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Derecho Constitucional I
I. Identificación de la Constitución.
1. La polisemia del término. Sus acepciones.
2. Heterogeneidad de la Constitución. Diversidad de fuentes que pueden contenerla.
3. Estructura de la Constitución. Sus partes.
II. Singularidad de la Constitución. “Norma dotada de supremacía” y “norma abierta”.
III. La interpretación de la Constitución.
IV. Eficacia de la Constitución.
1. La Constitución como norma para la producción de normas.
2. La Constitución como norma para juzgar la inconstitucionalidad de las demás normas.
3. La Constitución como norma para la interpretación del resto de las normas.
4. La Constitución como norma de aplicación directa.
V. La reforma constitucional.
1. La rigidez constitucional.
2. Técnicas de rigidez.
VI. Justicia constitucional y control de constitucionalidad.
1. ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?
2. Formas de control en vía jurisdiccional.
a). Sistema americano o de control difuso.
b). Sistema austriaco o de control concentrado.
c). Sistema mixto o de control abstracto por vía incidental.
I. IDENTIFICACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN.
La palabra “Constitución”, aun considerada tan sólo en el contexto de nuestra disciplina, es un término
polisémico. De ahí que debamos comenzar por aclarar cuáles son los distintos sentidos en los que
solemos usarla para así poder alcanzar después, a partir de ellos, un concepto integral y más pleno de
la idea de Constitución.
b) Constitución en sentido material: Otras veces utilicemos el término para aludir a esa materia o
sustancia de la que la Constitución está hecha. Hablamos entonces de la Constitución como
Constitución en sentido material, forma de entenderla que, a su vez, se bifurca en otras tantas
subacepciones:
- Constitución en sentido ideológico: Para la primera de tales subacepciones, la Constitución debe ser
entendida como un concepto “ideológico” porque el contenido o materia al que tal norma recubre no
puede ser otro que el formado por aquellas ideas de libertad y de subordinación del poder a Derecho
que la ideología constitucional puso originariamente dentro de dicha categoría y sin las cuales no
existe verdadera Constitución. Cuando el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano dice que “Todo Estado en el cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la
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separación de poderes establecida, no tiene Constitución”, está usando el término con este
fundamental significado.
- Constitución en sentido sociológico: Hace referencia a la forma efectiva en la que una sociedad está
constituida, a la que se deduce del entramado de fuerzas de poder (ahí incluidos los poderes de hecho:
la banca, el ejército, los sindicatos, la Iglesia, los medios de comunicación...) que actúan en su seno y
determinan el modo real en el que aquélla hoy existe, al margen de lo que diga su Constitución.
Las acepciones de la Constitución que acabamos de hacer debe llevarnos a dejar de lado esa visión
simplista que habitualmente tenemos de la misma y que consiste en reducirla al solo texto normativo
promulgado como tal y casi siempre bajo dicha denominación, para pasar a percibirla como una
categoría algo más heterogénea, plural y compleja. La cuestión está, por tanto, en determinar qué
fuentes o tipos normativos pueden contener “Constitución” en el sentido y con el alcance que dejamos
indicado. A la vista de las distintas posibilidades que el Derecho comparado ha abierto, esos tipos son
los siguientes:
a) Desde luego, la “Constitución”, es decir, el texto así promulgado, aunque (como en el caso de la
Ley Fundamental de Bonn o del Instrumento de Gobierno de Suecia) no utilice dicha denominación.
b) También son Constitución, donde el texto constitucional haya previsto su existencia, las “leyes
constitucionales”, tipo normativo que la propia Constitución suele reservar para algún contenido
materialmente importante y para cuya aprobación impone además un procedimiento semejante al
establecido para reformar el texto constitucional, condiciones ambas que justifican que estas leyes
adquieran fuerza de Constitución. “Leyes constitucionales” son hoy, por ejemplo, las que aprueban en
Italia los Estatutos de Autonomía de las Regiones de régimen especial (artículo 116 de su Constitución
de 1947).
d) Igualmente debemos atribuir esa condición a las “normas constitucionalizadas por reenvío”,
entendiendo por tales aquellas reglas de Derecho a las que la Constitución atrae pasando así a
constitucionalizarlas. El artículo 10.2 de la CE, que dice que las normas relativas a los derechos
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e) Más dudoso es, en cambio, que esta cualidad constitucional la podemos extender también a las
“leyes orgánicas”, introducidas por la vigente Constitución francesa de 1958 e importadas después a
nuestro país por la actual Constitución española de 1978. Las mencionadas leyes orgánicas se
caracterizan, además de por estar reservadas para la regulación de ciertos contenidos considerados de
especial importancia -no estrictamente constitucionales pero sí próximos a la materia constitucional-,
por tener previsto para su adopción un procedimiento más agravado que el que rige para la aprobación
de las leyes ordinarias (lo que parecería situarlas por encima de ellas y atribuirles una cierta apariencia
constitucional) pero bastante menos reforzado que el previsto para reformar a la Constitución (lo que
parece ubicarlas por debajo de ésta y casi al nivel de las demás leyes). De ahí que estemos en
presencia de una categoría manifiestamente híbrida, cuya condición a medio camino de todo justifica
que en la doctrina siga abierto un inacabable debate entre quienes las consideran normas supralegales,
esto es, constitucionales aunque de nivel secundario, y quienes en cambio ven en ellas simples leyes
ordinarias cualificadas por la exigencia de un procedimiento algo más agravado que el común.
En nuestro criterio, la respuesta acertada a esta cuestión debería darse teniendo en cuenta dos factores:
en primer lugar, la intención con la que cada constituyente haya previsto esta figura, ya que
ésta puede variar de una Constitución a otra (por ejemplo, su regulación francesa invita a
verlas como normas constitucionales de segundo nivel, pero no así, al menos no siempre, su
regulación española).
y en segundo lugar, la función que cada concreta ley orgánica esté llamada a cumplir dentro
del sistema correspondiente, porque, como muy bien prueba el caso español, no todas las leyes
orgánicas responden a una misma lógica ni se ajustan a un régimen idéntico, de donde es
posible que algunas de ellas sí cumplan una función cuasi-constitucional (así, los Estatutos de
Autonomía, al sustituir a la Constitución en la delimitación de competencias entre el Estado y
la Comunidad Autónoma) y otras en cambio –la mayoría, concebidas como simples leyes de
desarrollo- no la cumplan.
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Puesto que el objetivo de toda Constitución es darle una forma al poder y garantizarle a los individuos
sus derechos fundamentales (a la postre, regular las relaciones entre poder y libertad), es lógico que
existan en toda Constitución dos partes imprescindibles: una “parte orgánica”, encargada de regular
la composición, estructura y funciones de los altos órganos del Estado y, a su lado, una “parte
dogmática” a la que le corresponde establecer el régimen de las libertades públicas. Así viene siendo
desde que, en los orígenes del movimiento constitucional, las Constituciones de las trece excolonias
americanas diferenciaran en sus textos aquellos preceptos que contenían el bill of rights de aquellos
otros que fijaban el plan of government.
La regulación del poder y el aseguramiento de la libertad no son, sin embargo, los dos únicos grandes
bloques de los que la Constitución se ocupa. Además de las dos partes citadas -y habitualmente
antepuesta a ellas- los textos constitucionales acostumbren a incluir un tercer grupo de preceptos, a los
que solemos denominar “parte programática” porque son como el programa que la Constitución
impone al Estado, en los que dichos textos hacen explícitos esos principios u opciones matrices que
después dan sentido a la totalidad del edificio constitucional. Esos preceptos expresan las “decisiones
constitucionales fundamentales”. Su contenido e intención suele ser muy variado, pero entre los
mandatos que normalmente integran esta tercera parte encontramos:
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La Constitución es, desde luego, una norma jurídica. Pero no es una norma como las demás, lo que
explica que tengamos que detenernos a precisar en qué consiste esa singularidad suya. A los efectos
que aquí interesan, podemos considerarla resumida en las dos notas siguientes:
b) Norma abierta: Con la expresión “norma abierta” solemos aludir al alto grado de elasticidad que
poseen la mayoría de sus disposiciones, una amplitud o apertura de inusual en el resto del Derecho, y
que en el caso de la Constitución se justifica en razón de dos condiciones esenciales suyas: en primer
lugar, su cualidad como Constitución democrática, comprometida, por tanto, con el pluralismo y con
la existencia de posiciones diversas todas ellas igualmente constitucionales y legítimas; y, en segundo
lugar, la constitutiva aspiración de las Constituciones a perdurar, nacida, como sabemos, del lógico
deseo de dotar a los fundamentos de una estabilidad mayor que al resto del Derecho. Por eso en la
Constitución abundan los enunciados cuyo formato no reproduce la estructura habitual de las normas
(un supuesto de hecho al que se anuda una consecuencia jurídica) sino que se concreta en
formulaciones de principio y en cláusulas de suficiente anchura e indeterminación como para que,
dentro de sus márgenes, quepan significaciones plurales. La condición abierta de la Constitución no
debe entenderse, sin embargo, de una manera tan extremada (ese es su riesgo) que nos lleve a
considerar plenamente disponible el sentido de sus preceptos. Una Constitución debe constituir y para
eso tiene que dejar determinadas cuestiones decididas y aun zanjadas.
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La aplicación de la Constitución requiere, como es lógico, que fijemos bien el sentido de sus preceptos.
En principio, las normas constitucionales son normas igual que las demás, con lo cual es lógico que
valgan para su interpretación los mismos métodos que desde que Savigny los formulara en 1802 (y que
fueron acogidos por nuestro Código Civil de 1889, art. 3.1: Las normas se interpretarán según el sentido
propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la
realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y
finalidad de aquéllas) hemos venido aplicando a la interpretación de tales normas jurídicas. Por lo tanto,
en la interpretación de las normas constitucionales es común recurrir al método gramatical (interesado en
buscar el sentido literal de las palabras), al método histórico (que trata de entender las normas a la luz de
sus antecedentes), al método sociológico (que estima que el Derecho debe leerse poniéndolo en conexión
con la realidad a la que va destinado), al método sistemático (que parte del presupuesto de que el
ordenamiento jurídico es un conjunto ordenado y coherente de normas) o, en fin, al método teleológico
(partidario de interpretar las normas en atención al fin que persiguen, trátese del fin querido por el
legislador según lo entiende la concepción subjetiva, o trátese de la voluntad objetivada en la ley según
prefiere verlo la concepción objetiva).
Sin embargo, se ha hecho común en la doctrina la afirmación de que los métodos tradicionales de
interpretación, sin dejar de ser válidos, sí pueden resultar insuficientes o poco adecuados cuando los
aplicamos a las normas constitucionales. Y ello por la elemental razón de que los mismos no tienen en
cuenta la indiscutible singularidad de tales normas. De ahí que Konrad Hesse haya propuesto criterios o
principios que estima deben orientar la labor del intérprete cuando trabaja sobre normas constitucionales,
están:
El principio de la unidad de la Constitución, según el cual los preceptos incluidos en el texto
constitucional no se deben interpretar como una norma aislada sino respetando su conexión de
sentido con los demás preceptos de la Constitución y sobre todo con aquéllos que, por que
contienen las decisiones constitucionales básicas, los ordenan y traban en unidad.
El principio de armonización, que exige que la eficacia de una norma constitucional no se logre
a costa del sacrificio de otra, lo que se traduce en la necesidad de realizar una ponderación entre
ellas a fin de intentar maximizar hasta donde sea posible la vigencia de ambas.
Y el principio de la fuerza normativa de la Constitución, conforme al cual todo operador
jurídico está obligado a interpretar las normas constitucionales dando siempre preferencia a
aquella solución que preserve y optimice en mayor grado la fuerza normativa de la Constitución.
Al lado de ello, se debe considerar en todo momento como un “límite infranqueable de la
interpretación constitucional” el respeto al texto mismo de la Constitución, lo que –aclara
Hesse- no impide una interpretación evolutiva del mismo, pero sí veda lo que él llama “el
quebrantamiento constitucional”, esto es, la descarada reforma de la Constitución por simple vía
interpretativa.
La forma habitual de eficacia de toda norma jurídica consiste, lógicamente, en su capacidad para ser
aplicada sobre los hechos, esto es, en su aptitud para regir directamente la vida. Sin embargo, por extraño
que parezca, este es un modo de ser eficaz que no se le ha reconocido a la Constitución hasta tiempos
muy próximos, en concreto, hasta bien mediado el siglo XX. Las causas de tan sorprendente retraso son
muy diversas. Cuenta, desde luego, el que durante bastante tiempo se pensó a la Constitución más como
un documento político dirigido a ordenar la actuación de los poderes públicos que como una verdadera
norma jurídica. Cuenta también la resistencia de los Parlamentos a aceptar que el Derecho pudiera
contenerse en una norma que no fuera su ley, aunque esa norma fuera la Constitución. Podemos
distinguir las siguientes formas de eficacia de la Constitución:
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crearlas. Así considerada, la solemos definir como “norma normarum” o “norma para la producción de
las demás normas”. Según esta primera forma de eficacia, a la Constitución –y sólo a la Constitución- le
corresponde, pues:
Atribuir potestades normativas, lo que equivale a decir qué órganos van a poder crear Derecho
(el Parlamento mediante la potestad legislativa, el Gobierno como titular de la potestad
reglamentaria...).
Establecer los tipos normativos en los que ese Derecho debe quedar formalizado (una ley si es
norma del Parlamento, un Decreto si su creador es el Consejo de Ministros...).
Fijar, al menos en sus líneas básicas, el procedimiento al que debe ajustarse la producción de
dichas normas (procedimiento legislativo para la elaboración de las leyes, procedimiento
específico para la aprobación de tratados...).
Y definir, en fin, los principios o criterios ordenadores (principio de jerarquía, principio de
competencia...) que determinan el modo de relación entre tales normas y, por lo tanto, permiten
trabarlas en un auténtico “ordenamiento jurídico”.
Sin embargo, reducida su eficacia a esta única capacidad (como efectivamente sucedió al principio, e
incluso durante tiempo en muchos lugares), la Constitución existió como norma tan sólo para el
legislador (cuya actividad de creación del Derecho obviamente regía), pero no para la vida ni, en
consecuencia, para el juez encargado de juzgar sobre ella. De hecho, durante este largo tiempo hubo que
esperar a que los mandatos contenidos en la Constitución fueran desarrollados por el legislador en sus
leyes para que –indirectamente, a través de éstas- llegaran a tener eficacia sobre los hechos. En síntesis,
el planteamiento que por entonces se hizo del tema que nos ocupa consistió en considerar que la ley
estaba sujeta a la Constitución, pero que los jueces (a la hora de aplicar el Derecho) estaban sometidos
tan sólo a la ley y no al dictado de las normas constitucionales, lo que explica que éstas carecieran
durante largo tiempo –en nuestro país hasta que la STC 80/1982, de 20 de diciembre, zanjó la cuestión-
de aplicación inmediata.
2. La Constitución como norma para juzgar la inconstitucionalidad de las demás normas. Al anterior
modo de ser eficaz de la Constitución vino a unirse enseguida en algunos lugares una segunda forma de
eficacia, consistente en entender que, si la Constitución es la norma superior del ordenamiento jurídico,
es lógico deducir de ahí la exigencia de que las demás normas, en cuanto Derecho inferior a ella, no
puedan contradecirla, debiendo ser declaradas nulas en el caso de que lo hagan. La Constitución es,
según esta segunda posibilidad, la norma-parámetro o norma desde la cual se juzga la
constitucionalidad o inconstitucionalidad del resto de las normas. Esta segunda forma de eficacia de la
Constitución (que, dada su sencilla lógica, debería haberse impuesto desde un principio en todas partes)
tan sólo encontró un temprano reconocimiento en los EEUU (1803, sentencia Marbury v. Madison). No
así en Europa donde tardó bastante más de un siglo en ser admitida. Pero como de esta cuestión nos
ocupamos por extenso al final de este tema.
3. La Constitución como norma para la interpretación del resto de las normas. La Constitución es la
síntesis última y más acabada de todo el Derecho, con lo cual se comprende que el auténtico significado
de las demás normas sólo se muestre y alcance cuando las ponemos en contacto con ese referente o
matriz de sentido suyo que son las normas constitucionales. De ahí que a la Constitución le termine
incumbiendo una tercera forma de eficacia, la “eficacia hermenéutica” o “eficacia para la
interpretación del resto de las normas”, según la cual la Constitución es aquélla norma a la que el juez y
los demás operadores jurídicos deben recurrir –antes que a ninguna otra- a la hora de determinar el
sentido constitucional, único legítimo, en el que deben interpretar y aplicar las demás normas jurídicas.
Por razones obvias, esta forma de eficacia debería haber acompañado siempre a la Constitución. Sin
embargo, durante bastante tiempo ello sólo sucedió en muy contadas ocasiones, y aun nada más para
adecuar el sentido de la ley penal a las garantías constitucionales. Eso explica que haya acabado siendo
la progresiva implantación de Tribunales Constitucionales en todo el mundo la que, al atribuir a éstos el
cometido de juzgar –y, por lo tanto, de interpretar- las leyes a la luz de la Constitución, haya terminado
por dar un impulso definitivo a esta eficacia hermenéutica En concreto, ha sido el Tribunal
Constitucional alemán, seguido después en este punto por otras jurisdicciones constitucionales, el que,
hacia los años de 1950-60, ha conseguido formular el llamado “principio de interpretación conforme a
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la Constitución” cuyo fundamental mandato consiste en obligar a todos los poderes públicos a aplicar las
leyes buscando siempre en ellas el sentido más adecuado al texto constitucional. En nuestro caso, queda
claramente establecido en el artículo 5.1 LOPJ: La Constitución es la norma suprema del ordenamiento
jurídico, y vincula a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los
reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los
mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos.
4. La Constitución como norma de aplicación directa. La última cota de eficacia alcanzada por las
normas constitucionales ha permitido pasar a entenderla como norma directamente aplicable sobre los
hechos, alegable por tanto ante los jueces sin tener que esperar a que una ley la desarrolle. Es éste, sin
duda, un avance decisivo. El deseo de llegar hasta ahí comenzó a manifestarse con claridad en toda
Europa a la salida de la Segunda Guerra Mundial, y la reforma de la Constitución alemana de marzo de
1956 puso la ocasión para que se produjera por fin la incorporación de esta última forma de eficacia a las
Constituciones. Su artículo 1.3 (precisamente situado en la cabecera del capítulo dedicado a regular los
derechos y libertades de los alemanes) fue corregido para hacerle decir que “los (...) derechos
fundamentales vinculan al Poder legislativo, al Poder ejecutivo y a los Tribunales a título de derecho
directamente aplicable”. Y, tras ello, muchas otras Constituciones (la de Portugal en su artículo 18.1, la
española en su artículo 53.1 y 2…) han seguido su ejemplo hasta hacer cierto que ésta es hoy una forma
de eficacia que podemos considerar introducida en la práctica totalidad de los sistemas constitucionales.
Consecuencia de dicha aceptación es la vigencia en tales sistemas:
del “principio de eficacia inmediata” que ordena considerar a los preceptos constitucionales
como Derecho de directa aplicación,
y b) del “principio de vinculación más fuerte” que obliga además a todos los operadores
jurídicos a hacer primar su obediencia a tales preceptos por encima de cualquier otro mandato
que el ordenamiento jurídico –ahí incluidos los contenidos en normas, pero también la simple
orden de un superior- pudiera querer imponerles.
Por lo que se refiere a la eficacia de la Constitución en el tiempo, cada vez que se promulga una
Constitución nueva no es posible derogar en tu totalidad -in integrum- el ordenamiento jurídico anterior,
porque ese es un vacío normativo que la vida jurídica no consiente. Sin embargo, lo que sí habrá que
hacer es eliminar, cuanto menos, aquellas normas del “Derecho viejo” que resulten manifiestamente
incompatibles con la Constitución nueva. En el caso español, el Tribunal Constitucional -en su STC
4/1981, de 2 de febrero- ha optado por una solución en cierto modo salomónica. Ha comenzado por
recordar su condición de juez de la constitucionalidad para reclamar su competencia sobre cualquier
supuesto de colisión entre la Constitución y el Derecho ordinario, incluido el Derecho viejo, pero ha
añadido acto seguido que esa competencia suya deja subsistente el concurrente derecho de los jueces a
inaplicar una norma preconstitucional si la consideran derogada por la Constitución.
V. LA REFORMA CONSTITUCIONAL.
1. La rigidez constitucional.
Según vimos al hablar de la formación de la idea de Constitución, la condición de ésta como norma
fundamental y superior del ordenamiento jurídico exige que su modificación deba hacerse utilizando a
tal fin un procedimiento especial y más dificultado que el establecido para elaborar el resto de las leyes.
A esta superior dificultad o agravación procesal que las propias Constituciones imponen para su reforma
es a lo que llamamos –lo sabemos también- “rigidez constitucional”, la cual constituye así una de esas
notas que hacen de manera imprescindible al concepto formal de Constitución.
A lo largo de la Historia han existido algunas Constituciones que han ignorado esta exigencia, lo que
hizo que James Bryce pudiera establecer en su día su conocida distinción entre “Constituciones
rígidas” (aquéllas que prevén un procedimiento especial de reforma) y “Constituciones flexibles”
(aquéllas que, en cambio, aceptan ser reformadas de la misma manera que las leyes). Sin embargo, éstas
últimas, las Constituciones flexibles, han sido realmente pocas y motivadas por circunstancias
particulares con lo cual en nuestros días podemos decir que todas las Constituciones son rígidas sin más
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excepción que la Constitución británica, y aun ello en razón de su carácter consuetudinario, difícilmente
compatible con el establecimiento de un procedimiento formal de reforma.
Desde luego, está claro que el endurecimiento del procedimiento de reforma constitucional en el que la
rigidez consiste tiende, ante todo, a comunicar a la Constitución una resistencia al cambio superior a la
de las demás normas y, por lo tanto, a impedir que sea posible realizar en ella modificaciones frecuentes
o inmeditadas. Desde esta perspectiva, pues, la rigidez constitucional (y con ella el procedimiento de
reforma) se nos aparece como técnica para la estabilidad. Sin embargo, al lado de ello es igualmente
cierto que la vida de toda sociedad es historia, es cambio, y que, en consecuencia, las Constituciones que
la rigen no pueden ser tan rígidas que no quepa modificarlas cuando ello sea preciso. Jefferson concluía
que la Constitución debía revisarse al menos cada 34 años. Y el artículo 28 de la Constitución francesa
de 1793 establecía por su parte que “un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar
su Constitución” porque “una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras”.
2. Técnicas de rigidez.
Las fórmulas a las que una Constitución puede recurrir para dificultar su reforma son básicamente dos,
dependiendo de cada Constitución cómo y con qué intensidad las combine en razón del grado de rigidez
que quiera alcanzar. Son ellas:
En imponer que en la reforma intervengan dos Parlamentos sucesivos a fin de que el primero de
ellos acredite su necesidad y el segundo –disuelto el anterior- la confirme, pasando a elaborar y
adoptar el texto reformado.
En exigir que la reforma se apruebe por una mayoría reforzada, esto es, superior a la mayoría
simple establecida para la adopción de las leyes.
b) Una segunda técnica de rigidez consiste en el establecimiento de unos límites expresos a la reforma
dentro de los cuales la misma no se puede llevar a cabo. Atendido el texto de las Constituciones que
utilizan esta técnica:
Unas veces se trata de límites temporales cuya intención es permitir que la norma tenga un
rodaje mínimo antes de pretender reformarla (así, la Constitución de Cádiz, cuyo artículo 375
impedía su modificación durante los ocho primeros años).
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Las respuestas al uso han sido históricamente dos. Según una primera forma de ver el problema, juzgar
sobre la ley y sobre los actos de los demás poderes es una cuestión de una trascendencia política tal que
su resolución sólo debe ponerse en manos de una instancia también política (control político de la
constitucionalidad, pues). Según otro planteamiento, en cambio, controlar a la ley, que es Derecho
inferior, a partir de la Constitución, que es Derecho superior, será siempre una cuestión eminentemente
jurídica y, por lo tanto, su conocimiento deberá corresponder (control jurisdiccional de la
constitucionalidad) a los jueces, únicos habilitados para resolver litigios de esta naturaleza.
Pasada esta primera hornada de Constituciones, los textos constitucionales prefirieron guardar silencio
sobre el problema al considerar, sin duda, que ésta era la mejor forma de eludir el tener que terminar
atribuyendo el control de constitucionalidad de la ley a los jueces. En consecuencia, la opción partidaria
de confiar dicho control a un órgano político únicamente volvió a aparecer en los textos constitucionales
de esta parte del mundo cuando las Constituciones de algunos de los regímenes autoritarios de derechas
y de izquierdas la recuperaron por razones obviamente vinculadas a su propia concepción autocrática
(utilización a tal fin, por ejemplo, del Consejo del Reino en la España franquista). En la doctrina, es Carl
Schmitt quien en su obra El defensor de la Constitución” (1931) realiza un decidido alegato a favor del
control político de la constitucionalidad de las leyes. En el concepto de Schmitt, el defensor de la
Constitución no debe serlo ningún Tribunal sino el Jefe del Estado en su condición de alta magistratura
y “poder neutro” situado por encima de los demás poderes.
La primera de tales posibilidades la constituye el sistema de control difuso, así denominado porque en él
la capacidad para hacer efectivo el control de la constitucionalidad de las leyes está atribuida a los
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propios tribunales ordinarios, quedando así difundida o dispersa entre todos los órganos que integran el
orden judicial. Aquí son, pues, los jueces -cualquier juez ordinario- los que deben resolver si una ley es
adecuada a la Constitución o no. No lo hacen porque se presente ante ellos una demanda cuyo objeto
directo sea dilucidar tal cuestión, sino porque, al hilo de un proceso del que el juez está conociendo y que
va a otras pretensiones, alguna de las partes le plantea (como un incidente de dicho proceso) la
“excepción de inconstitucionalidad", esto es, la pretensión de que no aplique al caso una determinada
norma por considerarla inconstitucional, con lo cual, si eso sucediera, el juez tiene que resolver no sólo el
fondo del asunto sino también este incidente.
El modelo que acabamos de describir no surgió de una previsión constitucional concreta (ya sabemos
que la Constitución de los EE.UU., finalmente, no llegó a recogerlo) sino de la práctica de los propios
tribunales americanos. Fue el juez Marshall, en 1803 y en la conocida sentencia dictada por el Tribunal
Supremo de los EE. UU. para resolver el caso "Marbury contra Madison", quien dejó sentadas las bases
no sólo del sistema de control difuso sino incluso de la justicia constitucional misma. Lo que hizo fue
recordar que, puesto que a los jueces les corresponde "juzgar desde el Derecho", a ellos les debe quedar
atribuida, en consecuencia, la capacidad de "juzgar desde todo el Derecho", ahí incluida la Constitución,
con lo cual, cuando una ley sea contraria a ella, forma parte de su obligación como encargados de
determinar cuál sea el Derecho aplicable al caso el decidir que una norma es inconstitucional y, por lo
tanto, no debe ser aplicada.
Lógico riesgo de este modelo es el que, al poder decidir todo juez sobre la inconstitucionalidad de una
ley, acabe surgiendo entre ellos una jurisprudencia contradictoria. No obstante, este peligro lo evita la
existencia de un Tribunal Supremo que, al casar o revisar las sentencias de los tribunales inferiores,
consigue unificar criterios, lo cual hace que sus decisiones sean la última y más válida jurisprudencia
constitucional del sistema. A la vista de cuanto acabamos de decir, los datos que caracterizan al control
efectuado a través del modelo que nos ocupa son los siguientes:
Es un “control difuso”, porque -sin que tengamos que insistir más sobre ello- son todos los
jueces los que están habilitados para llevarlo a cabo.
Es un “control subjetivo” o “control concreto de normas”, porque se produce al hilo de la
aplicación del precepto al caso concreto del que el juez está conociendo y no como un recurso
directo y objetivo contra la norma misma considerada en abstracto.
Es un “control incidental” o planteable “por vía de excepción”, porque –atendida la vía por la
cual la cuestión le llega al juez- ese acceso se produce a través de un incidente planteado por una
de las partes en mitad de un proceso en el cual ésta le pide al juez (“excepción de
inconstitucionalidad”) que no le aplique el derecho alegado por la otra parte por ser contrario a
la Constitución.
Y es finalmente -por lo que hace a sus efectos- un control que se satisface con la sola
inaplicación de la norma, sin determinar por tanto su nulidad o, lo que es igual, la pérdida total
de su condición como Derecho. A esta limitación del alcance de sus efectos a la concreta litis en
que se produce y a los solos sujetos que en ella intervienen (que no es sino la consecuencia
lógica de su planteamiento incidental y de la finalidad que con ese planteamiento se persigue) es
a lo que nos referimos cuando decimos que este tipo de control sólo causa efectos “inter partes”
y no “erga omnes” o frente a todos. Únicamente, pues, la decisión del Tribunal Supremo, al
casar o unificar la doctrina de los demás tribunales, producirá un cierto resultado generalizador a
favor de su criterio que, sin embargo, tampoco se podrá confundir técnicamente con el efecto
anulación.
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crear una jurisdicción específica para tal fin y además concentrada en un único Tribunal: el Tribunal
Constitucional, en cuyo nombramiento se reservaba incluso el derecho a intervenir la propia clase
política (entiéndase Parlamento, Presidente de la República, Gobierno…) y cuya independencia había
que salvar, por tanto, por otras vías (inamovilidad de los designados, prestigio profesional de éstos,
incompatibilidades, etc.).
Ante este Tribunal, pues, se preveía que pudieran presentar su demanda de inconstitucionalidad aquellos
concretos órganos del Estado a los que la Constitución hubiera atribuido tal facultad, y el Tribunal -
puesto que lo juzgado ahora habría dejado de ser la aplicabilidad de la norma para pasar a serlo la norma
misma- la resolvería en una sentencia cuyo efecto, si ése fuera el caso, sería la nulidad de aquélla.
La aplicación inicial del modelo fue obra de dos Constituciones aprobadas en 1920, la de Constitución
de Austria y la de Checoslovaquia. En la elaboración de la primera de ambas tuvo una intervención
decisiva Hans Kelsen, verdadero mentor del sistema, razón por la cual al mismo se le conoce a veces
como “sistema austíaco” o “sistema kelseniano”. Tras ellas, sólo la Constitución española de 1931
estableció un Tribunal de Garantías Constitucionales, con lo cual antes de la Segunda Guerra Mundial la
práctica total del modelo se reducía a estas tres concretas experiencias. Sin embargo, a la salida de dicha
conflagración, la fórmula se ha generalizado de tal forma que a ella se adscriben hoy casi todos los
Estados de Europa (Tribunal Constitucional de Alemania o de Italia, tras la Segunda Gran Guerra; de
Portugal y de España a la salida de sus regímenes autoritarios; de los países de la Europa del este tras la
caída de los sistemas soviéticos…) y aun de buena parte de Iberoamérica y del resto del mundo.
En fin, las notas o caracteres que definen al control realizado a través de este segundo sistema, atendida
la descripción que arriba hemos hecho de él, son las siguientes:
Es un “control concentrado” porque del mismo conoce sólo el Tribunal Constitucional.
Es un “control objetivo” o “control abstracto de normas” porque su finalidad es determinar
objetivamente -abstracción hecha de su aplicación a los hechos que aquí no cuenta para nada- la
constitucionalidad o inconstitucionalidad de la norma, depurando así de inconstitucionalidades
el ordenamiento jurídico.
Es un “control directo” o planteable “por vía de acción” porque el recurso –la acción del
demandante- se plantea ahora directamente contra la norma y no como un incidente surgido
dentro de un proceso con partes cuya pretensión principal sería obviamente otra.
Y es, por último, un control cuyo efecto sí es en este caso la nulidad (erga omnes o para todos,
por tanto) de la norma declarada inconstitucional, la cual, en consecuencia, queda expulsada del
ordenamiento jurídico y deja de existir.
Las Constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial han pasado a asumir de alguna manera
un tercer sistema nacido de la combinación de los dos anteriores. Consiste tal opción en permitir que la
cuestión sobre la constitucionalidad de la ley surja dentro de un proceso concreto y porque una de las
partes le advierta al juez –o el propio juez estime- que la ley que va aplicar al caso es contraria a la
Constitución (sistema de control difuso) pero sin que el juez pueda decidir por sí mismo tal cuestión
sino que deba elevarla al Tribunal Constitucional para que sea éste quien la resuelva atendiendo tan
sólo al tenor de la norma y determinando a partir de él su constitucionalidad o inconstitucionalidad
(sistema de control concentrado). Ésta es la fórmula fundamentalmente establecida en Italia, pero que
en nuestros días la han asumido también la mayoría de los Estados (Alemania, España…).
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