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Filosofía en la edad media: fe y razon.

La filosofía de Agustín de Hipona

1. Breve biografía del autor


Agustín de Hipona nació en el 354 en la ciudad de Tagaste, en una provincia romana-
africana (ahora Argelia). Estudió en Cartago retórica y filosofía. Su educación estuvo
marcada por santa Mónica, su madre, cristiana, y por la influencia de una sociedad
pagana en la que el hedonismo tenía una importante presencia. Quizá la contradicción
entre la autoridad materna y su inclinación juvenil al placer le sumió en cierta crisis, de
la que trató de salir a través de la filosofía. En este punto comienza una búsqueda
intelectual y emocional que, tras un largo viaje, le llevará de vuelta al cristianismo.
Tras su formación en Cartago Agustín cayó en el maniqueísmo, una especie de
secta de origen persa que defendía un dualismo según el cual el mundo es el producto
de un conflicto entre la luz y la oscuridad, el bien y el mal, y que entendía ambos como
sustancias reales. Descontento con esta visión de la existencia, nuestro pensador viajó
a Milán, donde conoció al obispo Ambrosio, cuyos sermones le atrajeron: frente al
irracionalismo de algunos padres de la Iglesia, opuestos a cualquier filosofía, afirmaba
que la religión cristiana era compatible con el ejercicio de la inteligencia y la razón.
Angustiado por el problema del mal, el de Hipona encuentra en el neoplatonismo de
Plotino una posible solución, así como algunas ideas congruentes con la fe cristiana, que
no repugnen las Sagradas Escrituras. En el año 386 se convierte al cristianismo. Diez años
después es nombrado obispo de Hipona. En el 430, estando sitiada Hipona por las
huestes de los vándalos de Genserico, morirá, poco antes de que la ciudad fuera
completamente arrasada.
Con él nace el filosofar en la fe. La conversión al cristianismo es el eje de su
filosofía, un pensamiento en el que la fe no sustituye a la inteligencia, sino que la
promueve y estimula. Para este autor, en fin, razón y fe son complementarias. Como se
dice en el libro de Isaías (7,9): ‘si no tenéis fe, no podréis entender’.
2. Breve introducción a su pensamiento
Agustín de Hipona (354 - 430) conforma el núcleo del pensamiento europeo hasta el
siglo XII; este pensamiento es una síntesis de fe cristiana y platonismo, la filosofía que
mejor casaba con esta religión: elementos como la creación del mundo por el Demiurgo
(narrada en el diálogo Timeo); la semejanza entre el mundo de las ideas y el cielo, de un
lado, y del mundo material o sensible y la tierra, de otro; la relación entre la idea de Bien
y Dios, y la participación de lo creado en las ideas divinas (las esencias puras, en Platón).
Situamos al autor, en cuanto a su filosofía, en el bloque de la Edad Media; aunque le
corresponde la antigua, en rigor, pues muere antes de la fecha que inaugura el medievo:
el 476, año de la caída de Roma. 2

3. EL PROBLEMA DE DIOS
La primera preocupación de un pensador cristiano como él es, lógicamente, Dios: la
realidad suprema y primera verdad. En el Éxodo, Dios le dice a Moisés: "Yo soy el que
soy". Está escrito, pues, en el libro revelado, que Dios es el ser en grado sumo: Dios es
la suprema esencia y la verdadera realidad.
La primera idea fundamental en este punto es la del creacionismo: Dios ha creado el
universo y el tiempo de la nada (ex nihilo). Al principio estaba Dios, solo él, eterno. Con
su palabra va creando toda la realidad. En el Génesis, dios va nombrando y, con su
palabra, genera, produce lo real: hágase la luz (fiat lux), "y la luz se hizo". Al crear el
mundo (el universo en su totalidad) empieza a contar el tiempo. Ahora bien, Dios crea a
partir de un modelo, de un conjunto de arquetipos eternos que tiene en su mente.
Esta es la idea del ejemplarismo. Las podemos llamar "ideas eternas" (pero, a diferencia
de las ideas platónicas, no subsisten al margen del pensamiento divino): la idea de
triángulo, de tetraedro, de caballo, de rosal, de cisne, de delfín... También podría Dios
tener ideas que no quiso, en última instancia, realizar, lanzar a la existencia (la sirena, el
centauro...). Unas ideas las pone en la realidad (siempre a partir de los modelos,
arquetipos o ejemplares); otras, no, en función de su voluntad. No hay nada que obligue
a Dios a crear, ninguna ley cósmica, nada por encima de él: crea por amor, por bondad.
Como el Demiurgo platónico, crea a causa del bien (en el Génesis, tras cada "oleada" de
creación, se dice, "y Dios vio que era bueno").
Dios ha creado el mundo por su palabra y en un solo instante, y ha depositado en la
materia los gérmenes (rationes seminales, noción que procede de los estoicos) de todos
los seres futuros, que aparecerán en el momento querido por Dios. Dios creó el mundo
en su totalidad y esparció semillas de todos los seres de la naturaleza que se irían
desarrollando según pauta temporal precisa.

Dios y el problema del mal


Este es problema de enorme relevancia en la historia de la filosofía: la teodicea (del
griego 'justicia de Dios'), una parte de la filosofía de la religión que trata de pensar
racionalmente a Dios, en especial, trata de hacer una justificación de Dios respecto al
mal en el mundo.
Partimos de la idea de que todo ha sido creado por Dios. Además, hay un plan divino al
que llamamos "providencia": todo lo que ocurre, absolutamente todo, forma parte de
ese plan. Si esto es así, ¿por qué existe el mal? ¿También este ha sido creado por Dios?
¿Será acaso un ser maligno? Que el mal existe no necesita de mucha observación:
abundan las catástrofes naturales y los horrores históricos y sociales. Sin embargo, en la
Biblia (que es la palabra de Dios) se dice "el que no ama, no conoce a Dios, porque Dios
es amor" (Juan, 1 4-8). La razón debe deshacer esta contradicción (una contradicción
que los maniqueístas evitaban al hablar de dos divinidades).
Para ello, Agustín retoma ideas neoplatónicas (de Plotino, en concreto). Su solución
para "exculpar" a Dios es sostener que el mal no existe, es carencia de ser o perfección.
Agustín no admite su existencia; solo existe el ser, el bien, la perfección; el mal es su 3
ausencia. Podríamos decir, por poner un ejemplo, que ni la oscuridad ni la sombra tienen
entidad propia, sino que son falta de entidad, de realidad, una especie de vacío en el
ser. La oscuridad no existe en sí misma, existe la luz; la oscuridad es más o menos luz.
Luego no existe, es ausencia de luz. El mal es carencia de bien; la enfermedad, de salud.
Se trata de justificar a Dios de la producción del mal (esta absolución es una exigencia
lógica, si partimos de su unicidad e infinita bondad).
El mal individual y físico tampoco se le puede atribuir a Dios (el producido por la
naturaleza, la enfermedad, la vejez…). En el plan divino, todo lo que nos parece malo
(desde nuestro limitado punto de vista), revierte en un bien mayor. La pandemia es un
mal desde cierto punto de vista, pero desde el punto de vista de la totalidad, ha
producido un bien: el desarrollo en muy poco tiempo de vacunas que podrían servir para
esta y futuras pandemias. El horror de la Segunda Guerra Mundial y el holocausto,
produjo, en 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (quizá habría que
preguntar a quienes pasaron por los campos de concentración, pero en fin...). Todo mal
particular genera un bien mayor, aunque seamos incapaces de entender el plan divino.
En el bloque sobre ética no extenderemos más, pero el mal que genera el
comportamiento de unos hombres sobre otros tampoco mancha la infinita bondad y
sabiduría de Dios: para que no hubiera mal humano habría que quitar la libertad, la
posibilidad de elegir de forma autónoma el mal; sin embargo, la libertad es un bien
mayor que su ausencia, pues nos hace humanos. Es mejor, aumenta el bien total en el
universo, a pesar de todo, que existan humanos libres, y no que existan autómatas o
meros animales conducidos por su instinto. Sin libertad, además, Dios no podría ser
justo: dar a cada cual lo que merece.

Demostraciones de la existencia de Dios


La existencia de Dios no es evidente, sino problemática. Lo evidente no necesita
demostración; que Dios existe no es tan indudable como las verdades lógicas. El ateísmo
es defendido, a menudo, por personas inteligentes y no malvadas. Por todo ello, es
preciso usar la razón, un terreno de juego que compartimos: si aceptas su juego (la
lógica, lo coherencia del lenguaje, el hecho de que la verdad obligue) se puede tratar de
demostrar su existencia al margen de las creencias. Aquí se ve que el cristianismo no
solo es una religión; también es una filosofía.
Estas son las pruebas:
• La grandeza de la creación: el orden del mundo y la legalidad del universo son
índices, señales, de una inteligencia creadora. No es creíble que el azar, la
casualidad, lo fortuito, hayan generado un universo ordenado matemáticamente
(las leyes de la materia y el movimiento se expresan en forma matemática, en
forma de ecuación). Newton sostenía que el armonioso equilibrio del sistema
solar es una demostración de que Dios es un gran matemático.
• El consenso entre los hombres de todo tiempo y lugar: en todas las culturas ha
habido formas de religiosidad: animistas, politeístas, monoteístas… La presencia
de lo sobrenatural y sagrado, decimos hoy, es un universal cultural.
• La presencia de ideas perfectas y eternas en nuestra mente (en el alma, diría 4
Agustín): existen en nosotros ideas con carácter eterno e inmutable, por
ejemplo, las operaciones matemáticas más sencillas, o las verdades geométricas
(el área de un círculo, siempre, aunque no sea pensada, es igual al número pi por
el cuadrado del radio). También las verdades lógicas son eternas: el principio de
identidad, por ejemplo (A = A), o si dos cosas son iguales a una tercera, son
iguales entre sí… Ahora bien, la naturaleza humana es finita, temporal, mutable…
¿Cómo pueden estar estas ideas en nosotros? ¿Cuál es su origen? ¿Cuál, su
causa? ¿Qué ha puesto en un recipiente finito, limitado, cambiante, ideas
eternas e inmutables? La causa no puede ser, a su vez, finita y mutable, sino un
ser infinito e inmutable:
Dios.

4. LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO


En primer lugar, el esfuerzo intelectual de Agustín de Hipona se dirige contra los
escépticos, contra aquellos que afirman que es imposible llegar a la verdad.
Obviamente, si el conocimiento verdadero es inalcanzable, el objeto supremo de
nuestro pensamiento (y de nuestro amor) se perdería. Aquellos caen en una
contradicción (síntoma de error, de falsedad) pues, en el fondo, sí creen que existe la
verdad: afirman que es verdad que no existe la verdad. Al menos existiría una verdad,
según ellos. Por otra parte, si reflexionamos detenidamente, alcanzamos una certeza
absoluta: podemos ponerlo todo en cuestión, dudar de todo; pero, en el momento en
que lo hacemos, somos conscientes de una certeza inconmovible: si dudamos,
existimos.

Hay tres tipos de conocimiento:


• El sensible: de acuerdo con la escuela platónica, la mera información que nos
llega por los sentidos no nos muestra la verdadera realidad. Es un conocimiento
cambiante, de objetos tangibles, físicos; un conocimiento útil para la vida
cotidiana, pero sin el rango de ciencia. Si nos quedamos en lo sensible no
llegamos a verdades universales y necesarias. Este tipo de información no es
totalmente confiable (buscamos un saber absoluto, firme, objetivo, no las
certezas de cada uno o las opiniones, que para vivir nos bastan).
• Conocimiento racional inferior: es el elaborado por la inteligencia, por
el pensamiento abstracto: ciencias como la física, la biología, la química, la
astronomía... Es inferior porque, si bien trata de lo universal y necesario (como
lo son las leyes físicas y las que regulan la naturaleza), trata de cosas
temporales (el mundo físico tiene un comienzo, lo orgánico podría tener un
final). Estas ciencias hablan de reglas universales, de patrones que conforman
la naturaleza. Hay algo que es aun superior a esta racionalidad.
• Conocimiento racional superior: la filosofía o sabiduría: también
existen verdades universales y necesarias, pero de lo eterno e inmutable.
Además. es aquello que fundamenta los juicios, algo así como las primeras bases
del pensamiento y de la realidad: los primeros principios de la lógica. Por
ejemplo, el principio de identidad: una cosa solo puede ser idéntica a sí misma
(dicho de otro modo: todo lo que existe es absolutamente único, pues si tuviese 5
un par idéntico serían una única cosa). O el principio de contradicción: una
afirmación y su contraria no pueden ser al mismo tiempo verdaderas. También
las verdades matemáticas son eternas. Estos axiomas (verdades primeras y
fundamentales) son universales porque rigen toda la realidad; necesarios,
porque no pueden no darse, y además son eternos e inmutables. Aunque no
existiera el universo material, los axiomas seguirían siendo universales y
necesarios. Son el fundamento, la base de nuestra razón y de la realidad.

La teoría de la iluminación
Dijimos que una de las pruebas de la existencia de Dios es la presencia de ideas eternas
e inmutables en nuestra mente (en nuestra alma, diría Agustín de Hipona); hemos
dicho que no han podido surgir de nosotros, de nuestra experiencia, pues no somos
eternos ni inmutables, ni nada de lo que observamos lo es. El razonamiento es el
siguiente: tengo verdades eternas (conocimiento racional superior); estas no surgen a
través de los sentidos (todo lo que me muestran es cambiante); ¿de
dónde surgen entonces? De Dios. Este las pone en la intimidad de la conciencia, en el
alma, en una dimensión del ser humano que no es material ni espacial. Las
descubrimos en el interior; para conocer lo eterno no miramos hacia afuera (los
sentidos); sino hacia adentro: las encontramos en el silencio, la meditación, el
razonamiento personal, la introspección. La verdad no está en la realidad externa, sino
en el alma. La podemos descubrir por iluminación divina, porque Dios ha puesto la
verdad en nosotros. El conocimiento es, pues, de un modo similar a Platón, re-
conocimiento de verdades eternas, tal vez podríamos decir, innatas.

Razón y fe
Se trata de un problema fundamental en el cristianismo y por tanto en la filosofía
medieval.
Esta religión tiene una fe (recogida en las sagradas escrituras): creencia en Dios padre,
creador de todo lo que existe; en que Jesucristo es el hijo de Dios, el salvador, que
resucitó al tercer día, que existe el cielo, la tierra, que habrá un juicio final en el que los
justos serán salvados y los malos condenados, en que el ser humano es cuerpo y alma
(o espíritu) inmortal… Pero un ser humano no solo tiene fe, tiene razón. Para los
cristianos del tiempo de Agustín de Hipona, esta tiene su plasmación en la filosofía
griega. ¿Se deben compaginar o son contradictorias, fe y razón, religión y filosofía? ¿Se
debe aprovechar o descartar, negarla totalmente?
La primera patrística la rechaza. Tertuliano afirmó: "creo porque es absurdo". Debemos
elegir entre Atenas o Jerusalén. San Agustín y otros filósofos cristianos dirán lo
contrario: se pueden unir (no en igualdad, ciertamente, pues, en caso de conflicto, la fe
y la palabra sagrada tienen prioridad).
El de Hipona sostiene que no hay rivalidad, que no son contrarias, que la filosofía sirve
para esclarecer el contenido de la religión. La fe no es irracional: no es absurdo pensar
que el universo tiene un creador bondadoso e inteligente (lo que no será es
científicamente verificable). Si la razón llega a conclusiones contrarias a las de la fe, 6
habría que pensar que es la fe la que posee la verdad, esta no puede imponerse sobre
la fe (recordemos los trágicos casos de Giordano Bruno y Galileo, cuando sus ideas
científicas y filosóficas parecían contradecir verdades de fe). La razón procede de lo
humano; pero la fe procede de Dios.
La razón, en fin, es necesaria para la fe y la fe (la creencia religiosa) necesaria para
comprender la realidad, para el correcto ejercicio de una razón que debe ser orientada
por la fe, una razón que, sin ella, por así decir, "da palos de ciego". “Conoce para creer,
cree para conocer”, es una de las frases más conocidas de Agustín de Hipona.

5. LA ANTROPOLOGÍA (EL PROBLEMA DEL SER HUMANO)


Agustín de Hipona defiende el dualismo antropológico, con evidentes resonancias
platónicas: el ser humano se compone de cuerpo y alma. Como está escrito en el
Génesis, el ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios; por tanto, los hombres
y mujeres, a diferencia de los animales, tienen vida espiritual: somos un cuerpo mortal
y un espíritu inmortal (el alma entendida no solo como razón, como la parte intelectiva
de ese principio que nos anima, sino como elemento inmaterial e inespacial destinado
a la inmortalidad). El cuerpo es corruptible, mortal, cambiante... El otro elemento es
inmortal, inmutable y tiende a Dios. En todo caso, la concepción peyorativa del cuerpo
en Platón no se da en Agustín de Hipona, pues si todo procede de Dios, también lo hace
el cuerpo: la corporeidad puede ser limitada, pero no mala, negativa. Dejemos a un lado
la cuestión de la resurrección de los cuerpos. [Punto 6.1.]
El alma tiene un esquema trinitario: está dividida en tres partes, y se vincula al dogma
de la Santísima Trinidad: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero un solo Dios
verdadero.
Existen en el alma tres facultades: memoria, inteligencia y voluntad. La memoria se
vincula a la identidad personal. El autor establece una analogía entre esta facultad y la
afirmación de Dios en el Éxodo: "Yo soy el que soy". La memoria da continuidad,
permanencia: somos quienes somos porque somos capaces de establecer un relato que
une nuestro pasado con el presente. La inteligencia se relaciona con la capacidad de
conocer el mundo, la verdad, la realidad que se oculta más allá de las apariencias.
Además, el ser humano es voluntad y amor, buscar, elegir la felicidad no tanto a través
del conocimiento (como los sabios grecorromanos), sino mediante la voluntad (querer
lo que Dios quiere) y el amor, a Dios y al prójimo como a uno mismo. La felicidad
reside en llegar a Dios, en alcanzar lo absoluto, la plenitud y la reintegración del yo en
la unidad de Dios. Ahora bien, la salvación del ser humano no se logra únicamente por
el propio esfuerzo, por la buena voluntad; es necesaria la gracia de Dios, es decir,
necesitamos de la ayuda y del amor de Dios hacia nosotros. [Punto 5.6]
Para comprender al ser humano es fundamental la noción de pecado original. El ser
humano ha heredado de la pareja primera una mancha, un mal, una especie de
inclinación a la desobediencia, a la inversión en el orden de preferencias naturales y
divinas. Como se narra en el Génesis, Eva (la sensualidad) cede ante el placer y la
promesa hecha por la serpiente (encarnación del mal, del ángel caído, Parque del
Retiro): si coméis de los árboles prohibidos, seréis como dios: inmortales y sabios; Adán
(que, en la interpretación del obispo de Milán Ambrosio representaría a la razón), cede,
a su vez, ante la sensualidad. Dios los descubre avergonzados por su desnudez y los 7
castiga: son expulsados del paraíso y comienza la historia: el dolor y el sufrimiento
vinculado al trabajo. Desmitologizando el relato, podríamos decir que la "moraleja" del
asunto es que, sin la ayuda de Dios (sin la gracia), la razón humana es incapaz de
sobreponerse a su inclinación por lo sensible, por lo placentero, por lo corporal.

6. EL PROBLEMA DE LA ÉTICA/MORAL
Antes de plantear la cuestión de la ética o moral, es decir, de los fundamentos del buen
o mal comportamiento humano, deberíamos recordar lo dicho en el último punto de la
antropología respecto al pecado original: digamos que el ser humano se encuentra
moralmente disminuido, dañado, por ese acontecimiento original.
Debemos distinguir entre el libre albedrío y la libertad. Lo primero es la facultad
de determinar nuestro propio comportamiento en función de nuestros propósitos, de
nuestra intención, en un sentido u otro (bien o mal); la libertad supone obrar
bien dentro de ese libre albedrío. El ser humano está condicionado, pero no totalmente
determinado, por condicionamientos biológicos (instintos, pulsiones...), sociales,
culturales... Por decirlo brevemente, no somos ni animales ni autómatas; estos no
pueden elegir su comportamiento, nosotros, sí. Podemos elegir los mandatos de Dios, o
no hacerlo: podemos desobedecer y anteponer lo que es inferior (el placer, la riqueza,
el honor...) a lo que es superior: la voluntad de Dios. En esto consiste el pecado, en una
inversión de la jerarquía natural (divina) de aquello que debe ser elegido por nuestra
voluntad. La libertad, sin embargo, consiste en la capacidad de elegir el bien, de
liberarnos de nuestras inclinaciones bajas, innobles, para abrazar lo que es superior. La
libertad consiste en obedecer a Dios y en desobedecer a nuestras inclinaciones
sensibles. No es que estas sean malas en sí mismas; lo malo consiste, digámoslo de
nuevo, en anteponerlas a las leyes de Dios.
Esta voluntad libre, este querer libre, nos permite hacer el bien o pecar; podemos elegir.
Pero esta voluntad está marcada por el pecado original, por lo que vamos a necesitar
la gracia, que el amor de Dios descienda a nosotros para ayudarnos y salvarnos. Al
heredar este pecado de nuestros padres, los seres humanos no escogen directamente
el bien. Para conseguir la salvación, "el cielo", necesitamos la gracia, pues Dios nos sigue
amando y quiere que superemos el estado de caída, el pecado.
Comentemos la cuestión del mal moral. Como dijimos en la cuestión del origen del mal
en el contexto del creacionismo, el mal moral (el que procede de la conducta humana)
reside en la inclinación humana, por el libre albedrío, de elegir el mal. Como seres
libres, somos responsables: ante nuestros actos, podemos decir: "he sido yo". El mal
moral se da cuando abusamos del don dado por Dios del libre albedrío (capacidad de
hacer el bien o el mal); por lo tanto, la responsabilidad es personal.
Digamos, para finalizar, que la felicidad del ser humano, la auténtica felicidad, se
encuentra en la contemplación y en el amor de Dios. Si cumplimos con la libertad y
elegimos el bien, llegaremos "al cielo", a una especie de retorno al paraíso perdido,
donde gozaremos, por toda la eternidad, de la plenitud que en la tierra no alcanzaremos
jamás.

7. LA CUESTIÓN DE LA POLÍTICA/SOCIEDAD 8

Agustín es el primer autor en defender que hay un sentido en la historia. Las sociedades
antiguas, agrarias, tenían una concepción cíclica del tiempo. También algunas escuelas
filosóficas concebían el tiempo como una sucesión circular de eventos (para los estoicos,
por ejemplo, el universo se extinguía en un gran fuego cósmico para volver a recomenzar
una y otra vez). Para aquellas sociedades, los verdaderos acontecimientos habían tenido
lugar en un tiempo mítico, anterior a los humanos; el tiempo se repetía de forma
circular, como la repetición de las estaciones del año. Para el de Hipona, la temporalidad
ni es cíclica ni es una masa de datos caóticos, inconexos. Ya el judaísmo, de donde surge
el cristianismo, concibe la historia de una forma lineal, como la espera del Mesías (quien
restauraría el reino de Israel frente al dominio de otras naciones). Cualquier hecho
histórico cobraba significado a partir de esta premisa.
Para nuestro autor, la historia tiene un principio (la creación) y va dirigida hacia un
punto: el juicio final y la segunda venida de Jesucristo. Al haber una meta, la historia
cobra sentido, dirección, significado. Entre esos dos puntos, todo lo que sucede entre
ellos tiene un sentido.
Este modelo lineal tiene su correlato en la noción de progreso, en la Ilustración; pero
también el marxismo concibe la historia de un modo análogo, similar: la historia tiene
una dirección: el fin del dominio político y de la explotación económica, el fin de la lucha
de clases y la sustitución del reino de la necesidad por el de la libertad: el comunismo.
La historia es el escenario donde Dios se manifiesta y tiene lugar la salvación (o la
condenación). Este es el sentido interno, el plan divino que se desarrolla en la historia,
el escenario de un drama que va más allá de la biografía de los individuos y la historia
de las naciones: la segunda llegada de Jesucristo y la victoria definitiva del bien.
El de Hipona ilustra este conflicto como la lucha entre dos ciudades: la ciudad de Dios y
la ciudad terrenal. La primera está compuesta por aquellos que aman a Dios sobre todas
las cosas; la segunda, por quienes, ante todo, se aman a sí mismos. La primera es la
ciudad de los elegidos por Dios; la segunda, la de los reprobados. En la realidad, en la
historia, estos hombres están mezclados; solo Dios puede distinguirlos. Un hombre
puede ser cristiano y pertenecer a la Iglesia, pero si su principio de conducta es el amor
a sí mismo y no el amor a Dios, entonces "su reino es de este mundo (terrenal)". Al final
de los tiempos se revelará (apocalipsis) el significado de la historia: la victoria de la
ciudad de Dios. Es probable que Agustín de Hipona tratara de encontrar sentido a los
acontecimientos catastróficos que le tocó vivir: la destrucción del Imperio romano de
Occidente a manos de tribus germánicas.
La historia para Agustín está marcada por la escatología: por la idea de lo postrero o
último, del fin del mundo y la integración de todos los acontecimientos políticos en un
proceso teológico, en un relato cósmico, moral y espiritual, acerca del destino último de
la humanidad: el triunfo definitivo del bien sobre el mal, la salvación de los justos y la
condenación de los malvados.
Por último, cabe decir respecto a las relaciones entre iglesia y Estado que, aun
tratándose de poderes distintos, y aunque el Estado tenga, como objetivo el bienestar
material y la justicia terrenal del pueblo, no debe olvidar que los seres humanos tienen 9
un destino trascendente y no meramente temporal, mundanal: la salvación, la
inmortalidad y la contemplación de Dios. El Estado no debe apartarse de las finalidades
religiosas.

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