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Cuando hablamos sobre los valores estéticos, nos referimos a la virtud que tiene un objeto
determinado para provocar emociones positivas o negativas sobre el espectador, pero también a
aquellos criterios dados por un grupo de individuos, que servirán para evaluar cuáles serán los
objetos o entidades que tendrán dicha valía.
En segundo lugar, tenemos la idea de que el valor reside en la obra de arte como tal: aunque el
individuo observa, no será él quien delimite el valor del objeto, sino las propiedades del mismo:
Sus colores, postura o figuras determinadas, bastarán para que la población se sienta atraída de
alguna forma, y decida rechazar o admirar aquello que le es mostrado.
Ambas posturas poseen 2 puntos ampliamente discutibles. La primera, porque se inclina a recorrer
un camino únicamente subjetivo, negando así la posibilidad de que puedan existir criterios
similares a la hora de delimitar la utilidad, belleza o finalidad emocional del objeto artístico. la
otra, porque hace a un lado la subjetividad, y promueve el móvil de lo estandarizado, al negar la
participación activa y la evaluación directa por parte de quien observa.
Ahora bien. Si los valores estéticos se definen a sí mismos como aquellos elementos que nos
permiten emitir juicios sobre lo que nos produce agrado o desagrado, podemos afirmar, sin temor
a equivocarnos, que, si bien no pueden existir experiencias completamente iguales, sí
consideraciones parecidas.
A su vez, destacar que las propiedades del objeto artístico, al ser el reflejo de una expresión
personal, histórica y actual, tienen la capacidad de despertar sentimientos en el espectador, pero
la experiencia estética que corresponde a la delimitación de lo bello, lo armónico, agradable o
dispar, pertenece en una primera instancia al campo de la subjetividad, para después forjar un
todo a través de la experiencia social.