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Que lo hayan metido preso me hizo sonreír. No es, por otra parte, la primera vez que
sucede. En esa barriada, el bar de Gandia es el centro de perdición, la vecinal del
vicio. Es la parada obligada de todo proletario que se desvía. Y su dueño, Gandia, hijo
de obrero o de campesino, no sé bien, tiene las manos ásperas, callosas, pesa unos
cien kilos, y está siempre sucio y mal afeitado. Es de esos hombres cuya hosquedad
es demasiado pueril como para ofender, dar miedo, o simplemente convencer. Se ve
de lejos que Gandia está como enredado consigo mismo, en discordia interna
perpetua, por razones que sin duda él mismo desconoce, y que lo que se manifiesta a
los otros es la dureza que se desprende de ese desarreglo, como el hombre que
encontramos tratando de enroscar infructuosamente, desde hace horas, un tornillo
microscópico, y nos saluda con malhumor.
Yo creo que formular un juicio moral en el caso de Gandia no tiene ningún sentido.
Una explicación es más pertinente y yo creo poder suministrarla: Gandia hace
trampas por cortesía. Destinado a perder, Gandia disimula sus tendencias profundas
haciendo trampas. Cortesía para consigo mismo en primer término, ya que las trampas
darían a su existencia, puramente lineal, que cae como una piedra del vacío al abismo,
la ilusión de una agonía; para con los otros jugadores también, sacándoles, con la
mediación de las trampas, los escrúpulos; y por último, cortesía sublime para con el
mundo exterior, tan mudo y tenue, al suministrarle, a expensas de sí mismo, un
espesor dramático. Por eso la noticia de que lo habían metido preso la semana
pasada me hizo sonreír. Y que nadie ponga el grito en el cielo.