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Marcelo Ohienart

Nostalgias
de un tiempo que pasó

Crónicas ramenses

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Agradecimientos
Esta crónica que hoy llega a sus manos
ve la luz gracias a todos los amigos
que de una u otra manera se prestaron
a la charla con este escriba.
Los recuerdos propios y ajenos
de otros tiempos
fueron surgiendo de manera inevitable.
Por eso, este libro ya no me pertenece.
Ahora, es de ustedes.

Marcelo Oscar Ohienart, junio de 2007

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Introducción

Dice Alvaro Yunque, Hay seres que han pasado por la


infancia, ciegos y sordos. Y como siguen sordos y ciegos creen
que en ella nada interesantes les ha ocurrido. De adultos
puede ser que nada interesante nos ocurra, de niños, no. En la
infancia siempre ocurren cosas interesantes.
Después de leer un trozo literario de este tenor que forma
parte de “Un muchacho de ayer”, escrito allá por 1956,
profundizar acerca del por qué de este trabajo se me presenta
bastante difícil.
Mis recuerdos no tienen fecha precisa, lo que trato de
reflejar sucedió entre las décadas del setenta y del ochenta del
“siglo pasado”. No me mueve otra intención que trasmitir
historias y costumbres de un tiempo que resultó ser fantástico
y que el devenir del mismo, las nuevas costumbres y el
desarrollo tecnológico fue dejando de lado.
Hace poco, un jugador de fútbol relataba que se encontró
con la necesidad de escribir su propia historia, con la única
intención de que su hijo supiera todo respecto de su padre y se
preguntaba, ¿por qué sólo alguien considerado importante
podía tener una biografía? Por eso, coincidiendo con él, y sin
ser éste un intento autobiográfico, es que decidí emprender
esta zaga de historias ramenses, con la firme convicción de
que con ello, lograré trasmitirle a mis hijos una parte
importante de mi vida.
En este libro, no encontraran más que la desnudez de mis
recuerdos. Por el rescate y la memoria...

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Crónicas ramenses

Isidoro Cañones fue un personaje de historieta muy leído,


recreaba el prototipo del hombre de la noche de la década del
‘40. La forma de vivir de Isidoro representaba a todo un sector
del país que, sin pertenecer a la elite económica, vivía y
conocía el Buenos Aires nocturno y disfrutaba de las fiestas de
la alta sociedad. Para quienes no accedían a las boites y al jet-
set, las aventuras de Isidoro eran una forma de vivirla.
Comenzó a zafarse en 1968, cuando Faruk se incorporó al
equipo de guionistas donde ya trabajaba Mariano Juliá (los
dibujos eran de Tulio Lovato) Juntos pensaron cómo
convencer a Dante Quinterno de que Isidoro necesitaba
ampliar sus horizontes, abrir las fronteras y lanzarse a
conquistar el mundo entero. Además, el play boy debía
conseguir una compañera que lo secundara en sus estafas y
chanchullos, aunque Faruk recuerda especialmente lo difícil
que fue persuadir al dibujante.
No pasó mucho tiempo antes de que el camino de Isidoro se
cruzara con el de la hermosa Cachorra en pleno viaje a Mar
del Plata, ciudad en la que nuestro play boy ha pasado noches
inolvidables, asomado alguna que otra vez por la playa con
gafas oscuras. Cachorra era tan “bandida” como Isidoro, pero
ante los ojos del Coronel Cañones se mostraba como una chica
de familia, estudiosa, responsable, recatada y trabajadora.
Isidoro tenía una terrible fobia al trabajo; era jugador
compulsivo, alcohólico empedernido y el mayor play boy del
momento. Su novia era la envidia de todos, al igual que sus
extravagantes fiestas y salidas nocturnas.
Por aquellos años, los setenta, la movida nocturna parecía
tener sólo un horizonte: el norte del gran Buenos Aires. Los
boliches para escuchar y bailar “música beat” eran patrimonio
de barrios como San Isidro, Olivos o Vicente López. Pero,

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había toda una movida que se estaba gestando en otra zona del
conurbano, pretendiendo erigirse en una alternativa. Isidoro
Cañones, ese play boy emergente de la oligarquía llegaba con
toda su desfachatez, con las manías de los vivillos de barrio,
con un “lenguaje de café” para burlarse de su propia clase e
identificarse con la clase que iba creciendo y es justamente a
partir de la influencia de las andanzas de Isidoro Cañones y
sus recorridas por las “boites” de Ramos Mejía que nuestra
ciudad empieza a ocupar el lugar epicéntrico del barrio
porteño de la salida “apta para todo público”, sin restricciones
clasistas. Era la expresión de una clase media pujante, que
crecía y que comenzaba a ser la verdadera protagonista de
todas las expresiones. Sin lugar a dudas, la “inversión”
publicitaria en la revista dio sus frutos.
Imposible, para aquellos que nos deleitamos con las
andanzas de Isidoro, no recordar las salidas programadas con
Cachorra, arribando en algún modelo indescifrable de
convertible súper sport a los jardines de Pinar de Rocha, o sus
incursiones en Juan de los Palotes. El mundo inalcanzable
dejaba de serlo.
No me cabe la menor duda, Isidoro Cañones merece un
lugar destacado dentro de la historia nocturna de la década del
setenta de nuestra ciudad. A partir de él, las salidas de los
viernes y sábados tuvieron nuevo rumbo: boliches como
Camelot, For Export o Crash, se convirtieron rápidamente en
otra opción para la muchachada ávida de los años setenta.
Hay un dato que muchos deben haber olvidado: es
importante señalar que en 1973 y 1974 aparecieron 2 discos de
“La Discoteca de Isidoro” producidos por el sello EMI, con
los temas de moda de la época.
Muchos de los jóvenes que hoy frecuentan Ramos Mejía se
sorprenderán al leer esta líneas, ya que puede resultarles un
tanto increíble que, por ejemplo, en la Avenida Rivadavia,
desde Avenida de Mayo hasta Avellaneda, durante aquellos

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años dorados, se caminara a paso de tortuga y que encontrar
una ubicación en alguna de las mesas de los boliches ubicados
a lo largo de esos doscientos metros significaba ser parte de la
movida nocturna, una movida que desde esa época no se ha
vuelto a repetir en nuestra ciudad.
Por ello, vayan estas –si me permiten la arrogancia-
crónicas ramenses. Para todos aquellos, hombres y mujeres
que tuvieron la fortuna de vivir esa época maravillosa, y para
que, desde el recuerdo y rescate, puedan compartir e
incorporarle a sus hijos, adolescentes hoy, algo de lo que a
ustedes les sobró: identidad. Identificación con la ciudad en la
que se criaron, educaron, divirtieron, casaron y formaron una
familia. Si logramos eso, estaremos salvados, porque, lo
importante, seguirá siendo el valor de nuestra identidad.

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La noche que se fue

“Hay recuerdos que no voy a olvidar...”, canta Fito Páez


desde el compacto y justamente de eso se trata, de los
recuerdos. En esta suerte de viaje, trataré de rememorar los
distintos boliches que hicieron historia en la noche de Ramos
Mejía.
Cual si fuera un recorrido turístico, voy a comenzar por la
avenida Gaona. Llegando desde Capital, el primer boliche con
el que uno se encontraba era Barbazul, un castillo feudal justo
en Gaona y Gral. Paz. Más adelante, el Bowling West, hoy
devenido en remisería; la próxima parada era il Cepo, ahí
nomás en Gaona y República, si bien estos estaban en
Ciudadela, lo incorporaremos como parte de la movida
ramense, al igual que El Golfito, Brutale –Gaona 2626- y
Notte, éste último ya en Ramos, en Gaona al 2700.
Si el rumbo elegido era la avenida Rivadavia, Camelot, mas
tarde Casino y hoy Vinicius, irrumpía con su magnificencia de
castillo medieval con portón levadizo incluido. Su público
rondaba los 25 a 30 años, era el boliche para los mayores.
Pegadito a él estaba Cíclope, del que hasta el 2006, aún se
preservaba su fachada. Era la cita obligada antes de Camelot.
En la esquina de Necochea y Rivadavia, un clásico de los
70 y los 80 era Christopher: Lugar para el “levante”. En su
barra se acodaban los muchachos en un remedo del viejo
estaño para observar la belleza femenina que, como siempre,
en Ramos fue superlativa.
Su permanencia en el tiempo, me permitió llegar a su barra
y acodarme en ella. Así relatado, parece una nimiedad, pero
alcanzar a esa instancia o lograr una mesa en Christopher era
todo un tema, tal era así que los mozos atendían a la gente aún
sin tener mesa y no sólo en el interior del local, también en la
vereda y nadie se iba sin pagar. Lindero a este, en Necochea

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23, existió Capricho, el que se promocionaba como “Tu cita
íntima y elegante de Ramos. Whiskería, snack bar, café
concert. De 17 a ..”. En esa onda, hubo en French 25 otra
whiskería, se llamó Miko’s
A sólo una cuadra de Christopher se erguía, orgulloso con
sus letras de madera sobre un salpicré blanco en el frente, otro
“templo” de la noche ramense: Juan de los Palotes.
Simplemente “Juan”, para quienes supimos recorrer su
barra y sus pistas. Muchos recordaran, que entrar a Juan era
sumergirse en un túnel abovedado desde el cual se ingresaba a
la pista, cerca, a la izquierda, estaba la primera barra. Los
reservados rodeaban las pistas de baile. ¡Que lugar! Cuando
hoy lo veo convertido en playa de estacionamiento, me dan
ganas de llorar.
El tránsito a lo largo de Rivadavia era a paso de hombre,
ese recorrido fue conocido como la “vuelta al perro” que antes
se hacía en Flores y que ahora se trasladaba a Ramos. Tener
auto, era un adicional a la hora de la conquista.
Antes de continuar, vale la pena aclarar que durante esos
años no existían las famosas matineé bailables, por lo tanto,
los boliches eran un sitio vedado hasta que uno llegara a los
años requeridos para poder ingresar o lograr disimular la edad.
Siguiendo con nuestro derrotero, sobre esa misma avenida
Rivadavia se apiñaron una serie de boliches: Poupe, Sie Thao,
Capote y Yesterday. Eran confiterías de luz tenue y con
privados donde los mozos solían atender con una linterna en la
mano; el legendario Palo 1, que aún subsiste los embates de
nuevas modas y costumbres, y el bailable Jonas&Co.
Ayeres, inaugurada en 1964, ubicada en Rivadavia 14234,
trabajaba con los elegantes de la zona. La copa costaba en
1970, “400 pesos viejos” los días de semana. Los primeros
parroquianos solían llegar a las seis de la tarde.
En esa misma cuadra, existió BOA, que ofrecía
espectáculos con números en vivo. Pasaron por su escenario y

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fueron promocionados como “La noche del debut de la
Desfirevista, con la comicidad de Triky y Almirón, con el
show estelar de Reina Reech y Juan Bautista, acompañados
en la pasarela por Muñeca Moure – Ester Noemí y Fernando
Mazzei”
Sin dudas, un boliche íntimo fue Tiny’s, ideal para los
mimos y la charla; dos pisos de techos bajos cobijaban a las
parejas. Los contertulios provenían de Olivos, Martínez, Lanús
y hasta de Nueva Pompeya, y llegaban –sin ser mal vistos- en
traje de calle.
Al 14300 de Rivadavia estaba Il Corno. Láminas de los
Beatles, muebles de acrílico rojo y verde; aspecto juvenil en
dos plantas. Abría a las siete de la tarde y allí se estacionaban
los más adolescentes.
Jonas tenía una fachada muy bien elaborada: todo su frente
era el corte transversal de un barco tipo galeón. El progreso
dio paso a carteles de neón que hoy anuncian la venta de
electrodomésticos.
Antes de rumbear para el lado norte, había que hacer una
pasada por avenida de Mayo y Belgrano, ya que en esta
última, frente a la sucursal del Banco Provincia, estaba Nathan
Pool y sobre la avenida, Jet Set y Saloon.
Otra movida no menos importante, pero con un enfoque de
edad diferente, fue la que se dio en la avenida Gaona. Al igual
que en Rivadavia y como vuelve a observarse hoy, circular en
automóvil sólo era posible a paso de hombre. A lo largo de sus
cuadras se agrupaban el Pool King, For Export, Stadium, Lo
de Hansen, Crash, Lord Byron y Viejo Café. For Export sirvió
de escenario a la filmación de algunas películas argentinas. Era
una casona tipo Tudor a la que se le había añadido por delante
una columna vidriada que contenía un ascensor por el que se
accedía al primer piso, luego de atravesar un puente, también
vidriado.

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Stadium, en Parera y Gaona, tenía un frente armado con
una estructura tubular con acrílicos verdes y blancos. Por su
parte, Lo de Hansen, en Alvarez Jonte 395, era un lugar con
sillones de mimbre, toldos rayados y cuadros coloniales, que
daban al reducto un clima de quinta de fin de semana. En
Hansen, predominaban las “maxis” y los “palazzos”; en
cambio ellos, vestían de sport.
Crash tenía como particularidad sus pistas circulares las
que eran rodeadas por una escalera, junto a ella, se repartían
asientos reservados. Lord Byron y Viejo Café marcaron nuevas
modas: el primero era un café tipo inglés, en cambio el
segundo, para esa época resultó toda una innovación: fue uno
de los primeros piano-bar con cerveza y cáscaras de maní que
tapizaban el suelo. Estaba bastante alejado, desde ahí se
pegaba la vuelta para llegar hasta, seguramente, el símbolo
esencial de Ramos Mejía: Pinar De Rocha; ahí sobre segunda
Rivadavia, donde Ramos ya le da paso al vecino Haedo.
Jamás debe haber imaginado Dardo Rocha que su estancia,
inaugurada en 1864, se convertiría después de más de 100
años en una boite de moda. Pinar de Rocha, o simplemente
Pinar, tenía en su jardín una jaula en la que permanecía
encerrado un puma. Esa misma jaula se mantuvo junto al árbol
más allá de los embates del tiempo. Hubo un tiempo en que
cerró y cuando se lanzó su reapertura, convirtiéndolo en un
mega centro de esparcimiento, la jaula que se mantuvo por
más de treinta años, buscó un nuevo horizonte. En aquel 1970,
se recomendaba que “bien valía pagar unos 500 pesos viejos
por un trago de lunes a jueves; o unos 700 los viernes y
domingo”. Los primeros viernes de cada mes, por 3.000 pesos
la pareja, había canilla libre. Ser habitué de Pinar se premiaba
con una distinción: “La Llave del Pinar”.

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Espectáculos en los setenta

Desempolvar las tarjetas de los boliches, guardadas después


de tantos años, me deparó una grata sorpresa: la calidad de los
espectáculos que la noche de Ramos ofrecía por aquellos años.
Entre ellas, una vieja tarjeta de Pinar anunciaba para un
domingo en “Exclusivo (en vivo)” a Gloria Gaynor, una artista
internacional que hoy sigue llenado teatros. Otros que
participaron de los espectáculos de aquellos años fueron
Chassman y Chirolita, José Marrone, Juan Carlos Calabró,
Litto Nebbia, Charly García, Nito Mestre, los Blue Jeans,
Jorge Porcel, Juan Marcelo, Juan Verdaguer, Valeria Lynch y
Víctor Heredia, por citar sólo algunos.
También supo destacarse por los desfiles, por sus pasarelas
se mostraron Pata Villanueva, Graciela Alfano, Adriana
Constantini, Antoine y Carlos Iglesias.
En las fiestas de estudiantes, organizadas para recaudar
dinero para el viaje de egresados, donde se debían vender
entradas y armar a pulmón los shows, eran invitados músicos
de la talla de Invisible, Mantra y Los Bárbaros.
Por su parte, Camelot invitaba para sus vacaciones de
invierno, a presentaciones ofrecidas por Polifemo, Alma y
Vida y Vox Dei, quizá lo más importante del incipiente rock
nacional de ese momento. En tanto, Juan de los Palotes
invitaba al “recital del sensacional conjunto Los Plateros”
para el viernes 1 de abril de 1977.
Como ven, la calidad de los artistas era de primera línea y
para que ello sucediera, funcionaron algunas organizaciones
encargadas de traerlos. Recuerdo a Uma Club, Mac, Danger,
Floyd y Caprice. Uma es una de las empresas que ha
perdurado a través del tiempo.
Uma anunciaba por aquellos años: “Estamos en el mejor
nivel, desde hace un tiempo, Uma Club, se propuso dar a

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Pinar de Rocha el nivel que su majestuosa estructura merece,
y logramos en poco tiempo superar con holgura todo lo
planeado, transformando a Pinar en el único local de Bs. As.
que cuenta además de sus tres pistas de baile, con un sector
de la boite el cual fue adecuado para Café Concert, donde
durante el 76 y lo que va del 77 fueron presentados
espectáculos de la magnitud de (...) Por el precio de la
entrada no te preocupes pues está al mismo precio que en
cualquier otro lado, además podés venir sola o acompañada”
Notte, presentaba el espectáculo “único de Roberto
Vicario”, un engolado galán de los “cuarenta” que recitaba
poemas no exentos de curcilería, pesadas e interminables;
también Barbazul a “Jorge Troiani y el Grupo Axioma”, con la
organización de Laif, en tanto Floyd hacía lo propio en los
espectáculos de Notte.
Por esas cosas de la vida, me encontré a la vuelta de la
esquina con Alberto Cambas Sabaté: trompetista de jazz y
escritor, entre algunas de sus diversas ocupaciones.
Mi obcecada pasión por leer y escribir me acercó un poco
más a él, y aún más, cuando note su preocupación por tratar de
mejorar mi escritura.
A lo largo de tantas tardes compartidas, le conté la idea de
escribir algo sobre mi ciudad; una vez más me volvió a
sorprender cuando me acercó el original de un programa de
jazz que por la década del setenta se ofrecía en la Tua Pizza de
Rivadavia 14326, tal vez la primera pizzería que ofreció la
pizza por metro.
Cuando uno se abre a los recuerdos, las sorpresas no dejan
de aparecer. Esos “viernes de jazz” que anunciaba ese
programa contaban con la actuación de la Original Jazz
Orchestra, luego Original Jazz Band. Que fuera uno de los
conjuntos insignes de la época y de la cual, Alberto fuera su
trompetista.

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Vaya recuerdo y sobre todo porque “la Tua” se había
escapado de mi memoria. Ahí nomás, ante mi sorpresa por el
hallazgo gráfico, él se despachó con sus recuerdos de músico y
me relató el auge que por aquellos años tenía el escenario que
Pinar tenía en los fondos de la casona bailable. La esquina de
Brasil y Casares, que para mí fue un sórdido pool, resultó ser
un importante lugar que supo tener su momento de gloria.
No pude resistir pedirle que escribiese algo para un
periódico en el que yo colaboraba y así dio luz a estas líneas
que fueron publicadas en 1999. Hoy, con su permiso, la
transcribo para que todos puedan leerla:

Los fantasmas suelen andar de la mano de


Shakespeare, en medio de la bruma del
Canterville de Chaucer, o simplemente
paseándose por el Roxy de Joan Manuel Serrat,
ese maravilloso juglar, el mejor del siglo
pasado, que además de seguir cautivando
generaciones y de volver loca a mi mujer, es
hincha de Boca. Los fantasmas están en todas
partes, no discriminan. Aparecen, se instalan y
se obsesionan por hacer oír el sonido de sus
herrumbres. Y no solo lo hacen en Escocia,
donde no hay castillo que no albergue uno de
estos inquilinos inmateriales. También
sobrevuelan Ramos Mejía ¿por qué no?
¿Porque Hamlet no anda llorando por los
andenes de la estación? ¿Porque no se mueven
objetos; porque el Pinar, que vive un eterno
romance con la segunda Rivadavia, ocupa un
pequeño lugar en el universo de los fantasmas?

Sin embargo, algunos de estos fantasmas han


pasado por el Pinar, enfundados en sus

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conjuntos “british” con melenitas sobre los
hombros, montgomeris, mocasines color caca,
hot pants y largos abrigos negros que
ocultaban a medias, los cuerpos mágicos de las
muchachas.

Final de los sesenta y principios del setenta...


Pinar de Rocha era un templo. No cualquiera
subía a su escenario: la calidad y el buen gusto
fueron haciéndolo famoso.

Mariquena Monti, Les Luthiers, Manal, La


Porteña Jazz Band, Opus 4, Markama y
muchos otros aparecían anunciados en los
espectáculos de viernes, sábados y domingos.
Eran números de culto y había una generación
explosiva, feroz, tan mágica como los
fantasmas, que respondía a ello. El lugar tenía
un salón exclusivo para estos espectáculos
mientras los bailes eran cosa de otro mundo.
Caravanas de jóvenes anónimos fluían hacia la
ochava inconfundible de Pinar de Rocha. Ya no
era necesario ir al “centro” para ver a los
artistas de calidad. El Pinar lo tenía, ya no era
necesario “ir al norte” para bailar con “pibas
de película”. Ramos Mejía Se hacía famoso y el
“templo”continuaba creciendo y erigiéndose
como símbolo de lo mejor.

Luego... pasó el tiempo; el país fue cambiando,


la gente fue cambiando, las modas, las
costumbres y hasta la música. Pero,
afortunadamente, lo bueno persistió con
estoicismo ante el embate de un ejército

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espantoso que se dedicó a esgrimir el arma
más letal: la mediocridad. Los buenos se
refugiaron tras incorruptibles barricadas,
transformando paradójicamente aquello que
era popular, en los “clásicos” de hoy.

¿Y qué pasó con el Pinar? Seguramente


escondidos entre las cálidas paredes, en algún
sótano perdido, en una casita invisible de algún
árbol del parque, los fantasmas también se
refugiaron. Los fantasmas del Pinar, los primos
hermanos del padre de Hamlet y de los muertos
por amor en las torres oscuras de los castillos
de Escocia, porque los fantasmas suelen no
tener edad, nacionalidad, ropaje. Los
fantasmas son parios y vagos. Los fantasmas
son sucios y hermosos.

Y está allí. Cuando aparezcan, ahora que el


Pinar reabrió sus puertas, no vayan a creer que
la jaula que está en el parque permanece vacía.
Dicen los vecinos que, en las noches de luna
llena, se escucha el rugido de un puma que
sabe salir de juerga con un hato de sábanas
blancas que despiden un dulce aroma a
recuerdos y no lo olviden...los animales
también tienen sus aparecidos que asustan y
ronronean....

Por aquellos primeros años de la década del setenta, hubo


en nuestra ciudad un lugar que fue referencia del incipiente
movimiento roquero que se gestaba en el país. En avenida de

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Mayo 37, justo al lado de la farmacia Social y ocupando su
planta alta, estaba Divagario.
Debo decir que si no fuera por Josué Marchi, Divagario no
hubiera figurado en este trabajo, puesto que él fue quien me
alerto sobre ese lugar y me conminó a rastrear su historia.
A partir de allí, surge la búsqueda. Costo bastante
referenciar el lugar. Juan Avalos, más conocido como “el
piojo”, recuerda que junto con Haydee, su mujer, ambos con
apenas dieciséis años, concurrían a Divagario, y según él “era
un lugar para divagar y zapar, al que caía la cana y la rutina
era bajar con el DNI en la mano, previo dejar el baño lleno de
porquerías”
“Además –agrega- al que veían con barba y pelo largo, le
decían Pappo, para ellos, todos éramos Pappo”. El Piojo
Avalos recuerda también las improvisaciones del primer
Manal en el Club Estudiantil Porteño, de Barcala716. Lo que
agrega una nueva búsqueda, encontrar referencias de Manal
ensayando en Ramos. Así llegue a Jorge Capello, guitarrista de
“Semilla de este Tiempo”, “La pesada del rock & roll” junto a
Kubero Díaz y de María José Cantilo, entre otras importantes
agrupaciones. Jorge, alejado del ruido de Buenos Aires, vive
en Villa Mercedes, San Luis, donde es profesor de lenguaje
musical y guitarra, da recitales-charlas sobre la historia del
rock argentino. No dudó un instante en regalarme su valioso
aporte sobre esos años.
Jorge me cuenta que Divagario fue un lugar, creado por un
grupo de amigos, como intento alternativo para tocar nuestra
música y llevar adelante las ideas. El Rock en ese momento
venia de la mano con la política, los sindicatos
obreros independientes, todas las artes, el mayo francés y la
guerra en Vietnam. Cuando se habla de "movimiento rock",
era justamente eso, un movimiento ligado a todo lo que fuera
cambiar el mundo y despertar conciencias. Esto se también se
escuchaba. Nada de "blandos" ni "cancioncitas" (odiábamos a

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Sui Generis). El habitué de "Divagario", amaba a Hendrix,
Cream, Zepp, Neil Young, Kerouak, Dylan. Acá ya había
aparecido Manal, que con una base Cream-Hendrixiana, por
llamarla de alguna manera, mas letras discepoleanas y en
general crudas y altamente corrosivas, cuando no caóticas, en
cuanto a la descripción de la realidad, metían su discurso en
todo lugar donde podían. Estudiantil Porteño, los cobijo un
par de noches. Por otro lado, los domingos a la mañana
Almendra empezaba a girar y uno de los lugares donde toco
unas cuantas veces fue en el cine Belgrano, hoy desaparecido.
A Divagario llegaban todos, Pappo, Willy Gardi (El Reloj),
el “Bocon” Frascino (Pescado), toda gente del oeste. Al igual
que el piojo Avalos, recuerda una anécdota con la policía:
“una noche cayó ‘la cana’ y se llevo como a 400, entre los
cuales estaban Pappo y muchos personajes mas de la época.
Tuvieron que sacar las maquinas de escribir al patio de la
comisaría para tomar datos. Recuerdo que a mi me metieron
en un cuarto que estaba lleno de carpetas y papeles; estaba
tan loco que no podía parar, y al cuarto lo desarme todo!!!!
Leyendo esas cosas (que ni idea de que hablaban, pero en ese
estado me parecían importantes), luego las dejé tiradas por el
piso. Cuando me vinieron a buscar no me mataron a palos,
aun no se porque...”
Los que alquilaron Divagario fueron Jota (hijo del dueño
de Saloon) y 2 o 3 más que no recuerdo, pero el
emprendimiento fue de todos: Omar "rocanrol", la "bruja"
Bertotto, el "negro Wattussi", Quique "buzo" Boserup y "las
chicas", por supuesto, entre otros tantos que no recuerdo.
Cerrando la charla, Jorge se ensombrece y agrega: “es muy
difícil, hay que estar muy inspirado y fuerte para bancarte
recordar el clima y las ansias que se respiraban en esa épocas
impresionantes, tal vez hoy no sea mi día, para tal cuestión.
Porque Divagario fue solo una "estrella" mas en un horizonte
donde había muchas, tal vez demasiadas para este mundo.

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Il Bucanero

Ahí nomás, donde empieza San Martín, justo frente a la


plazoleta que lleva el nombre del Libertador. Fue justo ahí,
donde un par de vecinos decidieron convertirse en socios.
Fernando y José alquilaron el local que supo albergar al más
grande conglomerado de peluqueros masculinos que conoció
Ramos Mejía.
Si hasta le dejaron el mismo nombre. Tanto la decoración
del interior como la marquesina eran perfectas para el lugar
que se abriría.
Ese lugar ya no podía llamarse de otra manera, y con ese
nombre brilló durante más de tres años en la noche ramense:
“il bucanero pool” fue un boom en los ochenta.
La amistad de mi familia con la familia de Fernando,
sumado a la vecindad que me unía con José, me dio un plus
respecto de muchos habitués, ¡bah!, a esta altura, quizá ese
plus me lo tome yo, lo cierto es que Fernando y José, junto a
Diógenes y El Chino hicieron de il Bucanero “el lugar” de
Ramos Mejía.
Fue justo en esa época en que Gaona ya no era la misma, su
declinación se sucedía a pasos agigantados. Las primeras
maquinas de video, esas que eran una mesa con un monitor
enfocado hacia arriba y cubiertas con una tapa de vidrio,
habitaron su salón. El Pac Man, Donky Kong, el Gálaga y
Mario Broos comenzaron a ser personajes conocidos. Los
viejos flippers se recogían, amenazados en los rincones.
Diógenes, un impresionante personaje de esos años,
comandaba la música y la barra. En esa época, sonaba con
fuerza Miguel Abuelo y Zás con Miguel Mateos a la cabeza.
En il Bucanero, la noche arrancaba cuando desde los parlantes
emergía la voz de Miguel entonando aquello de “la otra noche
te esperé bajo la lluvia mil horas, como un perro”.

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Fue tanto el furor del Bucanero en aquellos primeros años
de la década del ochenta que para jugar al pool en alguna de
sus 6 u 8 mesas, se entregaban turnos. Solía suceder entonces,
que por una mesa había que esperar hasta unas dos horas. Los
campeonatos de Bola 8 fueron increíbles, casi tanto como las
mujeres que adornaban todos los sábados sus mesas.
Verdaderas diosas concurrían al Bucanero.
Como les relataba más arriba, la suerte quiso que Fernando,
en ese momento casi como un segundo papá, fuera uno de los
dueños. Esa circunstancia me permitió, desde tomar fiado
hasta por alguna fortuita ausencia, cubrir un lugar en el
despacho de tragos en la barra. Valga comentar entonces, la
ventaja con la que corrían mis amigos, los de mi barra,
Juancito, Andy y el Gordo Dani. Como habrá sido aquello, que
uno de ellos recordó hace poco, que su primer borrachera la
contrajo en el Bucanero.
Visto a la distancia es imposible no reconocer que “pibes”
éramos para el ambiente habitual del Bucanero. Recuerdo
especialmente que había una rubia, menudita y especialmente
bonita, que nos llevaría unos 5 o 6 años, que nos volvía locos.
Era verla llegar y enloquecer ¡Cuánto la deseamos en aquellos
años mozos!
Volviendo al tema de su esplendor, cerca de 1983, sucedió
algo dignísimo de destacar en este recuerdo: un sábado, con el
boliche a full, abarrotado de gente, desde los que jugaban al
pool hasta los que bailaban junto a las mesas, se cortó la luz.
Con el boliche a oscuras, los clientes que tenían vehículos
reacomodaron los mismos en sentido transversal a la calle,
abandonando el clásico estacionamiento paralelo al cordón.
Para ser claros, se corto el tránsito de San Martín. Una vez
reacomodados, todos prendieron sus luces para iluminar el
interior del boliche y seguir disfrutando de la noche. Esa fue
una de las mejores noches que se vivieron en il bucanero.

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En lo personal y como muestra de testimonio de gratitud
hacia Fernando, José y Diógenes, quiero manifestar que il
bucanero me sirvió para “hacerme más grande”. Fuiste en esos
años muy importante. Después de tanta oscuridad, en aquellos
primeros años democráticos, resultaste una excelente cueva
para empezar, algunos a caminar y para otros para volver a
andar. Por ello, vaya desde aquí el recuerdo para il bucanero
pool, “él lugar” de Ramos en los ’80.

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27
Los cines de Ramos

Nuestra ciudad tenía dos cines, el Belgrano y el San Martín.


Así como los porteños tienen su calle Lavalle, la “calle de los
cines”, que los fines de semana revienta de gente; por aquel
entonces los ramenses no teníamos necesidad de corrernos
hasta el centro. En aquellos años, casi todas las localidades del
conurbano poseían sus propias salas de cine, más tarde, el auge
de nuevas modas y el avance tecnológico las fue llevando
paulatinamente a su cierre. El video y los videoclubes
colaboraron para que paulatinamente la gente se fuera alejando
de ellos, muchos se reconvirtieron en templos de religiones
alternativas, otros tantos cerraron definitivamente y algunos
pocos, estoicamente enfrentaron la crisis y subsistieron. En
nuestro caso, primero cayó el San Martín.
El cine San Martín estaba en la calle Mitre, en el mismo
edificio donde funciona el Bingo. En ese solar, propiedad de la
Sociedad de Socorros Mutuos de Ramos Mejía, cuando era
cine teatro, supo cantar Carlos Gardel. La acción decidida de
un vecino, Norberto Frasisti, permitió que cuando se cerraron
las puertas del cine definitivamente, se rescataran sus butacas.
Después de muchos años, cuando se terminó la ampliación
de la sede de la Sociedad de Socorros Mutuos de San Martín
390, las butacas volvieron a ser utilizadas. El micro cine de esa
institución las rescató del polvo y el olvido.
El cine Belgrano, cuyo local es hoy utilizado por la empresa
Musimundo, era de categoría superior. El Belgrano, nada tenía
que envidiarle a sus hermanos mayores de Lavalle: poseía un
gran hall, rodeado de dos escaleras a ambos lados por las que
se accedía al primer piso.
Por el Belgrano pasaron, además del cine, las figuras más
importantes del espectáculo de los años setenta. Cuando
éramos chicos y concurríamos a ver el cine continuado (las

28
funciones eran de dos películas seguidas) nos divertíamos
jugando a “buscar la palabra”. En los telones que cubrían la
pantalla, los cines solían tener las publicidades de los
comercios del barrio; al azar alguno de nosotros elegía una
palabra de las publicidades y el resto tenía que encontrarla
antes de que empezara la proyección, mientras masticábamos
ruidosamente los maníes con chocolate.
Para no cometer una falsedad, debo mencionar una tercera
sala que hubo en nuestra ciudad, el Cine Ramos Mejía, situado
en parte de los que hoy ocupa la casa deportiva Madeo,
inmueble propiedad de la familia Lynch. El cine Ramos Mejía,
era conocido como “la piojera”, según me refiriera Eduardo
Harboure.
Su techo era el característico tinglado inglés que se iba
cerrando hacia el medio, es decir a dos aguas, en cuya
cumbrera tenía una claraboya sobrepuesta, la que podía ser
abierta, permitiendo de esa manera ver el cielo, en días de
buen tiempo.
La piojera, pasaba tres películas en continuado y era el
lugar elegido por los jóvenes estudiantes secundarios para
esconderse durante sus rateadas.

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La tarde de los sábados

Resulta casi imposible calcular las horas/hombre que se


utilizaron durante la década del setenta en la limpieza de los
automóviles para usarlos los sábados por la noche.
La cosa empezaba, más o menos así: después de un rápido
almuerzo, los jóvenes se instalaban en las veredas de sus casas
para “hermosear” sus autos. Por esos años, no existían las
hidrolavadoras, así que había que arreglárselas con la presión
del agua corriente. Se pasaban horas entre esponjas, espuma y
trapos rejillas; luego de ello, se continuaba con el lustrado de
carrocería, alfombras y cubiertas, con pastas de dudosa
composición química y de olores penetrantes.
Toda esta ceremonia, cual rito pagano de adoración al
cuatro ruedas, era siempre acompañada por la presencia de uno
o dos amigos que no tenían auto y que colaboraban en este
menester o, circunstancialmente, alguno se acercaba a los
efectos de cebar algún mate a los sacrificados y abnegados
adoradores de los fierros.
En mi caso, mi familia no tenía auto, así que era uno más de
esos que se acercaban a la casa del amigo en la que se sucedía
el ritual. Recuerdo que sobre la calle Gobernador Costa al 300
eran varios los que lavaban sus autos, quizá el más fanático de
todos era Alejandro “el Chivi” Cibeira, ese sí que le ponía
ganas. El Falcón -creo que Futura- color beige de Jorge,
quedaba impecable después del trabajo del Chivi; más tarde
fue un viejo Peugeot 404 color blanco, con el que alguna vez
nos aventuramos hacia la costa.
Alejandro era un experto en el embellecimiento automotor.
Al finalizar la faena de limpieza, cerca de las seis de la tarde,
la última de las tareas era la puesta a punto mecánica, ya que
siempre se descubría alguna cosita nueva, además, no fuera

30
que tanta belleza externa se viera menoscabada por un
ronroneo agónico o un incontinencia motriz.
Para cuando consideraban finalizada la tarea, ya había
pasado toda la tarde del sábado, pero aún quedaba algo más:
ese sublime instante de admiración y adoración situándose a
unos metros del mismo, permaneciendo inmóvil frente a él y
sin sacarle la vista de encima; ese era el momento en que
hombre y auto eran uno. En esa simbiosis, uno soñaba con su
conquista nocturna frente al volante y el otro permanecía listo
para deslumbrar y colaborar en la aventura.
Hoy, la costumbre de lavar los vehículos en los barrios en
las puertas de las casas se ha ido perdiendo, entre otras cosas,
por la inseguridad que representa pasarse seis horas en la
vereda con las puertas de la casa abiertas de par en par. ¡Que
tristeza!

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La vuelta al perro

Si hubo un rito en los setenta, similar al del lavado del auto,


ese fue “la vuelta al perro”. La vuelta al perro consistía, si
uno tenía auto o podía rescatar el del padre luego del lavado,
en desandar a paso de hombre las calles en las que se
concentraba la movida nocturna.
Para recorrer los doscientos metros de Rivadavia que había
entre Avellaneda y la avenida de Mayo, había que invertir casi
una hora y media. Se circulaba en doble fila y el “yeite”
consistía en “varearse” para ser visto por las “minas”, sentadas
con comodidad en las sillas de las mesas dispuestas en las
veredas por los “bolicheros”. Las pasadas se repetían tantas
veces como fuera necesario, es decir, hasta lograr que alguna
subiera al auto.
En la esquina de Necochea, justo en la puerta de
Christopher, cabía la posibilidad de girar por ésta para pasar
por la puerta de Juan y acortar la vuelta ¡Ojo! también había
que pasar por la puerta de Jet Set, en avenida de Mayo entre
Alsina y Belgrano.
En qué se movían los jóvenes por esos años, el yeyo
(Peugeot 504), el auto considerado más ganador, era el más
visto. Bajada la suspensión, spoiller, babero y buena música
sonando desde el magazzine (antecesor del estéreo, del
compacto y del dvd) no aseguraban la conquista, pero
aceleraban varios pasos.¡Otra que tuñado!
El gamba 28 (Fiat 128), y si era IAVA mejor, debe haberle
seguido en preferencia. Hablar del Torino, merece una pausa,
ya que este vehículo enteramente argentino, fabricado por
Renault, era el “sumun”. La gente “in” podía acceder a un
Torino Comahue, diseñado por Luteral, que sobre la base del
auto, trabajo en su luneta trasera dándole una forma de coupé ,
incorporando además estéreo, bafles y un motor de más

32
potencia. El Ford Fairlane o el Dodge Polara, eran los
preferidos de los amantes de los autos tipo americano, más
espacio y cilindrada superior, pero, por encima de estas modas,
siempre perduro la “puja” Chivo Ford. Dos grandes, tanto el
Rally Super Sport, color naranja con líneas negras, como el
Sprint 221. Eran las figuras centrales de las pasadas y picadas
nocturnas de los setenta.
También surgieron por esos años algunos automóviles sport
prototipos o berlinas, bautizados Tulietas, recordando a las
Julietas de Alfa Romeo, en virtud del nombre de su creador,
don Tulio Crespi, quien las fabricaba en su planta automotriz
de la provincia de Córdoba. Las cuatro por cuatro no eran tan
vistas y populares como lo son hoy, en cambio un simpático
monocasco era la delicia del verano: el Bugui, reemplazado
después por el Citroen Mehari, ambos, herederos del Jeep
Willis como vehículo diario.
Para los de menor poder adquisitivo había algunas ofertas,
por caso, el auto más vendido en la Argentina, el Fiat 600, el
entrañable Fitito o Bolita. Casi paralelamente circulaban
airosos en los Dauphine, el Isard, el NSU o el Gordini y por
último, el auto de la clase media baja o del excéntrico, el
Citroen 2CV, sólo dos caballos vapor y 6 volts de corriente; al
que como sólo le gustaba a sus dueños, los argentinos lo
bautizaron, cariñosamente, “pedo”.
Todos ellos brillaban en la vuelta al perro, colofón de la
tarde del sábado.

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El café comprometido

Para aquellos jóvenes idealistas de los años setenta, activos


militantes de la política, Ramos supo tener su oferta de
encuentro: el Dos Avenidas, después Odeón y hoy Palamos, la
Peña La Brasa y la legendaria cervecería “el 24”.
La Peña La Brasa, acercó las costumbres campestres al
centro de nuestra ciudad. La música folclórica devenida en
expresión ideológica, acompañaba las empanadas salteñas que
amenizaban los encuentros casi clandestinos que algunos
muchachos comprometidos políticamente, realizaban en sus
mesas. Fundada en 1943 en Rosales 152, tuvo un lema que
estaba escrito en una de sus paredes y decía: “los pueblos que
olvidan sus tradiciones pierden conciencia de su destino”.
Situado en Moreno y Rivadavia, en una ubicación
estratégica respecto al sentido del tránsito de esa época; tal vez
algunos lo recuerden: los vehículos circulaban exactamente al
revés que ahora. Moreno era la calle por la que se entraba a
Ramos; las distintas líneas de colectivos que venían de Capital
doblaban por Moreno y continuaban por Mitre, Belgrano y
seguían su rumbo por Avenida de Mayo hacia San Justo.
Justamente, al doblar en Moreno, tenían parada sobre la
acera izquierda, delante de la puerta del “24”.
El 24 tiene una particularidad que difícilmente pueda ser
superada por otro café: Francisco Gambarte, conocido
popularmente por los parroquianos como Pichón, lleva más de
treinta y cinco años sirviendo las mesas de éste singular lugar.
En una charla mantenida con Pichón, no hace mucho
tiempo, me contó que en la década del setenta, la mejor según
él, el 24 despachaba cerca de 15 docenas de facturas durante
los desayunos. Hoy, unos jóvenes parroquianos, esparcidos por
las distintas mesas, Israel Pellegrino, Osvaldo López y Lucio
Rossi, por nombrar sólo algunos, desconocedores por su edad

34
de estás historias, disfrutan como lo hicieron tantos otros de
éste mítico cafetín.
Entre esos tantos otros que alguna vez supieron ocupar una
mesa en el 24, está Josué Marchi, músico, ex Marlene,
Robertones y Chevy Rockets. La fortuna hizo que me cruzara
con Josué poco antes de terminar este trabajo. Sin que yo
supiera, ocupe la mesa que él solía ocupar, mientras lo
esperaba una tarde de viernes. Josué suele zapar los domingos
en Mr. Jones cuando algunos buenos músicos se juntan a
blusear en ese reducto ramense.
Inmediatamente nos introducimos de lleno en la nostalgia y
los recuerdos. Josué me decía: la nostalgia me genera la
energía para seguir tocando, y rememora: pienso en Ramos y
se me pone la piel de gallina, me acuerdo de los primeros
flippers, de la banda de plaza Sarmiento, unos chicos que yo
miraba con mucho respeto, porque sabía que estaban
experimentando cosas densas.
Josué rescato del olvido “Disco Ban”, la disquería que
estaba en el viejo mercado de Ramos, la que le permitió
aproximarse a la música, un local en el que las guitarras tenían
marcados sus precios con la vieja rotuladora Sylvaletra y él,
con la inocencia de un pibe de diez años le preguntó al
vendedor si esas guitarras se enchufaban a la pared y sonaban.
Me cuenta que promediando los ochenta empieza a parar en
este “boliche” y que el tema 24 bar, grabado en el cassette
“Guitarras y Mujeres” del grupo Marlene, sale una noche de
legui y de ginebra, a partir de escribir frases sueltas que luego
dieron forma a la letra final de la canción. Sí, nuestro 24 tiene
un rock and roll en su honor, y lo maravilloso, es, como dice
Josué que24 Bar lo sigue sorprendiendo: ha pegado tan
fuerte... y es un tema de una banda under que lo único que
tuvo fueron 10 segundos de fama en la micro guía de la rock
n’pop durante dos meses, y no hay lugar donde vaya en el que
no haya alguien que salte y me pida “tocate el 24 Bar”.

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Me recuerda, promediando la charla y después de varios
cafés, que en el 24 paraban Gustavo Spalletti; Black Amaya;
Osvaldo “Bocon” Frascino, el bajista de Pescado, que solía
llegar con su Fender Stratocaster; Pappo, que solía tomar té de
boldo; el Indio Solari y el “piojo” Avalos, el batero de los
Redondos, entre tantos otros.
Cerrando la charla, una frase de Josué: “yo me tomo un
café en el 24 y me siento protegido; tomo lo mismo en
cualquier otro lado y me siento desnudo”.
Sin más preámbulos, aquí va, obligado, la letra de 24 Bar:

En una mesa del 24 bar, cuatro amigos se


emborrachan y no paran de tomar.
Noche de blues y de ginebra, en la estación
Ramos Mejía.
En una mesa del 24 bar, un pelado que se
queja, una natalia le quiere cobrar.
Noche de blues y de ginebra en la estación
Ramos Mejía.
Nena no me vaciles, nena no me fastidies,
hay una banda que me espera en el 24 bar.
En otra mesa del 24 bar, el gordito enfermeti
que no para de fanfarronear,
cuenta novelas de su vida que quisiera
protagonizar.
En otra mesa del 24 bar, hay un par de
borrachos a punto de volcar.
Noche de blues y de ginebra en la estación
Ramos Mejía.
Nena no me vaciles, nena no me fastidies,
hay una banda que me espera en el 24 bar.

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Josué, es un romántico, un sensible que se extraña aún de
haber perdido la inocencia: a quien no le gusta que lo
despierten, y menos si esta soñando.
Algún otro reducto habrá quedado olvidado, pero no quiero
dejar de mencionar un lugar bastante especial, al que quiero
dedicarle el espacio que merece.
Sobre la calle Belgrano, en la hoy Galería Strada, existió un
mercado, el viejo mercado Ramos Mejía. En uno de sus
locales a la calle, funcionaba un bodegón al que todos
conocíamos como El Vómito. Era el típico copetín al paso que
aún subsiste en los andenes de algunas estaciones ferroviarias.
Cuando la salida del sábado se prolongaba hasta bien
entrada la mañana del domingo, El Vómito servía los más
grandes y mejores sándwich de milanesa.
A fines de la década del ochenta, andando por la zona de
Villa Crespo con el amigo Jorge Srur, un día cualquiera
fuimos a tomar un cafecito al boliche de Corrientes y Thames.
Vaya sorpresa al sentarnos en sus mesas, el lugar era idéntico
al viejo Vómito de Ramos. Al atendernos, Jorge reconoció al
improvisado mozo, era el antiguo dueño del Vómito, el que
después de abandonar el local de Ramos por el cierre del
mercado, mudó su boliche a esa esquina.
El Vómito cobijó durante muchos años a la juventud
ramense. Para los que alguna vez se acodaron en su barra,
vaya este recuerdo con olor a fritanga, o porque no, a vascolet
con medialunas.

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¿Comemos pizza, una parrillada o llevamos pollo
al spiedo?

Era costumbre de aquellos años, que las familias ramenses


salieran a comer pizza al “centro” de Ramos. La oferta
gastronómica estaba entre la Tua Pizza, de la que ya nos
referimos anteriormente, las pizzerías Soria, Las Palmas, La
Victoria y Tía Tona.
La vieja pizzería Soria, conocida hoy como La Diva, en su
vidriera sobre Belgrano, tenía ubicado el viejo horno “Poyin”,
en el que los pollos cocinados al spiedo eran elegidos por los
compradores. Larga era la espera, aún recuerdo ir con mi
abuelo Américo y pasar bastante tiempo aguardando ser
atendidos.
Eso sí, si de comer pizza se hablaba, sólo podía pensarse en
“La Victoria”. Lejos, la mejor pizza de Ramos por esos años.
La Victoria estaba ubicada en avenida de Mayo al 100, tenía
sus paredes revestidas con azulejos, de esos pequeños que se
usan para cubrir las piscinas. Con el tiempo, el local de La
Victoria fue ocupado por la conocida casa de deportes La
Monona, también desaparecida.
Tía Tona, de Gaona y Monteagudo, fue la típica pizzería de
barrio, sobre sus veredas tenía el viejo cerramiento de chapa
algunas de las cuales se giraban para dejar pasar la luz. Era un
local no muy grande, pero su pizza era excelente.
En rigor de verdad, no puedo dejar de mencionar que, si
bien no tiene nada que ver con Ramos, la novedosa pizza por
metro hizo furor en los setenta, y el lugar era uno solo:
Cittadella, en Juan B. Justo casi Nazca. Pero como aclaramos
en páginas anteriores, nuestra Tua Pizza no tuvo nada que
envidiarle.
En la esquina de avenida de Mayo y Chacabuco, donde hoy
se levanta un edificio, hubo hace bastante tiempo una parrilla,

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que si mal no recuerdo sufrió un incendio que apagó sus días y
a la que solíamos ir con discontinua frecuencia con mis padres.
La recuerdo claramente porque era un quincho con techo de
paja. Su nombre ha quedado en el olvido.
En Rivadavia 13354, los ramenses podíamos degustar un
buen pollo al galeto en Galeto Uno y si no, compitiendo con
La Brasa, pero con otra onda, The Gaucho’s House, en Gaona
232 (numeración antigua) nos sorprendía con su oferta de
comidas regionales, empanadas, vino y una buena guitarreada.
Voy a citar textualmente el recuerdo de algunos amigos
sobre éste capítulo:

La victoria! De dimensiones típicas de los 60,


angostas y bien profundas, donde el piso de
mármol transpiraba humedad cansado del paso
del ramense de la época. Ir caminando a
comprar la ‘zapi’ con el viejo era un ritual
inolvidable. Es increíble, pero ya por el paso
del tiempo hasta los recuerdos se vuelven sepia,
pero creo que sus azulejos eran claros, piso
oscuro y grupo de mesas en fila tomando
distancia separadas por un pasillo central
donde uno desfilaba a buscar la pizza como en
un casamiento.......todo se vuelve sepia, pero a
la vez atemporal, parece ahora que camino a
buscar mi pizza con mi viejo....... La pizza por
metro en Ramos se vendía en el Globo Rojo,
donde ahora es Muraroa, en “la Gaona”.
Roberto

¿No vamos a hablar de "MAMA VIEJA", en Av.


de Mayo al 1300? Estuvo aproximadamente 30
años en esa esquina en donde hoy se encuentra
una casa de empanadas. Allí, yo acompañaba

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caminando a mi padre a comprar "locro" para
llevar a mi casa. Tenía 10 años,
aproximadamente. Una vez allí dentro, te
encontrabas con un mobiliario muy típico de
los lugares de campo, con largos e incómodos
asientos confeccionados con unos troncos todos
astillados. Una particularidad de este lugar
que siempre me llamó la atención era que el
dueño, que tenia un Torino Comahue marrón, a
la noche cuando cerraba el boliche, guardaba
el auto dentro del local. Gabriel

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El ateneo Don Bosco

Parece ser que cerró. El tiempo se detiene, y por un instante


todo se pone en blanco y negro. Es que en ese espacio, finito
en duración que se abre ante mis ojos, el color tiene más que
ver con el presente.
Y no es por lo de blanco y negro que el recuerdo que
sobreviene a mi memoria, necesariamente debe asociarse con
la tristeza... en el abunda la nostalgia y la añoranza.
Mi viejo nunca se destacó por ser un gran deportista, pero
un domingo, su único día de descanso, me llevó hasta el club y
vaya a saber con qué pretexto, logró birlar el acceso y me
puso, de golpe y por primera vez, en una cancha de fútbol.
Cancha que, en rigor de verdad, tenía más que ver con un
potrero que con una de ésas que los domingos al mediodía veía
por el viejo Canal 7 cuando se transmitían los partidos de
reserva y que por supuesto me apasionaban.
Ya no recuerdo cuantos domingos compartimos en ese
potrero que daba hacia la calle Cerrito, pero sí, que gracias a
esos domingos empezaron mis primeros pasos futboleros, y
era ahí donde me convertía en Picki Ferrero, el Mané Ponce o
Hugo Curioni, y donde también mi viejo se debe haber sentido
un émulo del Tanque Roma o del Loco Sánchez, atajando mis
primeros botinazos, ejecutados con los queridos botines
Sacachispas de lona y goma.
Con el tiempo, el viejo dejó de acompañarme, y yo, que era
un pibe todavía, me hice socio del club, al igual que la mayoría
de mis compañeros del séptimo grado “A” de la Escuela 29.
Compartíamos tardes enteras; llegábamos apenas
despuntado el mediodía para jugar un desafío futbolero con los
chicos del otro séptimo, justa deportiva que por esos años,
tuvo espectadoras de lujo: nuestras compañeras, ante las que,
por supuesto no podíamos hacer un papelón. No sé a estas

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alturas, como se incorporó el elenco femenino a la rutina
futbolera, pero qué lindo era tenerlas a un costado de la
cancha, justo en esa época, en la que para ambos, chicas y
chicos, comenzaba a crecer esa hermosa necesidad de
conectarse y... en ese conectarse, el lago, que aun formaba
parte del paisaje encantador del club, fue testigo de muchos
primeros besos, entre los que por supuesto también estuvo mi
primer beso. También fue testigo de primeros desengaños,
como el que una tarde me tocó descubrir en la cancha cubierta
de pelota paleta y me obligó a correr, para ocultar mis lágrimas
de las risas de los demás hasta aquella orilla más alejada del
lago, la que lindaba con la avenida Palacios.
Qué hondo es el dolor del primer desengaño, pero qué
bueno haber tenido al club como cómplice para poder
compartirlo y, en algún punto, darnos cuenta que éramos
muchos los que dejamos rodar lágrimas de amor que se
confundían con las turbias aguas de la laguna.
En esa ambivalencia entre crecer y seguir siendo niños, esa
orilla del lago, la más alejada, también fue la mejor guarida
cuando jugábamos a las “escondidas”. Ya Alejandro Dolina se
encargó de desarrollar las reglas de este juego como nadie,
pero vale la pena contar que en esas “escondidas” valía todo el
territorio del club, y sabido es que normalmente, ante tamaño
desafío, el que oficiaba de “buscador”, rara vez se alejaba de la
“piedra” más allá de diez metros, así que el juego se tornaba
aburrido, a no ser que se coincidiera en el escondite con la
chica preferida.
¡Qué inocencia la de los 12 años de la década del setenta!
Si hasta las travesuras, vistas con ojos de hoy, parecen
tonterías, pero, en aquellos años había que tener agallas para
desprender un bote del amarradero del lago e internarse hasta
lo más profundo sin que el cuidador se diera cuenta. ¡Pensar
que éramos felices con tan poco!

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Rápidamente vienen a mi memoria nombres imborrables:
don Coronel, el viejo Inocencio, José (descubridor de
jugadores si los hubo), mis compañeros: Marcelo Di Paolo,
Marcelo Vodopivec, Mauricio Caudullo, Víctor Coronel
(todos jugadorazos de fútbol), Gustavo y Roberto cómplices
de aventuras; las “nenas” María Cristina Landa, Viviana
Herrero, Andrea Guzzetti, Andrea Huarte, Laura Longobucco,
“nuestras princesas”.
Con el tiempo, ya convertido en categoría “cadete”, con
carné naranja y todo, se sumaron nuevos amigos, con los que
iniciamos los primeros partidos en la cancha grande del club;
fue la época de esplendor del Olimpia, el equipo de mi barrio,
el de la esquina de Gobernador Costa y Bolívar, aquel que
supo medirse en incontadas tenidas de fútbol con su par
representativo del club, cual clásico Boca-River, y que llegó a
tener una discreta actuación en un campeonato en el que
participaban equipos conformados por hombres que nos
doblaban en edad.
El Olimpia vestía camiseta verde-amarilla como la del
seleccionado brasileño y, en líneas generales, mantuvo su
formación a lo largo del tiempo con muy pocas variantes:
íbamos con “Monstruo” (tenía nombre pero siempre lo
llamamos así), a veces el “Gordo Boni” y en las últimas
épocas con Daniel Cardillo, en el arco.
En el fondo, Andrés López (un pura sangre con sobrado
temperamento, un Passarella de barrio); Gustavo Barán (el que
cuando iba a los costados ganaba siempre); el fallecido Jorgito
Stefani y Alejandro López (en una efímera y olvidable
incursión futbolera).
En el medio, haciendo brillar la casaca número ocho, la
“gorda” Daniel Dastugue, un jugador diferente (él, fue mi
Jorge “Chino” Benítez). A su lado, “dos exquisitos”,
Guillermo López y Marcelo Stingo. En la ofensiva con la siete
Juan Carlos Espinoza, toda potencia y entrega, con la nueve el

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desaparecido Marcelito Blotto y en el ala izquierda con la 11,
quien escribe, un pendenciero y pretencioso puntero izquierdo.
Hubo otros que el Olimpia fue incorporando con el paso del
tiempo, por caso Fabio Cardillo, Ariel Vitró y Hernán
Gargano.
El equipo del club tuvo grandes jugadores, licencia que me
permito tomar por el paso del tiempo para reconocer a quienes
fueron archí rivales; no recuerdo los nombres de todos sólo de
algunos, el gordo Valle, un zaguero que te mataba, Cenci,
Killy, Julián y Fabio Ferreira. Quiero creer, a esta altura, que
todos los que fueron parte de esos duelos, recordarán aquel
partido jugado un día de enero con 39 grados, a las dos de la
tarde y al que para poder jugarlo hubo que hacer colar a unos
siete u ocho jugadores del Olimpia que no eran socios del club.
¡Colados!, eso creímos nosotros, aunque seguramente lo
pudimos hacer, ante la mirada cómplice del viejo cuidador,
don Coronel, el de la puerta de Humboldt y Bolívar.
Aquel partido tuvo un agregado especial, una vez
finalizado, vaya a saber con que resultado final, los veintidós
jugadores nos fuimos a la pileta, cual fraternidad rugbística,
para descubrirnos en una nueva oferta que nos brindaba el
club.
Pasamos muchas temporadas de verano disfrutando de esa
pileta, eran épocas de vacaciones pobres. En ella, aprendí a
nadar, a jugar al “verdugo con las ojotas”, a trenzarnos en
interminables partidos de truco, si hasta perdí un anillo de oro
en el agite que hacíamos sobre el agua cuando se retiraba la
colonia; con los años, uno de nosotros, Andrés López, llegó a
ser guardavidas durante una temporada, que podrían haber
sido algunas más de no ser por la intemperancia de un sombrío
sacerdote que pasó por la dirección del club.
De esa vieja competencia futbolera a competir por las
chicas hubo un paso, y el club, una vez más fue testigo de esos
primeros escarceos amorosos. Por esos años no existía la

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matineé, así que la salida quedaba circunscripta a los bailes
que se empezaban a realizar en el gimnasio, a los que ya no
nos colábamos pero madrugábamos alguna que otra entrada.
En aquellos años, los boliches eran sólo para mayores, por lo
tanto, esa adrenalina que fluía por todo nuestro cuerpo buscaba
en los bailes del club la compañía femenina que coincidiera
con nuestros ímpetus. Recuerdo la musicalización a cargo de
Alejandro Messina, Mario Valeres o Gustavo Fernández junto
a Norberto Diez.
El devenir de los años, los distintos caminos tomados, nos
fueron alejando del club, pero tal vez, porque me dijeron que
cerró y que su destino es incierto, es que siento un dolorcito en
el pecho, ahí justito en el corazón.
Cuando empecé a escribir este capitulo, tenía la intención
de que fuera denunciativo, pero al avanzar en la escritura, me
fui dando cuenta lo mucho que tuvo el que ver en nuestras
vidas, mucho de lo que vivimos en esos años fue compartido
en ese club. Fuiste un testigo mudo de nuestro crecimiento.
Hoy no soy el más indicado para reclamar por él, siento que lo
abandoné con esa inconsciencia propia de los jóvenes.
Pero otros pelearon por su permanencia, a ellos va mi
pedido, aunque más no sea, para que no cejen en su lucha y
para que permitan que nuestros recuerdos sigan teniendo un
marco. Pasamos demasiados momentos juntos para que
desaparezca, y aunque el mundo esté lleno de insensibles, para
los que rondamos los cuarenta años, el otrora portentoso
Ateneo Familiar Don Bosco nos acompañó como el mejor de
los amigos, y pase lo que pase, esa manzana gigante de
Bolívar, Palacios, Cerrito y Humboldt, será por siempre
referencia obligada de, por lo menos, mi generación.

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La cuadra

Por aquellos años setenta, la cuadra tenía todo un


simbolismo que se ha ido perdiendo con el tiempo. La cuadra,
después del hogar, era el lugar de pertenencia inmediato, en
ella, se daba todo. Aún recuerdo como si fuera hoy mi cuadra,
la de Caseros al trescientos. Aún existe, por supuesto, pero es
otra, no es mejor ni peor, simplemente es diferente.
Cuando yo era niño, esa cuadra tenía características que se
hacen difíciles de olvidar. En esa época no había alumbrado
público, pero la cosa no presentó mayores contratiempos:
simplemente los vecinos de la cuadra se reunieron,
averiguaron precios de farolas, se reunió el dinero entre todos
y luego, democráticamente, se decidió cuales serían los frentes
en donde debían ser ubicados. A mi casa le toco en suerte un
farol, el que luego, con los años, por arte de magia ocupó un
nuevo lugar en nuestro patio. La electricidad que proveía a ese
farol sobre la vereda era suministrada por el frentista, quien
además, se hacia cargo del consumo, alguien se preguntará
¿por qué?, simplemente porque ese vecino tenía luz propia en
su vereda.
Otro tema fue el asfalto, no recuerdo bien cuando llegó,
pero acceder a El –así, con mayúsculas- era el progreso.
Resulta vago el recuerdo de la calle de tierra, pero, por el
contrario tengo bastante presentes los jardines armados sobre
la vereda, con el pasto bien cortado y recuadrado, que moría
en una zanja.
Es verdad, Sergio Trimarchi, un amigo de años, me
comentaba, no es culpa del progreso haber perdido la cuadra, o
la solidaridad que se daba en ella entre los vecinos, el tema es
que aquello que los unía, aquellos objetivos comunes que los
identificaban, han desaparecido desintegrándolos, quizá el

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desafío sea definir las nuevas necesidades u objetivos que les
permitan volver a unirse.

La cuadra, como dije al principio, era el lugar de


pertenencia inmediato. Por esos años, todos nos conocíamos, y
los hijos del vecino, eran cuidados por todos los integrantes de
la cuadra. Puedo decir uno a uno los nombres de aquellas
familias que formaron parte de mi infancia, en la vereda de
enfrente, empezando por Pringles, vivían Rodolfito, Olga y
Oscar Pisiccini, la familia Menéndez, doña Anita, doña Jovita
y Luisa, la familia Briasco, Hugo y Marcelo, dos chicos cuyos
padres eran brasileños y eran por todos llamados los
portugueses y el matrimonio de Susana y Nicolás Cardillo,
padres de José y Roberto. En la vereda de enfrente, la familia
Labat, un par de chalets en construcción, Lorenzo y Palmira, la
familia Fanello, que tenía tres hijas mujeres que supieron
mimarme cuando era un infante, los González, las familias
Pino y Balard.
De todas ellas puedo contar historias; por ejemplo: don
Oscar Pisiccini tenía junto a su casa un terreno vacío, que por
supuesto, era la canchita de la cuadra aún contra su voluntad;
era propietario de un Valiant II, modelo 1962, un lujo para la
época.
Los Menéndez, tenían un chalet de dos plantas, en la planta
baja vivían los viejos y arriba el matrimonio de su hija con sus
dos hijos. Recuerdo que el “gallego” Menéndez, solía usar una
típica boina negra y fumaba habanos. La escalera que llevaba a
la planta alta, tenía un hueco debajo del descanso que fue uno
de los mejores escondites de la cuadra.
Doña Jovita y Luisa, eran madre e hija, Luisa era por esos
años, enfermera en el desaparecido Hospital Salaberry y
Jovita, era una simpática vieja, extremadamente peronista. La
familia Briasco era muy elegante. Mi madre, suele cruzarse a

49
Juancito, el hijo del matrimonio, cuando va “a Ramos”, a pesar
de haber dejado ambos esa cuadra.
La familia González, es un caso especial; Raúl junto a mi
abuelo Américo solían reunirse por las tardes a esperar “La
Razón 5ta.” que les traía Tito (el fallecido diariero de
Alvarado y Avenida de Mayo) para luego discurrir sobre el
contenido de la misma. Américo y Raúl eran peronistas. Según
suele contarme Omar, el hijo de Raúl, tanto su viejo como mi
abuelo, se hicieron un aguante mutuo en una época en que ser
peronista era medio complicado. Por aquellos años, creo que
Raúl era chofer de ómnibus y mi abuelo aún ejercía su oficio
de carnicero.
La familia Fanello, era comandada por don Darío, de
ocupación taxista. Su Siam Di Tella 1500 estaba siempre
reluciente. Darío y Nieves tenían tres hijas, Susana, Irma y
Liliana. Con ellas, en las horas de la siesta de los sábados,
mientras me cuidaban, descubrí “la toca” y la “depilación a la
cera negra”; vocablos como bozo y pierna entera, pasaron a ser
palabras comunes para mí.
Un último recuerdo, la familia Balard. El era bioquímico y
su esposa, doña Porota, profesora de matemáticas. Creo, sin
temor a equivocarme, que todos los chicos del barrio,
aprobaron matemáticas gracias a la ayuda, siempre
desinteresada de Porota.
Con ella, además de poder entender álgebra e integrales,
aprendí a solucionar la Claringrilla. Siempre me decía que, sí
se puede usar un diccionario para solucionar un crucigrama,
porque lo importante era aprender lo que no se sabía y que con
el mata burros se lograba el objetivo.
Hoy, después de treinta años, completar la Claringrilla
sigue siendo el pasatiempo de mis primeras horas de la
mañana.

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51
El barrio

Decía que la cuadra era después del hogar, el lugar de


pertenencia inmediato; ampliando el horizonte podríamos
agregar que el barrio era el aglutinador de ambas
circunstancias. El barrio, para quienes pudimos disfrutarlo, no
era muy extenso; quedaba circunscripto a un par de cuadras
más allá de la nuestra, sin orientación definida; puede decirse
que el barrio era la ampliación de la cuadra hacia los cuatro
puntos cardinales, aunque sin dudas, siempre se orientaba
hacia algún punto especifico, por ejemplo, por la existencia de
un puñado de negocios.
El barrio, en mi caso, se expandía hacia la calle Bolívar;
sobre ella se apiñaban algunos negocios inmediatos: la
verdulería de don Pedro, el almacén de Mauro, el kiosco de
Pocho y, un poquito más allá, la mueblería de don Isaac y la
ferretería de León. Como ven, todo estaba a mano, por lo
menos, lo más indispensable. No fue aquella la época de los
supermercados. Luego aparecieron Gigante y Gran Tía. No
deben quedar muchos que recuerden que en donde hoy está el
maximercado Makro de Haedo, se levantaba el supermercado
Gran Tía o que en el predio ubicado entre el Carrefour y el
Easy de Liniers, ahí sobre Juan B. Justo, existió el
supermercado Gigante.
Para ir a Gigante, existía un servicio de colectivos que
recorría los barrios reuniendo gente. Esos micros no eran nada
más ni nada menos que los ómnibus escolares, los que en
aquellos años eran de color blanco y no naranjas como ahora.
Pero, volviendo al barrio, es bueno recordar que en él se
involucraba al resto de los habitantes de las demás cuadras, así
las cosas, nuevos vecinos se incorporaban a nuestra vida. El
barrio pasaba a ser patrimonio de todos. Surgían entonces las
barras de las esquinas. Las había de todo tipo, unas más

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pendencieras que otras y algunas, más buenas que el puré,
como la mía.
Normalmente, siempre había “pica” entre esas barras, pero
por esos años, la disputa no pasaba a mayores y terminaba
arreglándose el problema con algún picado, que naturalmente
finiquitaba a los piñazos. Es decir, lo que no podía el balón, lo
podía un puñetazo.
Recuerdo las barras de Caseros y Cerrito, la de Oncativo y
Bolívar y la de Yerbal y Pringles. Estaba también la barra del
Ateneo, cuya asociación tenía que ver con otra identidad, ya
no la barrial sino la de pertenecer a un grupo societario. La
nuestra tuvo pica con la de Caseros y Cerrito, hasta que
decidimos la amistad -por conveniencia de nuestros dientes-
para ir por otra barra, la del ateneo.

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¿Vamos a Ramos?

En el primer cordón del conurbano bonaerense, en las


barriadas, cuando uno desde su calle o su barrio debía
trasladarse hasta el centro comercial de su localidad, solía
decir, por ejemplo en nuestro caso, “me voy a Ramos”, como
si el lugar que uno habitaba no fuese el mismo Ramos.
Esta manifestación, solía provocar ciertas confusiones a los
recién venidos al barrio o a los ajenos al mismo, un ejemplo
clásico es el del habitante de la capital, quien suele manifestar,
viviendo en cualquiera de los barrios capitalinos “vamos al
centro”, en clara referencia a su desplazamiento hasta el
microcentro porteño.
Que en los barrios se utilizara el “vamos a Ramos, ..Morón,
o ..Caseros”, está directamente ligado a la frase “vamos al
centro”, quizá para no ser menos que el porteño.
Citar esta frase comprende una anécdota personal. Para
nosotros, que la usábamos con mucha frecuencia, sin tener en
cuenta quién era nuestro interlocutor, a veces nos ocasionaba
más de una aclaración: si uno comenzaba a “noviar” con
alguna chica que no pertenecía al conurbano, por ejemplo una
porteña, en sus primeras visitas a nuestro barrio solía
confundirse más de una vez al escucharnos hablar.
Convengamos que aquellos no eran los mismos tiempos que
ahora; por esos años no todo el mundo poseía un vehículo y no
era usual que quien viviera en la Capital se trasladara con
demasiada frecuencia al conurbano.
Normalmente éramos nosotros los que nos movilizábamos
de un lado a otro. Acostumbrados a que Dios atienda en
Capital Federal, era muy normal viajar desde la periferia al
microcentro porteño. Por eso, para ellas o ellos, cuando se
acercaban a nuestros confines les resultaba confuso saber
donde estaban; imaginen un diálogo:

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Ella (en la casa de su novio): ¿qué barrio es
éste, dónde estamos?
El: en Ramos.

Diez minutos más tarde,


El: ¿te parece si vamos a Ramos?
Ella: ¿perdón, pero dónde estamos entonces?

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La vestimenta y la música de los setenta y los
ochenta

Al principio no era moda, con el devenir del tiempo se


fueron creando lo que ahora llamamos tribus, así aparecieron
“los chetos”, “los pardos” y “los stones”.
Pero antes de eso, cómo nos vestíamos: comenzaba
paulatinamente a abandonarse el saco y la corbata, usábamos
pantalones pinzados “pata de elefante”, cuyas botamangas,
para ser “in”, debían tapar totalmente el tamaño del zapato,
que en un tiempo los hombres supimos usar con plataforma.
Las camisas se ceñían al cuerpo y por lo general eran de
colores muy fuertes. Las chicas por su parte, usaban camisolas
de bambula con altísimos suecos con plataforma de corcho,
estrenaban el mini-shorts (sucesor de la minifalda) al que
acompañaban con larguísimas botas hasta las rodillas y
llamativas bufandas de colores. El montgomeri con canutillos,
y el gamulán se imponían como abrigo entre los hombres.
Sin embargo, las publicidades gráficas de la primera mitad
de la década del setenta, relacionadas con la vestimenta, nos
proponían los “Jeans Wado’s”; los pantalones “Hernán
Bravo”, con el eslogan “pantalones para elegir, elegir, elegir
y elegir”; el “Calzado deportivo Interminable, el que superaba
todas las marcas” y la ropa de cuero de “Ñaró”, entre tantas
otras.
La vieja fábrica San Marcos de Acha y Alte. Brown,
durante la primera mitad de la década del setenta, era la
proveedora habitual de equipos de gimnasia. Eran conjuntos
de dos piezas parecidos a los actuales joggins, confeccionados
en algodón frizado y las zapatillas eran marca Flecha, con su
característica puntera de goma con forma de serrucho.

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También hubo algunas copias de baja calidad, por caso, las
zapatillas Potro, que se conseguían en la tienda Remolino de
Ciudadela, en Gral. Paz y Rivadavia. Las Flecha, fueron
rescatadas del olvido por Kosiuko, una empresa de ropa
informal muy de moda en estos tiempos entre los jóvenes.
Alcanzaron tal relevancia que hasta tuvieron un programa de
radio que se llamaba “Flecha Juventud”: lo emitía Radio
Belgrano y lo conducían Juan Alberto Badía y Graciela
Mancuso. Después vinieron los conjuntos deportivos
Dipportto, las zapatillas Topper Náuticas y las Adidas New
York.
Los chetos, palabra que asimilada al lunfardo podemos
asociarla con cajetilla o petimetre, que así se llama a la
persona que se preocupa mucho de su compostura y de seguir
la moda, comenzaban a fines del setenta a marcar toda una
tendencia en la ropa y una toma de posición social.
Los chetos usaban mocasines legítimos adquiridos en
Guido, pantalones de jean Levis 505 etiqueta roja, cinturón y
cuenta ganado de cuero crudo y chombas Penguin, Fred Perry
o remeras Hering blancas con cuello rojo. Tanto el jean como
las chombas eran producto de la importación del maléfico
Martínez de Hoz. Después vinieron Sun Serf y Ocean Pacific
entre otras marcas. Las botas salteñas tuvieron su momento de
gloria. Las chicas se vestían con polleras kill y bufanda al
tono, compraban la ropa en Hendy, John Cooke o Chocolate y
calzaban Kickers o sandalias Skippi.
La mayoría estudiaba en colegios privados, y en nuestra
ciudad, solían reunirse en Pumper Nic, ubicado en el predio
que hoy ocupa una prepaga y mucho antes Saloon, en Avenida
de Mayo entre Rivadavia y Belgrano o, en Tommys, el de
Ricchieri y Gaona (de cuyas hamburguesas todos guardamos
un grato recuerdo).

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Los stones era otra de las tribus de aquellos años, hoy,
devenidos en “rolingas”. Los originarios, usaban mamelucos o
carpinteros de jean, que no podían ser otros que los de la casa
Little Stone, que quedaba en la Galería del Este en la calle
Florida. El flequillo no era un distintivo como lo es hoy, en
cambio, el morral era insustituible. Normalmente solía ser
decorado con los nombres de los grupos de esos años. Las
zapatillas, eran Topper para los stones y All Star para los
chetos.
Entre unos y otros, quedaban los pardos, genero
conformado por todos aquellos que, simplemente, eran jóvenes
de la clase media argentina que no se interesaban por estas
costumbres pasajeras y baladíes. Aunque en esta división, el
calificativo “pardo” también fue usado peyorativamente y los
“chetos” solían utilizarlo para referirse así de los muchachos
de clase baja.
Para la pequeña burguesía de Ramos Mejía, no había
posibilidades de que un auténtico ramense fuera “pardo”, si
eras de Ramos tenías que ser “cheto” o a la sumo, “stones”.
El gusto musical solía estar ligado a la tribu de pertenencia,
aunque había grupos que eran escuchados por todos. Pero,
algo cambio cuando el viernes 12 de junio de 1970, ante más
de siete mil personas que colmaban el Luna Park, Alfredo en
bajo, Ciro en órgano, Pappo en guitarra, Moro en batería y la
voz de Litto Nebbia, quedaron consagrados como el conjunto
local número uno.
Dicen las crónicas de ese día que las primeras notas de Ciro
fueron el comienzo de un enloquecedor ritmo que copó el
estadio, mientras dos docenas de policías trataban de contener
a la horda que luchaba por llegar a sus ídolos. Pappo, extasiaba
con las agresivas notas que emergían de su viola, mientras dos
robustos y desconcertados guardianes arrastraban a Marta
Minujín fuera del escenario, donde se había trepado bailando y

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gesticulando. Los “héroes de la noche” eran Los Gatos,
aquellos que a partir de 1966 “instituyeron” su hit “la Balsa”.
Los Gatos ingresaron al folclore beat local junto a Vox Dei,
que ya triunfaba con “La Biblia”. El movimiento rockero
presentaba dos líneas: la música acústica representada por Sui
Generis, León Gieco y Pedro y Pablo y, por otro lado, la
“pesada del rock and roll” que encabezaba Billy Bond y la
Cofradía de la Flor Solar. Surgía Miguel Peralta, cantante
folklórico, quien se asomó un día por La Cueva y aceptó como
desafío y a modo de repudio cantar “Vidala del angelito”. Muy
pronto se hizo llamar Miguel Abuelo; Pescado Rabioso,
liderado por Alberto Spinetta y más tarde, la Maquina de
Hacer Pájaros, grupo que dio pie al surgimiento posterior de
Serú Girán (Charly, Moro, Aznar y Lebón), quizá el grupo
más importante de la década del ochenta.
Por esos años, se produjeron el Acusticazo y los B.A. rock,
hasta una última y legendaria función dio lugar a la película
“Hasta que se ponga el sol”. Sin embargo, otros ritmos y
gustos musicales sonaban entre los jóvenes: Vángelis, Yes,
Frank Zappa, Pink Floyd (The Wall, fue un emblema de la
generación revolucionaria) y Rush, dejando de lado a los
eternos The Beatles y los Rolling Stones, entre otros.
Durante la dictadura militar, la música rock estuvo
silenciada durante los años de vigencia del régimen, hasta que
la consideraron estratégicamente: durante la guerra de
Malvinas permitieron su actuación sin persecución. En los
ochenta se produce un cambio en la estética rockera, aparecen
grupos como Virus, Soda Stereo, Sumo y Patricio Rey y los
Redonditos de Ricota.
Otros ritmos también se escuchaban en nuestros pagos;
relegados por la moda, esperaron su momento y volvieron a
surgir, entre tanto, sobrevivían en las peñas que mantuvieron
estoicamente su público fiel. Los conjuntos vocales como Los
Huanca Hua, las Voces Blancas, Cuarteto Zupay, Los

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Trovadores, tenían una impronta revolucionaria e instalaron un
nuevo estilo folclórico, las canciones testimoniales se abrían
paso entre el canto dedicado a la tierra.
Con el retorno de la democracia, regresan al país muchos
artistas que sufrieron el exilio, Cesar Isella, la negra Mercedes
Sosa, José Larralde y el Chango Farías Gómez, entre otros
ocupan los primeros espacios en los teatros porteños.
En nuestra tierra, el teatro del Colegio Don Bosco o el
mismo cine Belgrano prestaron su escenario a Larralde, Gieco
y la negra Mercedes. Pero también hubo un lugar que supo
cobijar a toda una movida musical más que importante.
Quedaba en la avenida de Mayo 720, la casa de Edgardo
Porcelli, más adelante conocida como la “Posta de Yatasto”.
Fue un lugar raro “la posta”, ya que en él comulgaron
tangueros y folcloristas. Uniéndose de esta manera dos estilos
musicales opuestos. Las reuniones de música, eran eso: solo
música y poesía. Alguien recitaba a Tejada Gómez, otros
cantaban Zamba de Lozano o Edgardo cantaba Ché
bandoneón.
Nelly y Chiquito junto a Edgardo Oscar, fueron los
anfitriones de la “Posta de Yatasto” en Ramos Mejía.
Seguramente desde alguna estrella estarán dándole las gracias
a la legión que pasó por su ilustre morada: Tito Ortiz (creador
de los Nocheros de Anta), Cuti y Cali Carabajal, Agustín “el
negro” Gómez, integrante del conjunto Los Andariegos, el
inolvidable Agustín Carabajal, Zamba Quipildor y Lalo
Homer, entre tantos otros.

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La televisión que mirábamos

Las familias argentinas disfrutaban del televisor como


medio de distracción; esas grandes caja de madera con
sintonizador manual de sólo cinco canales y estabilizador de
tensión, empezaron a imponer en los primeros años de la
década del setenta programas musicales para la juventud:
“Música en Libertad” y “Alta Tensión”, aunque también los
mayores tenían su oferta: “Grandes Valores del Tango” y
“Asado con cuentos”. Es la década en que se inician las
transmisiones deportivas; desde Alemania se televisa el
Mundial de Fútbol de 1974, las carreras de Fórmula 1 con Lole
Reuteman y los combates de Carlos Monzón y Víctor
Galíndez que nos mantenían atados a nuestras sillas cuando
ambos subían al ring.
Por aquellos años, las primeras horas de la tarde y el
horario central de la noche, fueron copados por las telenovelas:
“Rolando Rivas, Taxista”, “Pobre Diabla”, “Dos a quererse”,
“Piel naranja”, “Pablo en nuestra piel”, “Estación Retiro”, “Me
llaman Gorrión”, “Papá Corazón”, “Malevo”, “Un mundo de
20 veinte asientos” y “Carmiña” entre tantas otras. Así, la
televisión se nutrió de una nueva generación de actores:
Claudio García Satur, Arturo Puig, Claudio Levrino, Alberto
Martín, Arnaldo André; y actrices como Soledad Silveyra,
Thelma Biral, Beatriz Taibo, Gabriela Gilly y María de los
Angeles Medrano.
Lamentablemente la televisión no pudo escapar de la
eclosión política que había en el país. Cuando se sucede el
golpe de estado de 1976, los canales, hasta ese momento en
manos privadas, pasan a manos del Estado, de tal manera que
las fuerza armadas se reparten un canal para cada una. A pesar
de ello, uno de los máximos capocómicos argentinos pudo
mantener su programa en el aire durante esa nefasta época:

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“Tato” Bores, con un altísimo nivel de humor, nos abría los
ojos y nos hacía reír.
En esa década, con otro estilo de humor al que los
argentinos parecemos habernos acostumbrado después de los
noventa, nos entreteníamos con “La Tuerca”, “Humor
Redondo”, “Telecataplum” (verdadera revolución del humor,
los uruguayos demostraron que se podía hacer con buen gusto
y talento), “Polémica en el Bar” (con la inolvidable
participación del inventor de la sanata, el genial Fidel Pintos).
“Operación Ja Ja”, “No toca Botón”, “El Chupete”,
“Porcelandia” y “Fresco y Batata”, entre tantos otros.
Sin computadora ni Play Station, los chicos de esa época
nos entreteníamos viendo “Titanes en el Ring”, “El Club de
Hijitus”, “El Circo de Gaby, Fofó y Miliky”, “Señorita
maestra”, “Viendo a Biondi”, “El Circo de Marrone”, “Las
Aventuras del Capitán Piluso”, “Las Aventuras del Zorro” y
“El show de los Tres Chiflados”.
Los unitarios tuvieron su máximo exponente en “Alta
Comedia” por Canal 9 y “Cosa Juzgada” dirigida por el
recordado David Stivel, con los mejores elencos de la escena
nacional como protagonistas. Las comedias “Viernes de
Pacheco”, “Teatro como en el teatro”, “Gorosito y Sra.” y el
“Teatro de Dario Vittori”, ponían humor a la televisión.
Los programas informativos, periodísticos y de interés
general como “Derecho a réplica”, “Tiempo Nuevo”, “Pinky y
la noticia”, “Buenas Noches, Argentina”, “El Abogado del
Diablo”, “Mónica Presenta”, “La hora de Andrés”, nos
mantenían informados. Jorge “Cacho” Fontana, trazó un antes
y un después en la televisión al crear “VideoShow”, ya que fue
el primer programa en utilizar una videocámara; entre sus
famosos movileros, Cacho contaba con la hoy primerísima
Magdalena Ruiz Guiñazú
En la década siguiente la mayoría de los programas
mantuvieron el mismo formato y las telenovelas comenzaron a

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incorporar niños y adolescentes como protagonistas: “Pelito”,
“Andrea Celeste” y “Clave de Sol”. Con el cercano retorno de
la democracia, en 1983, la televisión vive una suerte de
destape y, tanto el lenguaje como su formato ya no será el
mismo. Surgen así “La noticia Rebelde”, “Semanario
Insólito”, “Cable a tierra”, “Badía y Compañía”, las comedias
“Mesa de Noticias”, “Los Hijos de López” y “Buscavidas”.
Aparecen también nuevos unitarios: “Nosotros y los miedos”
“Compromiso”, “Hombres de ley”, “Situación Límite”, “La
bonita página”, “Atreverse”, todos abordando una temática
más comprometida. Las telenovelas se hacen más creíbles,
“Historia de un trepador” o “Contracara”, valen como ejemplo.
Hubo dos experiencias periodísticas que merecen
destacarse, aunque su paso por la televisión fue muy breve “El
Monitor Argentino” (dirigido por Roberto Cenderelli y
conducido por Tomás Eloy Martínez y Martín Caparrós) y “El
Galpón de la Memoria” (cuya segunda emisión fue censurada
por el COMFER en 1987). Surgen muchos programas de
entretenimiento, premios y de corte pasatista. Entre los más
exitosos recordamos “Finalísima”, “Venga a bailar” y “Seis
para triunfar”; aunque a partir de 1987 aparece uno de los
programas símbolo de la siguiente década “Hola Susana”
conducido por Susana Giménez.
Sirva éste, como un breve pantallazo de lo que veíamos los
argentinos.

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La violencia de los setenta

Por aquellos años, la gente solía decir que como el


movimiento político mayoritario del país estaba proscripto
desde la instauración de la Revolución Libertadora, todos los
gobiernos que asumieron después habían fracasado por culpa
de esa proscripción. A fines de la década del sesenta, con la
caída de Levingston y con Lanusse en el gobierno, después del
asesinato de Pedro Aramburu a manos de la Organización
Montoneros, la dictadura comenzó un lento retroceso debido a
la presión de las fuerzas populares. "Militancia" fue una
palabra desacreditada en los noventa y es triste, porque
justamente “militar” significa compromiso y participación.
Héctor Alvarez realizó un escrito que quiero compartir con
ustedes, ya que me parece un buen aporte para esta etapa del
libro: “Era otro país, era otro el clima. Un mosaico de
experiencias guerrilleras en cada país latinoamericano, el largo
historial de las intervenciones militares de los Estados Unidos,
la experiencia chilena de Salvador Allende, el atractivo de la
revolución cubana, la imagen del Che Guevara. En ese otro
clima, hasta la Iglesia latinoamericana hablaba en otro
lenguaje, reflejo de las concepciones del Concilio Vaticano II.
En el documento de Medellín —año 1968— se decía que ‘Si
los privilegiados retienen celosamente sus privilegios, y sobre
todo, si los retienen usando ellos mismos los medios violentos,
se hacen responsables ante la historia de provocar las
revoluciones explosivas de la desesperación’. Al calor de
Medellín, surgió en el país el Movimiento de Sacerdotes del
Tercer Mundo. En abril del '69, desde una revista que estuvo
emparentada con la trayectoria de Montoneros, ‘Cristianismo y
Revolución’, un líder de este movimiento, el padre Rafael
Yacuzzi, insistía: La violencia ¿dónde está? La Violencia está
en el monte, en las criaturas desnutridas, es la falta de trabajo,

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de asistencia médica, de cultura, la falta absoluta de
posibilidades para enfrentar el mañana”
Duro el padre Yacuzzi. Pero en aquellos años no sonaba
disparatado. Aunque el padre Yacuzzi, como el resto del
Movimiento, estaba enfrentado a la jerarquía eclesiástica.
Sobre esa atmósfera social hoy parece ser que tenemos algún
concepto un poco más claro; es que en aquellos años, quienes
solían tener el papel o el deber de interpretar y canalizar los
fervores de una sociedad en crisis, no lo hicieron muy
brillantemente. Todo el potencial, la riqueza contenida en los
nuevos fenómenos sociales, fue dirigida al campo de la
política, como una forzada disputa por los espacios de poder
—con el Estado como meta final— sin la serenidad o la
lucidez necesaria como para rescatar el sentido antiautoritario
y democratizador de esas reacciones.
Se suponía que Perón regresaría a la Argentina, tras un
apasionante juego político con Lanusse, para salvarla de la
amenaza del caos. Antes del triunfo de Cámpora, supo emplear
a los sectores más radicalizados del peronismo —a los que
legitimó reiteradamente respecto al uso de la violencia—
dentro de una amplia estrategia que se convirtió en alternativa
obligada tras el retiro militar. Montoneros y la Tendencia
Revolucionaria del peronismo entendieron ese respaldo de
Perón como una coincidencia básica en cuanto al proyecto de
país que se iba a impulsar. Dado que esos sectores fueron
protagonistas principales de la dinámica política previa a la
asunción de Cámpora, pudieron ocupar importantes espacios
de poder a partir del 25 de mayo de 1973: gobernadores en las
provincias más importantes, ministerios, universidades, más la
inserción natural de la “Jotapé” en barrios, villas, facultades y
colegios.
Sin embargo Perón no tardó en quitar respaldo a los
sectores que llenaban la Plaza de Mayo pidiendo “la Patria
socialista”. Pese a lo cual, y matanza de Ezeiza de por medio,

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las alas duras del peronismo intentaron por algún tiempo,
como diría el general, “mantener los pies dentro del plato”.
Un periodista que siguió con gran lucidez el deterioro del
proceso político de aquellos años, Rodolfo Terragno,
comentaba en septiembre de 1973, desde "Cuestionario":
"Cuando los propios dirigentes que los jóvenes cuestionan
realizaron, el 31 de agosto pasado, el acto de apoyo a Perón,
la juventud decidió participar y no aparecer marginada en
una manifestación obrera. En ella pudo la juventud demostrar
su mayor capacidad de movilización... la característica más
notable de este sector juvenil —acusado más de una vez de
irreflexión— es su madurez... Una madurez que no es fácil de
alcanzar, lo más sencillo en política es dejarse mover por
impulsos; lo más sencillo, pero lo menos eficaz".

Yo no quiero volverme tan loco, yo no quiero


vestirme de rojo, yo no quiero morir en el
mundo hoy. Yo no quiero ya verte tan triste, yo
no quiero saber lo que hiciste yo no quiero esta
pena en mi corazón. Escucho un bit de un
tambor entre la desolación de una radio en una
calle desierta están las puertas cerradas y las
ventanas también no será que nuestra gente
está muerta? Presiento el fin de un amor en la
era del color, la televisión está en las vidrieras,
toda esa gente parada que tiene grasa en la
piel no se entera ni que el mundo da vueltas.

Yo no quiero meterme en problemas, yo no


quiero asuntos que queman, yo tan sólo les
digo que es un bajón. Yo no quiero sembrar la
anarquía, yo no quiero vivir como digan, tengo
algo que darte en mi corazón. Escucho un
tango y un rock y presiento que soy yo y

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quisiera ver al mundo de fiesta. Veo tantas
chicas castradas y tantos tontos que al fin, yo
no sé si vivir tanto les cuesta. Yo quiero ver
muchos más delirantes por ahí bailando en una
calle cualquiera, en Buenos Aires se ve que ya
no hay tiempo de más la alegría no es sólo
brasilera. Yo no quiero vivir paranoico, yo no
quiero ver chicos con odio, yo no quiero sentir
esta depresión voy buscando el placer de estar
vivo no me importa si soy un bandido voy
pateando basura en el callejón. Yo no quiero
volverme tan loco, yo no quiero vestirme de
rojo, yo no quiero morir en el mundo hoy. Yo
no quiero ya verte tan triste, yo no quiero saber
lo que hiciste, yo no quiero esta pena en mi
corazón. Yo no quiero sentir esta pena en mi
corazón.
Charly García

¿Fueron lo suficientemente maduros? Puede que se hayan


dejado manejar por los impulsos: que se pusieran corazas para
controlar el dolor de las primeras muertes a manos de la Triple
A. Puede que no supieran, puede que no pudieran pedir
explicaciones sobre los errores que se iban acumulando, pero
lo que es seguro es que la calificación de ‘idiotas útiles’ fue un
golpe bajo. Trató de transformarse en una forma de negar la
vigencia de aquello en que sí pudieran tener la razón, en los
argumentos y en las ambiciones.
Es más aterradora la abstracción que los incluye como
‘subversivos’. Como si todos, absolutamente todos los
muertos, inocentes o culpables (nunca juzgados), pudieran
definirse como robots producidos a escala por una fábrica
infernal en manos de Mario Eduardo Firmenich. ¿Y los
subversivos adultos? ¿Los que murieron con un arma en la

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mano? ¿No fueron la parte visible de un momento desgarrador
de nuestra historia? ¿Qué hay sobre las responsabilidades
silenciosas, históricas, de los sensatos y tradicionales
dirigentes argentinos?
La asunción del mando por parte de Isabel Perón fue el
disparador inevitable de la violencia. La guerrilla, actuando
con la convicción de que si —tal como se había interpretado
en el '73— la violencia había sido un arma legítima y eficaz en
la caída de la dictadura anterior, esta vez podía volver a serlo
para un triunfo definitivo. Para el peronismo encaramado en el
poder, y para las clases dominantes, Montoneros no sólo era
un problema de orden interno, sino una amenaza política,
complementaria a la rebeldía de las bases trabajadoras. Isabel,
además de permitir la represión legal e ilegal coordinada por
las FF.AA., practicó una política que la aisló progresivamente,
incluso ante la propia CGT. La Triple A, había empezado con
la caza de "zurdos" y terminó atacando indiscriminadamente a
todos los sectores democráticos de esa época.
La sociedad, intimidada, no alcanzaba a reaccionar. Entre
otras cosas, porque si Isabel había acumulado el 62% de votos
de Perón, se suponía que la sociedad estaba formalmente
representada. Entonces la implosión del peronismo era la
explosión de la sociedad toda. Los partidos de la oposición no
supieron o no quisieron encontrar el camino de la pacificación.
Situación de la que sólo podían ser beneficiados quienes
habían perdido la batalla en los capítulos finales del régimen
iniciado por Onganía.
Tres semanas antes del golpe de Videla, la revista española
‘Cambio 16’ denuncia que de 5.000 detenidos políticos, en la
Argentina 4.000 lo estaban ‘sin causa, ni proceso, ni acusación
alguna, a disposición del Poder Ejecutivo en virtud del Estado
de Sitio... a ello se suma la desaparición misteriosa de más de
dos mil personas y una escalofriante cifra de asesinatos de
2.500 en dieciocho meses’.

70
Lo que vino después quedó grabado en el romancero
popular, con aquel cantito que acompañó nuestro fervor
democrático: “Que es lo que han hecho con los desaparecidos,
la deuda externa, la corrupción. Que pasó con las Malvinas.
Esos chicos ya no están. No los hemos olvidado y por eso hay
que luchar” El país destruido, uno de cada tres obreros
vendiendo peines en el colectivo, la mayor inflación del
mundo, la incertidumbre y el NO futuro.
Como diría Charly García, ‘Yo no quiero vestirme de rojo’.
Tampoco queremos de vuelta los tiros, porque ya se demostró
lo complicado que es zafar de la violencia y quién gana
cuando reina la ley de la selva. Ya que superamos esa
violencia, lo interesante sería superar la derrota mental. Pero
eso va a ser difícil en la medida en que no logremos consenso
de todos respecto de este tema. Va a ser difícil en la medida en
que algunos insistan con la idea de que los sueños de los
muertos no son sueños humanos.

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Haber nacido tarde o carta a los que tienen más
de cincuenta

Seguro que para muchos, la década del ochenta no fue tan


relevante como las anteriores, y ni que hablar de los noventa.
Es posible que los cincuentones no puedan sentir de otra
manera; pasaron del hippismo de los sesenta a la politización
más increíble que pudo haber tenido nuestro país, durante los
setenta.

Aquellos sí que fueron años maravillosos. A


pesar de todo lo que vino después. En un punto
creo que si hubiésemos, aunque más no sea
imaginado el desenlace catastrófico que tuvo
nuestro sueño de libertad, quizás ni siquiera lo
hubiéramos proyectado, pero... a la vuelta de
las cosas, que lindo fue haberlo intentado -
suelen repetir...

Y yo pienso... eso, justamente es lo mejor de ustedes,


haberlo intentado. Siempre que puedo trato de conversar con
mis mayores, y advierto en todos una singular característica
que se repite casi como una constante, es como un gesto de
satisfacción que les quedo grabado en el rostro, algo parecido,
pero distinto a aquello de ...con la satisfacción del deber
cumplido.
Cuando pienso en ustedes y su tiempo, me transporto. He
pasado mucho tiempo imaginándome en su época, y siempre
me asaltan las mismas dudas. ¿Me habría comprometido como
lo hicieron aquellos que ya no están?, ¿Hubiera abrazado la
lucha de la misma manera?, ¿Me habría animado a esa
militancia tan comprometida, esa que los llevaba a las villas
para dar educación a los más humildes?, ¿Habría sido capaz de

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entender que era lo que se estaba jugando?, ¿Hubiera sido lo
suficientemente hábil para zafar? Me habría, me hubiera,
hubiese podido... Todas son preguntas concretas con
respuestas imaginadas, posibles o no, pero sin duda
pendientes, sólo por ser, únicamente, de otro tiempo.
En ese ser de otro tiempo me tocaron vivir alternativas muy
diferentes a las suyas, tal vez menos arriesgadas, pero no por
ello al punto de ser despreciables o ser consideradas sin pena
ni gloria.
Por eso a veces me envuelve una congoja.

Mirá, no pretendo justificar a mi generación, ni


mucho menos a mí mismo por no tener
respuestas a interrogantes que me asaltan de
tanto en tanto... pero voy a contarte algunas
cosas: cuando la noche de los bastones largos
allá por el ’66, ¿te acordas? muchos recién
empezábamos a caminar; más tarde, cuando
proponían el LUCHE Y VUELVE, apenas
teníamos seis años; cuando llenaban la plaza
con 100 mil militantes políticos de un día para
el otro, rondábamos los diez; cuando pasaron a
la clandestinidad no habíamos terminado el
primario y cuando los “chupaban” y se los
llevaban a la ESMA, juntábamos figuritas del
mundial ’78.

Ustedes fueron testigos del “mayo francés”, del


“cordobazo”; escuchaban a Zitarrosa, Viglietti, Les Luthiers,
Opus 4; leían a Sartre, Litín, Walsh, Conti, Cortazar; vieron
La naranja mecánica, Ultimo tango en París; descubrían el
“amor libre”, Villa Gesell, el Bolsón. Tuvieron el Di Tella y
la audacia del teatro independiente.

73
En tanto a nosotros, muchos aún niños y otros tantos casi
púberes, nos hacían escuchar “Música en Libertad” con
Rubén Matos y Heleno. Nos llevaban al cine a ver los
Superagentes, Brigada Azul y Dos locos en el aire. Leíamos la
historia argentina de Ibáñez y nos inventaron ERSA, devenida
en “Formación Moral y Cívica”, con la cual nos explicaban
que era democracia, vaya paradoja
Cuando empezamos a despertar de nuestra adolescencia, los
mismos contra los que ustedes se enfrentaron, nos
despabilaron de un baldazo a una realidad totalmente ajena y
nos mandaron a una guerra, esa misma que muchos de ustedes
apoyaron y hoy se empeñan en descalificar sin acordarse de
nosotros, ¡puta!, si hasta nos hicieron sentir cómplices de la
decisión de un general etílico, dándonos la espalda cuando más
los necesitábamos.
Sin embargo ese acontecimiento nos movilizó como nunca,
no por apoyar la guerra, sino por nuestros compañeros y
amigos que estaban siendo masacrados en Darwin y Monte
Longdon, aunque de ello nos enteraríamos meses más tarde, ya
que la propaganda oficial, sobre todo a través de la revista
Gente, nos vendía románticas historias de la guerra, o Tiempo
Nuevo de Bernardo Neustad, que resaltaba la figura del
General Menéndez como “el jefe militar que cualquiera
quisiera tener”.
La derrota militar terminó con ese proceso nefasto que cegó
durante siete años a nuestro país, y los cegó tanto, que no
pudieron vernos cuando empezamos a reunirnos por la caída
del régimen.
Seguramente, si ustedes hubieran estado con nosotros, las
cosas habrían sido diferentes, pero, el proceso nos dejó sin
referentes, la brecha era muy grande entre nuestra incipiente
participación y quienes nos convocaban. Y de ahí nuestro
reproche y nuestro dolor.

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A fines de 1982 y principios del ’83, plena primavera
alfonsinista, nosotros también tuvimos utopías, empezamos a
creer que el cambio era posible, muchos nos involucramos,
algunos desde la universidad, pensando que ese era nuestro
puesto de lucha desde donde pretendimos volver a instalar la
idea de una sociedad más justa.
Tuvimos que empezar de cero, ustedes no estaban, muchos
no estarían más (lamentablemente los más lúcidos y audaces)
y otros tanto, estaban volviendo del exilio. Hicimos lo que
pudimos, empezamos por tratar de recrear la mística de la
militancia que sus recuerdos nos relataban. Aún hoy, ¡y mirá
que pasaron unos cuantos años! Se me eriza la piel cuando
recuerdo la primera manifestación, a la que concurrí con una
emoción desaforada. Todavía bajo la dictadura, formando
parte de la JP entrando a una Plaza de Mayo abarrotada de
gente que se iba abriendo a nuestro paso al son de “y ya lo ve,
y ya lo ve, es la gloriosa JP”. En esta instancia bien vale una
aclaración, gracias por habernos dejado esa herencia, por un
instante, quizás por unos días, portar el brazalete, ser parte de
la organización y movilizar a tantos compañeros, ha pasado a
ser un recuerdo imborrable para muchos de nosotros.
Te decía que desde nuestra escasa formación política,
tratamos de recrear un ambiente participativo y popular. Nos
tuvimos que crear “iconos”, para asimilarnos un poco más a
ustedes y su historia. Así fue como Nicaragua se convirtió en
nuestro Cuba, con su “Congreso por la Paz de Nicaragua”, sí
hasta a un nuevo idioma nos adaptamos, palabras como
“pueblo”, “jprra”, “el viejo”, “orga” y “cumpa” ocupaban
nuestro vocabulario.
El regreso de los recitales populares con interpretes de la
talla de la negra Sosa, el Nano Serrat, Víctor Heredia,
Viglietti, León y Pablo Milanés, todos prohibidos durante la
dictadura militar, se convirtieron en mítines políticos
increíbles; muchos se enganchaban en las “Brigadas del

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Café” que viajaban a Nicaragua y otros tanto se corrían hasta
Chile para participar de las jornadas de protesta contra
Augusto Pinochet.
A diferencia de los cafés tipo La Paz, nos inventamos los
cafés literarios, en los que al igual que ustedes, discutíamos
sobre sus mesas el futuro. Fueron lectura obligada por aquellos
incipientes años democráticos, Hernández Arregui, Jauretche,
Cortazar y Walsh, para nombrarte algunos. Entiéndannos,
nosotros recién los descubríamos.
En las universidades, las cátedras cuyos titulares eran
docentes vueltos del exilio quintuplicaban en alumnos a las de
los que durante el proceso jamás perdieron sus cátedras.
Recuerdo que por aquellos años, en Arquitectura, volvían a la
docencia Fredy Garay, Jorge Moscato y la negra Córdova,
entre tantos otros. Acorde con los tiempos, al igual que en los
’70, “el taller confederado Sorondo-Moscato”, superaba en
más de cuatrocientos inscriptos al resto de las cátedras.
Los locales partidarios surgían por todas partes y ello se
debía en muchos casos, al empuje de nosotros, y desde ahí,
sino de donde iban a salir quienes se sumaron al pedido
inclaudicable por los desaparecidos, acompañando a las
Madres de la Plaza. Fue nuestra generación la inventora del
“escrache”.
En esos años, la Argentina era una fiesta y nosotros, al igual
que ustedes, fuimos utópicos, creímos de verdad que desde la
democracia la cosa se podía cambiar. Y confiamos en una
clase política que, a la vuelta de las cosas, poco a poco nos
sacó las ganas de soñar, de participar y de creer.
Es injusto pensar que los ochenta pasaron sin pena ni gloria,
nosotros tratamos de que así no fuera, pero flaco favor nos
hicieron y les hicieron quienes dijeron representarnos.
La gran diferencia entre los setenta y los ochenta está dada
en que mientras a ustedes les arrancaban la vida, a nosotros
nos iban matando la ilusión, nos asesinaron la utopía, esa

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misma que nos legaron ustedes con su lucha: la de creer en un
tiempo más justo y solidario para todos.
Hoy, muchos de nosotros, devenidos padres de familia, con
otras responsabilidades no menos importantes, seguimos
luchando en silencio, desde otra perspectiva y otro puesto,
tratando de inculcar -una vez más- a nuestros hijos, y para que
ellos la sigan trasmitiendo, aquella vieja mística militancia por
la vida que ustedes nos legaron.
Y perdónennos por haber nacido tarde, nosotros no
tenemos la culpa.

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Apostillas

Ya en el final no quería dejar de mencionar como colofón


del presente trabajo una poesía que encontré en la búsqueda de
información, sobre todo por que, quien la escribió, de un
profesor de historia de la que fuera la Escuela Nacional de
Comercio de Ramos Mejía, hoy Juan Bautista La Salle, nada
más ni nada menos que don Baldomero Fernández Moreno.
Aquí va:

Tarde fría de invierno,


tarde bien provinciana,
casa viejas, molinos
y sombras amarillas,
aquí está la estación
más allá la placita
tu campanario agudo
oh, gris Ramos Mejía

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Bibliografía

Revista “Panorama” - Ejemplares varios de la


década del setenta.
Colegio Universitario de Periodismo de la
provincia de Córdoba – “Apuntes sobre la
televisión”.
Revista “La Barra Dyr” – Ramos Mejía.
Mensuario “La Gente” – Ramos Mejía
Página web personal de Edgardo Oscar
Porcelli
Blog “la-matanza.blogspot.com” de Pablo
Aleandro
Página web “elortiba.org”
Página web “zatirica.com”
Revistas TV Guía, Siete Días, Gente, La
Semana, Antena, Somos, ejemplares varios.
Aquel Ramos Mejía de Antaño. Eduardo
Jiménez. Edición del autor.
Las infinitas charlas con todos los amigos
mencionados durante el relato, que hicieron
posible refrescar la memoria, Josué Marchi,
Jorge Capello, Sergio Trimarchi, Omar
Turconi, Eduardo Harboure, Omar Gonzalez,
Alberto Cambas, Alberto y Julián Rosenfeld,
Lucio Rossi, Jorge De Vinzenzi y muchísimos
más que seguramente me estoy olvidando, pero
que permanecen en mi corazón.

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