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Fepal - XXIV Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis - Montevideo, Uruguay

“Permanencias y cambios en la experiencia psicoanalítica" – Setiembre 2002

¿Pueden los homosexuales ejercer el psicoanálisis?

Juan Vives R.

Tradicionalmente, las personas con algún tipo de perversión sexual –incluida la


homosexualidad- han estado vedadas para ingresar a los institutos psicoanalíticos.
Pero desde hace más de veinte años, en los Estados Unidos de Norteamérica
surgió un movimiento de reivindicación de los homosexuales y lesbianas con el fin
de hacer frente al veto que la institución psicoanalítica había ejercido sobre este
grupo, movimiento amparado bajo el incuestionable cobijo de las luchas para
abatir la discriminación laboral y social que contra este grupo ha pesado desde los
albores de la historia.
A partir de este tipo de movimientos sociales en pro de la no discriminación de
ningún grupo social, se ha desarrollado un movimiento para que las minorías
homosexuales de ambos sexos no sean sujetas a tratos injustos desde la
perspectiva de los derechos humanos. Desde que se inició este tipo de
reivindicación socio-política se ha venido desarrollando un largo debate en torno al
tema sobre si los homosexuales pueden o no ser admitidos en los Institutos de
psicoanálisis con el fin de formarse y ejercer como psicoanalistas. Casi desde el
momento mismo en que se establecieron los Institutos de formación psicoanalítica,
ha existido una suerte de interdicción tácita sobre la homosexualidad y cualquiera
otra forma de perversión sexual –junto con las psicosis y las personalidades
psicopáticas- como formas de psicopatología que limitan o impiden formalmente el
ejercicio del psicoanálisis. Pero, ¿cuáles serían las razones por las que un sujeto
homosexual deba ser rechazado de la formación psicoanalítica?, ¿es, realmente,
la homosexualidad una limitante formal para el ejercicio del psicoanálisis?, ¿cuál
es el fundamento por el que una perversión –en este caso la homosexualidad-
debe ser excluida dentro de los que practican el psicoanálisis?
Recientemente ha habido una actualización de dicho debate, que se ha
centrado sobre las siguientes preguntas: ¿Es la homosexualidad una categoría

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psicopatológica o, por el contrario, sólo una más entre las diversas opciones que
hay para dar salida a la pulsión sexual?; ¿es la homosexualidad compatible con
una “personalidad normal?; ¿existe algo así como el homosexual sano? La
“identidad homosexual”, ¿es una forma desviada o normal del desarrollo? En
relación a los argumentos con los que pueda sustentarse que una orientación
heterosexual en la elección de objeto es el camino “normal”, mientras que una
elección homosexual es “anormal”, el criterio que se ha esgrimido en los últimos
ciento cincuenta años han sido argumentos anclados en los postulados del
evolucionismo. Las parejas homosexuales -tanto masculinas como femeninas-
son, por definición y por imposibilidad biológica, estériles; por lo tanto, son sujetos
que no entrar en el juego de la sobrevivencia del más apto debido a que no
pueden transmitir sus características genéticas. La perspectiva evolucionista, por
tanto, considera a las parejas homosexuales como formadas por sujetos que se
autoextinguen.
Por otra parte, las presiones políticas y, por qué no decirlo, cierta velada
amenaza de recurrir a los tribunales, han desembocado en una declaración de no
discriminación, suscrita por el presidente de la IPA, con el fin de incluir
explícitamente el término homosexualidad al lado de los de raza, credo, género y
color de la piel.
En este debate, Richard Isay ha sido un analistas norteamericano homosexual
pionero, quien ha insistido sobre la necesidad de entender la homosexualidad
como una forma alternativa y normal de identidad psicosexual. Al mismo tiempo,
ha enfatizado los efectos iatrogénicos y el daño a la autoestima que se producen
cuanto un analista pretende cambiar la orientación sexual (en este caso,
homosexual) de sus pacientes (Isay, 1985, 1986, 1987). Con el fin de mostrar que
la homosexualidad es compatible con la normalidad, Isay ha recurrido a las citas
obligadas de Freud: la carta a la madre de un joven homosexual, de 1935, y la
pregunta que el grupo holandés hizo en 1921 a Ernest Jones sobre la posibilidad
de “aceptar como miembro a un doctor conocido por su homosexualidad
manifiesta”, médico que luego fue encarcelado al ser conocida su orientación
psicosexual; pregunta que a su vez fue turnada a la Sociedad Vienesa, donde

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Rank y Freud contestaron (el 11 de diciembre de 1921) que, en principio, no se


podía rechazar a esa persona dado que no estaban tampoco de acuerdo con su
persecución legal y ulterior encarcelamiento. Al final de dicha carta, concluyeron:
“Creemos que la decisión, en tales casos, debería depender del examen de las
otras características del sujeto” (cit. por Isay, 1985, p. 252). Es notable que
habiendo reproducido textualmente las frases citadas, Isay haya transformado
este texto hasta hacerlo decir que los holandeses habían preguntado “si podían
aceptar a un homosexual como candidato para la formación psicoanalítica”
(Ibídem), cuando sabemos que, en aquel tiempo, ni siquiera había un Instituto y,
consecuentemente, no existía la posibilidad de tal “formación analítica” en
Holanda. Este tipo de lecturas y distorsiones en ambos polos de la discusión nos
hablan de las pasiones que el tema sigue despertando aún en nuestros días.
Sabemos también, por el trabajo de Phillips (1998), sobre las vicisitudes
ocurridas en el tratamiento de un paciente varón que se entera, por algún
comentario externo a su tratamiento, que su analista es homosexual. Según el
autor, el proceso analítico, lejos de bloquearse o entorpecerse, resultó estimulado
por este conocimiento, profundizándose la transferencia. De la misma manera, las
investigaciones de Ellman (2001) sobre la evolución de algunos de sus
supervisandos que sabía eran homosexuales o lesbianas, reportó que en ninguno
de ellos su condición homosexual había entorpecido o restringido las reacciones
transferenciales de sus pacientes. “Por lo tanto –nos dice- las condiciones
analíticas fueron tales que los pacientes no sufrieron restricción alguna en sus
reacciones transferenciales a estos analistas” (Ellman, 2001, p. 23). No es ninguna
sorpresa que la condición homosexual de sus analistas (es decir, la figura real del
analista) no tenga que ver con el tipo y modalidad de las depositaciones
transferenciales de los pacientes –de igual forma a como ocurren transferencias
maternas con analistas varones o transferencias paternas con analistas mujeres.
En los Estados Unidos de Norteamérica la homosexualidad, que había sido
clasificada en el DSM-I como un “trastorno sociopático de la personalidad”, fue
calificada posteriormente bajo el capítulo de los “otros trastornos no psicóticos de
la personalidad” en el DSM-II, para finalmente ser retirada como categoría

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diagnóstica desde la aparición del DSM-III, en 1975, y como resultado de una


votación –como si las cuestiones que tienen que ver con una disciplina científica
pudieran ser tratadas por el voto democrático de la mayoría. Es como si en los
tiempos de Copérnico, se hubiese pretendido zanjar la cuestión de las teorías
geocéntrica o la heliocéntrica con un plebiscito con el fin de validar alguna de ellas
por votación democrática. Actualmente, la condición de homosexualidad tampoco
aparece en el DSM-IV de 1994. Lo cierto es que la gran mayoría de los trabajos
que han apoyado la opinión de que la homosexualidad es compatible con la
normalidad psíquica son de corte antropológico, biológico, sociológico o
psicológico, estudios que no han tomado en cuenta la posibilidad de una
exploración psicoanalítica.
Recientemente, Roughton (2001) ha planteado de nueva cuenta el problema en
torno de la discriminación de los homosexuales en muchos Institutos de formación
–excepto en los Estados Unidos de Norteamérica, donde el poder de los abogados
se ha desvirtuado hasta lo grotesco y pretende ganar en la corte lo que es objeto
de investigación científica. Para este autor, el prejuicio de que la homosexualidad
es una condición psicopatológica va en contra de la regla de neutralidad del
analista y lo predispone hacia una actitud de discriminación. Desde su perspectiva,
no existen argumentos que comprueben que una orientación homosexual sea una
desviación: los estudios sobre “la dinámica familiar temprana, las experiencias
traumáticas, las fijaciones durante el desarrollo, las identificaciones cruzadas, los
fracasos en la separación-individuación, la compensación por déficits narcisísticos,
las madres absorbentes, los padres que abdican” (Roughton, 2001a, p. 17), no
son pruebas concluyentes, ya que podemos encontrar homosexuales con historias
que no incluyen estos factores, así como heterosexuales con historias semejantes.
Basado en lo anterior, este autor establece que “la indagación etiológica no
solamente es innecesaria sino que en muchos casos resulta dañina puesto que
implica que el ser homosexual no es natural, sino desviado, enfermo” (Op.cit., p.
18). Es interesante advertir cómo también Roughton recurre a cierta tergiversación
de las citas de Freud con el fin de sostener sus argumentos, como cuando afirma
escuetamente que Freud dijo, en 1903, que “las personas homosexuales no están

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enfermas”, cuando la cita completa de la entrevista periodística que le hicieron en


ese año es: “Defiendo la posición de que un homosexual no pertenece al grupo
que debe ser puesto delante del tribunal de una corte de leyes. Inclusive soy de la
firme convicción de que los homosexuales no deben ser tratados como personas
enfermas ya que una orientación perversa está lejos de ser una enfermedad. ¿No
nos obligaría ella a considerar enfermos a muchos grandes pensadores y
estudiosos de todos los tiempos, cuya orientación perversa conocemos como un
hecho y a quienes admiramos precisamente por su salud mental? Las personas
homosexuales no son enfermas” (cit. por Furman, 2001). Asimismo, cae en el
mismo tipo de lectura distorsionada que Isay, en el texto de 1921 (Roughton,
2001a, p. 18), afirmación repetida por Stubrin, quien agrega: “Si fue Freud, el gran
referente, el que pensaba que una persona homosexual podía hacer el training
para ser analista y luego serlo, ¿quién autorizó a seguidores posteriores a cambiar
esta actitud y por muchísimos años prohibir su ingreso?” (Stubrin, 2001, p. 21).
Ante esta nueva distorsión, no repetiremos los atinados comentarios de Furman
(2001, p. 5). Finalmente, Roughton también cita más adelante en su escrito, pero
parcialmente, la carta de 1935, donde se señala que la homosexualidad “no puede
ser clasificada como una enfermedad” (Roughton, 2001a, p. 18), cuando lo que en
realidad Freud escribió en la carta del 9 de abril de 1935 –como respuesta a la
madre de un homosexual- tiene ambigüedades como la siguiente: “la
homosexualidad no es, desde luego, una ventaja, pero tampoco es nada de lo que
uno deba avergonzarse, un vicio o una degradación, ni puede clasificarse como
una enfermedad; nosotros la consideramos como una variante de la función
sexual, producto de una detención en el desarrollo” (cit. por Jones, 1945, p. 214).
No advertir la dificultad de conciliar términos como “las personas homosexuales no
son enfermas”, junto con la afirmación, en el mismo texto en el que Freud contesta
una entrevista periodística, en 1903, de que se trata de una “orientación perversa”;
o no señalar la flagrante contradicción contenida en carta de 1935 -al contestarle a
una angustiada madre- cuando, al lado de frases tranquilizadoras, habla de “una
detención del desarrollo”, es ceñirse tendenciosamente a la letra, sacar del
contexto una frase, o recurrir al principio de autoridad –el tan socorrido Freud

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dixit. La oración freudiana de “no son enfermos” debe ser contextualizada en el


sentido de “no son neuróticos”, dado que se trata de una expresión perversa de la
sexualidad infantil –de ahí su insistencia, en los mismos textos de hablar de una
“orientación perversa”.
Algo muy distinto es el tema de la discriminación a que son sometidos los
homosexuales: discriminación social, laboral –incluso jurídica en muchos países,
donde ser homosexual constituye un delito perseguible y penado. En este sentido,
Freud fue un precursor de los derechos humanos de los homosexuales al hacer
explícita su opinión de que no existe ningún motivo válido para que sean llevados
a los tribunales.
Sin embargo, en el debate actual, existe una cierta confusión entre categorías;
confusión no del todo inocente, ya que parecería un intento de pescar en río
revuelto. Por ello debemos discernir la distinción entre discriminar a una persona
por el sólo hecho de ser homosexual, como algo muy distinto de eximirlos de una
investigación con el fin de determinar si son aptos o no para una formación
psicoanalítica –tal como hacemos con cualquier persona de orientación
heterosexual. Una muestra de dicha confusión nos la ofrece el propio Roughton
cuando afirma que “La lista de artículos y libros que diagnostican y explican la
patología de la homosexualidad es muy larga. Y me sorprende –nos dice- que no
pueda entender el efecto avergonzante que tiene en un hombre gay que su
analista refuerce las actitudes denigrantes de la sociedad hacia los homosexuales”
(Roughton, 2001b, p. 30). Creo que no es necesario advertir que, cuando un
analista asume un rol superyóico sádico con un paciente homosexual, es posible
que esté actuando una contraidentificación proyectiva, o bien que esté poniendo
en su paciente un conflicto interno en relación al rechazo de sus propias partes
homosexuales; pero no podemos decir, ni mucho menos, que esta sea la actitud
analítica habitual. En otro lugar, este autor también nos habla de las “sociedades
[psicoanalíticas] en las que la homosexualidad es todavía considerada una
perversión y la discriminación sigue siendo un hecho” (Op.cit., p. 32), afirmación
que no tamiza ni discute sobre los criterios para afirmar si la homosexualidad es
no o una perversión, además de que no distingue tampoco el hecho de que un

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criterio nosológico no constituye justificación alguna para ningún tipo de


discriminación –lo que no invalida el uso de pautas basadas en las capacidades o
limitaciones que una persona puedan tener (sea homosexual o heterosexual) para
el desempeño de una función. No darle licencia de piloto aviador a un epiléptico no
implica una discriminación, sino una limitación formal inherente a su trastorno
convulsivo para el ejercicio de una profesión; algo muy diferente, sin embargo, es
que se maltrate a esta misma persona por considerársele impura, maligna o
poseída por el demonio. De la misma forma cuando a un infante diabético se le
limita la ingestión de golosinas azucaradas o a un niño hemofílico se le
recomienda no ingresar al equipo de boxeo, difícilmente alguien podría afirmar que
se les está discriminando; en estos casos, por el contrario, limitar significa una
forma de protección.
Es obvio que lo que está en el centro del debate está basado y sustentado en
viejos criterios médicos sobre salud y enfermedad, en categorías psicopatológicas,
sin tener en cuenta dos factores primordiales: en primer lugar, la constitución
bisexual de los seres humanos y, en segundo término, la orientación polimorfo-
perversa de la sexualidad infantil, base indispensable para el desarrollo y ejercicio
de una sexualidad adulta. Cualquier discusión acerca de si la homosexualidad
constituye o no una limitante para la formación y el ejercicio del psicoanálisis
debería de tomar en cuenta ambos factores.
Aún hoy existen ciertos equívocos en relación al tema de la homosexualidad.
Tenemos que considerar varios aspectos en torno de la llamada inversión sexual.
Primero, la necesidad de una definición conceptual más adecuada en relación a la
homosexualidad, su papel en las perversiones, y las modalidades con las que se
presenta. Segundo, la postura del psicoanálisis frente a la homosexualidad
masculina y femenina. ¿Se considera o no a la homosexualidad como una forma
de psicopatología o, por el contrario, la visualiza como una vicisitud más de la
pulsión sexual en el desarrollo de la elección objetal? Tercero, e íntimamente
relacionado con el punto anterior, de considerarse la homosexualidad como una
desviación de la norma, ¿es tratable mediante el psicoanálisis?; o bien ¿cuáles
son las formas de homosexualidad susceptibles de ser “curadas” mediante nuestra

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disciplina? Cuarto, debemos determinar si la homosexualidad es compatible con la


normalidad, como sostienen algunos pensadores dentro del psicoanálisis (Isay,
1985, 1986, 1987; Goldberg, 1999). Si este fuera el caso, ¿cuál sería, entonces, la
justificación para evitar que los homosexuales se formaran como psicoanalistas?,
¿no estaríamos ante una clara discriminación con base en la orientación o
preferencias sexuales? Es claro que estas preguntas no están discriminando las
múltiples formas en las que se puede ser homosexual.
Por otra parte, debemos establecer si los conceptos de raza, sexo, credo, color
de la piel y homosexualidad son términos equivalentes –ya que son los que se han
esgrimido como argumentos en contra de la discriminación.
La homosexualidad no pertenece al mismo tipo lógico que una característica
genéticamente dada, como puede ser el sexo o el color de la piel. Tampoco
pertenece a los atributos culturalmente adquiridos, como puede ser la religión o
nacionalidad. Ser homosexual no es una condición determinada exclusivamente
por la genética -a pesar de quienes luchan por el establecimiento de una suerte de
tercer sexo.
Ante estos cuestionamientos, y con el fin de normar un criterio desde donde
empezar nuestra discusión, recordaremos aunque sea muy brevemente, el punto
de vista de Freud sobre la homosexualidad. Son tres los lugares donde de manera
explícita se refiere e este problema: Tres ensayos sobre teoría sexual, de 1905;
Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina, de 1920; y
Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la
homosexualidad, de 1922. Adicionalmente, también abordó el tema en sus
estudios sobre Leonardo (1910) y Dostoievski (1928), aunque en éstos el enfoque
está dado desde la perspectiva de la homosexualidad latente.
En los Tres ensayos..., Freud aborda las desviaciones del objeto sexual, a las
que denomina como “inversión sexual”, que divide en absolutos, anfígenos o
hermafroditas psicosexuales, y ocasionales. Freud demuestra que los
homosexuales no son degenerados, al establecer que muchos “no presentan
ninguna otra desviación grave respecto de la norma” (Freud, 1905, p. 126),
además de que es común encontrarla “en personas cuya capacidad de

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rendimiento no sólo no está deteriorada, sino que poseen un desarrollo intelectual


y una cultura ética particularmente elevados” (Ibídem). Freud agrega, en una nota
de 1910, que en los casos vistos por él ha encontrado que los hombres que luego
desarrollaron una homosexualidad, habían atravesado, en la infancia, por una
intensa fijación a la madre, identificándose con ella y tomándose posteriormente a
sí mismos como objeto sexual; es decir, amando como madres cariñosas a
hombre jóvenes como ellos mismos lo fueron. Se trata, pues, de una vicisitud
narcisista de la pulsión sexual. Un poco después, en 1915, agregó: “La
investigación psicoanalítica se opone terminantemente a la tentativa de separar a
los homosexuales como una especie particular de seres humanos” (Op.cit., p.
132), puntualizando que su génesis se debe en parte a factores constitucionales y
en parte a factores accidentales, en especial al “predominio de constituciones
arcaicas y de mecanismos psíquicos primitivos. La vigencia de la elección
narcisista de objeto y la retención de la importancia erótica de la zona anal
aparecen como sus caracteres más esenciales” (Op.cit., pp. 132-3). También
destaca el papel de la frustración y la falta de un padre fuerte durante los años
formativos. Más adelante, en 1920, Freud incorpora las consideraciones de
Ferenczi (incluyendo la propuesta de llamarle homoerotismo) en las que establece
la diversidad de condiciones que se agrupan bajo este rubro. Propone distinguir
con claridad el homoerotismo en cuanto al sujeto (el hombre que se siente mujer y
se comporta como tal), de homoerotismo en cuanto al objeto (un hombre que
busca como objeto sexual a otro de su mismo sexo).
En Sobre la psicogénesis..., de 1920, Freud establece que tanto la elección
homosexual como la heterosexual de objeto implican una cierta restricción a las
posibilidades de la bisexualidad. Tanto desde la perspectiva biológica como desde
el psicoanálisis, hay que partir de una constitución bisexual de los seres humanos,
sin embargo, los caracteres sexuales primarios no bastan para explicar la
asimilación de unos a lo masculino y de las otras a lo femenino. Aquí vemos como
Freud ya establecía claras diferencias entre sexo y género –pese a su fallida
concepción de lo masculino como lo activo y lo femenino como lo pasivo, sin
establecer la distinción entre pasividad y receptividad. En este caso clínico pudo

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dejar sentada la importancia de la frustración de los deseos edípicos re-editados


durante el inicio de la adolescencia, así como la eficacia de la regresión al
narcisismo en la dinámica de su homosexualidad.
Finalmente, en Sobre algunos mecanismos..., de 1922, luego de definir los
celos delirantes como derivados de una condición de tipo homosexual, estableció
que ésta –la homosexualidad- tenía que ver con una intensa adhesión a la figura
de la madre, una regresión al narcisismo, y la importancia de la angustia de
castración ante la imposibilidad de admitir la existencia de seres sin pene. Agrega
aquí, los casos en los que una intensa rivalidad y hostilidad fraterna sucumben a la
represión y se transforman en amor hacia el antes odiado rival, dándose una
elección homosexual de objeto.
No hay que olvidar que Freud modificó sus puntos de vista en la segunda
tópica, donde enfatizó que en las perversiones los principales mecanismos de
defensa son los de la negación (Freud, 1925) y la escisión del Yo (Freud, 1927,
1938) para enfrentar las angustias de castración insoportables.
Poco es lo que han agregado posteriormente los clásicos estudios de Bieber y
col. (1962) quienes enfatizaron que en la infancia de los hombres homosexuales
encontraban la frecuente combinación de una madre muy fuerte y un padre débil o
ausente. También mencionaremos las aportaciones de Joyce McDougall (1982,
2000) para quien las perversiones sexuales -rebautizadas como neosexualidades-
con frecuencia son una forma de manejar ansiedades y fantasías de carácter
psicótico. Esta autora enfatiza la importancia de las fases más tempranas del
desarrollo, ya que actividades como el chupeteo y el autoerotismo son las
precursoras desde donde evoluciona la pulsión sexual y sus destinos. Es común
encontrar en las neosexualidades fallas en la fase autoerótica ante las cuales los
sujetos tienen que inventar otras formas de sexualidad. Por lo tanto, éstas pueden
ser vistas como una forma de corregir problemas muy arcaicos en la homeostasis
narcisista –más que en la dinámica libidinal objetal. Otro componente enfatizado
por McDougall tiene que ver con la forma como estas personas resignifican y
dramatizan la escena primaria parental. Otro clásico contemporáneo en materia de
perversiones es Socárides, quien enfatiza la aportación de los componentes

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agresivos y de las pulsiones parciales preedípicas a la génesis de las llamadas


perversiones sexuales. Este autor, basado en M. Mahler y su concepto de
separación-individuación, propone una teoría unitaria de la perversión ya que
todas estas manifestaciones provienen de una misma alteración central
(Socarides, 1988). Finalmente, Bonnet (1992), establece que es válido hablar de
perversión en la homosexualidad (tanto masculina como femenina) cuando esta
presenta características como la “estereotipia del acto, ritualización, necesidad,
escisión, negación, erotización de los procesos de inversión” (Bonnet, 1992, p.
99).
Como podemos ver, ser homosexual, desde la perspectiva de la teoría
psicoanalítica clásica y desde las contribuciones de algunos investigadores
contemporáneos, ha sido considerado como una vicisitud desafortunada en la
evolución de la libido en el curso de su desarrollo. Freud mismo tuvo que asumir
que no existen pruebas concluyentes de que se pueda nacer homosexual de
manera semejante a como se nace hombre o mujer, como querían los que
propugnaban por la existencia de un “tercer sexo”.
Aquí vale la pena detenerse con el fin de establecer algunas aclaraciones
pertinentes. En primer término, debemos de admitir dos cosas: primero, que la
homosexualidad es una condición que encontramos en los más variados y
disímiles cuadros clínicos: en la histeria, en las neurosis obsesivas, en los casos
de personalidades borderline y narcisistas, en diversas formas de caracteropatías
y en las psicosis. En estricto sentido, la homosexualidad –masculina y femenina-
es una manifestación conductual que puede presentarse en los cuadros más
extremos de la psicopatología, como ocurre con algunos transexuales en los que
puede advertirse con claridad una distorsión psicótica y, hasta donde sabemos,
irreversible de la imagen corporal y de la identidad; pasando por diversos grados
de patología como ocurre con el o la homosexual travesti (no hay que olvidar que
también existen los travestis heterosexuales), los homosexuales con una identidad
genérica femenina y las homosexuales con una identidad genérica masculina, así
como los homosexuales con una identidad genérica masculina y las
homosexuales con una identidad genérica femenina; finalmente, en el otro polo del

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espectro, la conducta homosexual puede presentarse también en sujetos


“normales” (como ocurre con la llamada homosexualidad transitoria o
circunstancial que se origina en situaciones de falta de acceso a objetos del sexo
opuesto al propio, como ocurre en las cárceles, en los cuarteles del ejército, en los
monasterios y en todas aquellas situaciones extremas y condicionadas por la
ausencia de objetos heterosexuales disponibles, situaciones en las que el sujeto
regresa a una actividad heterosexual habitual apenas dispone de objetos
adecuados). Entre estos dos extremos, hay toda una serie de gradaciones más o
menos reversibles –algunas de ellas incluso tratables por medio del psicoanálisis.
Es interesante que la categoría de homosexualidad transitoria nos puede dar una
buena medida de la flexibilidad yóica del sujeto sometido a condiciones de
privación; lo que, indirectamente, podría ser una suerte de contraprueba para la
gran mayoría de los homosexuales (me refiero a la rigidez de la conducta y la
exclusividad señalada repetidamente como características de las perversiones), ya
que, hasta donde sabemos, éstos no recurren a objetos heterosexuales cuando no
hay disponibilidad de objetos homosexuales. Sólo los sujetos bisexuales dan ésta
muestra de flexibilidad –o de falta de consolidación de una identidad psicosexual y
genérica firme, según el ángulo desde el que se mire.
En segundo lugar, y en íntima conexión con lo tratado en el punto anterior,
tenemos que tener en cuenta que las categorías de homosexualidad y
heterosexualidad no son categorías absolutas. Los seres humanos tenemos una
orientación psicosexual predominantemente heterosexual u homosexual.
Desde la perspectiva psicoanalítica que hemos visto, hablar de la
homosexualidad como una condición que es excluyente o no para la formación
psicoanalítica, es un falso problema. Como fácilmente podemos entender, no es la
condición homosexual lo que determina si un sujeto debe ser aceptado o
rechazado por un instituto de enseñanza del psicoanálisis, sino la condición
psíquica general –como ocurre en cualquier otro solicitante. Dependerá del estado
mental del solicitante así como de los aspectos vocacionales que le impulsen
hacia esta disciplina; es decir, sus capacidades para entender al otro, la
potencialidad para la regresión y la permeabilidad para dejarse tocar por el

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material inconsciente de sus analizados, su disponibilidad para el insight, su


capacidad de contención de ansiedades primitivas, así como su habilidad para
metabolizar el material que le llega desde su escucha neutral y abstinente, y sus
intuiciones para transformar esos contenidos en interpretaciones útiles para sus
analizandos. Si hablamos de homosexualidad como criterio, creo que lo que
realmente está en juego no es la preferencia sexual del sujeto, sino la evaluación
de las posibles distorsiones o vicisitudes desafortunadas que en el curso de su
desarrollo ocurrieron, la forma de sus identificaciones y su tránsito por el complejo
de Edipo, su modalidad de enfrentar la angustia o complejo de castración, el grado
de gratificación o dolor que sus elecciones le proporcionan, así como su
capacidades de reparación de su propio psiquismo. Como podemos ver, decir que
un sujeto es o no homosexual, es casi no saber nada sobre su persona, mucho
menos si ésta condición resulta ser o no una limitante para el ejercicio del
psicoanálisis. Freud decía, como vimos, que son sujetos con una detención en su
desarrollo o con una orientación libidinal perversa. Los estudios más recientes
tienden a enfatizar una patología preedípica aún más seria que la descrita por
Freud.
Por lo tanto, es equívoco pretender que una manifestación conductual o una
identidad homosexual sean consideradas como una discriminación; sólo puede ser
considerada su potencial limitación o no para el ejercicio de una determinada
disciplina, en este caso, del psicoanálisis.
Finalmente, debemos de enfatizar de nueva cuenta que los argumentos a favor
y en contra de si la homosexualidad es o no una limitante para el ejercicio del
psicoanálisis no pueden dirimirse con un criterio de tipo democrático, criterio
inválido en ciencia, igual que no sirve el principio de autoridad –aunque se invoque
la sagrada figura de Freud o del presidente de la IPA. Sólo la fuerza de la
argumentación y las hipótesis de mayor poder explicativo pueden inclinar la
balanza en un sentido u otro –siempre de una manera transitoria, hasta recabar
pruebas más frescas y demostrativas, tener nuevos paradigmas que rompan con
los anteriores, etc. El tema de la homosexualidad no puede ni debe ser discutido y
dirimido con criterios de tipo democrático o político –mucho menos las balanzas

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deben inclinarse en algún sentido con el fin de hacer populismo, de manipular o de


ganarse las simpatías o antipatías de determinado grupo o comunidad.

Bibliografía

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Ramón Parres, Ed. Pax, México, 1967
Bonnet, G. (1992): Las perversiones sexuales, trad. de J.C. Cruz y J.A.
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