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RICHARD ARKWRIGHT

LA VACA Y LA BANDERA

Nadie habría podido presagiar que aquel rubicundo muchacho de 18 años nacido en 1732

en un miserable campo de Lancashire, que debía compartir las tareas rurales “de sol a

sol” con sus otros doce hermanos, habría de convertirse en Sir Richard Arkwright, el

plebeyo más rico de Gran Bretaña del siglo XVIII, reconocido por sus iniciativas

precursoras en el mundo de la producción textil y uno de los Hombres Fuertes de la

Revolución Industrial inglesa, que cambió para siempre la vida de toda la humanidad.

El joven y ambicioso Richard sabía que, de permanecer en la granja de su familia, las

posibilidades de supervivencia iban a ser cada vez más duras. Los campos comunales

ingleses, otrora parte de la economía de los pequeños campesinos que llevaban allí a

pastar sus animales, comenzaron a cercarse y a convertirse en propiedad privada a favor

de una mayor racionalización de la explotación económica rural que buscaba beneficiar

la expansión ganadera. Los cercamientos terminaron por dar el golpe de gracia a los

pequeños arrendatarios que ya venían sufriendo una serie de cambios aplicados al campo

británico y que pueden enmarcarse dentro del proceso que se dio en llamar Revolución

Agraria, proceso que terminara priorizando la explotación capitalista del campo sobre los

residuos de un sistema feudal poco productivo.

El trabajo empezaba a escasear y la cantidad de tierras era demasiado poca para dar de

comer a trece bocas. Los centros urbanos comenzaron a crecer y ofrecerse como un lugar

con más posibilidades de trabajo y mejoras en la calidad de vida. Una de estas pequeñas

ciudades provinciales fue el lugar elegido por Arkwright para escapar de un destino de

miseria segura. Bolton, con su población de no más de 2000 personas, parecía prometer

mayores atractivos…
La ciudad elegida no podía estar a demasiada distancia. En estos años las comunicaciones

eran dificultosas, sobre todo las terrestres. Eric Hobsbawm señala que en general la gente

prefería vivir en las costas, porque el traslado era más veloz y barato. En cambio, los

viajes por tierra solían ser muy penosos y cansadores para medios de transporte que

todavía eran elementales y caminos que apenas comenzaban a ser mejorados. Richard

Arkwright no podía pensar en decisiones drásticas. Sus recursos no le permitían soñar

más allá de su propia sombra. Bolton se encontraba a 32 kilómetros, lo que significaba

que era posible llegar a pie en el transcurso de un día.

LA PELUCA Y LA CERVEZA

Imaginamos que, al llegar a esta pequeña población, nuestro personaje sufrió una

impresión muy fuerte. Aunque se trataba en realidad de un pequeño pueblo, el bullicio, la

dinámica, la concentración de las viviendas, ofrecían un paisaje contrastante con su lugar

de origen. En esos tiempos la mayoría de las llamadas “ciudades” tenían una escasa

dimensión y su población no pasaba de las 5000 personas. Se trata de una época donde la

mayor parte de la gente vivía aún en el campo (más aún en Europa del este) y las que no,

también dependían de él. Con excepción de Londres (que ya contaba con una población

cercana al millón de habitantes) o París (cercana a los 500 mil) y un par de centros de 200

mil personas, la gran mayoría de las urbes presentaban las modestas proporciones de

Bolton.

Sus expectativas se vieron colmadas casi de inmediato. Apenas llegó consiguió un puesto

de trabajo. ¡Su primer trabajo fuera del campo! Su labor era la de aprendiz de barbero,

profesión para la que no faltaba una clientela estable, pues allí - a diferencia del campo -

la gente cuidaba su aspecto. Sin embargo, las tareas de un barbero no eran materia sencilla.

A la tradicional actividad de corte, peinado, y cuidado de barbas - antecedente de las

modernas peluquerías - el barbero debía oficiar al mismo tiempo de dentista y de cirujano.

En el primero de los casos, se aprovechaba el “cómodo” sillón del salón, para que el
cliente superara el difícil trance de ser intervenido sin anestesia alguna. En el segundo

caso practicaba la sangría. Se trata de una antigua práctica que se realizaba como

procedimiento curativo para casi todas las enfermedades conocidas, incluso las mentales.

La misma consistía en un pequeño corte en la misma zona donde en la actualidad se

aplica el suero: en el antebrazo. Para facilitar la incisión se sumergía el brazo en agua

caliente y torniquete mediante, se identificaba la vena hinchada que debía ser cortada por

la siempre lista navaja del barbero. La finalidad era que el paciente sangrara lo suficiente

como para equilibrar los humores, cuyo desbalance – se creía - provocaba la enfermedad.

Entre pelos, sangre y muelas, Richard, de tan solo 23 años, se casa con la joven Patience

Holt (hija de un maestro) que fallece al año siguiente tras dar a luz a su hijo Richard

Arkwright Jr. Presumimos que su precaria situación lo llevó a buscar urgentemente otra

esposa que lo ayudara en la crianza de su hijo. Esta vez se trató de Margaret Biggins, que

en 1761 aportó a esta nueva familia 400 libras esterlinas en calidad de dote y tres hijos

más de Arkwright, de los cuales sólo Susannah llegaría a la edad adulta.

El matrimonio no resultó feliz. Parece que desde los primeros años vivieron separados,

pero eso no fue inconveniente para Richard a la hora de pensar qué hacer con sus 400

libras esterlinas. Su presente no era miserable, pero tampoco promisorio. Sólo algunos

barberos alcanzaban cierto reconocimiento social y fortuna y, hasta el momento, esas

condiciones no parecían formar parte de su destino. Observó, analizó, sacó cuentas e

identificó una posible demanda que él estaba dispuesto a satisfacer. En las ciudades los

hombres no se iban directamente a sus casas después del trabajo. Necesitaban socializar

con sus pares, compartir un momento juntos, cerveza de por medio. La población urbana

crecía y con ella, los asalariados. Los espacios recreativos empezaban a florecer y es allí

donde Arkwright puso sus expectativas. Invirtió la totalidad de la dote en la instalación

de un pub al que denominó “Black Boy”. Su análisis no estaba tan errado si consideramos

que en Gran Bretaña sigue siendo hoy una tradición indiscutible la reunión en estos sitios

después del trabajo. Pero su proyecto fue víctima de un estrepitoso fracaso. Quebró y se

quedó nuevamente sin nada en los bolsillos. Es probable que la incipiente clase de
empleados de las ciudades aún no fuera lo suficientemente numerosa o que el poder

adquisitivo todavía no fuera lo suficientemente alto como para crear un mercado amplio.

El camino más seguro para Richard era entonces continuar con el oficio de barbero, pero

esta vez profundizando las posibilidades de ganancia. A las tareas típicas de su negocio

le agregó la de fabricar pelucas, para lo cual contrató un experto ayudante. Mientras su

flamante empleado se abocaba a la tarea de confección de este ornamento, Arkwright

viajaba por las comarcas vecinas para adquirir el cabello necesario, comprándolo a las

hijas de las sirvientas. Su negocio comenzó a prosperar de la mano del auge en el uso de

pelucas, impuesta por el rey francés Luis XIV que había adoptado esta costumbre para

ocultar su inevitable calvicie. A partir de allí la peluca se convirtió en un símbolo de

distinción social y todos pretendían acceder a ella. Nobles, comerciantes, abogados y

hasta simples tenderos podían elegir entre una variedad enorme de pelucas cuya moda

llegó a su clímax en este siglo XVIII. La peluca, además debía presentarse con

complicados peinados y empolvada con harina. El procedimiento para realizar esta última

tarea no era sencillo. Los más ricos contaban con una habitación especial para realizar el

enharinado. En ella se encerraban y con un cono de papel colocado estratégicamente sobre

la cara, lanzaban el fino polvo en dirección al techo, esperando que cayera de la manera

más uniforme posible sobre esta cabellera artificial.

Dispuesto a maximizar sus ganancias y a cumplir con el sueño que le marcara su propio

nombre (Richard = rich = rico), comenzó a experimentar con los tintes para el cabello

hasta lograr inventar la primera tintura en el mundo resistente al agua. Este último

descubrimiento le aseguró su primera fama y la acumulación de una pequeña fortuna.

LA BIBLIA Y LA LIBRA ESTERLINA

Otra vez Richard Arkwright se encontraba con una suma importante en sus manos y como

en la anterior ocasión, no estaba dispuesto a “derrocharla”. Esta era una actitud muy

propia de los “hombres que se hacen a sí mismos” tal como se llamó en la época a los

que dedicaban exitosamente su vida a los negocios en Gran Bretaña. Max Weber, famoso
sociólogo del siglo XX, analizó a los hombres que participaron de este incipiente

capitalismo y relacionó sus conductas con la adopción de la religión protestante

(anglicanismo, en Inglaterra). Weber marca que a diferencia de la iglesia Católica

Apostólica Romana, los protestantes recibían con beneplácito la concepción de

acumulación de riqueza que implica el sistema capitalista. Lejos de ser considerado un

pecado, es un primer paso para lograr el Paraíso. Esta racionalidad que busca la máxima

riqueza debe ser acompañada obligatoriamente por una conducta ascética y rígida que no

consiente el uso indiscriminado de la riqueza lograda. El ahorro es parte de esta lógica

religiosa que se adecua perfectamente a las necesidades del capitalismo.

Por otra parte, ese ahorro era posible y valioso, en la medida en que en Gran Bretaña ya

estaba consolidando un mercado nacional con una moneda estable como la Libra

Esterlina, moneda que no ha sufrido cambio hasta la actualidad y que continúa siendo una

de las más caras y estables del mundo.

LA RUECA, EL ALGODÓN Y LAS PRENDAS

Seguro de que la moda de las pelucas podía llegar a su fin y decidido a incursionar en un terreno

que le propiciara un techo mayor de ganancias, Arkwright no dudó en volver a invertir. Esta vez

su análisis se dirigió a la industria textil. El crecimiento de la población en las pequeñas

ciudades era fácilmente advertible por un testigo de la época. Sobre todo para alguien como él

que estaba atento a todo lo que pudiera convertirse en un buen negocio. Conocedor como era de

los caprichos de la moda, no tardó en darse cuenta de que la industria de la indumentaria podía

convertirse en un sector de inversión interesante, sobre todo en un espacio urbano en el que las

ropas comenzaban a adquirir un valor agregado para todas las clases sociales.

El algodón, que comenzaba a llegar en abundancia desde las colonias ultramarinas americanas

gracias al comercio de esclavos africanos que impusieron los mercaderes ingleses, se convertía

en objeto de análisis económico para sacar de él el máximo provecho. Hasta esta época la

tecnología no había avanzado mucho más allá de la antigua rueca medieval que lograba un hilo

muy rústico, permitiendo emplear esta materia prima sólo en la confección de medias de abrigo
y ropas de trabajo. Únicamente James Hargreaves había introducido alguna mejora con su

máquina Spinning Jenny, cuyo objetivo era acelerar el proceso de hilado mediante un

complicado mecanismo que sólo empleados calificados podían hacer funcionar. El

encarecimiento de este recurso no ayudó a resolver la situación y muchos inventores de la época

se vieron abocados a ser los primeros en hacerlo. Richard Arkwright se anotó en la carrera, a

pesar de que sus conocimientos en mecánica no eran suficientes. Entre 1767 y 1768, acudió

entonces a un amigo, John Kay, relojero de profesión, que había estado trabajando en una

máquina con otro inventor a quien le robó la idea, pasándosela finalmente a Arkwright. Ambos

se pusieron a trabajar en secreto, apartados y encerrados en una casa sin anoticiar a nadie sobre

sus actividades. Tal era su reserva que comenzaron las especulaciones en el vecindario acerca de

posibles tratos con el diablo, conclusión a la que los curiosos vecinos llegaron por los extraños

sonidos y movimientos que se escuchaban en el lugar.

Terminado y patentado el primer prototipo, se consagró a la búsqueda de socios capitalistas que

pudieran ayudarlo a poner en funcionamiento “su” invento. Para ello constituyó una sociedad

que duraría 14 años con un camisero convertido en banquero y un fabricante de medias de seda.

Ninguno de ellos era un importante mercader de productos importados de las colonias con

fortuna ilimitada. Esto ejemplifica y refuerza los dichos de Hobsbawm acerca de la poca

inversión que necesitó la industria textil y en particular la del algodón, caballito de batalla de

esta primera Revolución Industrial inglesa.

Arkwright pensaba en grande. No estaba conforme con erigirse en inventor de una máquina que

pudiera triplicar y quizás quintuplicar la capacidad de hilar el algodón. Necesitaba encontrar un

sistema que diera un salto revolucionario respecto a la producción de la época. Se trasladó a

Cromford, un paraje desolado, prácticamente sin población. Aislado de sus competidores y de

los ataques de artesanos que por esa época empezaron a destruir máquinas que pudieran

reemplazar sus labores, se concentró en la posibilidad de usar alguna energía extra que pudiera

poner en funcionamiento simultáneo la mayor cantidad posible de máquinas, por tiempo

ilimitado. Primero pensó en caballos; pero después, el caudaloso cauce de agua que atravesaba

Cromford – el río Derwent - le dio la idea que estaba buscando: la energía hidráulica.

Construyó entonces un enorme edificio con ventanas en todas sus paredes para que entrara la
suficiente cantidad de luz durante la mayor parte del día. Allí colocó cientos de sus máquinas

conectadas a un molino de agua que las hacía funcionar mecánicamente. Con este sistema no

sólo logró su objetivo, sino que además pudo confeccionar un hilo más fino y resistente de

algodón con el que se confeccionó por primera vez en la historia una prenda completa de

algodón. El éxito de su empresa lo llevó a erigir nuevas fábricas por la región, pero su verdadero

rédito venía de los derechos que cobraba por el uso que otros industriales hacían de “su”

invento. Su decisión sagaz fue venderles la idea a los grandes industriales, asegurándose

mejores entradas. Paralelamente, esto dio un empuje inesperado a la industria textil.

Cuando finalmente fue revocada su patente al ser acusado de plagio por el verdadero inventor

de su máquina, ya había amasado una fortuna suficiente para asegurarse un futuro sin

privaciones para él y sus descendientes.

LA FÁBRICA, LAS FICHAS Y EL BARRIO OBRERO

Richard Arkwright no sólo puso su nombre a una nueva máquina que revolucionó la industria

del algodón, su verdadero crédito consiste en haber creado un sistema de producción que de allí

en más sería característico del capitalismo a nivel mundial. Fue el primero en erigir una fábrica

y pensar en un modo de trabajo adaptado a la nueva estructura. Atrajo mano de obra hacia

Cromford y le ofreció vivienda y trabajo a cada uno de los miembros de las familias, con una

paga segura. Impuso turnos de trabajo de 12 horas (la fábrica no cerraba nunca) y ocupó a las

mujeres y niños en la vigilancia de las máquinas. Mientras tanto los hombres, en casa, se

dedicaban al tejido de medias con el hilo que se obtenía en la fábrica. Con el tiempo instaló un

sistema de vacaciones (una semana por año), atención médica, instrucción a los niños, premios

al mejor empleado, edad mínima de los infantes (10 años) y una serie de medidas inéditas que

antecedieron a cualquier iniciativa de legislación sobre el trabajo industrial. Estas medidas le

valieron el respeto de sus empleados e incluso, su figura formó parte de varios escudos

distintivos de sindicatos del siglo XIX.

CASTILLO Y CUCHARAS DE PLATA

Al morir de asma a los 60 años, Arkwright dejó una estela de misterio respecto a su historia. El

escaso trato que tuvo con los miembros de su familia provocó en su hijo una necesidad
imperiosa por buscar las huellas de la historia de su padre. Richard Arkwright Jr. heredó de su

padre la sagacidad en los negocios y multiplicó su herencia convirtiéndose en uno de los

hombres más ricos de su país. Pero el pasado de nuestro pionero industrial permanecía en la

nebulosa. ¿Por qué? Todo parece indicar que su padre se había tomado el trabajo de borrar todo

rastro que pudiera vincularlo con su humilde pasado.

Cuando en 1786, seis años antes de morir, el rey Jorge III le otorgó un título de nobleza, su

característica obstinación se dirigió a ocultar un pasado que ya no estaba en sintonía con su

nueva condición. Tal como marcaba la mentalidad burguesa de la época, el ideal de vida era el

de la nobleza y por esta razón comenzó a gastar su fortuna por primera vez en rubros que no

tenían nada que ver con la inversión: un castillo, un feudo, propiedades, retratos, objetos de lujo,

joyas, etc. Llegó el momento de ocupar la fortuna acumulada en demostrar a la sociedad hasta

qué escalón había ascendido.

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