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Mitos, dogmas

y epopeyas
Del viejo Dios a la nueva
ciencia

Agustín A. Monteverde

Un poco de historia y mucho de

agradecimiento

Introducción                                            

                                                     

I Las partes del con:icto  

II Historia de un desencuentro

III Semillas de con:icto

IV Los nuevos evangelizadores

V Galileo, El mártir

VI Darwin, El Apóstol

VII Historia y relato

VIII Más relato

IX Fe y lenguaje

X Una perspectiva desde la religión

XI Fricción

XII Regreso a las partes

XIII De la mano

XIV Fe razonada (I)                                                    

Argumento ontológico

XV Fe razonada (II)                                                  

Argumentos modales

XVI Fe razonada (III)                                                  

Argumentos cosmológicos

XVII ¿Cuán racional es la racionalidad?

XVIII Ciencia y comprobación

XIX Ciencia y revolución

XX Ciencia y anarquía

XXI Recalculando

XXII Zapatero a tus zapatos

XXIII Intolerancia

XXIV Sesgos y prejuicios

XXV Casualidades o causalidad

XXVI Creer o saber

XXVII Dogmas y mitos

XXVIII Al rescate

XXIX Valores

XXX Intellige

XXXI Ut credas

Indice de nombres

Un poco de historia y mucho de agra‐


decimiento

Si bien este libro se escribió en un perío‐


do relativamente breve, su concepción se produ‐
jo décadas atrás, cuando en los tramos Tnales de
mi carrera de doctorado, previos a encarar la
elaboración de mi tesis doctoral, atendí un in‐
tenso y provocativo curso sobre metodología de
las ciencias y teoría del progreso cientíTco. A lo
largo de los años fui leyendo y recopilando un
gran cúmulo de material sobre la cuestión que
tanto me interesaba. Podríamos decir que se tra‐
tó de una investigación, con un bosquejo de plan
pero sin plazos. Por supuesto, en el camino se
fueron incorporando algunas aristas que termi‐
naron de darle forma al proyecto. En el verano
austral de 2018/2019 comencé a seleccionar y
ordenar sistemáticamente las piezas con las que
compondría en algún momento la obra. Durante
el aislamiento dispuesto por el gobierno argen‐
tino a raíz de la pandemia originada por el SARS-
Cov-2, si bien seguí ocupado con mi actividad
profesional, el quedarme en mi casa me proveyó
un apreciable tiempo extra que decidí no consu‐
mir en maratones de cine continuado, como ha‐
cían muchos amigos y conocidos. Quería sacarle
buen provecho y tenía la forma justa de hacerlo.
El 19 de marzo de 2020 me lancé a redactar y el
15 agosto concluí el primer original. Revisarlo,
realizar las correcciones de tipeo y de estilo y
añadir algunas gotas de material adicional me
llevó unos meses más. Luego vinieron las revi‐
siones por expertos, que supere con buen éxito,
y la elección de la editorial. Las últimas semanas
las ocupé en obtener las pocas autorizaciones
que me faltaban para incluir las imágenes que
ilustran, identiTcan y dan materialidad a algu‐
nos de los genios de quienes hablamos en este
libro, cuyas ideas, concepciones y hallazgos lle‐
nan páginas de gloria de la aventura humana.

Debo agradecer la cortesía y atención


que me prestaron el Institute for Advanced
Study de Princeton, el California Institute of Te‐
chnology, el CERN (Conseil Européen pour la Re‐
cherche Nucléaire), el profesor Vernon Lomax
Smith, notable premio Nobel, y el Dr. Douglas
Quine. Especial recuerdo para Erica Mosner, del
Shelby White and Leon Levy Archives Center
del IAS; para Loma Karklins, de Caltech Archi‐
ves; para Richard Rives, presidente de Wyatt Ar‐
chaeological Research; y para Matt Dissen, de
Melanie Jackson Agency.

También me he beneTciado de material


aportado por las siguientes instituciones: Archi‐
vo Secreto Vaticano, Arizona State University,
Biblioteca Jagellonica (Cracovia), Biblioteca Na‐
cional de Francia, Chapman University (Oran‐
ge), Christ’s College (University of Cambridge,
Cambridge), Feynman Estate, Fondation Jérôme
Lejeune (París), Library of the U.S. Congress
(Washington, D.C.), Literary and ScientiTc Por‐
trait Club (Londres), London School of Econo‐
mics, Nationaal Archief (La Haya), National Ae‐
ronautics and Space Administration (NASA,
Washington, D.C.), National Institutes of Health
(Bethesda), National Maritime Museum (Green‐
wich, Londres), Nobel Foundation (Estocolmo),
Palacio de Sanssouci (Potsdam), Pinacoteca de
Brera (Milán), St. Edmund’s College (University
of Cambridge, Cambridge), Master and Fellows
of St John's College (University of Cambridge,
Cambridge), The Metropolitan Museum of Art
(Nueva York), The New York Times, The Royal
Society (Londres), Universität Wien (Viena),
University of California (Los Angeles), y Wyatt
Archaeological Museum (Cornersville).

Estoy en deuda con los doctores Carlos


Regúnaga, de la Academia Nacional de Ciencias
de Buenos Aires, Juan José Sanguineti, de la Pon‐
tiTcia Academia Sancti Thomae Aquinatis de
Roma, y Gabriel Zanotti, director del Departa‐
mento de Investigación de ESEADE, a quienes
cargué con la tarea de que leyeran y criticaran
mi trabajo, y que me gratiTcaron con sus gene‐
rosos comentarios.

Mención aparte merece el doctor Eduar‐


do Scarano, a quien debo en buena medida el in‐
terés por el estudio de las ciencias y la historia
del progreso cientíTco que dieron origen a mi
investigación, y se prestó gentilmente a efectuar
el examen crítico de los capítulos pertinentes.

Darío Casapiccola estuvo entre los pri‐


meros revisores del escrito en crudo; su criterio
de historiador y su atenta mirada, tanto en el
conjunto de la obra como en el detalle de la re‐
dacción me proveyó valiosas sugerencias y co‐
rrecciones.

Mi editora, la señora Ana María Cabane‐


llas, aportó entusiasmo, calidez y consejos opor‐
tunos sobre la presentación de este volumen.
Por su parte, Leonel Di Camillo contribuyó con
su experiencia en materia de edición en formato
digital.

Mi familia no fue ajena al esfuerzo. Gua‐


dalupe ayudó en la colección y ordenamiento
del material. Fátima fue quien primero leyó el
original; su buen criterio y minuciosidad y el
interés y la dedicación con que lo hizo permitie‐
ron detectar fallas de tipeo y pulir la sintaxis de
algunos pasajes. Agustín y Florencia leyeron y
revisaron el original corregido.

No fue fácil en todos estos años encon‐


trar muchos contertulios para discutir sobre el
avance de mis investigaciones y mis ideas sobre
estos temas. Desde novios, María Elena acogió
con amor e interés mi apasionamiento y elucu‐
braciones, constituyendo el frontón justo para
la re:exión dialéctica y un estímulo permanen‐
te para alcanzar este mojón.

Mis padres pusieron la chispa inicial


para realizar este largo periplo. A ellos dedico en
homenaje las páginas que siguen.

Agustín A. Monteverde
Buenos Aires, 13 de mayo de 2021

Introducción

Entre el desentendimiento y el entre‐


dicho

Este libro recorre personajes, sue‐


ños, esfuerzos y sucesos que componen
una parte maravillosa de la aventura
humana, que es la ciencia. Una travesía
que comprende toda una estirpe de
hombres que unieron pensamiento y
acción en el empeño por dominar la Tie‐
rra y más allá. Vidas dedicadas a un tra‐
bajo disciplinado y perseverante, jalona‐
do por fracasos en silencio y triunfos sin
estridencia, pero que cambiaron para
siempre la historia, en la formidable e
inacabable carrera por conocer, enten‐
der y transformar la gran casa habita‐
ción.
El avance de las ciencias —en un
amplio espectro que va desde la física a
la economía— modernizó el aparato
productivo, curó y nos preservó de en‐
fermedades, incrementó la esperanza de
vida y mejoró su calidad. El progreso del
conocimiento y el desarrollo y dominio
de nuevas tecnologías en el último siglo
han provisto al hombre de un poder
nunca imaginado sobre el mundo que lo
rodea.
La creciente comprensión de fenó‐
menos y procesos fue corriendo el velo
de la ignorancia y de mitos ancestrales.
El aparentemente imparable dominio
sobre la naturaleza ha fortalecido la
conTanza de la especie humana sobre sí
misma aunque ha también generado
problemas novedosos y algunas incerti‐
dumbres, que comprenden cuestiona‐
mientos éticos y riesgos a escala plane‐
taria. Corrida del centro del escenario
por el avance de la ciencia, la religión
parece haber perdido su papel en la ex‐
plicación de la vida. Al quedar arrinco‐
nada, y muchas veces completamente
ignorada, la acción del hombre ha perdi‐
do su referencia moral.
La dimensión del cosmos y su ex‐
pansión desde el Big Bang, la enorme
riqueza y variedad del mundo biológico
en el despliegue de la vida, o las especu‐
laciones sobre la posibilidad de multi‐
versos —universos alternativos que in‐
cluso podrían contener diversas formas
de vida— llevan a unos a maravillarse y
a otros a preguntarse si queda un papel
para la fe religiosa en este nuevo escena‐
rio.
Incluso entre muchos de los que se
declaran creyentes, la conTanza brinda‐
da por el conocimiento de aspectos y
cuestiones nunca soñadas ha desvane‐
cido la imagen de Dios, dando paso a
una creciente indiferencia.
En este proceso han intervenido,
asimismo, variadas posiciones ideológi‐
cas que, en el curso de los últimos cua‐
tro siglos, impulsaron la exclusión del
culto divino del ámbito público, reclu‐
yéndolo a la esfera estrictamente ínti‐
ma. Como fruto de esa prédica, en las
reuniones sociales comenzaron a evitar‐
se las referencias de tono espiritual o
que entrañasen una profesión de fe.
Esta suerte de desplazamiento de la reli‐
gión, y de todo aquello que reTriera de
alguna manera a Dios, al desván de la
privacidad continuó profundizándose y
en una etapa reciente ha llegado al ex‐
tremo de vedar, en algunos países, el
ejercicio de la objeción de conciencia en
diversas cuestiones. En aras del libre al‐
bedrío de unos, el albedrío de los otros y
su libertad de culto han quedado condi‐
cionados.
Por otro lado, es momento de ad‐
vertir que la palabra de la ciencia, por
ser respetada, es utilizada —y abusada
— para justiTcar posiciones en los más
variados temas. Distintos grupos de in‐
tereses se amparan en ella y la blanden
en la discusión pública aun cuando sus
posiciones adolezcan de fundamento. Se
tuercen y retuercen los hallazgos cientí‐
Tcos de forma tal que respalden las pos‐
turas más caprichosas, sin sustento y
carentes de un mínimo de sentido co‐
mún. La discusión está ultra–ideologi‐
zada pero se recurre y prostituye a la
ciencia para el disfraz y el engaño.
Los partidarios de suprimir la pa‐
labra Dios de toda referencia en la vida
cotidiana han relegado el culto a la con‐
dición de mito, y han logrado un éxito
notable al instalar, entre segmentos po‐
blacionales de mediana instrucción, que
la fe comporta una posición irracional,
antipática o incluso antagónica y exclu‐
yente respecto a la ciencia, el intelecto y
el pensamiento racional. Ciencia y reli‐
gión, fe y razón, aparecen así enfrenta‐
das en el imaginario colectivo.
Entre quienes colaboraron a esa
suerte de oposición y enemistad tam‐
bién estuvieron los valedores de la reli‐
gión. Algunas veces, denigrando y
desechando sin mayor examen las teo‐
rías que representaran algún grado de
riesgo para la literalidad de la historia y
cosmovisión plasmada en los libros sa‐
grados. Otras, concibiendo la religión
como algo no subordinado a la razón y
fracturando, de esa manera, la unidad y
consistencia cognitiva y re:exiva del
individuo religioso.
El hombre educado que no renie‐
gue de la religión corre entonces el ries‐
go de alienarse, al quedar encerrado en
una mutua contradicción: por un lado,
un marco teórico que niega los princi‐
pios del credo que profesa y que lo con‐
sidera un mito y, por otro, una concep‐
ción de la religión que desecha, sin me‐
diar examen, algunas de las teorías
cientíTcas más sólidamente estableci‐
das.
No es la ciencia la que está hoy en
la picota. Es la religión la que ha sido
llevada al patíbulo por una cosmovisión
contemporánea que, al menos en princi‐
pio, encuentra sus fundamentos en
aquélla. Esa visión se resume, para la
mayoría de las personas, en la simple
presunción, pues muy pocos individuos
están en condiciones de examinar, en‐
tender o —tanto menos— juzgar la base
empírica o las teorías que pondrían en
aprietos a los postulados religiosos o
que negarían la existencia de Dios.
Lo cierto es que el contrapunto en‐
tre ciencia y religión, entre fe y razón,
adquiere unas veces la forma de un an‐
tagonismo excluyente, y en otras devie‐
ne en una mutua ignorancia o indife‐
rencia. Algunos de las grietas culturales
y con:ictos más serios del mundo con‐
temporáneo están penetrados de ese
desencuentro. La mismísima integridad
del ser humano —sea psíquica para
unos, espiritual para otros— corre ries‐
go de quedar fracturada.
Explorar y adentrarnos en ese con‐
:icto y alcanzar un juicio cabalmente
fundado al respecto, sea éste que el liti‐
gio quede en deTnitiva saldado a favor
de la ciencia —la posición inversa no
cuenta en el debate— o que haya aún
una oportunidad de sana convivencia
entre la razón y la fe, es la misión que
abordaremos en las próximas páginas.
A tal Tn, comenzaremos exami‐
nando las partes en con:icto, realizare‐
mos un breve recorrido de la historia de
esa relación y sus momentos de armo‐
nía y de discordia, y echaremos un vis‐
tazo sobre los cuatro desarrollos cientí‐
Tcos en torno a los cuales germinó el
antagonismo. Conoceremos algunas de
los grandes comunicadores de las cien‐
cias que acercaron los desarrollos de los
investigadores al conocimiento del pú‐
blico común y nos ocuparemos en deta‐
lle de dos Tguras cientíTcas emblemáti‐
cas del con:icto ciencia-religión. A con‐
tinuación intentaremos desentrañar y
distinguir entre la realidad histórica, y
los mitos y leyendas construidas en
torno a ese con:icto. Exploraremos bre‐
vemente los problemas que nos plantea
el lenguaje, que —así como sirve para
comunicar— da muchas veces lugar a
interpretaciones que derivan en desen‐
tendimientos. Abordaremos algunas de
las principales zonas de fricción, y luego
haremos lo propio con los casos más
destacados de convergencia entre la
ciencia y la religión. A partir de ahí rea‐
lizaremos un rápido examen de los dife‐
rentes argumentos y contraargumentos
lógicos, ontológicos y cosmológicos que
diferentes pensadores de la historia han
aportado sobre la existencia de Dios.
Luego ingresaremos en el tramo
más importante del libro y que, una vez
concluido, nos permitirá efectuar un
replanteo integral de la relación entre fe
y razón y ciencia y religión. Examinare‐
mos cuán racional es nuestra razón y, a
renglón seguido, analizaremos qué es el
conocimiento cientíTco, su alcance y
evolución. Eso requerirá realizar un via‐
je por la epistemología —auténtica cien‐
cia de las ciencias— para recién luego,
con el herramental recogido en el tra‐
yecto, hacer un examen crítico y sólida‐
mente fundado sobre el con:icto que
nos ocupa.
Los capítulos lógicos y epistemoló‐
gicos pueden resultar algo duros. Sin
embargo, los primeros sólo pretenden
brindar una perspectiva a vuelo de pája‐
ro sobre las diferentes formulaciones
sobre la existencia de Dios, y pueden ser
sometidos a una lectura veloz y superT‐
cial en caso de resultar abstrusos para el
lector. Los segundos, los epistemológi‐
cos, aunque densos en contenido, son
más simples de seguir y, a la vez, resul‐
tan claves para el desarrollo y trata‐
miento posterior del tema. Estamos se‐
guros que a partir de ellos la visión del
lector sobre las ciencias y la religión ya
no será la misma, permitiéndonos apre‐
ciar las intromisiones, intolerancias,
sesgos prejuicios y dogmas que conta‐
minan la relación entre ambas. A esa
altura podremos analizar con profundi‐
dad qué signiTca saber por oposición a
qué signiTca creer. Nuestro viaje culmi‐
nará con un examen de la posición de
las grandes Tguras de la ciencia en rela‐
ción al tema de los valores morales y las
premisas para entender y progresar en
el conocimiento en torno a la vida y
nuestro papel en el universo.
Debemos hacer aquí dos comenta‐
rios previos. En primer lugar, nuestro
estudio está escrito en Occidente; por lo
tanto, cuando se habla de fe, se lo hace
pensando en las religiones abrahámicas,
monoteístas, y principalmente en el
cristianismo.
Por otra parte, a lo largo del trabajo
abundan las manifestaciones de dife‐
rentes hombres y Tlósofos de la ciencia,
todos ellos relevantes en sus campos de
estudio, la mayoría de ellos trascenden‐
tales para la historia del conocimiento
humano. El lector podrá advertir la
abundancia de citas textuales, siempre
referenciadas de manera minuciosa a
sus fuentes, pues es sobre esos testimo‐
nios que hemos ediTcado el hilo argu‐
mental de esta obra. En una época en
que proliferan los datos apócrifos y las
falsas atribuciones a personajes de rele‐
vancia histórica, consideramos indis‐
pensable el documentar meticulosa‐
mente las citas.
El viaje intelectual que emprende‐
remos no conTgura una labor menor,
pues aunque las facilidades de la vida
contemporánea por momentos nos dis‐
traigan, la tarea a la que nos abocamos
está en el centro mismo de la discusión
humana. Hablando sobre la labor cientí‐
Tca, el físico John Polkinghorne, direc‐
tor del Queen’s College de la Universidad
de Cambridge, apunta en esa misma di‐
rección: “la cuestión de la existencia de
Dios es la pregunta más importante que
enfrentamos sobre la naturaleza de la
realidad”[1]. El historiador Paul Johnson,
no sólo coincide —“es lo más importan‐
te que los humanos siempre hemos es‐
tado llamados a responder”[2]— sino que
le dedicó al tema uno de sus libros.
Así lo vio también Goethe, que —
impresionado hondamente por los dra‐
máticos sucesos de la Revolución Fran‐
cesa— hurgó la comprensión de la vida
y del mundo en la historia. Para el gran
biólogo y dramaturgo alemán “el tema
propio, único y más profundo de la his‐
toria del mundo y de la humanidad, al
que todos los demás están subordina‐
dos, es el con:icto entre la falta de fe y
la fe”[3].

——————————————————
———

I
Las partes del conBicto

El apartamiento, la indiferencia o
el desprecio por la religión y las objecio‐
nes o negación de la existencia de Dios
son parte de una cosmovisión contem‐
poránea que sería resultado de la re:e‐
xión racional, la investigación y el saber
cientíTcos. Debemos examinar enton‐
ces qué es eso llamado razón y qué es
aquello llamado ciencia y cuáles son las
condiciones del trabajo cientíTco. No es
nuestro propósito extendernos ni pro‐
fundizar en demasía pero sí el sentar las
bases para comprender la naturaleza y
carácter de los sujetos de este entredi‐
cho.

Razón y racionalidad

La razón es la facultad de pensar,


re:exionar —es decir, razonar— para
llegar a una conclusión o formar juicios
de una determinada situación o cosa.
El ser humano es considerado un
ser racional. Así lo conciben las más di‐
versas disciplinas, biológicas y sociales.
Si bien suele decirse que todos los
humanos son racionales, es sabido que
existen algunos hombres que no actúan
de acuerdo a lo racional o lo hacen en un
grado disminuido, por ejemplo, bebés,
discapacitados psíquicos graves o seni‐
les.
La sociabilidad del ser humano
desarrolló capacidades especíTcas de
interacción basadas en el uso del len‐
guaje. Hay, por lo tanto, reglas para la
racionalidad discursiva.
El razonamiento puede ser deduc‐
tivo —quiere decir, que la conclusión
está comprendida en las premisas— o
inductivo —si alcanza conclusiones ge‐
nerales partiendo de algo particular.
Para su cometido, la razón está re‐
glada por la lógica, que establece una
serie de principios que debe respetar
para que el razonamiento sea consisten‐
te; o —dicho de otra manera— para que
el pensamiento sea racional. Uno de
ellos es el principio de identidad, que
evidencia que un concepto es ese mis‐
mo concepto (A es A). Otro principio es
el de no contradicción, que establece
que un mismo concepto no puede ser y
no ser a la vez (A no es negación de A).
Por otro lado, el principio del tercero ex‐
cluido, establece que entre el ser o no ser
de un concepto, no cabe situación inter‐
media (A es, o A no es). Por medio de
esos principios, se puede atribuir cohe‐
rencia o contradicción a las proposicio‐
nes.
La racionalidad es entonces la ca‐
pacidad de pensar, evaluar, entender y
actuar de acuerdo a ciertos principios
de consistencia, para satisfacer algún
objetivo o Tnalidad. La razón exige dos
clases de consistencia. Una de ellas es la
consistencia interna, lógica, en las pro‐
posiciones que componen un razona‐
miento. La otra es externa y reTere a la
consistencia con los hechos: el resulta‐
do de nuestra re:exión no debe darse de
patadas con lo que está a nuestra vista,
con los datos de la experiencia. La razón
busca, pues, comprobar con los hechos
la validez de las conclusiones a que arri‐
ba.

Ciencia. Método y conocimiento cien‐


tíGco

La ciencia es —al decir de Mario


Bunge— una reconstrucción conceptual
del mundo materializada en un cuerpo
de conocimiento racional, objetivo, sis‐
temático, exacto y veriTcable[4].
Por conocimiento racional se en‐
tiende que está constituido por concep‐
tos, juicios y raciocinios que pueden
combinarse de acuerdo con reglas lógi‐
cas con el Tn de producir nuevas ideas.
Se dice que la ciencia es racional porque
se apoya en el uso de la razón humana y
se dice que el conocimiento cientíTco es
objetivo porque se supone que las ideas
que lo componen concuerdan con los
hechos.
Es un conocimiento sistemático
porque está plasmado en un sistema or‐
denado de ideas, proposiciones o teorías
conectadas lógicamente entre sí y tam‐
bién porque es producto de una investi‐
gación y contrastación metódica. El mé‐
todo cientíTco provee un conjunto de
prescripciones para el planteo de hipó‐
tesis, su contrastación y la interpreta‐
ción de los resultados. Las reglas y prin‐
cipios del método cientíTco buscan mi‐
nimizar la in:uencia de la subjetividad
del cientíTco en su trabajo, reforzando
la validez de los resultados.
No existe un único modelo de mé‐
todo cientíTco. El cientíTco puede usar
métodos deTnitorios, clasiTcatorios,
estadísticos, hipotético-deductivos, pro‐
cedimientos de medición, entre otros.
Por esto, referirse al método cientíTco,
es referirse al conjunto de tácticas em‐
pleadas para acrecentar el conocimien‐
to. Cada ciencia, e incluso cada investi‐
gación concreta, puede requerir un mo‐
delo propio de método cientíTco.
Principio básico del método cientí‐
Tco es que las hipótesis deben ser con‐
trastables y superar el examen de la ex‐
periencia, sea por la observación o por
la experimentación. Es en este sentido
que Bunge sostiene que el conocimiento
cientíTco es veri8cable.
La ciencia estudia, investiga e in‐
terpreta los fenómenos naturales, socia‐
les y artiTciales buscando explicarlos y
predecirlos.
El conocimiento cientíTco se ha
desarrollado a un punto tal que los cien‐
tíTcos se han especializado y su jerga
respectiva se ha vuelto muy difícil de
entender para el lego.

Religión

El origen de la palabra religión ha


sido motivo de controversia desde la an‐
tigüedad. Cicerón en su De natura deo‐
rum, deriva el vocablo religión de
relegere, que signiTca tratar cuidadosa‐
mente: Los que se encargaron cuidado‐
samente de todo lo relacionado con los
dioses fueron llamados religiosi, de rele‐
gere. Pero la religión es una noción ele‐
mental muy anterior a la época de esta
explicación, por lo que debemos buscar
su etimología en otro lugar.
Una derivación mucho más proba‐
ble, es la dada por Lactancio, en su Divi‐
ne Institutes, Deriva el término religión
de religare, que signiTca atar: “Estamos
ligados a Dios y unidos a Él [religati] por
el vínculo de piedad, y es a partir de esto
que la religión ha recibido su nombre, y
no, como sostiene Cicerón, de la consi‐
deración cuidadosa (relegendo)”. Este
origen también es rescatado por san
Agustín de Hipona, que en su tratado
Sobre la verdadera religión aTrma que “la
religión nos une (religat) al único Dios
Todopoderoso”.
Religión, en términos generales,
signiTcaría entonces la fe en una deidad
o sujeción voluntaria de una persona a
la divinidad. Implica, ante todo, el reco‐
nocimiento de una personalidad divina
y sobrenatural, en y detrás de las fuer‐
zas de la naturaleza.
Desde un punto de vista sociológi‐
co, encarna el conjunto de creencias y
expresiones de un grupo en relación con
la divinidad. A partir de la religión se
derivan principios morales y prácticas
que pueden incluir oración, meditación,
ritos, celebraciones y oTcios de diferen‐
tes tipos.
En las principales religiones, este
ser sobrenatural se concibe como un es‐
píritu, uno e indivisible, presente por
todas partes en la naturaleza, pero dis‐
tinto a ella. Otras concepciones religio‐
sas menores asocian la divinidad a los
diversos fenómenos de la naturaleza
con una serie de personalidades distin‐
tas, aunque por lo general de esas nu‐
merosas deidades se honra a una como
suprema.
En las culturas inferiores, donde el
hombre entiende sólo débilmente a la
naturaleza y las leyes físicas, adjudica a
la divinidad el control de la naturaleza
para bien o para el mal del hombre. Sur‐
ge así en el orden natural un sentido de
dependencia de la deidad, una necesi‐
dad profundamente sentida de la ayuda
divina. Esta es la base de la religión. Sin
embargo, no es el reconocimiento de la
dependencia de Dios lo que constituye
la esencia misma de la religión.
Lo que el hombre busca con la reli‐
gión es la comunión con la divinidad, en
la que espera alcanzar su felicidad y la
perfección. En el caso del cristianismo,
la comunión con Dios —esencia de la
verdad, la belleza y la bondad— implica
la mayor perfección espiritual posible,
la participación en la vida sobrenatural
de la gracia como hijos de Dios, que trae
consigo la perfecta felicidad. En la doc‐
trina cristiana, el deseo de felicidad y
perfección no es el único motivo que
impulsa a rendir homenaje a Dios; tam‐
bién la gratitud por la maravilla de la
vida y la Creación se plasma en un amor
al Creador.
La religión es esencialmente una
relación personal: la relación del sujeto
y criatura —el hombre— con Dios. Por
lo tanto, se puede deTnir el término reli‐
gión como la sujeción voluntaria, libre,
de una persona a Dios —es decir, al Ser
(o seres) sobrenatural— de cuya podero‐
sa ayuda siente necesidad, y en quien
reconoce como fuente de perfección y
de felicidad. La religión descansa, en úl‐
tima instancia, en un acto de la volun‐
tad.
Como ya se ha dicho, el Tn de todas
las religiones es la comunión con Dios
que da la felicidad. El budismo primiti‐
vo, con su objetivo de asegurar el reposo
inconsciente (Nirvana) a través del es‐
fuerzo personal independientemente de
la ayuda divina, parece ser una excep‐
ción. Pero incluso en el budismo primi‐
tivo la comunión con los dioses de la In‐
dia se mantuvo como un elemento de
creencia y aspiración.
Así, en su sentido más estricto, la
religión en su vertiente subjetiva es la
disposición a reconocer la propia depen‐
dencia de Dios, y en el lado objetivo, es
el reconocimiento voluntario de esa de‐
pendencia a través de actos de homena‐
je. La religión es mucho más que el ejer‐
cicio de una facultad en particular, un
simple ritual o una conducta ética. Pone
en juego no sólo la voluntad, sino el in‐
telecto, la imaginación y las emociones.
La religión suscita una serie de senti‐
mientos y emociones. La necesidad de
ayuda divina da lugar al anhelo de co‐
munión con Dios. La posibilidad reco‐
nocida de la consecución de este Tn en‐
gendra la esperanza. La conciencia de la
amistad adquirida con ese protector tan
bueno y poderoso excita la alegría. La
obtención de los beneTcios en respuesta
a la oración impulsa al agradecimiento.
La inmensidad del poder y sabiduría de
Dios provoca un temor a ofenderle. La
conciencia de haberlo ofendido y haber‐
se distanciado de él —y, por lo tanto, ser
merecedor de castigo— conduce al mie‐
do, a la tristeza y al deseo de reconcilia‐
ción. Ver la vida como un don o gracia
divina genera en el creyente el senti‐
miento de gratitud ante la bondad y ex‐
celencia de Dios.
La religión ha ejercido una profun‐
da in:uencia en el desarrollo de la cul‐
tura humana y de las bases morales y
éticas de la sociedad, en orden a permi‐
tir una armoniosa convivencia humana.
Ha sido inspiración de la música, la poe‐
sía, la arquitectura, la escultura y la pin‐
tura. Históricamente, los principales
transmisores de la cultura fueron los
encargados de los ritos religiosos.
La religión ha sido un rasgo carac‐
terístico de casi todos los pueblos.
La religión se apoya en la fe de la
misma forma en que la ciencia se apoya
en la razón. Y así, cuando se busca opo‐
ner el concepto de ciencia al de religión,
se está contraponiendo la razón a la fe.

Fe

¿Qué es entonces la fe? Una mane‐


ra simple, directa y correcta de deTnirla
es decir que fe es el acto de creer. Se tra‐
ta de un creer en sentido lato. No se cree
en razón de ninguna demostración; se
cree porque se quiere creer.
La fe encarna un acto personal y
libre de la voluntad. Fe es creer y creer
es querer. Y en este sentido no hay, a
priori, gran diferencia con la actitud
conTada de una persona respecto a
quienes ama. No hay otras razones para
creer en las promesas del amado que
precisamente el amor que los une.
En realidad, los actos de fe —en
sentido amplio— no sólo son mucho
más numerosos y habituales que lo que
las personas creen sino que son indis‐
pensables para el aprendizaje y la super‐
vivencia. El niño adopta las indicacio‐
nes y consejos de sus padres sin pedir
cuentas de los fundamentos en que se
basan. Descuenta que tienen buenos
motivos para dárselos y que son necesa‐
rios para su bien. Sencillamente confía
—tiene fe— en ellos, porque los ama. Sin
estos pequeños actos de fe, el desarrollo
de una persona sería inviable[5]. Con el
correr de los años, los actos de fe en la
palabra de terceros —como es el caso de
alguien que decide cambiar su ruta para
evitar un percance repentino que oyó en
la radio— serán cotidianos y las razones
para conTar podrán ser su autoridad,
las repetidas experiencias positivas pre‐
vias, o su prestigio.
Volviendo al objeto de nuestro es‐
tudio, al momento de discutir y analizar
la doble contraposición que nos ocupa
—fe y razón, ciencia y religión— toma‐
remos como referencia la posición y
pronunciamientos del cristianismo; y
especialmente, los del catolicismo ro‐
mano. Ello por dos razones. En primer
lugar, y como se señaló más arriba, por‐
que escribimos dentro del contexto y
cosmovisión de Occidente, ese concepto
hoy confuso de lo que durante siglos
supo llamarse la Cristiandad —una de‐
signación que, por cierto, proveía mu‐
cha más unidad y claridad conceptual.
Pero además, y no menos importante a
nuestros Tnes, el catolicismo es la reli‐
gión que con mayor insistencia y siste‐
maticidad se ha ocupado de la relación
entre fe y razón, entre ciencia y religión.
Ese empeño fue notable durante los
pontiTcados de Juan Pablo II y Benedic‐
to XVI.
En este punto, el catolicismo coin‐
cide en sostener que la fe es ante todo
una adhesión personal del hombre a
Dios, un asentimiento libre. Por cierto,
considera que, además de ser un acto
humano voluntario, la fe es a la vez una
gracia o don de Dios. El propio Catecis‐
mo de la Iglesia Católica en los puntos
150 y 154 compara la fe cristiana con la
fe en una persona humana señalando
que, así como está en armonía con nues‐
tra libertad e inteligencia el creer lo que
otras personas nos dicen y conTar en
sus promesas, “es justo y bueno conTar‐
se totalmente a Dios”.

Las diferencias

Habiendo puesto a la par ambos


pares de conceptos, han quedado a la
luz sus marcadas diferencias. Sin em‐
bargo, estas dos formas de incorporar
software (creencias, conocimiento), que
se integran en un mismo hardware (el
hombre), durante siglos no colisiona‐
ron.  ¿Qué es —pues— lo que alteró la
paz?
——————————————————
———

II
Historia de un desencuentro

Durante la mayor parte de la histo‐


ria de Occidente, la fe y la razón mantu‐
vieron una relación no sólo pacíTca sino
cercana y enriquecedora.
Desde los tempranos tiempos de la
Academia de Platón y el Liceo de Aristó‐
teles —ambas escuelas localizadas en
lugares de culto— hubo un vínculo in‐
tenso y positivo entre religión y produc‐
ción de conocimiento.
Posteriormente, serían los monjes
cristianos los que mantendrían encen‐
dida la llama de la cultura en la Edad
Oscura que siguió a la caída de Roma en
manos de los hérulos en 476 D.C. y que
culminó con el renacimiento carolingio
y la fundación de la Escuela Palatina de
Aquisgrán, fundada por Carlomagno y
dirigida desde 782 por el monje bene‐
dictino Alcuino de York, secundado por
algunos de los más prestigiosos sabios
de la Cristiandad. El modelo de esta aca‐
demia se generalizaría y extendería por
todas las catedrales, abadías y monaste‐
rios del Sacro Imperio, dando nacimien‐
to a las escuelas catedralicias y monásti‐
cas[6].
Las más importantes contribucio‐
nes a la Tlosofía y al saber humano a lo
largo de la Antigüedad Tardía, la Edad
Media e incluso el Renacimiento provi‐
nieron de doctos monjes y clérigos y de
sus discípulos seglares.
Muchos críticos de la religión olvi‐
dan que el más acabado emblema de di‐
fusión y creación de conocimiento siste‐
mático, la Universidad, hunde sus raíces
en la religión. Nacidas entre el siglo XI y
XII de nuestra era, todas las casas de al‐
tos estudios fueron obra y creación de la
Iglesia. Comenzando por Bologna, Ox‐
ford, París, Modena, Vicenza, Cambridge
y siguiendo con varias docenas más a lo
largo de siglos, las escuelas catedralicias
y monásticas mudaron en institutos
abiertos de educación, investigación y
producción de conocimiento, organiza‐
dos en facultades de artes, Tlosofía, de‐
recho canónico y civil, medicina y teolo‐
gía. El origen de este ideal académico se
remonta a 340 D.C., cuando un hijo de
Constantino el Grande, Constancio II,
crea la Universidad Imperial de Cons‐
tantinopla —fundada oTcialmente en
425 por Teodosio II— donde se enseña‐
ba gramática, retórica, derecho, Tloso‐
fía, matemática, astronomía y medici‐
na.
Otra iniciativa de la Iglesia que
tuvo enorme trascendencia fue la Es‐
cuela de Traductores de Toledo, a partir
de la reconquista de esa ciudad en 1085
por Alfonso VI el Bravo, rey de León.
Esta labor rescató para Europa los tex‐
tos clásicos greco-latinos alejandrinos,
que se habían perdido durante los años
oscuros posteriores a la caída del Impe‐
rio Romano de Occidente, traduciéndo‐
los desde versiones árabes y hebreas en
que habían permanecido a salvo. Los
cristianos reyes leoneses y castellanos
mantuvieron un clima de tolerancia con
musulmanes y judíos, facilitando este
comercio cultural que permitió el rena‐
cimiento TlosóTco, teológico y cientíT‐
co, primero de España y luego del resto
de la Cristiandad.
Esta sociedad entre fe y razón, que
se materializó y alcanzó consustancia‐
ción en la universidad cristiana[7], se
mantuvo incólume por siglos. Con la
llegada del siglo XVI se comenzaron a
registrar en el ámbito de la cristiandad
una serie de eventos y manifestaciones
culturales que, no inmediatamente pero
sí en las centurias subsiguientes, afecta‐
rían esa relación. Ellos fueron la reivin‐
dicación de la cultura clásica griega y
romana y el reemplazo del teocentris‐
mo por el antropocentrismo que carac‐
terizaron el período renacentista y la
división de la Cristiandad con la revuel‐
ta de Lutero, a partir de 1517 y el Trata‐
do de Augsburgo de 1555.

Hacia un punto de inBexión

El Renacimiento —término creado


por Giorgio Vassari para referir al cam‐
bio operado durante esos años en el pa‐
radigma de las artes— fue fruto de la
difusión de las ideas del humanismo,
que determinaron una nueva concep‐
ción del hombre y del mundo. El huma‐
nismo fue un movimiento intelectual,
TlosóTco y cultural europeo cuyo origen
se sitúa en la Italia del siglo XV. Si bien
suponía una ruptura con la idea de reli‐
gión que se manejaba hasta entonces,
Dios no perdía su papel predominante
pero se situaba en un plano diferente y
ya no era la respuesta a todos los proble‐
mas.
La nueva cosmovisión y una cre‐
ciente conTanza en el hombre que des‐
pertaban los progresos de las ciencias
derivó en el surgimiento del racionalis‐
mo y el empirismo.
El racionalismo, que se desarrolló
durante los siglos XVII y XVIII, sostiene
que la fuente de conocimiento es la ra‐
zón y rechaza la idea de los sentidos, ya
que nos pueden engañar; deTende el
uso de la lógica y las matemáticas en el
razonamiento cientíTco.
Se considera habitualmente a René
Descartes como su punto de inicio con
su expresión “Pienso, luego existo”. Des‐
cartes sostenía que la geometría (eucli‐
diana) representaba el ideal de las cien‐
cias y de la Tlosofía y aseguraba que
sólo por medio de la razón se podían
descubrir ciertas verdades universales,
en contra de las ideas que manejó el mo‐
vimiento empirista. Si el racionalismo
destacaba el poder de la razón, el empi‐
rismo enfatizó el papel de la experiencia
y la evidencia, especialmente la percep‐
ción sensorial, en la formación de ideas
y adquisición de conocimiento. Si el ra‐
cionalismo se desarrolló especialmente
en Europa continental y tuvo como ex‐
ponentes a Descartes, Pascal, Leibniz y
Spinoza, el empirismo tuvo raigambre
inglesa y se personiTcó en hombres
como Bacon, Hobbes, Locke y Hume.
Todas estas corrientes de pensa‐
miento —el humanismo, el antropocen‐
trismo, el racionalismo, el empirismo y
algunas otras que se les sumarían como
el materialismo, y el idealismo— fueron
la nutriente de un gran movimiento in‐
telectual europeo, cuyas resultantes al‐
terarían profundamente la relación en‐
tre la ciencia y la religión. La Ilustra‐
ción, que nació a mediados del siglo
XVIII, inspiró profundos cambios cultu‐
rales y sociales, y el más dramático de
ellos fue la Revolución Francesa. La de‐
clarada Tnalidad de los ilustrados era
disipar las tinieblas de la ignorancia de
la humanidad mediante las luces —de
ahí el que se hable de Siglo de las Luces—
del conocimiento y la razón.
Entre 1751 y 1765 Denis Diderot y
Jean Le Rond D’Alembert publicaron la
primera Encyclopédie, que pretendía re‐
coger el pensamiento ilustrado. Su obje‐
tivo era básicamente político: querían
educar a la sociedad como manera de
asegurar el Tn del Antiguo Régimen
monárquico.
El progreso de las llamadas cien‐
cias exactas fortaleció la conTanza en la
razón. La fe se fue trasladando de Dios al
hombre, al crecer la conTanza y opti‐
mismo en lo que éste puede hacer, con‐
cibiendo al progreso humano —fue en
este siglo que surgió el término— como
continuo e indeTnido. La sociedad se
secularizó y la noción de Dios y la reli‐
gión empezó a perder la importancia
que en todos los órdenes había tenido.
Los ilustrados exaltaron la capacidad de
la razón laica para descubrir las leyes
naturales y la tomaron como guía en
sus análisis e investigaciones cientíT‐
cas. Las fuentes de inspiración fueron la
duda metódica de Descartes para admi‐
tir sólo las verdades claras y evidentes y
la revolución cientíTca de Isaac New‐
ton.
Algunos ilustrados centraron su
interés en usar el racionalismo como vía
para demostrar la existencia de un ser
supremo.
Para la mayoría de los Tlósofos, la
ilustración incluía un rechazo del cris‐
tianismo tradicional. La religión se co‐
menzó a contemplar a través de crite‐
rios cientíTcos y laicistas y desde un
punto de vista utilitarista. En un siglo
caracterizado por la soberanía de la ra‐
zón, el Ensayo sobre el entendimiento hu‐
mano (1690) de John Locke reclamaba
pruebas de los dogmas religiosos.
Otros, como Rousseau, cuestiona‐
ron la misma existencia de la religión.
Se desarrolló así una cultura exclusiva‐
mente laica, antirreligiosa y anticlerical
y se utilizó el término oscurantismo
para referirse a los enemigos conserva‐
dores, especialmente los religiosos. La
tendencia intelectual más radical res‐
pecto a la religión fue el materialismo
de La Mettrie. Se mezcló con el sensua‐
lismo de Condillac, el determinismo
ateo de Diderot y la moral del egoísmo
preconizada por Helvetius, llegando a la
conclusión de que, en realidad, nada
existe fuera de la materia eterna de la
que provienen todos los movimientos
de los cuerpos y que, por consiguiente,
la concepción de Dios es inútil y la reli‐
gión es una invención para aprovechar‐
se del pueblo.
El movimiento ilustrado se valió
para su difusión de las sociedades secre‐
tas, como la Francmasonería, la Frater‐
nidad Rosacruz y los Illuminati, que
identiTcaban a Dios como un laico ar‐
quitecto racional del universo y conde‐
naban la religión como una superstición
vulgar. La primera gran logia masónica
se había fundado en Londres en 1717 y
sus Constituciones fueron escritas por
James Anderson en 1723. El espíritu de
ese documento re:ejó el universalismo
cientíTco que difundía la Royal Society
y el mundo asociativo. Por su parte, la
Orden Illuminati (de los Iluminados) de
Baviera fundada en 1776, tuvo como
misión el oponerse a la in:uencia reli‐
giosa y el abuso de poder.
Un miembro de la francmasonería,
el abogado y Tlósofo François Marie
Arouet (1694-1778), fue el personaje
más representativo de la Ilustración. Co‐
nocido por su seudónimo, Voltaire, en‐
carnó una actitud tan exacerbada y
constante contra la religión en la que
había sido educado — Diderot le llama‐
ba el Anticristo— que, desde entonces, el
adjetivo volteriano reTere al que “afecta
o maniTesta incredulidad o impiedad
cínica y burlona”. Voltaire y Condorcet
fueron los que denigraron la Edad Media
señalándola como una etapa oscura,
una transposición que lograron inculcar
en el gran público. Curiosamente, casi
nadie conoce y poco se ha divulgado del
retorno de Voltaire al catolicismo en el
postrer momento de su vida[8].
Todas estas corrientes antirreligio‐
sas con:uyeron en la Revolución y el
posterior período del Terror. Dominados
por un jacobinismo cada vez más radi‐
cal, los revolucionarios —entre los que
habían participado elementos del bajo
clero— fueron virando rápidamente a
una actitud cada vez más intolerante en
materia religiosa para terminar persi‐
guiendo a la Iglesia y endiosando a la
razón. La religión católica fue puesta en
la lista negra en 1792, los sacerdotes
que no se convirtieron a la Revolución
fueron encarcelados, y centenares ter‐
minaron siendo asesinados en la llama‐
da Masacre de Septiembre (1792) y en la
guillotina.
El culto divino fue entonces reem‐
plazado por el Culto a la Razón. El 20 de
brumario de 1793 del calendario revo‐
lucionario —10 de noviembre del grego‐
riano— la Convención proclamó, a suge‐
rencia de Pierre Chaumette, a la Diosa
Razón. La catedral de Notre Dame de Pa‐
rís se convirtió en Templo de la Razón. A
la nueva divinidad se le consagró el al‐
tar mayor y fue representada con la ico‐
nografía grecorromana de Sophia (Sabi‐
duría). La Dama de la Libertad pasó a
sustituir a la Virgen María en los altares.
El Culto a la Razón constituyó una deri‐
vación sincrética de las distintas co‐
rrientes de pensadores ilustrados y en‐
ciclopedistas, logias masónicas y clubes
políticos.
Maximilien de Robespierre sostuvo
que era necesario crear una nueva reli‐
gión para contrarrestar la religión cató‐
lica, rededicando iglesias. Los temples de
la Raison se multiplicaron durante los
años II y III de la Primera República
(1793-1794), instalándose en santua‐
rios e iglesias cristianas reconvertidas.
Podemos decir que —si bien el Cul‐
to a la Razón reemplazó, persiguió y
avasalló al culto divino— no le fue me‐
jor a la propia razón. El caso Lavoisier lo
ilustra bien.
Jean-Paul Marat, el sangriento líder
revolucionario, estaba resentido con el
célebre químico Antoine de Lavoisier
porque éste le había rechazado un ensa‐
yo que el propio Marat había presentado
a la Academia. Marat lo acusó de haber
participado en conspiraciones absurdas.
Pero el argumento más útil para sus se‐
guidores fue que Lavoisier había traba‐
jado para la Ferme Générale, el organis‐
mo recaudador de la monarquía, acu‐
sándolo de fraude impositivo y adulte‐
ración de tabaco. El 8 de mayo de 1794,
después de una farsa de juicio que duró
menos de un día, un tribunal revolucio‐
nario condenó a Lavoisier y a otros 27
acusados a la pena de muerte. Esa mis‐
ma tarde fue guillotinado, a los cin‐
cuenta años. Lavoisier era miembro de
la Academia de Ciencias e integraba la
comisión para establecer un sistema
uniforme de pesas. La Revolución se co‐
bró así la vida del padre de la química
moderna, autor de la famosa ley de con‐
servación de masas. A Jean–Baptiste Cof‐
Tnhal Dubail, el presidente del tribunal
revolucionario que lo condenó se le atri‐
buye la siguiente frase para justiTcar el
rechazo a los pedidos de clemencia en
favor de Lavoisier: “La República no ne‐
cesita de sabios ni de químicos”. Lavoi‐
sier tenía apenas cincuenta años; si el
juicio se hubiera postergado apenas
unos meses, seguramente habría salva‐
do su vida. Paradojalmente, Marat ya
había sido asesinado diez meses antes
de la ejecución de Lavoisier y tanto Ro‐
bespierre como el propio CoÅnhal ter‐
minarían sus días en la misma guilloti‐
na apenas tres meses después.
Un año y medio después de la eje‐
cución de Lavoisier, fue exonerado y sus
pertenencias fueron devueltas a su viu‐
da con la siguiente esquela: “A la viuda
de Lavoisier, quien fue falsamente con‐
denado”.
El gran matemático, físico y astró‐
nomo Joseph-Louis de Lagrange —fa‐
moso por la series, ecuaciones y teore‐
ma que llevan su nombre— lamentó la
muerte de Lavoisier con estas palabras:
“Sólo hizo falta un instante para cortar
su cabeza, pero es poco probable que
cien años sean suTcientes para que sur‐
ja una igual”[9].
Esa contraposición entre Dios y
Razón que el jacobinismo revoluciona‐
rio efectuó durante el Terror tendría sus
consecuencias al doblar la centuria.
Sería a lo largo del siglo XIX que se
volvería notoria la desconTanza entre
religión y ciencia, y que derivaría en un
mutuo desprecio y fricciones crecientes.

——————————————————
———

III
Semillas de conBicto

El contencioso entre ciencia y reli‐


gión es bastante reciente. Si tuviéramos
que identiTcar el germen de la caída de
valor de la religión y paralelo enalteci‐
miento de la razón y la ciencia, que ex‐
cede al mundo cientíTco y que domina
la visión de la gente común, podríamos
centrarlo en cuatro grandes desarrollos
ocurridos durante los últimos dos si‐
glos. Ellos provocaron, no solamente
una lógica asociación de la ciencia y la
tecnología con el progreso, sino que
ayudaron a instalar un antagonismo
excluyente entre religión y progreso en
el imaginario colectivo.
Esos desarrollos cientíTcos genera‐
ron una cosmovisión que desplazó al
hombre del trono judeocristiano de rey
de la Creación y —como tal— centro del
universo, reduciéndolo a la condición de
pariente de los primates como resultado
meramente casual de la evolución bioló‐
gica en un lugar alejado del centro de la
galaxia. Por otro lado, se atribuyó a la
genética y neurobiología el haber dado
con la clave de la vida, y se consideró
que los progresos en esas materias re‐
chazaban la existencia de un alma espi‐
ritual y plantearon la mente como un
resultado de fenómenos químicos a ni‐
vel neuronal. Por último, la cosmología
habría resuelto el problema de la crea‐
ción del universo sin la participación de
Dios.
Detengámonos por un momento y
echemos pues un vistazo sobre estas in‐
vestigaciones para comprender lo que
ellas signiTcaron.

Evolucionismo

Durante la primera mitad del siglo


XIX se propusieron en Inglaterra dife‐
rentes interpretaciones evolucionistas
para explicar los descubrimientos de la
biología. Algunos anatomistas tales
como Robert Grant fueron in:uidos por
Lamarck y GeoÇroy, pero la comunidad
cientíTca estaba estrechamente vincu‐
lada a la Iglesia Anglicana. Las ideas so‐
bre transmutación de las especies eran
controvertidas, entraban en con:icto
con los principios religiosos y Tnalmen‐
te no fueron aceptadas por la comuni‐
dad cientíTca.
Las observaciones y fósiles que re‐
copiló Charles R. Darwin (1809-1882)
en la larga expedición del buque HMS
Beagle a lo largo de las costas de Suda‐
mérica entre 1831 y 1836 fueron la base
de investigaciones y especulaciones que
se plasmaron en un nuevo enfoque.
En su obra aparecida en 1859, The
Origin of Species —El origen de las espe‐
cies, título abreviado de su sexta edición
de 1872— introdujo la teoría de que las
poblaciones evolucionan durante el
transcurso de las generaciones median‐
te un proceso conocido como selección
natural, por el que la diversidad de la
vida surgió de una descendencia común
a través de un patrón ramiTcado de evo‐
lución, ilustrándola con numerosos
ejemplos de sus observaciones de cam‐
po. Postuló, pues, que todas las especies
de seres vivos han evolucionado con el
tiempo a partir de un antepasado co‐
mún.
Se pueden identiTcar cinco subteo‐
rías que presentó esta obra: la evolu‐
ción, la postulación de un origen común
para todos los organismos, la diversiT‐
cación de las especies, el gradualismo, y
la selección natural. Fue recién en 1869,
para la quinta edición, que Darwin utili‐
zó por primera vez la expresión lucha
por la existencia —tomándola de Her‐
bert Spencer, que fue quien habló de la
supervivencia del más apto— como sinó‐
nimo de selección natural. Esa supervi‐
vencia del más fuerte “incluye no sólo la
vida del individuo, sino también el éxito
al dejar descendencia”[10].
Ya se habían propuesto varias
ideas evolucionistas previamente sin
mayor éxito. El abuelo de Darwin, Eras‐
mus Darwin, había esbozado una hipó‐
tesis de transmutación de las especies
en la década de 1790 y Jean-Baptiste La‐
marck publicó una teoría más desarro‐
llada en 1809. Ambas suponían que la
generación espontánea producía formas
simples de vida que cada vez adquirían
mayor complejidad, adaptándose al me‐
dio ambiente por cambios heredados de
adultos causados por el uso o desuso.
Lamarck pensaba que había una ten‐
dencia en los organismos hacia una ma‐
yor complejidad, en linajes paralelos
pero separados, sin extinción.
A diferencia de aquellos trabajos, el
Origen de las Especies resultó inusitada‐
mente popular, pues fue escrito para
lectores no especializados. Su publica‐
ción fue adelantada a causa de la inves‐
tigación independiente que llevó a cabo
Alfred Russel Wallace el año previo,
quien conjeturaba la misma teoría.
Como Darwin ya era considerado un
cientíTco eminente, sus ideas fueron
tomadas en serio y generaron inmedia‐
to debate cientíTco, TlosóTco y religio‐
so.
El siguiente reto de Darwin tuvo
por objeto la evolución humana. El geó‐
logo Charles Lyell ya había popularizado
el tema de la prehistoria, y por entonces
Thomas H. Huxley organizaba sesiones
de anatomía en las que se comparaban
cráneos de simios y humanos en distin‐
tos grados de desarrollo. Con The Des‐
cent of Man, and Selection in Relation to
Sex —El origen del hombre y la selección
en relación al sexo— publicado en 1871,
Darwin situó al ser humano como una
especie más del reino animal, mostran‐
do la continuidad entre características
físicas y mentales. Así mismo, expuso la
teoría de la selección sexual —atribu‐
yendo un papel dominante a la mujer en
la elección del compañero— como una
explicación de determinadas caracterís‐
ticas no adaptativas, y las diferencias
sexuales, raciales y culturales, al mismo
tiempo que enfatizaba la pertenencia de
todos los humanos a una misma espe‐
cie.
Postuló que el hombre desciende
de alguna forma altamente menos orga‐
nizada y lo fundamentó en la “estrecha
semejanza entre el hombre y los anima‐
les inferiores en el desarrollo embriona‐
rio” y en “innumerables puntos de es‐
tructura y constitución”[11].
En el Origen de las Especies, Darwin
reconoció que “las leyes que rigen la he‐
rencia son, en su mayor parte, descono‐
cidas”[12]. En otra de sus obras, La varia‐
ción de animales y plantas domesticados,
publicada en 1868, se apoyó en la hoy
descartada teoría de la pangénesis para
dar cuenta de la herencia de caracteres.
Más allá de estas debilidades, en
apenas dos décadas se alcanzó un acuer‐
do cientíTco generalizado sobre la evo‐
lución, con un patrón ramiTcado de
descendencia común. Todo ello contri‐
buyó a la campaña de Thomas Huxley y
sus compañeros del X Club para secula‐
rizar la ciencia, promoviendo el natura‐
lismo. Sin embargo, los cientíTcos tar‐
daron en darle a la selección natural la
importancia que Darwin le otorgaba;
sus teorías cayeron en un eclipse a par‐
tir de 1880 y se dio más importancia a
otros mecanismos de evolución. La obra
de Darwin debería esperar la revolución
mendeliana para que su teoría de la Se‐
lección Natural fuese Tnalmente acep‐
tada.
El evolucionismo fue rechazado
con particular vehemencia en Estados
Unidos por diferentes denominaciones
cristianas, que se oponían a que fuera
enseñado en las escuelas.
Con el desarrollo de la teoría de la
Síntesis Evolutiva moderna, a partir de
1930, el concepto de Selección Natural
se convirtió en un componente funda‐
mental y se integró con la Teoría de la
Herencia de Mendel, junto a la Mutación
Genética Aleatoria y los modelos mate‐
máticos de la Genética de Poblaciones.

Neurobiología

Los estudios del cerebro se torna‐


ron más soTsticados a partir de la in‐
vención del microscopio y el desarrollo
de un procedimiento de tinción por par‐
te del italiano Camilo Golgi (1843-1926)
a Tnales de la década de 1890. Su técni‐
ca fue utilizada por el español Santiago
Ramón y Cajal (1852-1934) y dio lugar a
la formación de la doctrina de la neuro‐
na, que la considera unidad funcional
del cerebro. Ambos recibieron por ello el
Premio Nobel de Fisiología en 1906.
Ya en 1952, Alan Hodgkin (1914–
1998) y Andrew Huxley (1917–2012)
presentaron un modelo matemático de
la transmisión de señales eléctricas en
las neuronas. Compartieron el Premio
Nobel con Sir John Eccles (1903-1997),
cuyas investigaciones lo habían llevado
a virar del estudio eléctrico de la sinap‐
sis a la neurotransmisión química. Ber‐
nard Katz (1911-2003), otro Nobel que
colaboró con Eccles, la modeló. En 1966,
Eric Kandel (n. 1929) comenzó a estu‐
diar los cambios bioquímicos en las
neuronas asociadas con el aprendizaje y
el almacenamiento de memoria, avan‐
ces por los que le otorgaron el Nobel de
Fisiología en el año 2000.
Solamente en el cerebro humano,
hay más de cien mil millones de neuro‐
nas. Las neuronas son diversas en cuan‐
to a morfología y función. Las neuro‐
ciencias intentan explicar cómo funcio‐
nan esos millones de neuronas en el en‐
céfalo para producir la conducta, y
cómo a su vez, estas células están in:ui‐
das por el medio ambiente, revolucio‐
nando la manera de entender el com‐
portamiento y cómo nuestro cerebro
aprende y guarda información.
Es así que la psicobiología —apo‐
yándose en la matemática, la química y
la física— nos ha llevado a concebir los
procesos mentales como procesos ex‐
clusivamente cerebrales. Toda percep‐
ción, pensamiento, aprendizaje, memo‐
rización o emoción es producto de im‐
pulsos electroquímicos entre estas célu‐
las especializadas. Fisiológicamente, las
emociones organizan rápidamente las
respuestas de distintos sistemas bioló‐
gicos, incluidas las expresiones faciales,
los músculos, la voz, la actividad del sis‐
tema nervioso autónomo y la del siste‐
ma endocrino.
Si nuestra mente, nuestra concien‐
cia, es el resultado de procesos cerebra‐
les, esto llevaría a descartar que eso que
la religión llama alma pueda sobrevivir
a la muerte del cerebro. Y si el cerebro es
una enorme masa de neuronas que se
conectan por impulsos electroquímicos,
estamos ante un órgano enteramente
determinista, que no dejaría lugar para
el libre albedrío.

Genética

Como se señaló más arriba, los es‐


tudios de Gregor Mendel (1822-1884)
no habían sido valorados cuando los
presentó en las reuniones de la Sociedad
de Historia Natural de Brünn (Brno) en
1865 ni cuando fueron publicados en
las actas de la Sociedad bajo el título
Versuche über PlSanzenhybriden —Expe‐
rimentos sobre hibridación de plantas—
el año siguiente. De esos trabajos, que
llevó a cabo con diferentes variedades
de arvejas (Pisum sativum), derivó las
llamadas leyes de Mendel que dieron
origen a la genética, pero que recién se‐
rían redescubiertas en 1900.
Poco tiempo después, Ludwig Al‐
brecht Koessel (1853-1927) descubre
los ácidos nucleicos, bases en la molécu‐
la de ADN (ácido desoxirribonucleico),
que constituye la sustancia genética de
las células.
El siguiente gran hito se anuncia‐
ría el 28 de febrero de 1953 en el alegre
contexto de The Eagle, un antiguo pub —
abrió en 1667— de Cambridge. Ese me‐
diodía uno de sus habituales parroquia‐
nos, Francis Harry Compton Crick
mientras almorzaba junto a James De‐
wey Watson, se levantó y llamó la aten‐
ción de los presentes para anunciar:
“Hemos descubierto el secreto de la
vida”. Crick (1916-2004) y Watson
(1928) eran investigadores del laborato‐
rio Cavendish, del Departamento de Fí‐
sica de la Universidad, donde acababan
de desentrañar la estructura en doble
hélice de la molécula del ADN. Toda la
vida en el planeta existe gracias a este
omnipresente ADN, desde la bacteria
más pequeña hasta el hombre. Estas in‐
vestigaciones permitieron comprender
cómo se copia y se transmite, de una ge‐
neración a otra, la información heredi‐
taria del ser humano. Como reconoci‐
miento a ese trabajo, ambos recibieron
en 1962 el Premio Nobel junto a su com‐
pañero Maurice Wilkins (1916-2004).
El siguiente gran avance vendría
en 1958 cuando el joven investigador
francés Jérôme Lejeune (1926-1994),
con apenas 32 años, descubre la prime‐
ra anomalía cromosómica en el hombre:
la trisomía 21 o Síndrome de Down. Más
tarde, desentrañó el mecanismo de
otras patologías cromosómicas, abrien‐
do así la vía a la citogenética y a la gené‐
tica moderna.
En 1973 Stanley Cohen (1922-
2020) y Herbert Boyer (1936) producen
el primer organismo recombinando par‐
tes de su ADN, dando así comienzo a la
ingeniería genética.
En 1990, el Departamento de Ener‐
gía y los Institutos Nacionales de Salud
(NIH) de los EEUU, acordaron el inicio
del Proyecto Genoma Humano, adjudi‐
cándole un presupuesto de U$ 3.000
millones. Al consorcio internacional se
integraron genetistas de diferentes na‐
ciones. El propio James Watson dirigió
el Programa por el NIH hasta 1993. Fue
sucedido por Francis Collins, como Jefe
de Proyecto y Director del Centro Nacio‐
nal de Investigación del Genoma Hu‐
mano. Collins fue creador de una inno‐
vativa técnica de salto cromosómico
con la que había logrado identiTcar el
gen de la Tbrosis quística, el de la neuro‐
Tbromatosis, y otras enfermedades.
El genoma humano es la secuencia
de ADN de un ser humano. Está dividi‐
do en fragmentos que conforman los 23
pares de cromosomas distintos de la es‐
pecie humana. El genoma humano está
compuesto por aproximadamente entre
22500 y 25000 genes distintos. Cada
uno de estos genes contiene codiTcada
la información necesaria para la síntesis
de una o varias proteínas (o ARN fun‐
cionales, en el caso de los genes ARN). El
genoma de cualquier persona, a excep‐
ción de los gemelos idénticos y organis‐
mos clonados, es único.
En 1995 se desarrolló el primer ge‐
noma completo —haemophilus inSuen‐
zae— y cuatro años después el primer
cromosoma humano completo, el 22.
Un borrador funcional del genoma
se anunció en 2000 y fue anunciado
conjuntamente por el presidente de los
Estados Unidos y el primer ministro bri‐
tánico. En 2003 se anunció el genoma
completo y en 2006 se publicó la se‐
cuencia del último cromosoma.
Conocer la secuencia completa del
genoma humano tiene enorme relevan‐
cia para la biomedicina y la genética clí‐
nica. Las aplicaciones de esta nueva
rama han planteado importantes pro‐
blemas éticos sobre los límites de mani‐
pulación del material que está en la base
de todos los procesos vitales.

Cosmología

En 1915, Albert Einstein (1879-


1955) presentó la teoría de la Relativi‐
dad General, en la que reformuló por
completo el concepto de la gravedad.
Con ella dio surgimiento a la cosmolo‐
gía, una nueva rama de la física dedica‐
da al estudio del origen y la evolución
del universo. Cuando las observaciones
de Arthur Eddington (1882-1944) de
un eclipse solar conTrmaron las predic‐
ciones de aquella teoría acerca de la cur‐
vatura de la luz, Einstein pasó a ser ido‐
latrado por la prensa, convirtiéndose en
un icono popular a escala mundial, algo
inédito en el ámbito de la ciencia. Por
sus explicaciones sobre el efecto foto‐
eléctrico —y no por la teoría de la Relati‐
vidad, que era aún muy controvertida—
en 1921 fue galardonado con el Premio
Nobel de Física.
Si la relatividad general es uno de
los dos pilares de la física moderna, el
otro es la teoría cuántica, base para
comprender la materia desde las partí‐
culas elementales hasta la física del es‐
tado sólido.
Mientras que la física clásica des‐
cribe los aspectos de la naturaleza a es‐
cala macroscópica, la mecánica cuántica
los explica también a escala atómica y
subatómica. Max Planck, el mismo Eins‐
tein y Niels Bohr postularon la apari‐
ción de energía en cantidades discretas
o cuantos (del latín, quanta) para expli‐
car fenómenos como el espectro de ra‐
diación del cuerpo negro, el efecto foto‐
eléctrico y la estabilidad y espectros de
los átomos. Estos fenómenos habían
eludido la explicación de la física clásica
e incluso parecían contradecirla. Aun‐
que las partículas elementales mues‐
tran propiedades predecibles en mu‐
chos experimentos, se vuelven comple‐
tamente impredecibles en otros, como
los intentos de identiTcar trayectorias
de partículas individuales a través de un
aparato físico simple.

La teoría cuántica se consolidó a


partir de la Quinta Conferencia Solvay
realizada en Bruselas en 1927. Entre
otras principales Tguras cientíTcas que
contribuyeron en su  desarrollo se en‐
cuentran físicos de enorme celebridad
como Werner Heisenberg, Erwin Schrö‐
dinger, Max Born, y Wolfgang Pauli.
Fue precisamente en 1927, cuando
Albert Einstein era ya una autoridad
cientíTca indiscutible, que un joven físi‐
co belga se atrevió a rechazar su concep‐
ción de universo estático en razón de
resultar inconsistente con la relativi‐
dad, proponiendo una solución alterna‐
tiva. Georges Lemaître (1894-1966) sos‐
tuvo que el universo está en expansión
y que en el momento original, se encon‐
traba concentrado en una especie de
“átomo primitivo” o “huevo cósmico”.
Esta teoría se popularizaría en un futu‐
ro como Big Bang, mote con el que iróni‐
camente se refería a ella Fred Hoyle
(1915-2001), quien continuó defen‐
diendo la teoría rival —y hoy desechada
— del estado estacionario. Inicialmente
ignorada por la comunidad cientíTca, al
conocerla Eddington cuatro años des‐
pués de aquella publicación consideró la
concepción de Lemaître como una solu‐
ción brillante al problema cosmológico.
El trabajo de Lemaître fue republicado,
esta vez en una revista cientíTca de gran
difusión, y cobró inmediato reconoci‐
miento. El propio Einstein, que en un
comienzo lo había criticado, lo terminó
elogiando y aplaudiendo cuando Lemaî‐
tre fue invitado a disertar en el Califor‐
nia Institute of Technology (Caltech).
Si la revolución copernicana había
cambiado la forma de ver la Tierra y el
hombre en el mundo, el trabajo de Le‐
maître venía a hablarnos del nacimien‐
to mismo del universo: es en el Big Bang
que se produjo el surgimiento del espa‐
cio-tiempo. No es una explosión de ma‐
teria que se aleja para llenar un universo
vacío; es el espacio-tiempo el que se ex‐
tiende. Y es su expansión la que causa el
incremento de la distancia física entre
dos puntos Tjos en nuestro universo.
Con el pasar de los años, las evi‐
dencias observacionales apoyaron la
idea de que el universo evolucionó a
partir de un estado denso y caliente. Los
datos satelitales de COBE y del telesco‐
pio espacial Hubble han permitido cal‐
cular muchos de los parámetros del Big
Bang con creciente nivel de precisión, y
han hallado que la expansión del uni‐
verso está en aceleración. La variación
de la temperatura en diferentes escalas
en la radiación de fondo de microondas
(que permitió corroborar la teoría de Le‐
maître), y en función de la correlación
de las galaxias, han permitido calcular
la edad del universo en aproximada‐
mente 13.700 millones de años.
En relación al primer instante del
universo, la teoría gravitacional de Eins‐
tein supone una singularidad en donde
las densidades son inTnitas. Para resol‐
ver esta paradoja física, hace falta una
teoría de la gravedad cuántica, lo que
requiere conciliar la relatividad general
con las leyes de la física cuántica. La
comprensión de este momento de la
historia del universo Tgura entre los
mayores problemas no resueltos de la
física.

***

Estos cuatro grandes desarrollos —


evolucionismo, neurobiología, genética
y cosmología— ganaron progresiva po‐
pularidad gracias a la difusión que los
medios de comunicación dieron a estos
temas. También entraron en juego nue‐
vos actores, que cobraron un papel cre‐
ciente en la interpretación y relato de
estos trabajos. Nos referimos al rol de
los divulgadores cientíTcos que, además
de informar e interesar al público pro‐
fano en estos tópicos, mostraron a la re‐
ligión como un obstáculo explícito al
progreso de la ciencia.
El armado del contencioso estaba
completo.

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IV
Los nuevos evangelizadores

Los cuatro desarrollos cientíTcos


que acabamos de examinar aportaron el
nudo de argumentos teóricos que opa‐
caron el papel de la religión y la relega‐
ron en el favor de la opinión pública,
pero la intervención de otro factor al
que aún no hemos referido tuvo un pa‐
pel determinante. Los divulgadores de
la ciencia y los agentes y medios de
prensa —auténticos vehículos de trans‐
misión cultural— enseñaron paulatina‐
mente al gran público los avances de la
ciencia y mostraron la religión como un
obstáculo para el progreso.
Hombres como Stephen Hawking,
Carl Sagan y Paul Davies popularizaron
los hallazgos y avances cientíTcos, con‐
virtiéndolos en conquistas estratégicas
en la batalla contra los prejuicios reli‐
giosos.
Ellos y otros predicadores aprove‐
charon el arsenal de nuevos y revolucio‐
narios medios de transmisión audiovi‐
sual para llevar a cabo lo que conTgura‐
ría una nueva y profana evangelización.
Respaldados por la sorprendente revela‐
ción que traía la investigación básica y
los milagros tecnológicos, convirtieron a
miles y miles de almas a la nueva fe. No
es casual ni se trata de una provocación
el que usemos términos religiosos para
referirnos a la labor de estos hombres.
Es que no se trataba —ni se podía tratar
— de demostrar o lograr comprensión
de los ocultos misterios de teorías com‐
plejas, especializadas e incomprensibles
para las mentes legas. Mucho menos sus
audiencias podían estar en capacidad de
juzgarlas o corroborarlas. El proceso de
conversión, habida cuenta de las varia‐
das condiciones intelectuales y de ins‐
trucción de los catecúmenos, debía ba‐
sarse más en el carisma de los comuni‐
cadores y la conTanza que se depositara
en ellos; la comprensión racional y la
comprobación empírica jugarían un pa‐
pel nulo o insigniTcante en la acepta‐
ción de la nueva visión laica del mundo
y de la vida. Y por cierto, la difusión no
estuvo exenta de mitos y confusiones.
Muchas personas creen que la teo‐
ría del Big Bang es un desarrollo muy
reciente, no son pocos los que se la adju‐
dican al inglés Stephen Hawking (1942-
2018) y desconocen por completo a su
autor, George Lemaître. Los trabajos de
Hawking comprendieron teoremas de
singularidad gravitacional en el marco
de la relatividad general, la predicción
de que los agujeros negros emiten radia‐
ción y la interpretación de la mecánica
cuántica en muchos mundos.
Su larga y dolorosa lucha contra la
grave enfermedad que padeció desde
joven —esclerosis lateral amiotróTca—
y el éxito que logró como divulgador de
los últimos desarrollos en astrofísica lo
convirtieron en un ícono popular, que‐
dando unido en el imaginario colectivo
a la concepción del Big Bang. Ello ocu‐
rrió principalmente a partir de la gran
difusión que tuvo su libro A Brief His‐
tory of Time, publicado en 1988. Ya en
ese momento, en una entrevista que
concedió a un semanario alemán, se an‐
ticipó a proponer que no era necesaria la
intervención de Dios en el nacimiento
del mundo, una posición con la que in‐
sistiría en años posteriores y sobre la
que volveremos en detalle más adelante.
Carl Edward Sagan (1934-1996)
fue un cosmólogo y astrobiólogo, defen‐
sor del escepticismo cientíTco y promo‐
tor de la búsqueda de inteligencia extra‐
terrestre mediante el envío de mensajes
a bordo de sondas espaciales. Ganó gran
popularidad gracias a la serie televisiva
Cosmos: Un viaje personal, producida en
la década de 1980, un documental en el
que fue narrador y coautor. Fue autor de
numerosos artículos y libros de divulga‐
ción cientíTca.
Sagan escribía a menudo sobre la
religión y su relación con la ciencia.
Aceptaba esa suerte de panteísmo im‐
plícito en la visión de Einstein, a la ma‐
nera de Baruch Spinoza, que refería a
Dios como una suma total de las leyes
de la física. En ese sentido, Sagan defen‐
día que la ciencia “no es solamente com‐
patible con la espiritualidad, sino que es
una profunda fuente de espiritualidad”.
En otras oportunidades hacía gala de un
escepticismo mordaz: “Existe la profun‐
da y atractiva noción de que el universo
no es más que el sueño de un dios (…).
Estas grandes ideas son empañadas por
otra, quizá incluso mayor, que dice que
los hombres podrían no ser los sueños
de los dioses, sino que los dioses son los
sueños de los hombres”[13].

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