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Derrida
EL SIGLO Y EL PERDÓN
Entrevista con Michel Wieviorka[i], traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel)
en El siglo y el perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor,
2003, pp. 7-39. Edición digital de Derrida en castellano.
Texto en francés
2. Por enigmático que siga siendo el concepto de perdón, ocurre que el
escenario, la figura, el lenguaje a que tratamos de ajustarlo, pertenecen a una herencia
religiosa (digamos abrahámica, para reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los
islams). Esta tradición -compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la
vez está en vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en
juego o saca a la luz.
Esa convulsión de la que hablaba tomaría hoy el sesgo de una conversión. Una
conversión de hecho y tendencialmente universal: en vías de mundialización. Porque
si, como creo, el concepto de crimen contra la humanidad rige la acusación de esta
autoacusación, de este arrepentimiento y de este perdón solicitado; si, por otra parte,
una sacralidad de lo humano puede por sí sola, en última instancia, justificar este
concepto (nada peor, en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del hombre y
contra los derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su sentido en la memoria
abrahámica de las religiones del Libro y en una interpretación judía, pero sobre todo
cristiana, del “prójimo” o del “semejante”; si, en consecuencia, el crimen contra la
humanidad es un crimen contra lo más sagrado de lo viviente, y por lo tanto contra lo
divino en el hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la
muerte del hombre y la muerte de Dios denuncian aquí el mismo crimen), entonces la
“mundialización” del perdón semeja una inmensa escena de confesión en curso, por
ende una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de
cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.
Por lo tanto, habría que interrogar desde este punto de vista lo que se llama la
mundialización y lo que en otra parte[ii] propongo apodar la mundialatinización -
para tomar en cuenta el efecto de cristiandad romana que sobredetermina
actualmente todo el lenguaje del derecho, de la política, e incluso la interpretación
del llamado “retorno de lo religioso”-. Ningún presunto desencanto, ninguna
secularización llega a interrumpirlo, muy por el contrario.
Porque Jankélévitch parece entonces dar dos cosas por sentadas (como
Arendt, por ejemplo, en La Condition de l’hommemoderne):
Primera ambigüedad sintáctica, por otra parte, que debería detenernos largo
rato; entre “¿a quién?” y “¿qué?”. ¿Se perdona algo,un crimen, una falta, un daño,
es decir un acto o un momento que no agota la persona incriminada y, en último
análisis, no se confunde con el culpable que sigue siendo por lo tanto irreductible a
ese algo? ¿O bien se perdona a alguien, absolutamente, no marcando ya entonces el
límite entre el daño, el momento de la falta, y la persona que se tiene por
responsable o culpable? Y en este último caso (pregunta “¿a quién se
perdona?”), ¿se pide perdón a la víctima o a algún testigo absoluto, a Dios, por
ejemplo a determinado Dios que prescribió que perdonáramos al otro (hombre) para
merecer a su vez ser perdonados? (La Iglesia de Francia pidió perdón a Dios, no se
arrepintió directamente o solamente ante los hombres, o ante las víctimas -por
ejemplo, la comunidad judía, a la que sólo tomó como testigo, pero públicamente, es
verdad, del perdón pedido realmente a Dios, etc.-.) Debo dejar abiertas estas
inmensas cuestiones.
Sin discutir el principio de este derecho de gracia, por más “elevado” que
sea, por más noble pero también más “escurridizo” y más equívoco, más peligroso,
más arbitrario que sea, Kant recuerda la estricta limitación que habría que imponerle
para que no diera lugar a las peores injusticias: que el soberano sólo pueda indultar ahí
donde el crimen lo afecta a él mismo (y afecta por lo tanto, en su cuerpo, la garantía
misma del derecho, del Estado de derecho y del Estado). Como en la lógica hegeliana
de la que hablábamos antes, sólo es imperdonable el crimen contra lo que da el poder
de perdonar, el crimen contra el perdón, en definitiva -el espíritu según Hegel, y lo
que él llama “el espíritu del cristianismo”-, pero es justamente esto imperdonable, y
sólo esto imperdonable, lo que el soberano tiene todavía el derecho de perdonar, y
solamente cuando “el cuerpo del rey”, en su función soberana, es afectado a través del
otro “cuerpo del rey”, que es aquí lo “mismo”, el cuerpo de carne, singular y empírico.
Fuera de esta excepción absoluta, en todos los demás casos, en cualquier parte donde
los daños afecten a los sujetos mismos, es decir, casi siempre, el derecho de gracia no
podría ejercerse sin injusticia. De hecho, se sabe que siempre es ejercido por el
soberano en forma condicional, en función de una interpretación o de un cálculo en
cuanto a lo que entrecruce un interés particular (el propio o el de los suyos o de una
fracción de la sociedad) y el interés del Estado. Un ejemplo reciente lo daría Clinton,
quien nunca estuvo inclinado a indultar a nadie y que es un partidario más bien
aguerrido de la pena de muerte. Ahora bien, él llega, utilizando su right to pardon, a
indultar a unos portorriqueños encarcelados desde hacía tiempo por terrorismo. Pues
bien, los republicanos no dejaron de cuestionar este privilegio absoluto del Ejecutivo,
acusando al Presidente de haber querido así ayudar a Hillary Clinton en su próxima
campaña electoral en Nueva York, donde, como sabemos, los puertorriqueños son
muchos.
Dicho esto, puesto que usted me señalaba hasta qué punto estoy “repartido”
ante estas dificultades aparentemente insolubles, estaría tentado de dar dos tipos de
respuesta. Por un lado, hay, debe haber, es preciso aceptarlo, algo “insoluble”. En
política y más allá. Cuando los datos de un problema o de una tarea no aparecen
como infinitamente contradictorios, ubicándome ante la aporía de una doble
inyunción, entonces sé anticipadamente lo que hay que hacer, creo saberlo, ese saber
organiza y programa la acción: está hecho, ya no hay decisión ni responsabilidad que
asumir. Un cierto no-saber debe, por el contrario, dejarme desvalido ante lo que
tengo que hacer para que tenga que hacerlo, para que me sienta libremente obligado
a ello y sujeto a responder. Debo entonces, y sólo entonces, hacerme responsable de
esta transacción entre dos imperativos contradictorios e igualmente justificados. No
es que haga falta no saber.Al contrario, es preciso saber lo más posible y de la mejor
manera posible, pero entre el saber más extenso, el más sutil, el más necesario, y la
decisión responsable, sigue habiendo y debe seguir habiendo un abismo. Volvemos a
encontrar aquí la distinción de los dos órdenes (indisociables pero heterogéneos) que
nos preocupa desde el comienzo de esta entrevista. Por otro lado, si llamamos
“política” a lo que usted designa “procesos pragmáticos de reconciliación”,
entonces, tomando al mismo tiempo seriamente esas urgencias políticas, creo
también que no estamos definidos por completo por la política, y sobre todo tampoco
por la ciudadanía, por la pertenencia estatutaria a un Estado-nación. ¿No debemos
aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre todo cuando se trata del “perdón”,
algo arriva que excede toda institución, todo poder, toda instancia jurídico-política?
Se puede imaginar que alguien, víctima de lo peor, en sí mismo, en los suyos, en su
generación o en la precedente, exija que se haga justicia, que los criminales
comparezcan, sean juzgados y condenados por un tribunal y, sin embargo, en su
corazón perdone.
M. W. ¿Y lo inverso?
Con lo que sueño, aquello que intento pensar como la “pureza” de un perdón
digno de ese nombre, sería un perdón sin poder:incondicional, pero sin
soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente imposible, sería
entonces disociarincondicionalidad y soberanía. ¿Se hará algún día? C’est pas
demain la veille,[iv] como se dice. Pero, puesto que la hipótesis de esta tarea
impresentable se anuncia, aunque sea como una ilusión para el pensamiento, esta
locura no es quizás tan loca...
[i] Esta
entrevista entre Jacques Derrida y Michel Wieviorka fue publicada
con este título en el número 9 de Monde des débats (diciembrede 1999).