Esa imagen
enhebrada en un bellísimo tapiz multicolor, a la que tantas veces
acudió en busca de auxilio, de ayuda, de compasión. Que lo mira
también; desde esa calidez que él tanto buscó a lo largo de su vida.
El Buda Sereno, Impasible. Su mano en alto, parece estar saludando
desde lejos. Si él pudiera también se despediría resguardado en la
distancia.
La primera vez que vio el tapiz fue como ver la representación de un
Alma Grande, y un centro de un blanco donde él tendría que llegar
algún día; como una flecha que avanza en cámara lenta, y se toma
años en su trayectoria. Llegar algún día a la fortaleza y ecuanimidad
del Buda, el Sentido de Sí que emanaba, aunque fuese en una
proporción pequeña, acorde a su ser: Ése sería su objetivo en su vida.
Aunque miles de veces sintiese que solo era una flecha insensata
arrojada al vacío.
Desde aquellos tiempos, recién llegado al Templo, desconociendo el
sentirse firme, o tener un arraigo, habiendo sido más una hoja suelta al
viento enloquecedor, o una flecha rota, habían pasado años.
No podía engañarse. No quería ver a su padre agonizando.
Todo lo vivido lo habilita y le da derecho a no asistir, a ahorrarse ese
momento.
Si, como en las películas, tuviese que decir unas palabras alusivas en
su memoria, diría una única palabra; una sentencia: Culpable. Y se
retiraría sin remordimiento alguno.
Este es su joven que se rebela y expresa su rencor. No lo acalles se
dice. Que salga y que quede extenuado. Y que también muera.
Vuelve al templo. Observa al Buda, y su mano, que sobresale, y toma
otra dimensión, holográfica. Como un prestidigitador en un acto de
magia, le da paso a otra mano que él conoce muy bien: la mano de su
padre. La mano de su padre cuando era joven. La mano que le dio de
comer; la mano que lo corrigió, que le advirtió, que lo amonestó. Que
lo detuvo, que lo empujó, que alguna vez pudo haberlo acariciado,
pero que prefirió amenazarlo. Y que se levanta ahora, porque lo llama,
porque podría estar a punto de darle su bendición. O quizás se levante
para darle un bofetón.
No puede evitar el temblor mientras toma los sahumerios y se arrodilla
frente al altar. Baja la cabeza y los hunde en el polvo del incensario.
Recita los mantras que silencien su mente. Reza para evitar sentir. No
puede elevar una plegaria de corazón, de misericordia para su padre,
y es un auto reproche que crece, y que parece ser lo más importante,
más aún que lo que está sucediendo. Está tan preocupado por sí
mismo, tan vigilante de su emoción, que se horroriza.
Suspende la ceremonia.
No es inconmovible. Es solo un ser humano, que no se ha elevado,
que sabe que no será la muerte de su padre la que borre sus
recuerdos, que ahora están a punto de quebrarlo.
De nada valdría gritarle en la cama de un sanatorio, o frente a su
lápida, que lo deje en paz de una vez por todas. Eso sería seguir
resistiéndolo. No sería buscar su perdón.
Y descubre que lo atormenta pensar que su padre es insalvable. Que
no ha podido con él.
Acaso su relación con Dios sea en fondo la misma.
Un Padre al que le teme.
Ahora habla su pequeño ego ignorante. No puede evitar escucharlo.
Desde el tapiz, el Buda, desde su Infinito Presente, parece pedirle que
se detenga, que vuelva a la calma.
Se arrodilla nuevamente. Desde lo que cree lo más profundo de sí,
suplica compasión de Dios por su padre y por él. Pero es inútil. Sabe
muy bien que es él quien debe tenerla.
Se avergüenza y cubre su cara con las manos. Su padre lo vuelve a
derrumbar. Porque alguna vez quiso rendirse y perdonarlo. Pero solo
pudo quedarse de brazos cruzados; dejando transcurrir el tiempo.
Quería que lo borrase el no saber ya más nada de él. Quería ser
impasible. Des identificarse de su historia, de ese vínculo, como una
estrategia para poder sobrevivir.
Durante años se negó a verlo. Así castigó a su padre. Es lo que había
aprendido de él, no había otra cosa.
Y ahora era tarde para revertir lo que ambos habían defendido.
Ningún intento de reconciliación. Que de ningún modo hubiese
funcionado, ni hubiesen querido, ninguno de los dos.
Las velas parpadean. Pronto se apagarán. Las observa y decide que
no las volverá a prender.
En el medio de esta noche, en la oscuridad, donde el silencio del
templo es, como siempre ha sido, un manto de piedad, comprende
que vivió escondido durante años en ese refugio, esa guarida.
Intentando extinguir una memoria que lo hería y anulaba todo logro o
intento de vivir. Se había embalsamado, y nadie; sobre todo él mismo,
se había dado cuenta, hasta este momento.
Transcurrió un tiempo sin medida. Un no tiempo.
En algún momento, en duermevela, se figura que el enfrentamiento
con su padre era similar al de dos viejos gallos de riña enceguecidos;
picoteándose, cebados en el ardor de la lucha. ¡Ah! ¡Qué cerca se
sentía de él así! ¡Cuánto necesitaba confrontarlo! No importaba quien
venciese, lo único que importaba es saber que ese otro, su padre en
esta vida, era su contrincante, y que era insustituible. Que no falte
nunca a la pelea, que sin él no hay tregua posible.
Había estado en una esquina del ring esperándolo. Siempre.
Uno de los enormes sahumerios se desploma por su propio peso, y el
delicado equilibrio de la ceniza estalla en polvo.
Una corriente de aire que entra por la ventana esparce la ceniza en el
aire, y cubre el piso. Se restriega los ojos.
Afuera, un gallo, en el campo, cacarea. Amanece, y él tiene el cuerpo
entumecido.
Se levanta con dificultad, y sale como un sonámbulo de la sala de
Meditación, cruza el parque y entra en la galería.
Antes de entrar en los dormitorios, va hasta el teléfono, y lo
desconecta.
Un alivio y un escalofrío le recorren el cuerpo.
Su padre y él ya se han despedido desde hacía muchísimo tiempo.
agosto de 2022

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