Está en la página 1de 9

JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

EL FUNDAMENTO EVANGÉLICO DE LA VIDA


RELIGIOSA
Supuestos los recientes estudios exegéticos, y sobre todo el redescubrimiento del
sentido profundo del pueblo de Dios, la teología de la vida religiosa debe responder a
una grave cuestión: ¿tiene algún fundamento evangélico?

Le fondement évangélique de la vie religieuse, Nouvelle Revue Théologique, 91 (1969)


916-955

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Llamada universal a la perfección

Juan Crisóstomo y Tomás de Aquino situaban en el centro de su síntesis una afirmació n


con la que todos estamos definitivamente de acuerdo: todos los cristianos están
llamados a la perfección. Si buscamos alguna distinción, no la hallaremos entre
cristianos perfectos y cristianos de segunda categoría, sino en el interior de un
dinamismo dirigido hacia el mismo fin. Pablo distingue entre los nèpíoi, los niños cuyo
crecimiento en Cristo no ha alcanzado todavía la plena estatura, y los teleíoi, los adultos
que han alcanzado ya un cierto grado de madurez, pero que, sin embargo, debe ser
superado (cfr. 1 Cor 2, 6; 3, 1-2; 13, 10-11; 14, 20). Aunque sea un ideal difícil todo
cristiano adulto se siente llamado a alcanzar la perfección en la gracia del Espíritu de
Dios (cfr. Mt 5, 20-48).

De todos modos es un ideal al que no se llega jamás. El cristiano, movido por el Espíritu
del Señor Jesús, está siempre en marcha hacia el perfeccionamiento que, en su persona,
lleva a cabo la obra del Espíritu (Flp 3, 12-15). Esta tensión y situación de búsqueda
define su condición de cristiano estrictamente tal. No hay perfección reservada a un
pequeño grupo escogido. El evangelio, implantado en la vida del hombre por la fe y el
bautismo, exige una respuesta radical apoyada en la gracia de Dios. Esta ley, explícita
en Pablo (1 Cor 6, 1-19; Flp 3, 1-21), aparece también en la afirmación de Mateo:
"Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). En
esta misma línea, y situándose en la óptica de la crítica que Lutero hace al monaquismo,
Bonhoeffer habla con razón de la "gracia que cuesta" y escribe: "Seguir el camino de la
obediencia a Jesús no es la proeza aislada de algunos, sino un mandamiento divino
dirigido a todos los cristianos" 1 . Vivir evangélicamente significa vivir en el hoy y el
ahora abierto a la voluntad santificante de Dios, vivir en un "sí" radical que compromete
a la persona entera.

El joven rico

Ahora bien, la radicalidad de la vocación cristiana podría parecer que se atenúa, o al


menos se relativiza, a causa del episodio del joven rico tal y como nos ha sido
transmitido, sobre todo en la tradición de Mt 19, 16-21. ¿Cómo interpretar, en función
del conjunto de la exigencia evangélica, el "si quieres ser perfecto (ei théleis téleios
eínai), vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres"?
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

A primera vista parece ser fundada la interpretación más corriente que ve en este texto
el punto de apoyo para la distinción entre dos modos de llamada del Señor: una dirigida
a cualquiera que desee ent rar en el Reino, otra propuesta a los que tienden hacia algo
más.

La estructura progresiva del relato en tres etapas, parece favorecer esta interpretación,
que fue seguida en su conjunto por la tradición patrística y aceptada totalmente por la
teología clásica. Con todo, la exégesis moderna, estudiando el texto sobre nuevas bases,
ha llegado a distinta conclusión. Simón Légasse 2 después de un estudio detalladísimo
respecto a la identidad entre "bueno" (agathón) y "perfecto" (téleios) en la tradición
bíblica y, por tanto, de la identidad entre agathón poiein y téleios eínai, llega a la
conclusión de que se pueden leer en paralelo las dos grandes secciones de la perícopa.
Las dos respuestas de Jesús a las dos preguntas del joven rico se hallan mutuamente
implicadas (Mt 19, 17-21), enunciando la última una aplicación concreta del
cumplimiento de la perfección evangélica. Es cierto que el joven rico había cumplido ya
todo aquello que según el sermón del monte es lo esencial de la perfección (cfr. Mt 5,
20-47), pero el hombre precisamente por la unidad profunda de su ser evangélico puede
encontrarse con que en algunos momentos la fidelidad total le obliga a actos brutales,
desgarradores. Mateo habla tajantemente de la amputación del miembro que causa
escándalo (Mt 5, 2930; 18, 8-9). En circunstancias paralelas -y este sería el caso del
joven rico- es necesario saber despojarse sin piedad de los bienes, desposeimiento que
puede llegar a ser obligatorio para todo aquel que por causa de sus bienes
comprometiese su entrada en el Reino.

Lo dicho viene confirmado por el sentido exacto de la expresión el théleis "si quieres"
(Mt 19, 21). No puede verse en ella la posibilidad de una elección libre, sino que debe
entenderse así: "para ser perfecto, y esta es la ley de tu vocación cristiana, debes hacer
esto". Del mismo modo en el v 17 leemos: "si quieres (ei théleis) entrar en la vida
guarda los mandamientos"; es decir: "no tienes elección: para entrar en el Reino es
preciso...". La repetición de estos dos el théleis expresa lo mismo a dos niveles.

Nos parece que el contexto de todo Mt 19 va en esta línea y apoya la interpretación que
acabamos de presentar. Sugiere ante todo una radicalización de las exigencias de la ley,
y la perícopa sobre el matrimonio y los eunucos, en lugar de oponer el uno a los otros
insinúa una categoría especial de "más perfectos" en el seno del nuevo pueblo de Dios.
Consiguientemente el medio propuesto al hombre rico no es un consejo sino un
mandato: se impone a todo cristiano cada vez que la perfección querida por el
evangelio, y en la que todos los cristianos se deben comprometer, lo exige.

¿Contiene el NT "consejos" evangélicos?

Descartada la perícopa del joven rico, en la que los Padres y la gran tradición se basaban
para relacionar con el Señor Jesús los dos grandes caminos hacia la perfección única
propuesta a todos, nuestra búsqueda se dirige a otros textos de la escritura en los que se
pueda leer la realidad de los "consejos" en el sentido técnico del término: "camino
facultativo ofrecido a la libertad para mejor y más fácilmente tender a la perfección".
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

1) Pobreza evangélica

Es inútil que nos detengamos más en el "consejo de pobreza". Aunque Marcos (10, 17-
22) y Lucas (18, 23) sean menos absolutos que Mateo, y aunque en ellos el abandono de
los bienes parezca más una recomendación urgente que una obligación estricta, el
contexto nos prohíbe considerarlo como un consejo en el sentido clásico de la palabra.
Debemos indicar lo mismo respecto al gesto de los apóstoles dejándolo todo para seguir
a Jesús (Mc 10, 28 ss). Por más que se pueda hablar aquí de una cierta prefiguración de
algo que la tradición explicitará, nos parece exagerado interpretarlo como "consejo de
pobreza voluntaria".

2) Obediencia cristiana

El "consejo de obediencia" nos plantea un problema más complejo. La obediencia


evangélica radical está impuesta a todo cristiano porque diseña una de las grandes líneas
estructurales de la vida según el Espíritu. Tal obediencia no tiene nada de "consejo". Es
un mandamiento como muy bien vio Tomás en su lenguaje peculiar.

La obediencia del Señor Jesús, íntimamente relacionada con el núcleo mismo del acto
de la salvación (cfr. Flp 2, 6-11; Heb 5, 8; 10, 7; Jn 4, 34; 6, 38-40; 17, 4), se propone a
cada cristiano como lugar y modelo de la obediencia radical exigida por el evangelio.
Pero de ordinario no se trata de esta obediencia cuando se habla del "consejo de
obediencia". Este consejo no se refiere a la relación hombre-Dios, sino a la relación
hombre-autoridad humana. Es cierto que la escritura habla también de esta última:
obediencia cívica, doméstica, conyugal, filial, eclesiástica, pero en estos casos lo hace
de modo que vale para todos los cristianos que se encuentran en tal situación
determinada. Por todo lo dicho creemos poder concluir que la letra de la escritura,
interpretada rigurosamente, no menciona el "consejo de obediencia".

3) Celibato por el Reino

Nos queda por considerar un último "consejo en sentido estricto", que recibe
actualmente el nombre de "celibato por el Reino". A primera vista, puede parecer que
aquí pisamos terreno seguro; y en la actualidad no faltan teólogos (Daniélou, Max
Thurian, Matura, Schillebeeckx... ) que afirmen que el celibato libremente elegido por el
Reino de los cielos es el único consejo dado por el Señor, el elemento propio y
específico de la vida religiosa, su fundamento bíblico.

Los textos de 1 Cor 7, 25ss, donde Pablo distingue entre "consejo" y "precepto", y el de
Mt 19, 10-12, parecerían ser un serio fundamento bíblico para la llamada "vida según
los consejos", pero un estudio más exacto de dichos textos lleva a otras conclusiones.

En primer lugar, parece que podemos decir con seguridad: para el apóstol, la renuncia al
matrimonio no representa en sí la mejor posibilidad de un amor perfecto de Dios, como
si el mero hecho de negarse al amor nupcial asegurase un mayor amor de Dios. Por el
contrario, Pablo insiste en la diversidad de los carismas (cfr. 1 Cor 7, 8). En Ef 5, 21-23
mostrará que el carisma del amor nupcial tiene una profundidad tal que le hace imagen
del misterio de los desposorios entre Cristo y la Iglesia. Con todo, advierte en el celibato
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

un estado que, supuesta la dificultad sentida por el cristiano casado para cumplir la
plena integración del amor a Dios y a los hombres, le parece más apto para superar la
tensión que podría traer consigo la división del corazón, en un mundo cuyas estructuras
sociales están a punto de desaparecer.

El texto de Mt sobre los eunucos (19, 10-12) leído en todo su contexto parece enseñar
no una llamada al celibato o una aprobación de éste, sino la dura afirmación de la
exigencia evangélica sobre la unión indisoluble del hombre y la mujer. Nos parece que
no podemos seguir la lectura tradicional ya que se da un cambio súbito de pensamiento:
Jesús aceptaría la posición de los apóstoles y empezaría a enseñar que, de hecho, es
mejor no casarse. Por el contrario, el paralelo de esta perícopa con el episodio del joven
rico -que también se fundamenta en una palabra dura del Señor (19, 25) y se termina
con la afirmación de que es imposible para los hombres, pero no para Dios (19, 26)-nos
lleva a una lectura seguida de todo el episodio con la consecuencia arriba apuntada.

Conclusión

Así pues, podemos decir que los textos bíblicos no nos hablan de una institución
inmediata por Jesús de la vida religiosa. Creemos empobrecedor empeñarse en buscar el
fundamento único de la vida religiosa en el "consejo de celibato". Por significativo que
éste sea es tan solo un elemento de un proyecto de consagración total de sí al Señor de
la existencia. Pero ¿querrá decir todo esto que la vida religiosa no tiene ningún
fundamento evangélico?

FUNDAMENTO DE LA VIDA RELIGIOSA

Si nos dejamos de reflexiones abstractas y nos referimos a la historia de la vida


religiosa, advertiremos que ésta brota ciertamente del evangelio, pero mediante la
llamada al radicalismo implicada en la experiencia de fe estrictamente tal. Sus rasgos
esenciales se van esbozando en el pueblo de Dios a la luz de una cierta lectura en el
Espíritu del contenido global del evangelio, no de este o aquel texto.

En efecto, en el conjunto del hecho evangélico encontramos una serie de elementos que
se complementan e interfieren para dibujar un modo categórico del "seguimiento de
Cristo". Los documentos evangélicos, dirigidos a todos los cristianos, muestran en
muchos lugares como una tensión hacia una forma absoluta de vivir la vocación común.
Hemos dicho que todo cristiano, en ciertas ocasiones, se verá obligado a la elección del
absoluto. Poco a poco fueron surgiendo en la Iglesia cristianos que en todas las
ocasiones, y no sólo cuando lo exigía la situación, optaban por el absoluto.

El grupo de los que "siguen a Jesús"

La escritura nos presenta un tipo concreto de existencia que realiza, al menos


idealmente, esta opción radical por Jesús y por el evangelio: el grupo de aquellos y
aquellas que siguen a Jesús durante todo el tiempo de su ministerio, se conforman
enteramente a su palabra, tienen una especial relación de intimidad con Él, e incluso
llegan a anunciar la buena nueva que Él les ha enseñado (Lc 10, 1-20).
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

Esta manera de "seguir a Jesús" no puede ser reducida a sus aspectos materiales.
Alcanza una significación profunda: proclama existencialmente la relación absoluta que
el evangelio tiene con el ser hombre, la decisión total que la Palabra de Dios, revelada
en Jesús, ejerce sobre el hombre. Precisamente por esto el grupo apostólico se convierte
en núcleo de la Iglesia, en cuanto que ésta se funda en la aceptación incondicionada de
la fe. Así podemos comprender por qué Jesús no propone a este grupo otras exigencias
morales que las impuestas a todos aquellos que en el pueblo de Dios quieren creer en ÉI
y vivir de su palabra: en ellos y por ellos debe significarse la vida misma del Reino. Y
por otra parte, se puede descubrir la misión privilegiada que debe jugar en esta
significación la dimensión de radicalidad y absoluto, propia del estatuto existencial en
que libremente aceptan situarse para responder a su llamada.

Es evidente que en la comunidad nacida de Pentecostés, el "seguimiento de Cristo", no


puede conservar la misma forma: al universalizarse pierde necesariamente algunas de
sus características más significativas, o al menos quedan muy atenuadas. Esto explica el
hecho de que en una vida de "discípulo", frente a ciertos debilitamientos del fervor
eclesial y a una atonía que lo invade todo, pueda aparecer la tensión orientada hacia una
transposición más estricta de la forma de vida radical de aque llos que "seguían a Jesús"
en el sentido estricto que los textos daban a esta expresión: don integral de sí a la
persona de Jesús y a su evangelio. En su lógica interna este don lleva hacia la adopción
de las grandes exigencias, algunas veces reclamadas, de todo cristiano por la ley misma
del Reino. La entrega total a Jesús hace, en este caso, que se dejen de lado los valores
del mundo -de sí integrables en el Reino, y por consiguiente buenos-, hacia los que el
cristiano puede verse llamado en ciertas circunstancias y renuncie a ellos porque pueden
provocarle la división del corazón. Para ser del todo y sin división del Señor Jesús, el
llamado se pone libremente en esta situación de urgencia. Se entra así en el camino
radical que el evangelio conoce, porque pasa por la línea misma de sus exigencias y
dibuja la arista viva de la Iglesia. De este modo, llegan a coincidir la entrega
incondicionada a Cristo y el ingreso por el camino de las exigencias radicales. La
lectura y meditación, sin ideas preconcebidas y más allá de toda escolástica, de la vida
de Antonio, Pacomio, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y, más cerca de nosotros, de
Carlos de Foucauld, pueden convencernos de que éste es ciertamente el centro,
alrededor del cual se construye su vocación.

Si es cierto lo que venimos diciendo, creemos poder afirmar que, aunque la vida
religiosa no tiene un fundamento inmediato y explícito en la letra de la escritura, con
todo brota de ella. Todavía más: la vida religiosa no brota de la periferia sino del centro
del evangelio, ya que representa un proyecto de existencia cristiana que pretende
transportar a la situación actual de la Iglesia el género de existencia radical vivido por la
comunidad de los que "seguían a Jesús".

Llegados a este punto podemos comprender mejor la relación exacta que existe entre las
grandes decisiones radicales que introducen al creyente en e s t e "seguimiento de
Cristo" (y que corresponden, más o menos atinadamente, a lo que llamamos "consejos")
y la totalidad del proyecto denominado "vida religiosa". La gran tradición religiosa,
tanto de oriente como de occidente, es consciente de que su única regla es el evangelio
de Jesucristo, y de que los votos son hechos en orden a vivir el evangelio de un modo
radical. El proyecto religioso como tal se relaciona formalmente con el evangelio, y lo
pretende vivir de un modo absoluto, interpretando absolutamente los textos revelados.
Sin embargo, la elección de medidas radicales -expresadas en las decisiones de pobreza,
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

abandono de la vida ordinaria, ruptura de las relaciones comunes del mundo, celibato,
obediencia, penitencia-, no quiere ser una selección en el interior de la totalidad
evangélica o una reducción de ésta. Se trata de otro plano, que pretende poner al
creyente en una situación tal que le permitirá vivir todo el evangelio de un modo
especial. Esta elección determina un modo, no un contenido.

La comunidad primitiva de los Hechos

Hemos hablado hasta aquí de un deseo de transponer a la Iglesia postpascual la


situación existencial del grupo de aquellos que "seguían a Jesús". Ahora bien, al
estudiar la historia de la vida religiosa, queda uno sorprendido cuando constata que ésta
no cesa de ver en la comunidad primitiva de los Hechos de los Apóstoles la norma y el
modelo de aquello a lo que aspira. La vida religiosa cree que se cumple en la comunidad
primitiva de modo perfecto la transposición pentecostal del "seguimiento de Cristo".

Dos son los centros, alrededor de los cuales se construye esta comunidad pentecostal: la
koinónía con el Señor y el servicio del evangelio, cumplido ya sea por el testimonio de
la comunidad, ya por el anuncio de la buena nueva más especialmente confiado a
algunos (cfr. Act 2, 42-27; 4, 32-35; 5, 12-16).

El tipo de koinónía descrito en los Hechos parece definitivamente un ensayo ideal, e


idealizado, de transposición comunitaria "en el Espíritu", de lo que fue la vida común
del grupo de quienes seguían a Jesús. La presencia del Señor se experimentaba en la
escucha atenta de la palabra, la oración, y la liturgia, en cuyo centro hemos de situar el
memorial del Señor. Para seguir a Cristo, en el tiempo de su peregrinación evangélica,
los apóstoles abandonaron sus cosas; del mismo modo la Iglesia de Jerusalén tiene
como sello el hecho de que en ella cada uno renuncia a hacer suyo lo que le pertenece, y
lo abandona para el provecho de la comunidad en que todos tienen "un solo corazón y
una sola alma". Por esto mismo no se trata de un desposeerse puramente negativo, sino
de construir la koinónía con los hermanos.

Ahora bien, la expansión de la Iglesia y su necesidad de adaptarse a las diversas


situaciones humanas y culturales, hace que muy pronto esta transposición del
"seguimiento de Cristo" bajo la forma de una comunidad de bienes -en la que se encarna
casi materialmente la comunidad de gracia-, apenas sea universalmente realizable. Así y
todo queda siempre en la Iglesia una tensión, una llamada profunda del Espíritu
orientada hacia la realización de algo que se parezca lo más posible a la comunidad
primitiva explícitamente rela cionada con Pentecostés por el libro de los Hechos. En este
día, la Iglesia se ha modelado bajo una forma de comunidad. El Espíritu no cesa de
gemir en esta Iglesia suspirando por la aparición de lo que sigue siendo el ideal
manifestado en su origen. Cuando estudiamos los documentos relacionados con
situaciones de urgencia de la Iglesia, nos sentimos conmovidos por la poderosa
atracción de este ideal en los momentos más difíciles. Pensamos concretamente en el
caso de Santo Domingo, en la fermentación que precedió a la aparición de los
sacerdotes obreros, en Bonhoeffer, que en la situación trágica de la Iglesia alemana bajo
Hitler, escribía: "El renacimiento de la Iglesia deberá venir, sin ninguna duda, de una
nueva forma de monaquismo que no tendrá más que un punto en común con el antiguo:
una vida llevada, sin ningún tipo de interpretación, según el sermón del monte, en el
seguimiento de Cristo. La comunidad de Pentecostés viene a ser para la etapa
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

postpascual, lo que era en tiempo de Jesús el grupo de los que "seguían a Jesús": signo
del Reino en su forma radical, en su estado de violencia (cfr. Mt 11, 12).

Vida religiosa e historia de la Iglesia

La historia muestra que la vida religiosa desea religarse, al nacer o renovarse, con este
ideal comunitario de los sumarios de los Hechos. Pero no lo hace de un modo ingenuo,
pues sabe que su tipo de existencia no puede aplicarse universalmente y no quiere, en
modo alguno, rehusar el título de "discípulos de Cristo" a aquellos que no abracen este
modo.

Son abundantes los testimonios explícitos de esta intención de religarse con la forma de
vida de los Hechos y se perfilan ya en la vocación de Antonio, Pacomio, Basilio,
Casiano y Agustín, y todo el monaquismo medieval es consciente de lo que en 1096
declaraba el concilio de Nimes: "los monjes viven según la regla de los apóstoles, cuyos
pasos siguen por la práctica de la vida común, según lo que está escrito en el libro de los
Hechos: tenían un solo corazón y una sola alma, todo lo tenían en común" 3 .

En Santo Domingo se perfila un nuevo matiz de esta vida común y nace la Orden de
Predicadores: en su deseo de transposición de la vida apostólica, los predicadores irán
por los caminos anunc iando como los doce la buena nueva. Ahora bien, al insistir en
que esta evangelización debe surgir de una vida de koinònía, se prolonga la otra
dimensión: vivir juntos, sin bienes propios, en comunión, a la escucha del Señor. La
expresión "vida apostólica" alcanza entonces toda su densidad: la vida es "apostólica"
no sólo porque se vive en una comunidad de fe y de amor, ni simplemente porque se
centra en un apostolado, sino porque vive -en el hoy de la historia-, el modo integral de
existencia que hizo de al célula apostólica el modelo profético y el fermento de la
Iglesia.

En el clima tridentino reaparece esta misma perspectiva en los clérigos regulares. La


introducción al texto revisado de las constituciones de los Teatinos presenta "la forma
de vida religiosa que es la nuestra" como "surgida de los Hechos de los Apóstoles", y en
el artículo sobre los votos recuerda que el fin es el de imitar "la pobreza de Cristo Señor,
de los apóstoles, y de la multitud de los que no tenían más que un corazón y un alma".
Pero, con todo, la preocupación por el apostolado empieza a sustituir el todo indiviso de
la vida apostólica tal y como la concebía un Santo Domingo. El religioso se santifica
personalmente gracias a los ejercicios de la vida regular, y esta santificación vivifica
una acción que reivindica para ella los cualificativos apostólicos. De este modo, la vida
en común tiende a convertirse en un sostén del proyecto de santificación personal y del
servicio eclesial, en lugar de ser la forma misma de la vida religiosa. Es un modo de ver
que depende, en parte, de una eclesiología en la que la noción de la Iglesia como
"comunión" ha perdido todo relieve.

De este modo, se inicia un importante movimiento de diferenciación, uno de cuyos


frutos es la aparición de una nueva forma de vida evangélica: el Instituto secular, que se
religa con formas más flexibles de servicio al Señor y a la Iglesia, relacionado quizá en
diversos aspectos con la experiencia de las vírgenes y los ascetas de los primeros
tiempos. Creemos que la aparición de los Institutos seculares representa más un retorno
"profético" a formas espontáneas de servicio del evangelio frente a la excesiva
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

estructuración de las comunidades religiosas, que un punto final en una evolución


rectilínea de la vida religiosa. Por otra parte, los mismos Institutos seculares insisten, y
con razón, en que no deben ser confundidos con los religiosos. En este punto es preciso
evitar las simplificaciones rápidas. La búsqueda del Señor conoce diversos caminos
paralelos y sería una caricatura de la situación introducir una distinción abrupta y
caracterizar estos caminos como de celibato -el de los "religiosos"- o de matrimonio. La
historia nos enseña que la vida religiosa en sentido estricto ha agrupado en su seno
formas tan diversas de búsqueda del Señor como las órdenes hospitalarias o militares de
la edad media, que muy a menudo estaban formadas por gente casada, las asociaciones
de terciarios, las cofradías, etc.

Dentro de este proceso diversificador, del que debemos alegrarnos, no se ha extinguido


la nostalgia del "un solo corazón, una sola alma". Tuan Bautista de la Salle, Alfonso de
Ligorio, el P. Libermann, se mueven en el deseo de la koinònía. Son muchos los
Institutos religiosos nacidos durante el siglo pasado y aun el actual, en los que se
mantiene explícita la preocupación por una vita communis total en la caridad. Es cierto
que se instaura una dicotomía al considerar la vida común como un medio al servicio
del apostolado o como un sostén del proyecto de santificación personal más que como
un fin en sí misma. Con todo, la "vida común" no deja de constituir con los "tres votos"
(a menudo considerados de una manera muy rígida) uno de los ejes del proyecto
designado como consagración integral de toda la persona al servicio de la misión
eclesial. En estas condiciones se puede comprender que el Código de Derecho Canónico
de 1917 haya visto que el estado religioso, esencialmente ordenado a la búsqueda de la
perfección evangélica, se cumple en una vida en común, organizada de modo estable (c
487 ).

Es muy importante advertir que las tentativas de renovación, que desde hace algunos
años se dan en numerosas comunidades, cristalizan en su mayor parte en la creación de
pequeñas comunidades de comunión real y de total puesta en común, en una pobreza
vivida sin interpretación. En el momento en que los Institutos seculares proponen una
forma de servicio al Señor más libre respecto al ideal comunitario, y cuando los
Institutos clásicos sienten la tentación de redefinirse en esta línea, surge una búsqueda
nueva de "fraternidades" que lleva en sí la nostalgia del ideal de los Hechos. Un deseo
nuevo, muy diferente del de las grandes fundaciones del pasado siglo, anima hoy al
mundo de los religiosos, incluso en el seno de los institutos llamados "apostólicos",
deseo que se acerca, bajo muchos puntos de vista, al ideal de las comunidades de
Pacomio. Y es significativo que esta búsqueda haya nacido no de unos imperativos
exteriores, sino de la misma savia de la vida eclesial, en el impulso que conduce a toda
la Iglesia hacia la autenticidad. Y es de todos sabido que las mismas Iglesias de la
Reforma experimentan hoy la necesidad de volver a entrar en contacto con este tipo de
experiencia religiosa evangélica.

INTENTO DE SÍNTESIS

Este sondeo en las etapas clave de la historia de la vida religiosa parece manifestar que
ésta ha buscado siempre sus raíces en una cierta comprensión de la totalidad del dato
evangélico. La vida religiosa pretende descubrir lo que las escrituras presentan como
tipo de vida radical. Vivida primero por el grupo de los que "seguían a Jesús", que se
convertían así en signos de la absolutez del Reino abierto a los creyentes, transferida
JEAN-MARIE TILLARD, O.P.

después bajo su forma ideal a la pequeña comunidad de Jerusalén, actualización típica


de la koinónía eclesial.

En este proyecto van siempre a la par la elección de grandes decisiones radicales y la


vida en koinónía total. Hemos constatado que en los relatos evangélicos se daba un lazo
estrecho entre el "dejarlo todo" y el entrar en el grupo de los que "siguen a Jesús". En
sentido inverso, los Hechos muestran que la plena realización de la koinònía evangélica
se apoya en una disponibilidad para renunciar a sus bienes personales y a sus derechos
en beneficio de todos: la fraternidad eclesial tiene, por su misma esencia, una especial
afinidad con el comportamiento existencial básico que Jesús liga a ciertas situaciones
límite de la vida del Reino. También puede hablarse de una coincidencia de facto entre
la Iglesia y la actitud de los cristianos que viven su fidelidad al evangelio en una opción
radical como aquella que dice: "el que pierda su vida por mí ..." (Mt 10, 39).

Si el religioso piensa vivir todo esto a causa de una llamada del Espíritu enraizada en un
cierto temperamento espiritual, no lo hace para situarse por encima de la condición del
pueblo de Dios. Simplemente quiere dar forma a una tensión que vive en éste. Hemos
repetido una y otra vez en estas páginas que el evangelio lleva consigo una exigencia de
absoluto, impresa en su misma naturaleza, y dirigida a todos los creyentes, pero que
normalmente no encuentra su realización máxima más que en casos extremos. El
religioso, libremente, elige centrar su existencia en esta exigencia de absoluto, en una
opción que se convierte así en una proclamación de la fe de toda la Iglesia. De este
modo es posible que se dejen de lado otros valores buenos, necesarios para el
crecimiento total del Reino. Otros cristianos, en el poder del Espíritu de Dios, tienen por
función ponerlos de relieve y cumplirlos.

En conclus ión: aunque no se pueda encontrar en los textos de la escritura una


afirmación explícita e inmediata que fundamente la vida religiosa, aunque la distinción
clásica entre consejos y preceptos no se acomode con el contexto del dato bíblico, y por
consiguiente parezca que debe ponerse en duda incluso la existencia de un consejo de
"celibato por el Reino", la vida religiosa es evangélica en el pleno sentido del término.
No significa una decisión a priori de ruptura con la condición eclesial ordinaria.
Pertenece a la realidad que el Espíritu de Dios hace percibir en la profundidad de la vida
en Cristo. Esto basta para que la vida religiosa tenga un lugar, y un lugar escogido en la
Iglesia de Dios.

Notas:
1
«El precio de la gracia». Ed. Sígueme. Salamanca 1969, p 23 (N. del A.).
2
«L'appel du riche, contribution á l'étude des fondements scripturaires de l'état
religieux», Paris. 1966 (N. del A.).
3
Dada la imposibilidad de transcribir en una condensación todas las citas aportadas y
comentadas por J - M. Tillard remitimos al lector al artículo original (N. del E.).

Tradujo y condensó: RAMON ALAIX

También podría gustarte