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El Cerro de las
Rosas
Historia y protagonistas
“Con más de 60 años viviendo en el Cerro de las Rosas continúan
asombrándome sus cambios. Este libro es como una semilla. Primero
germina y día a día veo aparecer sus brotes hasta que sus raíces me piden
tierra para prenderse. De la misma manera he querido cultivar, por medio
de este libro, la memoria de los momentos felices vividos en el barrio y
ponerlos a resguardo del olvido. Para esto no sólo he consultado fuentes
documentales sino que principalmente he recuperado y volcado en esta
obra mis recuerdos personales, junto a los valiosos testimonios de amigos,
vecinos, comerciantes y educadores, todos aquellos que vieron cómo este
Cerro, de calles de tierra y barrancas al río, se fue transformando en el
barrio residencial y comercial que es hoy”.
G.P.
"El pasado está en los pasos dados,
el presente en la acción
y el futuro, a la vuelta de la esquina
y sobre el mismo camino”.
A Malila, mi hija
Prólogo
Prologar el trabajo de una querida amiga me honra mucho. Ahora, como soy
humorista, ha sido una grata sorpresa, porque es lo único que tengo en mi haber, al
ser el único medio del cual vivo desde hace treinta años.
Se lo advertí a la autora, quien me contestó: “Ese es precisamente el carácter
que le quiero dar al libro”. Desde este punto de vista puede ser aceptable, pues el
humor, dentro de cualquier historia, puede ser original.
Tratándose del Cerro de las Rosas puedo decir que este barrio tiene un atuendo
que metía miedo en su época. Allí vivía, y vive aún hoy, gente que cree estar un par
de peldaños arriba de los demás. En los momentos en que comienza esta historia,
la zona había sido elegida por personas de clase alta y muy alta.
Los de “trocha angosta” no podíamos levantamos ni a una mina de la
servidumbre, y si nos llegaba a dar bola, teníamos que tratarla de “usted”.
La metamorfosis de este barrio es igual al nacimiento de cualquier pueblo.
Siempre hubo un adelantado que trajo la luz y luego el agua. Hubo un lechero que
iba casa por casa con su vaca y la ordeñaba en nuestra presencia hasta que la
empresa La Lácteo proveyó las primeras botellas de leche envasada.
Gloria detalla pormenorizadamente diástole y sístole del corazón de este
barrio, donde ha vivido toda su vida. Con la naturalidad que es proverbial] en ella,
cuenta que una vez hizo pasar a su casa al Sr. periodista Gustavo Tobi (a quien
quiero tanto como a ella) y el tipo no se fue más.
Quienes transitamos por una niñez feliz, es muy difícil que la olvidemos.
Esta muchacha, que me honra con su amistad, al haberme invitado a participar
en su libro me hace acordar la época del almacén de Doña Tota, la que tenía el
mejor boliche para carreros que transportaban la arena del Suquía para muchos
chalets, a los cuales hasta hoy nos detenemos a admirar, sin pensar en quienes
pusieron allí su granito de arena.
De su pluma descienden nombres de los que poblaron este distinguido sector
de la ciudad y que fueron los dueños de negocios muy importantes, como por
ejemplo la juguetería La Gran Muñeca, Canal 12, y los restaurantes Italiano y
Rancho Grande.
No podemos olvidar a los Olave, por ejemplo, a Don José, que de tan viejo,
conoció el Mar Muerto cuando éste apenas estaba “enfermo”.
Esta historia tiene el valor de lo testimonial. Lo importante es haber estado ahí
y Gloria lo comparte.
Disfrútenlo para que sepan en qué pedazo de planeta están parados y quienes
estuvieron aquí antes. Además, contado por una protagonista, nativa del lugar,
tiene mucho más valor.
En historia habitualmente se guitarrea mucho, pero ella afirma que todo lo que
cuenta es verdad. Como me decía un pariente de Traslasierra: “Es como besarla
dormida y avisarle al otro día. Si no viene de primera mano ¡Ojo!”.
Gordo Oviedo
Palabras preliminares
Este libro intenta preservar vivencias y, por medio de testimonios y relatos,
recuperar los momentos felices de la vida en el barrio Cerro de las Rosas. En
realidad, de sólo una parte de lo que hoy lleva ese nombre. En el año 1945 mi
padre compró una casa sobre la Av. Rafael Núñez casi esquina calle 10 donde, para
entonces, al barrio terminaba. La Municipalidad de Córdoba le asignó el n° 1389,
pero al poco tiempo mi madre le colocó el nombre “Clotilde” en honor a su madre,
mi abuela, de quien heredé ese hermoso nombre.
Allí disfruté mi infancia y adolescencia creyendo que vivía en el campo, por eso
“ir a la ciudad” fue algo que siempre —hasta el día de hoy— me disgustó.
En casa de mis padres festejé mi casamiento con Raúl Simonelli, de quien al
poco tiempo me separé. Aún así siempre le agradeceré haberme dado una hija, mi
preferida, la única. Ella es la mejor persona que he conocido en mi vida y espero
que continúe enorgulleciéndome no sólo como hija sino también como esposa y
madre de tres hijos.
Tuve la suerte de que mi padre pudiera construirme en su misma manzana una
casa donde todavía vivo. Desde allí, casi a diario, camino por la Av. Rafael Núñez
conversando con todos los que cruzo en mi camino y, por supuesto, me detengo
unos minutos en el quiosco de Olave, frente al Banco de Córdoba.
Extraño algunos negocios que cerraron y he tratado de revivirlos mediante
estos testimonios que quiero compartir. Es probable que muchos amigos hayan
quedado fuera de esta historia. A todos ellos Les pido disculpas.
G.P.
Ubicación geográfica y época de estos
testimonios
Hace 90 años, yendo hacia las Sierras Chicas por el único camino existente, el
de Macadam —de tierra por supuesto— al que llamaban el Camino Argüello o
Rafael Núñez1, el señor Samuel Bronenberg se detuvo impactado por la belleza que
se veía desde el lugar. El valle con el Río Primero que lo serpenteaba y, de fondo,
las sierras que enmarcan este paraje, dijo: “Esto es ideal para un loteo, será el
mejor Barrio de la zona Norte de la ciudad”. Averiguó a quién pertenecía este
terreno y lo compró en mayo del año 1928, firmando en la escribanía Doña Jacoba
Malbrán de Escarguel como vendedora de la Estancia Santa Jacoba.
Esta zona era llamada La Tablada, suburbios del Noroeste del Municipio de la
Ciudad de Córdoba, a 3 kilómetros de la Plaza San Martín. Bronenberg consideró
que ese nombre ya estaba muy trillado y, al estar elevadas estas tierras y próximas
al Barrio Las Rosas, dispuso bautizarlo con el nombre Cerro de las Rosas y así lo
anotó.
Delineó las manzanas cada 200 metros para que los lotes fueran espaciados y
los chalets que se construyeran tuvieran la obligación de mantener un buen
parque.
Puso el nombre de Fernando Fader —por el pintor— a una de sus calles
principales y que sería la primera en asfaltarse. Paralela a ésta, se encontraba otra,
que era prácticamente el límite oeste de su loteo, y la denominó Tristán Malbrán
en honor a su dueño.
A las calles transversales las numeró para que las autoridades municipales les
pusieran un nombre cuando lo consideraran necesario. Hasta cambió la del límite
norte que, según los planos, la llamaban Julio Escarguel, numerándola como la calle
10. Durante muchísimos años y aún hoy, los viejos de la zona seguimos
llamándolas por el número que les asignaron al comienzo del loteo. Hoy estos
números ya se borraron en los planos municipales y las calles llevan los nombres
de algunos gobernadores de la provincia de Córdoba durante el siglo XIX.
El contenido de este libro muestra cómo se vivió durante muchos años en esta
especie de triángulo limitado, al este, por la Avenida Rafael Núñez desde que
comienza la subida en el Parque Autóctono hasta la calle Gregorio Gavier y
volviendo hacia el centro de la Ciudad por la calle Femando Fader.
Lo único que había escrito de él era sólo lo que recordaba Juan Antonio
González, su vecino y mecánico quien le había arreglado su Chevrolet modelo 1937
más de 20 veces, pues mi padre lo chocaba casi a diario cuando volvía del centro de
la ciudad y doblaba en “U” por la Avenida Rafael Núñez para entrar a su casa y,
como no tenía dirección de potencia, debía hacer una enorme vuelta. Nunca miraba
por el espejo retrovisor, creo que no tenía guiños y pensaba que andaba solo por la
Avenida y que los otros vehículos estaban obligados a adivinar que él venía a su
casa, y debían dejarle el camino libre. Llegaba todos los días antes de las 12 para
almorzar un bife de lomo, que generalmente compraba por kilo y en un solo trozo.
Lo limpiaba (sacándole esa parte que, cuando se cocina, te lo achica) y cortaba un
enorme pedazo del medio para cocinarlo en la plancha que ya estaba calentándose
con sal, y que cuando estaba dorada indicaba que era el momento de colocar la
carne. Por supuesto que toda la casa se llenaba con un olor que persistía por largo
rato. ¡Incluso a veces me parece que todavía puedo oler esos bifes!
Era un hábito para él y no le importaba si alguien de la familia lo acompañaba o
no: era un disfrute. Sólo se salía de su rutina si algún día frío la cocinera lo tentaba
con guiso de mondongo con arvejas frescas y zanahorias.
Comía bastante apurado porque quería dormir la siesta y si, por casualidad, en
casa había limpieza general o mi madre estaba preparando un té para señoras
amigas, se iba al garaje y dormía sentado en su auto.
A las dos de la tarde volvía al centro con un destino predeterminado: el
segundo piso del Jockey Club Córdoba donde jugaban al jacquet, que es una mezcla
de backgammon y damas que se jugaba con dados (hoy ni las mesas quedan y no
encontré quien me explicara cómo se jugaba). Eran partidas cortas donde sólo
jugaban por el café. Pero si se armaba la timba en el cuarto piso, inmediatamente
se prendía y subía para jugar al poker.
Algunas veces, cuando yo lo iba a buscar para que me trajera a casa, si estaba
prendido en una partida tenía que esperarlo hasta que terminara, sentada en los
sillones del segundo piso. La orden para cualquiera era que no lo molestaran. Creo
que ésta era su mayor diversión. Ponía el alma en cada partida.
Fue así como su primer infarto lo encontró con las cartas en la mano, jugando a
la Loba. Me acuerdo de que cuando lo fuimos a visitar en la pieza donde estaba
internado en la Clínica Chutro de la Avenida Colón, por todo comentario le dijo a
mi marido: “Vos sabés que lo tenía al tipo para cerrarle una Loba”. Parece que la
apuesta era fuerte…
De éste, su primer infarto, se salvó pero ahora pienso “qué lindo sería morir
haciendo lo que a uno más le gusta”… Y si se pudiera elegir, a mí me gustaría morir
jugando al golf como le ocurrió a Chiquito Masjoan. Es decir haciendo lo que a uno
más le guste y que nadie te obligue a hacerlo.
Pero volvamos a mi relación con papá. Recuerdo que fumaba habanos y a mí no
me gustaba ese olor, cuando le pedí que los dejara fue como un niño muy
obediente y al momento los dejó. De inmediato esto significó un gran conflicto con
mi madre, quien me tenía muchísimos celos, y siempre se lo había pedido en vano
y estaba acostumbrada a que siempre le diera con todos sus gustos.
La verdad fue que papá, con más de 40 años y casi cansado de viajar y haber
vivido muchos años en París, creo que se casó sólo por consolar a una joven que
acababa de perder a su padre que era su amigo, Don Ernesto Montenegro. Mamá
siempre fue una niña malcriada y nunca participó de los quehaceres de la casa;
hasta las mucamas trataban con papá.
En 1946 mi padre festejó sus 50 años en la Confitería del Plata y, orgulloso,
mostraba su primera hija cuando sus amigos ya tenían nietas. Piensen ustedes
cuando le di una nieta… confesó que fue lo máximo, que no se lo esperaba…
Malila, mi hija, nació en el mes de junio y nunca pudo tomar leche de vaca. Hace
40 años no se hablaba de la soja y había que traer leche en polvo desde EEUU, creo
que se llamaba Soybee, y de todas maneras, nunca la toleró. Entonces el Dr. Valdéz
le aconsejó a papá que debíamos llevar a la beba a cambiar de aire, a Mar del Plata,
y estar allí por lo menos 3 meses.
Partimos a la costa con una buena provisión de conejos congelados, hasta que
en mar del Plata consiguiéramos dónde comprarlos, pues era lo único que su
estómago podía digerir (el conejo es una carne sin grasa, había que hacerlo hervir
hasta que se desarmara y servirlo como papilla). De a poco se lo fue mezclando con
zanahoria y así volvimos al Cerro con una niñita casi normal en su digestión. Pobre
hija mía, cuando fue adolescente comencé a pelearla para que no comiera tanto.
Ese veraneo sola, con mis padres —porque Simonelli sólo fue de visita una
semana— me hizo decidir que lo mejor sería separarme. Vivir en el centro de la
ciudad ya me había cansado, por lo que papá me alquiló una casa muy cerca de la
suya y comenzó a edificar, en su misma manzana, en el gallinero del Sr. Brunelli, la
que sería para mí desde 1969. Todo el terreno lo llenaba un árbol de olivo donde
dormían sus gallinas, las que fueron sacrificadas por mi culpa. Y todavía hoy vivo
muy feliz en mi casa.
Cuando fue imposible la convivencia con el padre de mi hija, nuevamente pedí
ayuda a mi papá y con su amigo el Dr. Oviedo tramitaron una separación por
Mutuo Acuerdo no había divorcio en la Argentina. Ya que recién lo aprobaron en
1989 y pude divorciarme.
Al poco tiempo apareció Gustavo en mi vida; por suerte papá lo conoció y me
vio feliz nuevamente antes de morir. Era lo que más le importaba.
Desgraciadamente no ocurrió lo mismo con mi madre con quien muy rara vez nos
pusimos de acuerdo, yo sentí que nunca disfrutó mis alegrías. Lloró cuando me
casé, pero lloraba más cuando me separé, sentía vergüenza de tener una hija
separada. Y se enfermó de forma tal que ni sus médicos pudieron curarla, por lo
que la llevamos a Jaime Press para que intentara calmarse. Hoy digo: “No hay mal
que por bien no venga”, allí encontré a mi gran amor, al que me referiré en otro
capítulo.
Capítulo 2
Me cuenta Irene Pacheco Penne: “Mi madre, Enriqueta Emma Penne, nació el
17 de agosto de 1910 en la casa donde actualmente funcional la Iglesia-santuario
de Schoensttat, ubicada al finalizar la subida al Barrio Cerro de las Rosas, sobre la
Avenida Rafael Núñez.
Allá por 1940 las calles del actual Barrio Cerro de las Rosas no tenían pozos,
pues el Sr. José Buteler, su propietario, creó una Sociedad de Fomento y nombró a
Don José Ruiz como administrador. Éste tenía la obligación de abrir las calles de
este nuevo barrio y mantenerlas sin pozos, utilizando una enorme máquina a la
que llamaban Champion.
También debía plantar árboles de paraísos en las veredas, pintarlos con cal
hasta un metro de altura y podarlos cuando fuera conveniente. Como así también a
los que plantaron en la Plaza del barrio.
La familia de José Ruiz vivía en una casona de ladrillos y techo de zinc, sobre la
calle Gregorio Vélez, entre la 5 y 5 bis (como las llamábamos en esa época).
Tuve la suerte de encontrarme con José Ruiz hijo, uno de los ocho que tuvo el
administrador. Recuerda con mucha alegría los años vividos en esa casona, donde
su madre plantaba verduras y frutas, que no vendía sino que las regalaba a los
vecinos. Era un problema cuando lo mandaban a llevar una sandía muy pesada a
una o dos cuadras de distancia.
En el patio de la casa había una enorme pileta, para el riego de las plantas y de
las calles (otra tarea que debía realizar el administrador). Me cuenta que una vez,
habían traído del río pescaditos para jugar. En esa tarea estaban, cuando uno de
sus hermanitos murió electrocutado al querer pescarlo. Hoy todavía se emociona
al contarlo.
En el gran salón de la Sociedad de Fomento se festejaban las fiestas patrias.
Pero los festejos que José Ruiz (h) no olvida son las fiestas de fin de año, donde se
repartían comidas típicas y además se preparaba un gran asado; para el postre los
chicos repartían las naranjas de sus árboles.
Muy cerca de esta casa, y siempre sobre la calle Gregorio Vélez (entre las calles
8 y 9), se hicieron cuatro pozos para sacar agua y enviarla por cañerías a las casas
que se construían. El encargado del suministro y cobro de la misma era Don
Antonio Fernández.
En la zona había también otro pozo para sacar agua, pero a éste lo administraba
Don Samuel Bronenberg, quien el 13 de junio de 1928 compró 45 hectáreas de
terreno en la zona llamada La Tablada a Doña Jacoba Malbrán de Escarguel con el
fin de lotear y vender. En el primer plano ya cambió el nombre por el de “Loteo del
Cerro de Las Rosas”, por llamarse Las Rosas la actual Avenida Fernando Fader.
Y como, desde un principio, él lo había comprado para vender lotes, necesitaba
como primera medida que ellos tuvieran agua y luz. Hasta este momento sólo
había una línea que venía desde la Usina de Villa Belgrano, a cargo del Sr. Molina.
Pero ésta sería insuficiente, por lo que consiguió otra que vino desde la Usina de
Villa Páez, frente al río Suquía y subió por Fader hasta llegar a la calle 10, el fin del
mundo poblado en ese entonces y por muchos años más.
Juan Antonio González es uno de los hijos de Don Justo Pastor González. Este
llegó al Barrio en 1928 con la hermosa señora Doña Rosita, cuyo nombre está en la
fachada de la casa donde vivió hasta hace muy poco tiempo. Rosita era oriunda de
Monte Caseros, provincia de Corrientes. Era rubia y de ojos celestes.
Hoy se las puede observar separadas por tapias y ambas con rejas,
conservando sin embargo su elegancia y confort.
Capítulo 5
El señor Marcos Peña Pueyrredón cuenta que al encontrarse con unos amigos
en un velorio, en la Capital Federal, uno de ellos comentó:
—Hay un equipo de TV transmisor en desuso que se encuentra en la calle
Sarmiento, en un negocio de RCA Víctor.
—¿Podría servir para instalarlo en la ciudad de Córdoba?
—¡Sí! ¡Lo intentaremos!
Así se resolvió desde Buenos Aires, y hace 50 años, que el transmisor vendría a
probar suerte a nuestra ciudad —en ninguna otra del interior del país— para lo
cual se necesitaba mucho dinero y no lo tenían. Por consiguiente se conectaron con
capitalistas y figuras representativas para armar el canal de televisión. Lo primero
que hicieron fue comprar una vieja pero muy apropiada casona del Cerro, de dos
pisos, sobre la calle Femando Fader 111.
En 1958 el presidente de la República Argentina era el Doctor Arturo Frondizi
quien atendió el pedido urgente de estos jóvenes para obtener la licencia para
poder trasmitir audio y video con la señal LV1H Canal 13. Cuál fue su sorpresa al
enterarse a lo pocos días por intermedio del Ministro Mujica, que la licencia estaba
otorgada a estos 3 jóvenes de pocos años y menos dinero, pero que movilizaron
sus sentimientos al revivir su época de bohemios cuando hacían trasmisiones de
radio desde el teatro Coliseo, en Buenos Aires.
Cumplida la primera etapa del permiso, tuvieron la suerte de encontrar a quien
yo considero el alma de este canal, el Sr. José Bonaldi, oriundo del barrio Cerro de
las Rosas y sus hijas alumnas del colegio de las Madres Escolapias. Al igual que mi
papá, era un cordobés con muchísimo empuje y dio su vida por las mejoras y
progreso de la ciudad donde vivía. No fue casualidad que buscaran al Sr. José
Bonaldi quien en el año 1948 —para ser más exacta, el 18 de octubre de ese año—,
invitó al Sr. Alfredo Banús, su primo y comerciante exitoso de nuestra ciudad a
visitar la Capital Federal con el fin de averiguar la posibilidad de instalar un canal
de televisión. Nunca llegaron: en un accidente automovilístico murió Alfredo y Don
José olvidó su entusiasmo.
Don José Bonaldi era el propietario de un negocio de venta de artículos para el
hogar que estaba sobre la Avenida Colón al 200 de esta ciudad y se llamaba Casa
Bonaldi, además era presidente de la Cámara de artículos del hogar. Creo que su
actividad fue la causante de aceptar la propuesta de convertirse en socio.
Otro socio capitalista fue el señor Alberto Braver, quien año a año fue
comprando la mayoría de las acciones y, al comprar las del Sr. José Bonaldi, se
convirtió en el dueño del Canal.
En la Capital Federal se aliaron varios amigos con la intención de asociarse a los
cordobeses que darían el nombre y el capital, ya que en ese momento era
indispensable la suma de $ 20.000 para comenzar la transmisión. Compraron la
casa de Meyer para instalar el equipo transmisor a comienzos de 1960 y el 18 de
abril salió la señal al aire de este nuevo canal cuyo logo característico era un
gauchito. Todavía no conseguían vender espacios para publicidad, así que debían
solicitar propaganda a las embajadas o películas para poder llenar las 2 horas
diarias que comenzaron a transmitir. También se nutrieron de actuaciones en vivo:
la declamación de la Señora Norma Rittatore y la lectura del horóscopo diario por
el señor Héctor Gilardini (aunque nunca aseguraba el futuro, muchas personas se
lo creían).
Cuenta además Peña Pueyrredón: “No pude permanecer en Córdoba desde el
comienzo pues mi tarca era hacer valer mis contactos familiares para conseguir
publicidad y sobre todo las tortas de películas que regalaban las embajadas para
conocer otros países y era lo único que podíamos mostrar, quedaba expresamente
prohibido realizar publicidad comercial en las transmisiones”.
Al grupo de jóvenes porteños directores del Canal (todos eran ‘directores’ o no
trabajaban) se los veía a diario en los salones del Hotel Crillón, en Rivadavia y 25
de mayo donde las chicas del Cerro también solíamos frecuentar por ser un lugar
muy agradable y café va, café viene… nos hicimos amigos. Algunas pretendían ser
más que amigas, pero ninguna pudo engancharlos, siempre respetaron a sus
novias porteñas, aunque una sanjuanina —luego colega mía— conoció y se casó
con Romero Victorica, uno de los fundadores del canal.
Un personaje distintivo del año 1960 fue Sergio Mótola, que vivía en la calle 9
bis n° 71 y no sólo se ocupaba de los problemas del canal sino que fue nexo
organizando fiestas de integración entre los directivos del canal con familias
tradicionales de esta ciudad quienes, en su mayoría, vivían en la zona norte.
Al finalizar el primer año de transmisión —el 18 de abril de 1961— se hizo una
gran fiesta organizada por Pipo Romero Victorica y Marcos Sastre con tanto éxito
que fue la fiesta de época más importante que recuerde, donde era obligación
vestirse como en los años 20: las chicas con minifaldas y muchos volados que
movían al ritmo del foxtrot o Charleston y los muchachos en su mayoría con
pantalones rayados y ajustados, hubo quienes se animaron a usar levita y hasta
galera.
Ese mismo año comenzaron a surgir varios canales de TV en Buenos Aires y en
otras provincias.
El canal 13 dé Córdoba pasó a llamarse Canal 12, sólo por una cuestión técnica,
pero cambió el logo por el del changuito que parece saludar con su sombrero en
alto.
Bienvenidos “Bolivianos”
María Victoria Linares Urioste es sobrina del Dr. Urioste. Ella nació en Sucre en
1945. Su padre, el Sr. Linares, vino a Córdoba después de haber vivido en un país
convulsionado por las clases populares hasta entonces marginadas, como lo era
Colombia en el año 1957, bajo el gobierno del militar Rojas Pinilla. El Sr. Linares
regresó a Sucre después de haber vivido en Colombia, vendió todo lo que allí tenía
y emprendió viaje hacia Córdoba. Vino con toda su familia y un criado: el indio
Julián, como le llamábamos todos los que frecuentábamos la casa de Urioste, donde
vivía. Para venir a nuestra ciudad, viajaron primero de Sucre a Cochabamba en
avión, luego a la ciudad de Salta en la República Argentina y desde allí en tren a
Córdoba. Era el Ferrocarril Belgrano que tenía la estación en el barrio de Alta
En 1947 mis padres decidieron que yo debía asistir a una Escuela. Dio la
casualidad de que muy cerca de mi hogar funcionaba la nueva escuela de niños
conocida como New Children’s School, la cual estaba ubicada en una gran casa de
dos plantas, donde terminaba la subida al Cerro por la calle Femando Fader.
Fue allí entonces donde comencé mis estudios; sin embargo, lo único que
recuerdo yo de ese lugar fue que nos enseñaron a nadar en una pequeña pileta
donde nos divertíamos mucho. Clara Banús recuerda a su papá, parado al lado de
la pileta, esperando que terminara la clase para llevarnos a cada una, casa por casa.
Hasta hace pocos años, no habían tapado mi pileta, pero ahora ya no quedan
rastros de ella… y ¡qué desilusión! Era casi una bañadera grande, pero en mi
recuerdo era una de tamaño olímpico.
El director de New Children’s School era el Sr. Claren. Pasado un tiempo, la
cantidad de alumnos (tanto varones como mujeres) aumentó de forma tal que se
vieron obligados a trasladar el colegio a un nuevo edificio, ubicado éste sobre la
calle Malbrán y 4 (hoy funciona un geriátrico).
Repito que para mí todo lo acontecido en el colegio no era más que un juego.
Sufrí cuando mi madre, al ver que me estaba volviendo “una machona”, decidió
cambiarme al año siguiente al colegio Jesús y María, ubicado en el centro de la
ciudad, en Av. Veléz Sársfield, frente al teatro Rivera Indarte (al cual hoy llaman
Teatro del Libertador General San Martín).
Asistí a ese colegio no más que un año. Sin embargo, ese corto tiempo fue
suficiente para hacerme amiga de Sarita Oddone, con quien todavía suelo reunirme
Comparando mis dos experiencias escolares, estoy segura de que desde
entonces me molesta ir al centro de mi ciudad. Más que por el viaje en sí, por el
hecho de estar encerrada en un colegio. Le pido por favor a todos los padres que no
manden a su hijo, cual paquete al colegio o sólo por su comodidad y que no
pretendan educarlo sin conversarlo, y mucho, antes de decidir.
Después de muchos años me reencontré en la estación YPF de Nono con un
antiguo compañero, Beco Castelli, quien, al igual que yo, no había olvidado los
gratos momentos pasados en el New Children’s school: los partidos de fútbol, las
carreras en la pileta, las travesuras… Lamentablemente, hace dos años tuvo una
muerte horrible y es recordado con gran cariño por todos los habitantes de
Traslasierra.
Cuando, en 1949, festejamos mi Primera Comunión —realizada en el Camarín
de la Virgen del Rosario del Milagro de la Iglesia Santo Domingo— mis padres
invitaron tantos amigos que parecía un casamiento: mesas elegantemente armadas
y vestidas de blanco con moños amarillos.
El servicio fue de la confitería Del Plata, cuyo propietario era Don Egidio
Belloni.
El jardín de mi casa no era grande, por lo que tuvieron que armar mesas
también en la vereda, sin tener problemas con los vecinos ni con los transeúntes
que ocasionalmente pasaban.
La congregación de Madres Escolapias, que ya administraba la escuela 25 de
Mayo en el centro de la ciudad, alquiló la casa del Sr. Céspedes (sobre la calle
Tristán Malbrán 983) para iniciar una nueva escuela, al mismo tiempo que
construían su propio edificio. Hace ya más de 50 años que asistí a esa institución;
junto a María Eugenia Álvarez, Ana María Pernías y tres o cuatro amigas más.
El nuevo edificio fue inaugurado oficialmente en 1952, cuando yo estaba en 4°
grado.
El colegio enseñaba, en ese momento, hasta 5° grado; pero año a año abrían un
curso más. Yo soy de la tercera promoción. Otra novedad para el barrio fue que en
el mismo edificio vivían chicas del interior de la provincia o de otras zonas del país.
Tal el caso de Edda Gerometa, que vino desde Salta —supuestamente por
problemas de salud— y fue mi compañera de curso hasta que nos recibimos. El
título con el que egresábamos del secundario era de Maestra Normal Nacional. Yo
tuve la suerte de que me llamaran para comenzar a trabajar como maestra en la
escuela provincial Lazcano Colodrero, del barrio Argüello. Ese trabajo me duró
sólo tres meses: decidí dejarlo para poder cursar como regular la carrera de
profesorado de historia, pues debía asistir casi todos los días a clases (en el
pabellón España de Ciudad Universitaria).
Al nuevo edificio de las Madres Escolapias no sólo asistíamos nosotras,
colegialas, sino también aquellas chicas que consagraban su vida a Dios (la
novicias). Ellas usaban un uniforme diferente al nuestro (que era un jumper
marrón): parecían monjas, aunque vestían de negro, y en la cabeza llevaban una
toga blanca y parecían todavía libres. Una de mis compañeras llegó a ser Madre
Superiora. No sabíamos de qué color tenían el pelo las ya consagradas (porque se
los cortaban) y lo tenían tapado por un arco duro, de oreja a oreja y sobre esto iba
un velo negro. El vestido negro, hasta el suelo y atado a la cintura por un cordón
donde colgaba un crucifijo, al cual debíamos besar al saludarlas en señal de
respeto. Por supuesto usaban zapatos y medias negras, muy diferentes a los
nuestros que debían ser marrones y con botón al costado —a mí me los compraban
en Grimoldi, con soporte incluido para que no se me deforme el pie—. (¿Recuerdan
la calesita que había en el local de la calle 9 de julio? ¿Y los medidores del número o
medio punto?).
Las alumnas teníamos la obligación de entrar al colegio con el uniforme
impecable: camisa blanca, corbata marrón y el distintivo de MMEE. En la cabeza
llevábamos una boina también marrón pues, antes de formar para entrar a clase,
pasábamos por la capilla (la que estaba a la izquierda de la puerta principal). En
esa época a las mujeres les estaba prohibido entrar en una iglesia con la cabeza
descubierta.
Recuerdo las finísimas mantillas que usaba mi madre y yo todavía guardo unas
pequeñas blancas y negras con que me cubría la cabeza, cuando era piadosa y
asistía a rezar. En el 2008, ni en el Vaticano encontré una mujer que usara la
cabeza tapada.
A las 7.45 se tocaba el primer timbre para entrar al colegio y luego dos más
hasta que a las 8 cerraban la puerta (la portera anotaba tu nombre si llegabas
tarde).
Como en 1959 todavía había muchos terrenos baldíos, a pesar de vivir a dos
largas cuadras del colegio, desde mi casa yo escuchaba el fuerte sonido del timbre
que nos llamaba; era como si apurara a las que venían de lejos, a quienes se veía
correr hasta la entrada. Cuando llegábamos en bicicleta debíamos entrar por el
portón; yo a veces iba en una Siambretta y la subía a Madre Ángeles a dar una
vuelta por el patio, una de las pocas travesuras que permitían. Pienso que para la
Madre Superiora era más importante la puntualidad y buena conducta que la
dedicación al estudio de las materias para que te colocaran en el Cuadro de Honor5.
Era un honor llevar el rezo del rosario, por lo que debíamos conocer los
misterios dolorosos, gozosos y gloriosos; según el día de la semana. La verdad era
que yo me preocupaba por cumplir de la mejor manera posible con todas las
obligaciones impuestas y me gustaba que me autorizaran a guiar el rosario.
En esa época el colegio no tenía las rejas que ahora podemos ver. Tampoco
había rejas en las ventanas de los cursos del piso superior; allí nos sentábamos
mirando el sol en las horas libres y hasta fumando un cigarrillo, total, sabíamos que
la Madre Monse no tenía olfato… Creo que eran de marca Saratoga, los de paquete
verde.
Sólo tengo buenos recuerdos de todos los años que pasé en este colegio, donde
hasta estuve pupila cuando mis padres viajaban por Europa. Allí nunca me sentí
encerrada como en las escuelas anteriores. Jugaba al tenis y en el patio practicaba
pelota al cesto: había que acertar en unos aros altísimos una pelota que apenas
picaba. Prefería jugar de defensa ya que me resultaba difícil acertar. Las más ágiles
jugaban al centro, de “pase”. Creo que ya ningún colegio practica este deporte.
Me gusta compartir estos gratos recuerdos con mis compañeras y desearía que
todas los disfruten así, con mucha alegría.
5Era como un cuadro con ventanitas de vidrio donde aparecía una foto de la
alumna, con uniforme y se mostraba apenas ingresabas a la institución por su
puerta de madera.
A la hora de decidir a qué colegio enviar a mi hija, con la intención de que
disfrute de su enseñanza tanto como yo, hice que realizara tanto su primaria como
su secundaria en el Colegio de las Madres Escolapias del Cerro de las Rosas.
Cuando ella estaba en primer grado, a mí me contrataron para dictar las clases
de Historia en primer año. Los lunes tenía la séptima hora y Malila asistía a mis
clases para que regresáramos juntas a casa.
En la sala de profesores me reencontré con Tuca Evangelisti y Delia Caminotti,
habían sido mis profesoras más queridas, ahora colegas que sigo admirando.
Espero que nunca pierdan esa “alegría de vivir” tan característica de ellas,
muestran permanentemente que todo lo hacen con muchas ganas. Me duró poco
ese trabajo; no me renovaron el contrato al enterarse de que en mi casa vivía un
hombre que no era mi marido. Preferí seguir en pecado y sin ese trabajo. Mi hija
egresó en 1984, año en que yo organicé el festejo de los 25 años de egresadas, al
cual asistieron 19 de las 30 compañeras, recordamos y lamentamos muchísimo el
fallecimiento de Graciela Bauque.
Desgraciadamente mi hermana no tuvo una buena experiencia en el colegio de
las Madres Escolapias. Las autoridades del colegio les solicitaron personalmente a
mis padres que no volvieran a inscribirla al año siguiente, pues nunca demostró
adaptarse al tipo de disciplina de ese colegio. Así, mi hermana comenzó su
peregrinaje por otras instituciones hasta que mis padres, con la idea de que lo
mejor que había era un Nuevo Colegio inglés en La Cumbre, a 100 kilómetros de
casa, la enviaron allí. Pienso que esa experiencia sólo le sirvió para aprender el
idioma inglés, ya que tampoco la hizo feliz; sólo se sintió alejada del cariño de su
hogar y se convirtió en una rebelde. Hoy no sé si en aquella época pensaron que era
lo mejor para ella o sólo una tranquilidad para mis padres convencidos de que su
hija merecía lo mejor.
Todos los fines de semana (en realidad, sólo los viernes), después de su siesta,
papá nos llevaba a visitar a mi hermana. Paramos muchas veces en el Select Hotel
de Valle Hermoso, que pertenecía a mi tío, Hugo Paladini. No siempre íbamos en
auto, cuando coincidía un horario del cochemotor a las sierras, papá nos llevaba
hasta la estación de Argüello y desde allí viajábamos. Bajábamos en Valle Hermoso,
cruzando por los túneles del San Roque. Él, en su Chevrolet modelo 37, cruzaba por
el Pan de Azúcar y llegábamos casi juntos. Del Hotel de mi tío tengo muy gratos
recuerdos, allí aprendí cómo es la vida del gallinero, cómo funciona una
incubadora y cómo nacen y crecen cientos de pollitos. Era usual organizar
cabalgatas o caminatas para llegar hasta el río, que quedaba bastante lejos.
Otras veces llegábamos hasta La Cumbre, pero debíamos esperar el auto para
llegar hasta el colegio. Allí dormíamos en el Parque Hotel, a una cuadra de la
iglesia. Todos los domingos me obligaban a ir a misa. Cuando no estábamos en las
sierras aprovechaba para cumplir esa obligación yendo al centro de la ciudad para
asistir a la misa de las 11 de la mañana, en la Iglesia de Santo Domingo, como
pretexto para juntarme con mis amigas. Así podíamos pasar a la salida por la
Confitería Oriental, ubicada en la calle 9 de julio, y comprar los merengues que
nosotras mismas rellenábamos con crema chantilly o dulce de leche. Hoy no he
visto más esos enormes merengues recién hechos.
En 1957 mi padre compró una casa grande y cómoda en un barrio llamado Los
Paredones, cerca de la ciudad de Capilla del Monte (a la misma altura donde están
las cuevas de Ongamira, pero había que doblar a la derecha). A sólo 100 metros de
la nuestra, tenía su casa de veraneo el Doctor Illia, quien posteriormente fue
nuestro Presidente.
Desde el frente de nuestra casucha, como la llamaba mamá que pensaba que iba
a morir como los pavos, de tristeza, observábamos el Cerro Uritorco. Ahora está de
moda visitar ese Cerro, dicen que imparte buenas ondas o energía positiva. Algo de
eso ya se comentaba en mi época, pues cuando a mi madre le diagnosticaron
cáncer, ella me pidió que la llevara al pie del Uritorco.
En Los Paredones no teníamos agua potable, era obligatorio llevar nuestras
damajuanas hasta una vertiente de la zona, que después se convirtió en una famosa
distribuidora y embotelladora de agua potable.
Capítulo 8
Con la misma suerte de alguien que se gana la lotería, así me sentí cuando en un
banco me encontré con Teté Banús y al contarle que estoy escribiendo un libro, se
mostró tan entusiasmada como yo y comenzó a contarme cosas muy
representativas de su vida en este barrio.
Me contó que su padre Alfredo Jorge Banús, alias “Chincha”, casado con María
Inés Masjoan, alias “Ñata”, vinieron al Barrio Cerro de las Rosas apenas terminada
la construcción de su casa en el año 1938 con sus dos primeros hijos, Juan Alfredo
(Kanchi) e Inés (Teté) y utilizando las primeras letras de los sobrenombres de los
cuatro, pusieron el nombre Chiñakate al frente de la misma. Era habitual hacerlo
en las casas del Barrio, al igual que algunas construían una pequeña ermita para
instalar una virgen que protegiera el hogar.
Chiñakate está ubicada en la esquina de Malbrán y calle 7, en diagonal con la
primera garita de policía del barrio desde donde salían los policías guardianes que
durante toda la noche hacían sonar su silbato, muy estridente, para custodiar a los
vecinos.
Chiñakate fue la casa número 9 de las construidas en el loteo de Samuel
Bronenberg. En esta casa nacieron dos hijos más del matrimonio, y Don Alfredo
decidió comprar 2.000 metros de terreno sobre la calle Malbrán, a media cuadra de
su domicilio y construir otra casa para su familia. Sin embargo, las chicas Banús
Masjoan reconocen que Chiñakate fue la mejor y hasta hoy mantiene la guarda de
Walt Disney que tenía su cuarto dormitorio.
En 1941 el arquitecto Lo Celso terminó la nueva casa para la familia Banús, e
incitó a toda su familia a comprar lotes en su misma manzana y zonas aledañas.
Sobre Malbrán vivía Paco Domene, quien con su vaca repartía leche por el
Cerro, y recuerda Marta Banús lo desagradable que era probarla tibia y con
espuma en un jarro que le daba su mamá al oír la campanita que sonaba Paco al
llegar a la puerta de la casa.
Las chicas Banús Masjoan no olvidan las garrochas que usaban para saltar la
acequia de la calle Fader cuando traía mucha agua, o cuando las mordían las
sanguijuelas que traía el agua y ellas jugaban entre sus caños. Sobre todo desde
que la abuela hizo su casa sobre la calle Fader, pero los fondos estaban unidos.
Los colectivos para llegar a la ciudad de Córdoba eran muy escasos, pero
cuando uno pasaba hacia la calle 10, se le podía pedir: “A la vuelta, pare en casa…”
y muchas veces no era necesario estar horas en la esquina, pues el chofer venía
tocando bocina para que lo pararan.
Yo pensaba que conocía todo lo que sucedía en el cerro, pero quedé admirada
al escuchar la historia de la fogata en honor a San Juan. Me cuentan que durante
varios días los chicos de la zona ayudados por los jardineros, ya que estaban en
época de poda, juntaban todas las ramas posibles para armar una gran fogata
sobre la cual se colocaba un muñeco que fabricaba Ñata Masjoan, vestido y con
sombrero, que se quemaba en los primeros minutos del día 24 de junio; no
importaba que al día siguiente hubiera clases, nadie dormía hasta apagar la fogata.
Y se cantaba en el baldío de Fader al 800: “A coger el trébol, el trébol… en la noche
de San Juan”. El trébol de 4 hojas estaba escondido en la fogata. Tuve la suerte de
presenciar un espectáculo similar en la ciudad de Camerino, Italia, donde fui a
estudiar la lengua italiana, pero en el Cerro nunca me invitaron a la fogata que
organizaban Arturo Álvarez y sus amigos a dos cuadras de casa, frente a la casa de
Pernías.
También Ñata organizaba, como vice-directora de la escuela Zorrilla, y para
festejar las fiestas patrias, carreras de embolsados, de llevar un huevo sobre la
cuchara, y otras competencias siempre con el objeto de unir a las familias del
Barrio.
Cuando en el año 1952 murió Evita, se vio obligada a usar luto, como lo exigía el
gobierno peronista, y muchas veces debió asistir obligada a actos para no perder
su puesto ya que era el sostén de la familia desde que en 1948 murió Alfredo en un
accidente automovilístico.
Las chicas recuerdan que diariamente asistían al almacén de Enrico, donde se
pagaba con libreta a fin de mes, pero de todas formas, siempre pedían la yapa
obligada después de la compra.
Sobre la Avenida Rafael Núñez funcionaba el Correo el Cerro y para fin de año
se podía pedir, después de horas de hacer cola, el pan dulce y la sidra con el letrero
Perón cumple y Evita dignifica. Y si había chicos, a ellos les entregaban regalos con
el letrero Los únicos privilegiados son los niños. ¿Hoy los planes de ayuda también
tienen letreros?
Capítulo 9
Pelusa, una hermosa señora de más de setenta años y oriunda de Bell Ville se
mudó al barrio Cerro de las Rosas, allá por el año 60 porque a su marido lo
trasladaron en su trabajo. Pudieron comprar una casa sobre la calle Nicanor
Carranza, cerca de los pozos verdes, ese balneario del río Suquía que era tan
exclusivo como hoy es Punta del Este. Cerca de éste se encuentran los famosos
túneles, que recién me entero, no fueron construidos por los jesuitas sino por un
señor que pretendía accionar hidráulicamente un molino harinero, que nunca
funcionó.
Como con mi familia vivíamos sobre Avenida Rafael Núñez al 1.300, teníamos
en la puerta de casa la parada final de los loros, enormes colectivos pintados de
color verde que, subiendo por Núñez, doblaban en “U” a la altura de la Calle 10 y
esperaban cumplir el horario para regresar al centro de la ciudad (hasta el
mercado Norte).
La avenida Núñez, ya asfaltada, tenía un cantero central que se abría cada 200
metros para poder girar.
El accidente se produjo en la abertura de la calle 7 que cortaba la avenida
Núñez.
Era un día de semana, cerca del mediodía. Mi padre siempre me esperaba en el
Jockey Club para traerme a almorzar a casa y luego él, como si fuera obligación,
dormía la siesta.
Pero, ese día, al pasar por la Avenida Colón 66 me encontré con un amigo —
Raúl Simonelli— quien se ofreció traerme al Cerro estrenando un nuevo Fiat 1500
“con frenos a disco” (era el año 1963). Le avisé entonces a mi padre que no me
esperara y emprendí el regreso a casa en un “último modelo”.
En la subida, por Núñez vivía la familia Simonelli y paramos a mostrarle el auto
a la señora Teté, su madre y avisarle que su hijo Raúl enseguida estaba de vuelta.
Pero el destino había dispuesto otra cosa. Un tal Sr. Solanas se interpuso en el
camino. Reconoció que venía distraído, buscando al vendedor de sandías, el
famoso “Pata è Plancha” que habitualmente estaba en la esquina de Nuñez y calle 7,
(donde hoy está la estación de YPF), giró en “U” y ni los frenos a disco pudieron
detener el Fíat que se incrustó en el Valiant celeste manejado por el Sr. Solanas,
vecino del Cerro.
El impacto hizo que se abriera la puerta del Fíat y Raúl Simonelli cayó de
cabeza sobre el asfalto (en esa época no usábamos cinturones de seguridad).
Casi de inmediato salieron todos los vecinos. Recuerdo a Marta Yofre de
Mansilla que corrió a casa de mis padres avisando que yo estaba bien, pero el
muchacho que manejaba había muerto.
Ese había sido el diagnóstico de una doctora que no permitía que lo movieran.
No olvidaré la ayuda de un curioso, el peluquero de la zona, que me ayudó a
detener un camión que repartía Coca Cola y en él llevamos a Raúl hasta la Clínica
Chutro, donde pensé que seguro lo recibirían al invocar al Doctor Laguinge, el cual
era muy amigo de Ruperto Simonelli, el padre de Raúl.
No sólo no llegué a almorzar a mi casa sino que esa tarde tenía que rendir un
parcial en el Pabellón España y mis compañeros no podían entender que no me
hubiera presentado cuando la noche anterior habíamos terminado de prepararlo.
Era de Antropología, materia de cuarto año de la carrera de Historia en la
Universidad Nacional de Córdoba.
No podía separarme del conductor del Fiat, que por suerte reaccionó y con el
tiempo fue el padre de mi hija.
Capítulo 12
Un gran amor
Estoy convencida de que no se debe forzar el destino, y cuando algo sale mal yo
digo: “Por algo será. No hay mal que por bien no venga”. He sufrido mucho durante
mi primer matrimonio, pero, gracias a Raúl hoy tengo una hija y tres nietos.
Mucho más que yo, mi madre demostraba el sufrimiento de aguantar una hija
separada a la que la sociedad cordobesa despreciaba. En 1969 no tenía vigencia la
ley de divorcio en la República Argentina y la mayoría de las parejas preferían
fingir felicidad ante sus amistades y soportar “al que alguna vez se amó”. Parecía
una obligación vivir casada y soportar indignamente.
Tanto lloraba mi madre, sin consuelo ni remedio, que intentamos curarla.
Aprovechamos la presencia del llamado Doctor Jaime Press para intentar calmarla
y pedimos turno por intermedio del señor Del Moral, propietario de la casa donde
atendía. En esos días se decía que hasta hacía caminar paralíticos. Yo presencié
cuando a un señor le gritaba: “¡Largue esas muletas!”, y éste salía caminando solo.
Era una romería en los alrededores ya que venían enfermos de todo el país y
debían esperar su turno.
Para ir a la cita, camino a Carlos Paz, donde hoy está Alborada, casa de fiestas,
pedí a una amiga que me acompañara.
Ella no entró a la consulta con mi madre sino que estuvo dialogando con los
periodistas que acababan de hacer una nota para Canal 13 de Buenos Aires. Uno de
ellos me saludó muy amablemente y hoy puedo decir que mirándome a los ojos
llegó a mi corazón, y se instaló. No sabía cómo se llamaba, pero llamó mi atención
lo prolijo en su vestimenta y sus modales, no habituales entre mis amigos. Parecía
un porteño muy educado que vestía saco azul oscuro y una camisa impecable.
Yo desconocía el mundo del periodismo. Pensaba que él necesariamente había
venido desde la Capital Federal para hacer esta nota en la provincia de Córdoba.
Con el tiempo aprendí que lo filmado en un cassette se enviaba vía avión por
“gentileza de Aerolíneas Argentinas”. Más adelante viví muchas veces las corridas
para llegar a Pajas Blancas antes de que despegara el avión.
Iglesias
Fue construida en medio del campo a fines del 1800. En realidad, el verdadero
atractivo era ir después de la misa al bar que estaba al lado (incluso a veces nos
escapábamos antes de que el cura terminara…). Era el Bar de Von Pupo, donde la
diversión era comer un panchito con una Coca y recordar las reuniones de la noche
anterior. Lo más sabroso: si algún amigo se había animado a declarar su amor, y…
si había sido correspondido.
Donde estaba la capillita, hoy funciona el Colegio Parroquial. Conozco personas
que se emocionan recordando que allí, en el viejo y humilde templo, los bautizaron.
En el año 1953 se inauguró la “Cripta”, al frente de la seccional 14, y cuyo
primer párroco fue el Padre Bertaina. Allí luego nombraron párroco al Padre
Héctor Monguillot, ya mencionado como orador en la escuela de las Madres
Escolapias.
Luego llegó José Guillermo Mariani, de quien tengo el mejor recuerdo. Con su
amplitud de criterio, era quien entendía mi situación de divorciada, al revés de lo
que me decían las monjas, para quienes yo “vivía en pecado”
Cuando murió mi papá (que para mí era casi todo…) necesitaba comulgar,
porque tenía la necesidad espiritual de que Dios me ayudara a superar mi dolor y a
resignarme a que mi papá ya no estuviera conmigo. El Padre Mariani me dio la
comunión en la única misa a la que me acompañó mi actual marido, agnóstico y
ateo él, que luego muy sonriente me dijo: “Estuvo bueno eso de besarse con chicas
tan lindas…”.
Yo seguí asistiendo a veces a misa, pero no volví a comulgar pues según mis
enseñanzas religiosas, vivo en pecado, pero contenta…
Tampoco me importó perder las horas cátedra que tenía en la escuela de las
Madres Escolapias donde me dieron un ultimátum: “O el trabajo o el hombre que
vive en su casa”.
Hasta la fecha sigo conviviendo con él, que ya es mi marido legal pues pasamos
por el Registro Civil de la Ciudad de Córdoba en el año 1989 y como dice él:
“Después de 16 años de ardiente concubinato…”.
Vuelvo al tema de las Iglesias del Cerro: actualmente la parroquia oficial del
barrio es la del Espíritu Santo, que se inauguró en la ex calle 6 (hoy Beverina) el 27
de mayo de 1964. Allí designaron como párroco al Padre Bartolomé Costamagna
oficiando como tal hasta el año 1998.
El recuerdo más fuerte en esta parroquia fue la confirmación en la fe cristiana
de mi nieta mayor, la que elige a Gustavo Tobi como padrino. Para ambos fue un
simple trámite para acompañar al resto de sus compañeras de la Academia
Argüello.
Capítulo 14
El servicio de transporte
El colectivo que venía del centro de la ciudad hacia la zona norte se llamaba
“B14” y, al principio, sólo llegó hasta el Parque Autóctono. A medida que se pobló
la zona comenzó a subir “el cerro” por la Av. Rafael Núñez hasta lo que llamaban “la
calle 10”. Allí, doblando en “U”, volvían por la misma hasta el Correo Central donde
acababa su recorrido. Años más tarde extendió su recorrido hasta la zona de Villa
Warcalde, teniendo solamente cinco recorridos diarios.
El “B14” comenzaba su recorrido en el Mercado Sur para llegar hasta Argüello,
tenía la primera parada en el Monolito, al comienzo de la Avenida Núñez. Su
recorrido era por Avenida General Paz hasta Humberto Primo (hoy sería imposible
ya que es contramano), por Puente Avellaneda para tomar Castro Barros y llegar
hasta la Avenida Caraffa. En esta avenida a la altura de Villa Cabrera, calle Las
Playas, donde estaba un taller de la empresa de colectivos, había que hacer
trasbordo para los que pretendían llegar hasta el barrio Los Boulevares, pero casi
siempre paraba en el almacén de La Tota (Núñez y 10). El motor no se detenía,
quizá por temor a que no volviera a arrancar, pero los pasajeros podían bajarse y
hasta hacer sus compras antes de continuar el recorrido.
Estos colectivos eran de origen húngaro o sueco, de marca Mack, tenían el
motor atrás y frenos a aire. Llevaban un letrero que decía “mantengan distancia”…
Los que vivimos en el Barrio Cerro de las Rosas no tenemos dudas de que el
centro de nuestra ciudad está ubicado en un pozo ya que apenas pasamos la zona
del Parque Autóctono comienza una gran subida, sea por Av. Nuñez o por Fader.
Hace tiempo los colectivos subían por Fader y a veces debían pedir a los pasajeros
que se bajaran a empujar ya que el motor se había recalentado. Algunos choferes,
para que no les ocurriera esto, preferían al llegar al cruce de Caraffa y Octavio
Pinto avisar: “Última parada hasta el monolito”. Y de esa manera evitaban que los
pasajeros tuvieran que bajarse y empujar el colectivo.
Uno de estos choferes era casi un amigo, lo llamaban “el negro Cabrera” y a los
gritos decía: “Bajen rápido y empujen todos, así pueden subir más…”.
Tiempo después, los colectivos se modernizaron y aparecieron los Leyland que
tenían un enorme motor, adelante, al lado del asiento del chofer y frenos
hidráulicos. Estos subían por la Avenida Núñez, doblaban en “U” a la altura de la
calle 10 —fin del recorrido— y allí esperaban cumplir el horario para regresar al
centro de la ciudad. Los choferes a toda hora golpeaban las manos frente a nuestra
casa para pedir agua fría o caliente para el mate. Se sentaban en un banco de
material, de esos que todavía se ven sobre la Avenida Núñez y que fueron
instalados cuando a ésta la hicieron de dos vías, con cantero central. La entrada y
salida de los choferes en busca de agua marcaron una huella en el césped de
nuestro jardín y hasta aplastaban los rosales. Como consecuencia de esto, a mi
padre se le ocurrió colocar una canilla, escondida bajo un enorme rosal de flores
rococó, casi sobre la vereda. La canilla no sólo fue útil para beber sino que en
épocas de carnaval la usábamos para llenar bombitas y hasta colocar una
manguera para mojarnos entre amigos ó a algún descuidado que pasaba y lo
hacíamos participar de nuestro carnaval.
Era tan escaso el tráfico sobre la avenida Núñez que el humo y el ruido de estos
enormes colectivos nos llamaban la atención, pero todavía no tomábamos
conciencia del daño al ambiente y a nuestros pulmones.
Estos colectivos tenían la obligación de tener “guarda”, quien colaboraba con el
chofer vendiendo los boletos, los que llevaba enrollados en una maquinita y
cortaba como hoy usamos la cinta para pegar. Su precio variaba según la distancia.
Los había de distintos colores, y sus precios eran de 0,25 centavos, el más caro y, a
medida que el viaje fuera de menor distancia, podía costar 0,20 y el recorrido más
corto de 0,15 centavos del peso de la época. El guarda tenía como parte de su
uniforme una cartuchera de cuero donde guardaba los billetes, además un
monedero de metal con tres compartimentos diferentes para colocar las monedas
según su tamaño. Se ubicaba junto a la puerta trasera, por donde se subía al
colectivo, y luego de cobrarte el boleto pedía: “Un pasito hacia delante”.
Los que querían bajarse en la siguiente parada tiraban de una piola que recoma
todo el techo del colectivo y hacía sonar una campanita casi en la oreja del chofer.
Choferes y guardas conocían a los frecuentes pasajeros, si hasta a veces
aceptaban pararse en la puerta de las viviendas o esperarlos cuando volvían y ellos
no estaban a la hora indicada, por ejemplo para ir a la escuela.
Casi todos los vecinos nos conocíamos por eso, cuando el transporte público
fue escaso, al párroco Monguillot se le ocurrió fabricar unos letreros con su firma,
que autorizaba a los conductores de su propio vehículo detenerse cuando algún
vecino lo solicitara (lo que hoy llamamos “hacer dedo”), sabiendo que el
propietario podía llevarlo hasta el centro de la ciudad. Por ejemplo, mi padre tenía
3 ó 4 clientes fijos y él decía que su viaje se hacía mucho más agradable y
entretenido ayudando al que lo solicitara.
Capítulo 15
Albino Colón llegó a Córdoba oriundo de María Juana, provincia de Santa Fé, y
se instaló con su familia en una vivienda que alquilaba en la Avenida Fernando
Fader al 1.000, del Barrio Cerro de las Rosas. Casi al frente de la ya tradicional
farmacia Martínez Cal donde a toda hora nos atendía con mucha dedicación la
señora Blanca.
Por la misma vereda de lo de Colón y casa de por medio había una vivienda
muy llena de plantas —a mí me parecía un lugar oscuro y misterioso—, donde casi
todos los días se juntaba mucha gente “esperando turno” para que alguien, que ya
les había cobrado les mintiera sobre su futuro incierto. La mayoría de la
concurrencia eran señoras o señoritas de la zona ansiosas por conocer qué les
sucedería…
En su casa Albino Colón, a quien todos conocimos cariñosamente como Don
Colón, abrió el primer quiosco de nuestro barrio donde vendía golosinas y helados
marca Laponia (creo que hoy ya no se fabrican), en vasitos y de crema, chocolate o
frutilla. Marca Laponia fabricó los famosos “palitos” y “bombones” que se vendían
en los cines, donde un muchacho gritaba “¡Palito, bombón helado!”, antes de
comenzar la película y durante el intervalo (pues en aquella época —alrededor de
1960— se proyectaban dos películas por función. Y era un rectángulo de crema
revestido de chocolate y envuelto en papel plateado.
El éxito del quiosco decidió a Don Colón para comprarle a la Señora Clotilde
Faturini su casa, a una cuadra y también sobre Fader, al 930. Allí alquilaban un
salón las hermanas Ferreyra para vender “de todo”: fue la primera boutique del
Cerro, aunque todos la llamamos La tiendita de las Elidas.
Creo que lo que más caracterizó al quiosco fueron los pebetes de salame (traído
de la Colonia Caroya) o jamón cocido y queso (todavía no era famoso el jamón
cocido Paladini). El pan de Viena lo compraba todos los días en la panadería Gloria,
recién inaugurada y para hacerle la competencia a La Princesita, que ya trabajaba
sobre la calle Fader. Por supuesto que no estaba empaquetado y era de tamaño
mucho más grande que el que hoy conocemos y podemos comprar en los súper.
Con éstos panes nos vendía unos panchos muy ricos y calentitos, que en muchas
oportunidades reemplazaban el almuerzo familiar de los adolescentes que salían
del Zorrilla secundario, al lado del quiosco, para ir a practicar rugby al club La
Tablada, desde donde volvían para el tercer tiempo y pintaban de azul y colorado
la verja de la casa de la familia Caballero, Fader 920, donde se sentaban a comer y
charlar amablemente. Pero la charla subía de tono cuando llegaban los jugadores
de rugby del club El Tala (camiseta y medias blancas y negras) equipos que, hasta
el día de hoy, son los rivales más peligrosos, aunque amigos y vecinos del barrio.
En la casa de Don Colón hoy vive su nieta Juliana, aunque la casa cambió su
número y se puede ver actualmente el n° 4030 de la Avenida Femando Fader.
Esto me recuerda que mi casa estaba en calle 9 bis n° 30, y aunque sigue
estando en el mismo lugar, tuve que pagar multa a la Municipalidad de la ciudad de
Córdoba cuando al renovar mi carnet de conducir me enteré de que debía hacer “el
cambio de domicilio” y que en mi documento figurara José Roque Funes 2073, pues
a algún municipal se le ocurrió que en el cerro ya no se podía vivir en calles que se
las reconociera por sus números.
El señor Alberto Caballero era vecino y amigo desde niño del hijo de Don Colón
—Daniel Colón— y también de su hermana Lidia, que actualmente vive en la
ciudad de Zapala.
Me cuenta Caballero que alrededor de 1968 vivía en Fader 920, al lado de los
Colón. Las casas no tenían división de territorio al fondo de las mismas como se
acostumbraba en la mayoría de las viviendas del barrio. Con el paso del tiempo y la
inseguridad comenzaron a plantar ligustros o tuyas para que marcaran los límites
del terreno, pero todavía ni hablar de alambre o rejas, vivíamos libres de ellas.
La familia Paladini, que vivía sobre la Avenida Rafael Núñez, tuvo la suerte de
tener siempre muy buenos vecinos y por el fondo se comunicaban con la casa que
habitaba Mario Pratti, y los perros, gatos y gallinas se cruzaban sin obstáculos.
Mario se acuerda cuando tenía una pareja de “gallinas pininas”, que preferían
nuestro fondo al propio, hasta que mi madre pensó en poner una tapia que no tenía
ni un metro de altura; pero como las “pininas” seguían cruzando, la Señora Beatriz
de Pratti tuvo que inutilizar su lavarropas para hacerles el nido: no importaba
seguir lavando a mano, pero sí no molestar a los vecinos.
Otros con los que nos comunicábamos por el fondo eran los chicos de la familia
Caminotti, a los que casi a diario se les escapaba la pelota a nuestro patio y debía
subirme a la piecita donde guardábamos la leña para poder alcanzársela.
Hoy contemplo con envidia a las familias que viven en barrios cerrados, pero
sin encerrarse en sus propias casas enrejadas, donde parece que todos los patios
son comunes y no necesitan esconderse tras las tapias.
A fines de los años ’60 abrió sus puertas la Confitería El Molino del Cerro en la
esquina de la Avenida Rafael Núñez y calle 6 (donde hoy está Calzados Wabi) y allí
fue donde se reunían los adolescentes a tomar Coca Cola o a veces cerveza.
Recuerda Alberto Caballero que una vez por el calor estaban sentados en una
mesa, en la vereda y cuando el mozo traía las cervezas en vasos muy helados, estos
se rompieron, por la diferencia de temperatura, hecho que significó sólo para
disfrutar y no para enojarse ni protestar como se acostumbra ahora por cualquier
dificultad que se presente. Nuestra juventud fue muy alegre y con camaradería
sana, hoy no la encuentro. ¿Tendremos miedo a ser felices?
El señor Alberto Caballero asistía al club La Tablada (cuya sede se encontraba
sobre Av. Núñez esquina calle 4) desde que era muy pequeño. Una vez estaba
jugando sobre el subi-baja cuando su compañero se cayó y a él le costó perder dos
dientes.
Era habitual que proyectaran películas sobre el frontón de pelota-paleta del
club y la que más se repetía era alguna de la de Los tres chiflados. En esa época ya
estaba funcionando otro cine en el Instituto Peña de Villa Cabrera donde
frecuentaba con amigas y amigos, los domingos a la siesta. Allí mismo llevé a mi
hija a ver la película Bambi y cuando fui a buscarla, a la hora que debía terminar, la
encontré sentada en la vereda y llorando porque habían matado a la mamá de
Bambi, ya no le interesaba ver el final. Aunque diez años más larde ella frecuentaba
el mismo cine con amigas y amigos, algunos de ellos hijos de los que fueron mis
amigos de la juventud.
Capítulo 16
La “Vieja” de Historia
Oficios
Zapatero
Creo que en la actualidad, y ya desde hace varios años, es muy difícil encontrar
un zapatero, uno de los primeros oficios desde la época medieval en Europa. Aquí,
en el Cerro, sobre la calle Fader lo teníamos a Isidoro, quien casi a la perfección nos
cosía todo tipo de zapato o valija, colocaba cierres y lo más común —que hasta la
actualidad se hace— nos cambiaba “media suela y taco”. En los zapatos taco alto, el
cambio de tapitas a veces lo solucionaba al instante cortando un cuero del mismo
tamaño y salíamos con el zapato como nuevo. Hoy sólo los cambian por otro que ya
se fabricó de plástico.
Afilador
Sigue sonando por las calles del Cerro el Caramillo de Hugo, el afilador que
detiene su bicicleta cuando alguna vecina lo llama para que le afile sus cuchillos o
tijeras. Me cuenta que, en realidad, comenzó haciendo sonar con un instrumento
de madera, similar al xilofón que suena en la zona del altiplano, hoy lo reemplazó
por un juguete de plástico pero que suena de manera similar.
Diariero
En 1928 José Armando Olave comenzó a repartir diarios y revistas de casa en
casa por la zona de la Avenida Rafael Núñez. Su hermano, Juan Ramón, lo hacía por
los alrededores de la Avenida Fader.
Desde que tuve conocimiento de lo que significaban las noticias, en casa era
José Olave el responsable de traerlas. Hoy, siendo casi de mi edad, tiene nietos que
continúan con la tarea de canillita.
Los kioscos sobre la Avenida Rafael Núñez pertenecen a los Olave desde que en
1955 la Municipalidad de la Ciudad de Córdoba los autorizó a instalarlos, sin
proveerles de los mismos. De todas maneras siguen los Olave montando sus
bicicletas desde muy temprano y recorriendo las calles del Cerro para entregar
diarios y revistas.
Colchonero
Un oficio que creo inexistente en esta época es el de colchonero. Hace 50 años
los colchones de las casas de familia eran de lana de oveja, los vellones se
apelmazaban y el colchón se hacía duro y flaco. Era el momento entonces de llamar
al colchonero que traía su máquina cardadora, desarmaba el colchón, y vellón a
vellón lo cardaba para hacerlo suave y esponjoso, generalmente le cambiaban el
cotín y así se transformaba en un colchón alto y muy suave nuevamente. Luego una
gran aguja pasaba un hilo de arriba para abajo y de esta manera se evitaba que la
lana se apelmazara.
Vendedor de flores
Santiago Bustamante nació hace 53 años y, desde muy pequeño, sus padres le
enseñaron a vender rosas; es reconocido como el Payo pues nació albino.
En 1963 pudo comprar una estanciera de la IKA y la cargaban con rosas que
compraban cerca del cementerio, esas de tallos muy largos y que a las mujeres nos
encanta que nos regalen.
Muy pocos caballeros podían negarse a comprarle una flor al Payo para
obsequiarle a su compañera mientras comían en La Paila, el Rancho Grande o el
Ristorante Italiano. Me cuenta que la clientela era menor en las pizzerías Popeye y
Roma.
Caminando por la Av. Rafael Núñez hoy lo encontramos casi todas las noches
continuando con su trabajo frente a El Gato y a la galería Precedo con su único hijo,
quien por ahora lo ayuda y seguramente heredará su trabajo.
Me cuenta que a las hijas mujeres quiere instalarles una florería, pues está
cansado de esperar el permiso municipal para poder instalar un kiosco de flores
sobre la Avenida Rafael Núñez.
Ha intentado vender otro tipo de flores, pero sólo las rosas le dejan real
ganancia, por ejemplo un día de la primavera reconoce haber ganado hasta 500
pesos. Le llama la atención que los claveles no sean los favoritos de sus clientes.
Capítulo 19
Negocios
La mercería
Sería difícil hoy encontrar quien, como las Elidas, remallara las medias de seda
o levantara los puntos que se corrían con mucha facilidad (principalmente a las
chicas que comenzaban el secundario ya que las monjas exigían medias de seda
como parte del uniforme). Y seguro que todos piensan en cancan: no. Se usaban
medias sujetas por ligas o portaligas, Gracias a la labor de las “niñas Ferreyra” y de
su maquinita, nos las devolvían como nuevas.
Elda y Nélida Ferreyra Bertarelli vivían en Barrio San Martín, pero alquilaron
un local sobre la calle Fernando Fader y así nació la primera tienda del barrio
donde se encontraba lodo lo relacionado con telas, lanas, elástico, botones y
muchas cosas más. Hoy resulta muy poco común encontrar una mercería tan
completa y cómoda como aquella. La llamábamos la mercería de las “Elida” porque
unieron el nombre de las dos hermanas (Elda y Nélida).
Al poco tiempo surgió la competencia: la Boutique de la calle 8 que pertenecía a
la Sra. de Varela y quería lucirse con prendas de mayor calidad, pero con el correr
de los años cada una tenía su clientela.
Farmacias
El señor Smidt compró, en el año 1951, la casa ubicada en la esquina de Fader y
8, que pertenecía al Sr. Martí. Allí decidió instalar la farmacia para su señora, y
también como vivienda de su familia.
En los alrededores no había otras construcciones —recuerda Marta Smidt, su
hija y mi compañera de colegio—, motivo por el cual los fines de semana los
dueños ponían una carpa sobre Fader y sillas de madera para atender las ofertas
de aquellos que querían comprar lotes en esta zona, los cuales medían 12 por 50
metros, casi todos. Finalmente el Sr. Smidt se decidió por comprar dos lotes sobre
la calle Fader, justo donde terminaba la 6 bis y allí, con la ayuda del Ingeniero
Alonso, edificó su propia casa con un salón para inaugurar la nueva farmacia
Martínez Cal, que era el apellido de Blanquita, su señora.
Nos llama la atención que en esa época casi todas las casas eran proyectadas
por ingenieros, había tan pocos arquitectos que por eso mi amiga Marta decidió
seguir esa profesión. Allí encontró otro arquitecto que la ayudó a construir la
hermosa familia que hoy tienen.
Recuerda Marta que su madre a toda hora estaba dispuesta para atender de la
mejor manera posible a sus clientes. Recuerda a un señor que habitualmente
aparecía a las 2 de la mañana para comprar un chupete. Hasta que una vez le dijo:
“¿Me podría vender una docena? Y así me aseguro no molestar todas las noches”.
La farmacia Martínez Cal atendió durante 30 años hasta que en 1986 vendieron
la llave de Fader 953 y al poco tiempo su casa, que estaba al lado.
En el Barrio Cerro de las Rosas ya funcionaba la farmacia Damevin, que
comenzó a atender a sus clientes sobre la avenida Núñez, esquina 6 bis, donde hoy
funciona la perfumería El Balcón, propiedad del Dr. Mendez Calzada.
Posteriormente se trasladaron casi al frente, también sobre Núñez, donde todavía
vive su farmacéutica, Titi Damevin, ya jubilada y cansada de atender clientes, pues
me cuenta que durante 50 años atendió turnos de hasta toda una semana.
No podemos olvidar la farmacia Vernocchi en la esquina de Fader y 5 Bis (hoy
Berrotarán). Su dueña se animó a importar cremas y perfumes para el deleite de
casi todas las señoras del cerro. No podíamos negamos a su dulzura y buen trato:
¡qué mujer hermosa!, difícil encontrar otra igual. He tenido la suerte de haber
compartido muchos años de golf con ella y todos la recordamos con mucho cariño.
Zapatería
Visité a Juan Carlos Falabella en Av. Rafael Núñez 3909 y le pregunté:“—¿Por
qué su negocio se llama WABI?”.
WABI significa belleza exterior y vida interior
WABI en una actitud hacia la vida
Es un espacio de armonía contigo mismo que expresa lo que pensás y lo que sentís
WABI es el encanto de tener personalidad
El derecho de ser tú mismo.
Almacenes
El primer almacén que tuvo el barrio indudablemente fue el de La Tota que
funcionaba en la esquina de Núñez y calle 10.
Debemos recordar otro almacén, el de Don Paco Torres que abrió sobre la calle
Tristán Malbrán 658, entre las calles 5 y 6. Lo fue modernizando día a día hasta que
se lo vendió a Enrico quien lo trabajó durante 30 años más. Los hermanos Josefina
y Rogelio, de origen japonés y que habían vivido en la provincia del Chaco, se
instalaron en nuestro barrio a partir de 1979 y continúan hoy atendiendo uno de
los pocos almacenes de barrio que debe competir con los supermercados. Cuentan
que todavía tienen muchos clientes que pagan su libreta a fin de mes. Esa
costumbre de la libreta se usaba en el almacén frente a Wabi, que pertenecía a Don
Domingo Miranda y su esposa doña Rosa, personaje inolvidable por su sonrisa
permanente y atenta a solucionar cualquier problema de su clientela. Era la parada
obligada de mi padre, antes de llegar a casa (no olvidemos que en esa época, hace
más de 30 años, no existía el celular), salía a la mañana con la lista de mercaderías
que necesitábamos, y él las traía al mediodía.
Panadería
El Sr. Buján abrió la primera panadería del barrio, sobre la Avenida Rafael
Núñez, y la llamó Gloria, en honor a su hija. De todos los productos que elaboraba,
los que se hicieron famosos fueron los “panes de Viena” que a diario compraba Don
Colón para la fabricar sus pebetes de jamón y queso o panchitos que vendía en su
kiosco.
En 1968 Buján vendió la panadería, y también la receta de los panes de Viena a
los que todavía la gente se pelea por comprarlos. Los actuales dueños se preocupan
por mejorar día a día sus productos, doy fe de la calidad de los mismos, como por
ejemplo no encontré nunca una torta de hojaldra mejor y tan rica como la que
elaboran desde hace más de 20 años y es tradicional en los cumpleaños de toda mi
familia.
A pocas cuadras de este local se inauguró La Princesita. Me cuenta su dueña,
Erminia, que comenzaron en 1952, el mismo año en qué nació su hermana, y el
nombre se debe a que su padre trabajaba en la ciudad de Rafaela en La Princesa,
fábrica de galletas que le dio trabajo a su llegada desde la ciudad de Torino, Italia.
En la fábrica aprendió el oficio y esto le permitió crecer económicamente e
independizarse. Entonces decidió trasladarse y comprar casa en el Cerro. Ésta se
encontraba sobre la calle Fernando Fader, recién asfaltada y de doble mano, por
donde pasaba el colectivo que nos trasportaba al centro de la ciudad. Por el frente
había una acequia, pero nunca la vio con agua.
Al fondo de esta casa, cuyo techo era de chapa, como casi todas las casas de la
zona en esa época, el panadero vendía a los vecinos sus productos fabricados en un
galpón al fondo de su propia casa.
En nuestro país y durante el gobierno peronista era muy difícil conseguir
harina blanca y azúcar de primera calidad, lo cual provocó una huelga de
panaderos. Cuán fue la gratísima sorpresa de este panadero cuando, sin pensarlo,
no podía dar abasto a la demanda ya no sólo de vecinos sino de gente de distintos
parajes lejanos al Cerro, que hacía largas colas esperando comprar toda la
mercadería que acababa de amasar, y así se hizo famoso y muy respetado en el
barrio. De inmediato comenzó a mejorar las comodidades de su casa y luego
trasladó la venta de sus productos a un local con dos exhibidores de mercaderías
casi sobre la vereda, reduciendo así el jardín de enormes rosas que lo adornaban.
Decidió protegerlas de los transeúntes por medio de una verja de hierro, baja pero
muy trabajada en su construcción por un famoso orfebre italiano que acababa de
trabajar para el rey de Italia, Humberto I° (para quien había construido una
similar). La obra de remodelado concluyó con una vereda de mosaicos de 20 por
20 centímetros combinándolos cual damero y de colores blanco y negro, la cual
llamaba muchísimo la atención pues no era habitual encontrarlas por esta zona.
Al poco tiempo fue necesario contratar un repartidor de sus productos para
que cumpliera con los pedidos de sus clientes. Así apareció un italiano de Calabria,
recién llegado y con la obligación de trabajar muy duro para poder ahorrar y girar
a su esposa el dinero necesario para pagar la dote de cada una de sus 5 hijas. Este
calabrés comenzó haciendo el reparto en una bicicleta que le prestaba su patrón,
hasta que pudo comprarse la propia. Luego la cambió por un triciclo en el cual era
más cómodo trasportar las mercaderías, y finalmente se motorizó y construyó un
carro que tiraba con su moto marca Puma.
Sodería
Recordemos que alrededor de 1960 era mucho más comercial la calle Fader
que cualquier otra de la zona. Frente a la actual escuela Zorrilla primaria, se
encontraban locales comerciales de peluquería y ferretería hasta hace poco tiempo
y, en al medio de los mismos, el Sr. Cargnelutti tenía su fábrica de soda que
envasaba en pesados sifones de vidrio grueso y de color verde.
Estaciones de servicio
Aunque pasaban pocos autos en esta zona, sólo se podía cargar nafta marca
Shell, y la mayoría de los vecinos lo hacíamos en la estación de los Cechetto, de bajo
Palermo.
Recién en 1964 se consiguió el permiso para instalar una estación de YPF sobre
Avenida Núñez esquina calle Pueyrredón (hoy Batle Planas) y recién a los dos años
lograron vender su primer litro de gasolina y no dejaron de hacerlo hasta la fecha.
Bares
Pegado a la estación y sobre la avenida Núñez se abrió un bar en 1969 y
enseguida se convirtió en punto de reunión. Al año siguiente Gianni, el italiano que
era boletero del cine Capitol, de la ciudad de Córdoba, lo hizo más famoso y lo
llamó Monza. Pero el local le quedó chico por lo que tuvo que alquilar la casa del
señor Lega que quedaba a una cuadra de la estación de servicio y allí instaló su bar
Gianni, que durante muchos años nos cobijó románticamente: allí se podía comer,
tomar tragos (yo en esa época sólo primavera sin alcohol y Gustavo whisky,
importado, por supuesto, y criticaba a mi gran amiga Negrita Atelman porque
tomaba sólo Criadores) y hasta bailar. Me encantaba esa época: salir a comer y
luego bailar, ¡qué hermoso era!
Cuando Gianni tuvo que retornar a Italia, resurgió otro italiano, Segismundo,
quien continuó con un bar para mayores a la vuelta de Gianni, sobre la calle
Laferrere, y atendió a su público hasta que murió.
En 1957 el Sr. Carlo Rado compró el bar Avenida al Sr. Livi para instalarse con
su señora Josefina y sus dos hijas y dedicarse a la fabricación de pastas caseras,
dando origen al tan famoso Ristorante Italiano.
Pues Don Carlo había venido de Padova, Italia y, después de trabajar en la
ciudad de Río IV, provincia de Córdoba, pensaba instalarse en la provincia de Salta,
pero, en el camino se decidió por la compra del local de la Avenida Núñez.
Sus hijas hablan quedado pupilas en la escuela de las Madres Escolapias de la
Ciudad de Río IV y luego pidieron el traslado al colegio del Cerro de Las Rosas para
poder vivir con sus padres. Allí Laura Rado mamó el gusto por la fabricación de las
pastas que veía hacer artesanalmente en su casa a su mamá. Las típicas lasagnas de
carne, tallarines, ravioles. Posteriormente su padre importó una máquina para
fabricar cappelletti de carne. Siempre usaban la misma receta, pero se
preocupaban porque cada vez salieran mejores. Yo recuerdo a Don Carlo
preocupado preguntando a sus clientes “si todo estuvo bien”.
Un el año 1962 Invitó a su hermano para que le ayudara y los dos hermanos
Rado hicieron que comer en su restaurante sea como en la propia casa. Así lo
sentíamos los Paladini y muchos amigos que nos acompañaban casi siempre los
domingos al mediodía. Laura Rado me cuenta que a la noche era más divertido y
generalmente terminaban la tertulia cantando.
Laura, sin dejar su negocio, se dedicó a la educación y fundó el colegio
Mantovani, del cual está muy orgullosa y es reconocida por la patria de su padre.
Recién en 1997 decidió alquilar el local donde su inquilino trata día a día de
mejorar y hoy no sólo se comen pastas. Creo es uno de los mejores restaurantes de
nuestra ciudad.
Pollo a la canasta
No podemos dejar de recordar el muy famoso pollo a la canasta que servían en
la esquina donde hoy funciona la perfumería El Balcón, y al lado de la biblioteca
Méndez Calzada, en honor al Dr. que construyó el local donde hasta hoy funciona la
biblioteca del Cerro.
En una muy elegante canasta servían presas de pollo frito y había que comerlo
con las manos, no daban cubiertos. Este sistema era muy raro para esa época.
Y llegamos al final…
Recorrí muchísimos negocios, recogí hermosísimos testimonios para plasmar
en mi tan soñado libro, pero pido disculpas a los que no pude nombrar, ya que hace
rato quiero terminar de escribirlo y creo que ya llegó la hora.
Por lo tanto, colorín colorado esto ya se ha terminado…
Índice
Prólogo
Palabras preliminares
Ubicación geográfica y época de estos testimonios
Capítulo 1 - Lo primero es lo primero
Capítulo 2 - Casona con historia
Capítulo 3 - Servicios públicos, pero privados
Capítulo 4 - La casa de los González
Capítulo 5 - Los comienzos de Canal 12
Capítulo 6 - Bienvenidos bolivianos
Capítulo 7 - Los responsables de mi educación
Capítulo 8 - Las Banús Masjoan
Capítulo 9 - Las chicas del Cerro
Capítulo 10 - La calle 10 llega al río
Capítulo 11 - Suceso fortuito
Capítulo 12 - Un gran amor
Capítulo 13 - Iglesias
Capítulo 14 - El servicio de transporte
Capítulo 15 - El quiosco de Don Colón
Capítulo 16 - Escuela provincial Zorrilla de San Martín
Capítulo 17 - La “Vieja” de Historia
Capítulo 18 - Oficios
Capítulo 19 - Negocios
GLORIA PALADINI DE TOBI vivió gran parte de su vida en el Cerro de las Rosas.
Camina diariamente sus calles, conoce a los vecinos, es testigo de los cambios —
profundos, constantes— que va sufriendo el barrio.
Varios amores tiene en su vida: su marido, Gustavo; su hija, Malila; el golf, la
historia y las plantas. Se desempeñó durante más de 30 años como profesora de
Historia en distintos establecimientos educativos de la ciudad de Córdoba y ahora,
ya jubilada, ha decidido realizar su propia investigación histórica sobre su querido
barrio.