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HISTORIA DEL REY IUNANE Y EL MÉDICO RUIANE

—¿Cuál es esa historia?—preguntó el genio desde su encierro.

—Verás —dijo el pescador—. Hace miles de años Iunane reinaba en el


país de los griegos. Era un hombre poderoso, riquísimo y lo obedecían
enormes ejércitos. Sin embargo, no podía ser feliz. Estaba enfermo y los más
famosos médicos del reino no eran capaces de procurar alivio a su mal.

Un día llegó al lugar un médico viejecito que había estudiado medicina,


filosofía y astronomía y que conocía las propiedades curativas de todas las
plantas y de la carne y las grasas de los animales. Al enterarse de que el rey
estaba enfermo y de que nadie podía curarlo pidió ser conducido a su pre-
sencia.

—Señor —dijo en cuanto estuvo frente a él—, me he enterado de tu mal


y estoy dispuesto a curarte sin necesidad de jarabes ni pomadas fastidiosas.

El rey se puso muy contento al oírlo y le prometió honores y riquezas si


lograba curarlo.

El médico se encerró en sus habitaciones y fabricó una especie de mazo


de madera en cuyo mango, hueco, introdujo unos cuantos productos
medicinales que sólo él conocía.

Luego volvió junto al rey y le propuso que jugase, con ese mazo, hasta
que el sudor empapara su cuerpo. Así, transpirado, debía volver a palacio,
darse un buen baño y acostarse bien abrigado.

—Si es la voluntad de Alá, mañana aparecerás sano, señor —concluyó


el anciano.

El rey siguió al pie de la letra sus consejos, y después de un buen


descanso al día siguiente despertó completamente sano. Enseguida ordenó
que se reuniera la corte y, luego de presentar al médico, mandó celebrar el
acontecimiento.

Cuando terminaron las fiestas y el rey recibió de nuevo a sus ministros


para enterarse de la marcha de los asuntos de gobierno, uno de ellos, enfermo
de envidia, le habló así:

—Considero mi deber, señor, hacerte saber que ese médico a quien


colmas de halagos no ha venido a tu reino a salvarte como dice, sino a darte
muerte. Lo sé de muy buena fuente.

—¿Qué estás diciendo? —se indignó el rey—. Ese hombre, que me ha


librado de una enfermedad que ninguno de mis médicos fue capaz de curar, no
puede ser un criminal. No. Debe de ser la envidia, o cualquier otra pasión, la
que pone esas palabras en tu boca. Ese hombre ha salvado mi vida y no quiero
repetir con él la historia del rey Sindabad, que siempre me contaban, cuando
era niño.

—¿Qué historia es ésa?

—Te la contaré. Escucha.

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