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3. EL PROBLEMA DE DIOS
La primera preocupación de un pensador cristiano como él es, lógicamente, Dios: la
realidad suprema y primera verdad. En el Éxodo, Dios le dice a Moisés: "Yo soy el que
soy". Está escrito, pues, en el libro revelado, que Dios es el ser en grado sumo: Dios es
la suprema esencia y la verdadera realidad.
La primera idea fundamental en este punto es la del creacionismo: Dios ha creado el
universo y el tiempo de la nada (ex nihilo). Al principio estaba Dios, solo él, eterno. Con
su palabra va creando toda la realidad. En el Génesis, dios va nombrando y, con su
palabra, genera, produce lo real: hágase la luz (fiat lux), "y la luz se hizo". Al crear el
mundo (el universo en su totalidad) empieza a contar el tiempo. Ahora bien, Dios crea a
partir de un modelo, de un conjunto de arquetipos eternos que tiene en su mente.
Esta es la idea del ejemplarismo. Las podemos llamar "ideas eternas" (pero, a diferencia
de las ideas platónicas, no subsisten al margen del pensamiento divino): la idea de
triángulo, de tetraedro, de caballo, de rosal, de cisne, de delfín... También podría Dios
tener ideas que no quiso, en última instancia, realizar, lanzar a la existencia (la sirena, el
centauro...). Unas ideas las pone en la realidad (siempre a partir de los modelos,
arquetipos o ejemplares); otras, no, en función de su voluntad. No hay nada que obligue
a Dios a crear, ninguna ley cósmica, nada por encima de él: crea por amor, por bondad.
Como el Demiurgo platónico, crea a causa del bien (en el Génesis, tras cada "oleada" de
creación, se dice, "y Dios vio que era bueno").
Dios ha creado el mundo por su palabra y en un solo instante, y ha depositado en la
materia los gérmenes (rationes seminales, noción que procede de los estoicos) de todos
los seres futuros, que aparecerán en el momento querido por Dios. Dios creó el mundo
en su totalidad y esparció semillas de todos los seres de la naturaleza que se irían
desarrollando según pauta temporal precisa.
La teoría de la iluminación
Dijimos que una de las pruebas de la existencia de Dios es la presencia de ideas eternas
e inmutables en nuestra mente (en nuestra alma, diría Agustín de Hipona); hemos
dicho que no han podido surgir de nosotros, de nuestra experiencia, pues no somos
eternos ni inmutables, ni nada de lo que observamos lo es. El razonamiento es el
siguiente: tengo verdades eternas (conocimiento racional superior); estas no surgen a
través de los sentidos (todo lo que me muestran es cambiante); ¿de
dónde surgen entonces? De Dios. Este las pone en la intimidad de la conciencia, en el
alma, en una dimensión del ser humano que no es material ni espacial. Las
descubrimos en el interior; para conocer lo eterno no miramos hacia afuera (los
sentidos); sino hacia adentro: las encontramos en el silencio, la meditación, el
razonamiento personal, la introspección. La verdad no está en la realidad externa, sino
en el alma. La podemos descubrir por iluminación divina, porque Dios ha puesto la
verdad en nosotros. El conocimiento es, pues, de un modo similar a Platón, re-
conocimiento de verdades eternas, tal vez podríamos decir, innatas.
Razón y fe
Se trata de un problema fundamental en el cristianismo y por tanto en la filosofía
medieval.
Esta religión tiene una fe (recogida en las sagradas escrituras): creencia en Dios padre,
creador de todo lo que existe; en que Jesucristo es el hijo de Dios, el salvador, que
resucitó al tercer día, que existe el cielo, la tierra, que habrá un juicio final en el que los
justos serán salvados y los malos condenados, en que el ser humano es cuerpo y alma
(o espíritu) inmortal… Pero un ser humano no solo tiene fe, tiene razón. Para los
cristianos del tiempo de Agustín de Hipona, esta tiene su plasmación en la filosofía
griega. ¿Se deben compaginar o son contradictorias, fe y razón, religión y filosofía? ¿Se
debe aprovechar o descartar, negarla totalmente?
La primera patrística la rechaza. Tertuliano afirmó: "creo porque es absurdo". Debemos
elegir entre Atenas o Jerusalén. San Agustín y otros filósofos cristianos dirán lo
contrario: se pueden unir (no en igualdad, ciertamente, pues, en caso de conflicto, la fe
y la palabra sagrada tienen prioridad).
El de Hipona sostiene que no hay rivalidad, que no son contrarias, que la filosofía sirve
para esclarecer el contenido de la religión. La fe no es irracional: no es absurdo pensar
que el universo tiene un creador bondadoso e inteligente (lo que no será es
científicamente verificable). Si la razón llega a conclusiones contrarias a las de la fe, 6
habría que pensar que es la fe la que posee la verdad, esta no puede imponerse sobre
la fe (recordemos los trágicos casos de Giordano Bruno y Galileo, cuando sus ideas
científicas y filosóficas parecían contradecir verdades de fe). La razón procede de lo
humano; pero la fe procede de Dios.
La razón, en fin, es necesaria para la fe y la fe (la creencia religiosa) necesaria para
comprender la realidad, para el correcto ejercicio de una razón que debe ser orientada
por la fe, una razón que, sin ella, por así decir, "da palos de ciego". “Conoce para creer,
cree para conocer”, es una de las frases más conocidas de Agustín de Hipona.
6. EL PROBLEMA DE LA ÉTICA/MORAL
Antes de plantear la cuestión de la ética o moral, es decir, de los fundamentos del buen
o mal comportamiento humano, deberíamos recordar lo dicho en el último punto de la
antropología respecto al pecado original: digamos que el ser humano se encuentra
moralmente disminuido, dañado, por ese acontecimiento original.
Debemos distinguir entre el libre albedrío y la libertad. Lo primero es la facultad
de determinar nuestro propio comportamiento en función de nuestros propósitos, de
nuestra intención, en un sentido u otro (bien o mal); la libertad supone obrar
bien dentro de ese libre albedrío. El ser humano está condicionado, pero no totalmente
determinado, por condicionamientos biológicos (instintos, pulsiones...), sociales,
culturales... Por decirlo brevemente, no somos ni animales ni autómatas; estos no
pueden elegir su comportamiento, nosotros, sí. Podemos elegir los mandatos de Dios, o
no hacerlo: podemos desobedecer y anteponer lo que es inferior (el placer, la riqueza,
el honor...) a lo que es superior: la voluntad de Dios. En esto consiste el pecado, en una
inversión de la jerarquía natural (divina) de aquello que debe ser elegido por nuestra
voluntad. La libertad, sin embargo, consiste en la capacidad de elegir el bien, de
liberarnos de nuestras inclinaciones bajas, innobles, para abrazar lo que es superior. La
libertad consiste en obedecer a Dios y en desobedecer a nuestras inclinaciones
sensibles. No es que estas sean malas en sí mismas; lo malo consiste, digámoslo de
nuevo, en anteponerlas a las leyes de Dios.
Esta voluntad libre, este querer libre, nos permite hacer el bien o pecar; podemos elegir.
Pero esta voluntad está marcada por el pecado original, por lo que vamos a necesitar
la gracia, que el amor de Dios descienda a nosotros para ayudarnos y salvarnos. Al
heredar este pecado de nuestros padres, los seres humanos no escogen directamente
el bien. Para conseguir la salvación, "el cielo", necesitamos la gracia, pues Dios nos sigue
amando y quiere que superemos el estado de caída, el pecado.
Comentemos la cuestión del mal moral. Como dijimos en la cuestión del origen del mal
en el contexto del creacionismo, el mal moral (el que procede de la conducta humana)
reside en la inclinación humana, por el libre albedrío, de elegir el mal. Como seres
libres, somos responsables: ante nuestros actos, podemos decir: "he sido yo". El mal
moral se da cuando abusamos del don dado por Dios del libre albedrío (capacidad de
hacer el bien o el mal); por lo tanto, la responsabilidad es personal.
Digamos, para finalizar, que la felicidad del ser humano, la auténtica felicidad, se
encuentra en la contemplación y en el amor de Dios. Si cumplimos con la libertad y
elegimos el bien, llegaremos "al cielo", a una especie de retorno al paraíso perdido,
donde gozaremos, por toda la eternidad, de la plenitud que en la tierra no alcanzaremos
jamás.
7. LA CUESTIÓN DE LA POLÍTICA/SOCIEDAD 8
Agustín es el primer autor en defender que hay un sentido en la historia. Las sociedades
antiguas, agrarias, tenían una concepción cíclica del tiempo. También algunas escuelas
filosóficas concebían el tiempo como una sucesión circular de eventos (para los estoicos,
por ejemplo, el universo se extinguía en un gran fuego cósmico para volver a recomenzar
una y otra vez). Para aquellas sociedades, los verdaderos acontecimientos habían tenido
lugar en un tiempo mítico, anterior a los humanos; el tiempo se repetía de forma
circular, como la repetición de las estaciones del año. Para el de Hipona, la temporalidad
ni es cíclica ni es una masa de datos caóticos, inconexos. Ya el judaísmo, de donde surge
el cristianismo, concibe la historia de una forma lineal, como la espera del Mesías (quien
restauraría el reino de Israel frente al dominio de otras naciones). Cualquier hecho
histórico cobraba significado a partir de esta premisa.
Para nuestro autor, la historia tiene un principio (la creación) y va dirigida hacia un
punto: el juicio final y la segunda venida de Jesucristo. Al haber una meta, la historia
cobra sentido, dirección, significado. Entre esos dos puntos, todo lo que sucede entre
ellos tiene un sentido.
Este modelo lineal tiene su correlato en la noción de progreso, en la Ilustración; pero
también el marxismo concibe la historia de un modo análogo, similar: la historia tiene
una dirección: el fin del dominio político y de la explotación económica, el fin de la lucha
de clases y la sustitución del reino de la necesidad por el de la libertad: el comunismo.
La historia es el escenario donde Dios se manifiesta y tiene lugar la salvación (o la
condenación). Este es el sentido interno, el plan divino que se desarrolla en la historia,
el escenario de un drama que va más allá de la biografía de los individuos y la historia
de las naciones: la segunda llegada de Jesucristo y la victoria definitiva del bien.
El de Hipona ilustra este conflicto como la lucha entre dos ciudades: la ciudad de Dios y
la ciudad terrenal. La primera está compuesta por aquellos que aman a Dios sobre todas
las cosas; la segunda, por quienes, ante todo, se aman a sí mismos. La primera es la
ciudad de los elegidos por Dios; la segunda, la de los reprobados. En la realidad, en la
historia, estos hombres están mezclados; solo Dios puede distinguirlos. Un hombre
puede ser cristiano y pertenecer a la Iglesia, pero si su principio de conducta es el amor
a sí mismo y no el amor a Dios, entonces "su reino es de este mundo (terrenal)". Al final
de los tiempos se revelará (apocalipsis) el significado de la historia: la victoria de la
ciudad de Dios. Es probable que Agustín de Hipona tratara de encontrar sentido a los
acontecimientos catastróficos que le tocó vivir: la destrucción del Imperio romano de
Occidente a manos de tribus germánicas.
La historia para Agustín está marcada por la escatología: por la idea de lo postrero o
último, del fin del mundo y la integración de todos los acontecimientos políticos en un
proceso teológico, en un relato cósmico, moral y espiritual, acerca del destino último de
la humanidad: el triunfo definitivo del bien sobre el mal, la salvación de los justos y la
condenación de los malvados.
Por último, cabe decir respecto a las relaciones entre iglesia y Estado que, aun
tratándose de poderes distintos, y aunque el Estado tenga, como objetivo el bienestar
material y la justicia terrenal del pueblo, no debe olvidar que los seres humanos tienen 9
un destino trascendente y no meramente temporal, mundanal: la salvación, la
inmortalidad y la contemplación de Dios. El Estado no debe apartarse de las finalidades
religiosas.