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Anas - 7-8 (1994-95) pp.

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MUSEO DE MÉRIDA: DE LA IGLESIA

DE SANTA-CLARA AL MUSEO NACIONAL

DE ARTE ROMANO!

MANUEL BENDALA GALÁN

Fue llegar esa vez a Mérida -en otro Septiembre, .hace ahora veinticinco años-, y
sentir que las calles y plazas de la ciudad, sus edificios, y no digamos sus ruinas roma­
nas, cobraban un sentido nuevo . Caminaba tratando de asimilar la responsabilidad de
haber aceptado el estudio de uno de sus monumentos romanos como coronación de mi
carrera universitaria. Tenía que acostumbrarme a la idea de, no sólo estar dispuesto a
ver, a recibir sensaciones, a disfrutar con las lecciones de historia que por todas partes
regala Mérida a sus visitantes, sino que desde ese momento tenía la comprometida
obligación de hacerme preguntas y, además, obtener respuestas y entregarlas a los
demás, a cuantos las demandaran en el futuro.
Aunque inexperto, tenía clara conciencia de que el conocimiento modela o remo­
dela la realidad, hasta el punto de transformarla. Lo desconocido es como si no exis­
tiera, y cuando algo se conoce, se presenta a nuestra mirada según la manera en que lo
hacemos nuestro, en que lo entendemos. La principal responsabilidad del arqueólogo,
más que descubrir o desenterrar testimonios del pasado, monumentos de la historia, es
explicarlos con acierto para presentarlos a todos de manera que puedan ser captados y
entendidos adecuadamente, ajustados a lo que en verdad fueron y son. Es un objetivo
principal que no siempre se alcanza: cuántas realidades -arqueológicas y no arqueoló­
gicas- las vemos deformadas, sesgadas, tan desprovistas de su propia significación que
son, a los ojos de todos, algo distinto de lo que en realidad son. Es aquella profunda

(1). Este texto recoge literalmente la conferencia pronunciada en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida con moti­
vo de la celebración del "X DÍA DEL MUSEO", el 19 de Septiembre de 1996. Se conmemoraba el primer decenio de his­
toria del nuevo Museo de Mérida , y la conferencia, según criterio de los orgaoizad~res del acto, patrocinado por el
Ministerio de Cultura, se proponía recordar brevemente el proceso de formación del Museo, lo que supouía de camino ren­
dir homenaje a la figura fundamental de D. José Álvarez y Sáenz de Buruaga. En su condición de impulsor principal del
proyecto, el Museo se hace materia y síntesis de la preocupación de D. José por la Arqueología y la Historia de Mérida, de
donde mi propuesta de incluir el.contenido de la conferencia en esta publicación dedicada a rendir tributo a su ejemplar tra­
yectoria humana y profesional, en este caso con un modesto ejercicio casi literario basado en buena medida en el afectuo­
so recuerdo a su persona y a su significación.
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verdad la que hace del hombre un creador, un demiurgo, especialmente de aquél que·
asume la responsabilidad de explicar las cosas, de dar pautas para entenderlas.
Tenía, por tanto, la conciencia -que mi bisoñez hipertrofiaba y la hacía gravitar
sobre mí hasta hacerme temblar las rodillas- de que en adelante iba a convertirme en
un modesto modelador o recreador de Mérida (o de una parte pequeña de ella), aun­
que no removiera un palmo de terreno. Mi campo de acción iba a estar en el legado
monumental ya descubierto y, desde luego, en el Museo Arqueológico de la ciudad.
Hacia él me encaminaba mientras charlaba con mi acompañante automatizadamente,
sin prestar más atención que la necesaria, sumido en la reflexión sobre mis nuevos
compromisos y responsabilidades. Así comienzo a rememorar las impresiones recibi­
das en el primer viaje de estudio a Mérida, que entonces, en el vértigo de lo inmedia­
to, de lo presente, se amasaban con un cúmulo indefinible de angustias, insegurida­
des, entusiasmos y, tal vez, de miedos.
El centro neurálgico de la Mérida arqueológica era su Museo de Arte Romano, al
que ya nos aproximábamos para, sobre todo, visitar a su director -a la sazón, D. José
Álvarez Sáenz de Buruaga-, presentarme y hacerle saber mis propósitos. Ya sabía que
D. José era el mejor punto de partida para estar animado y certero en la tarea que me
esperaba. Para llegar a su despacho había que entrar en el Museo y recorrerlo casi por
entero, y durante el trayecto, más y distintamente que en anteriores ocasiones, el
ambiente en que entonces me introducía como un iniciado fue dejando en mí sensa­
ciones imborrables, al ensalmo de la particular realidad museográfica del antiguo
museo, de sus extraordinarias colecciones.
Dejada a la espalda la Plaza de España, un breve paseo por la calle Santa Julia nos
había situado, a la izquierda y a su término, ante el Muse0 2 . Se hallaba en un edificio
prestado, la Iglesia de Santa Clara, construida en el siglo XVII por D. Lope Sánchez
de Triana, en principio para religiosas de la Orden Tercera de San Francisco, aunque
después quedaría destinado a albergar una comunidad de clarisas. La desarmotización
había cambiado radicalmente el destino de esta noble construcción, concebida con los
criterios de un atemperado barroco. Su fachada principal, al fondo de un pequeño jar­
dín limitado con tapia enrejada, mostraba en la portada el mejor exponente de su esti­
lo arquitectónico: una composición de evidente mesura formal y buen trabajo de can­
tería. El amplio vano, enmarcado arriba por un siempre prodigioso dintel adovelado,
queda inscrito en un orden toscano sobre altos plintos, que soporta un frontón quebra­
do y partido en el centro para dejar espacio a una hornacina, enmarcada por una arqui­
tectura similar, que cobija la imagen de.Nuestra Señora de la Antigua.
La memoria histórica y el peso de una muy determinada tradición cultural y edu­
cativa, conducían a que consciente o inconscientemente tuviera la certeza de que por
una portada así se entraba en un ambiente sacrosanto. El sitio invitaba al silencio, al
deambular quedo y pausado. No era fácil hablar y, espontáneamente, cualquier comen­
tario, cualquier comunicación, se apagaba para sobrevivir en apenas un susurro.

(2). Para la rustoria del Museo y del edificio, puede verse el amplio estudio de J .M' Álvarez Martinez y T. Nogales Basarrate,
en 150 años en la vida de un Museo. Museo de Mérida, 1838-1988, Catálogo de la Exposición organizada con ese con­
tenido por el Ministerio de Cultura, Mérida, 1988.
Museo de Mérida : de la Iglesia de Santa Clara al Museo ... 23

Allí estábamos, en el amplio espacio de lo que fue iglesia, tras un corto recorrido
desde la entrada. El interior, incuestionablemente ajado por el descuido y el paso de
los años, mantenía su digno porte arquitectónico. En su disposición en cruz latina sua­
vemente articulada se marcaba bien la preeminencia de la espaciosa nave longitudinal,
a la que las cubiertas abovedadas y la cúpula del crucero otorgaban solemnidad y pres­
tancia. Era fundamental la luz, tamizada y casi homogénea, en gran parte cenital y
repaI1ida regularmente desde los lunetos de lo alto, a la que se sumaba la que lateral­
m nte entraba por unos pocos vanos bajos. Era un ambiente claro y gris, atravesado
aquí y allá por chorros de mayor luminosidad, apenas poblado por las fantasmagóri­
cas esculturas de mármol, que, de lejos, o se confundían casi con la atmóstera del
lugar, o se hacían más tangibles y volumétricas, según la cantidad de luz que por el
sitio o el momento les llegaba.
Los habituales retablos dorados, las imágenes sagradas -la mayor palte de ellas de
madera coloreada y estofada, o vestidas con telas para parecer más reales y próximas-,
que cabe suponer en la iglesia en sus tiempos de culto, habían dejado paso a un repar­
to, junto a las paredes desnudas, de rígidas y pálidas figuras de mármol, que parecían
deliberadamente dispuestas a apelar, no al corazón, como las que le precedieron, sino
al más frío entendimiento. Ante aquéllas debían brotar, espontáneos, la oración o el sen­
timiento en complicidad con sus misterios; ante éstas eran de esperar la interrogante, el
análisis acerado y erudito para, precisamente, desvelar los suyos.
Repuestos de la impresión global, o al embrujo de ella, el recorrido por entre las
esculturas y las demás piezas iba haciendo cada vez más poderosa la sensación de estar
ante un legado de importancia excepcional. Procedía en su totalidad de la misma
Mérida, y había sido lentamente atesorado, según la Augusta Emerita romana se iba
mostrando, mutilada y a: trozos, en las remociones sucesivas de la Mérida moderna.
Algunos eruditos iniciaron la conservación de inscripciones, esculturas y otros vesti­
gios romanos, en la ola de recuperación y veneración de la Antigüedad Clásica propia
del Renacimiento . Nobles emeritenses, como D. Fernando de la Vera y Vargas, y muy
especialmente su hijo, el Conde de la Roca, reunen las primeras colecciones en el siglo
XVI. El palacio de éste último, en la vecindad de la Iglesia de Santa Clara, incorpora­
ba'en la fachada epígrafes y esculturas clásicas, para pública declaración de las inquie­
tudes humanísticas y eruditas de su propietario.
En el siglo XVII, el gran erudito e historiador local Bernabé Moreno de Vargas
(1 576-1648) , amén de coleccionista él mismo, se hace amplio eco de la Antigüedad y
de las antigüedades de Mérida3 , y consolida un interés por los vestigios del pasado que
se iría acrecentando en adelante. En efecto, la Ilustración dieciochesca, el interés de
las recien creadas Academias, y las demás tendencias cultas de la época condujeron a
la formación de las primeras colecciones públicas, como la muy notable promovida
por D. Agustín Francisco Forner y Segarra, que se instaló en el Convento de Jesús
Nazareno, donde hoy se halla el Parador Nacional de Turismo. Otra colección monta­
ba el Ayuntamiento en el Conventual, a la entrada del Puente.

(3). Su Historia de la Ciudad de Mérida, de 1633, sigue siendo de gran interés pa ra el conocimiento de la ciudad. Cuenta
con varias reedi ciones, entre eJJas la reciente de la Diputación de Badajoz, de 1974.
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Diversas vicisitudes, como los frecuentes traslados de colecciones y piezas, o más


graves como los expolios que acompañaron a la ocupación francesa, aconsejaron la
creación de un Museo público que reuniera todas las antigüedades emeritenses, lo que
se acordó en una Real Orden de 26 de Marzo de 1838. Diez años después, en noviem­
bre de 1848, otra Real Orden cedía para sede de la colección la iglesia del Convento
de Santa Clara, extinguido en el célebre proceso desamortizador que se coronó entre
1835 y 1837 con las disposiciones de Mendizábal.
Así se fundieron el continente y el contenido en el Museo que durante mucho tiem­
po fue referencia principal de la Arqueología emeritense y de la romanidad hispana.
La colección experimentó varios cambios y fue enriqueciéndose aceleradamente, por­
que las excavaciones aumentaban y el patrimonio de la ciudad era enorme. Se hizo
desde el principio insostenible la ocupación sólo parcial de la Iglesia para albergar la
creciente colección, casi arrinconada por el uso preferente de aquélla para otros fines,
como los de escuela o local de teatro. La presión de personalidades ilustres como
Cánovas del Castillo o el emeritense Pedro María Plano, o de instituciones como las
Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes, no lograron el objetivo de conver­
tir todo el espacio de la iglesia en salas de exposición.
Habrá que esperar a los comienzos de nuestro siglo, cuando la arqueología de la
ciudad experimenta un decisivo impulso con la llegada del catedrático D. José Ramón
Mélida4 y la fructífera colaboración que, para sus proyectos, recibió del erudito eme­
ritense D. Maximiliano Macias; con la labor de ambos, como bien se sabe, comienza
la arqueología moderna en Mérida. Se producen hallazgos espectaculares, como las
esculturas del santuario mitráico del Cerro de San Albín -descubiertas al construir la
plaza de toros-, y comienzan excavaciones de gran empeño en edificios principales
como el teatro, el anfiteatro o el circo. La colección emeritense se enriquece hasta el
punto de hacer inaplazable una instalación mínimamente digna de su calidad y de su
tiempo. Por ello -y por fín- entre 1929 y 1930 se acomete la nueva instalación, con
toda la antigua iglesia ya disponible, bajo el patrocinio del Ministerio de Instrucción
Pública, la Diputación Provincial de Badajoz, la Dirección General de Turismo y el
Ayuntamiento emeritense; la dirección corrió a cargo de Mélida y Macías.
Los vestigios escultóricos y arquitectónicos más importantes de la Mérida imperial,
se ordenaban agrupados con cierto criterio junto a las paredes del salón principal; en
el centro, pequeñas vitrinas metálicas exponían los objetos menores; en el coro bajo se
ubicaron los epígrafes y algún mosaico; y en la sacristía, la espléndida colección de
restos visigodos.
Este era el Museo que contemplaba en aquella memorable visita, con algunas lógi­
cas modificaciones, como la llevada a cabo en 1969 con motivo de la celebración en
Mérida del XI Congreso Nacional de Arqueología. Tras su definitiva consolidación
estuvo el Museo bajo la tutela de varios directores, pertenecientes desde la Guerra
Civil, según determinó una Orden Ministerial del 11 de Mayo de 1939, al Cuerpo
Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Fue director un tiempo D.

(4). Un acercamiento reciente al significado de su obra: M'.A. Almela Boi x, "La aportación de José Ramón Mélida a la con­
solidación de la Arqueología como disciplina cientifica en España", Historiografía de la Arqueologia y la Historia
Antigua en España (Siglos XVIII-XX), Actas del Congo Inter., Coord. J.Arce y R. Olmos, Ministerio de Cultura, Madrid,
1991, pp. 131-134.
n

Museo de Mérida: de la Iglesia de Santa Clara al Museo... 25

Octavio Gil Farrés, y desde 1945 hasta 1985, en que se jubiló, D. José Alvarez y Sáenz
de Buruaga, eje de una larga y principal etapa en la Arqueología emeritense y, por
supuesto, en la vida del Museos.
No fueron los tiempos de Sáenz de Buruaga años de bonanza económica. La
España zarandeada y pobre heredera de la Guerra Civil vió envejecer el museo duran­
te décadas, sin que se acometiera ninguna obra de importancia. Con buen criterio sabía
D. José que la mejor o la única solución era un museo nuevo, adaptado a las necesi­
dades de Mérida, porque el existente no reunía las condiciones adecuadas para el pre­
sente y, menos, para el futuro. Era una necesidad reclamada en no pocas ocasiones
solemnes y algo que se sabía desde el principio, como demuestra el hecho de que ya
en 1931, recien inaugurada la instalación de Mélida y Macías, el alcalde D. Andrés
Nieto Carrnona expusiera ante el Gobierno la necesidad de construir en Mérida un
gran Museo Nacional de Arte Romano.
La labor de D. José, a tono con su personalidad y con su condición de estudioso,
historiador y museólogo, iba a ser insistir en la necesidad de abordar en cuanto se
pudiera el proyecto del nuevo museo y, mientras tanto, sistematizar e incrementar los
fondos, estudiarlos y hacerlos estudiar. Ésta era la clave: estudiarlos y hacerlos estu­
diar. Además de su directa aportación investigadora. 6 A nuestro recordado director se
debe buena parte de la conexión de la Arqueología emeritense con las corrientes más
avanzadas de la Arquéología romana que se hacía en España y en el resto de Europa.
La apertura del Museo a los Departamentos, Institutos e investigadores de la
Universidad y de todas partes para promover investigaciones sobre temas emeritenses
era un propósito deliberadamente forjado, en una amalgama de generosidad--y de sabi­
duría acerca de lo que se podía y se debía hacer desde un museo modesto y tan rico en
fo ndos como el de Mérida.
El puente desde el que D. José pilotaba su quehacer estaba en la parte alta del sec­
tor de la antigua sacristía, que miraba, desde la espalda del edificio, hacia la calle de
Santa Clara. Era un gabinete no muy amplio pero confortable, luminoso en el sector
donde había varias mesas, con las paredes forradas de estanterías metálicas con libros
hasta el techo, muebles sencillos de madera y suelo de tarima. Al entrar en él por vez
primera recibí dos sensaciones principales: una, el agradable e inconfundible aroma
que manaba de los libros y, sobre todo, de las maderas; la otra, una más etérea sen­
sación de recogimiento y sabio sosiego, como si en esa sala se hubiera concentrado
el ambiente de espiritualidad y reflexión de la larga etapa monacal del edificio. Lo
cierto es que nada más franquear la puerta quedé liberado de la impresión abruma­
dora acumulada al paso por las salas, y cobró cuerpo la idea de que desde allí podría
acometer en condiciones la tarea que me esperaba, y que, desde entonces, dejó de
desazonarrne.

(5). Una semblanza su ya de la Mérida monumental que le tocó tutelar, puede verse en su "Panorama de la Arqlleologia eme­
ritense", discurso de ingreso en la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes, leido por D. José Alva rez el 20
de ,Diciemb re de 1981 , Badajoz, 1984.
(6). Comentada por A. Blanco, en la dedica toria al libro nusceláneo Homenaje a Sáenz de Buruaga, Madrid 1982, pp. 15­
19. Recogida en el útil Repertorio de bibliografía arqueológica emeritense, rea lizado por A. Velá zquez Jim énez, Cuadernos
Emeritenses 6, Mérida 1992.
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Para ratificarlo estaba D. José, con quien entramos en una conversación que él sal­
picaba con ingenio y gracejo, siempre en el tono quedo que le era proverbial. Se com­
prendía que era algo de su personalidad la que se trasladaba al orden y la disposición
del gabinete. En su memoria y en los libros y papeles del lugar estaba todo cuanto
hacía falta para empezar a trabajar.
y en este ambiente museístico transcurrieron años de gran enriquecimiento en la
valoración científica del riquísimo legado monumental de Mérida. La ciudad se iba
convirtiendo en un centro de estudios arqueológicos cada vez más concurrido, y con
imparable resonancia nacional e internacional. Las excavaciones continuaban y el
Museo hacía tiempo que se había quedado pequeño y obsoleto. Incluso piezas princi­
pales, como las esculturas halladas en la calle Sagasta, pertenecientes al gran pórtico
de mármol del Foro, o en otras zonas monumentales -del Templo de Diana, de las
necrópolis, etc.- no podían sino ser recogidas en el Conventual Santiaguista, adquiri­
do por la Dirección General de Bellas Artes ante las necesidades de almacenamiento,
o en barracones constmidos a ese propósito en los terrenos de la Alcazaba.
Por fín, en 1975, año del Bimilenario de la ciudad, que conmemoró un importante
Simposio Internacional organizado por D. Antonio Blanco, el Ministerio de Educación
y Ciencia decidió abordar la creación del nuevo museo, que fue aprobado en un
Decreto del Consejo de Ministros del día 10 de Julio. Se emprendía así el camino hacia
la obtención del tan deseado y tan necesario centro museístico de Mérida. Se optó por
construirlo en el "Solar de las Torres", en la vecindad del teatro y el anfiteatro, que fue
adquirido por el Estado en 1976; y sobre el proyecto empezó a trabajar un arquitecto
muy unido al patrimonio arqueológico emeritense, D. José Menéndez Pidal, pero la
muerte en 1978 tmncó su quehacer y su vida. Al año siguiente, D. Rafael Moneo
Vallés fue encargado del proyecto y el museo fue finalmente constmido entre 1981 y
1985. La inauguración se celebró el 19 de Septiembre de 1986, y aquí y en él estamos
10 años después.
A partir del proyecto museográfico preparado por el Director Alvarez y Sáenz de
Bumaga en función de las necesidades de Mérida, y con el requisito de respetar las
minas descubiertas en el solar, Moneo hizo gala de los méritos que hacían de él un
arquitecto de prestigio, idóneo para lo que se pretendía, y concibió un edificio que ha
llegado a convertjrse en uno de los más alabados exponentes de la arquitectura de
nuestro tiempo, y ha sido la base de la definitiva consagración de su autor como figu­
ra relevante a nivel internacional. e
Resulta innecesario comentar por extenso un edificio que ha sido tan amplia e li
intensamente tratado en los años últimos 7 . Bastará subrayar cómo a la modernidad de e
sus soluciones, a la atrevida apuesta que significa su configuración formal, se suman Ir

multitud de referencias a la arquitectura romana en general y a la emeritense en par­ d:


ticular, referencias que explican la feliz integración del Museo con la ciudad y con su
destino como sede de una espléndida colección de arqueología y arte romanos. Es m
una arquitectura que, para entenderme -ya que no pretendo hacer un análisis de CI

experto-, mezcla modernidad e historicismo, con fórmulas que van más allá del mero

(7) , Dos comentarios breves: R, Moneo Val/és, "El Museo Nacional de Arte Romano", Museum 3, 1987, pp, 192-196; Y D,
pe
Hernández Gil et alii, "El edi li cio", en Museo Nacional de Arte Romano, Mérida, Ministerio de Cultura, Madrid, 1988, m
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mimetismo formal respecto de los modelos romanos, y apela a sus conceptos o a sus
logros mediante peculiares y rotundas apuestas conceptuales, formales y epidérmi­
cas; en las grandes dimensiones de los elementos compositivos, en la creación de
espacios y ambientes de gran poder evocador, y, de manera muy destacada, en la tex­
tura de Jos paramentos ~en los que reina triunfante el espléndido ladrillo- puede resu­
mirse el deseo de obtener un marco con el que contribuir a la restitución de la
Augusta Emerita romana, que es uno de los propósitos del Museo en su conjunto.
Es verdad que la apuesta constructiva es tan contundente, tan atractiva, que es casi
una amenaza para la contemplación de cuanto no sea la construcción misma. Como
contenedor significa un verdadero reto museológico, no carente de problemas (por
ejemplo, en la configuración colateral de las "salas" principales) y abierto a posibili­
dades que, tal vez, no hayan apenas comenzado a desplegarse. Y nadie duda de que el
interés despertado en los ambientes cultos de todas partes, ha sido un factor de consi­
derable incidencia en el propósito de convertir a Mérida en un centro principal y mun­
dialmente conocido de la Arqueología y el Arte romanos.
Si el edificio quería ponerse a la altura de la Mérida romana -y bien que lo consi­
guió-, el desarrollo general de la arqueología emeritense ha estado también a la altura
del centro que le sirve de marco y referencia. Nuevas excavaciones siguen enrique­
ciendo el conjunto patrimonial de la ciudad, incrementadas sustancialmente al ritmo
de la nueva cupiditas aedificandi que vive Mérida desde su conversión en capital de la
Comunidad Autónoma de Extremadura, impulso coordinado ahora por el reciente­
mente creado ·Consorcio de la Ciudad Monumental Histórico -Artística y Arqueológica
de Mérida, al que se deben ya importantes iniciativas. Es como si la urbe milenaria
recuperara el pulso ciudadano -expresado en proyectos constructivos- que tuvo anta­
ño, cuando fue concebida y desarrollada como capital de la Lusitania, cuando se con­
virtió en centro de la Diocesis Hispaniarum -es decir, de toda Hispania- en las etapas
finales del Imperio, o cuando fue una de las ciudades más activas de la época visigó­
tica. Son los precedentes que justifican y explican el papel de Mérida en la
Extremadura de las autonomías.
El M useo no sólo atesora una espléndida colección de despojos de la historia ­
que es lo que los restos arqueológicos son inicialmente- , despojos que en la museo­
logía tradicional, como la que alentaba el casi romántico museo de Santa Clara, que­
daban expuestos con casi los sólos criterios de permitir su contemplación y de estar
colocados de acuerdo con las características de las salas y según una cierta raciona­
lidad temática, histórica y de clasificación museológica. Lo que en el fondo alberga
el Museo, para enlazar con lo dicho inicialmente, es un conjunto de elementos frag­
mentarios de realidades progresivamente recuperadas como resultado de una activi­
dad investigadora que permite contemplarlos y entenderlos en su verdadera signifi­
cación. Los restos están recreados, proyectados a algo que los supera sobre sí mis­
mos, que es la realidad histórica, artística, funcional o simbólica a la que pertene­
cieron, la que en último término les da sentido y forma, la que el Museo se esfuer­
za por mostrar.
Es esa realidad recuperada por la investigación y el estudio, desarrollado en Mérida
por investigadores del Museo y de otras instituciones, la que otorga a las colecciones
museográficas de Mérida su verdadero, su más cotizado valor. Los magníficos vesti­
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gios escultóricos, arquitectónicos, musivos, pictóricos, etc. que el Museo guarda 8 mul­
tiplican su interés y -sin duda- su belleza al embrujo de la recreación fruto del estudio,
convertido a la postre en otra sólida construcción intelectual con la que se enriquece
el enorme patrimonio de Mérida.
Me extendería aquí más de lo recomendable si quisiera pasar revista a tantos fac­
tores que encumbran las colecciones arqueológicas emeritenses9 . Apenas destacaré
que nos ofrece espléndidas muestras con las que estudiar el peculiar paisaje humano
de los hispanos del Imperio, con sus rasgos propios y con las muestras evidentes del
seguimiento de las modas y tendencias de Roma, de lo que da cuenta petrificada la
extraordinaria colección de retratos de emeritenses. O que podemos percibir en las
representaciones musivarias, en las pinturas o en las esculturas recuperadas, las pul­
siones ideológicas de una civilización complejísima y riquísima en matices, que se
expresó en lugares eminentes con personalidad propia, como fue el caso de esta capi­
tal de la Lusitania y acredita, por ejemplo, el excepcional conjunto de las esculturas
mitráicas halladas en el Cerro de San Albín. Casi estremece pensar que la afortunada
combinación de varios factores, como la importancia política en Roma de los con­
juntos monumentales y sus programas iconográficos, que se reproducían en las ciu­
dades principales, la buena conservación de muchos restos de la Mérida romana y la
amplia labor de investigación proyectada sobre ellos, convierten a la romanidad eme­
ritense nada menos que en referencia con la que reconstruir con nuevas posibilidades
la imagen de la propia Roma. Es lo que ocurre con los programas arquitectónicos y
escultóricos augusteos, que en Mérida tienen ahora una referencia principal y de
enorme atractivo.
El Museo nuevo de Mérida, en su fecundo decenio de vida, ha ido asumiendo la
necesidad de ir acomodando la exposición de sus colecciones a las realidades recrea­
das por la investigación. Y quizá su gran reto futuro -de inmediato futuro- sea el de
conjuntar las dos espléndidas construcciones a las que he hecho referencia: la del edi­
ficio que da marco arquitectónico al Museo y la de la imagen histórica y arqueológi­
ca recuperada sobre la base de los vestigios que alberga. La reválida de las virtualida­
des del primero, del horizonte de futuro del espléndido Museo en que estamos, será
comprobar hasta qué punto es capaz de incorporar, en lo que sea necesario, la nueva
realidad de la arqueología emeritense, aquélla que, como decía, se alza sobre sus pro­
pios vestigios para ofrecerse como algo nuevo, con su propia y deslumbrante escala
conceptual y formal.
Ese es también el reto museológico de su dirección, de su plantilla de expertos y de
cuantos trabajan en el Museo. Un campo de futuro que el Museo ha sabido cultivar y
preparar cada día convertido en un organismo vivo, en un activísimo centro de inves- .
tigación y de divulgación, íntimamente conectado con la sociedad a través de multitud
de inciativas y de instituciones como las pertenecientes a la propia Junta de

(8). Una breve aproximación, en el texto de J.M'. Álvarez Martínez el alii, que describe los fondos del Museo en el libro

citado en la nota anterior, Museo Nacional de Arte Romano. Mérida .

(9). Para una referenc ia rápida a la visión moderna de la Mérida romana, remi to a la síntesis de J.M'. Álvarez Martínez, La

ciudad romana de Merida, Cuadernos de Arte Español 6, de Histori a 16, Madrid 1991; o a la breve "Semblanza de Augusta

Emerita", de M. Benda la y J,M' , Álvarez Martínez, en Exlremadura Arqueológica IV (Arqueología en Extremadura:

10 años de descubrimientos) , ed ición de la Junta de Extremadura y la Univ, Autónoma de Madrid , 1995, pp. 179-190, con

la bibliografía reciente.

Museo de Mérida: de la Iglesia de Santa Clara al Museo... 29

Extremadura -entre ellas el citado Consorcio de la Ciudad Monumental- o la


Asociación de Arrúgos del Museo y la recien creada Fundación de Estudios Romanos.
La incansable actividad cultural desarrollada por el Museo y en el Museo es la expre­
sión cotidiana de la manera de entenderlo como una institución puntera y a la altura
de sus necesidades y capacidades, a la altura de nuestro tiempo. Su amplitud de rrúras,
su compenetración con la comunidad intelectual y CÍvica local, comunitaria, nacional
e internacional, han hecho ya del Museo un centro principal de los estudios romanos
en el mundo.
De un presente exigente es lógico esperar un futuro prometedor, y en esa línea está
claro que se mueven cuantos están interesados por el Museo, y a la cabeza quienes
laboran en la sala de máquinas, en las bodegas de esta espléndida nave: entiéndase los
despachos, las salas, los almacenes, la biblioteca, el laboratorio de restauración ... En
las salas de Santa Clara se percibía la paz rancia de un antiguo bodegón, de una natu­
raleza no muerta, sí algo dormida, aunque palpitante y tensa a la espera de su hora.
Este Museo Nacional de Arte Romano ha sido el despertar, la mañana fresca a la que
el edificio de Moneo ha puesto luz y paisaje, y en el que la realidad arqueológica que
lo habita se despereza para levantarse con fuerza sobre sus vestigios forrrúdables.

• I

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