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Especialización en Filosofía Política

ULTIMA CLASE. MODALIDAD: ASINCRÓNICA

Tema: “La temporalidad del mal radical: debates sobre la imposibilidad del perdón y la
imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad: Reflexiones a partir de textos de
E. Derrida y V. Jankelevitch”

Esta clase asincrónica tiene el carácter de síntesis y supone el trabajo previo realizado a
propósito de los textos de E. Levinas, J. Derrida y H. Arendt. Incorpora el texto de J.
Derrida El siglo y el perdón (entre otros que se citan y se pondrán a disposición) y de los
escritos de V. Jankelevitch Lo imprescriptible y El perdón.

Presentación del tema:

En esta comunicación escrita a modo de clase propongo compartir la lectura de las


entrevistas del filósofo J. Derrida “El siglo y el Perdón” y “Justicia y perdón”, publicadas a
fines de los años ’90 para problematizar una vez más (pues ya lo habían hecho otros, como
E. Levinas, V. Jankélévitch, H. Arendt) el uso público -político y/o jurídico- de la figura del
perdón. El tratamiento de esta temática responde a la urgencia filosófica de pensar los
desplazamientos semánticos y topológicos del perdón que se producen en distintas partes
del mundo a través de la creación oficial (estatal) de instancias de confesión y perdón de
crímenes de lesa humanidad con el objetivo de alcanzar, según rezan los distintos discursos,
el clima de paz o de reconciliación necesarios para la reconstitución del cuerpo del Estado.
Ambas entrevistas están orientadas especialmente a discutir el caso sudafricano de la
creación de la Comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica (1995) a propósito del
Apartheid, y el modo en el que se inscribe allí el uso político de la noción de perdón. No
obstante, el registro de experiencias similares en otras regiones en las que se ha impulsado
la creación de instancias semejantes a la sudafricana (antes y después de ésta) dan cuenta de
la pertinencia general del tema y de lo que el filósofo francés llama la “geopolítica del
perdón”. En este sentido, apelando al contexto latinoamericano se pueden mencionar la
Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de Chile (1990), o la Comisión de la
Verdad y Reconciliación de Perú (2001), o la Comisión de la Verdad de Colombia (2017),
entre otros procesos análogos como en El Salvador (1992) y en Guatemala (1994), pasando
por acciones políticas de indultos y amnistías en toda la región.

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En lo que sigue, propongo abordar algunos ejes de discusión de los citados textos de
Derrida, apelando a otros trabajos del autor y, marginalmente, de otres filósofes con el
interés de profundizar en las ideas expuestas en las entrevistas. En línea con esto, me
concentraré en la discusión de (1) La mundialización de perdón y su transposición al plano
político; (2) El mal radical y la incondicionalidad del perdón; (3) La paradoja (o absurdo)
del perdón y su condición especular; (4) El derecho de gracia y el perdón soberano, 5. El
secreto y lo público: Sobre la tensión entre “ética hiperbólica” y la política.

Desarrollo

1. La mundialización del perdón y su transposición al plano político

El autor parte del diagnóstico de la universalización (o mundialización) de la categoría de


perdón, de tradición abrahámica, a través de un desplazamiento de sentido del plano
teológico al político y sitúa temporalmente este corrimiento en el siglo XX. La razón sobre
la que se asienta la mundialización del perdón obedecería a una “urgencia universal de la
memoria”; esto es, una necesidad política de volverse al pasado haciendo coincidir el
ejercicio de la memoria con un gesto de autoacusación o contrición. Si bien esta
experiencia se replica en todo el mundo y en diferentes escenarios, con diversas lenguas y
tradiciones tanto políticas como religiosas, la mundialización exige que estos
acontecimientos trasciendan las fronteras de los estados-nación, que sea una instancia
jurídica internacional. El mecanismo por el que se gestiona la urgencia universal de
memoria es el de la creación de instituciones u organismos internacionales capaces de crear
conceptos jurídicos que atañen a la humanidad en su conjunto. Así pues, el concepto de
“crimen contra la humanidad” producido por el Tribunal de Núremberg en 1945/1946
sienta tanto las bases de la gestación de nuevas categorías jurídicas universalizables como
la matriz sobre la que se construirá la retórica del perdón-reconciliación. Entre las
categorías jurídicas que complementan el tratamiento de los crímenes de lesa humanidad se
encuentra la de imprescriptibilidad (1968), por una parte, y la Declaración Internacional de
los Derechos Humanos (1948), por otra. Los crímenes contra la humanidad (cometidos
contra poblaciones civiles por parte del Estado) son imprescriptibles y obedecen al
principio de jurisdicción universal según el cual el acusado puede ser juzgado en cualquier
país, aunque no sea su territorio de origen ni el Estado en el que se cometió el crimen. La
discusión sobre la imprescriptibilidad dió lugar a un debate filosófico del que participaron
figuras como Arendt, Jankélévitch y Levinas, entre otros. La inconmensurabilidad de los

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crímenes perpetrados por los Estados en regímenes totalitarios y dictatoriales con las
figuras penales vigentes, y su carácter de irreparables e imprescriptibles buscan ser
saneadas – según Derrida-, en ocasiones, apelando a mecanismos de pacificación social y
de reconciliación a través de la teatralización de la dinámica abrahámica arrepentimiento-
confesión-perdón. Estos elementos contribuyen a la conformación de un escenario en el
que diversos agentes, individuales y representantes de diversos colectivos como líderes,
religiosos, gobernantes, etc., reproducen una escena de arrepentimiento y solicitud de
perdón como una forma de suturar las heridas abiertas del pasado y sin que quede
claramente establecido el criterio de diferenciación entre un arrepentimiento genuino y uno
hipócrita. En este sentido, Derrida sostiene que “el concepto de ‘crimen contra la
humanidad’ sigue estando en el horizonte de toda la geopolítica del perdón” (10); e invita a
pensar en paralelo el modo en que se gestionan los crímenes contra la humanidad y la
mundialización del discurso del perdón. De algún modo, el concepto de crimen contra la
humanidad habilita la retórica del perdón, la legitima; pues, desbordando todo régimen
penal común, los crímenes contra la humanidad no tienen posibilidad ninguna de ser
pasibles de una pena que equipare o compense el daño causado; de ahí su
imprescriptibilidad y la consecuente demanda de cadena perpetua –pero que ni siquiera una
cadena perpetua puede equiparar-. En la permanencia cuasi eterna de lo irreparable es
donde encuentra asidero la idea del perdón.

Derrida menciona los casos específicos de la Comisión Verdad y Reconciliación en


Sudáfrica y de Chile. Observa que “la ‘mundialización’ del perdón semeja una convulsión-
conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de cristianización que ya no
necesita de la Iglesia Cristiana” (11). El lenguaje de la tradición hebrea le es impuesto a una
cultura no bíblica porque es la vía mediante la cual se producen los eventos de
reconciliación necesaria (nacional e internacional) para alcanzar el grado de normalidad
requerido para avanzar con acuerdos económicos o políticos. De ahí que “El lenguaje del
perdón, al servicio de finalidades determinadas, era cualquier cosa menos puro y
desinteresado. Como siempre en el campo político”. (11)

El objeto del perdón pronunciado en las esferas políticas o jurídica es restablecer una
normalidad que garantice relaciones propicias para dar continuidad a las actividades
comerciales y políticas. Sin embargo, el perdón es un acontecimiento de lo excepcional,
señala el autor: “El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante.
Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible:
como si se interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica” (12). En este
fragmento aparece cuestiones filosóficas que deberán ser abordadas más adelante, como la

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imposibilidad del perdón, la excepcionalidad del perdón, el carácter acontecial del perdón
como discontinuidad de la temporalidad histórica. Perdón como don y acontecimiento.
Aspectos estos en los que se pone en tela de juicio la posibilidad de utilizar el perdón como
dispositivo político para una rápida transición de regímenes dictatoriales criminales a una
atmósfera de reconciliación entre víctimas y victimarios que suture las profundas fracturas
sociales. A contracorriente de estos usos continuistas del perdón, Derrida intentará
descubrir en esa noción una temporalidad de discontinuidad absoluta. Así mismo, el perdón
entraña para el filósofo el sentido de lo paradójico, lo incondicional y de lo secreto: sólo su
imposibilidad habilita su posibilidad, situado fuera del espacio público, en una dimensión
secreta, en la intimidad social de dos –la víctima y el victimario-, situación excepcional que
se absuelve tanto de la necesidad como de la proclamación pública o colectiva. Y, en línea
con la noción de don, el perdón absoluto, radical, no condicionado por ninguna lógica de
intercambio ni reciprocidad, absolutamente gratuito e innecesario.

Cabe observar, además, que el autor denomina “mundialatinización” al fenómeno de


aplicación casi planetaria de la noción de perdón. Y, en el texto “Fe y saber”, sostiene que
esta extensión planetaria del lenguaje de la religión al nivel político, incluso en regiones
con una fuerte preeminencia simbólica y lingüística a nivel mundial, como es el caso del
mundo angloamericano, posee en última instancia un sentido europeo-colonial. El lenguaje
de la religio es latino, viene de Roma y refiere ante todo a un modo de comprender propio
de Europa. Su amplificación planetaria se equipara a la imposición subrepticia de la cultura,
de la política y del derecho europeos cristianos en territorios y pueblos con otras religiones
monoteístas (inclusive la cristiana no-católica). Por eso, “más allá de Europa, a través de
los mismos esquemas y de la misma cultura jurídico-teológica-política, se trataría de
imponer, en nombre de la paz, una mundialatinización” (2003: 94-95).

Claramente, el autor introduce una preocupación filosófico-política adicional: no sólo es


necesario problematizar la traslación de la cosmovisión religiosa del perdón al territorio
político jurídico; sino que es necesario también ocuparse de reflexionar críticamente sobre
la intencionalidad, el alcance y el efecto político-cultural que tiene la transferencia del
lenguaje de la religio romana a una especie de lengua universal. Así lo podemos observar
también en la entrevista “Justicia y perdón”, donde el autor afirma que “hoy en día las
escenas de perdón se multiplican sobre la superficie de la tierra; algunos jefes de Estado
piden perdón a una población o a otros Estados en Europa y en el mundo entero. Hay que
preguntarse qué es lo que significa esa generalización de la escena del perdón, noción que,
una vez que se le ha reconocido su valor religioso, no deja sin embargo de seguir siendo
extremadamente equívoca. Dicha generalización significa que el valor religioso, digamos

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bíblico, judeo-cristiano e islámico del perdón, está marcando el conjunto del espacio
geopolítico más allá de las instancias propiamente estatales.” (1998) ¿Qué conflictos
culturales inaugura la presencia del perdón en culturas y lenguas ajenas a la herencia latina?
¿Cómo se transpone el concepto de perdón a idiomas que no tienen figura análoga y, por
tanto, tampoco valoración siquiera religiosa ni moral del perdón? El propio Derrida
recuerda que Monseñor Tutu fue acusado por cristianizar la Comisión Verdad y
Reconciliación y que, pero aún, Sudáfrica reconoce constitucionalmente más de once
lenguas en algunas de las cuales la palabra perdón tiene connotaciones muy diferentes a la
tradición hebrea y que en otros casos no cuenta con término de traducción. He ahí, para el
autor, “un enorme problema de tradición cultural y religiosa.” (1998)

2. El mal radical y la incondicionalidad del perdón

2.1 El mal radical

El contenido del crimen contra la humanidad es lo que Derrida identifica como un mal
radical. ¿Qué puede significar un crimen contra la humanidad, contra la condición de
hombre en cuanto hombre? Estaríamos en presencia de un crimen contra el espíritu, señala
el filósofo, recordando la concepción dialéctica hegeliana del perdón como camino hacia la
síntesis de la reconciliación. En este binomio dialéctico entre perdón y reconciliación la
falta radical sería aquella que anula la posibilidad del perdón; por tanto, se puede perdonar
todo, salvo un crimen contra el espíritu que es per se actividad de concepto, síntesis como
superación de la negación, Aufhebung. La tipificación de imperdonable se refiere, desde la
lógica hegeliana, al “crimen contra lo que tiene el poder de perdonar” (2003: 26), es decir,
“el espíritu del cristianismo” (2003: 26). Ahora bien, Derrida se separa de esta lógica del
perdón, en primer lugar, porque el perdón es para él incongruente con la idea de
reconciliación (e incluso de enunciación de inocencia), el perdón no supera ni convierte
nada ni a nadie, no limpia la falta ni convierte al victimario en inocente. En segundo lugar,
porque el perdón tiene para él un carácter acontecial, lo que significa que rompe con toda
lógica integradora y totalizante (como la síntesis de la reconciliación). Dicho en otros
términos, según mi interpretación, Derrida no ve en el perdón un recurso para restablecer la
unidad ni la continuidad de un relato historiográfico ni político, el perdón –si alguna tiene o
tuvo lugar, como insiste él en advertirlo- acontece como un punto de inflexión irreductible
a ningún discurso recomponedor. El perdón no estaría para, como dice Levinas a propósito
del perdón cristiano acompañado del arrepentimiento, reservarse el alma la ocasión de

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retornar “a la desnudez de los primeros días de la creación” (Levinas, Algunas reflexiones
sobre la filosofía del hitlerismo, p. 30), sino para discontinuar, dejar abierta la herida
irreparable y sólo en cuanto abierta conmine una y otra vez a la memoria.

No obstante, si el mal radical, el contenido del crimen contra la humanidad, sí se refiere a la


humanidad misma del hombre, queda por determinar en qué consiste esta humanidad, la
condición del espíritu que difiere en Derrida de la razón hegeliana. En Dar (la) muerte el
autor dedica las tres primeras largas secciones a pensar –a instancias de Patocka,
Kierkegaard, Heidegger y Levinas- el secreto –mysterium tremendum- que singulariza al
hombre, su principio de individualidad. Dicha singularidad está dada por la asunción de una
responsabilidad originada en un nivel diferente al del deber establecido por el derecho y la
moral; ese acontecimiento (secreto) se corresponde con un don recibido del otro, “de aquel
que, en su trascendencia absoluta, me ve sin que yo lo vea, me tiene en sus manos
permaneciendo inaccesible” (Derrida, 20001: 46). La mirada del otro disimétrica, más alta
que la conciencia, en otro plano, invisible, inaprehensible, es el secreto y el don por el que
yo deviene una responsabilidad absoluta ante el otro. En la desproporción de esa mirada del
otro (que no veo y que se mantiene en secreto mientras ordena) se produce lo que Patocka
llama responsabilidad absoluta, Levinas responsabilidad anárquica y Derrida hospitalidad
incondicional. Sin esa hospitalidad incondicional no hay hospitalidad ninguna
condicionada, normada por la ley (ver La hospitalidad). La singularidad en cuanto
responsabilidad absoluta –en esto Derrida sigue a Patocka en Dar (la) muerte- tiene lugar
en “esta disimetría abisal en la exposición a la mirada del otro” (Derrida, 20001: 35).

El mal radical tiene que atentar entonces contra el espíritu entendido como responsabilidad
absoluta. Esta violencia tiene lugar como la supresión del acontecimiento de la mirada del
otro que es expresión de demanda (fragilidad) y mandato (por su disimetría respecto de la
conciencia) instituyente de la responsabilidad “más vieja que la voluntad”. Si la
responsabilidad es el principio de individuación que –como la muerte- pone al yo en
relación consigo mismo y la condición del hombre en tanto tal, y si ella consiste en
“responder, pues, al otro ante el otro” (Ibidem.), el mal radical consiste en aniquilar el
acontecimiento de proximidad en el que se efectúa el encuentro disimétrico con la mirada,
la expresión, el mandato y la responsabilidad.

Por tanto, el mal radical es el odio absoluto que interrumpe el acontecimiento de


proximidad, que lo suprime, aniquila. Es la “hostilidad destructora que sólo puede dirigirse
a lo que Levinas llama el ‘rostro’ del otro, el otro semejante, el prójimo más próximo, entre
el bosnio y el serbio, por ejemplo, dentro del mismo barrio, de la misma casa, a veces de la

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misma familia.” (Derrida, 2003: 29)1 Una idea interesante aquí es que el mal radical es una
hostilidad que tiene sentido frente al Otro en cuanto rostro. Rostro, en Levinas, significa lo
que no aparece como cualquier fenómeno en el orden de lo objetivable y conceptualizable.
El rostro es vida que se manifiesta como resistencia al dominio de la conciencia, como
vulnerable (mortal, pasible de herir, ultrajable) y como demanda de cuidado o respuesta por
ese riesgo. El rostro es expresión de todo eso fuera del registro del lenguaje simbólico y que
encarna, coincide, con una expresión de mandato y demanda que el lituano identifica como
lenguaje, palabra o discurso antepredicativo y fundante de todo ejercicio de comunicación
simbólica. El rostro es acontecimiento de alteridad que cuestiona la libertad arbitraria del
Mismo, que llama a responder por él y que se resiste a entrar en un discurso objetivo por el
que pueda reducirlo a leyes, estadísticas, ejercicios de anticipaciones. También para
Levinas, el asesinato y la tortura se dirigen a la alteridad radical del otro en cuanto rostro,
sólo puedo querer matar a lo absolutamente otro, a lo que se resiste a momificarse en una
expresión de mi pensamiento o de mi plan. Muerte, desaparición y tortura, sólo pueden
tener como objetivo al absolutamente otro del rostro. Derrida agrega que el perdón también
se inscribe únicamente en esa relación en la que la paridad, simultaneidad, reciprocidad, es
imposible. El mal radical y el perdón se pueden interpretar filosóficamente ahondando en
esa dimensión de no-coincidencia de lo interpersonal. La dimensión secreta de lo
interpersonal no sólo abriga la posibilidad del don y del perdón, sino también del mal
radical.2

A propósito de la cuestión sobre lo que el perdón puede hacer con el mal radical y las
lecturas pragmáticas de esto, Derrida se pregunta si “¿el perdón debe entonces tapar el
agujero? ¿Debe suturar la herida en un proceso de reconciliación? ¿O bien dar lugar a otra
paz, sin olvido, sin amnistía, fusión o confusión?” Creo que Derrida se refiere a que las
escenificaciones políticas del perdón que conducen a la reconciliación a partir de
mediaciones institucionales promueven una pseudo paz, o una paz del olvido, sostenida
sobre el consentimiento de la muerte. El perdón, a diferencia de la reconciliación, hay que
1
Esta idea de mal radical es interesante para analizar los testimonios ofrecidos en el marco de juicios por
crímenes de lesa humanidad, en los que surgía la identificación del propio vecino, el próximo, era el policía o
militar que había secuestrado y/o torturado al convecino, visto ahora como el enemigo que cursa una idea
diferente. Ciudadanos judíos polacos atestiguaban que de un día para el otro los vecinos con quienes
vacacionaban, jugaban en las plazas, iban al colegio, trabajaban, etc., se conviertieron en sus verdugos como
si ya no fueran próximos, ni semejantes en nada.
2
A propósito de la recepción derridiana de la fenomenología levinasiana del rostro y de la ética hiperbólica y
de lo incondicional de Levinas, pueden consultarse el texto La hospitalidad (Ediciones de la Flor, 20002) en el
que se compilan la sesiones en las que Derrida desarrolla el concepto de hospitalidad indicando tanto su
envergadura ética como su significación política, la simultaneidad no-sincrónica entre una hospitalidad
incondicional –secreta- como animadora de una hospitalidad condicionada por el lenguaje, las leyes, la
política. Un tema sobre el que volveré unas páginas más adelante.

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pensarlo en relación con la reconstrucción de otro tipo de paz que no es la paz de los
imperios (intereses económico-políticos), o a la paz de los cementerios. El perdón abre un
horizonte distinto al de la reconciliación. La reconciliación sella un perdón finalizado,
acabado, completo y cumplido, donde ya está todo dicho y no hay más para decir. La
reconciliación cierra la temporalidad de las nuevas interpretaciones y de futuros inéditos. El
perdón no promete nada, ningún futuro especifico, pero, fundamentalmente no consciente
dar nada por terminado. El perdón que sutura y cierra es para el argelino una simulación:
“todo tipo de políticas inconfesables, todo tipo de maniobras estratégicas pueden ampararse
abusivamente tras una ‘retórica’ o una comedia del perdón para saltear la etapa del
derecho”. (2003: 30).

2.2 La incondicionalidad del perdón

2.2.1 Diálogo con V. Jankélévitch

En ambas entrevistas, Derrida insiste en la tesis de la estructura incondicional del perdón y


plantea desde ese lugar su distancia respecto a la posición filosófica de Vladimir
Jankélévitch, un filósofo francés que padeció el régimen de Vichy que lo desposeyó de su
nacionalidad y lo removió de sus cargos académicos. Formó parte de los intelectuales que
integraron las filas de la resistencia francesa. La mirada de este filósofo sobre la cuestión
del perdón y de la justicia por los genocidios tiene dos momentos que el propio Derrida
destaca en El siglo y el perdón (cf. 2003: 17); el primer momento los constituye la obra El
perdón, de 1967, y el segundo, está cristalizado en el libro Lo imprescriptible, de 1971. La
definición derridiana del perdón como acontecimiento incondicional sin causa ni correlato
político-jurídico, está en sintonía con la visión que expone Jankélévitch en su publicación
del ’67; a saber, que un verdadero perdón, puro, es absolutamente gratuito, no esperado, no
calculable, es decir, es un don. A diferencia del perdón estratégico, el perdón puro perdona
justamente porque la falta es inexcusable. Pero el texto del ’71 Jankélévitch vuelve sobre
sus pasos para argumentar en favor de la tesis de que los crímenes contra la humanidad,
como el genocidio perpetrado por el nazismo, son actos que no pueden ser perdonados.
Pues ningún hombre, en tanto finito, puede suspender o revertir la temporalidad de los
crímenes irreparables, “impensables” e imprescriptibles. La eternidad de lo imprescriptible
señala una trascendencia al tiempo de la finitud en el que se desarrolla la escena pública.
De ahí que este pensador sostenga que “el perdón ha muerto en los campos de la muerte” y
deje caer un manto de sospecha sobre el discurso del perdón como estrategia olvido y
complicidad con el genocidio. Comparemos las posiciones del primer y segundo

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Jankélévitch, por así decirlo, a partir de los siguientes fragmentos; el primero, tomado de la
obra del ’67, y el segundo, de la obra del ’71:

“Perdonar no es cambiar de parecer por cuenta del culpable ni incorporarse a


la tesis de la inocencia... Muy al contrario. La sobrenaturalidad del perdón
consiste en que mi opinión acerca del culpable no ha cambiado precisamente:
pero sobre ese fondo inmutable, todo el enfoque de mis relaciones con el
culpable queda modificado, toda la orientación de nuestras relaciones queda
invertida, derribada, desquiciada. El juicio de condenación sigue siendo el
mismo, pero ha intervenido un cambio arbitrario y gratuito, una diametral y
radical intervención que trasfigura el odio en amor. Graciar es dar la espalda a
la dirección que la justicia nos indica...” (Jankélévitch: 1999: 203)

Frente a su posición inicial de que el perdón es un don gratuito, sublime y misterioso,


comparable a “los misterios de la creación”, Jankélévitch sentencia en el ’71 que:

“Temamos más bien que la complacencia con nuestras bellas almas y nobles
conciencias, temamos más bien que la ocasión de una actitud patética y la
tentación de un rol que desempeñar, nos hagan un día olvidar a los mártires.
No se trata de ser sublimes, basta con ser fieles y serios. De hecho, ¿por qué
deberíamos reservarnos el rol magnánimo del perdón? […] ¿Qué calidad
tienen los sobrevivientes para asumir el rol de perdonar en el lugar de las
víctimas o en nombre de los que [no] lograron salvarse, de sus padres, de su
familia? No, no nos corresponde perdonar en nombre de los chiquillos con
quienes las bestias se divertían supliciándolos. Tendrían que ser los chiquillos
mismos los que perdonaran. Entonces nos volvemos hacia las bestias, y hacia
los amigos de las bestias, y les decimos: pedid perdón vosotros mismos a los
chiquillos.” (Jankélevitch, 1987: 57-58)
De ahí que este pensador sostenga que “el perdón ha muerto en los campos de la muerte” y
deje caer un manto de sospecha sobre el discurso del perdón como estrategia olvido y
complicidad con el genocidio. Como explica Senda Sferco las elaboraciones filosóficas
sobre el perdón en Jankélèvitch obedecen a “las tensiones socio-históricas vivenciadas en
carne propia por el autor.” (Sferco, 2018: 161) Así pues, en Lo imprescriptible el autor
sostiene que el exterminio de los judíos “responde a una intención deliberada y largamente
madurada; es la aplicación de una teoría dogmática que existe aún y se llama
antisemitismo. De manera que podríamos muy bien decir, invirtiendo los términos de la

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plegaria que Jesús dirige a Dios en el Evangelio de san Lucas: Señor, no los perdones,
porque saben lo que hacen.” (Jankélèvitch, 1987: 45) El autor advierte también que no
intentó reconciliar la irracionalidad del mal con lo “todopoderoso del amor” que él mismo
asumía años antes como un elemento propio del perdón genuino como gesto de caridad o
gratuidad fuera de toda lógica de reciprocidad. A contracorriente de este perdón afín a una
ética hiperbólica, en la década del setenta, atravesado por la discusión en la sociedad
francesa sobre la posibilidad de la prescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, el
autor afirma que “el perdón es tan fuerte como el mal, pero el mal es tan fuerte como el
perdón” (Ibid., 17), asignando al mal el atributo de lo inexpiable.
En este escrito, el genocidio, en particular el perpetrado por el nazismo, recibe la
denominación de mal ontológico, que podríamos poner en parangón con la figura
derridiana de mal radical. Los crímenes alemanes, señala el autor, son crímenes contra la
humanidad porque atentan contra la esencia humana o “contra la hominidad del hombre en
general” (Jankélèvitch, 1987: 24). En línea con esto, el pensador argumenta que el
genocidio racista buscaba aniquilar en el cuerpo de millones de mártires al ser mismo del
hombre y es por eso que se trata de atentado contra el hombre en tanto que hombre. En
consecuencia, y puesto que la lógica racista se dirige contra la ipseidad del ser, es decir, de
lo que hay de humano en todo hombre, el filósofo infiere que “el exterminio de los judíos
es el producto de una maldad pura y de la maldad ontológica, de la maldad más diabólica y
más gratuita que haya conocido la historia” (Jankélèvitch, 1987: 27). Los crímenes de lesa
humanidad son, en ese contexto, catalogados como exorbitantes y vinculados a una
inventiva inédita de la crueldad y de refinamiento del odio. Ejercicio de imaginación
perversa que es capaz de confundir la mente al punto de obstaculizar la posibilidad de
lograr inteligibilidad en “este misterio de la maldad gratuita.”
El mal ontológico del crimen contra la humanidad conlleva también el carácter de lo
inexplicable, de lo innombrable tanto como inadmisible y aterrador. En efecto, el grado de
crueldad extrema de ese hecho “se aparta del pensamiento y ninguna palabra humana osa
describir.” (Jankélèvitch, 1987: 21) De este modo, la generación de alemanes y franceses
que vivió en carne propia esa porción de la historia cargan con un “secreto abrumador” y, a
falta de significantes y de un discurso que le devuelva inteligibilidad, tan inconfesable que
abre un abismo que les separa de las generaciones siguientes.
A lo indecible del mal del crimen de lesa humanidad se le suma el sentido de lo irreparable,
puesto que es imposible castigar al criminal con una pena que sea proporcional a la de su
crimen. Frente al infinito daño introducido por el genocidio, todas las medidas de penalidad

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finitas se igualan y son cualitativamente inconmensurables al mal perpetrado. El mal es,
pues, también, inexpiable.
Finalmente, lo indecible e irreparable del mal radical deviene también en un crimen
imprescriptible. Auschwitz es una obra de odio inextinguible, la imposibilidad de expiar los
delitos y su oscuridad resistente al lenguaje y al pensamiento racional lo transforma en un
acontecimiento que pesará a toda la humanidad, más allá del tiempo finito y concreto de
cada individuo y de cada generación. Ciertamente, las fábricas de exterminio tienen
consecuencias perdurables que se despliegan en el tiempo y no dejan de amplificarse. A
contracorriente del tiempo que parece que desgasta todo, tanto la tristeza como las
montañas, favorece el olvido y consuela, no ejerce su efecto cicatrizador de la colosal
hecatombe, bien, a la inversa, reaviva el horror. En la medida en que el tiempo no les hace
mella, los crímenes contra la humanidad cargan con una imprescriptibilidad a priori. En
suma, se trataría de un hecho cuya envergadura perjudicial contra la condición humana es
tan profunda, grave e irreversible que ninguna temporalidad finita podría suspender jamás.
El borramiento imposible de esos hechos los vuelve imperdonables e imprescriptibles en
tanto los ubica fuera de la finitud, esto es, del tiempo propiamente humano. Situado en una
dimensión diferente a la cronología humana, el crimen contra la humanidad abre un afuera
del tiempo, ya que señala un mal que no termina de pasar, que se eterniza.
Frente a la posición de Jankélévitch de que el perdón no puede ser otorgado porque no fue
pedido por los victimarios nazis, porque no hubo confesión ni arrepentimiento, porque de
ser dado se estaría participando de las estrategias de olvido e impunidad, Derrida desarrolla
la concepción de un perdón incondicional, sin origen en la petición del perdón y como una
temporalidad instantánea –acontecial- que quiebra la continuidad de un flujo temporal –un
relato- interrumpiendo, precisamente, el recurso al olvido. ¿Será esto posible?

2.2.2 La incondicionalidad y aneconomía del perdón: el perdón como modalidad del don

Las características del perdón auténtico o genuino en Derrida son lo incondicional y


su valor aneconómico. Incondicional, porque no responde a una obligación, ni solicitud
ninguna. Congruente con esto se pregunta retóricamente si “¿No debe sostener que un
perdón digno de ese nombre, si existe alguna vez, debe perdonar lo imperdonable, y sin
condiciones?” (2003: 18). El perdón se aloja en el lugar de la desmesura y de lo
inmensurable del daño irreparable; en el territorio de la sinrazón o de la insensatez. Derrida
sostiene esta familiaridad del perdón con la locura, pero advierte que no es para

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descalificarlo, sino para destacar que el perdón es heterogéneo al orden del cálculo y de la
síntesis que son los órdenes de lo político, de lo jurídico y de la economía; y afirma: “Jamás
se podría, en ese sentido corriente de las palabras fundar una política o un derecho sobre el
perdón” (2003: 19). La incondicionalidad del perdón lo sitúa en una lógica no-económica,
de no intercambio, de no mensura; por eso es también aneconómico.

El perdón aparece en los textos derridianos como Dar (el) tiempo, Dar (la) muerte y en El
siglo y el perdón, como una variante conceptual y fenoménica del don; y la estructura
interna del don es su incondicionalidad o gratuidad. En la última sección de Dar (el)
tiempo, titulada “La moneda falsa (II)”, Derrida analiza un brevísimo relato de Boudelaire
llamado del mismo modo: “La moneda falsa”. Se trata de un relato escrito en primera
persona que narra la experiencia de un hombre (el sujeto narrador) quien acompañado de su
amigo son sorprendidos por la presencia de un mendigo que pide una limosna, ante lo cual,
el amigo entrega una moneda de plata, pero, frente a los ojos admirados e impresionados
del narrador, el amigo confiesa que ha entregado al mendigo una moneda falsa. El breve
relato cuenta en primera persona y sin testigo ninguno el intento que hace el narrador por
justificar racionalmente la despreciable actitud de su amigo para con el mendigo y de, al no
estar convencido ni seguro de sus verdaderas razones o, cuanto menos, de que esas razones
guarden algún elemento de nobleza, su certeza de la imposibilidad de perdonarlo. El
análisis de Derrida está orientado a mostrar que por la vía del juicio racional (de una ética
racional o de una racionalidad política) es imposible plantear la posibilidad del perdón. Es
que, para el filósofo, el perdón pertenece a la misma lógica que el don; es decir, que no se
entrega a condición de un pedido, de un cálculo o de una promesa. Situado el perdón en el
mismo dominio que el don, vale la pena reseñar brevemente las características que el autor
le confiere al don. En primer lugar, el don es un acontecimiento y, en este sentido irrumpe
exceptuando toda lógica y toda comprehensión: “El acontecimiento y el don, el
acontecimiento como don, el don como acontecimiento, deben ser irruptivos, inmotivados
[…] desgarrar la trama, interrumpir la continuidad de un relato que, no obstante requieren,
deben perturbar el orden de las causalidades en un instante” (Derrida; 1995: 123). Así
pues, la incondicionalidad del don eximida del régimen del cálculo y de la negociación es
un acontecimiento en el sentido fuerte del término, esto es, que no obedece a ningún
principio, es anárquico. Por su condición acontecial, el don (y el perdón) “debe
salvaguardar su estatuto de excepción incalculable o imprevisible (sin regla general, sin
programa, sin concepto.” (Ibid. Pp. 128-129)

La cualidad aneconómica del perdón también es abordada desde la dinámica del perdón.
Así como el don, el perdón excluye la lógica salarial o compensatoria; constituye una

12
“exterioridad con respecto a la circulación del trabajo y las producciones de las riquezas,
debido al desorden por medio del cual parecen interrumpir el circulo económico.” (Ibid., p.
135)3 La gratuidad del don es extrema (e importa aquí porque se traslada en el discurso de
Derrida a la tematización del perdón): “Un don esperado, moderado, comedido o
mensurable, un don que guarda proporción con el beneficio o con el efecto que se espera de
él, un don razonable […] ya no sería un don, como mucho sería un reembolso de un
crédito.” (Ibid., p. 145) El don y el perdón permanecen sin reapropiación posible, no tienen
un provecho más allá del movimiento mismo del don, es decir, valen por sí mismos y no
por su contenido (no por lo que concretamente dan o perdonan). El perdón se exceptúa del
orden la racionalidad distributiva “como si hubiese que elegir entre razón y don (o
perdón)”. (Ibid., p. 153). “El don [-y agregamos nosotros, el perdón, entonces-], si lo hay,
no depende siquiera de la razón práctica; debería permanecer ajeno a la moral, a la
voluntad, puede ser que a la libertad, al menos a esa libertad que suele asociarse con la
voluntad del sujeto…” (Ibidem.) No hay excusa que reclame o justifique el perdón: en las
últimas páginas de Dar (el) tiempo una serie de interrogantes sintetizan la idea del autor
sobre este punto: “Se puede merecer una excusa, pero ¿acaso no se debe conceder el perdón
por encima del mérito? ¿No tiene un perdón verdadero que absolver de la falta o del crimen
precisamente porque estos siguen siendo [y deben seguir siendo!] lo que son?” (Ibid., p.
159)

El don y el perdón se anulan en el momento mismo en que se valen del conocimiento y del
reconocimiento, en la medida en que quedan atrapados en la transacción, en el intercambio,
en la crematística. (Cf. Derrida, 20001: 107)

2.2.3 El perdón condicionado o estratégico

La aplicación jurídica o política del perdón implican un abuso de la noción de


perdón, según Derrida. Porque en esos ámbitos, el perdón se inscribe en un contexto de
negociaciones y cálculos, de posibilidades de síntesis obliterando el sentido original del
perdón (y único sentido posible para el autor), que es la presencia ineluctable de la falta

3
Ni siquiera el fenómeno de la limosna describe el sentido del don, pues la limosna, como la caridad, están
reguladas en la época moderna (y también medieval) por ritualidades institucionales que hacen de la limosna
algo obligado, programado y vía de acreditación de las virtudes morales. La limosna, la caridad, no es un don.
La limosna es el correlato de la lógica del beneficio, a través de ella el individuo busca volver a sí mismo con
el plus de la autogratificación o autocongratulación. La limosna, a diferencia del don, exhibe lo que entrega,
vale por su contenido, es ostentación de la ofrenda. Al contrario, el don “no debe estar amarrado ni siquiera
debe ser una atadura; no debe ser obligatorio ni ser una obligación.” (Derrida; 1995: 136). Para decirlo en
otros términos, el sentido de la limosna llega a su término con el reconocimiento hacia el sujeto de la ofrenda,
cuanto más no sea, de la gratitud que exprese el que acepta la indemnización.

13
irreparable e inconmensurable con cualquier ejercicio de compensación. Desde esta
perspectiva es que el autor interpreta sucesos públicos del perdón político como maniobras
que aparentan ser honorables pero que obedecen a necesidades coyunturales de zanjar
abismos y lograr alianzas frente a lo que se consideran otros enemigos, amenazas o,
incluso, posibilidades en el campo económico. Casos históricos del perdón político: (1)
FRANCIA. Derrida hace mención al caso de De Gaulle, Pompidou y Mitterrand que, en
relación con la deuda insalvable de crímenes de lesa humanidad cometidos durante la
Ocupación y durante la guerra de Argelia, llevaron a cabo escenificaciones del perdón en
pos de la unidad de Francia, de la reconciliación nacional y la amnistía: “Reconstruir la
unidad nacional significaba rearmarse de todas las fuerzas disponibles en un combate que
continuaba, esta vez en tiempos de paz o de la llamada guerra fría. Siempre hay un cálculo
estratégico y político en el gesto generoso de quien ofrece la reconciliación o la amnistía y
es necesario integrar siempre este cálculo en nuestros análisis.” (2003: 20) SUDÁFRICA:
Recuerda Derrida que fue el propio Mandela aún preso quien participó de la negociación
del procedimiento de amnistía por los crímenes del Apartheid. Negociación que se juzgó
necesaria frente a la amenaza de un proceso de venganza más cruento. Pero la amnistía no
es perdón. Fue Desmond Tutu –un arzobispo anglicano-, presidente de la Comisión Verdad
y Reconciliación, quien cristianizó el lenguaje político-jurídico introduciendo los conceptos
de arrepentimiento y perdón. Estas figuras perfilan una interpretación específica del
tratamiento del conflicto y de los términos involucrados que son dos singularidades: el
culpable y la víctima. La amnistía o la reconciliación difiere de la lógica del perdón porque
supone una tercera parte, una mediación entre culpable y víctima. La crítica de Derrida se
dirige al uso confuso, y por eso abuso, de la noción de perdón, porque “estatuto de la
Comisión Verdad y Reconciliación es sumamente ambiguo (…) oscila entre una lógica no
penal y no reparadora del ‘perdón’ (la llama ‘restauradora’) y una lógica judicial de la
amnistía.” (2003: 22) En esta confusión entre ordenes muy distintos como los del perdón y
de la justicia se escapa, entre otras cosas, la consideración de dos tiempos heterogéneos: el
tiempo del perdón y el tiempo del proceso judicial. El suceso del perdón se presenta como
una posible estrategia de evadirse del proceso judicial. Esta heterogeneidad entre las lógicas
y las temporalidades del perdón y de la justicia es puesta de manifiesto por el testimonio de
una mujer negra cuyo marido había sido asesinado por policías torturadores: “Una comisión
o un gobierno no puede perdonar. Sólo yo, eventualmente, podría hacerlo. Y no estoy
dispuesta a perdonar –o lista para perdonar.” (2003: 22-23) Palabras que Derrida interpreta
de la siguiente forma: “el cuerpo anónimo del Estado o de una institución pública no puede
perdonar. No tiene ni derecho ni el poder de hacerlo; y eso no tendría además ningún
sentido. El representante del Estado puede juzgar, pero el perdón no tiene nada que ver con

14
el juicio, justamente. Ni siquiera con el espacio público o político” (2003: 23) El Estado no
puede perdonar en el lugar de la víctima y respecto de la figura del desaparecido –como el
caso del marido de la mujer que testimonia- Derrida observa: “Inmensa y dolorosa
experiencia del sobreviviente: ¿Quién tendría el derecho de perdonar en nombre de
victimas desaparecidas? Éstas están siempre ausentes, en cierta manera. Desaparecidas por
esencia, nunca están ellas mismas absolutamente presentes, en el momento del perdón
invocado, como las mismas, las que fueron en el momento del crimen; y a veces están
ausentes en su cuerpo, incluso a menudo muertas.” (2003: 23)

En estos dos casos, observa Derrida, que lo que se procura es mantener el lazo social por
encima de los episodios traumáticos, postergando o anulando incluso la posibilidad del
duelo (¿y de la justicia?). Pero el “imperativo ecológico” de la vida social y de la política es
ajeno a la dinámica del perdón: “El perdón no corresponde, jamás debería corresponder, a
una terapia de reconciliación.” (2003: 21)

3. La paradoja (o el absurdo) del perdón y su condición especular

El perdón remite a la idea de lo incondicional, asiste a la falta irreparable donde


existe equiparación con pena ninguna. Si existiese una pena comparable a la falta, no sería
necesario apelar a la excepción del perdón. La excepcionalidad del perdón se sitúa
precisamente en el carácter irreparable de la falta. El perdón, explica Derrida, sólo puede
referirse a lo imperdonable. Es la idea de que el perdón perdona lo imposible: lo que ya no
es posible compensar siquiera con la pena más elevada, lo que la respuesta jurídica o
política no desata. El perdón es una posibilidad que habita en lo imposible. Este es el sin-
sentido del perdón, que es posible sólo en la medida en que se mantiene como imposible.
Esta contradicción inmanente al sentido del perdón (absoluto) es explicado en “Justicia y
perdón” del siguiente modo: “es precisamente en el momento en que el perdón parece
imposible cuando su posibilidad pura aparece como tal. Cuando lo imperdonable se nos
presenta como tal es cuando se puede considerar la posibilidad del perdón.”

La contradicción del perdón no desmiente el perdón, sino que lo excluye de la lógica formal
y del régimen causal. El perdón no puede ser causa de inocencia ni de reconciliación,
porque el perdón se sostiene en la permanencia ineluctable de la falta, en su condición
irreparable e incluso imprescriptible. ¿Cómo es posible el perdón de lo irreparable y de lo
imprescriptible sin decantar en el riesgo que temía el último Jankélévitch, el olvido? Sobre
este cuestionamiento, Derrida (1997) señala que “Para que haya perdón, es preciso que se
recuerde lo irreparable o que siga estando presente, que la herida siga abierta. Si la herida

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se ha atenuado, si está cicatrizada, ya no hay lugar para el perdón. Si la memoria significa
el duelo, la transformación, ella misma ya es olvido. La paradoja aterradora de esta
situación es que, para perdonar, es preciso no sólo que la víctima recuerde la ofensa o el
crimen sino también que ese recuerdo esté tan presente en la herida como en el momento en
que ésta se produjo.”

En consecuencia, si algún perdón es filosóficamente posible y coherente, éste no debe tener


nada en común con el desatar al agente de la falta, al victimario, al perpetrador del mal
radical (asesinato, tortura, desaparición) de la falta cometida. El perdón sólo tiene sentido si
se mantienen vigentes los dos elementos: la falta y el individuo, si ambos permanecen sin
posibilidad de disociación: “Para que exista perdón, ¿no es preciso, por el contrario,
perdonar tanto la falta como al culpable en tanto tales, allí donde una y otro permanecen,
tan irreversiblemente como el mal, como el mal mismo, y serían capaces de repetirse,
imperdonablemente, sin transformación, sin arrepentimiento, sin promesa?” (2003: 18). El
perdón no tiene ningún sentido si se apela a la figura del arrepentido, porque la confesión
de arrepentimiento si se la asume como motivo suficiente para el perdón es porque se
entiende que la conciencia del arrepentido sobre el crimen cometido ha sido de algún modo
convertida o saneada en una nueva conciencia que se sabe ajena, distinta, otra, respecto de
aquella que ejecutó el crimen. Por ende, la lógica del arrepentimiento y de la conversión
excluye la posibilidad del perdón, porque desdobla, por decirlo de alguna manera, la
conciencia del victimario y escamotea así la presencia del sujeto responsable beneficiario
posible del perdón: “Perdonar es consagrar el mal que se absuelve como un mal inolvidable
e imperdonable […] No se puede pues perdonar y declarar inocente a la vez […] no se
perdona a un inocente.” (Derrida, 20001: 128) Para que el perdón se abra paso como
posibilidad debe permanecer como imposible; imposible, por lo menos, en cuanto potencial
mecanismo de reversión de la culpa en inocencia.

La incondicionalidad del perdón sitúa el perdón –en cuanto don y acontecimiento- en una
dimensión diferente a la de la comprensión, el cálculo y la síntesis; es decir, fuera del
ejercicio lógico-racional por el cual dos o más individuos separados y diferentes logran
entenderse, identificarse con una idea común, con un contenido de conciencia. Para que el
perdón tenga sentido, los términos de la relación deben permanecer separados, el individuo
que ofrenda el perdón y el individuo beneficiario del perdón. Si hubiera identificación o
fusión entre víctima y victimario, el perdón dejaría de ser don, la víctima no ofrendaría
nada al victimario sino a sí misma. Por eso, el perdón tiene que llevarse a cabo y describirse
fuera del horizonte de la comprensión y del lenguaje común en el que las conciencias se
reúnen en un tercer término, sea un concepto, una idea, cualquier representación. No

16
obstante, cuando el victimario solicita el perdón, excusa mediante o no, está demandando
un ejercicio de comprensión por el que ambos términos quedan reunidos en una conciencia
común. De ese modo, se produce el efecto de la identificación especular en la que ya no es
al otro en tanto que otro al que perdono, sino al otro posible yo, y no es su falta la que
perdono, sino otra posible falta propia semejante a la cometida por el otro. Por tanto, “El
perdón concedido es tan culpable como el perdón solicitado, confiesa la falta. A partir de
ahí, no se puede perdonar sin ser culpable y por lo tanto, sin tener que pedir perdón por
perdonar.” (Derrida, 20001: 128-129) Quien solicita el perdón debería pedirnos perdón por
pedirnos perdón, advierte el filósofo, porque está solicitando en definitiva una
identificación con el victimario y su falta, está participándonos del peso de la falta y de
tener que perdonarle. Se puede interpretar entonces, que una de las causas de la aporía del
perdón derridiana estriba en que no se puede perdonar, pedir o conceder el perdón sin
identificación especular; “sin hablar en (el) lugar del otro y con la voz del otro. Perdonar en
esa identificación especular no es perdonar, ya que no es perdonar al otro como tal un mal
como tal” (Ibid., p. 129) En la medida en que el perdón dado y la petición de perdón
mediados por la comprensión, evaluación y la valoración conducen a una lógica de la
semejanza entre dos conciencias, a una paridad que el autor denomina identificación
especular, borran la estructura misma de la relación de perdón que según la tradición
abrahámica islámica posee estos dos términos necesarios: víctima y victimario. Perdonar
(como exculpar) no tiene sentido porque – como dijimos- el acto de perdonar confiesa la
falta, reconoce lo imperdonable. Pedir perdón, por otra parte, corre el riesgo de producir un
nuevo daño, pues hace partícipe a la víctima de su “mala conciencia”. Por consiguiente,
reflexiona Derrida, “¿Podría yo pedirle perdón a alguien distinto de mí, desde que tengo, al
parecer, me dicen, que identificarme lo bastante con el otro, con la víctima, como para
pedirle perdón sabiendo de lo que estoy hablando, sabiendo, para ponerle a prueba a mi
vez, en su lugar, el mal que le he hecho? ¿el mal que sigo haciéndole, en el preciso
momento de pedirle perdón, es decir, en el momento de traicionar de nuevo, de prolongar
ese perjurio…?” (Ibid., p. 133)

El absurdo del perdón es que es posible sólo en tanto imposible y esa contradicción no hace
sentido sino fuera del dominio de la lógica formal y del concepto, de los mecanismos de
representación y comprensión; en otras palabras, más allá del presente de la percepción y
de la representación, en una temporalidad diferente a la que reúne en un mismo plano –el
del saber- al sujeto y al objeto. Así pues, el perdón “pertenece a una temporalidad
intemporal, a una duración inasible: aquello que no se puede estabilizar, establecer,
aprehender, prender, más también o que no se puede comprender, lo que el entendimiento,
el sentido común y la razón no pueden begreifen, agarrar, concebir, entender.” (Ibid., p. 67)
17
4. El derecho de gracia y el perdón soberano

El derecho de gracia es la potestad de perdonar o conmutar una pena por otra menor que
la tradición teológico-política le atribuía al monarca quien se entendía que estaba envestido
de una suerte de derecho divino que le permitía indultar al criminal que había sido juzgado
por el orden jurídico terrenal. La tradición republicana repone el derecho de gracia en las
constituciones de los Estados Nación democráticos atribuyéndole esa facultad al jefe de
Estado. En Argentina, por caso, el artículo 99, inciso 5° de la Constitución regula las
condiciones bajo las cuales el expresidente de la Nación Carlos Menem indultó a los
genocidas de la última dictadura cívico-militar. También lo encontramos en otras cartas
constitucionales como la francesa y la estadounidense. Esta prerrogativa formal del jefe de
Estado es un acto jurídico que afecta en gran medida al orden público. Filosóficamente, se
trata de un derecho que establece un poder por encima del derecho y que se inscribe en la
letra misma de las leyes. Kant discutió el alcance y la aplicabilidad del derecho de gracia
proponiendo una restricción de su uso a los casos en los que el delito a indultar afecte sólo
al Soberano y que, por transición, al ser éste el garante de las leyes, vulnere el resguardo del
derecho y del Estado. En este sentido, Derrida observa, comentando a Kant, que fuera de
este caso particular el derecho de gracia no podría ejecutarse sin injusticia. El filósofo
argelino señala que en general este derecho exorbitante se utiliza en forma condicional y en
función de cálculos e intereses de poder específicos (caso Clinton).

Siguiendo el análisis derridiano de Kant, el derecho de gracia se debería aplicar a una falta
cometida contra el cuerpo real del Soberano pero, incluso en esta instancia, se produce una
mediación institucional y lingüística que tiene implicancias más allá de la esfera privada de
la persona individual/privada del monarca. El uso de la institución y del lenguaje sienta
precedentes políticos, jurídicos, lingüísticos y culturales. El uso de ese derecho genera y/o
actualiza sentidos que transforman el orden público. La institución y su lenguaje son
instancias que universalizan lo que se pretendía singular y privado, trasciende los términos
individuales que integrarían la relación del perdón según la tradición abrahámica (víctima y
victimario). Pero, por otro lado, el perdón no puede darse fuera del orden del lenguaje, un
previo acuerdo sobre el sentido de las palabras que se emplean para definir la falta, la
responsabilidad, al responsable y a la víctima. Derrida percibe este acuerdo como algo
imposible en términos absolutos, en un acuerdo pleno entre conciencias. Remite al orden de
lo no-consciente que interviene y conmociona el orden de lo consciente, abriendo la
posibilidad de lecturas distintas de las variables mencionadas. El autor descarta que exista
un discurso único en el que las partes se identifiquen plenamente y se lleve a cabo una

18
comprehensión absoluta o evidente de los hechos compartida por los términos de la
relación. Por lo tanto, en el perdón no puede haber una total soberanía de la conciencia, y,
sin embargo, es preciso que en esa diferencia e incomprensibilidad irreductible se juegue el
perdón: “es preciso efectivamente que la alteridad, la no-identificación, la incomprehensión
misma permanezcan irreductibles. El perdón es, por tanto, loco, debe hundirse, pero
lúcidamente, en la noche de lo ininteligible” (2003: 28). Mientras que la conciencia es el
plano en el que se lleva a cabo todo ejercicio de representación clara y distinta, de cálculo,
de comparación y de síntesis, así como de reunión e identificación, lo ininteligible es lo que
le pasa a la subjetividad fuera de ese orden, pero que, aún sin cálculo, sin comparación ni
síntesis, señala un nivel de lucidez, de inteligencia no lógica. A ese nivel pertenece el
perdón. Nos queda la pregunta sobre el sentido de esa lucidez ininteligible en la que se
produce el perdón. Región de no comprensión (que en francés se escribe compréhensión y
refiere a la idea de tomar, agarrar: prendre); de no poder tomar al otro en el discurso o en
un tercer término. En la región de la in-comprehensión en la que Derrida sitúa al perdón –
que es la distancia de la proximidad del cara a cara- no hay tercer término en el que el
Mismo y el otro, la víctima y el victimario, se reúnan, identifiquen o fusionen. Por eso el
perdón es completamente ajeno a la reconciliación. La reconciliación expulsa el perdón.
Dice Derrida: “Desde que la víctima ‘comprende’ al criminal, desde que intercambia,
habla, se entiende con él, la escena de la reconciliación ha comenzado, y con ella ese
perdón usual que es cualquier cosa menos perdón” (2003: 28). Esta ambivalencia entre la
imposibilidad de un lenguaje común en el perdón y la imposibilidad de que el perdón a su
vez se lleve a cabo fuera del orden del lenguaje, es una aporía que tal vez pueda
comprenderse a partir de la visión del lenguaje como un acontecimiento que tiene estos dos
sentidos: el del lenguaje simbólico, instrumental mediante el cual transmitimos mensajes; y
el lenguaje como expresión que en vez de reunión o identificación, es diferencia; diferencia
que funda al lenguaje simbólico mismo.

El perdón que se ejecuta desde el saber y el cálculo es el perdón soberano. En términos


formales, se trata del perdón que confiere una figura autorizada por las leyes en nombre de
un Estado-Nación que es en sí soberano. En estos casos son los Jefes de Estado los que
otorgan el perdón resignificado la relación victimario-falta jurídicamente bajo las formas
del indulto o la amnistía. En estos casos, el perdón responde a intereses concretos de
producir o cuidar fuerzas de poder específicas en el plano geopolítico, sobre determinados
territorios, como son los casos de Kosovo y Chechenia o, incluso, aún más lejos, la propia
Corte de Nuremberg. El perdón soberano describe una relación vertical entre el culpable y
el que se arroga la potestad del perdón, de darlo o no incluso en nombre de la víctima. La

19
cuestión límite que introduce Derrida es sobre la (imp)posibilidad de perdonar en nombre
de otres.

¿Perdonar en nombre de otres? La victimización absoluta consiste en privar a la víctima de


la posibilidad de la palabra, de poder perdonar por ella misma: “Ahí, lo imperdonable
consistiría en privar a la víctima del derecho a la palabra, de la palabra misma, de la
posibilidad de toda manifestación, de todo testimonio […] Este crimen absoluto no deviene
solamente en la figura del asesinato.” (2003: 38) Con esto, el mal radical a perdonar es el
crimen por el cual se produce la privación de la manifestación de diferencia, de la palabra,
del testimonio que permitiría la posibilidad de perdonar lo imperdonable.

Derrida pregunta sobre la posibilidad de un perdón puro, vacío de poder, de soberanía,


incondicional. Para él estas son las características de un perdón “digno de ese nombre”;
pero pensarlo y practicarlo asoma según el autor como una tarea casi imposible de cumplir,
pero pertinente, no tan insensata.

5. El secreto y lo público: Sobre la tensión entre “ética hiperbólica” y la política

Los procesos pragmáticos de reconciliación y la ética hiperbólica son irreductibles el uno al


otro, pero, a su vez, niveles indisociables. La tesis del autor es que la transformación del
curso político se nutre de esa “visión ética hiperbólica del perdón” (2003: 30). La idea de la
ética hiperbólica está asociada al acontecimiento de una exigencia inflexible que interpela
los sentidos establecidos en el orden de lo político, de lo jurídico y de lo simbólico en
general.

Siguiendo los desarrollos de Dar (la) muerte, identificamos el acontecimiento de la


exigencia inflexible en la singularidad del cara a cara descrito como un secreto porque, en
verdad, no hay un saber que representar o representable y, no obstante, algo sucede, me
concierne: es la mirada del otro –demandante, inquietante, ineludible- ante la cual no puedo
no ser sino respuesta. Como señalamos más arriba, la responsabilidad singularizante del yo
no es la que se asume con arreglo a las normas, leyes o instituciones, sino la que sobreviene
como demanda y mandato a la vez, exigencia inflexible. Derrida llama a esta
responsabilidad –siguiendo a Kierkegaard- “responsabilidad absoluta” para distinguirla de
la responsabilidad general o en general, producto de lo que Kierkegaard denomina
generalidad de la ética (en cuanto normativa, deontológica o formal). De este modo, la
persona deviene responsable a partir de la exposición a la mirada de la otra persona, otro
trascendente; “otro que contempla sin que yo mismo pueda esperarlo, verlo, tenerlo en mi

20
campo de visión” (Derrida, 20001: 33) La responsabilidad absoluta separa –pone en secreto-
al yo porque lo mantiene separado de lo público. El secreto no es una información que se
guarda o que se retira artificialmente de la vista, es el acontecimiento de la proximidad del
cara a cara que expone al mismo a la mirada disimétrica del otro. Este acontecimiento tiene
la capacidad de orientar una historia de las leyes, una evolución del derecho; pues, “sólo
ella puede inspirar, aquí y ahora, con urgencia, sin esperar, la respuesta y las
responsabilidades” (2003: 30).4 “Sin presentarse en persona en un cierto ‘darse a ver’ de la
intuición fenomenológica” (20001: 35) la responsabilidad proveniente del instante de
proximidad “desborda, precede y excede la tranquila relación de un sujeto con un objeto”
(Ibidem.). Mientras que el sujeto y el objeto se mantienen en el mismo plano, razón por la
cual el sujeto puede alcanzar y conocer al objeto, la mirada disimétrica es una ruptura del
orden de la representación, más “no hay responsabilidad sin ruptura disimétrica innovadora
con la tradición, la autoridad, la ortodoxia, la regla y la doctrina” (Ibidem.). Ruptura
arraigada en lo secreto de la proximidad al que Patocka llama herejía: resistencia,
disidencia en secreto.

Como dice el fragmento de Derrida citado, si la ética es hiperbólica, es decir exagerada, se


debe a la desmesura del acontecimiento de proximidad para la conciencia que, en Dar (la)
muerte, el argelino repone en la noción de secreto retomada de Patocka y de Kierkegaard.
Dicha desmesura se describe como una urgencia que afecta a la pasividad de la conciencia,
de manera refractaria a la su actividad y al ejercicio de representación, comparación,

4
En este extracto del texto se observa el uso de la noción de “inspiración”. Esta noción es utilizada también
por Emmanuel Levinas en el texto De otro modo que ser o más allá de la esencia de 1974. En este libro
Levinas desarrolla fenomenológicamente una ética hiperbólica para dar cuenta de la constitución de la
subjetividad y de su encarnación. Como lo propone Derrida en este texto de fines de los años ’90, Levinas
plantea en el tratado del ’74 que la dimensión ética en (y por) la que se efectúa el acontecimiento de la
subjetivación corresponde a un plano anárquico e inmemorial (inaprehensible) para la conciencia que intuye,
rememora, proyecta y se representa objetos de la experiencia y del conocimiento. Sobre el final de De otro
modo que ser… hay un abordaje de la relación entre el nivel de la sensibilidad en el que se lleva a cabo a
constitución ética de la ipseidad y el nivel de la conciencia. La complejidad filosófica que atañe a la
explicación de la articulación entre sensibilidad y conciencia reside en que ésta exige pensar una relación
entre dos esferas que son irreductibles una a la otra pero que, sin embargo, es efectiva en tanto la conciencia
está afectada por la sensibilidad que no puede contener ni volver transparente a la razón. Por otro lado, para
Levinas, mientras que la sensibilidad representa el dominio en el que se juega el acontecimiento ético en el
que se anuda la unicidad del yo, la conciencia constituye el dominio de lo político por excelencia. El lituano
identifica el problema político “¿qué hacer con justicia?”, “¿quién pasa primero?”, como el fenómeno
originario de la conciencia. Y, aunque la ética es irreductible a la política, sobre el final del mencionado libro
se presenta la tesis de que la ética inspira lo político, no se trata de una relación causal entre lo ético y lo
político, ni de una relación de deducción o dialéctica ninguna. Por eso Levinas utiliza este enigmático término
de “inspiración”: la ética inspira lo político; la sensibilidad ética es la inteligibilidad del intelecto (conciencia).
Y esto porque, según Levinas, “en los ojos del otro me miran todos los otros”. Esta rápida reposición de la
problematización levinasiana entre la dimensión ética irreductible a la conciencia como inspiradora de lo
político y de la conciencia, puede ser útil para pensar esta idea derridiana sobre la capacidad de una vida ética
incondicionada por la conciencia para pensar el régimen de la conciencia política.

21
elección. Lo que sucede en el nivel de la “exigencia inflexible” (ética hiperbólica) sucede
fuera del orden de la conciencia que es el ámbito del cálculo, de la comparación y de la
síntesis. La exigencia inflexible5 sin reducirse al terreno de la conciencia, sin dejarse
sintetizar por ella ni clasificar por ella, conmueve la conciencia, le señala su no-saber y
produce el abismarse del yo frente a la pregunta por lo que debe hacer, por la respuesta. La
exigencia inflexible se sustrae de lo calculable y pone al individuo en una instancia sin
condiciones a partir de las cuales tipificar lo sucedido y responder política y jurídicamente.
Puesto frente a la nada de las condiciones calculadas y calculables, la in-condición, el yo es
el inicio responsable de forjar una respuesta. En esa inquietud ética se inspira tal vez la
responsabilidad política que lleva la política más allá de su la mera continuidad y
monotonía. Hay aquí una determinada comprensión de la subjetividad que no se agota en la
soberanía de la conciencia: “¿No debemos aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre
todo cuando se trata del ‘perdón’, algo ocurre que excede toda intuición, todo poder, toda
instancia jurídico-política?” (2003: 33-34) Hay exceso en la razón que inspira la razón: lo
que Levinas llama el desborde de lo finito por lo infinito: la inteligibilidad de lo inteligible.

Derrida hace mención de un salto entre la ética y la política sobre el que vale la pone volver
porque el propio autor lo hace en diferentes textos. Entre estos dos planos no hay solución
de continuidad. Entre uno y otro nivel no hay un pasaje lineal ni continuidad ninguna, no
obstante, el saber político está transido del no-saber de la ética hiperbólica: “Un cierto no-
saber debe, por el contrario, dejarme desvalido ante lo que tenga que hacer para que tenga
que hacerlo, para que me sienta libremente obligado a ello y sujeto a responder. Debo
entonces, y sólo entonces, hacerme responsable de esta transacción entre dos imperativos
contradictorios e igualmente justificados.” (2003: 33)

El no-saber que arroja al yo a su más desnuda singularidad –más acá de los recursos
simbólicos de la ética general y de la política- es el propio don que tiene lugar en el
acontecimiento de la proximidad. “El no-saber no suspende en absoluto su propia decisión
que sigue siendo tajante […] Se hace cargo de su responsabilidad dirigéndose hacia la
petición absoluta del otro, más allá del saber, decide, pero su decisión absoluta no está
contralada, guiada por un saber” (Derrida: 20001: 75) En otras palabras, el no-saber habilita
la singularidad del ipse porque lo sitúa en un lugar de responsabilidad de respuesta que es
anterior (y justifica) la mediación de cualquier regla, norma, ley o institución que
eventualmente ese ipse elija conscientemente para atender (o no) a la mirada requisitoria
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Inflexible porque esa exigencia es indómita respecto del logos de la conciencia. Las leyes del pensamiento,
las condiciones que la conciencia impone a la experiencia de los objetos y su conocimiento, no tienen
efectividad sobre la exigencia de la que habla el texto de Derrida.

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del otro. Desde esta perspectiva, el secreto es la condición de posibilidad de la soledad y de
la responsabilidad absoluta ante el otro. Pero el fragmento citado hace referencia a la
responsabilidad entre dos imperativos que cualifica como contradictorios entre sí aunque
ambos “igualmente justificados”. ¿Cuáles son esos dos imperativos? ¿Por qué están
“igualmente justificados? ¿Cómo se resuelve –si es factible una solución- la tensión que
plantea la simultaneidad de dos planos heterogéneos, contradictorios?

Los dos imperativos a los que hace referencia son dos responsabilidades distintas a las que
podemos llamar siguiendo al autor, responsabilidad absoluta, de un lado, responsabilidad
política (“responsabilidad general o responsabilidad en general” (2000 1: 64)), del otro.
Según el autor ambos polos son heterogéneos e irreductibles. La política estructura sus
respuestas con arreglo a sentidos objetivables u objetivados, representables y comprensibles
y sintetizados en el flujo temporal de la conciencia. Más acá de la inteligibilidad y del flujo
temporal interno a la conciencia (en virtud del cual hay sujeto, objeto y actividad de
conocimiento), la responsabilidad absoluta (ética, desde la visión tanto de Levinas como de
Derrida) está transida de una urgencia para responder por el otro que rompe, en principio,
con cualquier principio que emane del discurso público, universal, instituido. La
justificación de la responsabilidad absoluta proviene de la urgencia ética del cara a cara, y
la justificación de la responsabilidad general procede de la necesidad de justificar
racionalmente ante los otros las decisiones y las acciones. Estos dos polos son heterogéneos
pero indisociables, afirma el argelino. ¿Por qué? ¿Cómo? La respuesta a estas preguntas
remite, sin duda, a otros textos en los que el pensador se ocupa de pensar la articulación
entre los polos incongruentes y simultáneos (ética y política) y a al modo en que puede
describirse esta tensión. En Dar (la) muerte – como en la entrevista-, el autor llama a esta
tensión instante locura. La locura es la insensatez o la contradicción que el sujeto soporta
desde el momento en que es humano en tanto soporta estas dos responsabilidades a la vez.
Pues no se puede responder a la llamada del otro más próximo (ética) “sin sacrificar otro
otro, otros otros” (política) (Ibid., p. 70). No puedo ser responsable, absolutamente
responsable por el otro sin faltarle a los otros “Y jamás podré justificar este sacrificio,
deberé siempre callarme al respecto lo quiera o no, nunca podré justificar que prefiero o
que sacrifico el uno al otro.” (Ibid., p.72) En suma, la idea de la contradicción es que no
hay sujeto responsable si no es de cara a otro ante el cual se responde de modo también
absoluto, sin medias tintas, desmesuradamente. Sin embargo, en esta responsabilidad de
elegido por el otro, el sentido de la responsabilidad “olvida” a los otros del otro, que
también son (potenciales) demandantes de respuesta. El “heme aquí” de la responsabilidad
absoluta (ética) tienen que de algún modo conciliarse con la responsabilidad (política) por
todos los otros, incluso por mí misma, por el pie de igualdad.
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En el texto La hospitalidad derrida trabaja esta articulación extensamente y desde una
perspectiva levinasiana. La noción de proximidad es retomada y resemantizada a través de
la idea de hospitalidad, siguiendo la idea de que la subjetividad es hospitalidad (a su pesar,
sin su decisión, como la responsabilidad absoluta de Kierkegaard y de Patocka). Pero
también existen leyes e instituciones políticas y jurídicas que regulan la hospitalidad del
extranjero, del despatriado, del otro. Sobre la hospitalidad absoluta (ética) Derrida observa
que ésta “exige que yo abra mi casa y que dé no sólo al extranjero (provisto de un apellido,
de un estatuto social de extranjero, etc.) sino al otro absoluto, desconocido, anónimo, y le
dé lugar […] sin pedirle reciprocidad (la entrada en un pacto) ni siquiera su nombre. La ley
de hospitalidad absoluta ordena romper con la hospitalidad de derecho, con la ley o la
justica como derecho” (Derrida, 20002: 31). Sin embargo, aunque la hospitalidad absoluta
rompe –irrumpe, cuestiona, horada- la normativa homogénea y anónima de la hospitalidad
jurídico-política, la requiere. Sobre este punto el texto plantea una relación cuasi dialéctica
entre los dos niveles heterogéneos de la hospitalidad: “La tragedia, porque es una tragedia
de destino, es que los dos términos antagonistas de esta antinomia no son simétricos. Hay
en ellos una extraña jerarquía. La ley [ el mandato que viene del rostro del otro, en la
inmediatez de la proximidad] está por encima de las leyes. Es por tanto ilegal, transgresora,
fuera de la ley, como una ley anónima […] Pero manteniéndose al mismo tiempo por
encima de las leyes de la hospitalidad, la ley incondicional de la hospitalidad necesita de
las leyes, las requiere. Esta exigencia es constitutiva. No sería efectivamente incondicional,
la ley, si no debiera devenir efectiva, concreta, determinada, si ésta no fuera su ser como
deber-ser. Correría el riesgo de ser abstracta, utópica, ilusoria, y por lo tanto transformarse
en su contrario“ (Ibid., p. 83). Así pues, el autor concluye, sugiriendo una articulación en la
tensión irresoluble entre la ética la política, del siguiente modo: “Es el precio de la
perfectibilidad de las leyes. Y por lo tanto su historicidad. Recíprocamente, las leyes
condicionales dejarían de ser leyes de la hospitalidad si no estuviesen guiadas, inspiradas,
guiadas, aspiradas, por la ley de hospitalidad incondicional. Estos dos regímenes de ley, de
la ley y de las leyes, son, pues, a la vez contradictorios, antinómicos, e inseparables. Se
implican y se excluyen simultáneamente el uno al otro” (Ibidem.)

Derrida sitúa del perdón más acá de la política, y si éste fuera posible, tendría lugar en la
zona del secreto y jamás dejaría de ser imposible, ajeno al orden de la transacción y de la
comprensión, inaccesible al lenguaje, en definitiva, frágil. No obstante, en tanto el perdón
es posible en cuanto imposible, puede constituir no un lugar de olvido, sino de vigilia y
memoria que recuerde, repita una y otra vez, el deber de memoria. El sentido del perdón o
del no perdón, por tanto, debe permanecer inaccesible al derecho y a la política. Y esto es
un principio que respeta la diferencia radical de lo transpolítico del perdón: “también es
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necesario, en política, respetar el secreto, lo que excede lo político o lo que ya no depende
de lo jurídico. Es lo que llamaría la ‘democracia por venir’.” El futuro de la política
democrática – que respeta ante todo la pluralidad y la diferencia- depende del respeto a esta
diferencia entre conciencia y no-consciencia, entre ética y política, entre lo incondicionado
y lo condicionado, entre los posibles y lo imposible, entre el saber y el no saber. Porque en
la región que dibuja lo incondiconado como el no-saber, el más allá de la finitud (de la
conciencia), de la capacidad de cálculo, reproducción y proyección, Derrida sitúa –como lo
hizo ya Levinas- la diferencia irreductible de lo interpersonal en la que suceden cosas que
cambian el sentido anticipado y fijado del devenir político. La política irrumpida,
conmocionada y nutrida por lo que viene de otra parte. La posibilidad del perdón no es una
posibilidad de la ingeniería política, pertenece al secreto inaccesible e intransferible de lo
no-consciente, es una experiencia tal vez posible, pero no como una posibilidad o potestad
de la aritmética política; es una experiencia no universalizable. Para Derrida este principio
transpolítica debería devenir en un principio político para garantizar la democracia.

Fuentes citadas:

Derrida, Jacques (2003), El siglo y el perdón. Seguido de Fe y saber, Ediciones de la Flor,


Buenos Aires.

------------------- (1998), “Justicia y perdón”, sitio web:


https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/justicia_perdon.htm

------------------ (20002), La hospitalidad, Ediciones de la Flor, Buenos Aires.

------------------ (20001), Dar (la) muerte, Paidós, Barcelona.

------------------ (1995), Dar (el) tiempo, Paidós, Barcelona.

Jankélévitch, Vladimir (1999), El perdón, Seix Barral, Barcelona.

--------------------------- (1987) Lo imprescriptible, Muchnik Editores, Barcelona.

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