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PALACIO VALDÉS Y EL MAESTRANTE

1. Parque San Francisco


“El Bombé estaba desierto en aquella hora. Era un paseo amplio en forma de salón,
recién construido en lo alto del famoso bosque de San Francisco, desde donde se
señoreaba todo. Éste bosque de robles corpulentos, añosos, algunos de los cuales
pertenecían a la selva primitiva donde se fundó el monasterio que dio origen a
Lancia, servía de sitio de recreo y esparcimiento a la población, hasta cuyas
primeras casas llegaba. Permaneció siempre en lamentable abandono; pero la
última corporación municipal había llevado a cabo en él magnas reformas que le
habían valido los aplausos de los espíritus innovadores: Un paseo, algunos
jardincillos alrededor y una calle enarenada entre los árboles que le ponía en fácil
comunicación con la ciudad”

2. Calle del Carpio


“Desde tiempo inmemorial tenían costumbre de recibir en su casa por la noche a la
juventud de Lancia, particularmente a los muchachos que se placían en asistir por la
grandísima libertad que allí disfrutaban. Por acuerdo tácito todos ellos las tuteaban.
Y era en verdad peregrino el oír a los chicuelos de diez y ocho años hablar con tal
familiaridad a unas viejecitas que pudieran ser sus bisabuelas. Carmelita para aquí,
Nuncita para allá porque la más anciana se llamaba Doñ. Carmen y la más joven
Doñ. Anunciación. Tres o cuatro generaciones habían pasado por aquella salita de
la calle del Carpio, modesta y aseada, con el pavimento de madera encerada, sillas
de paja, sofá de damasco encarnado, cómoda de caoba atestada de chirimbolos,
espejo con marco de carey y diversos cuadritos al pastel representando la historia
de Romeo y Julieta. La tertulia de las Meré era la más antigua de Lancia”

3. Calle Santa Lucía//Ana y Palacio de Velarde//Museo Bellas


Artes de Asturias
“La calle Santa Lucia, con ser de las más céntricas, es también de las más
solitarias. Está cerrada en su terminación por la base de la Torre de la
basílica, esbelta y elegante como pocas en España, y sólo sirve de camino
ordinariamente a los canónigos que van al coro y a las devotas que salen de
misa de madrugada. En esta calle, corta, recta, mal empedrada y de viejo
caserío, se alza el palacio de Quiñones de León. Era una gran fábrica oscura
de fachada churrigueresca, con balcones salientes de hierro. Tenía dos pisos,
y sobre el balcón central del primero un enorme escudo labrado toscamente y
defendido por dos jayanes en alto relieve tan tosco como sus cuarteles. Una
de las fachadas laterales caía sobre pequeño jardín húmedo, descuidado y
triste cerrado por una tapia de regular elevación; la otra sobre una callejuela
aún más húmeda y sucia abierta entre la casa y la pared negra y
descascarillada de la iglesia de San Rafael.”
4. Casa de la Rúa S.XVI
“El palacio de los condes de Onís merece especial mención en esta historia. Es un
edificio antiquísimo, el más antiguo de la ciudad en unión de algunos restos de la
primitiva basílica que aún quedaban en pie. No se había salvado otra cosa del
horroroso incendio que en el siglo XIV había destruido la población. Su aspecto más
era de fortaleza que de mansión. Pocas y estrechas ventanas cortadas por
columnas de piedra, distribuidas caprichosamente por la fachada; una pared lisa de
piedra, ennegrecida por los años; algunos agujeros cuadrados cerca del techo, a
guisa de aspilleras; una gran puerta de medio punto reforzada con grandes clavos
de acero. Por dentro era inmensa y tenía más alegría. El patio ancho, más ancho
que la calle. Por la parte trasera la luz del medio día bañaba sus ventanas. Los
árboles de la huerta metían las ramas por ellas, sirviendo de fresca cortina para
templar sus rayos. El conjunto de aquel vetusto caserón ofrecía misterios y encantos
singulares para los lacienses dotados de imaginación, en especial para los niños,
únicos seres que conservan, en nuestra edad prosaica, la fantasía despierta. Su
fachada, si es que tal nombre puede darse a aquella lisa pared con pequeños
huecos tirados a granel, daba a la calle de la Misericordia, una de las más céntricas
de la ciudad. Una de las ventanas, quizá la más ancha, enfilaba la calle de
Cerrajerías, y por ella se veía la catedral lejos.”
*calle cerrajerias no existe ahora

MAPA:
DOLORES MEDIO Y NOSOTROS, LOS RIVERO
1. Descripción de la ciudad
“Oviedo era una ciudad cargada de prejuicios y de intereses creados, que,
como la mayor parte de las viejas capitales provincianas, amaba el orden
sobre todas las cosas y tenía muy arraigado el concepto del honor al antiguo
estilo. Todo lo que representaba una innovación o un desquiciamiento de su
vida apacible era acogido con recelo, cuando no rechazado sin miramientos
de ninguna clase” (p. 51)

“Todavía durante los primeros veinticinco años del siglo actual, conservaba
Oviedo la vieja estampa de una histórica ciudad dormida, que no acaba de
incorporarse al ritmo acelerado de la vida moderna. Lentitud, sueño, desgana,
parecían ser el lema de la ciudad.” (p. 144)

2. Estación del Norte, Calle Uría, El Carbayón


“La gran arteria de la ciudad, era una calle joven, recién nacida. Sin
personalidad. Una calle que nada tenía que ver con las viejas calles de la
dormida vetusta, tristes, oscuras y oprimidas entre los caserones blasonados
y las casucas de paredes desconchadas por la humedad (…) La calle Uría
era joven, ancha, alegre…Arrancaba del antiguo emplazamiento de “El
Carbayón”, el árbol secular de los oventesnes, derribado en el año 1879 y
llegaba hasta la Estación del Norte (…) Sobre la acera izquierda, iban
surgiendo, como por arte de encantamiento, pequeñas construcciones, tipo
chalet (…) En la acera derecha se levantaban casas de vencidad, de tres y
¡hastas de cuatro pisos! (…) Decididamente, la nueva y moderna rúa había
arrebatado el cetro de la supremacía y la elegancia a la vieja y cansada
Cimadevilla,que extendía sus tentáculos –Nueva, Rúa, Santorio, Trascorrales,
Plaza de la Constitución, Sol, Magdalena, Fierros, Jesús, El Peso—sobre la
parte antigua de la ciudad.” (p. 53-54)

“Una apretada hilera le partía en dos avenidas –de ida y de regreso-, por las
que paseaban las señoritas. Las artesanas debían hacerlo por la acera que
bordeaba el parque, si no querían despertar la murmuración de todo Oviedo,
que las censuraría duramente si se atrevían a pasar la raya marcada por los
convencionalismos. A su vez, las artesanas cuidaban de que ninguna
muchacha de servicio, ni obrerita de poca categoría, se atreviese a alternar
con ellas (…)” (p. 17)
3. Edificio Histórico de la Universidad de Oviedo
“Las cadenas de la Universidad de Oviedo eran algo consustancial con
su vida. Cuando era niña se columpiaba en ellas, después de haberlas
ganado, en buena lid, a los muchachos del barrio” (p. 20)

“La niña se había refugiado en la Universidad, desde que ella y sus


huestes habían sido desalojadas de las ruinas de la antigua Fortaleza.
En ella tenía instalado Lena Rivero su cuartel general y, en verdad, no
era fácil encontrar en todo Oviedo un lugar más apropiado para sus
correrías.” (p. 76)

“Allí estaba desafiando el fuego, como desafiaba el paso de los siglos.


Allí estaban sus muros inconmovibles. Pero sólo sus muros. El interior,
como el Palacio Episcopal, era un montón de ruinas (…) Y la biblioteca:
una de las mejores de España…” (p. 340)

4. Catedral de Oviedo
“Tia Mag decía que cuando se le cayese de la mano aquella bola que
sostenía, se acabaría el mundo” (p. 25)

“La Catedral de Oviedo tiene, sobre la frescura honda de los demás templos
góticos, la humedad de una catacumba (…) Las grandes baldosas blancas y
negras que pavimentan su suelo producen, con frecuencia, al sensación de
estar recién lavadas (…) En el recinto de la Catedral hay siempre humedad y
frescura” (p. 206)

“Seguía visitando al Cristo del Pasadizao y a otra amiga que también había
encontrado en la catedral. La llamaba la “Virgen de la leche” (…) Era, como el
Cristo del Pasadizo, una Virgen a la que nadie rezaba.” (p. 221)

5. Plaza de Porlier
“Los jardines de Porlier eran sencillos, salvajes, aviniéndose por ello con el
temperamento de la pequeña Rivero. Un marco de castaños sombreaba
cuatro alfombras de hierba, en las que se revolcaban a placer todos los
chicos del barrio. Y en el centro, algo así como una farola, siempre apagada.
La plazuela, llena de gritos infantiles, estaba descuidada. Deliciosamente
salvaje y abandonada. En el corazón mismo de la ciudad, enmarcada por los
palacios de Camposagrado, del Conde Toreno y del Banco Asturiano” (p. 77)
6. Plaza de Riego
“Al llegar a la plazuela de Riego, se detuvo a saludar al viejo amigo. La
estatua del revolucionario le era tan familiar y tan querida como la del
Inquisidor, aunque su pedestal no resultase tan fácilmente accesible…
Siempre llegaba algún guardia a tiempo para impedir el asalto a la verja y
jardines que le rodeaban. Por cierto, que los jardines de Riego traían intrigada
a Lena. No se explicaba el motivo de que aquellos minúsculos jardines se
encogiesen o se estirasen cada vez que cambiaba el ayuntamiento” (p.
128-129)

7. Calle San José


“Los cantos de la calle y las losas rotas de las aceras torturaban a sus pies
tanto como a su espíritu la ausencia de la calle de la Universidad (…) La calle
de San José era una calle dormida. Lena la había llamado, desde el primer
momento, “la calle muerta”. Una calle sin tránsito, sin comercios, casi sin
edificios (…) sin sol, sin movimiento, acunada por el posar de las campanas,
permanecía aletargada sobre un regazo de redondos cantos y losas
desgastadas” (p. 146)

“La calle de San José no pertenecía a los modernos barrios de elegantes


construcciones en las que estaban instaldos el comercio, las oficinas y la
banca, ni se hallaba 10 encalvada en las barriadas obreras, primeras en
recoger y propagar toda clase de rumores. San José pertenecía a las calles
muertas o dormidas del viejo Oviedo, que participaban apenas en el
movimiento de la vida social” (p. 304)

8. Calle Cimadevilla
“Desde entonces, Cimadevilla comenzó a sumirse en el dulce sopor de las
calles viejas, que añoran el fru-fru de las enaguas almidonadas y el señoril
empaque de las crinolinas. Cimadevilla es en la actualidad una calle del
Oviedo antiguo, demasaido alta, demasaido vieja, demasaido aburrida. Y las
señoras elegantes de la ciudad se olvidan con frecuencia de incluirla en su
recorrido caundo salen de compras” (p. 55)
9. Calle Magdalena (Puerta Nueva)
“Pero San Lázaro tenía también una vecindad poco edificante, que le arrebató la hija
a Mariona: la Puerta Nueva. La Puerta Nueva fue durante muchos años, hasta que
la guerra civil la dejó reducida a escombros, el barrio de la prostitución oventese (…)
Estaba situada la Puerta Nueva sobre la carretera de Castilla que es también la del
Cementerio del Salvador, y aunque entonces no era la hermosa avenida en que hoy
se ha convertido, estaba tan frecuentada como cualquier calle céntrica de la ciudad”
(p. 117- 118)

10. Plaza del Fontán


“Lena conocía la plaza a la hora del mercado y entonces resultaba tan
diferente… Por todas partes cestas, sacos, cajones, mostradores portátiles de
madera… Mujeres que pregonan gritando su mercancía, cacareos de
gallinas, regateos, disputas. Un infierno de gritos, de pregones, de olores
desagradables… (…) Sólo bajo este aspecto conocía Lena la Plaza, y se
quedó sorprendida gratamente al descubrir aquella tarde su verdadero
encanto. En los atardeceres, la plazuela desnuda mostraba su belleza
romántica, señorial… Una cadena de árboles con la copas enlazadas como
las manos de las niñas que juegan al corro, cercaba la cuadrada acera, limpia
a esas horas de tenderetes. El Palacio del Marqués de San Félix, el teatro
viejo y otras viejas mansiones (…) Tenía El Fontán, sobre el empaque
señorial de su plaza abierta, la gracia folklórica de la pequeña plaza, recogida
entre su marco de soportales, como un patio de vecindad. Un corrillo de
viejas parecían las casucas que la cercaban (…)” (p. 183)

“Lena Rivero contemplaba, a través de los cristales de la ventanilla, el


pequeño valle, envuelto en un manto de fina niebla. Un paisaje quebrado,
verde y dulce, que contrastaba con la aridez viril y ancha de la meseta. Las
cercanas montañas clavaban su picachos en un cielo de sucio algodón en
rama. Pequeñas colinas y desniveles y una vegetación exuberante obligaban
al expreso a retorcerse, ondulándose como una serpiente negra que reptase
entre surcos y malezas” (p. 359)
CLARÍN Y “LA REGENTA”
1. Campo San Francisco, Paseo de los Curas/Paseo del Bombé
(Espolón y Paseo Grande)
“Estaban a la entrada del Espolón, el paseo de los curas, según antiguo
nombre.(…) Era el espolón un paseo estrecho, sin árboles, abrigado de los
vientos del Nordeste, que son los más fríos en Vetusta, por una muralla no
muy alta, pero gruesa y bien conservada, a cuyos extremos ostentaban su
arquitectura achaparrada sendas fuentes monumentales de piedra oscura,
revelando su origen en la ablativo absoluto Rege Carolo III, grabado en medio
de cada mole como por obra del agua resbalando por la caliza años y más
años. Del otro lado limitaban el paseo largos bancos de piedra también; y no
tenía el espolón más adorno, ni atractivo, a no ser el sol, que, como lo hubiera
toda la tarde, calentaba aquella muralla triste. Al abrigo de ella paseaban
desde tiempo inmemorial los muchos clérigos que son principal ornamento de
la antigua corte vetustense; por invierno de dos a cuatro o cinco de la tarde, y
en verano poco antes de ponerse el sol hasta la noche (…) Tradicionalmente
el Espolón venía siendo patrimonio de sacerdotes, magistrados melancólicos
y familias de luto” (p. 263- 265)

“Por las tardes, paseándose por el Espolón, donde ya iban quedándose a sus
anchas curas y magistrados, porque el mundanal ruido se iba a la sombra de
los árboles frondosos del Paseo Grande”. (p. 396)

2. La Colonia (Calle Campomanes)


“El Magistral volvía el catalejo al Noroeste, allí estaba Colonia, la Vetusta
novísima, tirada a cordel, deslumbrante de colores vivos con reflejos
acerados; parecía un pájaro de los bosques de América, o una india brava
adornada con plumas y cintas de tonos discordantes. Igualdad geométrica,
desigualdad, anarquía cromáticas.” (p. 11)

“El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estaba convertida
en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir la cuesta que
terminaba en el cementerio (…) Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma.
La tapia del cementerio se destacaba en la claridad plomiza del cielo como
una faja negra del horizonte. No se veía nada distintamente. Los cipreses,
detrás de la tapia, se balanceaban, parecían fantasmas que se hablaban al
oído, tramando algo contra los atrevidos que se acercaban a turbar la paz del
camposanto.” (p. 458)
3. Coliseo y la Plaza del Pan (Plaza del Fontán y Biblioteca de
Asturias)
“El teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan, según le
llamaban en elegante perífrasis el gacetillero y crítico de El Lábaro, era un
antiguo corral de comedias que amenazaba ruina y daba entrada gratis a
todos los vecinos de la rosa náutica. Si soplaba el Norte y nevaba, solían
deslizarse algunos copos por la claraboya de la lucerna (…) Era un axioma
vetustense que al teatro había que ir abrigado. Las más distinguidas
señoritas, que en el Espolón y el Paseo Grande lucían todo el año vestidos de
colores alegres, blancos, rojos, azules, no llevaban al coliseo de la Plaza del
Pan más que gris y negro y matices infinitos del castaño (…) Las
decoraciones se habían ido deteriorando, y el Ayuntamiento, donde
predominaban los enemigos del arte, no pensaban en reemplazarlas.” (p.
312)

4. Plaza Nueva (Plaza Mayor) y el Palacio de los Ozores, San


Isidro (San Isidoro)
“En la Plaza Nueva, en una rinconada sumida ya en la sombra está el Palacio
de los Ozores, de fachada ostentosa recargada, sin elegancia, de sillares
ennegrecidos, como los del Casino, por la humedad que trepa hasta el tejado
por las paredes.” (p. 151)

“Desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había
visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo
un libro, por su huerta que llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la
había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba
en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en
medio la plazuela de la Catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo.” (p. 7)

“El palacio de Carraspique, comprobado por poco dinero en la quiebra de un


noble liberal, que murió del disgusto, estaba enfrente del caserón de los
Ozores, en la Plaza Nueva, podrida de vieja.” (p. 207)

“La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta una importancia
excepcional, si se ha de creer lo que decía El Lábaro. Por lo menos el templo
de San Isidro, donde se celebraba, se adornó como nunca. (…) La capilla de
la catedral se trasladó en masa al coro de San Isidro reforzada por algunas
partes rezagadas de la última compañía de zarzuela que había tronado en
Vetusta (…) La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron su
contingente respectivo al templo, que estaba todas las tardes de bote en bote.
No cabía un vetustente más.” (p. 506)

“Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto


estaba casi en tinieblas, tinieblas reflejadas y multiplicadas por los paños
negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo,
brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama
los pies de Cristo, que goteaban sangre.” (p. 219)

5. La Encimada
“Alrededor de la Catedral se extendía, en estrecha zona, el primitivo recinto
de Vetusta. Comprendía lo que se llamaba el barrio de la Encimada y
dominaba todo el pueblo que se había ido estirando por Noroeste y por
Sudeste (…) La Encimada era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta.
Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros,
aquéllos a sus anchas, los otros apiñados. El buen vetustense era de la
Encimada (…) El Magistral veía a sus pies el barrio linajudo compuesto de
caserones con ínfulas de palacios; conventos grandes como pueblos; y
tugurios, donde se amontonaba la plebe vetustense, demasiado pobre para
poder habitar las barriadas nuevas allá abajo, en el Campo del Sol, al
Sudeste, donde la Fábrica Vieja levantaba sus augustas chimeneas, en
rededor de las cuales un pueblo de obreros había surgido.” (p. 9)
6. Santa María la Blanca (Santa María de la Corte)
“Don Fermín, a las once, recordó que era día de conferencia en la Santa Obra
del catecismo de las Niñas. Él era el director de aquella institución docente y
piadosa, que celebraba sus sesiones en el crucero de la iglesia de Santa
María la Blanca. Sentía el humor más a propósito para el caso. Con mucho
gusto entró en aquel templo risueño, alegre, con sus adornos flamígeros de
piedra blanca esponjosa. En medio del recinto se levantaba una plataforma
de tabla de pino, de quita y pon; sobre ella a un lado había tres filas de
bancos sin respaldo, y enfrente de ellos una mesa cubierta de damasco viejo,
manchada de cera, presidida por un sillón de pana roja y varios taburetes de
igual paño. El sillón era para el magistral, los taburetes para los capellanes,
catequistas, y en los bancos se sentaban las niñas.” (p. 417)

7. La Corralada
“Cuando se vio otra vez al aire libre, en la Corralada, De Pas respiró con
fuerza… se le figuraba aquel día, que salir del Palacio era salir de una cueva.
De tanto hablar allá dentro, tenía la boca seca y amarga y se le antojaba
sentir un saborcillo a cobre. Se encontraba un aire de monedero falso. Se
apresuró a dejar la plazuela que cubría de sombra la parda catedral… huyó
hacia las calles anchas, dejó la Encimada con sus resonantes aceras
gastadas y estrechas, su triste soledad solemne, su hierba entre los guijarros,
sus caserones ahumados, sus rejas de hierro encorvadas, y buscó la Colonia,
saliendo por la Plaza del Pan, la calle del Comercio y el Boulevard, de cuyos
arbolillos caían las hojas secas sobre anchas losas.” (p. 231)
8. Catedral de Oviedo
“La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de
dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque
antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto
de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta
arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice
de piedra que señalaba el cielo; no era una de esas torres cuya aguja se
quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis
que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de sus espiritual
grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía
como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso,
inimitable en sus medidas y proporciones.” (p. 1)

“La torre de la catedral, que a la luz de la clara noche se destacaba con su


espiritualidad contorno, transparentando el cielo con sus encajes de piedra,
rodeada de estrellas, como la Virgen en los cuadros, en la oscuridad ya no
fue más que un fantasma puntiagudo; más sombra en la sombra.” (p. 177)

“En la gran nave del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos a mucha
distancia; en las capillas laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en
las sombras, se veía apenas grupos de mujeres arrodilladas o sentadas sobre
los pies, rodeando los confesionarios (…) Era la capilla del Magistral. En el
altar había dos candelabros de bronce, sin velas, sujetos con cadenillas de
hierro. Delante del retablo estaba un Jesús Nazareno de talla; los ojos de
cristal, tristes, brillaban en la oscuridad.” (p. 14)

“El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era
una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A
lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se
guardaba ropas y objetos de culto. Encima de los cajones pendían cuadros
de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de
artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas
cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las
moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol
negro, del país.” (p. 14-15)

“Entraron en la capilla del Panteón. Era ancha, oscura, fría, de tosca fábrica,
pero de majestuosa e imponente sencillez. (…) Aquí descansan desde la
octava centuria los señores reyes don…” (p. 22)
“Y el Arcipreste que manifestara poco antes tanta prisa por salir del templo,
se empeñó en entrar en Santa Clementina. El Magistral le siguió, para ocultar
su deseo de llegar al espolón cuanto antes. (…) En medio de la capilla, don
Saturnino….(…) –señores – exclamaba , ya lo ven ustedes: esta capilla es el
lunar, el feo lunar, el borrón diré 8 mejor, de esta joya gótica. Han visto
ustedes el panteón, de severa arquitectura románica, sublime en su
desnudez; han visto el claustro, ojival puro; han recorrido las galerías de la
bóveda, de un gótico sobrio y nada amanerado; han visto la cripta llamada
Capilla Santa de las reliquias (…) En toda la Santa Basílica han podido
corroborar la idea de que este templo es obra de arte severo, puro, sencillo,
delicado… Empero aquí, señores, forzoso es confesarlo, el mal gusto
desbordado, el hinchazón, la redundancia se han dado cita para labrar estas
piedras en las que lo amanerado va de la mano con lo extravagante lo
recargado con lo deforme. Esta Santa Clementina, hablo de su capilla, es una
deshonra del arte, la ignominia de la Catedral de Vetusta.” (p. 37)

“Llegó a la Catedral. (…) De Pas se acercó al facistol, hojeó los libros grandes
del rezo y hasta solfeó un poco en voz baja, leyendo la música señalada con
notas cuadradas, de un centímetro por lado. Todo estaba bien (…) Detrás del
coro, en lo alto de las naves laterales, las ventanas y rosetones dejaban
pasar la luz deshaciéndose en rojo, azul, verde y amarillo. En un lado san
Cristobal sonreía con boca encarnada de una cuarta, partida por un plomo, al
Niño de la Bola, que mantenía un mundo verde sobre su mano amarilla.
Enfrente vio el Magistral el pesebre de Belén cuadriculado también por rayas
opacas. Jesús sonreía a la mula y el buey.” (p. 416)

“Ya era tarde. La Catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche. Ana
esperaba sin aliento, resuelta a acudir a la señal que la llamase a la
celosía…Pero el confesionario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la
madera. Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de
cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperara una escena
trágica inminente. Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño…. (…) El
Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que
horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir
socorro y no pudo (…) El Magistral se detuvo (…) dio media vuelta (…) salió
de la capilla. Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de
mármol blanco y negro (…) Celedonio (…) venía de capilla en capilla
cerrando verjas (…) sintió un deseo miserable (…) inclinó el rostro asqueroso
sobre el de La Regenta y le besó los labios. Ana volvió a la vida rasgando las
nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la
boca el vientre viscoso y frío de un sapo.” (p. 637-638)

9. El Casino (Palacio de Miranda-Valdecarzana-Heredia)


“El Casino de Vetusta ocupaba un caserón solitario, de piedra ennegrecida
por los ultrajes de la humedad, en una plazuela sucia y triste cerca de San
Pedro, la iglesia antiquísima vecina de la Catedral. Los socios jóvenes
querían mudarse, pero el cambio de domicilio sería la muerte de la sociedad
según el elemento serio y de más arraigo. No se mudó el Casino y siguió
remendando como pudo sus goteras y demás achaques de abolengo. Tres
generaciones habían bostezado en aquellas salas estrechas y oscuras, y esta
solemnidad del aburrimiento heredado no debía trocarse por los azares de un
porvenir dudoso en la parte nueva del pueblo, en la Colonia. Además, decían
los viejos, si el casino deja de residir en la Encimada, adiós Casino. Era un
aristócrata. Generalmente el salón de baile se enseñaba a los forasteros con
orgullo; lo demás se confesaba que valía poco.” (p. 97)

“La biblioteca consistía en un estante de nogal no grande, empotrado en la


pared. Allí estaban representando la sabiduría de la sociedad, el Diccionario y
la Gramática de la Academia. (…) Los socios antiguos miraban la biblioteca
como si estuviera pintada en la pared.” (p. 99-100)

10. Fuente Mari Pepa (Fuente de Pando):


“Llegaron a la fuente de Mari-Pepa. Estaba a la sombra de robustos castaños,
que tenían la corteza acribillada de cicatrices en forma de iniciales y algunas
expresando nombres enteros. La orla de álamos que se veía desde lejos
servía como de muralla para hacer el lugar más escondido y darle sombra a
la hora de ponerse el sol; por oriente se levantaba una loma que daba abrigo
al apacible retiro formado por la naturaleza en torno al manantial. Aunque
situado en una hondonada, desde allí se veía magnífico paisaje. (p. 153)”

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