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Mons.

Enrique Alvear Urrutia


Obispo de San Felipe.

EL CELIBATO SACERDOTAL

ntes del Concilio era peligroso hablar del tema de posibles presbíteros
casados.
Hoy se habla del tema con entera libertad y a veces con poca sere-
nidad y equilibrio.
Algunos tratan el asunto dando razones en contra del celibato ecle-
siástico, más bien que proponiendo el problema pastoral de nuestra
Iglesia, como base de un posible cambio de la actual disciplina.
Otros, confunden el problema pastoral con los problemas personales de quie-
nes querrían la liberación de su actual celibato y afirman la necesidad absoluta de
suprimirlo cuanto antes.
Otros piensan, que el hombre de hoy no comprende un clero célibe y sí com-
prendería un clero casado, por lo cual llegan a la misma conclusión.
Unos proponen la supresión absoluta, y los más, la permanencia de un clero
célibe junto a un clero casado.
Pocas veces veo plantear el problema con actitud de amor sereno a Cristo, a
la Iglesia y al estado de celibato.
En este artículo, deseo hacer mi aporte para comprender el sentido del ca-
risma de la castidad perfecta y ayudar a buscar la solución del problema planteado .

• MATRIMONIO Y VIRGINIDAD

Cuando la Sagrada Biblia habla de matrimonio y virginidad, habla de ambos,


podemos decir, en la zona conyugal. El matrimonio lo comprende hablando de la
virginidad y la virginidad, hablando del matrimonio. Así aparece en S. Pablo, cuan-
do contesta algunas consultas de los Corintios (1).
En el A. T., el Señor se compara al Esposo, su pueblo es la esposa: Es como
un matrimonio espiritual entre Dios y su pueblo.

(1) l~ Cor., 7.
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Este viejo símbolo, muy repetido en el A. T., se ve continuado en el N. T.,


donde Cristo es el Esposo y la Iglesia, la Esposa (2).
Se habla de un amor de Dios al pueblo antiguo y de un amor de Cristo a la
Iglesia, nuevo pueblo de Dios. Un amor exclusivo, en que Dios siempre es fiel,
aunque el pueblo israelita fuera tan frecuentemente infiel: Dios es el Esposo que
siempre ama a su Esposa, a pesar de su inlidelidad.
En el N. T. aparece la Iglesia como Esposa fiel, que guarda la fidelidad en
la fe a Cristo, que mantiene intacto su amor y su esperanza en El. Y Ella mantiene
esta fidelidad fundamental en la fe, el amor y la esperanza, aunque en sus miem-
bros haya pecado y siempre necesite hacer penitencia.
En el A. T. Dios pide al profeta Jeremías que guarde celibato (3), para ex-
presar la esterilidad del pueblo. Este sentido del celibato en Jeremías, cambia total-
mente en el N. T. En éste, no tiene un sentido de esterilidad o negación, sino un
sentido profundo de vida: es la participación plena de la vida de Cristo glorificado.
La virginidad aparece pues en la Biblia como el signo de esta plenitud a la
cual está llamado todo hombre en la unión definitiva con Cristo en el Cielo, don-
de Dios será todo en todos (4). Así la virginidad no aparece como signo de vida es-
téril, como limitación de la personalidad, sino como el signo de la plenitud que el
hombre alcanzará en el Reino futuro, donde el hombre no tomará mujer ni la mujer
hombre, siendo como ángeles (5), participantes de la vida gloriosa de Cristo.
El matrimonio se presenta en la Biblia como una institución de orden pasa-
jero, que tendrá su término corno signo cuando empiece el orden definitivo con la
parusía. Entonces no habrá más matrimonio. En cambio la virginidad aparece desde
ahora como el signo escatológico del estado definitivo del hombre.
El matrimonio se encuentra, podríamos decir, en una línea horizontal, en
que el hombre y la mujer hallan a Cristo el uno en el otro. En la intimidad conyugal,
unión de amor, encuentran un medio de unirse con Cristo, a la vez que expresan el
misterio de la unión de Cristo con la Iglesia.
En el estado de virginidad hablamos de la unión con Cristo en la línea ver·
tical, sin el signo del matrimonio.
El matrimonio es signo de la unión de Cristo con la Iglesia, de Cristo con los
hombres. Sin pasar por este signo sacramental del matrimonio, algunos están lla-
mados a la unión directa con Cristo en el estado de virginidad.
Ir al matrimonio no supone un llamado especial de Cristo. Este llamado per-
tenece al orden de la creación. Todo hombre y mujer están normalmente llamados al
matrimonio. Salirse de esa norma ordinaria, propia de todos los hombres, supone un
llamado especial de Dios, un carisma. Es una elección del Espíritu Santo.
Normalmente todo hombre encuentra su complemento en la mujer, en la vida
matrimonial; pero el Señor elige a algunos hombres y mujeres, los aparta del camino
ordinario y les asegura su plenitud humana en su consagración virginal.
Así lo manifiesta Cristo en la plenitud de su propia humanidad.

(2) Efes. 5, 22, y ss.


(3) Jerem. 16, 2-4.
(4) 1 Cor. 15, 28.
(5) Mat. 22, 30.
18 ENRIQUE AL VEAR URRUTlA

LA VIRGINIDAD DE CRISTO

Podemos preguntarnos: ¿a Cristo le hubiera aportado una mayor plenitud el


matrimonio?
Creemos que no por varias razones, atendiendo a la naturaleza misma de la
personalidad de Cristo:
A) En virtud de la unión hipostática, el Verbo asumió "esta" humanidad, la
hizo totalmente suya.
La humanidad de Cristo encuentra su plenitud humana en esta unión miste-
riosa con Dios.
Ningún ser humano puede alcanzar una plenitud mayor- que la alcanzada por
la humanidad de Cristo.
La plenitud de la divinidad "que habita en El corporalmente" (6), transfor-
ma y eleva su humanidad, llevándola a la cumbre de la perfección humana: es un
hombre perfecto, porque es un hombre-Dios.
Se realiza en Cristo un matrimonio espiritual entre su humanidad y divinidad,
en forma que su naturaleza humana se entrega al Verbo total y definitivamente, en
plenitud de amor, como debe hacerlo la esposa al esposo. Así llega a su plenitud sin
el matrimonio. Este nada más podría agregarle.
B) Además El dijo que en el Reino futuro, el hombre no tomaría mujer, ni
la mujer, hombre, porque se habrá completado el número de los elegidos y el hom-
bre habrá llegado a su plenitud: "Dios será todo en todos". Ningún ser humano ten-
drá la sensación de ser incompleto y amará a todas las criaturas en El.
Cristo gozaba de esta plenitud porque siendo un hombre que vivía en la tie-
rra "ya estaba en el cielo" (7) en razón de la unión hipostática y de la perfección
de su gracia capital que lo hacía bienaventurado.

SOLEDAD Y COMUNION

El Génesis había dicho: "No es bueno que el hombre esté solo" (8).
Ahora, S. Pablo dice: "Creo, pues, que por la instante necesidad, es bueno que
el hombre quede así" (9) (sin contraer matrimonio).
A primera vista pareciera que la visión del Génesis hubiera sido modificada
por S. Pablo.
El estado de virginidad, desde cierto punto de vista, coloca al hombre solo
frente a Dios. Es solitario en un aspecto: en cuanto renuncia a la comunión matri-
monial para entrar en esta misteriosa unión. Dios estará siempre presente en su vida.
Además, en Dios encontrará su unión con los hombres. En Cristo robustecerá su vino

( 6) Col. 2, 9.
(7) Jn. 3, 13.
(8) Gen. 2, 18.
(9) 1 Coro 7, 26.
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culación profunda con ellos, para vivir en permanente comunión de caridad con to-
dos. Ciertamente esto es propio de todos los cristianos. El estado de virginidad favo-
rece una mayor plenitud y una mayor libertad en este amor: "La perfecta y perpetua
continencia por el Reino de los Cielos. .. es al mismo tiempo señal y estímulo de la
caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo ... se
dedica más libremente en El y por El (en el celibato) al servicio de Dios y de los
hombres ... y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en
Cristo" (10 ) .

VIRGINIDAD, TESTIMONIO DE LO DEFINITIVO

S. Pablo dice: "Ahora,. por la instante. necesidad, es bueno que el hombre


quede así" (11). Esta expresión tiene un sentido escatológico. Esa "instante necesi-
dad" es el apremio del tiempo que pasa. Cristo ya ha resucitado. Todo lo que quede
de tiempo ya ha pasado en Cristo Estamos en lo definitivo. Conviene, pues, al hom-
bre este estado de virginidad que lo incorpora desde luego en lo definitivo. Y este
testimonio de lo definitivo lo da ante los hombres, aunque no todos puedan compren-
derlo (12), porque es un don de Dios, un carisma.
Hay muchas normas del Evangelio incomprensibles para el hombre corriente,
por ejemplo la indisolubilidad del matrimonio, pero vividas sinceramente, son el sig-
no de un amor que no es de este mundo.

ESTABILIDAD DEL CARISMA

Este carisma, tal como aparece en la Biblia, no se ve como algo pasajero en


el hombre que lo recibe. Si es un signo escatológico del estado definitivo del hom-
bre, aparece como un don definitivo. Esto concuerda con el pensamiento bíblicó:
"Los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (13).
Además la Iglesia, en su tradición espiritual, siempre ha entendido como pero
fección de la virginidad la consagración definitiva: "La virginidad no goza de la fir-
meza propia de la virtud si no nace del voto de conservarla siempre intacta. Y sin
duda, los que más plena y perfectamente ponen en práctica la enseñanza de Cristo
sobre la perpetua renuncia del matrimonio, son los que se obligan con voto perpe-
tuo a guardar la continencia: ni se puede afirmar con fundamento que es mejor y
más perfecta la resolución de los que quieren dejar una puerta abierta para volver
atrás" (14).

(10) "Presbyterorum Ordinis", NQ 16.


(ll) 1 Coro 7, 26.
( 12) Cfr. Mt. 19, 11.
(l3) Rom. ll, 29.
(14) Pio XlI "Sacra Virginitas" Cap. 1, 10.
20 ENRIQUE AL VEAR URRUTIA

El carisma de la virginidad consiste en la elección que Dios hace de un hombre.


Si alguien nos pregunta: ¿por qué Ud. es célibe?, la última razón será: "Por-
que Cristo me eligió" (15). Cristo nos escogió y nos concedió este don, de vivir con·
sagrados a El en un amor indiviso, definitivo, que nos conduce a nuestra plenitud
humana.

PLENITUD EN EL MATRIMONIO Y PLENITUD EN EL CELIBATO

Para entender la virginidad, debemos compararla con el estado matrimonial,


conforme al pensamiento bíblico.
En el matrimonio el hombre y la mujer deben encontrar normalmente su ple-
nitud si saben amarse en un amor de entrega total y definitiva. El amor matrimonial
tiene el sello de lo definitivo y la gracia sacramental fortalecerá esta característica.
Será plenitud para el hombre y para la mujer si saben amarse y esto no ocu-
rre siempre. Muchos no encuentran la plenitud humana en el matrimonio porque no
llegan a un compromiso de corazón con la ternura y delicadeza que significa ese
compromiso. Hay matrimonios que después de un tiempo experimentan una crisis al
conocer los esposos sus defectos recíprocos o sentir la nostalgia de otros amores ...
Muchos matrimonios, al ocurrir la crisis, no la sobrepasan y quedan trizados
para siempre. Nunca encontrarán la plenitud porque siempre habrá en ellos un des-
contento o un vacío no superado.
Otros matrimonios supieron superar la crisis: a través de los problemas sur-
gidos se han encontrado en profundidad el uno y el otro. Entonces nació el amor
definitivo y ambos han realizado su plenitud humana.
Cuando el hombre se decide, por fin, a que esta esposa que escoglO y que
es suya, sea realmente la única mujer a la cual él quiere hacer feliz, y la mujer se
convenza de lo mismo frente al esposo, ambos encontrarán la plenitud. Esta mutua
decisión obligará a dar todo el ser para hacer feliz al otro cónyuge y juntos realizar
en común la gran obra de educar a los hijos. Allí encontrarán ambos su plenitud
humana. No todos la alcanzan, porque no todos poseen la lucidez y generosidad que
les permita llegar a este pleno, total y definitivo amor.
Estas son las crisis matrimoniales en que la falta de amor impide la plenitud
humana.
Esto también ocurre, guardadas las debidas proporciones, en el estado de los
consagrados.
La crisis matrimonial se transplanta al estado de virginidad consagrada. Des-
pués de algún tiempo, se experimenta la necesidad de cambio. No se ve a Dios a
quien se está consagrado; en cambio, se ven y se tocan otros seres, otros rostros; se
siente la sonrisa, el afecto de otros, se siente la posibilidad de otra compañía. La
crisis del célibe es semejante a la crisis del estado conyugal.
y entonces ¿qué sucede? O viene una entrega a fondo al Señor o se produce
una quiebra, en que se mantiene el compromiso del celibato, pero tal como se man-

(15) Cfr. Jn. 15, 16.


EL CELIBATO SACERDOTAL 21

tiene el compromiso de tantos casados que nunca pensarán divorciarse ni separarse,


pero cuyo amor está quebrado por dentro. De esa manera nunca encontrará plenitud
el sacerdote u otro consagrado, como tampoco la encontrará el casado, si no sobre-
pasa su crisis en una entrega profunda al otro.
¿Qué hace el hombre casado para afirmarse cuando experimenta la crisis?
Se encuentra frente a frente con su mujer; habla con ella; ambos se comunican sus
experiencias, sus sufrimientos; si son cristianos recuerdan sus principios religiosos. Así,
sinceramente, entre ellos, no con otros, buscarán una solución.
Algo semejante hará el célibe al sentir esta crisis. Se pondrá frente a Cristo y
frente a los hombres.
Deberá plantearse el verdadero interés de los hombres, a quienes debe servir,
con quienes está comprometido en su ministerio.
Frente a Cristo pensará que lo que antes ha visto posiblemente con claridad,
ahora lo pone en duda justamente porque está en crisis y en ese estado de ánimo na·
die tiene bastante claridad para juzgar de sus cosas. Cuando un casado está en cri-
sis, no se queda solo, si busca sinceramente una solución, recurre a un buen amigo,
en quien apoyarse, para tomar su decisión. Es lo que normalmente hace un hombre
prudente. Nosotros, en crisis, veamos los antecedentes de nuestra vida, la vida de
seminario, la vida de sacerdote, nuestra actitud con Cristo en tiempo de tranquilidad
y serenidad, para juzgar realmente sobre el llamado de Dios.
Busquemos el llamado de Cristo, no el llamado o el anhelo de nosotros, por-
que somos variables.
El casado escogió una mujer y luego puede decir: estoy cansado buscaré otra;
pero esa primera voluntad quedó ya definitivamente sellada con un sacramento, por
medio del cual Dios le comunica una fuerza especial para que quiera definitivamente
esa unión. Deberá ser algo excepcional una separación de los esposos.
En el caso del célibe, hay una voluntad de Cristo que lo llamó y lo escogió
(hablamos del que ha recibido el carisma de la perfecta castidad).
Cuando viene la duda, no debe mirar tanto su propia voluntad, mutable y
frágil, cuanto la elección de Cristo, que es definitiva.
Cuando alguno sienta esta crisis, mire serenamente, con coraje de hombre, el
Rostro de Cristo. A veces uno le vuelve el rostro: en lugar de mirar su Rostro se mira
el rostro de la mujer, o se deja guiar por otro atractivo.
En la visión bíblica, este carisma significa un estado definitivo de consagra-
ción. Así lo ha entendido siempre la Iglesia si bien reconoce que el ser humano es
débil y actualmente, más que antes, da dispensas de este compromiso. Sin embar-
go. esto no puede ser lo ordinario. Lo corriente debe ser una respuesta generosa
y fiel al amor de Cristo: esto es lo que pide nuestra fe.

ESPIRITUALIDAD DEL CELIBATO

Este carisma del celibato no consiste principalmente en algo negativo, como es


no pecar. Tal vez hemos acentuado este aspecto .
.•.
22 ENRIQUE ALVEAR URRUTIA

Si entendemos este carisma como un llamado de amor de Cristo a un hombre


para que le consagre su vida, la respuesta del consagrado debe ser un acto de amor
permanente a Cristo. Debe ser una respuesta gozosa, agradecida, porque el Señor lo
escogió entre muchos.
Hay una espiritualidad del celibato.
Ha habido, lo repito, una espiritualidad negativa, consistente en evitar el pecado
y las ocasiones del pecado.
Lo positivo de esta consagración es la actitud de amor, de fidelidad en el amor.
Para poder entender la fidelidad en este amor, debemos verlo en el misterio de
la Iglesia.
La Iglesia está unida a Cristo para siempre en su consagración, porque El la
llamó y la unió a Si; la purificó con el bautismo del agua y con la Palabra de la Verdad
(16). La quiere llevar al final de los tiempos sin mancha ni arruga.
Nuestra fidelidad debemos comprenderla en la fidelidad de la Esposa de Cristo,
su Iglesia; fidelidad virginal, en que ella busca cómo agradar a Cristo y cómo servir-
lo mejor.
El tiempo del Concilio muestra esta fidelidad de la Iglesia, que se examina y
se mira a si misma a la vez que mira el Rostro de Jesús, para estudiar cómo serle
fiel en este momento de la Historia. La consagración del celibato nos pide una ac-
titud semejante de amor, que nos hace descubrir cómo agradar a Cristo, a quien
amamos más que todas las cosas.
La actitud del consagrado es la del que vive en el amor para que se cumplan
mejor los deseos de Cristo a través de El.

VOCACION AL CELIBATO Y VOCACION AL SACERDOCIO

Lo que acabo de decir indica la convergencia de la vocación al celibato con


la vocación al sacerdocio. Por este motivo, la Iglesia latina unió sacerdocio y virgi-
nidad en el Presbitero y, tanto la Iglesia latina como la oriental, lo establecieron res-
pecto del Obispo, totalmente consagrado al servicio de la Iglesia universal y parti-
cular.
La Iglesia Oriental, sin embargo, dispuso que hubiera un clero casado junto
al célibe, lo que, afirma el Concilio Vaticano n, no está contra lo que la naturaleza
misma del sacerdocio exige (17).
La Iglesia Latina podría permitir en el futuro una disciplina semejante a la
de Oriente, pero ello tendrá que ser por razones pastorales graves, proporcionadas a
lo que se perderá con el abandono del celibato, a saber esa "múltiple armonia (que
tiene) con el sacerdocio", que resulta en definitiva del misterio de Cristo y de su mi-
sión (18), como hemos querido mostrar en la primera parte de este artículo.

( 16) Ef. 5, 20.


(17) "Presbyterorum Ordinis" n. 16.
(18) Ibid.
EL CELIBATO SACERDOTAL 23

Si se piensa actualmente en la posibilidad de ordenar también a hombres casa-


dos, no es porque hoy sea imposible la guarda del celibato, ya que el Evangelio es
para todos los tiempos.
Sería una razón pastoral la posibilidad, por ejemplo, de atender mejor las co-
munidades cristianas locales ordenando hombres casados pertenecientes a las mismas.
Considero indispensable la experiencia del diaconado casado, que nos va a
mostrar en la práctica las posibilidades de acción apostólica de un hombre que debe
preocuparse de la formación de una familia a la vez que de su tarea pastoral.

RELACIONES ENTRE EL ESTADO MATRIMONIAL


Y EL ESTADO CELIBATARIO

Hace algún tiempo un equipo sacerdotal que trabaja en un sector obrero de


Santiago, me manifestaba que los sacerdotes del equipo habían descubierto el valor
del celibato, porque les ayudaba a afirmar la castidad de los casados, con quienes
trataban en su ministerio.
Realmente, el célibe y el casado siempre deben mirarse el uno al otro.
El estado de virginidad debe mirar al del matrimonio, porque allí aprende la
fecundidad del amor.
El amor del célibe debe ser un amor fecundo, que engendre vida, que anime
el crecimiento de la vida en las personas y en las comunidades.
El matrimonio, a su vez, necesita mirar al célibe para recibir de él un apoyo
en su fidelidad al amor conyugal y para mantener la espiritualidad en el amor, de la
cual da especial testimonio el célibe. Por lo tanto, son dos estados que deben com-
plementarse.
Al casado le hace bien la amistad de un sacerdote y al sacerdote, la amistad
de un matrimonio. Además de lo dicho, esa amistad complementa la visión que
tienen de la Iglesia y de los hombres. .

MARIA, TIPO DE LA PLENITUD QUE ALCANZA EL CONSAGRADO

La Iglesia siempre ha visto en María, el tipo de la Iglesia Virgen consagrada


a Cristo. Y por lo tanto, el tipo de todo estado de virginidad consagrada en la Iglesia.
Estimamos a María como cumbre de la femineidl'(~, porque reúne en sí los ras-
gos fundamentales de la mujer: la virginidad y la maternidad. Es Madre que tiene
sentimientos virginales y Virgen que tiene sentimientos maternales. Por eso es la mu-
jer completa, la mujer perfecta.
En esta mujer virgen, la Iglesia nos muestra la plenitud humana para asegu-
rar a todos los consagrados que estamos llamados a esa plenitud.
No podemos ser hombres frustrados.
24 ENRIQUE ALVEAR URRUTIA

SACERDOTE Y COMPROMISO CON EL MUNDO

Algunos han pensado que es necesario el estado matrimonial al sacerdote para


comprometerse realmente con el mundo y con los hombres.
Encuentro débil este argumento: hay tantos hombres casados, muy poco com-
prometidos con el mundo, tantos hombres casados, muy poco "padres", porque la
paternidad no es un puro atributo físico, sino principalmente una actitud espiritual
ante l<;>shijos.
En cuanto al compromiso con el mundo, éste consiste en sentirse miembro de
la comunidad humana, segregado, pero no separado, consagrado al servicio de esa
misma comunidad. Se requiere, además, comprender al hombre y sus problemas y
sentirse comprometido con el hombre, con la comunidad humana en su contacto
diario con ellos.
Hay muchas maneras de realizar este compromiso.
Por ejemplo, participando en el trabajo humano. El Concilio ha abierto una
puerta al trabajo obrero del sacerdote, lo mismo digamos del trabajo que un sacer-
dote realiza como profesor o en otra clase de actividad humana.
El trabajo aparece como un modo de vincularse con los hombres.
Fuera del trabajo hay muchas otras maneras de vincularse verdaderamente con
la comunidad humana. Se trata de no ser de esos seres ya "clericalizados" que rehu-
yen el contacto con la vida, porque siempre ven ante ellos la luz roja de "peligro".
Todo lo dicho no hace sino poner de relieve la exigencia de ser hombres que
sepan usar de su libertad, hombres maduros que sepan reflexionar y tengan la pru-
dencia suficiente para actuar libremente en su estado de sacerdotes consagrados.
Hoy día la pastoral de la Iglesia pone al sacerdote más en contacto con toda
la realidad humana que lo que ocurría antes.
Esto exige un nuevo estilo de educación de la castidad, un estilo de vida co-
munitaria y mucho mayor profundidad interior, mayor prudencia, pero no la pru-
dencia carnal, sino la del espíritu, que echa fuera el temor y nos convierte en signos
auténticos de Cristo, Buen Pastor, preocupado de la suerte de este mundo.

EL SACERDOTE SIGNO DE LA PRESENCIA DE CRISTO CABEZA

El sacerdote, tan íntimamente vinculado con el mundo, debe reflexionar como


nunca, junto con los demás sacerdotes, sobre su estilo de vida, para ser siempre el
signo del que viene de lo alto, como el profeta enviado por Dios a los hombres. Es el
signo de la presencia de Cristo Cabeza en la tierra, junto al Obispo y todo el pres-
biterio.
Esto nos exige mucha más solidez interior, más que antes, porque ahora hay
menos resguardos de elementos externos, de soledad, de apartamiento. Supone ma-
yor madurez, mayor conciencia de nuestra misión. Supone una revisión constante de
nuestra vida interior y exterior para ser el signo que el hombre necesita ver, a fin de
encontrarse con Cristo.
EL CELIBATO SACERDOTAL 25

Cuando alguno piensa que para asimilarse a la vida humana, debe llenar to-
das las actividades y adoptar plenamente el estilo de vida del laico, tal vez olvida
que así se corre el riesgo de perder la transcendencia típica del sacerdote como en-
viado especial de Dios, por su ordenación sacerdotal, como el Cristo que llega a los
hombres.
La encarnación debe acentuar nuestra comunión con los hombres para que
descubran en nosotros, al vernos tan cerca de ellos, el amor con que Jesús los ama
hoy día.

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