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Virtudes teologales - 1

Virtudes Teologales

Unidad I:
La vida cristiana como vida teologal1
Desde el Concilio Vaticano II se ha intentado superar la impostación juridicista y legalista, y
repensar la moral en clave personalista, en contacto con la Palabra de Dios. Con la distinción entre
universalidad normativa y especificidad fundativa, se reconoció la importancia y relevancia de ésta
última: la conciencia del ser “persona en Cristo” como fuente de motivación para el obrar.
Por eso, este tratado no se debería situar en el ámbito de la moral especial y normativa (como la
bioética, la moral sexual, la moral social, etc.), sino más bien en la moral fundamental. La moral
cristiana es la conciencia valorativa y exigente del ser de la gracia: la fidelidad operativa de la persona
en Cristo. Porque la eficacia de la gracia no se queda en el ser, sino que pasa al hacer: la gracia
santificante se transforma en gracia habilitante. Como tal, no se vincula con la ley sino con la persona y
sus facultades operativas, en cuanto habitus de la libertad.
Fe, caridad y esperanza responden a las dinámicas estructurales de la libertad. Por eso, las
virtudes teologales no son sectoriales sino globales: abrazan y validan teologalmente todas las virtudes y
la vida moral. Fe, caridad y esperanza declinan el Evangelio y la gracia en el querer y el obrar humanos.
La libertad tiene, así, la inteligencia valorativa de la fe, la relación amorosa de la caridad y el horizonte
escatológico de la esperanza.
Dios “nos ha concedido las más grandes y valiosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a
participar de la naturaleza divina” (2Pe 1,4); y el Concilio lo explica así: “El eterno Padre […] ha
decretado elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (LG 2). Esto lo ha realizado Dios por
medio de su Hijo: “Nuestra vida divina se explica por el hecho de que en nosotros, los hombres, se hace
presente Cristo”2. En esta conformación al Hijo, el hombre recibe y vive la participación de la naturaleza
divina.
Estamos en presencia de una verdad no puramente nocional, sino existencial. No es una verdad
sin mí, para no importa quién. Es una verdad-anuncio, verdad-llamada: verdad-kerigma. Verdad
reveladora y salvífica, para una libertad de escucha, acogida y fidelidad. De ahí que, participar en la
naturaleza divina sea un evento de diálogo, un evento que, mientras constituye ontológicamente al ser
humano, lo reclama éticamente. Para la teología, la participación en la naturaleza divina es “lugar”
hermenéutico de la inteligencia de la fe.

1. Vida teologal y vida divina

El cristiano vive la vida misma de Dios. La existencia cristiana no es, en efecto, una relación
formal con Dios: “nosotros permanecemos en el que es Verdadero, en su Hijo Jesucristo” (1Jn 5,20); “la
señal de que permanecemos en él y él permanece en nosotros, es que nos ha comunicado su Espíritu”
(1Jn 4,13).
La participación del hombre en la naturaleza divina pertenece ya al diseño y al orden de la
creación: “Dios lo hizo a imagen de su propia naturaleza” (Sab 2,23; cfr. Gn 1,26-27). El hombre vive
de la autocomunicación amante y reveladora de Dios; la suya es una vida de relación.

1
El texto fundamental para esta materia será M. COZZOLI, Etica teologale. Fede carità speranza, San Paolo, Milano 20101
(La traducción es mía).
2
SAN HILARIO DE POITIERS, PL 10, 249.
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a. Vida nueva en Cristo

Cristo tiene un significado teológico. No es sólo aquel por el cual la vida teologal nos ha sido
devuelta, sino aquel en el cual –por identificación bautismal y eucarística– la vida teologal sucede en
nosotros. Es vida nueva en Cristo. Nos encontramos en un proceso por el cual los cristianos “se
despojaron del hombre viejo y de sus obras y se revistieron del hombre nuevo” (Col 3,9-10), un proceso
obrado por el Espíritu que convierte al hombre dominado por la carne (psichikós ánthropos), en un
hombre espiritual (pneumatikós ánthropos) (cfr. 2Cor 14,15); un renacer que se cumple en nosotros por
vía sacramental (cfr. Jn 3,3.5), que se alimenta y fecunda en la eucaristía (cfr. Jn 6,54-57):
“Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no
permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El
que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,4-
5).

b. Vida eterna

En la perspectiva teológica de Juan, la vida teologal es vida eterna. No en el sentido de vida


después de la muerte, sino de vida en Dios. Es el equivalente, en los sinópticos, del Reino de Dios. “Esta
es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).
No se trata de un conocimiento especulativo, sino de una relación personal con Dios. Un conocimiento
de recíproca inmanencia, expresión participativa del ser-en del Hijo en el Padre: “yo estoy en mi Padre,
y que ustedes están en mí y yo en ustedes” (Jn 14,20). Este conocimiento amante es la vida eterna. La
vida eterna es ya la condición presente del vivir cristiano, como participación a la plenitud de vida en
Dios, en la humanidad sacramental de Cristo. Lo divino no se yuxtapone a lo humano, la naturaleza
divina no “se junta” a la naturaleza humana. Ni ésta disminuye en aquella, ni aquella puede anular el
límite humano. El hombre en camino vivirá siempre de una participación incompleta y progresiva en la
naturaleza divina. En el tiempo presente, esta vida “está desde ahora oculta con Cristo en Dios” (Col
3,3). En la historia, ella siempre es portadora de la forma crucis.

c. Vida trinitaria

Como vida nueva en Cristo, la vida teologal refleja la centralidad cristológica, sobre el misterio
pascual en particular, y la fontalidad sacramental. Como vida eterna, pone en la luz el carácter filial, es
reveladora del Padre. Aparece, desde ambas perspectivas, la presencia del Espíritu Santo y su valor
trinitario. Participación en la vida de Dios en Cristo por el Espíritu, la vida teologal es vida trinitaria; es
obra del Espíritu que conduce al Padre en Cristo: “Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios
infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo ¡Abba!, es decir,
¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la gracia de Dios” (Gál 4,6-
7). “Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el Espíritu de
hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios Padre. El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y
coherederos de Cristo, porque sufrimos con Él para ser glorificados con Él” (Rm 8,15-17). Con el Padre
estamos en relación de comunión filial; con el Hijo en relación de comunión inmanente; la “comunión
del Espíritu Santo” (2Cor 13,13) dice, a su vez, vinculum unionis: Él es en nosotros el principio de la
comunión con el Padre y el Hijo.

d. Eclesialidad

La comunión con Dios en Cristo por el Espíritu ocurre en la Iglesia y por la Iglesia. En este
sentido, la vida divina de la Iglesia precede a la de sus hijos; pero, al mismo tiempo, la vida divina de
sus hijos hace a la vida santa de la Iglesia. Existe, pues, una doble injerencia: injerencia causativa de
parte de la Iglesia, y por la cual el cristiano alcanza la teologalidad de la Iglesia; injerencia atestativa de
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parte del cristiano, y por la cual atestigua la teologalidad de la Iglesia. La Iglesia vive de la fidelidad
teologal de sus miembros. Esta vida teologal se irradia hacia adentro de la Iglesia en forma de santidad,
y hacia afuera en forma de misión.

e. Santificación

Transformado por el Espíritu en imagen siempre más conforme a Jesús, y transparente de la


gloria de Dios, el cristiano refleja en su vida la santidad de Dios. Dimensión constitutiva, ésta, del
cristiano, a comprenderse en la línea semántica de la gloria: perfección, excelencia, belleza. La santidad
es una tarea, un estado, un don. La santidad cristiana es santificación: Dios es el Santo, y nosotros somos
salvados “a fin de comunicarnos su santidad” (Hb 12,10). La vida teologal es, de este modo, vida de
santidad. En el tiempo en que se pensaba la santidad como la acumulación de obras heroicas, ser santo
era algo excepcional para personas elegidas, un privilegio de una casta elitista dentro de la gran masa de
cristianos. La articulación, sin embargo, de la santidad como vida teologal la adscribe al background
mismo de la vida cristiana. El bautismo es una santificación ex opere operato, antecedente a cualquier
determinación y opción ex opere operantis. La santidad no es, entonces, un estado sino una vocación, un
don y una tarea. Lumen Gentium ha hablado de “vocación universal a la santidad” (LG 40). Desconocer
esto supone hacer de la santidad (y de la vida teologal) un excedente formal de lo humano, y caer una
doble moral: por una parte, los llamados a la perfección, a los que se dirigía el radicalismo evangélico;
por otra, los llamados a la salvación, obligados a deberes morales mínimos, sustancialmente los
mandamientos.

2. La vida teologal como existencia de fe, caridad y esperanza3

a. La especificidad teologal

El cristiano recibe de Dios no sólo el ser sino también el hacer: “Porque Dios es el que produce
en ustedes el querer y el hacer, conforme a su designio de amor” (Flp 2,13). Fe, caridad y esperanza son
los principios activos de la vida teologal, inseparables pero distintos. Inseparables, porque son expresión
de la única libertad para Dios, tienen a Dios como único y mismo “objeto material”, ninguna puede
subsistir sin las otras. Es incomprensible una fe que no ama, o una fe sin futuro. Declinan la relación del
hombre con Dios: la fe como virtud de relación cognoscitiva, la caridad como virtud de relación
comunional, la esperanza como virtud de relación trascendente.
El hombre las corresponde con una libertad indivisible de fe, en respuesta a la “revelación del
misterio” (Jn 1,18) de Dios y de su designio redentor; de caridad, en respuesta al “gran amor con que
nos ha amado” (Ef 2,4); y de esperanza, en respuesta a la promesa del pleno y definitivo cumplimiento
de su “reino eterno” (2Tim 4,8). La explicación cristológica hace referencia a la triple autoidentidad de
Cristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). En este sentido, la teología tradicional hablaba
de un diverso “objeto formal”. A la apertura cognitiva –la búsqueda de la verdad– del hombre, responde
la fe; a la apertura relacional –la necesidad de amor– responde la caridad; a la apertura desiderativa –el
anhelo de la felicidad– responde la esperanza.
La teología tradicional se expresaba diciendo que éstas son teologales porque, en un primer
significado, son ad Deum (llevan a Dios); en un segundo significado son a Deo (provienen de Dios); y
en un tercer significado son reveladas por Dios. Es Dios a quien la fe nos hace conocer, a quien la
caridad nos hace amar, a quien la esperanza nos hace desear. Es quien las suscita y acrecienta mediante
su Espíritu, el cual obra nuestra conformación ontológica y activa con Cristo; conformación por la cual
su escucha obediente Padre se transforma en nuestra fe, su amor al Padre y a los hermanos se convierte
en nuestra caridad, su abandono y retorno al Padre se transforma en nuestra esperanza. El cristiano, por
lo tanto, cree, ama y espera no con una fe, caridad y esperanza propias, sino con la fe, la caridad y la

3
Bibliografía complementaria: FRANCISCO, Discurso en el encuentro con los párrocos de la diócesis de Roma, 2 de marzo de
2017, AAS 109 (2017), 265-283.
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esperanza de Cristo en nosotros: Cristo, Palabra del Padre (fe); Cristo, Amor encarnado (caridad);
Cristo, el Resucitado (esperanza).

b. Fundamentación bíblica

Las virtudes teologales no son prerrogativa de un maestro de vida espiritual, de un orden


religioso, de una escuela o tradición teológica, de un carisma particular; no comienzan a existir y a ser
cultivadas a partir de un cierto momento del camino histórico de los cristianos y de la Iglesia, sino que
pertenecen al fundamento y a la esencia de la vida cristiana. No son tres carismas o vocaciones, sino los
habitus constitutivos de la vida cristiana. Son las virtudes base de toda vocación y de todo carisma.
Es significativo que el primer escrito neotestamentario –la primera carta a los Tesalonicenses– se
abra con un público reconocimiento de la vida de la comunidad de Tesalónica como vida de fe, caridad
y esperanza:

Pablo, Silvano y Timoteo saludan a la Iglesia de Tesalónica, que está unida a Dios Padre y al Señor
Jesucristo. Llegue a ustedes la gracia y la paz. Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes, cuando
los recordamos en nuestras oraciones, y sin cesar tenemos presente delante de Dios, nuestro Padre, cómo
ustedes han manifestado su fe con obras (érgou tes písteos), su amor con fatigas (kópou tes agápes) y su
esperanza en nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia (hypomonés tes elpídos) (1Tes 1,1-3).

Se debe notar que las virtudes no vienen nombradas en sí mismas, a modo de fórmulas, sino que
de cada una viene evidenciado un dinamismo concreto: laboriosidad, fatiga, paciencia. Es sorprendente
la actualidad del pasaje: frente a una fe experimentada a nivel sensible individualista, se nos ofrece una
fe vivida en las obras; frente a un mundo cansado por el egoísmo, la caridad nos habla de otro tipo de
fatiga; frente a una cultura light, sin firmeza ni proyectos sólidos, el aguante de la esperanza. Los tres
elementos, distintos entre sí, están estrechamente unidos: la laboriosidad de la fe desemboca en la fatiga
del amor, y la fatiga del amor entra en el cuadro de la dificultad, de la tribulación que, adecuadamente
interpretada y superada, toma posesión de la perseverancia que pertenece al contexto de la esperanza,
con su perspectiva escatológica. Más adelante, en la misma carta, el acento se transforma de comunitario
en personal: “Nosotros, por el contrario, seamos sobrios, ya que pertenecemos al día: revistámonos con
la coraza de la fe y del amor, y cubrámonos con el caso de la esperanza de la salvación” (1Tes 5,8). Fe,
caridad y esperanza son los nuevos hábitos (en el sentido de vestidos, pero también de virtudes) de
“todos ustedes hijos de la luz, hijos del día” (1Tes 5,5).
También al inicio de la carta a los Colosenses se expresa el Apóstol de la misma forma, pero esta
vez de la fe se resalta la centralidad cristológica, de la caridad la praxis eclesial, y de la esperanza el bien
escatológico:

Damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando sin cesar por ustedes, desde que
nos hemos enterado de la fe que tienen en Cristo Jesús y del amor que demuestran a todos los santos, a
causa de la esperanza que les está reservada en el cielo. Ustedes oyeron anunciar esta esperanza por medio
de la Palabra de la verdad, de la Buena Noticia (Col 1,3-5).

En la primera carta a los Corintios Pablo celebra la caridad como “la más grande de todas”
(12,31), pero no sin la fe ni la esperanza: “En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y
el amor, pero la más grande todas es el amor” (1Cor 13,13). Es significativo en este texto el verbo
permanecer (ménei, aunque nuestra versión lo traduce por “existir”) en singular y la ausencia de artículo.
Así el sujeto ha de considerarse como un todo unitario. Se podría traducir: “ahora permanece la fe-
esperanza-caridad”. A diferencia de los textos precedentes, la caridad está ahora al final. Se puede decir
que, si se mira a la orientación de la vida cristiana, el primado es dado a la esperanza, como dirección
escatológica de la fe-caridad; si se mira a la sustancia de su modo de ser, se debe dar preminencia a la
caridad; si se mira, finalmente, a la raíz de la vida cristiana, será siempre la fe. Sólo en 1Cor 13,13 la
tríada teologal se presenta como una fórmula fija. En los otros textos, se muestra, aún permaneciendo
como grupo ternario, una sorprendente variedad y flexibilidad contextual.
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Otros textos importantes son: Gál 5,5-6; Ef 1,15-18; 4,4-5; Rom 5,1-5; 12,3-12; Hb 6,10-12.21-
24; Jds 20-21; 1Pe 1,3-9; Apoc 2,19. Estos son los lugares donde aparece la tríada teologal, pero a veces
encontramos una sola, o dos virtudes, o las encontramos dichas con otros términos. Tomemos como
ejemplo la plegaria sacerdotal de Jesús en el capítulo 17 del cuarto evangelio:

Después de hablar así, Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo: «Padre, ha llegado la hora: glorifica
a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él
diera Vida eterna (la teologalidad se expresa con ese término) a todos los que tú les has dado. Esta es la
Vida eterna: que te conozcan (fe) a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. Yo te he
glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame junto a
ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera. Manifesté tu Nombre a los que
separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra. Ahora
saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos
han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste. […] Yo les he dado la
gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno –yo en ellos y tú en mí– para que
sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté (esperanza), para que contemplen la
gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no
te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y
se lo seguiré dando a conocer, para que el amor (caridad) con que tú me amaste esté en ellos, y yo
también esté en ellos» (Jn 17,1-8.22-26).

c. Perspectiva histórica

En los primeros Padres, la continuidad es explícita. Así, por ejemplo, San Policarpo: “Os harán
crecer en aquella fe que es nuestra madre común (Gál 4,26), a la cual sigue la esperanza que es
precedida por la caridad hacia Dios, hacia Cristo y hacia el prójimo […]. Quien posee estas tres virtudes
ha cumplido el mandamiento de la justicia”4. Y Clemente de Alejandría: “A cuantos tienden a la
perfección se propone un conocimiento racional cuyo fundamento es aquella santa tríada: fe, esperanza,
caridad; pero la mayor de estas es la caridad”5. Para San Agustín la vida cristiana es bonus Dei cultus
(un culto del Dios bueno), que toma forma de la tríada teologal. Fe, caridad y esperanza son expresiones
de una existencia acogida como gracia y correspondida como alabanza y gratitud a Dios: “la fe nos
incita, la esperanza nos eleva, la caridad nos une”6. Las va ordenando en un in crescendo, de modo tal
que el cristiano “escuchando crea, creyendo espere, esperando ame”7.
En Santo Tomás de Aquino, todo el planteo teológico está bajo la instancia del fin último, la
felicidad. Mientras que el hombre puede acceder a su fin natural, “es necesario que, de parte de Dios,
vengan provistos al hombre otros principios que lo ordenen a la felicidad sobrenatural; y estos principios
son llamados virtudes teologales”8. Analizando la aspiración del hombre a la felicidad, descubre dos
dinamismos o apetitos: “el movimiento hacia el fin y el conformarse del apetito al fin mediante el amor.
De este modo, en el apetito humano hay que poner dos virtudes teologales, esto es, la esperanza y la
caridad”9. La facultad cognitiva, por su parte, tendrá necesidad de otra virtud teologal propia: “el
intelecto conoce las cosas que espera y que ama mediante la fe”10.
En la escolástica tardía (s. XIV-XV) se produce un desbalance desde la gracia de Dios hacia la
habilidad del hombre para el vivir virtuoso, poniendo un énfasis sobre la acción meritoria, lo cual
oscurece el primado de Dios. De aquí la reacción vehemente de Lutero, que ve y denuncia las virtudes
como antitéticas a la gracia.

4
SAN POLICARPO, Carta a los Filipenses, 3,1-5,2, PG 5, 1007.
5
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, IV, 7, PG 8, 1266.
6
SAN AGUSTÍN, Soliloquia, I, 1, 3, PL 32, 870.
7
SAN AGUSTÍN, De catechizandis rudibus, IV, 8, PL 40, 316.
8
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q.62, a.1.
9
Ibid., I-II, q.62, a.3.
10
Ibid., I-II, q.62, a.4.
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Lutero ve en las virtudes algo que corre el riesgo de ofuscar el absoluto de la gracia. Él afirma que
la definición de virtud ofrecida por Aristóteles es engañosa y perversa. La virtud, para Aristóteles,
consistiría en un perfeccionamiento de la potencialidad del sujeto. En evidente polémica con la
escolástica, Lutero afirma que esta definición “mira a volver meritorio todo acto llevado a cabo con
virtud; a menos que no se trate de una definición que entienda decir que la virtud nos da alguna cosa
demás y, a juicio de los otros y de nuestros mismos ojos, vuelve apreciables nuestras acciones. Pero esto –
concluye Lutero– delante de Dios es abominable: a él le agrada propiamente lo contrario” (Lecciones
sobre la Carta a los Romanos)11.

El Concilio de Trento remedia ambos unilateralismos declarando la prioridad de Dios y el valor


de las virtudes teologales al mismo tiempo. Conecta el don de la fe, de la esperanza y de la caridad a la
justificación del pecador, la cual viene de Dios por los méritos de Cristo y la acción del Espíritu Santo
en el corazón del hombre:

La justificación […] no sólo es el perdón de los pecados, sino también


la santificación y renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y dones que
la siguen […] Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de
la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando
por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu Santo en
los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos (ipsis inhaeret). Resulta de aquí que, en
la misma justificación, además de la remisión de los pecados, se difunden al mismo tiempo en
el hombre por Jesucristo, con quien se une (cui inseritur), la fe, la esperanza y la caridad12.

Si la remisión de los pecados es el lado negativo de la justificación (expresión de la libertad de),


el don de la fe, de la caridad y de la esperanza es el lado afirmativo (expresión de la libertad para), en el
cual toman forma “la santificación y la renovación”.
La teología postrindentia fue perdiendo la originaria comprensión mistérica y personalista. La
primera pérdida refleja un desmembramiento de la moral con respecto a la liturgia, tanto como para
colocar la fe, la caridad y la esperanza, en cuanto virtudes, en la ascética. La segunda pérdida es el
corrimiento del eje de la moral, desde el sujeto hacia la norma. Se agrega una concepción funcionalista:
de hábitos operativos del ser en Cristo, por la sacramental conformación con Él, la fe, la caridad y la
esperanza se transformaron en capacidades y potencias de la gracia en nosotros (habitus per modum
potentiae), funciones actitudinales del hombre. Perdida la raíz ontológica, las virtudes teologales han
sido vistas y enseñadas como actos de virtud y, al mismo tiempo, como principios normativos de tales
actos. Principios traducidos en deberes, hasta su pulverización casuística; y enunciados en forma
prohibitiva en su mayoría, hasta el punto de terminar configurando los pecados contra la fe, la caridad y
la esperanza. Ésta ha sido la postura prevalente desde el s. XVII hasta la primera mitad del XX.
La renovación bíblica, el personalismo teológico, el cristoncentrismo de la moral y el
redescubierto nexo de la moral con la liturgia han contribuido al cambio. El Concilio Vaticano II es
testigo de todo ello; fe, esperanza y caridad son constitutivos de la comunidad eclesial: “Cristo ha
constituido sobre la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad”13, “a fin que,
por el anuncio de la salvación, el mundo entero escuchando crea, creyendo espere, esperando ame”14. Al
mismo tiempo, las teologales marcan el vivir personal en especificidad de las vocaciones y los estados
de vida15.

11
S. BONANI, Le virtù teologali. Storia di un trattato, in D. VITALI (ed.), Le virtù teologali. La vita cristiana nella fede,
speranza, carità, San Paolo, Cinisello Balsamo 2005, 35.
12
CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, 13 de enero de 1547, DH 1520-1583, Herder, Barcelona 20002, 7.
13
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, 21 de noviembre de 1964, EV1/120-257, 8.
14
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Dei Verbum, 18 de noviembre de 1965, EV1/488-517, 1.
15
Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Ad gentes, 7 de diciembre de 1965, EV1/608-695, 14; CONCILIO VATICANO II,
Decreto Apostolicam actuositatem, 18 de noviembre de 1965, EV1/518-577, 4; CONCILIO VATICANO II, Constitución
pastoral Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965, EV1/1319-1644, 48.
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d. La cualidad de “virtud”16

Virtud, en este caso, se definiría como “hábito de la vida teologal”. O son virtudes o no se sabe
qué cosa son; en efecto, la alternativa es, o la indeterminación, o el vacío conceptual, enunciados que
suenan lindo, pero sin lograr conseguir un significado preciso. Enunciados como “infraestructura
antropológica”, “dimensiones constitutivas”, “actividades vitales”, “condiciones fundamentales”,
“modalidades de la opción fundamental”, son algunos de los ejemplos que aparecen en la literatura
teológica corriente.
La palabra “virtud” puede no gustar o no estar de moda, pero sus sucedáneos son exiguos o
engañosos. Por lo cual, no tiene la virtud que ceder a la sensibilidad ético-cultural dominante, sino que
debe ser ésta la que reconozca el significado y el dinamismo ético de la virtud, volviendo a ella de modo
apropiado según el hoy, de acuerdo con los desarrollos mejores de la filosofía y la teología moral, y
sustrayéndola así de los límites y distorsiones del pasado. La virtud es la categoría apropiada para
significar los dinamismos operativos del cristiano.
Su raíz es ontológica: es el hombre nuevo en Cristo, el ser espiritual, del cual expresan el
dinamismo moral. Son disposiciones fundamentales de la libertad cristiana. “Las virtudes teologales
fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Ellas informan y vivifican todas las virtudes
morales. Son infundidas por Dios en el alma del creyente para hacerlo capaz de obrar como hijo suyo”17.
Las virtudes son actitudes operativas, mediadoras de la densidad axiológica del ser en el dinamismo
existencial del hacer. Se insertan en el ser de la persona: son modos del ser. Son la misma persona que se
automanifiesta en la acción. No actos de la persona, sino la persona en acto; la conciencia valorativa del
ser que informa y mueve éticamente a la libertad. La virtud es la autoposesión del ser en el hacer.
La virtud es una disposición permanente, inteligente y dinámica de la libertad hacia el bien, un
modo de ser de libertad con respecto a un bien. Decir libertad es decir persona, porque cada persona es
su libertad; por otra parte, decir libertad es decir la potencia activa de la persona, del conocer y del
querer. La virtud no es el acto bueno, circunscrito a su ejercicio, ni una suma de actos, sino la actitud
buena, coextensiva a la persona y, como tal, con carácter permanente. La virtud es la libertad devenida
fidelidad. Esta fidelidad no es sinónimo de conducta consuetudinaria, repetitiva, rígida, sino sapiente,
iluminada, creativa; en suma, inteligente. La virtud es una fuente, un recurso, una energía, una fuerza
(dynamis), un potencial ético que mueve fácil y espontáneamente.
Fe, caridad y esperanza se comprenden en este cuadro hermenéutico. Son disposiciones
permanentes, inteligentes y dinámicas de la libertad hacia el bien supremo, que es Dios. Como
disposiciones configuran teologalmente la libertad y, así, la vida cristiana no es una suma de actos
meritorios frente a un Dios remunerador, sino la fidelidad de la libertad que da testimonio de la gracia y
en la cual toma forma primaria la imitatio Christi. Fruto de esta libertad teologal es que la vida moral no
atomiza en una pluralidad de actos, sino que se unifica en una libertad fundamental de fe, caridad y
esperanza, que cualifica, dirige y finaliza todo el hacer particular y situacional. Fe, caridad y esperanza
no disponen a la libertad simplemente a la acción, sino que son para ella una fuente de inteligencia, un
modo de ver, de valorar y de decidir; nos hacen comprender, juzgar y deliberar a la luz del Evangelio.
Son, finalmente, dinamismos de la gracia que potencian la libertad, habilitándola a la sequela Christi en
toda su radicalidad, y reproduciendo en nosotros el “como” de Jesús.

e. Acciones englobantes y animadoras de todo el obrar moral

Sin embargo, fe, caridad y esperanza sobrepasan el ámbito estrictamente religioso y abarcan todo
el obrar moral. De este modo, todo el obrar moral cristiano se convierte en teologal. No se da un ámbito
profano, meramente humano o solamente natural.
La teología –a partir de Santo Tomás– ha hablado de virtudes sobrenaturales (infusas) que
duplican el dinamismo de las virtudes naturales (adquiridas), no como virtudes agregadas a éstas, sino

16
Lectura de: SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 55-56. 62-67.
17
Catecismo de la Iglesia Católica, 1813.
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como la elevación sobre-natural de ellas por obra de la gracia. Hay, en efecto, tantas virtudes por gracia
(sobrenaturales) cuantas son las virtudes humanas (naturales, morales): las virtudes sobrenaturales no
son sino las mismas virtudes naturales sobre-elevadas. De modo que todo el obrar virtuoso cristiano es
obrar salvífico-sobrenatural. En esta perspectiva, virtudes sobrenaturales son primariamente y
esencialmente las tres virtudes de la relación con Dios. Esta es una primera explicación, que se remonta
a Santo Tomás.
Otra tradición teológica, vinculada esta vez a Duns Scoto y retomada luego por San Francisco de
Sales, explica la incidencia informadora y vivificante de las virtudes teologales sobre las virtudes
morales de forma directa, sin tener necesidad de hablar de virtudes sobrenaturales. Fe, caridad y
esperanza permean todo el vivir humano, informándolo teologalmente y elevándolo sobrenaturalmente.
En cuanto tal, inciden inmediatamente sobre el vivir virtuoso humano, sin la mediación de otras virtudes
sobrenaturales. De este modo, evita el riesgo de hacer de las virtudes teologales unas simples virtudes
sobrenaturales junto a otras, aunque, en realidad, la cuestión es más terminológica que objetiva.
Las virtudes teologales no ejercitan sobre las virtudes morales y sobre su accionar una causalidad
material; porque el contenido (el objeto material) de la moral cristiana es el mismo de la moral natural
establecido de una vez por todas por la sabiduría creadora divina. En cuanto a la causalidad formal, las
virtudes teologales constituyen la novedad, lo específico cristiano de la moral. Ellas dan forma teologal
al vivir virtuoso, forma que las virtudes morales asumen. El valor y la economía escatológica abren a la
causalidad final. Las virtudes teologales hacen referencia a Dios, a la plena y definitiva realización en
Dios de todas las intenciones y los fines inmanentes a las virtudes humanas. Éstas son finalizadas y
movidas por una bondad de vida sobrenatural. Para la consecución del fin, fe, caridad y esperanza,
ejercitan así mismo una causalidad eficiente sobre el vivir virtuoso humano.

f. Fuente y alimento sacramental

Las virtudes teologales manan de las fuentes mismas de la gracia: los sacramentos. La eficacia
sacramental es, en primer lugar, ontológica: es la eficacia de la gracia santificante, gracia de
consagración del ser, constitutiva del hombre nuevo. Desde el ser, la eficacia se extiende al hacer; se
extiende como deber-ser, donde el deber dice el ser en orden al llegar a ser, a través del hacer. También
el hacer es fruto de la gracia. La santidad moral procede como vocación (llamada) desde la santificación
ontológica. En este dejarse hacer por la gracia, la libertad no se vuelve pasiva, porque la gracia no la
absorbe, sino que la exige y la promueve. Existe el ex opere operato de la gracia y el ex opere operantis
de la libertad. Del encuentro entre el don preveniente de la gracia y la fidelidad receptiva (accogliente)
de la libertad proceden la fe, la caridad y la esperanza. Los sacramentos son el “lugar” de este encuentro.
La liturgia sufre una caída devocionalista, por reducción a prácticas de piedad; legalista, por
reducción a deberes y preceptos; consuetudinaria, por reducción al acostumbramiento y las repeticiones;
cultualista, por el formalismo ritual; funcionalista, por desviamiento del misterio subordinándose a otra
cosa. Se termina haciendo de la fe, la caridad y la esperanza simples virtudes de religión, que se suman a
las otras; y del vivir extra-religioso, se hace un campo teologalmente irrelevante. Significativa en este
sentido es la actual incorporación de las virtudes teologales a la moral fundamental, dejando de ser un
tratado de moral especial. Su exposición se convirtió en fundamental, arquitectónica y constitutiva de
toda la teología moral.

g. Autonomía teologal de la moral

El obrar moral no es expresión y función de un código de comportamiento exterior, que vincula


voluntaristamente a la libertad, sino del ser mismo de la persona en Cristo que se quiere como deber-ser.
Deber-ser de realización (deber-llegar a ser) y de acción (deber-hacer). Lo que hay que hacer no es un
vínculo impositivo externo, sino una solicitud interior. La instancia ética del deber no es vista como
coacción legalista u observancia moralista, sino como fidelidad atestiguante. Es la fidelidad de la
libertad moral a la libertad ontológica, que se expresa como virtud. Gracia santificante y habilitante,
habíamos dicho: santificante del ser, habilitante del hacer.
Virtudes teologales - 9

Esto no significa que las virtudes teologales basten por sí solas para instruir y habilitar la libertad
del cristiano en la pluralidad y complejidad del vivir. Ni tampoco que la moral se resuelva en las
virtudes, prescindiendo de los actos y las leyes que los norman; sino que los actos son considerados en la
prospectiva unificante de la persona, y que la ley es reconocida como expresión mediadora,
sustrayéndola a todo voluntarismo. Este personalismo ético de la fe, caridad y esperanza expresa la
autonomía teologal de la moral cristiana. No es el subjetivismo del yo centrado en sí mismo, sino el
personalismo de la libertad liberada y valorizada por la gracia. El cristiano no obra por mandato divino,
sino por fidelidad teologal.

3. Bibliografía complementaria

a. La función de la resurrección en la vida moral18

Algunos autores han puesto de manifiesto la falta, en teología moral, de la mención al misterio de
la resurrección, central en nuestra fe. No sería “un tema más”, sino que la persona de Cristo Resucitado
iluminaría la inteligencia de la moral, lo cual reclama una unión más estrecha entre la moral y la
dogmática y, al mismo tiempo, la superación de una visión legalista y esencialista de la moral.
Si aceptamos que el Crucificado resucitó de entre los muertos, deberíamos cambiar radicalmente
nuestra forma de vida. El Resucitado es nuestro principio, norma, centro de vida moral. Desde el s. XVI,
donde la moral se separa de la dogmática, no existe mención de la resurrección en el pensamiento ético
cristiano. Esto se debe a una decisión deliberada: la moral se vuelca más hacia la filosofía que hacia la
Revelación.
La única mención de la resurrección se debía a la obligación de creer en ella para salvarse, es
decir, era un precepto, una ley a cumplir. La Cruz sí tuvo un influjo fuerte en moral, como modelo de la
renuncia, del sacrificio, de la entrega, paradigma de ley y obediencia. De esta forma, la teología moral se
va volviendo cada vez más ética, cada vez más racional, en el sentido iluminista de la palabra. Kant,
para quien los dogmas de fe no entran en el cuadro de lo racional, es el que marca el rumbo. Para él y
sus sucesores, la resurrección es una doctrina sin consecuencias prácticas, desvinculada del Resucitado
que da sentido al obrar moral cristiano. A partir de ahí, parte de la teología moral se obsesionó por ser
comprensible para todos, por poder entrar en diálogo con el mundo a costa de poner entre paréntesis
algunos puntos esenciales de su contenido, llegando a afirmar, en el caso de los partidarios de la “ética
autónoma en contexto de fe”, que la fe no aporta contenidos nuevos a la moral, sino los mismos para
todas desde un horizonte o motivación diversos. Se produce una brecha entre el Dios que habla a nuestra
fe y el Dios que habla a nuestra conciencia. La moral separada del dogma deja de ser cristiana.
De acuerdo con Santo Tomás, en cambio, el poder que mueve el obrar humano es el mismo
poder que resucitó a Jesús de entre los muertos: el Espíritu eterno del Padre, que es el motor personal del
actuar del cristiano. Afirmar que “ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo
donde Cristo está sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1), es interpretar la propia vida moral como
experiencia activa del Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos. El primer acto moral del
cristiano –donde “primero” no se entiende en sentido temporal sino primordial– no es un acto autónomo
con respecto a la fe, sino un acto de fe en el Resucitado. La resurrección no es la verdad que valida todo
lo demás, sino que ella misma es un hecho salvífico que causa la justificación. Por eso, Santo Tomás no
puso la cuestión Quid sit resurrectio?, no habló de ella en términos esencialistas, sino que expuso su
necesidad para la salvación y los beneficios que de ella recibimos por la fe. Entre las “necesidades” que
Tomás enumera, la cuarta es para “informar” el vivir del creyente (ut nos promoveret ad bona), lo cual
significa “dar forma”, en sentido aristotélico19.

18
B. JOHNSTONE, «Rising to new life: a moral theology of resurrection», Studia Moralia 55/1 (2017), 141-168.
19
Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q. 53, a. 1.
Virtudes teologales - 10

b. El seguimiento de Cristo20

Todo el capítulo 1 de Veritatis splendor gira en torno a la sequela Christi y, a partir de este
seguimiento, se plantea la vida moral del cristiano. El deseo natural del hombre a la vida beata, que está
inscrito en su corazón y que ha sido revelado en el Decálogo, es manifestado plenamente en “Jesucristo,
ley viviente y personal”21. Esta centralidad del seguimiento de Cristo nos presenta

la dimensión teologal de la moral, ya que la relación con Cristo se desarrolla a partir de la fe e implica,
como consecuencia necesaria, la vida en el amor. Además, en cuanto seguimiento, la relación con Cristo
es camino que pone en juego la esperanza, virtud del homo viator. Por tanto, la fe, la esperanza y la
caridad están en la raíz y son el alma misma de la moral cristiana22.

La vida moral cristiana tiene, como punto de partida, la experiencia de un encuentro personal con
Cristo, que conlleva, en primer lugar, una llamada, una invitación a seguir al Maestro. En segundo
lugar, la respuesta libre que implica ponerse en camino por el seguimiento.

En el auténtico seguimiento se establece una sinergia entre la acción divina y la acción humana.
Cuando se disocian el don divino y la tarea humana, ambos enferman y se cae inevitablemente, sea en un
moralismo que considera irrelevante el don divino, sea en un antimoralismo que infravalora la acción
humana. El vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana se halla contenido y
revelado en esas dos palabras que Jesús pronuncia: “¡ven y sígueme!”23.

El discípulo sale de sí para entrar en Cristo.

En y a través de la fe estoy abierto y expropiado de mí mismo […]. La experiencia en su sentido


más amplio es justamente la comprensión adquirida a través de un viaje. Esta experiencia sólo puede
adquirirse en la medida en que se hace, y sólo puede hacerla el que se abandona a sí mismo y se pone en
marcha, es decir, el que lleva su fe a la práctica y vive como creyente. Aquí tiene lugar el tránsito del
“psíquico”, que posee el Espíritu “teóricamente”, pero no lo realiza, al “pneumático”, que acoge al
Espíritu dentro de sí24.

Para alcanzar el punto de llegada, que es la bienaventuranza, es indispensable tener como punto
de partida la experiencia de Cristo. A Él no se lo puede reducir a una mera fuente de inspiración para
saber obrar correctamente. Porque es la ley viva y personal puede convocar a su seguimiento y puede
pedir una adhesión total a Él. Por eso, la persona de Cristo, sus palabras y sus acciones se convierten
para el hombre en norma de su obrar. La imitación no puede ser exterior, “los cristianos no sólo toman
de Jesucristo una teoría, sino que comparten y, a su manera, reproducen su decisión de vida y de
muerte”25. Cristo es la causa personal que cristifica el dinamismo virtuoso humano invitándolo a una
comunión personal. El amor de Dios es ofrecido al hombre como don y esta gracia es respondida por el
amor humano en una conformidad con Cristo, gloria del Padre. Para san Agustín la única virtud
necesaria para alcanzar la felicidad es Cristo: “Muchas son las virtudes, pero todas son necesarias aquí;
de estas virtudes vamos a la virtud. ¿A qué virtud? A Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios”26. San Máximo
el Confesor enseña que Cristo y su obrar son el fundamento de la deificación del cristiano y afirma:

20
D. L. GATTI, El seguimiento de Cristo, fuente y fundamento de la vida moral cristiana, UCA, Buenos Aires 2012, 109-131.
21
JUAN PABLO II, Carta encíclica Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, AAS 85 (1993), 1133-1228, 15.
22
Ibid., 16.
23
J. LARRÚ, El seguimiento de Cristo, fundamento esencial y original de la moral cristiana, en C. SCARPONI (ed.), La verdad
los hará libres, Paulinas, Buenos Aires 2004, 263.
24
H. U. VON BALTHASAR, Gloria. Una estétita teológica, I, Ediciones Encuentro, Madrid 1985, 205. 209.
25
J. RATZINGER, «Magisterio eclesiástico, fe, moral», en Principios de moral cristiana. Compendio, EDICEP, Valencia
20052, 45-69, 57.
26
SAN AGUSTÍN, Enarrationes in Psalmos 83, citado en J. LARRÚ, Op. cit. p. 268.
Virtudes teologales - 11

El Logos de Dios ha nacido una vez por todas según la carne, pero quiere, gracias a su amor por el
hombre, nacer siempre según el Espíritu en aquellos que lo desean. Y se hace un pequeño niño, tomando
forma en todos aquellos a través de las virtudes, y se manifiesta tanto cuanto puede recibir por ellas
espacio en aquel que lo acoge 27.

Para santo Tomás las virtudes perfeccionan al acto humano y lo conducen a la plenitud.
Impregnan de racionalidad a todo el dinamismo del obrar para que encuentren y alcancen el bien último.
Esta perfección está en el interior del acto, ya que las virtudes son los principios interiores del obrar. No
puede haber un obrar excelente sin las virtudes. Éstas se encuentran asociadas a los dones del Espíritu
Santo por lo que la gracia de Dios sostiene y colabora con la acción del hombre para que llegue a la
perfección. El Doctor Angélico se ubica en la perspectiva de la persona.
La propuesta moral de San Buenaventura28 podría describirse como un “cristocentrismo de las
virtudes”. Cristo es el medium del conocimiento y de la actuación moral. Es el ejemplar de las virtudes
del hombre, el «exemplar excitativum virtutum»29, por ser éste creado a imagen de Dios. Esta imagen ha
sido desfigurada por el pecado, pero no destruida, por lo que la creatura tendrá que recuperar su
dignidad primigenia a través de su vida moral adoptando la forma de Dios (deiformitas), y así llegar a su
máximo esplendor en la conformidad con la figura cruciforme de la caridad (cruciformitas).
El camino hacia la vida feliz se realiza en el interior del cristiano por la gracia del Espíritu Santo,
que hace presente a Cristo y permite al creyente participar en sus virtudes. El obrar humano es
comprendido en la dimensión teológica del mérito, en el cual el acto humano, por la gracia se hace
proporcionado a la vocación última del hombre que es la vida beata. La rectitud se da cuando la acción
buscar el bien honesto y es ayudado y garantizado por las virtudes: el vigor virtutis por las virtudes
cardinales, el splendor veritatis por la fe, y el fervor caritatis por la caridad30. Por la caridad el cristiano
se hace “deiforme”. Ella posee una primacía sobre las demás virtudes. San Buenaventura produjo un
cambio interior en la concepción del concepto de virtud.

De un hábito debido a un esfuerzo personal, la convirtió en una cualidad que Dios mismo opera en
nosotros, a través de la cual, al hacernos como él, nuestros actos se hacen proporcionados al fin de nuestra
vocación sobrenatural31.

La dimensión cristocéntrica de las virtudes no anula a la persona, sino que el encuentro entre lo
humanum y lo divinum en moral se unen “sin confusión y sin separación”. El proceso de identificación
con Cristo a través del seguimiento es parte esencial de la formación de la personalidad de los cristianos,
porque en él se adquieren y se participan las virtudes de Cristo sin perder su propia personalidad. Por
eso se habla de una “prolongación de la humanidad” y se la distingue de una mera imitación exterior.

c. “Jerarquía de verdades y virtudes en relación al cristianismo popular”32.

(Artículo anexo)

27
SAN MÁXIMO EL CONFESOR, Capita XV, citado en J. LARRÚ, El seguimiento..., Op. cit. p. 268.
28
Sigo explícitamente el estudio de L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, Madrid, Cristiandad, 2004,173-183.
29
SAN BUENAVENTURA, In III sent., d. 35, a. 1, q. 2, concl., citado en L. MELINA, Op. cit.
30
SAN BUENAVENTURA, Breviloquium, V, 1, 6 citado en L. MELINA, Participar, op. cit. p.179, el vigor de la virtud, el
esplendor de la verdad, el fervor del amor.
31
L. MELINA, Op. cit. p.179.
32
F. FORCAT, «Jerarquía de verdades y virtudes en relación al cristianismo popular», San Isidro 2020.
Virtudes teologales - 12

Unidad II:
“Salvados por gracia mediante la fe”
El ser humano ha sido hecho para la verdad; no sólo para la verdad de lo múltiple, sino para la
verdad de la vida, la verdad que da sentido. El cristiano profesa que esa verdad le viene de la fe en Dios
y en Cristo Jesús, en quien el Dios escondido (Deus absconditus) se transforma en el Dios revelado
(Deus revelatus). El Dios de la filosofía, en efecto, no se ofrece a la fe, sino a la razón.

1. Presupuestos antropológicos de la fe

a. Aproximación epistemológica: del “cogito” al “credo”

La necesidad que la fe tiene de inteligencia, se ata con la necesidad que la inteligencia tiene de
fe. El hombre es autoconsciente. La conciencia es la forma específicamente humana de ver, es
autopenetración, interiorización. La existencia consciente excede el propio ex-sistere objetual y factual.
Las reflexiones de la conciencia versan sobre las implicaciones últimas del ser humano, que son
implicaciones no sólo del ser-ahí, sino también, e irrenunciablemente, del deber-ser, del ser-con, del
ser-hacia. El ser humano, en efecto, no coincide con su ser-ahí.
La fe tiene una especificidad noética propia, para la cual es necesario el pasaje del cogito al
credo: de la lógica de la evidencia a la lógica de la participación. La primera está caracterizada por la
neta separación entre sujeto y objeto, y regida por las categorías del control, la verdad-
resultado/prestación/inducción/deducción. La segunda es experiencial, se ofrece, y el que conoce se abre
a la acogida: es la verdad-don/revelación/contemplación/admiración. El pasaje del cogito al credo es un
acto de libertad; acto no arbitrario ni inmotivado.
La lógica del credo dista también de una experiencia meramente sensorial, sea en el sentido del
experimento de laboratorio, sea en el sentido del instinto y las emociones. Según Marcel hay tres niveles
de la conciencia. Primero, el nivel del sentido, el sentio, en el cual conocer es sufrir, y por el cual
conocen los animales de una forma pre-reflexiva. Sigue el nivel del cogito, del indagar, del argumentar
inductivo/deductivo, del controlar, del verificar; es la reflexión primera, el pensamiento pensado. El
tercer nivel es aquel del credo, en el cual conocer es una experiencia participativa, vinculada a una
relación personal, que implica la com-unión, el con-partir. El otro no me está delante como un objeto, un
“él”, un “eso”, un “tercero”, un “no-yo”, sino como un sujeto, un “tú” que se revela y se ofrece. Esto es
posible sólo bajo la condición de empatía comunicativa, o “conocimiento por connaturalidad”, como lo
llamaba Tomás33. En esta lógica de la libertad, la verdad no se me revela sin mí: es la lógica del “ven y
verás” (Jn 1,39.46), de la reflexión segunda, el pensamiento pensante. Es una verdad que no se da, no
por déficit de verdad, sino de conocimiento: es la experiencia estética, la conciencia axiológica, el
conocimiento amoroso (materno, esponsal, amical), la vivencia religiosa.
Según la sentencia tantum cognoscitur quantum diligitur (tanto se conoce cuanto se ama), la
dinámica cognitiva del credo habla de un saber relacional en el cual la verdad se da a conocer según una
relación participativo, por el cual el que conoce si entrega, dejándose aferrar e impregnar por el
conocido. Un confiar-confiarse, por el cual el “yo creo” no viene a designar un saber eventual (yo creo
que lloverá), sino el espacio de encuentro entre en un yo y un tú: es un acto personal (yo te creo). Es un
conocer que me hace partícipe de la vida del otro. Esto significa que la fe asertiva –creo que (fides
quae)– es inescindible e imprescindible de la fe fiducial –te creo que (fides qua)–. Claro está, se debe
saber en quién se pone la propia confianza. La credibilidad es condición y presupuesto de la fe. Fe es
profesar a Dios (credere Deum), sobre el fundamento de su enseñanza (credere Deo), en la urdimbre de
una relación de confianza (credere in Deum).

33
Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q.5, a.2: "cognitio per connaturalitatem".
Virtudes teologales - 13

b. Aproximación existencial: la cuestión del sentido

Aquellas preguntas fundamentales del ser humano son llamadas, por el Concilio Vaticano II, “los
perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida”34. La conciencia es, por sí misma,
búsqueda de sentido. Ella no puede sustraerse a las preguntas más hondas, se negaría como conciencia.
Todo ser humano, de hecho, toma posición con relación al sentido y vive de su proyecto de sentido.
Cada uno a su modo responde a la pregunta: ¿tú en quién/qué cosa crees? ¿En quién/qué cosa pones tu
confianza más radical? ¿Quién/qué cosa vale para ti en absoluto? ¿Por quién/qué cosa gastas tu vida?
Cada uno a su modo cree. Porque también una libertad de no-fe, de no-creer, es un modo de creer: un
modo de decidirse en absoluto con relación a la verdad profunda y última del existir. Por esto, no hay
creyentes y no creyentes, sino individuos diversamente creyentes. Con respecto al sentido, la alternativa
no es entre la razón y la fe, entre el cogito y el credo, sino sólo al interno del credo: quien, en nombre de
la certeza del cogito, “pretende huir a la incerteza de la fe, deberá rendir cuentas a la incerteza de la
incredulidad”35. El ateo no tiene más seguridades que el creyente.
La cuestión del sentido siempre estuvo presente en la conciencia del ser humano, aunque en el
pasado ha sido un tema a-problemático. Con el giro antropológico del pensamiento moderno y
contemporáneo, que ha trasladado y polarizado sobre el hombre el centro estructural e interpretativo de
la realidad, la cuestión del sentido empezó a emerger de manera aguda y problemática: se volvió, se
puede decir, propiamente cuestión. Contrariamente a cuanto pretendía suponer el optimismo iluminista,
la emancipación autocéntrica de la conciencia y de la libertad no sólo no suprime la cuestión del sentido,
sino que provoca su agudización en sus expresiones existenciales: soledad, desencanto, ansia, miedo,
aburrimiento, depresión, taedium vitae, angustia, nihilismo, rebelión. Se hace camino, luego, un deutero-
iluminismo, más sobrio, más realista, que viene como a doblar la apuesta del primero, relativizándolo y,
en cierto modo, renegando de sus pretensiones omnicomprensivas y reductivas de sentido. Se lo
reconoce en la metacrítica existencialista de toda búsqueda y propuesta efímera de sentido, como en
Blondel, Jaspers, Marcel y Scheler; también en los resultados nihilistas de la filosofía y la literatura de la
angustia, como Nietzsche, Camus, Heidegger y Sartre. Esta metacrítica tomó además forma teorético-
cultural en la Escuela de Frankfurt y su “fe en el progreso”.
En el fondo de la cuestión del sentido, se encuentra la irreductibilidad del ser humano a su ser-
ahí, y de la conciencia sustancial a ser inteligencia objetiva. La cuestión del sentido es, como tal,
cuestión de salvación. Pero una salvación es posible a condición de ser salvados. Una autosalvación es
una contradicción en términos. Por una parte, un sentido trascendente no puede no darse; la cuestión en
sí misma requeriría un postulado de sentido. Por otra parte, este sentido, postulado e irrenunciablemente
afirmado e invocado, no se logra mediante el hacerse del hombre, sino como revelación y gracia que el
hombre recibe y acoge en la fe.

2. El diálogo teologal de la fe

Los presupuestos antropológicos constituyen la plataforma. Al ser la fe por la gracia, no sólo no


prescinde de lo humano, sino que lo reconoce y asume; no como un recipiente pasivo, sino como
partner de Dios, en el diálogo de la fe. Diálogo asimétrico. Un don, sin embargo, no es tal sólo porque
donado, sino también porque recibido. La fe tiene un insuprimible valor antropológico, pero no se trata
de una antropología paralela. De este modo, son puestas las posibilidades de Dios (de la revelación y de
la gracia), sin disminuir al hombre (en aquella libertad que Dios mismo le donó). En el pro nobis, Dios
revela el se ipsum.

34
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 4.
35
J. RATZINGER, Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, Palabra, Salamanca 200511, 16-18.
Virtudes teologales - 14

a. La fe que cree: el acto de fe

“Fe en la verdad” (2Tes 2,13), dijo San Pablo; y Santo Tomás comenta: “Creer es acto del
intelecto que –bajo el impulso de la voluntad, movida por Dios mediante la gracia– da el propio
consenso a la verdad divina”36. Es, por tanto, un acto de toda la persona.
En el AT, creer es encontrar un fundamento en Dios, como atestigua el verbo hebraico ‘âman:
apoyarse sobre, apoyarse a, encontrar fundamento en, estar firme, seguro. “Confío en el Señor, no
vacilaré” (Sal 26,1); “Sólo Él es mi roca” (Sal 62,3); “Quien cree no vacilará” (Is 28,16); “Si ustedes no
creen, no tendrán estabilidad” (Is 7,9). El NT se encuentra en línea de continuidad, por ejemplo, en la
alegoría de la casa y su fundamento: “Quien escucha mis palabras y las pone en práctica…” (Mt 7,24-
28). Creer es, de este modo, ante todo una cuestión ontológica, más que una cuestión epistemológica. La
fe está en la relación veritativa de Dios con el hombre: Dios, verdad del hombre. Pero es una verdad que
no está primariamente en el rayo de iluminación que se verifica por la inteligencia, sino en aquello de
significación (fundación) del ser. Jesús, como “autor y consumador de la fe” (Hb 12,2), nos enseña qué
cosa sea una vida según la fe. La fe cristiana es fe como Cristo: su vivir en Dios, su Padre, de su palabra,
de su voluntad, constituye toda la existencia de Jesús. “Yo vivo de la fe en el Hijo de Dios” (Gál 2,20).
El acto de fe no sólo reproduce la fe de Jesús, sino que se dirige a Él. En Jesús, la fe se vuelve cristiana.
En Él, en su humanidad, Dios se hizo visible y presente: “Tengan fe en Dios y tengan fe en mí” (Jn
14,1). Es Él la “roca” de consistencia del creer bíblico. Creer es decir amén a Dios, en Jesús Cristo
(2Cor 1,20).
Al principio de la fe, está la palabra. “La fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación
se realiza en virtud de la Palabra de Cristo” (Rom 10,17). Hay, por tanto, una gradualidad: la palabra, la
escucha que percibe, la fe que acoge. La “Palabra de la fe” (Rom 10,18), la llama Pablo. Es una Palabra
viva, operante; no se trata de una comunicación de principios, de verdades, de credenda. Fe es creer a.
No un retener algo como verdadero doctrinal o abstractamente, sino una participación luminosa en la
vida trinitaria. Creer es entrar, mediante la Palabra, en esta comunicación verdadera con Dios. Acto,
este, de escucha, de acogida, de interiorización. Expresiones todas de una libertad esencialmente
receptiva en sí misma y en relación con su objeto. En sí misma, en cuanto la fe es gracia; en relación con
su objeto, en cuanto proviene de una libre iniciativa divina, expresión de la gratuita autocomunicación
de Dios al hombre. Creer es escuchar la Palabra para adherir: “Muchos de los que habían escuchado la
Palabra abrazaron la fe” (Hch 4,4). No es ver una aparición. Y aún en la visión –“quien me ve, ve al
Padre” (Jn 14,9)– sólo en cuanto lo visto es mediación sacramental de la Palabra. La Palabra oída viene
acogida en la fe como palabra-vocación, llamado a la fe. De hecho, hay un oír que no acoge, como lo
indica la parábola del sembrador: “oyen y no escuchan ni entienden” (Mt 13,13). El tiempo como kairós
es un tiempo ofrecido a los ojos y los oídos de la fe; penetra el tiempo-krónos y capta los signos de Dios,
de su llamada, de su providencia, de su don. No es una lectura de fe, aquella que lee la historia
cronológicamente, pasando por alto la lectura kairológica. El auditus fidei abre al intellectus fidei,
expresión de un creer que penetra con la inteligencia la Palabra.
No hay escucha de la Palabra sin conversión (metanoia) de todo aquello que impide a la Palabra
penetrar y activar la libertad creyente. La conversión se sella con “la obediencia de la fe” (Rom 16,26),
“prestándole el pleno obsequio del intelecto y de la voluntad”37. En continuidad con el ‘âman
veterotestamentario, el pistéuein neotestamentario define el creer como relación ontológica, ya que la
conversión obediente de la fe es principio de vida nueva para el hombre: “les aseguro que el que escucha
mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya
ha pasado de la muerte a la Vida” (Jn 5,24).
En fin, creer es acto de oración, de comunión dialógica con Dios. Al hombre desencantado y
desilusionado de nuestro tiempo no se trata, ante todo, de ofrecerle motivos razonables de credibilidad,
sino espacios para vivir la oración.

36
SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q. 2, a.9.
37
CONCILIO VATICANO II, Dei Verbum, 5.
Virtudes teologales - 15

b. La fe que creo: el contenido de la fe

En medio de la crisis actual, la fe es percibida como un complejo de dogmas a aceptar y profesar


sin dudar. Por otro lado, también existe el desequilibrio inverso vuelto a enfatizar el componente
subjetivo del creer, por el cual no es importante “en qué cosa” se cree, sino “que” se crea sin más. La
armonía acto-contenido, fides qua – fides quae, ha sido quebrada dañando la verdad (la ortodoxia) o,
como hace el dogmatismo, dañando el empeño (la ortopraxis).
La Biblia no formula un contenido abstracto y doctrinal de la fe, sino concreto y viviente, en
relación con la historia. Si a un israelita, en el AT, se le hubiese pedido: “dime tu credo”, él no habría
respondido con un elenco de verdades; habría respondido contando una historia. El contenido de la fe
está, así, articulado no a una deducción especulativa, sino a la revelación de JHWH en la historia de
Israel. Pronunciar el “pequeño credo” del Deuteronomio es más que retener como verdaderos ciertos
hechos; es alabanza a Dios proclamada en el culto. También la fe neotestamentaria, cuyo contenido es el
evangelio, la alegre noticia de la encarnación-misión-pasión-muerte-resurrección de Cristo. Al centro de
esta fe está Cristo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo” (Mt 16,16). Las primeras confesiones de fe
de la Iglesia apostólica eran siempre cristocéntricas: “Jesús es el Señor” (Rom 10,9); “Jesús es el Cristo”
(1Jn 1,22); “Jesús es el Hijo de Dios” (Hch 9,20); “Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo
recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día,
de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce” (1Cor 15,3-5). Toda predicación
posterior es reenviada a este centro, y lo debe explicitar y actualizar. Es lo que ha hecho la comunidad
cristiana a lo largo de los siglos, comenzando por los símbolos de la fe. Son la necesidad de explicitar la
única fe en una multiplicidad de verdades de fe; necesidad que tiene una triple valencia con respecto al
depositum fidei: necesidad catequética de comunicar, necesidad teológica de profundizar, necesidad
magisterial de defender. Una fe que se vuelve elaborada, conservada y enseñada.
Cristo es el centro en virtud del cual las muchas verdades enunciadas por la fe de la Iglesia, a lo
largo de los siglos, se articulan en forma unitaria y concéntrica. Entonces, si la exigencia era de detallar
la única fe en múltiples verdades de fe, ahora es de reencontrar la única fe en tantas verdades formuladas
y definidas a lo largo de los siglos38. Existe un orden o “jerarquía” de verdades. La fe, por tanto, no cree
su contenido indiferentemente, sino diferentemente. El mismo Credo hace esta distinción diciendo
“credo in Deum… credo in Iesum Christum… credo in Spiritum Sanctum… credo Ecclesiam”. Esta
concentración e irradiación cristológica da significado teológico a la fe, porque Cristo es el sacramento
de Dios; doxológico, porque enunciar la verdad-dogma es entrar en comunión con el enunciado, como
sucede cuando en la liturgia recitamos el símbolo; antropológico, porque Cristo es el Redentor del
hombre; y eclesiológico, porque la Iglesia es Esposa y Sacramento de Cristo, el espacio propio e
imprescindible de la fe. La fe confiesa su contenido y la confesión es acto de la fe, fe en acto. La fe es la
opción decisiva de la libertad (inteligencia y voluntad), que se confía totalmente (acto) al Dios que en
Jesucristo se revela (contenido) como nuestra salvación. “Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el
Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado. Con el corazón se
cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para obtener la salvación” (Rom 10,9-10).

c. La fe por la cual creo: la verdad de la fe

Aquí por verdad se entiende la credibilidad de la fe, es decir, su plausibilidad a la razón. Al ser
un acto auténticamente humano, un acto voluntario e inteligente, la fe no puede darse más que en modo
racional y libre. Razón y libertad juntas constituyen las orillas de legitimación del creer. “Acto conforme
a la razón”39, significa que debe ser un acto creíble, plausible, fundado y justificado. De otra manera, la
fe se volvería una cuestión esotérica, crédula, ciega, insensata, voluntarista y fideísta. Dios es Logos (cfr.
1Jn 1,1), es decir, al mismo tiempo razón y palabra. “Dios obra syn lógo, con logos, o sea, con razón:

38
Leer FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, AAS 105 (2013), 1019-1137, 34-
39.
39
CONCILIO VATICANO I, «Constitución dogmática Dei Filius», en DH, 3009.
Virtudes teologales - 16

una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero, en efecto, una razón. Motivo por el cual no
obrar según razón es contrario a la naturaleza de Dios”40. El hombre, por tanto, para creer debe tener
certeza; y, sin embargo, la fe es al mismo tiempo un obsequio libre. La libertad de Dios es la
incondicionabilidad de su iniciativa, es la cualidad de don de la fe. La libertad del hombre es la
responsabilidad de su respuesta, es la cualidad de acogida de la fe. De otro modo, se caería en el
racionalismo, sea de matriz apologética, que presume de demostrar la fe como una tesis cualquiera
conocible humano; sea de matriz epistemológica, que presume de remover la fe del campo del conocer
como noéticamente irrelevante. La fe es un encuentro; y la bondad del encuentro está en la libertad de
las partes. En la fe, el hombre consiente a Dios ser Dios; Dios, a su vez, no coarta jamás al hombre, ni
heterodeterminándolo con su querer, ni vinculándolo con una necesidad lógico-matemática; en la fe, sin
embargo, lo llama a una adhesión inteligente y responsable.
La razón filosófica se detiene en el umbral de la fe revelada. El hombre, con su razón, no
demuestra la verdad de la fe (no se da una fe científica), sino que muestra que es razonable creer. Hemos
ya visto cómo el conocer del credo es diverso del conocer del cogito. Toda legitimación racional de la fe
debe darse en el respeto a esta diversidad. Aquí nos hallamos frente a un conocer que es posible sólo
mediante la libertad: la decisión y el acto con el cual el sujeto se deja provocar y responder a la llamada
que la verdad le hace. La fe responde a la lógica veritativa del “ven y verás”, que coimplica en el
conocer (verás) la libertad del sujeto (ven) (cfr. Jn 1,35-39.46). Fuera de esta libertad de encuentro no se
da la verdad de fe. Queda el campo veritativo del cogito dominado por la lógica necesitante de la
evidencia. Su asunción está a la base del racionalismo y del irracionalismo de la fe: en el primer caso la
fe está encerrada dentro de los límites de la pura razón; en el segundo, está sin razón.
Lo conocido por la fe es Dios, en la inagotabilidad e inefabilidad de su misterio y en la
imponderabilidad de su libertad. De frente a lo cual está el hombre en toda su caducidad y
defectibilidad, incapaz de ver, de comprender, de certificar a Dios. Revelarse es hacerse palabra: una
palabra que el hombre puede escuchar y, escuchándola, puede conocer a Dios. Es palabra-luz, esto es,
un contexto de verdad y sentido, una lógica y una claridad. Es una verdad que implica al sujeto
activamente, ya que es incomprensible e indivisible fuera de la experiencia de fe, e indemostrable fuera
de tal experiencia. Por eso, es un conocimiento que me vuelve irremplazable: nadie puede creer en mi
lugar, no puede meterme en el lugar de mi amigo o él en el mío, porque en el creer yo no soy distinto de
mi lugar. Es un conocimiento que no puede darse sin conversión. Por esta conversión epistemológica y
la profundidad personal de lo verdadero a lo cual ella se abre, “el hombre espiritual no puede ser
juzgado por nadie” (cfr. 1Cor 2,15). Por nadie que, desde posiciones de juicio externas y, por tanto,
noéticamente equivocadas, presume de poner a examen crítico al creyente. Él está “fuera” de la relación
veritativa del credo. La experiencia creyente, debido a los tres aspectos fundamentales que la
caracterizan –la trascendencia de Dios, la singularidad del creyente, la indeducibilidad causal de sus
eventos– permanece intrínsecamente inalcanzable por las categorías y los procedimientos lógicos de la
ciencia objetiva y verificadora. Lo cual no lleva a una contraposición entre fe y ciencia. Creer y verificar
no son antinómicos, sino sólo asimétricos: no se excluyen, sino que tienen campos veritativos diversos,
abiertos a la complementariedad. Racionalismo y fideísmo están unidos por la misma concepción
lógico-matemática de la razón.
En la experiencia de fe el cristiano está en la luz: no sólo conoce, sino que encuentra creíble el
conocer. Esto significa que el fundamento de la fe, el motivo de credibilidad, es interno a la fe: la fe cree
en su fundamento. No puede ser de otra manera, ya que es una verdad que no viene del hombre sino de
Dios. Si no fuese así, la fe debería responder a criterios externos de credibilidad, un motivo creado
fundamentaría la verdad increada, la razón humana sería la medida de la verdad divina y recaeríamos en
el mundo de las deducciones y las prestaciones. Si la teologalidad de la fe venía a menudo circunscripta
a su contenido, es porque se la entendía como fides quae; mientras que la credibilidad y el conocimiento
encontraban su espacio en la apologética.
La razón creyente no ve a Dios, sino su testimonio visible en sus signos. Se trata de eventos,
personas, palabras y gestos de la historia de la salvación, incluida la Iglesia. El signo último y decisivo,

40
BENEDICTO XVI, Discurso a la Universidad de Regensburg, 12 de setiembre de 2006.
Virtudes teologales - 17

unificante de todos los otros signos, es Jesucristo. En relación a quien se comprenden y se vuelven
realmente significativos todos los otros signos: los de su vida (como los milagros), los que lo anuncian
(en el AT), los que lo siguen (en la vida de la Iglesia). Él no solamente ha afirmado la reivindicación de
autoridad fundada en el misterio de su historia y de su persona, sino que también la hizo creíble en su
vida, con su destino, con su palabra y con las obras, pero sobre todo con su muerte y resurrección. Jesús
se acredita a sí mismo: “si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, crean en las
obras, aunque no me crean a mí. Así reconocerán y sabrán que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn
10,37-38). Y la resurrección es el signo último al cual Él mismo envía (cfr. Mt 12,59-41), y frente al
cual, según San Pablo, la fe se sostiene o cae: “Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y
vana también la fe de ustedes. Y si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es inútil y sus pecados no han sido
perdonados. En consecuencia, los que murieron con la fe en Cristo han perecido para siempre. Si
nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más
dignos de lástima. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos” (1Cor 15,14.17-
20). Frente a la pregunta: “¿Por qué es verdadera tu fe?”, el cristiano responde: “Porque Jesús resucitó”.
Y, sin embargo, la resurrección de Jesús es objeto de fe; no puede ser de otro modo: el fundamento de la
fe es interno a la fe, como hemos visto. Ella se escapa de la “aprehensión” histórica, del método
histórico; trasciende las categorías historiográficas de la documentación probatoria. La verdad no es una
posesión, sino una morada: el cristiano está en la verdad (cfr. Jn 17,17.19).

3. Fe y libertad

El ‘âman de la fe es un modo de ser y, al mismo tiempo, un modo de hacer: es una profesión


viviente. Creer es “vivir en la fe en el Hijo de Dios” (Gál 2,20). Por eso, a partir de esta sección
reflexionaremos sobre la fe como principio de vida moral. Desde el momento en que la fe es opción
decisiva y calificativa de toda la experiencia creyente, coincide con la libertad fundamental de la
persona.

a. La libertad ética de la fe

La verdad de la fe no se hace sin la libertad. Dios, en su revelarse histórico-salvífico, no


prescinde del conocimiento, sino que lo implica. No es, en efecto, una verdad general y abstracta, una
verdad para cualquiera, sino directa y personal, una verdad para mí. Es vocación, llamada y encuentro.
Así lo testimonian tantos encuentros en la Escritura: “El Señor dijo a Abram: Deja tu tierra natal y la
casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré […]. Abram partió, como el Señor se lo había
ordenado” (Gn 12,1.4). Él es, de este modo, padre de todos los creyentes (cfr. Rom 4,9.16). Lo mismo
sucede con otros personajes bíblicos: “Entonces vino el Señor, se detuvo, y llamó como las otras veces:
«¡Samuel, Samuel!». El respondió: «Habla, porque tu servidor escucha»” (1Sam 3,10); “¡Tú me has
seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido!” (Jer 20,7); “Yo oí la voz del
Señor que decía: «¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?». Yo respondí: «¡Aquí estoy: envíame!»”
(Is 6,8); “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,36); “Entonces les dijo:
«Síganme, y yo los haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo
siguieron” (Mt 4,19-20). No hay fe sin gracia, pero tampoco sin libertad. La libertad entra, así, en el
estatuto epistemológico y ético de la fe. “El acto de fe es, por su misma naturaleza, un acto libre”41.
Existe, en primer lugar, una decisión y responsabilidad del hombre por la fe. La gracia de Dios es
para todos: “Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). Dios da
a todos la posibilidad de la fe. El Espíritu de Dios obra en el espíritu del hombre, poniendo en la
conciencia y en el corazón de cada uno las semillas y el reclamo de la verdad y de la gracia. Cada uno,
por tanto, decide y responde por la propia decisión. Todo hombre es llamado por Dios a la opción
fundamental de la fe, interpelado en profundidad, y cada uno, a su modo, responde y lleva sobre sí la

41
CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae, 7 de diciembre de 1965, EV1/578-605, 10.
Virtudes teologales - 18

responsabilidad moral de su respuesta. No son, pues, decisiones indiferentes, sino que representan la
responsabilidad de cara a un pecado: la indisponibilidad y cerrazón a lo trascendente.
Es necesario, en efecto, vivir la fe. En una fe de “tradición” no se termina nunca de transformar
en opción personal, sino que se vive fragmentariamente, en una concepción de Iglesia-agencia,
funcional, secularizada, con cristianos nominales. En una fe de “costumbre” nos sentimos y profesamos
cristianos, incluso tal vez defendemos la fe, pero es más un hábito externo, un hacer más que un ser, una
fe dicotómica que no coincide con la praxis, estática, como si estuviéramos estacionados en ella, una fe
más de “llegados” más que de “andantes”.

b. La libertad fundamental de la fe

La fe constituye la opción fundamental de la persona: el acto con el cual la persona decide


enteramente de sí, dando significado y objetivo a toda su existencia. “No indica la comprobación de esto
o de aquello, sino una impostación de fondo, una forma mentis”42. No es una opción junto a otras
muchas elecciones. En la fe no está en juego un bien particular, sino el bien más grande. Es una libertad
que el cristiano vive como fidelidad.
La fidelidad de la fe es la traducción operativa de la fe que, como opción fundamental, califica y
dinamiza toda la libertad, siendo principio de las operaciones particulares y categoriales. “Siendo la fe
del orden del conocimiento […], obra sobre el comportamiento moral al nivel de la elección de aquello
que se necesita hacer, o sea, del juicio práctico de la razón con respecto al hacer. Esta función de la fe es
tradicionalmente llamada discernimiento”43 o, lo que lo mismo, mens fidei, esa función con la que se
leen los eventos y situaciones con los ojos de la fe. Éste es el principio de la virtud cardinal de la
prudencia. La fe habilita a cambiar la lectura cronológica de los eventos por la lectura kairológica. Nos
sustrae, por una parte, a una inteligencia superficial y nos da una inteligencia teologal; y por otra, a un
juicio minimalista del bien a cumplir y nos da un juicio maximalista, en línea con la radicalidad ética del
Evangelio: “nosotros tenemos el pensamiento de Cristo” (1Cor 2,16). De este modo, el ‘âman de la fe
pasa del ser al hacer, se transforma en el principio inspirador de la conciencia.
Además de esta fidelidad de la fe que nos lleva a ver, juzgar y decidir desde la fe, la libertad
fundamental de la fe suscita una fidelidad a la fe, conectada a las tareas y responsabilidades que la fe
comporta para el cristiano. Está, primero, la responsabilidad hacia nosotros mismos, que implica cuidar
y hacer crecer la propia fe. Es una realidad dinámica como la vida y, por tanto, no apodíctica o
controlable; la fe conoce de incertezas y noches oscuras, es una conquista cotidiana que debe ser pedida
en oración: “Señor, ¡aumenta nuestra fe!” (Lc 17,6); que tiene una característica agónica, de lucha, como
lo testimonia Jacob. Creer es cor-dare, decían los medievales, un dar el corazón que implica la continua
lucha con una alteridad que no viene “resuelta”: Dios es el otro de mí, el Deus revelatus y absconditus al
mismo tiempo, que se esconde cuando se re-vela. Por eso, el cuidado de la fe pasa ante todo por la
oración, la liturgia, la eucaristía, la escucha de la Palabra, la formación, la fidelidad operativa. Ser infiel
a este cuidado comporta ciertos pecados contra la fe, como la incuria (el descuido de la fe), la
incredulidad (el rechazo), la herejía (la adhesión selectiva), la apostasía (el rechazo total), el sisma (la
rotura de la comunión eclesial), la superstición (la falsificación esotérica), la tentación de Dios (con la
cual se lo pone a prueba). En segundo lugar, hay una responsabilidad para con los otros, ligada al
anuncio de la fe (testimonio), la predicación de la Palabra, la celebración litúrgica, la catequesis, el
encuentro y el diálogo interpersonal, la piedad popular y la formación teológica.

42
J. RATZINGER, Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, 21.
43
J. RATZINGER, «Jesús de Nazaret», en Obras completas, VI/1, BAC, Madrid 2015, 346.
Virtudes teologales - 19

4. Ética de la fe

a. Fidelidad

La fe es paradigma de sentido para la ética, por eso la moral cristiana es una ética de la fe, vivida
en el cuadro hermenéutico de la fe. El cristiano se llama también “fiel”, lo cual habla de una estabilidad
operativa de la fe, por la cual el obrar cristiano, por una parte, es la fe que se hace acción; por otra, esa
misma acción se hace acto de fe, profesión de fe: “La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus
mandamientos. El que dice: «Yo lo conozco», y no cumple sus mandamientos, es un mentiroso, y la
verdad no está en él” (1Jn 2,3-4); “Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de
manera que se engañen a ustedes mismos” (Sant 1,22). La fidelidad sitúa el obrar moral en la relación
histórico-salvífica de alianza: ella es el recíproco humano, el correlativo de la libertad humana a la
fidelidad de Dios.
Toda la vida cristiana es vivida bajo el signo de la fe, y no sólo las obligaciones propiamente
religiosas y de oración. En primer lugar, el cristiano no vive la vida moral dicotómicamente a la vida de
fe, sino que encuentra en ésta el centro de unificación y activación. La vida de fe es vida moral, y la vida
moral es vida de fe. En segundo lugar, la vida moral como fidelidad de la fe significa que el cristiano no
sufre el deber moral como “ley”, sino que lo acoge como “gracia”, ya que ha sido rescatado de la ley
mediante la adopción como hijo (cfr. Gál 4,5). La ética cristiana es una ética de la fidelidad porque es
una ética filial: moral de la gracia y moral filial son un todo. Bajo esta luz, la bondad moral es bastante
más que un obrar conforme a la ley: el obrar moral tiene el valor salvífico de la realización de la propia
vida en Cristo y en la Iglesia. Y viceversa, el pecado es más que un acto contrario a la ley: es acto de
infidelidad salvífica.

b. Vocación

El diálogo teologal de la fe es un encuentro vocacional, es respuesta a Dios. El hombre


comprende y vive la propia vida como respuesta a la llamada creadora divina. Dios, dando al hombre el
“yo” de persona, lo creo como su “tú”. Es la exigencia propia de la sequela Christi. Es significativo
notar como, mientras la respuesta de los discípulos a la llamada del Maestro en los sinópticos es la
sequela, en Juan es la fe. Ni la fe es una adhesión formal y verbal a Cristo, ni la sequela es una
militancia secular y profana. La respuesta del discípulo a la llamada del Evangelio es la fe profesada en
la sequela, o sea, la sequela suscitada por la fe. Vivida como respuesta vocacional en la sequela Christi,
la moral es asumida en el “amén” del Hijo al Padre: “por él decimos «Amén» a Dios, para gloria suya”
(2Cor 1,20). El obrar moral es culto agradable y agradecido a Dios (amen vitae). La moral vocacional es
moral doxológica y eucarística. El pecado se vuelve, desde esta perspectiva, en escucha distraída de la
Palabra, inobservante; es libertad que no se hace respuesta.

c. Obediencia

La traducción operativa de la fe está ligada a una profundidad que hace de la fe algo más de una
simple visión del mundo. La escucha de la fe (akoé pisteôs) es un oír penetrante, una interiorización
asimilante de la Palabra: “cuando recibieron la Palabra que les predicamos, ustedes la aceptaron no
como palabra humana, sino como lo que es realmente, como Palabra de Dios, que actúa en ustedes, los
que creen” (1Tes 2,13). La Palabra “recibida” “actúa” en el creyente. La escucha (akoé) se hace
“obediencia de la fe” (hypakoé) (Rom 1,5). La hypakoé es la forma más intensiva de la escucha, por la
cual la Palabra escuchada se hace una decisión de la libertad, una escucha (akoé) penetrante (hypó: bajo,
dentro). El oír (en latín, audire) se transforma en obedecer (en latín, ob-audire): adhesión ética a la
Palabra, un oír decisivo, de tal forma que creer es obedecer y obedecer es creer. Obedecer es permitir al
Evangelio libremente aceptado de expresar su fuerza trasformadora en el hombre. “¿No saben que al
someterse a alguien como esclavos para obedecerle, se hacen esclavos de aquel a quien obedecen, sea
del pecado, que conduce a la muerte, sea de la obediencia que conduce a la justicia?” (Rom 6,16).
Virtudes teologales - 20

Obediencia de la fe es la aceptación del Evangelio con la mente, la voluntad y el corazón, tanto que toda
la vida esté interesada en ello. La expresión paulina encuentra su paralelo en Juan: “Si cumplen mis
mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor” (Jn 15,10). Es significativo que Pablo, hablando de obediencia, no haya
utilizado el término hypotaxis, sino hypakoé; expresión, la primera, de sumisión; la segunda, de
adhesión, como un “recibir con docilidad la Palabra sembrada en ustedes” (Sant 1,21), una Palabra que
es “espíritu y vida” (Jn 6,63), porque en su hablar el revelador se comunica a sí mismo.

d. Conversión

La opción fundamental de la fe es una libertad de conversión. No se da fe sin conversión. Juntas


constituyen la respuesta al anuncio del Reino: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca.
Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1,15). Dios se llega al hombre de forma desconcertante,
y exige una adhesión sin reservas a su Reino de amor, un pasaje del pensar según la carne al pensar
según Dios (cfr. Mt 16,23).
Existe una doble conversión. Ante todo, la conversión de la lógica necesitada de evidencia.
Abraham “creyó esperando contra toda esperanza” (Rom 4,18), ahí donde toda esperanza humana
dictada por la evidencia lo inducían al no confiarse. “Su fe no flaqueó, al considerar que su cuerpo
estaba como muerto –era casi centenario– y que también lo estaba el seno de Sara. El no dudó de la
promesa de Dios, por falta de fe, sino al contrario, fortalecido por esa fe, glorificó a Dios” (Rom 4,19-
20). Fe significa decir con Pedro: “Pero si tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5,4-9). “Porque –como diría
Pablo– no tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es
transitorio, lo que no se ve es eterno” (2Cor 4,18). Pero convertirse también de la presunción alienante
de la autojustificación. Quiere decir salvación que se deriva de una justificación propia, de aquella
respuesta en el poder del tener, sea la que se complace en las propias obras, como el rico y el fariseo de
las parábolas, incapaces ambos de abrirse a la fe en una justicia don y perdón de Dios. “¿De qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?” (Lc 9,25). Lo mismo el fariseo,
que no es una persona sin Dios, sino sin fe: “Yo atestiguo en favor de ellos que tienen celo por Dios,
pero un celo mal entendido. Porque desconociendo la justicia de Dios y tratando de afirmar la suya
propia, rehusaron someterse a la justicia de Dios” (Rom 10,2-3); “Si ustedes buscan la justicia por medio
de la Ley, han roto con Cristo y quedan fuera del dominio de la gracia. Porque a nosotros, el Espíritu,
nos hace esperar por la fe los bienes de la justicia. En efecto, en Cristo Jesús, ya no cuanta la
circuncisión ni la incircuncisión, sino la fe que obra por medio del amor” (Gál 5,4-6).
En la fe el hombre rompe con el monismo del rendimiento de cuentas, para confiarse totalmente
a la gracia, se relativiza a sí mismo para “gloriarse únicamente de Dios” (Rom 5,11), “de la Cruz de
nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6,14). “Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo
por pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como
desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él, no con mi propia justicia –la que procede de la
Ley– sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe. Así podré
conocerlo a él, conocer el poder de su resurrección y participar de sus sufrimientos, hasta hacerme
semejante a él en la muerte, a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3,7-
11). Fe, para Pablo, es abdicar a una vida centrada en sí mismo. La fe no es una prestación religiosa con
la cual el hombre busca agradar a Dios. “Porque ustedes han sido salvados por su gracia, mediante la fe.
Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios” (Ef 2,8): la fe es renuncia a toda presunción y
vanagloria, también de orden religioso o ético. La salvación no viene ni de una ley rigorista en la
formulación e interpretación, ni de una ley laxista. No de una ley severa e intransigente, para maximizar
los méritos de la libertad que cumple; ni tampoco de una ley permisiva y condescendiente, para
certificar la inocencia de la libertad. En ambos casos, el hombre cuenta consigo mismo, sobre la justicia
de la ley: en el primero, para gloriarse delante de Dios de las propias obras; en el segundo, para
sustraerse a la misericordia divina. En la gracia, la ley y el empeño moral no son disminuidos, sino
retomados y afirmados en su significado y rol de fidelidad, de respuesta y de obediencia.
Virtudes teologales - 21

e. Testimonio

La verdad portadora de sentido y de bondad propia de la fe permea toda la vida creyente, y hace
del cristiano un testigo de la fe, dando impulso operativo y relacional. La profundidad ontológica
bautismal aflora en el plano ético y social como testimonio: luz que no puede esconderse (cfr. Mt 5,14-
16). En el plano ético, es atestación que es al mismo tiempo fidelidad a Dios y a sí mismo. Esta es la
autonomía-teónoma/cristónoma de la moral. Es autonomía porque en el testimonio el cristiano se
expresa a sí mismo, no un código de comportamiento, sino su ser “criatura nueva en Cristo” (2Cor
5,17). Y es teónoma/cristónoma porque su ser ha sido creado y redimido por Dios en Cristo. “Porque el
mismo Dios que dijo: «Brille la luz en medio de las tinieblas», es el que hizo brillar su luz en nuestros
corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo”
(2Cor 4,6).
En el plano social, testimoniar significa que la fe es irreductible a un hecho individual o privado.
El cristiano vive la propia fe de cara a los demás. Por eso, es una tarea del testimonio (martyría) atestar
con la propia vida lo creído. Es la dimensión de ortopraxis de la fe, es la razón práctica de la fe, la
capacidad de abrir la ciudad del hombre a la ciudad de Dios, según el carisma y la vocación de cada uno.

5. Fe y ética

a. Cristo, maestro y principio de la vida moral

En esta sección veremos el problema de la relación entre fe y ética humana o, mejor dicho, el
proprium cristiano de la moral, lo cual es también un novum ethicum. Dijimos que ser cristiano es un
renacimiento (cfr. Jn 3,3-8). Esta vida nueva no es una creatio ex nihilo, sino una re-creatio innovadora
de la creatio original. Esto significa que lo sobrenatural supone lo natural: lo sobrenatural es lo natural
perfeccionado por la gracia, y la naturaleza está por sí misma abierta a este perfeccionamiento. La moral
sobrenatural o de la fe no es una moral agregada o paralela, sino su elevación portadora de un específico
cristiano.
La fe consiste esencialmente en el encuentro con Cristo Jesús, evento decisivo y transformador,
que envuelve profundamente al sujeto en una relación de ser-con Cristo, el cual se hace verdad-luz para
el conocimiento del creyente; en una relación de ser-en constitutiva, por la cual Cristo se hace principio
interior de nuestro obrar. “Cristo vive en mí” (Gál 2,20), “para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). Está
aquí el núcleo hermenéutico de la moral cristiana, el proprium: Cristo maestro y, al mismo tiempo,
principio de vida moral. El hombre nuevo en Cristo es “el hombre movido por el Espíritu (pneumatikós
ánthropos)” (1Cor 2,15).

b. El sujeto ético en la economía de la gracia de la fe

La vida cristiana es vida en Cristo. Es la vida misma del Cristo Resucitado que transforma a los
creyentes y los conforma a su imagen. Esta conformación ontológica suscita la imitatio Christi: “Pero en
aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado verdaderamente a su plenitud. Esta es la señal
de que vivimos en él. El que dice que permanece en él, debe proceder como él” (1Jn 2,5-6). Y además
reenvía al obrar ejemplar de Cristo: “Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con
ustedes” (Jn 13,15). Él es el paradigma normativo: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús”
(Flp 2,5). Es más que una imitación exterior. Su enseñanza y su ejemplaridad se transforman en criterio
interior y motivo inspirador del obrar moral cristiano. Su señoría ha adquirido una autoridad tal que la
vida cristiana es obrar kathós Chritós (como y porque Cristo). El específico ético de la fe está dado,
sobre todo, por la novedad de vida que une al evento de Cristo en nosotros todo el obrar cristiano. El
proprium cristiano de la moral es Cristo en nosotros: verdad-criterio-principio de vida moral.
Virtudes teologales - 22

c. Los contenidos normativos en el horizonte de sentido de la fe

Desde el punto de vista del contenido, la moral recibe nueva luz. Esto no significa que valores,
virtudes, mandamientos y normas cambian en materia y cantidad. La fe, en efecto, no crea un nuevo
campo ético, sino que obra sobre el campo ético de la naturaleza y la razón, o sea, de la ley natural. La
lex gratiae dada a conocer por la fe no suplanta la lex naturae. Ni tampoco consiste en un suplemento
adjunto de la ley moral. El impacto de la fe sobre la moral humana la hace cambiar de significado. Esto
significa que la lex naturae es sobreelevada como lex gratiae, lo que Santo Tomás llama “ley nueva”. El
elenco de virtudes dado por Pablo como exigencias éticas de la vida nueva en Cristo, no difiere de
catálogos análogos.
El valor es Cristo. Él es el nuevo Moisés (cfr. Dt 18,15), venido a llevar a plenitud la ley (Mt
5,17), “el término de la ley” (Rom 10,4). “Jesús se entiende a sí mismo como la Torah, la Palabra de
Dios en persona”44. La ley no es expresión y función de una honestidad formal, de un sentido del deber
que sea fin en sí mismo (Kant), de una autoperfección humana, de una pacífica coexistencia social, sino
del ser en Cristo y por Cristo en Dios. La moral es “camino de salvación”45. Esto significa que el
específico cristiano de la moral se encuentra antes que nada a nivel valorativo, de re-significación en
Cristo de la ley moral, que deviene así “ley de Cristo” (Gál 6,2; 1Cor 9,21), “ley de la fe” (Rom 3,27),
“ley del Espíritu” (Rom 8,2).
La fe incide también sobre la medida del bien a cumplir. En dimensiones de amplitud, la ley
moral asume la radicalidad del mensaje y del testimonio de Jesús en el Evangelio. Es la radicalidad de
la moral de la sequela. Sobre todo, el sermón de la montaña representa una moral que mira a superar el
minimalismo ético-legal, una moral del máximo bien posible: “Ustedes han oído que se dijo […], pero
yo les digo […]” (Mt 5,21ss). Esta radicalidad toma forma, por otra parte, en la gratuidad, en la pobreza,
en la no-violencia, en la fidelidad en el matrimonio para siempre, en el amor que da la vida, en la
reconciliación, en el perdón, en el amor a los enemigos. La medida de la ley moral tiene también una
dimensión de profundidad personal. La ley puede permanecer en la superficie del código de
comportamiento que vincula exteriormente a la conciencia, o puede penetrar y transformarse en luz
interior de acción. El hombre no puede sentirse incentivado al bien, a todo el bien factible, por
coacciones extrínsecas. Estas son sufridas y ejecutadas, y luego, cuando se tenga la posibilidad,
abandonadas. Es el corazón nuevo anunciado por el profeta (Ez 36,26-27), y cumplido por Jesús, que
centra sobre el corazón la enseñanza ética del Evangelio, y hace de la dureza del corazón la causa
primera de la insensibilidad para con el bien. No es aquello que está fuera o sucede afuera del hombre lo
que hace puro o impuro al hombre, sino aquello que sale del hombre, aquello que viene desde dentro,
del corazón (cfr. Mt 15,18-20). Es allí que lo alcanza la gracia del Espíritu, el cual escribe la ley “no en
tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones” (2Cor 3,3), y por este motivo, esta ley no es
sufrida como “ley del pecado y de la muerte” (Rom 8,2). La gracia no cambia la ley, sino que cambia lo
íntimo del hombre, el cual se hace “del Señor”: la gracia interioriza la ley.
La fe significa para la moral, además, un dinamismo nuevo, una fuerza que mueve a la libertad.
La gracia es la fuerzo de lo posible del Evangelio: el “tú puedes” que hace practicable el “tú debes” de
Cristo. Es la capacidad por la cual es cristiano no siente el rigor de la ley sino el vigor de la gracia. La fe
da, finalmente, una finalidad a la ley moral, el finalismo escatológico del Reino de Dios. Es la razón
teleológica más grande que, mientras abre la moral a su más alto y persuasivo destino, hace de motivo
impulsor del obrar moral. Éste tiene el significado de camino que lleva a la meta; la ley moral, en
cambio, hace de lámpara que ilumina los pasos del andar. En este punto, la fe toca los límites con la
esperanza.

44
Ibid., 137; cfr. 125-156.
45
JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 3.
Virtudes teologales - 23

d. La densidad humana del radicalismo ético de la fe

El hecho de que no haya que presuponer necesariamente que los contenidos de las normas y las
virtudes categoriales deban ser deducidos inmediatamente de la fe o de la Palabra de Dios, confirma que
la especificidad del obrar moral es más del orden de la intencionalidad de fe que del orden de los
contenidos, pero no sin influencia sobre los contenidos. La incapacidad contingente (de un sujeto, de una
sociedad, de una cultura, de una época histórica) no afecta la capacidad en sí de la razón de llegar a la
inteligencia del bien. También las exigencias más radicales del “bien mayor” evangélico no pueden no
ser exigibles a la razón humana. A una zaranda crítica de la razón, no hay ninguna de estas exigencias
que pueda encontrase como ilógica, innatural o inhumana. No se trata de racionalizar el misterio de la
salvación, que fundamenta y comprende de modo nuevo toda la ley moral. El misterio es y permanece
accesible sólo a la fe. Se trata, mejor, de afirmar la inteligibilidad, para la razón moral, de la relación
fundativa entre el misterio de la fe (la verdad salvífica creída) y la exigencia ética, entre el indicativo de
salvación y el imperativo: mostrar la densidad humana y, por tanto, racional de la exigencia ética
originada por el misterio. Las normas morales deben ser, por principio, accesibles a la conciencia
racional del hombre. De otro modo, su obrar no asume valor moral: se queda a un nivel pre-cognoscitivo
y, por eso, pre-moral. Existen misterios de fe, pero no puede haber normas morales que sean misteriosas.
Diverso es el caso de las normas con contenido estrictamente de fe, como “hagan esto en memoria mía”
(Lc 22,19), que no son de contenido moral, sino sacramental. En cuanto tal, los morales son
universalizables, al contrario de los otros que sólo pueden obligar al creyente. El plano metaético o
fundativo, sin embargo, sí es distinto y posee características originales. El “por qué” de un deber, de un
consejo, y de la acogida personal puede ser también o solamente de fe. Es el caso, por ejemplo, de la
virginidad motivada por el Reino de los cielos, o del perdón motivado por el ser perdonados por Dios
primero, o del amor a los enemigos motivado por el obrar del Padre celestial.
Si afrontamos la cuestión desde el lado de la razón, vemos cómo ésta puede reconocer ciertas
exigencias minimalistas del bien y percibir su absoluta obligatoriedad; pero puede, también, darse
cuenta que más allá del horizonte de obligatoriedad que percibe, se extiende una especie de “tierra de
nadie” de la virtud: la zona del bien hipotético, abstractamente definible como tal, pero no ya perceptible
como vinculante o como verdaderamente deseable, por falta de motivaciones adecuadas. La fe aporta
este plus de motivación y extiende el horizonte más allá de la medietas de la virtud. Es la recta ratio la
que define la norma del obrar. Para el cristiano, sin embargo, existe una recta ratio solamente dentro de
la fe personal en Jesucristo. En esta distinción sinérgica de fe y razón in re morali encuentra solución la
disputa de la segunda mitad del siglo pasado sostenida entre ética de la fe y autonomía de la moral en
teología. Ambas instancias son legítimas. La ética de la fe no puede no ser ética de la razón. Pero, al
mismo tiempo, los confines de la ética trazados por la fe trascienden los de la razón. No sólo la fe no
introduce en la ética elementos de irracionalidad, sino que provoca a la razón ética a una racionalidad
más alta, que es, además, toda la racionalidad de la que el hombre es capaz. La moral cristiana es una
ética de la fe, porque lleva a comprender bajo la luz de la fe toda la moral. No se obra moralmente por
hobby, por conveniencia o por convención: se obra por fe.

6. Lectura de Lumen Fidei46

7. Lectura de STh II-II, q. 1-16

8. Recreo literario: Lectura del cap. XIII de “El Principito” 47, y fragmentos de “La Peste”48.

46
FRANCISCO, Carta encíclica Lumen fidei, AAS 105 (2013), 555-596.
47
A. DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito, Emecé, Buenos Aires 25; original francés: A. DE SAINT-EXUPÉRY, Le Petit Prince,
Gallimard, Évreux 1999.
48
A. CAMUS, La Peste, Sudamericana, Buenos Aires 19992.
Virtudes teologales - 24

Unidad III:
“Hemos creído en la caridad”
1. La caridad, fuente divina

El Dios de la fe tiene, para el cristiano, el rostro de la caridad: “Dios es caridad” (1Jn 4,8.16), y
“nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). La caridad es la
verdad de la fe, su contenido central.

a. El evento revelador de la caridad trinitaria

La caridad no designa ante todo la virtud del cristiano, sino el ser de Dios; no la praxis moral,
sino la vida divina. La fe conoce a Dios mirando a Jesucristo, el Amor crucificado. “La multitud que se
había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho” (Lc
23,48). La cruz es el “espectáculo” a contemplar para poder conocer y convertirse al amor: “En esto
hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros” (1Jn 3,16). Jesús vive la propia vida
como relación de Hijo al Padre, en la comunión del Espíritu Santo. En el evento de Jesús la Trinidad se
hace historia. De forma que, relatando el evento, conocemos a la Trinidad como caridad.
El Padre es la fuente y el donante de la caridad. Al principio del evento está el Padre. Jesús es
enviado por el Padre para la salvación del mundo. Una missio que, en relación con la pasión, toma la
forma de traditio: el Hijo es entregado (traditus) por el Padre a la muerte por amor. Jesús es el amado
del Padre (agapêtos). “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que
cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16). En el Hijo donado a nosotros se nos revela el
amor de Dios: “Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos
Vida por medio de él” (1Jn 4,9). Jesús es la epifanía del amor del Padre. Pero el momento por
excelencia es la hora pascual, en la cual la missio se hace traditio. Él “no escatimó a su propio Hijo, sino
que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8,32). También Judas (el traidor), los judíos y Pilato entregaron
(tradiderunt) a Jesús a la muerte. Ésta es la entrega de iniquidad. Pero el Padre no está ausente en la
pasión del Hijo, está ahí transformando un evento de humillación en redención. La entrega de iniquidad
es redoblada y trascendida por la entrega de caridad. Los sujetos de esta acción no son aquellos
crucifican, sino que el verdadero sujeto de la acción es Dios mismo. Es un amor más fuerte que el mal.
“Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y
envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1Jn 4,10), “mientras éramos todavía
pecadores” (Rom 5,8). En Cristo, Dios se desposa desde el interior con la iniquidad del hombre y se hace
infinitamente cercano a él, no con la proximidad de una causa metafísica, sino como una presencia
personal totalmente amante. El hombre, en su rebeldía y desesperación, ha hecho surgir un lugar
espiritual en el que Dios no está: el lugar de la muerte, el infierno. En Cristo, Dios desciende hasta su
propia ausencia, va a buscar hasta el infierno a la oveja perdida. La resurrección es el triunfo del amor
divino que echa un halo de luz retrospectiva sobre el misterio de iniquidad. El “por todos” de la entrega
de la cruz se hace el “con Cristo” de nuestra resurrección. “Dios, rico en misericordia, por el gran amor
con el cual nos ha amado, de muertos que estábamos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo
[…]. Con él nos ha también resucitado y nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2,4-6).
El Hijo es la caridad obediente. Jesús vive toda su vida como un recibirse desde el amor del
Padre, lo que suscita la fidelidad obediente de Hijo. El ser-con el Padre lo mueve a ser-por en toda su
vida. El don que recibe del Padre lo traduce en un operativo hacerse don: Él vive el amor por el Padre y
“permanece en su amor” (Jn 15,10), cumpliendo su voluntad: “Yo amo al Padre y hago aquello que el
Padre me ha ordenado (Jn 14,31). Por amor al Padre, Jesús se ofrece por los hombres, vive por ellos
como si estuviese alejado de Él. “El Cristo sufriente asume sobre sí, en el modo en que le es propio, la
experiencia de lejanía de Dios vivida por los pecadores”49. Jesús vive la comunión de recíproca
inmanencia con el Padre en la alteridad más radical. La pasión subraya la distinción, la alteridad con
49
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Cuestiones selectas de cristología, 20 de octubre de 1980, EV IV/7, 682.
Virtudes teologales - 25

respecto al Padre, en el más total “éxtasis de amor” por el cual el Hijo, por amor al Padre, se ofrece a sí
mismo, perdiéndose a sí mismo. La cruz es la historia de la libertad de amor del Hijo en reciprocidad
dialógica con la libertad de amor del Padre. La entrega que el Padre hace del Hijo sobre la cruz es la
autoentrega consciente y libre que el Hijo hace de sí mismo. La kénosis expresa la idea de un
vaciamiento voluntario. Es el misterio mismo del amor. Ekénosen: se humilló, se vació, se aniquiló para
alcanzarnos en nuestra iniquidad, hasta los confines de la nada, en el reino de la maldición. “Cristo nos
ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose a sí mismo maldición por nosotros, como está escrito:
Maldito el que cuelga del madero” (Gál 3,13-14). “Cualquiera sea el alejamiento del hombre pecador
con respecto a Dios, siempre será menos profundo que el alejamiento del Hijo respecto al Padre en su
vaciamiento kenótico (Flp 2,7) y en la miseria del abandono (Mt 27,46)”50.
El Espíritu es la caridad donada y unificante. Es, en efecto, don que se hace ser y comunión
que une. En y por el Espíritu, el Ungido de Dios consuma el amor sacrificial por el Padre y por los
hombres. “Inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (Jn 19,30). El viernes santo, día de la entrega que el
Hijo hace de sí al Padre y que el Padre hace del Hijo a la muerte por los pecadores, es el día en el cual el
Espíritu es entregado por el Hijo a su Padre, para que el Crucificado se quede solo, en la lejanía de Dios,
en compañía de los pecadores. El Espíritu, entregado por el Hijo al Padre sobre la cruz, es re-entregado
por el Padre al Hijo en la resurrección. “Jesús es constituido Hijo de Dios con potencia según el Espíritu
de santificación mediante la resurrección de los muertos” (Rom 1,4), de forma que él deviene “Espíritu
dador de vida (1Cor 15,45). El extrañamiento de la cruz es superado, así, por la comunión del Espíritu.

b. De la caridad económica a la caridad inmanente

Caridad y Trinidad son intercambiables: Padre, Hijo y Espíritu Santo podrían expresarse como el
Amante, el Amado y el Amor. La caridad es el evento de Jesús y epifanía del ser-caridad de Dios. Él es
en sí mismo apertura, Amor hecho éxtasis. El amor es por sí mismo trinitario, apertura del “yo” al “tú”
en el “nosotros” que los une. “En verdad –escribe San Agustín– ves la Trinidad si ves el amor”51. “He
aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor”52. “Y no más de tres: uno que ama a Aquel que
viene de Él, uno que ama a Aquel de quien viene, y el amor mismo”53. El Padre es el origen, es el “Yo
amo” no procedente de nadie. En él el amor divino es paterno, es iniciativa, fuente de vida y total
gratuidad. Destinatario del amor del Padre es el Hijo. Él es el Tú procedente del amor del Padre, en el
cual el amor divino se hace filial y, nuevamente, al Padre todo se dona. Y éste es el Espíritu Santo: el
amor subsistente del Padre y el Hijo. En Dios-Amor, el Espíritu es el Amor, el amor-Persona.
Amar es querer bien, querer el bien del amado. El Espíritu es el Bien divino que el Padre quiere y
dona al Hijo y que el Hijo corresponde al Padre. “Este Espíritu –anota San Agustín– nos hace pensar en
la caridad común con la cual se aman recíprocamente el Padre y el Hijo”54. Dios es en sí mismo diálogo
trinitario de amor. Dios es el Abierto. Dios es, no tiene amor. La Trinidad de la Personas hace que el
sólo Dios no sea el Dios solo.

c. Raíz intratrinitaria de la caridad creadora y salvífica

El amor que Dios es, es la condición de posibilidad de la creación y la redención: porque Dios es
en sí mismo caridad, puede hacerse caridad más allá de sí mismo. El amor generativo del Hijo se hace
amor creativo del hombre. La kénosis eterna del amor, esta alienación (ex-stasis) o el trascenderse
inmanente del Padre en el Hijo, constituye la raíz intratrinitaria de su manifestarse ad extra, de su entrar
creativa y redentoramente en las vicisitudes de la historia humana. En el Hijo y mediante el Hijo, el
Padre se hace gracia para nosotros. Por esta mediación de gracia del Hijo nosotros somos (creación), y
somos sustraídos al no-ser (redención). La vida de Jesús es historia de este trascenderse redentor de la
50
Ibid., 683.
51
SAN AGUSTÍN, De Trinitate, VIII, 8, 12, en PL 42, 958.
52
Ibid., VIII, 10, 14, en PL 42, 960.
53
Ibid., VI, 5, 7, en PL 42, 928.
54
Ibid., XV, 17, 27, en PL 42, 1080.
Virtudes teologales - 26

caridad divina. Su acogida y correspondencia a la caridad del Padre pasa por esta mediación y
solidaridad extratrinitaria, con la cual el Hijo asume al hombre en su sí al Padre. Es en el Espíritu que
sucede este trascenderse.

d. Participación del hombre en la perijorésis trinitaria de la caridad

El hombre no está en relación con Dios en sentido objetual. No es un “esto” con valor de cosa, ni
un “él” de quien hablo, como de un extraño, en tercera persona; sino el “tú” de la relación de amor. Al
ser bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el hombre entra ontológicamente en
el seno de la Trinidad. Es llamado a la vida divina en el tiempo con el acto de amor mismo con el que el
Padre llama al Hijo desde la eternidad: la creación del hombre refleja la generación del Hijo, y es
participación de la creatura humana a la perijorésis trinitaria del amor. Sobre tal participación obra de
manera deconstructiva el pecado, el anti-amor, con efectos de-creadores. A esta condición se llega el
amor salvífico divino para restablecer la comunión trinitaria perdida. Con el don pascual del Espíritu el
hombre es personal y eclesialmente alcanzado por la potencia de este amor, reconstituido en la nueva
condición de hijo por conformación ontológica con el Hijo: “Dios envió a su Hijo, […] para hacernos
hijos adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gál 4,4-6). Como lo había
visto bien San Atanasio, recibiendo el Espíritu, “nosotros nos hacemos por el Espíritu uno en el Verbo y,
por el Verbo, en el Padre”55. Esta participación del hombre en el diálogo trinitario del ágape constituye
el estatuto de una existencia en el amor. Y la acción divinizante (theopoiesis) afirma la presencia estable
(inhabitación) de la Trinidad en el creyente. A esta comunión trinitaria viviente el hombre accede por el
bautismo.
Por esta naturaleza primariamente ontológica de la caridad –Dios es ágape y el hombre es
partícipe del ser agápico divino– Santo Tomás a individuado a partir de ella la esencia de la relación de
amistad. La caridad es un modo de ser, antes que de hacer; un status, antes que un habitus y un actus.
Es propio del amor de amistad la mutua amatio (el amor mutuo), fundada sobre una communicatio vitae
(comunicación de la vida), es decir, un con-vivere56. Hay reciprocidad, en efecto, donde hay un tener en
común, una semejanza de orden ontológico. En este compartir consiste la beatitud eterna, la vida feliz de
Dios comunicada al hombre por gracia. Ésta “viene iniciada aquí en la vida presente mediante la gracia,
y tendrá cumplimiento en el futuro mediante la gloria”57. “La caridad no es virtud del hombre en cuanto
hombre, sino en cuanto se hace Dios e hijo de Dios por participación de la gracia”58. Esta unión es
obrada en nosotros por el don del Espíritu Santo, “que es la caridad increada”59. Antes que un estatuto
ético, la caridad tiene un estatuto ontológico, del cual es expresión elocuente la amistad.

e. Ser en la caridad: ontología agápica del ser-en-Cristo

No su ser en sí ni para sí, sino el ser con y para el Padre es lo que define la Persona de Jesús: “En
la persona de Jesús y en su libertad se anuncia una comprensión del ser fundamentalmente nueva. Si
para los griegos el valor sumo era la sustancia y la subsistencia, el ser-para-sí y el ser-en-sí, y
consiguientemente la más alta de todas las ideas era el motor inmóvil, que se mueve sobre sí mismo, que
se piensa a sí mismo, que se basta a sí mismo, que es amado por todos, pero que no ama, ahora el ser-
para-los-otros se hace figura de la libertad. No más el ser-hacia-sí, sino el ser-hacia-los-demás, no el
estar-en-sí, sino el trascenderse es la verdadera libertad. El valor sumo es ahora el amor que se
autocomunica y se autodifunde”60. Podríamos decir que su ser y su amor son una sola cosa. La caridad
no es solamente la inspiradora de la moral de los hijos de Dios, ni simplemente el alma de la religión

55
SAN ATANASIO, Diálogo contra los arrianos, III, 25, en PG 26, 376 B y C.
56
SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q.23.
57
Ibid., I-II, q.65, a.5.
58
SANTO TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a.2, ad 15.
59
Ibid., a.1.
60
W. KASPER, Introduzione alla fede, Queriniana, Brescia 19795, 142.
Virtudes teologales - 27

nueva. Ella constituye de algún modo el ser y la vida del cristiano. La caridad es el constitutivo mismo
del ser-en-Cristo. Según San Juan “aquel que ama” es designación del cristiano equivalente a “aquel que
es engendrado por Dios” (1Jn 4,6; 5,18).
Dios ama al hombre con-vocándolo en koinonía de caridad. El hombre expresa ya en el orden de
la creación una naturaleza comunional, representada por aquel “una sola carne”. Pero con la redención,
“los hijos de Dios son el cuerpo del Hijo único de Dios. Y como Él es la cabeza y nosotros los
miembros, no hay más que un único Hijo de Dios”61. El ser agápico del cristiano es en sí mismo un ser
eclesial. La Iglesia es la comunidad de los redimidos, procedente de la caridad trinitaria, “reunida por la
unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”62. La Iglesia es ícono del Trinidad. El cristiano está en
la caridad porque está en la Iglesia.
Este ser-con trinitario de la Iglesia tiene en la Eucaristía la expresión más elevada y eficaz: La
comunión de la vida divina y la unidad del pueblo de Dios, sobre la cual se funda la Iglesia, está
adecuadamente expresada y maravillosamente producida por la Eucaristía, “signo de unidad y vínculo
de caridad”63. El cristiano es un ser de comunión. Esta dimensión no es un agregado o algo secundario,
ni meramente ética. Es por la pérdida de esta conciencia que la Eucaristía ha sufrido una reducción
dovocionalista y preceptiva, y la espiritualidad una inclinación individualista. “La «mística» del
Sacramento –observa Benedicto XVI– tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo
quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: «El pan es uno, y así nosotros, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan», dice san Pablo
(1Cor 10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se
entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los
que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también
hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos «un cuerpo», aunados en una única existencia”64.
Por el Sacramentum caritatis –como Santo Tomás llama a la Eucaristía– el cristiano está expuesto al
amor: es una exposición ontológica, antes que ética.

2. La fidelidad de la caridad del cristiano

La ontología agápica es fundamento y fuente de una axiología de la caridad. Ella desborda del
ser en el hacer como virtud y norma de caridad. Como norma porque la caridad es la ley del cristiano.
Como virtud porque la caridad es ley de gracia, que habilita a cumplir aquello que exige: el deber es
inmanente al ser. La caridad es unificante de toda la ley; es la virtud plasmadora de la libertad cristiana.
“Practiquen el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y
sacrificio agradable a Dios” (Ef 5,2). Es el “mandamiento nuevo” (Jn 13,34) entendido como tarea, no
como precepto. Es, en efecto, designado en el evangelio no con el término nomos sino entolé. La caridad
es la fidelidad ética del ser agápico.

a. La caridad viene de Dios

No es un amor simplemente humano. Dios es caridad y la caridad es Dios. Esto significa que el
cristiano no ama con un amor propio, sino con una charís (gracia) que el cristiano “alcanza” en dos
lugares: la cruz y el bautismo, expresiones respectivas de la misión del Hijo y del Espíritu Santo. De la
cruz se aprende la caridad, del bautismo se la recibe.
La Cruz es la síntesis y el culmen de la misión agápica de Cristo. El don del Hijo –el agapetós,
el amado– es la expresión máxima y, por tanto, escatológica de la caridad del Padre. Cristo hace que el
amor divino sea eficazmente redentor, es la expresión activa y concreta del amor de Dios en cuanto
amor encarnado. El rostro amoroso del Padre se hace visible en la humanidad de Cristo, en toda su vida
e historia: en la encarnación, donde “se anonadó (ekénosen) a sí mismo, tomando la condición de
61
SAN AGUSTÍN, Tractatus in Epistolam Ioannis ad Parthos, X, 3, en PL 35, 2055.
62
SAN CIPRIANO, Liber de oratione dominica, 23, en PL 4, 553.
63
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Sacrosanctum Concilium, 4 de diciembre de 1963, EV1/16-96, 47.
64
BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, AAS 98 (2006), 217-252, 14.
Virtudes teologales - 28

servidor y haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2,7); en la misión, ya que “pasó haciendo el bien y
curando a todos” (Hch 10,38); pero sobre todo en la cruz, donde “los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
El Hijo donado por nuestra vida es el todo de la caridad de Dios, la expresión más alta de la caridad que
se pierde por amor, el amor que no sólo dona, sino que se hace don. “Todo se ha cumplido” (Jn 19,30).
Que quede claro, la Cruz no la ha ideado Jesucristo, la han inventado los romanos, como el medio más
infame y angustioso de tormento y de muerte. Pero Jesús la ha transformado. Jesús no ha sufrido la
Cruz, la ha asumido; convirtiéndola de patíbulo en altar, de instrumento de iniquidad en sacramento de
caridad: sobre la Cruz Jesús no sufre la muerte, sino que ofrece la vida.
¿Cuáles son las notas características de este amor? Contemplando y narrando la Cruz, el cristiano
conoce el amor de Cristo y aprende a amar. La primera nota es la totalidad, en cuanto ausencia de toda
reserva; luego la oblatividad, es decir, es absolutamente gratuito, no motivado por ninguna obligación ni
necesidad, sino por benevolencia pura; la excedencia, ya sobrepasa todo paradigma y parámetro
humano, siendo un amor no recortado sobre las indigencias y los méritos del hombre, sino sobre “la
extraordinaria riqueza de su gracia (Ef 2,7); la publicidad y transparencia, en el sentido de que Jesús
vive y muere a la vista del mundo, ya que su amor no es intimista y clandestino, sino abierto y público,
aunque esto suponga el riesgo de que se lo use como “espectáculo” (Lc 23,48), pero es parte de un amor
destinado a ser “luz del mundo” (Mt 5,14) el hecho de que “verán al que ellos mismos traspasaron” (Jn
19,37): no se trata de vanidad sino de testimonio, del amor más humilde, silencioso y púdico que, al
mismo tiempo es el más abierto, luminoso y cautivador, el amor elevado sobre la Cruz65, y por eso, el
más legible, creíble, transparente y atrayente; por último, la concreción y misionariedad, porque es un
amor “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”66, que nos empuja y no puede ser retenido, sino
que hace discípulos y apóstoles: “serán mis testigos” (Hch 1,8) porque “el amor de Cristo nos apremia”
(2Cor 5,14).
El otro lugar donde el cristiano “alcanza” la caridad de Dios es el bautismo. La caridad de Dios,
manifestada en la Cruz de Cristo, es infundida por el Resucitado mediante el don del Espíritu en corazón
de los creyentes. La misión del Hijo es completada por la misión interiorizante del Espíritu. El amor
trinitario permanece y opera en nuestra caridad. El ser entregado de Cristo deviene, por consagración
bautismal, nuestro ser entregado, plasmando nuestra vida en sentido oblativo y comunional. El Espíritu
grita en nosotros, a través del Evangelio, la caridad de Cristo, y nos atrae hacia ella. La caridad del
Espíritu interioriza el Evangelio de la caridad. Por la acción del Espíritu, la Cruz de Cristo no es sólo un
bello ejemplo, o un recuerdo pasado, sino que implica lo íntimo del corazón humano. Esto tiene dos
esenciales implicaciones morales. La primera es que el Evangelio de la caridad es la ley nueva, o ley de
la gracia, que el Espíritu escribe en el corazón del hombre. La escribe ontológicamente como ser nuevo
en Cristo. La segunda es que la caridad de la Cruz es posible, no es un ideal utópico, sino un imperativo
práctico y practicable por todo cristiano, ya que éste no cuenta consigo mismo, sino con la gracia. El
Espíritu despoja al cristiano del hombre viejo y carnal, sustrayéndolo al dominio hegemónico del yo, y
le da el ser y el deber ser del amor, propios del hombre nuevo y espiritual. El Espíritu sintoniza el
corazón del hombre con el corazón abierto de Cristo Crucificado. La pedagogía divina de la caridad no
es una didáctica prescriptiva de la ley, sino la paideia amorosa de la gracia: al amor se lo educa con
amor. Hemos hecho la experiencia de que Dios nos amó primero, de que hemos sido constituidos sujetos
de caridad porque antes hemos sido objeto de ella: amantes porque amados.
La efusión bautismal del amor de Dios introduce al cristiano en la economía sacramental del
amor-gracia. Cada sacramento es un signo eficaz de la caridad. La confirmación sella la caridad
bautismal; en la Eucaristía, Jesús ha encerrado toda la caridad de la Cruz donando, no algo, sino a sí
mismo, y capacitándonos para donarnos al mismo tiempo a los demás; la penitencia es el sacramento de
la conversión y reactivación de la caridad en nosotros; en el orden sagrado, se hace caridad pastoral, y en
el matrimonio, caridad conyugal; en la unción, por último, es caridad sufriente y llena de esperanza.

65
Hermosa imagen la de un amor elevado por la Cruz.
66
Credo Nicenoconstantinopolitano, DH 150.
Virtudes teologales - 29

b. Una sola caridad: amor a Dios y amor al prójimo

Definir la caridad como amistad con Dios tiene una consecuencia ontológica y ética al mismo
tiempo. “Nosotros amamos por que Él nos ha amado” (1Jn 4,19), dice Juan dejando indefinida y abierta
la precisión de a quién amamos. Por eso, la caridad es amor de Dios y del prójimo al mismo tiempo. Si
Dios nos amó con todo, corresponde la misma proporción de nuestra parte: con el corazón, el alma, la
mente, las fuerzas. No existe un amor parcial frente a Dios. O es adoración, pertenencia, consagración, o
no es amor a Dios. En el AT aparecen las figuras del amor de esposa para con su esposo, de oveja para
con su pastor, de siervo para con su señor; pero en el NT brilla la realidad del amor de los hijos en el
Hijo, para con su Padre. Por este motivo, se suscita la caridad para con el prójimo. San Juan habla de un
solo mandamiento (cfr. 1Jn 4,21); Lucas, de una exigencia única para heredar la vida (cfr. Lc 10,25-28);
Mateo, de un mandamiento semejante al primero, y del cual dependen toda la ley y los profetas (cfr. Mt
22,34-40). La caridad de Dios en nosotros es amor filial y fraterno.
No se da amor del prójimo sin Dios. En Dios, el hombre es para mí un otro (no un extraño), un
prójimo (no un lejano), un hermano (no un adversario). La caridad ama al prójimo en Dios y por Dios;
su amor, además de ser principio y fuente, es también motivo y fundamento del amor al prójimo. Todos
los hijos de Dios me pertenecen, yo los amo porque Dios los ama como me ama a mí. Es sorprendente
que Juan no derive del amor de Dios la exigencia de devolver a Dios ese amor, sino de amarnos los unos
a los otros. Esto no es un traspaso emotivo suscitado por sentimientos de piedad, sino una obligación
que expresa nuestra fidelidad y gratitud a Dios. El que ama de verdad, termina amando con el amor
mismo de Dios: a la base de todo amor auténtico hay un acto de fe –consciente o inconsciente– en que el
amor es la esencia y el nombre de Dios. Dios está en todo lo que de gratuito, misericordioso,
incondicionado, fiel, perenne, absoluto, total existe en cada amor. Por esto, no se da un amor ateo o
agnóstico del prójimo: no sería verdadero amor.
Pero tampoco al revés, es decir, no se da amor de Dios sin el prójimo. No está en discusión
aquí el hecho de que el acto de amor a Dios es temática y formalmente distinto, con mayor dignidad, que
el acto de amor al prójimo. Pero el exiguo número de citas bíblicas sobre el amor a Dios67 es un índice
de cómo no puede este ser vivido al margen del amor al prójimo. El riesgo en el contexto ético-religioso
del NT no es olvidarse de Dios, sino separar el amor de Dios y del prójimo, privándolo a este último de
valor teologal. El amor al prójimo es, en primer lugar, consecuencia del amor a Dios, ya que Él mismo
nos manda que amemos al otro y, teniendo en cuenta que “en esto consiste el amor a Dios, en observar
sus mandamientos” (1Jn 5,3), no podemos amarle y no obedecerle. Además, en el amor al prójimo se
produce la verificación del amor de Dios, como si fuera el lugar y el criterio de su autenticidad; de lo
contrario se corre el riesgo de verbalismo (“No son los que me dicen Señor, Señor…”, Mt 7,21), o
cultualismo (“Si tu hermano tiene una queja contra ti, deja tu ofrenda…”, Mt 5,23-24), o incoherencia
(“Si alguien dice ‘yo amo a Dios’ y odia a su hermano, es un mentiroso”, 1Jn 4,20). El amor al prójimo
da concreción, credibilidad y cumplimiento al amor a Dios, sustrayéndolo a los misticismos y
gnosticismos que la trascendencia e invisibilidad del objeto podría fácilmente generar: “Nadie ha visto
jamás a Dios; si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Él es
perfecto en nosotros” (1Jn 4,12). Por último, existe una relación de coincidencia entre ambos amores, ya
que en el prójimo está Dios y, por consiguiente, amar al prójimo es amar a Dios; y esto es cierto en
sentido radical, es decir, por una necesidad ontológica y no sólo moral o psicológica: tocar al otro es
tocar a Dios.
Por eso, la caridad fraterna se convierte en vía de acceso a la caridad de Dios. Y, al mismo
tiempo, del amor a Dios se llega al amor por los hijos de Dios, como dice San Juan: “en esto conocemos
que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y observamos sus mandamientos” (1Jn 5,2). La fe
nos da vuelta los esquemas, nos hace ver todo desde lo alto, desde Dios. No hay que temer un amor de
Dios evasivo y olvidadizo del prójimo. Es Jesús el testigo de esta caridad indivisa. Caminar con Cristo
es vivir el amor al prójimo como ofrenda oblativa al Padre, y el amor al Padre como don de sí al

67
Además de Dt 6,5, repetido en Mt 22,37; Mc 12,29; Lc 10,27, los textos que hablan del amor a Dios son: Rom 8,28; 1Cor
2,9; 8,3; Sant 1,2; 2,5; 1Pe 1,8; 1Jn 5,3.
Virtudes teologales - 30

prójimo. La caridad no tiene más que un objeto: el Cristo total. Es el motivo cristológico y eclesiológico
de la única caridad privilegiado por Agustín: “Quien ama a los hijos de Dios, ama al Hijo de Dios;
quien, además, ama al Hijo de Dios, ama al Padre; nadie puede amar al Padre si no ama al Hijo, y quien
ama al Hijo ama también a los hijos de Dios […]. La caridad, por tanto, no puede dividirse […]. En
efecto, si amas verdaderamente a la Cabeza, amas también a los miembros; si no amas los miembros, no
amas tampoco a la Cabeza”68. Y así, “habrá un solo Cristo que se ama a sí mismo”69. Cristo es a la vez
sujeto y objeto de un mismo amor: amante y amado. En mí ama Cristo y Cristo es amado por mí. De su
Cuerpo Místico, que es la Iglesia, la solidaridad de Cristo se ensancha a toda la humanidad, de tal forma
que se comprende a todos los hombres bajo la misma caridad.

c. La caridad de Dios en nosotros: donación-acogida-comunión, Cristo modelo y fuente de


caridad, eros y ágape

En la concreción de la vida y en la pregunta normativa, el amor al prójimo nos interpela más que
el amor a Dios. Nuestra caridad es el aspecto creado de la caridad divina, un reflejo, un ícono del amor
trinitario. Ella traslada hacia nosotros el amor de Dios o, mejor dicho, nos traslada hacia el amor de
Dios. En cuanto reflejo del amor paterno, es donación, fontalidad, generación, creación y redención,
éxtasis del amor del yo que se dona a sí mismo. Puedo cubrir al otro de bienes y no amarlo de verdad, o
puedo no tener nada que dar y amarlo verdaderamente. Amar al otro es decirle: es bueno que existas; es
participar al acto creador de Dios. El otro hace experiencia de que “amándome, tú me das a mí mismo,
tú me permites ser… tengo necesidad de ti para existir”. Esta característica del amor paterno tiene
algunas notas, como la iniciativa, la gratuidad, la benignidad (total desinterés y, por tanto, libertad
absoluta, buscando sólo el bien del amado) y, por tanto, la misericordia (don que se hace per-don, amor
a pesar de todo, inclinación hacia la miseria del otro), universalidad e indefectibilidad (no conoce
barreras, no hace discriminaciones, es eterno). Jesús había dicho que deberíamos “amar a los enemigos”
(Mt 5,44) siendo “misericordiosos como el Padre es misericordioso” (Lc 6,36).
Reflejo del amor filial es la caridad en cuanto acogida, el amor receptivo, que se deja amar con
apertura radical, que se deja recibir del otro como pobre. Aquí el interés y la ventaja no tienen nada que
ver, porque el recibirse, como el donarse, es una modalidad del ser, no del tener. Si es un acto de
pobreza, es virtud de libertad-de tener. Una caridad que presume solamente de dar terminaría o en aquel
activismo que organiza caridad, masificando a los beneficiarios, incapaz de encontrar y comprender al
otro, que descuida al otro como persona; o en aquel “hacer caridad” que reduce al otro a pretexto para
acciones meritorias, a motivo de autocomplacencia. Sin acogida, el que dona se pone en un plano
superior mortificando al que recibe. Amar significa esperar del otro algo indefinible e imprevisible,
hacer del otro a su vez un amante en relación de reciprocidad, porque quien ama despierta en el otro, a
su vez, toda la potencialidad para amar. El amor donante del Padre ha constituido totalmente el ser
acogedor del Hijo, capacitándolo para recibirnos a todos los hombres, especialmente a los últimos. Y
porque acogidos por Cristo, a su vez, fuimos hecho también nosotros capaces de acogida: “Quien recibe
a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me
ha enviado” (Mc 9,37).
Por último, reflejo del amor del Espíritu Santo es la caridad en cuanto comunión. Don y acogida
se co-implican al punto de ser mutuamente necesarios, recíprocos; se abren a la comunión y forman
comunidad de amor. Un amor que se sigue derramando, del Padre al Hijo, del Hijo a nosotros, de
nosotros al Padre, abriendo fronteras, difundiéndose en relaciones y creando sociabilidad, yendo de las
micro a las macro relaciones, del amor exclusivo al amor inclusivo.
De aquí se deduce que los tres pecados contra la caridad son el egoísmo, por el cual el donar se
distorsiona, haciendo del otro algo funcional; el orgullo, incapaz de recibir nada porque se cierra en la
indiferencia o la desconfianza, no dejando puesto al otro y a su don, sintiendo la gracia como algo
mortificante; y la división que rompe la unidad de la comunión.

68
SAN AGUSTÍN, In epistolam Ioannis ad Parthos, X, 3, en PL 35, 2055-2056.
69
Ibid.
Virtudes teologales - 31

Cristo es el “como” y el “porqué” de nuestra caridad. Si bien el amor no es algo privativo del
cristiano, el cristiano no puede no amar sino a la medida de Cristo. “Ámense los unos a los otros como
(kathós) yo los he amado” (Jn 13,34). El adverbio griego kathós significa no sólo ejemplaridad (como),
sino también motivación (porque). La caridad en nosotros es una teologalidad cristológica. En cuanto
ejemplar, significa que Cristo es la norma. Amar como Cristo quiere decir rediseñar en Él la virtud ética
de la caridad: “como yo… así ustedes” (Jn 15,12), como Él la modeló sobre el Padre: “como el Padre…
así yo” (Jn 15,9). La ejemplaridad alcanza al modo de la caridad, es decir, un amor total, libre, sin
reservas, que se expande; un amor que se hace diakonía kenótica, servicio humilde, despojado hasta la
condición de siervo (Flp 2,7-8); un amor manso e indefenso, que “ultrajado no responde” (1Pe 2,23). La
descripción que Pablo hace del amor es arquetípica de la ética cristiana (1Cor 13,4-7). Los 15 verbos del
texto tienen como sujeto a Cristo: Él es la caridad-persona. Por eso, no se trata de que nosotros tengamos
otra caridad parecida a la de Él, sino la misma caridad de Él en nosotros: “Tengan los mismos
sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5); “revístanse de sentimientos de profunda compasión. Practiquen
la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense
mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan
ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,12-14). El
cristiano está llamado a configurarse con Él, que vive para todos y da la vida por todos. No existe una
caridad minimalista, ni tampoco una caridad de la perfección, sólo reservada a algunos en la Iglesia.
Existe la única caridad de Cristo destinada a todos, que no es una utopía impracticable desde el
momento que Dios y su gracia no son ficciones literarias. “Por eso doblo mis rodillas delante del Padre,
de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. Que él se digne fortificarlos por medio de su
Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior. Que Cristo
habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con
todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes
podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de
Dios” (Ef 3,14-19). La intensidad de la caridad no está dada por la práctica sino por la oración y la
gracia. En la caridad, la primera cosa que hay que hacer es no hacer nada. Sólo dejarse amar. La caridad
es posible porque es gracia, y además porque es crecimiento, es camino, no es perfecta “en salida” sino
“en llegada”; lo que cuenta no es poder decir “yo soy perfecto en la caridad”, sino “yo camino en la
caridad” (Ef 5,2).
En cuanto motivante, Cristo no es únicamente el principio normativo, sino también causativo; su
amor no está simplemente delante de nosotros, sino en nosotros como principio de acción. Lo decisivo
no es una fe verbal (cfr. Mt 7,21) y meramente cultual (cfr. Mt 5,23), sino la “fe operante en la caridad”
(Gál 5,6), es decir, la fe justificante. Las razones de la caridad y de su radicalismo no son ni aquellas de
la filantropía y la filadelfia, ni aquellas de la convivencia y del contrato social, ni aquellas del
sentimiento altruista. Son las razones de la “fe en el Hijo de Dios que me ha amado y se entregó por mí”
(Gál 2,20).
Esta novedad del amor divino en nosotros es expresada por la Revelación con la palabra ágape,
término raro, incluso desconocido, en la literatura griega, más inclinada a utilizar la palabra eros. Ésta
designa el deseo por el otro, que se busca como satisfacción: él es mi bien. En absoluto, este bien es
Dios. Mientras que para Platón el eros es el deseo más alto del hombre, para Aristóteles es aquello que
mueve todo hacia el fin que es Dios. Esta concepción ha sido dada vuelta por el judeo-cristianismo. La
plenitud no es el amor ascendente, anhelante del bien que satisface el deseo, amor sediento y aplacante,
sino el amor descendente, oblativo, premuroso del bien del otro. El ágape es el amor-gracia, cuya
expresión es la cruz. En Dios el amor es sólo agápico, no hay indigencia, privación, deseo a satisfacer
por otros. La novedad cristiana tuvo que vérselas con la búsqueda del equilibrio de estos dos amores,
encontrando tanto síntesis equilibradas, como excesos para uno y otro lado. Así, en la primera mitad del
‘900, el teólogo protestante Nygren establece la total incompatibilidad entre ambos, concibiendo al eros
como deseo egocéntrico del cual el ágape debe alejarse cual insidiosa tentación. “Si se llevara al
extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales
Virtudes teologales - 32

fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría
considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana”70.
Esta absolutización del donar, negadora de toda alegría, ¿define correctamente el ágape
cristiano? Amor benevolentiae (esse offerens) y amor concupiscentiae (esse indigens) se referían, en el
Medioevo, a una doble comprensión, estática y física, del amor: la primera, prevalente en el escotismo,
decía que el amor era apertura y olvido de sí; la segunda, más tomista, hablaba del amor como
inclinación natural a la felicidad. El Evangelio recurre a la dupla “amor al prójimo” y “amor a sí
mismo”; y la filosofía personalista actual, a love-gift y love-need. Ciertamente, si erotismo quiere decir
pasión sensual y voluptuosa, búsqueda ávida y ebria de sí, no puede designar ninguna forma de amor y
se contrapone irreconciliablemente al ágape. Si, además, se ilegitima como espiritualmente indigna toda
aspiración del eros a la satisfacción, aparece impropio admitir un amor-necesidad como auténtico.
Entonces, se trata de saber si el ágape no implique intrínsecamente en su dinamismo un componente de
autorrealización del yo; si, en otros términos, el más gratuito y desinteresado “te amo por ti” no
comporte también un “por mí” del amor. Primero hay que recordar que sólo Dios es el esse offerens
absoluto; el hombre, en cambio, es al mismo tiempo offerens et indigens. El eros está radicado en la
naturaleza misma del hombre y posee un valor antropológico propio. Aún cuando es algo cargado de
emotividad, su esencia no es psicológica sino ontológica. Pero, en segundo lugar, tiene también un valor
teológico, ya que el amor donado del ágape siempre es una gracia que vuelve a quien ama: el ágape ya
expresa un sentido de felicidad, exultación y satisfacción. “Es preciso recordar las palabras del Señor
Jesús: «La felicidad está más en dar que en recibir»” (Hch 20,35). “El fruto del Espíritu es: amor,
alegría” (Gál 5,22), nos recuerda Pablo. La teología no puede detenerse en una visión reductiva y
pervertiva del eros, por eso está acuñando expresiones como “erótica cristiana”, “eros redimido”, “eros
y salvación”. Juan Pablo II veía la dinámica abierta del eros como empuje hacia la verdad, el bien y la
belleza, ya que es deseo de infinito más allá de todo límite. El eros es la fuerza, pero no dirección hacia
la cual debe dirigirse. De ahí, la necesaria purificación y maduración, que pasan también por la renuncia.
Esto no es el envenenamiento del eros, sino su sanación.
El amor es siempre recompensa de sí mismo: amor que es la alegría de amar. Esto es verdadero,
ante todo, en la caridad recíproca. Se dice que el amor es éxtasis puro, total olvido de sí; y esto es
verdad, pero también lo es el hecho de que el hombre está en tensión hacia el bien. De ahí se entiende
cómo Jesús puede hablar de “amor a sí mismo”. Pero el camino para alcanzar este bien no es el de un
eros posesivo, sino la bene-volencia del ágape con el cual el “yo” se pierde en el amor. Y en este
perderse se reencuentra a sí mismo. Es la lógica evangélica del negase a sí mismo y perder la propia vida
para reencontrarla (cfr. Mt 16,24-25), la dialéctica pascual del morir para resucitar (cfr. Jn 12,24-25). En
este sentido, el amor tiene un componente de eros metido dentro del ágape, por el cual no se trata de un
“por mí” buscado independientemente del “por ti”, sino simultáneo. “El amor –observa San Bernardo–
es autosuficiente; agrada en sí mismo y por sí mismo: el amor es mérito a sí mismo, recompensa a sí
mismo. El amor no busca fuera de sí la propia razón de ser y la propia finalidad. El fruto del amor es el
amor: yo amo porque amo, yo amo para amar”71. Es verdad que el amor de Dios es puro ágape; pero el
hombre no puede, para eludir el eros, meter aparte su indigencia y relacionarse en la oración a Dios con
un acto de pura donación: sería ambicioso, temerario y poco humano. “Sólo un estúpido y un descarado
tendría el coraje de presentarse delante de su Creador con esta pretensión: yo no vengo aquí a mendigar;
te amo desinteresadamente”72. Si además nos ubicamos en la perspectiva histórico-salvífica, vemos
cómo también el amor de Dios por el hombre asume la perspectiva del eros. El eros en Dios asume la
forma, no de necesidad del otro, sino de implicación pasional y personal con su creatura., al punto que
“en la cruz se manifiesta el eros de Dios por nosotros”73.
La reciprocidad de donación y recepción en la comunión habla claramente del valor de gracia del
ágape. El eros aquí no tiene ya la forma del placer y del tener, sino de la alegría y de la paz. Incluso el
amor a los enemigos tiene su eros particular: el bien más fuerte que el mal y la muerte, eros que da la
70
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 7.
71
SAN BERNARDO, Sermones in cantica, 83, 4, en PL 183, 1183.
72
C. S. LEWIS, I quattro amori, 14.
73
BENEDICTO XVI, Mensaje para la cuaresma 2007 (21 de noviembre de 2006), en EV 23, 2417-2421.
Virtudes teologales - 33

vida, eros de redención. Tal vez no encontremos respuesta de amor en el prójimo, pero jamás podremos
no encontrarla en el Dios amado en el prójimo.

d. Caridad hacia todos

Universalidad y prójimidad se definen respondiendo a preguntas como: ¿Quiénes son los


destinatarios de la caridad horizontal? ¿Hasta dónde llegan los confines de la caridad? También Jesús se
vio interpelado por esta pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10,29). Jesús responde contando una
parábola, no elabora una clasificación de prójimo, menos-prójimo y no-prójimo. “Un hombre bajaba de
Jerusalén a Jericó” (Lc 10,30-37). No se dice “quién”, sino simplemente un individuo de rostro humano.
Este es el prójimo a amar: el otro. Su presencia suscita mi responsabilidad de amor. Responsabilidad
potencialmente hacia todos, pero actualmente hacia quien entra en el radio de mi acción libre. No por
casualidad Jesús identifica a los contradictores con el sacerdote y el levita, que son los representantes de
lo sagrado, como subrayando que no son consentidas las fugas religiosas y las evasiones cultuales en el
amor. Es asimismo significativo que quien se hizo cargo fue un samaritano, un no-prójimo para el
israelita. Este excluido del empeño de amor prescrito por la ley ha osado amar más allá de la ley, ha
reconocido en un desconocido a un hombre digno de amor, en un excluido de los deberes de la ley a un
incluido en los deberes de la conciencia.
Al final de la parábola, la palabra “prójimo” no designa ya el destinatario de la caridad sino su
sujeto: la caridad quiere decir hacerse prójimo. Ya no se trata de saber quién es el prójimo a amar, sino
de la disponibilidad de hacerse uno que ama. Hacerse prójimo es dirigir la mirada hacia el otro (lo vio),
sintonizar con el otro (tuvo compasión de él), comenzar un movimiento de salida (se acercó a él). Si la
nota distintiva de la respuesta a la primera pregunta era la universalidad, la nota distintiva de la respuesta
a la segunda pregunta es la projimidad. La segunda no sin la primera, porque una cercanía cerrada a la
universalidad corre el peligro de particularismo e intimismo; pero la primera sin la segunda tampoco,
porque la universalidad correría el riesgo de indeterminación, generalización y evasión. “No hay
sociología del prójimo, la ciencia del prójimo es de inmediato cancelada por la praxis del prójimo. No se
da un prójimo. Yo me hago el prójimo de alguno”74. El hombre en Cristo, integrado en el Cuerpo de
Cristo con el bautismo y la Eucaristía, debe llegar a ser una persona kat´holikos, “según el todo”.
Con todo, la caridad tiene una cierta tipología, puede clasificarse. En primer lugar, tenemos la
caridad fraterna, no ligada al modo de ser del otro, sino a su ser-ahí, motivo por el cual es una caridad
debida siempre a todos. No tiene especificaciones ni de orden físico y, por tanto, incluyen el amor al
pobre, cuya dignidad no se ofrece de modo atrayente a nuestro amor, el cual no encuentra en el otro
alguna belleza, atractivo o placer. Tampoco tiene especificaciones de orden moral y, por tanto, incluyen
el amor al enemigo, para el cual no se logran encontrar razones, sino sólo el arquetipo divino que
funciona como motivo inspirador y decisivo: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con
Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10). “No te dejes vencer por el mal”, ni por mal físico que no
dispone bien al amor, ni por mal moral que racionaliza el no-amor. “Por el contrario, vence al mal,
haciendo el bien” (Rom 12,17), el mal físico con el bien que cura y sana, el mal moral con el bien que
desarma y reconcilia. Es la caridad que, en presencia del mal, toma la forma de misericordia, del
corazón que se inclina sobre la miseria física como amor que dona, y sobre la miseria moral como amor
que perdona. La caridad es intransigente con el mal, pero misericordiosa con el malvado.
Además de la forma extensiva de la caridad fraterna, está la forma intensiva de la amistad: la
primera indistintamente para todos, la segunda electivamente para algunos. La amistad es “amor de
mutua benevolencia”, “fundado sobre una comunión de vida”75, cuya forma natural es asumida por la
especificidad cristiana en forma teologal de caridad. A diferencia de la caridad fraterna, aquí volvemos a
encontrar la reciprocidad; no puedo ser amigo de quien no quiere: “el amigo es amigo para el amigo”76.
La caridad de amistad no se dirige al otro como otro, sino como partner de comunión. Es un con-vivir

74
P. RICOEUR, Histoire et vérité, Seuil, Paris 1955, 102.
75
SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q.23, a.1; q.26, a.5.
76
Ibid., II-II, q.23, a.1.
Virtudes teologales - 34

que se caracteriza por la correlación estable de pensamiento, querer, sentimiento, bienes, proyectos, y
que exige disponibilidad en la confrontación y el diálogo, búsqueda de tiempos compartidos y lenguajes
expresivos, camino de maduración y crecimiento, fidelidad concorde y reconciliadora. Para que esto sea
posible es necesaria la aequalitas, la igualdad que no consiste en una afinidad de dotes, temperamento,
sensibilidad, casta social, profesión, actitudes, hobbies, sino una comunión de profundidad, un común
ver y querer la vida, un compartir de valores y principios, de finalidades y significados. No es posible la
amistad entre sujetos que tienen una visión opuesta tanto del bien como del mal, de aquello que en el
lenguaje común llamamos lo esencial. La caridad de amistad pone límites de elección y exclusión: es
una forma privilegiada de caridad, y es posible sólo sobre un número limitado de personas. Esta
característica electiva y exclusiva no admite replegamientos intimistas y privatistas, ante todo porque la
amistad es sólo una forma de caridad que no puede desmentir a las otras y, si bien no es una forma de
amor hacia todos, tampoco es indiferente hacia otros, refractaria y cerrada. Esto no sería amistad sino
complacencia egoísta. La amistad es una forma electiva, no elitista. Asume en Jesús toda su fuerza
cristológica. Él establece una relación electiva con los Doce, pero esta relación desborda el grupo hacia
Marta, María y Lázaro, y se hace particularmente intensa con “el discípulo amado” (Jn 19,26).
En la línea de desarrollo de la caridad de amistad se coloca la caridad conyugal y familiar. En
la comunión amical entre un hombre y una mujer, al más elevado grado de electividad e intensidad, nos
encontramos con la caridad conyugal, caracterizada por la totalidad de donación y acogida, amor sin
reservas. Esto la hace única (monógama) y definitiva, la más íntima, pero no oculta o privada, sino
abierta y pública. Esta caridad es al mismo tiempo unitiva y procreativa, abre el “nosotros” matrimonial
al “nosotros” familiar.
Desde su familia, el bautizado está llamado a hacer comunidad con la gran familia de los
bautizados, y así la caridad toma la forma de eclesialidad. El condiscípulo es el prójimo más inmediato
del cristiano. En la imagen del Cuerpo se ve cómo la caridad es la fuerza de Cristo que opera de manera
conectiva. “Como elegidos de Dios, sus santos y amados, revístanse de sentimientos de profunda
compasión. Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los
otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha
perdonado: hagan ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección.
Que la paz de Cristo reine en sus corazones: esa paz a la que han sido llamados, porque formamos un
solo Cuerpo. Y vivan en la acción de gracias. Que la Palabra de Cristo resida en ustedes con toda su
riqueza. Instrúyanse en la verdadera sabiduría, corrigiéndose los unos a los otros. Canten a Dios con
gratitud y de todo corazón salmos, himnos y cantos inspirados” (Col 3,12-16). Leitourgia y diakonía son
las dos polaridades de la caridad eclesial. La leitourgía activa la diakonía, y ésta prolonga la leitourgía
en la ferialidad del vivir cotidiano. La ortodoxia de la fe es criterio de pertenencia a la eclesialidad tanto
como la ortopraxis de la caridad. La sacramentalidad de la Iglesia se difunde hacia adentro en la forma
de los sacramentos, y hacia afuera en la forma de la misión, y suscita una responsabilidad sacramental
de transparencia significativa: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor
que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El testimonio de la caridad es vía maestra de la
evangelización.
La caridad eclesial se abre así a la consideración de la caridad social. El bien común no es la
suma de los bienes individuales. Ni es un bien genérico, el bien de un colectivo sin rostro. Bien común
es el bien de aquel “nosotros todos” social que los individuos, las familias y los grupos intermedios
custodian. Está dado por el complejo de condiciones, funciones y estructuras en las que toma forma la
sociedad. No es un bien buscado por sí mismo, independientemente de las personas o incluso contra
ellas: un bien como hipostasiado por encima de las personas. Este es el modo como lo han entendido las
ideologías del “todo-común”, del “todo-social”, y como lo buscan los totalitarismos. La caridad social es
la caridad del bien común que, al no ser genérico, hace que aquella no sea un amor impersonal. Buscar
el bien de todos es buscar el bien del prójimo en sociedad. Aquí la caridad fraterna no basta, porque no
podría hacer todo el bien posible quedándose en el plano individual. Aquí encontramos al otro menos
como proximus y más como socius. La caridad social está abierta a todas las posibilidades y medios que
se le ofrecen. “En efecto, el que está animado de una verdadera caridad es ingenioso para descubrir las
Virtudes teologales - 35

causas de la miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez”77. No se
puede vincular la caridad a esquemas. Obrando de esta forma, la caridad social puede dar la impresión
de ser menos directa e inmediata con respecto a la persona alcanzada por ella, pero no por esto es un
amor menor. La caridad social no es una vía opcional, para algunos con la vocación especial: un amor
por el prójimo fiel a Dios, no puede no quererse como caridad social. Sus lugares son el voluntariado,
las organizaciones intermedias, los sindicatos, las confederaciones de consumidores y profesionales, los
organismos no gubernamentales.
De ahí a la caridad política hay un paso. La política está caracterizada por los dos elementos que
hacen de una comunidad social una comunidad política: el derecho y la autoridad. La justicia es virtud y
norma garante del derecho. No sólo la justicia conmutativa, reguladora de los derechos y deberes entre
los ciudadanos; sino más bien y, ante todo, la justicia contributiva, define los aportes de los ciudadanos
al bien común según la posibilidad de cada uno; y distributiva, que reparte el bien común entre los
ciudadanos, según la necesidad. De éstas es garante la autoridad. En la distinción e interacción de los
poderes, el legislativo es garante de la elaboración y codificación de las reglas, el ejecutivo de su
aplicación y observancia, el judicial de la solución de los contrastes y de la sanción de los delitos. Así, el
bien común tiene la fuerza, no sólo de la ética, sino también del derecho. En la polis el prójimo tiene el
rostro del civis, un hermano portador de derechos y deberes; y el amor con el cual lo encuentro y me
hago prójimo tiene la forma de caridad política. Hoy, sin embargo, se difunde una concepción fría y
burocrática de la política. Nadie puede exonerarse de la política, porque la ciudad nos compete a todos
como parte integrante del bien común. No se pueden legitimar, aún cuando se las comprenda, las
desafecciones y las indiferencias, ni desde la ética, ni desde el Evangelio: significaría cerrar un espacio
considerable y decisivo del existir humano a la caridad y a su virtud liberadora. Para el Concilio
Vaticano II: “Los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen
en la comunidad política”78. La caridad política suscita un doble orden de responsabilidad. Primero, la
participación política que concierne a todos, y no existe vocación por eremítica que sea que nos exima
de esta tarea. Cada cristiano está llamado a discernir y elegir los proyectos políticos. Segundo, hay
algunos que aportan directamente a la política con una dedicación especial, tarea específicamente de los
laicos. Ellos asumen las estructuras vigentes y también se esfuerzan por mejorarlas. El bien común hoy
se vuelve cada vez más universal, un fenómeno llamado globalización que reclama un caridad social y
política sin fronteras. Es necesario sustraer este fenómeno a la mirada meramente económica, y
someterlo a una autoridad y una legalidad planetaria. El recurso a la mediación política no significa que
la caridad es reducida y secularizada. La caridad es siempre un evento de gracia. El recurso a la política
es una forma de encarnación de la caridad de Cristo en la historia.
Hay una caridad que toma forma no de la relación con los demás sino de la elección vocacional.
Cada vocación es una llamada a la caridad. No somos omnipotentes en la caridad; de hecho, no estamos
llamados a toda la caridad. De este modo, se da un ordo caritatis. Esto es, ante todo, un dato objetivo, ya
que cada vocación establece relaciones de caridad ligadas a ella. Pero al mismo tiempo, la vocación se
convierte en criterio de juicio personal, es decir, de valoración de las cuestiones de caridad que la
elección particular interpela a la conciencia. La vocación es principio de discernimiento y de juicio de
las elecciones a cumplir. La caridad vocacional se podría definir como la mejor elección de amor en la
condición de vida y en la situación de hecho que la persona está llamada a vivir.
La caridad vocacional se especifica también como caridad profesional, expresada en la
actividad laboral. Por una parte, la profesión es vocación. Y aún cuando la persona no elige su trabajo,
sino que lo tiene por necesidad, éste viene visto por la caridad como posibilidad concreta de teologalidad
y, por ende, de reinserción en el horizonte de sentido cristiano. La vocación encuentra en la profesión un
elemento de especificación. El ejercicio de la profesión debería ser visto como ejercicio de diakonía,
esto es, hacer fructificar la propia capacidad profesional es más que obtener resultados: es prodigarse por

77
PABLO VI, Carta encíclica Populorum progressio, AAS 59 (1967), 257-299, 75; BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas
in veritate, AAS 101 (2009), 641-709, 30.
78
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 75.
Virtudes teologales - 36

los demás. La actividad profesional asume dignidad y finalidad teologal: su valor es más que humano, su
responsabilidad es más que ética, su eficacia es más que temporal.
¿Se da una caridad también hacia las cosas, hacia la creación? ¿Existe una caridad ecológica?
En sí misma, la caridad es virtud interpersonal, propiamente hablando no hay caridad por las creaturas.
Pero el hombre no busca el bien de las creaturas pre-humanas por sí mismas, sino en relación consigo
mismo y con los demás. Las podemos amar como reflejo de Dios Creador y como beneficio de los
hermanos. El amor por el prójimo coimplica el mundo que le hace de contexto vital. Por tanto, es
legítima una caridad por las plantas, los animales y las cosas. Ellos reflejan la bondad de Dios creador y
providente y le dan gloria a su modo, transformando su existir en caridad doxológica. Destruir la
creación es, por tanto, un pecado contra la caridad. Dios mismo es su primer amante: “el Señor es bueno
con todos y tiene compasión de todas sus criaturas” (Sal 145,9); “Tú amas todo lo que existe y no
aborreces nada de lo que has hecho, porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado. ¿Cómo podría
subsistir una cosa si tú no quisieras? ¿Cómo se conservaría si no la hubieras llamado? Pero tú eres
indulgente con todos, ya que todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sab 11,24-26). Por otro lado, un
amor que ponga más atención a los animales, a las plantas y a las cosas que a las personas, también deja
de ser caridad y degenera en animalismo, naturalismo o ecologismo.
La caridad relaciona el “yo” con el “tú” en el amor. Por eso, ha inducido a los teóricos a excluir
de la caridad todo amor a sí mismo, identificado con el egoísmo. Pero, considerándolo bien, hay una
relación y un diálogo que cada uno mantiene consigo: cada uno se interroga sobre sí. Esto significa que
hay un “tú” de mí, destinatario de mis premuras. Yo me comporto conmigo mismo como con un prójimo
necesitado de atenciones: el prójimo más cercano e inmediato soy yo. Nadie da lo que no tiene, cada uno
puede dar la caridad que tiene, la caridad que él mismo es. Este amor no debe excluirse a priori; es
condición la maduración, la plenitud, la realización personal para luego poder darse y autonegarse por
los demás. La disciplina y la ascesis sólo son posibles sobre una base de amor. El Evangelio hace del
amor a sí el paradigma de todo amor por los demás: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39).
La caridad a sí mismo es el amor a sí y no el amor propio, que sería egoísmo.

e. Caridad y justicia

El derecho es lo ius suum, lo que a cada uno le pertenece como propio. Por eso, la justicia es la
primera vía de la caridad. No puede darse caridad sin justicia. Una justicia, a su vez, que se
comprende y se vive como expresión de la caridad, la asume y refleja su valor ético-teologal. Por amor
yo dono al otro lo que es mío. Por justicia le doy lo que es suyo. Ahora bien, yo no puedo dar al otro lo
mío, sin haberle dado primero lo suyo. El primer bien que la caridad quiere para el otro es aquel que le
compete como ius suum. Por eso, la caridad no puede no quererse ante todo como justicia. Es propio del
amor-caridad exigir y legitimar el vínculo jurídico-legal de la justicia. La caridad lo exige y lo integra en
el orden ético suyo. En este sentido, la justicia ha sido llamada “la caridad de lo exigible”79: amor que
deja vincular como debitum generado por un ius. La caridad excede el ius, va más allá de lo
estrictamente debido, pero sin prescindir de él. El donar y per-donar de la caridad son inclusivos del dar
y restituir de la justicia. Pero siempre en el respeto de la alteridad de los sujetos: virtud del unicuique
suum (a cada uno lo suyo), la justicia se hace garante de la autonomía del “yo” y del “tú” en el
“nosotros” del amor.
En Dios la justicia se hace justificación. La absoluta comunión trinitaria de amor es fuente de la
individualidad hipostática de las divinas personas. La persona es el “derecho subsistente”. Él no se deja
jamás vencer por la injusticia humana, su justicia es siempre más grande: “El amor apasionado de Dios
por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios
contra sí mismo, su amor contra su justicia”80. Toda la historia de la salvación es narración de la justicia
justificante de Dios, que hace subsistir al hombre en su derecho, y se hace cargo del derecho perdido del
hombre. Su justicia es defensa y protección del pobre, del huérfano y de la viuda. “El Señor hace obras

79
R. CLEMENS, «A propos des nations de libération de la société», en Revue nouvelle, 4 (1946), 650.
80
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 10.
Virtudes teologales - 37

de justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 103,6); “Yo sé que el Señor hace justicia a los
humildes y defiende los derechos de los pobres” (Sal 140,13). Es justicia que mira a justificar: hacer
justo al hombre que ha perdido el derecho. Es justicia liberadora, justificación y al mismo tiempo juicio.
Dios en Cristo se ha hecho cargo de nuestra dignidad y libertad perdidas: “Cristo Jesús, que por
disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención”
(1Cor 1,30). De este modo, la justicia del unicuique suum es recomprendida a la luz de la caridad como
justicia que salva, que hace justo. Es una justicia no centrada en el derecho-cosa, sino en el derecho-
persona. Ser justos por la justicia justificante de la gracia significa para el cristiano hacer justo al
hermano: hacerse cargo de su integral dignidad a los ojos de Dios y restablecerlo en el derecho
desconocido y perdido de persona e hijo de Dios. Por eso, la injusticia constituye un ateísmo práctico,
una negación de Dios.
La justicia es, por lo tanto, intrínseca a la dinámica ético-teologal de la caridad, y así se
substrae al legalismo, al anonimato y a la máxima degeneración de la justicia: summum ius summa
iniuria81, que es la negación de la virtud. Expresión y camino de la caridad, la justicia humaniza el
derecho como bien de la persona. La caridad da intencionalidad y finalidad salvífica a la justicia, de tal
modo que ocuparse por un mundo justo es ocuparse por el Reino de Dios, “un cielo nuevo y una tierra
nueva donde habitará la justicia” (2Pe 3,13). Por eso, sustraerse a un deber de justicia no es para el
cristiano transgredir una obligación meramente secular, y es más que eludir un deber moral: es
desmentirse a sí mismo como cristiano. Después de la exhortación a satisfacer todos los deberes de
justicia: “Den a cada uno lo que le corresponde” (Rom 13,7); San Pablo da un paso más y agrega: “Que
la única deuda con los demás sea la del amor mutuo” (Rom 13,8). La caridad es el “débito”
inextinguible, correlato del derecho insuprimible de la persona. Esta figura de la caridad como débito
excedente de la justicia, es expresión significativa de la inmanencia de la justicia a la caridad y de la
obligatoriedad de la caridad como de un “justicia superior” (cfr. Mt 5,20). Porque la caridad no sigue a
la espontaneidad del sentimiento y no es opcional como si fuese una actividad facultativa. Ella porta en
sí la tensión exigente del derecho de Dios y de Cristo.

f. El primado de la caridad

A la caridad le corresponde un primado unificador de toda la ley, las virtudes y el obrar moral
(cfr. Mt 22,34-40). Es el cumplimiento y la plenitud de la ley. “El que ama al prójimo ya cumplió toda la
Ley. Porque los mandamientos: No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y
cualquier otro, se resumen en este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace más al
prójimo. Por lo tanto, el amor es la plenitud de la Ley (Rom 13,8-10). La caridad estructura de la libertad
moral del cristiano: “Ustedes, hermanos, han sido llamados para vivir en libertad, pero procuren que esta
libertad no sea un pretexto para satisfacer los deseos carnales» háganse más bien servidores los unos de
los otros, por medio del amor. Porque toda la Ley está resumida plenamente en este precepto: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5,13-14). La libertad cristiana no es libre arbitrio del hombre viejo y
carnal, sino la libertad de caridad. Todas las virtudes convergen en la caridad. Pablo concluye el elenco
poniendo “Sobre todo” “el amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,14), ya que “el amor todo lo
disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1Cor 13,7).
La caridad deriva este primado unificador de todas las virtudes y de toda la ley moral de su
propio objeto y fin, que es Dios, Sumo Bien, que implica todo otro bien. Un bien particular activa una
bene-volencia parcial; el Sumo Bien, en cambio, reviste entera y unitariamente la libertad. Esto quiere
decir que todo el obrar moral que procede de la voluntad –no sólo aquel expresa y directamente dirigido
a Dios– es expresión de la caridad. Antes aún que tender a esto o aquello, a bienes particulares y
parciales, la libertad es tensión fundamental y unitaria al todo. La caridad es, por tanto, el constitutivo
esencial de la libertad cristiana; la caridad no concierne parcialmente a la libertad, sino totalmente.
Disposición (habitus) de la libertad a un bien particular, cada virtud participa de la intencionalidad

81
Literalmente: “sumo derecho, suma injuria”. Pero se expresa en latín con un juego de palabras de difícil traducción al
español. Lo más cercano a nosotros podríamos traducirlo como “hecha la ley, hecha la trampa”.
Virtudes teologales - 38

teologal que la caridad da a toda la libertad. Es la doctrina de Santo Tomás de la caritas forma virtutum
(forma de las virtudes), en el sentido que la caridad –explica el Aquinate– da el propio fin a cada virtud.
Una forma no estática y exterior, sino activa y dinámica, que hace de principio fuente y motor. Dar la
forma significa que la caridad hace participar a todo el obrar moral cristiano del amor a Dios.
Obviamente también la fe y la esperanza tienen a Dios como objeto, pero sólo la caridad lo alcanza en sí
mismo en cuanto relación interpersonal, sólo la caridad se relaciona con Dios sub ratione finis (la fe, sub
ratione veri; la esperanza, sub ratione boni ardui). Y por esto, entre las virtudes teologales, “la más
grande todas es el amor” (1Cor 13,13).
Esto no significa que toda virtud y acto particular sean absorbidos por la caridad, perdiendo así la
particularidad específica. Porque la caridad no remueve el fin de cada virtud. Pero “tampoco puede
haber verdadera virtud sin la caridad”82. En la caridad la libertad se expresa entera y unitariamente a sí
misma. La caridad es la libertad fundamental, que en el plano deliberativo y operativo no tiene ya la
indeterminación del acto primero, sino que se deja aprehender en las especificaciones (caridad en acto
segundo y en virtud) que obran su refracción, como la luz que sale del prisma descompuesta en una
pluralidad de colores. La única caridad se participa en las virtudes diversas, ejercitando sobre ellas una
causalidad eficiente, formal y final, causalidad propia de una voluntad enteramente polarizada y
suspendida en el amor de Dios.
La caridad es la voluntad elevada y divinizada por el amor de Dios, el deber-ser del ser
santificado por la gracia. Como tal, tiene raíz ontológica: la caridad es nuestro ser dinámico; es nosotros
mismo en cuanto libertad; es la libertad habitada por la Trinidad. Aquello que la gracia santificante hace
a nuestra sustancia, la caridad lo hace en nuestra voluntad. Lo que caracteriza la caridad es querer la
unión de nosotros mismos y de los demás con Dios, no de una manera cualquiera, sino según el modo
preciso de la visión beatífica. Toda la vida moral del hombre en Cristo es caridad narrativa del amor
trinitario. Virtud ontológico-operativa del hombre en Cristo, la caridad no impone al hombre nada sino
sí mismo. La caridad no se cumple como una acción, no se precisa, como las otras virtudes, en
exigencias limitada y circunscriptas, sino que exige al hombre mismo en totalidad de libertad y
fidelidad. Y por esto, la caridad no es ante todo y en su esencia un mandamiento: es el mismo hombre.
No significa indeterminación, ya que como tal también es mandamiento: expresión temática del amor de
Dios y del prójimo. Esto inducía a San Agustín a exhortar simplemente, pero no sin exigencia: “Ama et
fac quod vis” (ama y haz lo que quieras), en la conciencia que “de la raíz del amor no puede proceder
más que el bien”83.

g. Caridad para siempre

El primado de la caridad significa el todo no sólo ético, sino también ontológico de la persona:
“si no tengo amor, no soy nada” (1Cor 13,2). La caridad es el indubitable ontológico cristiano: amo ego
sum. Soy porque amo. Ser es amar, y amar es ser. “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a
la Vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn 3,14). Sólo
el amor confiere el ser, sólo el amor se sustrae a la nada. La caridad no se pierde, sino que tiene una
eficacia meta temporal. Ante todo, con respecto al bien cumplido, que es como diseminar semillas de
vida eterna, como construir la “ciudad de Dios” en medio de la “ciudad del hombre”; pero también con
respecto al sujeto que ama: en el camino de la caridad cada uno se juega y decide sobre la propia vida.
La caridad es lo esencial de la vida, aquello que vale verdaderamente porque vale para la eternidad.

3. Lectura de Deus caritas est

4. Lectura de STh, II-II, q. 23-46

82
SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q.23, a.7.
83
SAN AGUSTÍN, Tractatus in epistolam Ioannis ad Parthos, VII, 8, en PL 35, 2033.
Virtudes teologales - 39

5. Reflexionamos juntos: Caridad y pastoral, “Lazos fraternos”, conferencia de Mons. Ojea


para los Hogares de Cristo: https://vimeo.com/215231356

6. Recreo literario: Lectura de “El Principito”, cap. XXI: encuentro con el Zorro
Virtudes teologales - 40

Unidad IV:
“Dar razones de la esperanza”

1. Angustia y Esperanza (cfr. GS 1): Una mirada al mundo actual

a. Angustia y esperanza en la Gaudium et spes

Son tres los motivos por los que parecía acertado comenzar estas reflexiones haciendo referencia
a la Gaudium et spes84: es una constitución conciliar y, en consecuencia, un documento clave del
Vaticano II85; es un texto pastoral con una fuerte carga moral, tal vez el único del Concilio al cual pueda
dársele ese calificativo; y, por último, la temática de la esperanza ocupa en él un lugar central.
Pero hay un cuarto motivo, más sutil, pero no menos importante: los Padres Conciliares han
querido deliberadamente añadir, a las palabras “el gozo y la esperanza”, la expresión “las lágrimas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo”, interpretando la cultura de ese momento desde esa clave
hermenéutica.

• Análisis literario e histórico del texto conciliar a partir de la palabra “angustia”

El teólogo francés Philippe Bordeyne piensa que los redactores del documento conciliar han sido
muy cuidadosos al incluir dos términos en el texto: angor y anxietas86. Los teólogos que trabajaron
entorno a la redacción habrían descubierto en el concepto de “angustia” la clave para dialogar con la
humanidad del siglo XX. Bordeyne se sirve de un exhaustivo y agudo análisis exegético del texto87, casi
quirúrgico, con el fin de mostrar el lugar central que ocupa en él el concepto de angustia, incluso por
encima de la idea de esperanza.
Sin embargo, y a pesar de esto, la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual ha
sido considerada desde el primer momento como el documento más optimista del Concilio, incluso
demasiado para algunos. El recurso al vocabulario de la angustia, ¿es una herramienta meramente
poética, literaria? ¿O tal vez una estrategia pastoral para entrar en relación con los hombres de hoy? Su
inclusión en texto conciliar, ¿es una casualidad? ¿O nos encontramos delante de una verdadera
elaboración teológico-moral? Para responder a estas preguntas, fue necesario para Bordeyne indagar en
la historia de la redacción.
El documento ha tenido un camino tortuoso. Desde el De ordine moralis, donde aparecía sólo
una vez la palabra anxietas (5,25), hasta la letra definitiva de la GS, se sucedieron 8 grandes textos,
algunos de los cuales tuvieron hasta 6 revisiones88.
En julio de 1963 Suenens, el primer redactor, y su equipo comienzan a trabajar89. Cuando el
texto llega a la Comisión suscita la cuestión del método: ¿había que hablar de la realidad con
metodología teológica, o más bien partir de la realidad con una metodología y un lenguaje que

84
CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes (7 de diciembre de 1965), EV1/1319-1644, 1965.
85
Cfr. BENEDICTO XVI, Carta apostólica en forma de Motu proprio Porta fidei (11 de octubre de 2011), AAS 103 (2011),
723-734, n° 5; JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), AAS 93 (2001), 266-309, n° 57;
BENEDICTO XVI, Discurso al clero de la diócesis de Roma (14 de febrero de 2013), AAS 105 (2013), 283-294.
86
Cfr. P. BORDEYNE, L’homme et son angoisse. La théologie moral de Gaudium et spes, Les éditions du CERF, Paris 2004,
25.
87
Cfr. Ibid., 25-82, 352-363.
88
Cfr. N. CIOLA, «Un’antropologia declinata cristologicamente: rilettura della Gaudium et spes 50 anni dopo», en A.
SABETTA (ed.), Ambula per hominem et pervenies ad Deum. Studi in onore di S.E. Mons. Ignazio Sanna, Edizioni Studium,
Roma 2012, 51; R. GALLAGHER, «Change and continuity in human condition. The implications of GS pars. 4-10 for moral
theology», Studia Moralia 35 (1997), 49-69, 49-50; W. KASPER, «L’uomo e la Chiesa nel mondo moderno. La Costituzione
pastorale Gaudium et spes», en B. FORTE (ed.), Fedeltà e rinnovamento. Il Concilio Vaticano II 40 anni dopo, San Paolo,
Cinisello Balsamo 2005, 87.
89
Cfr. Ibid., 95-96; F. BRANCACCIO, Antropologia di comunione. L’attualità della Gaudium et spes, Rubbettino Editore,
Catanzaro 2006, 20.
Virtudes teologales - 41

cualquiera pudiese entender? Esta primera duda se vinculaba también con la ambigüedad de
destinatarios: ¿el Concilio debe dirigirse sólo a los cristianos? ¿Puede la Iglesia hablar a todo el mundo?
¿Desde qué lugar? De esta forma, se constituye un nuevo equipo redactor integrado en su mayoría por
franceses. Con Mons. Ménager, Pierre Haubtmann90 y Häring como miembros, se elabora el primer
proyecto de documento conciliar de la GS en la ciudad de Zúrich, conocido con el nombre de “Esquema
XIII”91. Y así entra al aula conciliar por primera vez en noviembre de 1964.
El esquema de los franceses pareció demasiado humano, demasiado sociológico y psicológico al
episcopado alemán, cuyos teólogos Rahner y Ratzinger lamentaron la falta de contenido teológico en el
texto. Se revén algunas expresiones, pero sobre todo se elige el hilo conductor que dará unidad a la GS:
la historicidad. En efecto, es clave antropológica y teológica al mismo tiempo, porque el Verbo eterno de
Dios se hizo carne en la historia de la humanidad92.
De este modo, al matiz antropológico-existencial expresado por el término “angustia”, ya
elaborado ampliamente por los franceses, se agregaba la categoría de “signos de los tiempos”, con una
connotación teológico-histórica93. Los redactores francófonos no negaban la idea de historicidad
explicitada por los alemanes con esta noción bíblica. Más aún, para ellos era precisamente la angustia el
signo en el mundo de hoy, el más importante y el que los nucleaba a todos. El drama existencial
proviene de una «aceleración de la historia que impone la presencia invasora del futuro con sus
angustias», puesto que en la modernidad tecnológica «el hombre está comprometido con un progreso
irreversible y al mismo tiempo imprevisible»94. Sin embargo, la angustia no se debería demonizar; es
más, ella misma representa ya una respuesta del hombre a sus inquietudes, y los redactores franceses lo
sabían muy bien. «El texto insiste sobre el momento presente de inquietud y lo interpreta como un signo
de los tiempos [...]. De ningún modo diabolizada, la angustia designa la aptitud contemporánea de
conjugar la grandeza y la fragilidad»95.

• El lugar de la esperanza

Ahora bien, Bordeyne no deja de reconocer que «la inquietud es un componente existencial,
ambivalente, de la sociedad industrial. Es necesario el soporte de la esperanza para que se opere en ella
un auténtico discernimiento moral»96. Incluso reconoce que los Padres Conciliares retocaron la frase
inaugural («las alegrías y las tristezas, las esperanzas y las angustias»97) a último momento, para darle
más fuerza al tema de la esperanza y la alegría como lo proponía Häring98. En efecto, la angustia es el
elemento antropológico que clama por la vida teologal ofrecida por la esperanza.
La Iglesia no está contra el mundo, ni frente a él, ni sobre él: ella está en el mundo. Por eso
comparte «las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo», las siente y las vive, las sufre
y las comprende; pero increíblemente también el mundo tiene «gozos y esperanzas» que “pertenecen” a
la Iglesia, porque «nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS 1). «Es
necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas (exspectationes), sus
aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza» (GS 4,1). La índole dramática del
mundo se especifica más adelante al referir que a los hombres de hoy «la inquietud los atormenta, y se
preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo. El curso de la historia
presente es un desafío al hombre que le obliga a responder» (GS 4,5), lo empuja a la respuesta moral, a
la decisión y a la responsabilidad, y por ese motivo no deja de ser algo positivo.

90
Ambos asesores de la Acción Católica Francesa, institución muy atenta al método «ver, juzgar, actuar» de corte inductivo.
Cfr. P. BORDEYNE, L’homme et son angoisse, 117-121.
91
Cfr. Ibid., 85; F. BRANCACCIO, Antropologia di comunione, 20-21.
92
Cfr. P. BORDEYNE, L’homme et son angoisse, 158-162; F. BRANCACCIO, Antropologia di comunione, 23-26.
93
Cfr. F. BRANCACCIO, Antropologia di comunione, 30-33.
94
P. BORDEYNE, L’homme et son angoisse, 122.
95
Ibid., 151.
96
Ibid., 123.
97
Ibid., 133.
98
Cfr. Ibid., 152.
Virtudes teologales - 42

Al observar al hombre «hundiéndose hasta la desesperación» y comprobando que «la duda y la


ansiedad se siguen en consecuencia» (GS 12,2), la Iglesia no puede más que decir que «la fe, apoyada en
sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del
hombre [...] dándonos la esperanza de [...] la vida verdadera» (GS 18,2). No son «las formas del ateísmo
moderno» las que consiguen «la liberación del hombre», ni es la religión la que orienta «el espíritu
humano (spem hominis) hacia una vida futura ilusoria» (GS 20,2), sino por el contrario, «la esperanza
escatológica no merma la importancia de las tareas temporales» y cuando falta «esa esperanza de la vida
eterna [...] los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando
no raramente al hombre a la desesperación» (GS 21,3). De este modo, mientras los hombres sufren en su
interior estas tensiones y dudas, de igual modo también «urgen al cristiano la necesidad y el deber de
luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al
misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la
resurrección» (GS 22,4). En un mundo así de inestable, la solidez y las certezas de la esperanza cristiana
son más preciosas que nunca, ya que «el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a
las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (GS 31,3).
En la segunda parte, los Padres conciliares desarrollan un panorama de la cultura actual al cual
describen compuesto de «condiciones de vida» que «han cambiado profundamente» al encontrarnos en
«una nueva época de la historia humana», caracterizada «por el ingente progreso de las ciencias
naturales y de las humanas», «por el desarrollo de la técnica», la «comunicación», donde «las
costumbres tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la urbanización [...] crean nuevas
formas de cultura (cultura de masas)» (GS 54). «En esta situación no hay que extrañarse de que el
hombre, que siente su responsabilidad en orden al progreso de la cultura, alimente una más profunda
esperanza, pero al mismo tiempo note con ansiedad (anxio animo) las múltiples antinomias existentes,
que él mismo debe resolver» (GS 56,1). La cultura es el lugar común de la angustia y la esperanza. El
texto no quiere solucionar esta tensión sino incentivar a la respuesta moral sostenida por la esperanza.

b. De la Gaudium et spes hasta nuestros días

Se pueden individuar cuatro motivos de angustia presentes en la GS: la idea del cambio, la
racionalidad técnico-científica, la disolución de las instituciones y la fractura interna de la persona. Estas
cuatro características de lo que podríamos comenzar a llamar “posmodernidad” se entrelazan entre sí, de
tal modo que distinguirlas sirve a modo de simple clarificación.

• Una época de cambios

Todo la Constitución sugiere la idea de movimiento. La parte introductoria comienza cada punto
con el término “cambio” o un equivalente99. Esta idea es recurrente a lo largo de todo el texto100. Las
expresiones sobre la condición mutable de la modernidad terminan siendo una especie de estribillo
capaz de introducir cualquier tema del que se trate, «tanto que se puede hablar con razón de una nueva
época de la historia humana» (GS 54).

99
Así, la historia actual se caracteriza por «cambios (mutationes) profundos y acelerados», «una verdadera metamorfosis
(transformatione) social y cultural» (GS 4,2); «la transformación (immutatio) de las condiciones de vida» corresponde a «un
proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla» (GS 5). «Son cada día más profundos los cambios» que
están «transformando profundamente concepciones y condiciones milenarias» (GS 6), «cambio de mentalidad y de
estructuras» (GS 7), que provocan «una tan rápida mutación (mutatio)» (GS 8); y, sin embargo, «bajo la superficie de lo
cambiante hay muchas cosas permanentes» (GS 10).
100
Como por ejemplo: «la profunda y rápida transformación de la vida» (GS 30), el «incesante cambio de opiniones» (GS
41), «en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los modos de pensar» (GS 44),
«las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea» (GS 47), «las circunstancias de vida [...] han cambiado
profundamente» (GS 54), «período de transición (mutationi)» (GS 66), «en nuestra época se advierten profundas
transformaciones» (GS 73) o «está sometido a continuos cambios» (GS 78).
Virtudes teologales - 43

Tres años después de la finalización del Concilio, Erich Fromm se refería a la situación como a
una «encrucijada»101, afirmando que «el principio de la aceleración continua y sin límite rige no sólo a la
producción industrial. También el sistema educativo [...] y lo mismo ocurre con los deportes» 102. El
sociólogo y psicólogo alemán bautizaba este fenómeno con el nombre de “progreso”, cuyo culto
«constituye precisamente la enajenación de la esperanza»103, «la versión industrial del cielo»104.
Quien analiza, sin embargo, con más detalle la condición mutable de nuestra época es Zygmunt
Bauman. En su conocido volumen Modernidad líquida del año 2000, el sociólogo polaco describe con
minuciosidad cómo la cultura sólida de la primera modernidad literalmente se ha derretido, se ha salido
de los moldes firmes en que se encontraba, y se ha derramado por el piso sin que nadie pueda volverla a
ordenar105. «Ser moderno terminó significando, como en la actualidad, ser incapaz de detenerse y menos
aún de quedarse quieto»106. «Se aplica, en este caso, el viejo proverbio: “mejor que llegar es viajar sin
esperanza”»107. No se trata, en efecto, de un cambio madurativo; más bien, nos hallamos subidos al tren
sin chofer de una vertiginosa montaña rusa cuyo final no se vislumbra del todo bien. «No estamos por
llegar a los lugares hacia donde nuestros mapas ideológicos indican» 108; y a pesar de ello, «la pregunta
más acuciante y a la vez más difícil de contestar no es “¿qué debe hacerse?” [...], sino “quién va a
hacerlo”»109.
La idea de tiempo es central en la obra de Bauman; para él «la modernidad nació bajo las
estrellas de la aceleración»110, al extremo que ya no habla de cambios sino de “instantaneidad”, un
tiempo que deviene “momento”, que renuncia tanto al pasado como al futuro, que deja de ser historia111.
«El punto es este: el “progreso” no representa ninguna cualidad de la historia sino la confianza del
presente en sí mismo»112.
En el escrito programático de su pontificado113, Francisco, también él como Fromm y Bauman,
reconoce que existen «enormes y veloces cambios culturales» (EG 41) «que algunos llaman
“rapidación”» (LS 18)114, y que «la humanidad vive en este momento un giro histórico» (EG 52). A
pesar de ello, su mirada de fe no le permite quedar prisionero de la negatividad, como analizaremos más
adelante.

• Una época técnico-científica

El concepto de “cambio” se vincula al modo de entender la realidad según la racionalidad


científico-tecnológica, que ha dado al ser humano la posibilidad de ampliar «extraordinariamente su
poder» (GS 4). Una mentalidad y una praxis que «difícilmente llegan a conocer los valores
permanentes» (GS 4) y, mientras se le da una «creciente importancia, en la formación del pensamiento, a
las ciencias matemáticas y naturales» (GS 5), el hombre «se aleja prácticamente de la religión» (GS 7),
dando lugar a un humanismo ateo, al cual «el sentido de poder que el progreso técnico actual da al
hombre puede favorecer» (GS 20; cfr. 57). Hoy más que nunca se siente «la necesidad de formar síntesis
y de conservar en los hombres las facultades de la contemplación y de la admiración, que llevan a la
sabiduría» (GS 56; cfr. 61).

101
Cfr. E. FROMM, La revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada, Fondo de Cultura Económica, Madrid
2003, 13-17.
102
Ibid., 45.
103
Ibid., 19.
104
Ibid., 129.
105
Cfr. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, México 2015, 7-20.
106
Ibid., 34.
107
Ibid., 94.
108
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 35.
109
Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 142.
110
Ibid., 121.
111
Cfr. Ibid., 137-140.
112
Ibid., 141.
113
FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24 de noviembre de 2013), AAS 105 (2013), 1019-1137.
114
FRANCISCO, Carta encíclica Laudato si’ (24 de mayo de 2015), AAS 107 (2015), 847-945.
Virtudes teologales - 44

Al respecto, notaba acertadamente Fromm que «el pensamiento lógico no es racional si es


puramente lógico»; y al pie de página agregaba: «el pensamiento paranoide se caracteriza porque puede
ser totalmente lógico y faltarle, sin embargo, la guía del interés por la realidad o toda la averiguación
concreta de ella. En otras palabras, la lógica no excluye la locura»115.
El doctor Viktor E. Frankl (neurólogo y psiquiatra), inicialmente discípulo de Freud y Adler,
tomó conciencia que el ser humano era mucho más que aquello a lo cual sus maestros pretendían
reducirlo. Calificó la forma en que la psiquiatría se acercaba a lo humano con el término “nihilismo”,
esto es, la pretensión de hacer del hombre un objeto científico de estudio y de susceptible
experimentación técnica, un «no es otra cosa que esto o aquello, reduciéndolo a una concretización
fenoménica cualquiera»116. En el mundo intelectual de hoy, «el problema no es que los investigadores se
especialicen, sino que los especialistas generalicen»117.
La «sociedad tecnetrónica», constataba a su vez Fromm, tiene dos principios rectores: «la
máxima de que algo debe hacerse porque resulta posible técnicamente hacerlo»; y el principio «de la
máxima eficacia y rendimiento»118. Quien fija los criterios, no es la búsqueda del bien integral humano,
sino la alianza entre poder y utilidad, entre omnipotencia técnica y apetito económico. El homo sapiens
parece haber involucionado hacia el homo faber: un ser sin mucha capacidad de pensamiento, más bien
volcado a la producción de utensilios sofisticados y a la idolatrización de la obra de sus manos119.
Sin embargo, un cavernícola podía, al menos, luchar por su primacía dentro del clan, casi tal vez
como el gorila de una manada, cometiendo una injusticia o una brutalidad. Pero podía luchar. En todo
caso, actuaba como un hombre libre. El posmoderno parece haber perdido esa libertad. Ha dejado de
luchar. Ha sucumbido a la resignación frente a las «nuevas formas de un poder muchas veces anónimo»
(EG 52), “el sistema”, el nuevo «paradigma» (LS 101), que infecta todo con su propia cosmovisión y
hace del hombre el engranaje de una máquina con funciones bien programadas120.
Aún así, la GS valora positivamente la ciencia: «Una cosa hay cierta para los creyentes: la
actividad humana [...] responde a la voluntad de Dios» (GS 34); y, «aunque hay que distinguir
cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto
puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» (GS
39). La técnica pertenece, por tanto, al plan divino sobre la humanidad; y está en orden a construir el
Reino que viene, es decir, en orden a la esperanza121.

• Una época de disolución institucional

La fluidez característica de nuestra época modifica también la estabilidad y durabilidad de las


instituciones humanas que sostuvieron hasta hoy la vida social. El problema fue percibido en la época
del Concilio y expresado en tres direcciones.
Primeramente, luego de constatar los «cambios que experimentan las comunidades locales
tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu, la aldea» (GS 6), se menciona sencillamente su
inadecuación: «las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no
siempre se adaptan bien al estado actual de cosas» (GS 7). No necesariamente debe mirarse esto como
un aspecto negativo de la situación, sino primeramente como invitación a la reforma y la conversión. La
«reacción crítica contra las religiones» tradicionales (GS 19), por ejemplo, supone un verdadero examen

115
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 49.
116
V. FRANKL, Homo patiens. Soffrire con dignità, Queriniana, Brescia 1998, 17. La utilización de la expresión «nihilismo»
en Frankl tiene que ver con la negación en el hombre de su dimensión espiritual, reduciéndolo a un ser sin orientación ni
sentido, y cuya existencia termina con la muerte. Tal vez más preciso sería hablar de «positivismo», cuya consecuencia es la
reducción material del ser humano haciendo de él un ser para la nada.
117
V. FRANKL, Homo patiens, 18, nota 2.
118
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 41-42.
119
Cfr. H. JONAS, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder, Barcelona
19951, 36-37; V. FRANKL, Homo patiens, 101-113.
120
Cfr. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 96-97, 158 y ss; E. FROMM, La revolución de la esperanza, 47; FRANCISCO,
Evangelii gaudium, n° 53.
121
La misma actitud encontramos en las recientes afirmaciones de Francisco: cfr. FRANCISCO, Laudato si’, n° 102-103.
Virtudes teologales - 45

de conciencia acerca del papel que los cristianos jugaron, con su falta de testimonio y sus pecados, en el
desarrollo del ateísmo contemporáneo.
En un segundo momento, sin embargo, el documento encuentra que la inestabilidad de las
instituciones es una de las causantes de «una grave perturbación en el comportamiento» (GS 7), porque
«los vínculos sociales» «son necesarios para el cultivo del hombre», en particular «la familia y la
comunidad política» debido a que «responden más inmediatamente a su naturaleza profunda» (GS 25).
Frente al hecho de que «son muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales» (GS 30), los
Padres remarcaron que «es indispensable una autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común
[...] como una fuerza moral» (GS 74), sin caer «en formas totalitarias o en formas dictatoriales» (GS 75).
Finalmente, la GS reconoce que más allá de la manifiesta pretensión moderna de «disolver los
sólidos» y «romper el molde»122, «el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar» no sólo
resiste a «las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea», sino que estas mismas
transformaciones «manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución» (GS 47).
Fromm se percataba también de la presencia de estos elementos fragmentadores. Hablando de
una segunda Revolución Industrial123, se percata de que la presencia de multinacionales sobre los
gobiernos y la falta de una elite directiva, no nos permiten aguardar el surgimiento de otro Estado
dictatorial, ominipresente y omnirregulador, institucionalmente sólido, sino por el contrario la absoluta
licuefacción de la vida social: «el monstruo que estamos trayendo al mundo» «no se trata del Leviatán
de Hobbes, sino de un Moloch, el ídolo que todo lo destruye»124.
Bauman es más incisivo aún. El sociólogo polaco señala que, en este camino diluyente de la
época actual, uno de los aspectos es «el corrimiento que hizo el discurso ético/político desde el marco de
la “sociedad justa” hacia el de los “derechos humanos”»125, es decir, el individuo posmoderno ha dejado
de sentirse “ciudadano”, un ser comprometido con la construcción del bien común, semejando más bien
una planta sin vida y sin «canteros previstos donde “arraigarnos”»126. De igual modo, percibe que el
modelo de liberalización económico, en el que los vínculos capital-fábrica-trabajo se volatizan, también
se ha trasladado a todo tipo de relación humana, afectando profundamente el matrimonio y la familia127.
Da la sensación que hoy más que nunca nos encontramos con «el mal cristalizado en estructuras
sociales injustas» (EG 59) y con «la corrupción profundamente arraigada [...] en sus gobiernos,
empresarios e instituciones» (EG 60). 50 años después del Concilio, las ideas parecen repetirse, si bien
con matices diversos. «Reconozcamos –dice el Papa Francisco en el 2013– que una cultura, en la cual
cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen
integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales» (EG 61). Como había
señalado Bauman, la Evangelii gaudium coincide en que el individualismo corroe los cimientos de toda
sociabilidad; el matrimonio deja de ser, de este modo, un proyecto responsable que se sostiene en común
y «tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva» (EG 66), volviendo frágiles los
vínculos personales. A la Iglesia, que aún hoy «es una institución creíble» (EG 65), corresponde revisar
sus estructuras obsoletas y burocráticas, en las que «hay un predominio de lo administrativo sobre lo
pastoral» (EG 63), y «transmitir la mística de vivir juntos» (EG 87) «sin cansarnos jamás de optar por la
fraternidad» (EG 91).
En las estructuras sociales o culturales hay elementos grises, ambiguos. Además de las
tendencias disolventes ya mencionadas, Francisco es también capaz de descubrir factores positivos,
como las diversas «formas de asociación para la defensa de derechos y para la consecución de nobles
objetivos» (EG 67), o «una reserva moral» en la piedad popular que representa «mucho más que unas
semillas del Verbo» y «que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente» (EG
68).

122
Cfr. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 112.
123
Cfr. E. FROMM, La revolución de la esperanza, 36-41.
124
Ibid., 38.
125
Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 35.
126
Ibid., 39.
127
Cfr. Ibid., 158-176.
Virtudes teologales - 46

El Papa apunta también a la importancia de la ciudad, no analizada en profundidad por el texto


conciliar, pero sí por Bauman. Son similares los términos utilizados por ambos autores. Mientras que
Francisco se refiere a «los “no ciudadanos”, los “ciudadanos a medias” o los “sobrantes urbanos”» (EG
74), el sociólogo polaco habla de la «civilidad» como de la «máscara pública» con la cual el individuo
vive en la ciudad sin ser verdaderamente parte de ella128. De esta forma, tenemos, por un lado, centros
urbanos en los cuales «las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que para conectar
e integrar» (EG 75); y, por otro, gente marginal y desechable, extraños, a quienes simplemente se
califica como «merodeadores»129. Este tipo de exclusión social también provoca «el destrozamiento de
la esperanza», luego del cual los que lo sufren «no pueden tolerar que se les haga más daño» y deciden
que «ellos sí harán daño a otros», llegando incluso hasta «la destructividad y la violencia». No es
simplemente la pobreza, sino «la falta de esperanza de la situación, las promesas rotas siempre
repetidas»130. Éstos no han caído en la resignación, pero tampoco se los puede llamar de verdad
combatientes de la esperanza; son más bien resentidos y furiosos; han caído en la rebeldía de la
impotencia y de la desesperanza.
Sin embargo, Francisco no se contenta con los oscuros diagnósticos, sino que «desde una mirada
contemplativa» logra ver al «Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas». La ciudad no
es sólo un conglomerado de “lugares fágicos, émicos o no-lugares”131 destinados a cancelar a los
diferentes, como aseguraba Bauman, sino un templo de la presencia divina, que «no debe ser fabricada
sino descubierta» (EG 71).

• Una época de fractura interior de la persona

De las causales externas de angustia llegamos así a la interioridad del ser humano. Justamente
ahí, en el corazón de cada hombre, es donde la esperanza y la angustia luchan y se abrazan para dar una
respuesta a las inquietudes existenciales. La Constitución Pastoral lo sintetiza de este modo:

En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese
otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos
que se combaten en el propio interior del hombre […]. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir
y que renunciar […], siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la
sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada
de la clara percepción de este dramático estado […]. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo,
son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones
más fundamentales» (GS 10).

Elegir y renunciar: el drama de la libertad individual


Para Bauman, el individuo posmoderno ha sido dejado solo con sus decisiones, se le ha dado una
libertad sin precedentes que genera una impotencia sin precedentes132, y por eso pocos individuos
desean la libertad133. Según el sociólogo, somos libres de iure pero no de facto, porque para llegar ser
verdaderamente libres necesitamos «de la Política con “P” mayúscula» 134. «El individuo de iure no

128
Cfr. Ibid., 104.
129
Cfr. Ibid., 99-102.
130
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 31-32.
131
Cfr. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 106-113. Bauman toma las expresiones de Claude Lévi-Strauss, el cual afirmaba
que en la humanidad existen dos estrategias tendientes a anular a los diferentes: la antropoémica y la antropofágica. La
primera es la expulsión; la segunda la asimilación. De esta forma, un «lugar émico» sería un espacio que invite a salir de él a
todo el que allí se encuentre, como la plaza parisina de «La Défense»; mientras que un «lugar fágico» se referiría a un sitio en
el cual los que entren tienen que ser y actuar como todos los que en él ya estén, como por ejemplo los shoppings. A estas dos
categorías Bauman agrega una más, el «no-lugar», sitios sin rostro, sitios para nadie, cuya función es la de juntar individuos
que obligadamente tienen que permanecer allí vaciándolos de toda subjetividad, como por ejemplo el trasporte público o los
aeropuertos.
132
Cfr. Ibid., 29.
133
Cfr. Ibid., 21.
134
Ibid., 44.
Virtudes teologales - 47

puede convertirse en individuo de facto sin primero convertirse en ciudadano. No hay individuos
autónomos sin una sociedad autónoma»135. Esta soledad del individuo es lo que imposibilita su libertad,
no lo que la realiza. Era también la convicción del Concilio: «La libertad humana [...] se envilece
cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad»
(GS 31). Y este encierro es fuente de angustia, de «una tristeza individualista que brota del corazón
cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada» (EG 2),
«de la autorreferencialidad» (EG 8).
El hombre al elegir tiene una imperiosa necesidad de certidumbre, en otro tiempo dada por la
institución (familia, Iglesia, Nación) pero que hoy debe procurarse por sí mismo. Se somete así a los
pensamientos políticamente correctos que le ofrecen garantías de aprobación general, formas enajenadas
de certidumbre136. En estas condiciones, las personas se ven sin marcos de referencia, sin normas
orientadoras, abandonadas a tener que autoconstruirse sin planos y a viajar sin mapas; buscan
desesperadamente guías, ideologías y grupos que funcionen como moldes de contención137; o caen en la
«preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión» (EG 78). «Por el
contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social,
toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la
comunidad en que vive» (GS 31).

Discordias en la sociedad: el drama de las relaciones humanas


En este contexto, «las relaciones humanas se multiplican sin cesar y al mismo tiempo la propia
socialización crea nuevas relaciones, sin que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado proceso
de maduración de la persona y las relaciones auténticamente personales (personalización)» (GS 6). «La
perfección del coloquio fraterno no está en ese progreso [científico]» (GS 23); más aún, las «relaciones
interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se puedan encender
y apagar a voluntad» (EG 88), creando simples «relatos biográficos» virtuales, «ensayos de retórica
pública» cuya artificialidad muy poco tiene que ver con la identidad personal, y que esconden el yo real
detrás de patéticos «espectáculos de sinceridad»138. Esta especie de esquizofrenia, como cualquier otra
patología, si es poco profunda puede ser compartida por millones de personas generando el «sentimiento
satisfactorio de no estar solas […]. Y se consideran a sí mismas normales. Por el contrario, a quienes no
han perdido el vínculo entre el corazón y la mente se les tacha de “locos”»139. La sociedad parece a
veces un enorme grupo de autoayuda, y la sociabilidad ya no es relación, sino proyección de mi yo en
otros idénticos a mí mismo. No es extraño, tampoco, que en el lugar donde deberíamos encontrar la
comunidad se generen colectivismos, es decir, grupos masificados cuyo único objetivo sea la custodia
del individuo en su aislamiento, conglomerados de “los que pensamos igual” y nos ayudamos a
defendernos de los distintos, a veces incluso mediante la violencia, countries afectivos en los que nos
escondemos sin entrar en relación con los diferentes140.

El materialismo práctico: el drama del consumismo


Ya en tiempos del Concilio había quienes «ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de
Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse
por el hecho religioso» (GS 18). Este tipo de materialismo se podría representar por una especie de vida
tranquila, cómoda, asegurada por el bienestar, pero al mismo tiempo marcada por el tedio y el cansancio,
porque se revela incapaz de preguntas fundamentales o sin ganas de formularlas; una vida, en la
práctica, sin Dios. Parece como si nos encontráramos en una nueva fase evolutiva de la humanidad: la de
un hombre «bien alimentado y divertido, aunque pasivo, apagado y poco sentimental» 141, cuya única

135
Ibid., 46.
136
Cfr. E. FROMM, La revolución de la esperanza, 55-60.
137
Cfr. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 69-82.
138
Ibid., 93.
139
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 51.
140
Cfr. V. FRANKL, Homo patiens, 61-66.
141
Ibid., 13.
Virtudes teologales - 48

libertad es «esa falsa libertad de sentirse el rey del supermercado»142. El nombre de su patología es
“passiveness”, cuyos rasgos son las «formas más extremas de depresión», la enajenación, el
sometimiento a los ídolos, la impotencia, la soledad y la angustia. Un ser cuya función cerebro-
intelectual se ha escindido de la experiencia afectivo-emocional, el miembro de una extraña especie tan
neuronal como instintiva, un primate que combina las sensaciones de un animal con el cerebro de una
computadora143: el nuevo estadio evolutivo es el del «homo consumens»144.
Todo se mide y se valora con la regla del consumo. El valor de un trabajo no consiste en las
posibilidades que éste me ofrezca de construir mi país o de aportar al bien común, sino en su
potencialidad para divertir, hacer sentir bien o, por lo menos, ser redituable; no es el principio ético el
que ejerce la guía, sino el estético145, en sentido utilitarista. Una sociedad organizada no es sinónimo de
polis, comunidad regida por la razón y la justicia, sino de shopping, amontonamiento de gente dirigido
por las leyes del mercado146. La cultura ha dejado ser un ethos que se transmite de generación en
generación con la conciencia de conservar la identidad étnica o nacional, para convertirse en un espacio
que «ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal»147,
donde «no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada
vez más amplios de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional» 148. Los
vínculos afectivos van perdiendo su estabilidad, y están dejando de ser aquella trama constitutiva de la
vida, aquel órgano vital que permitía al hombre desarrollar una vida propiamente humana, para terminar
pareciéndose cada vez más a los productos que ofrece el mercado: lindos en apariencia, bien ideados,
pero frágiles, baratos y, al final, descartables149. Podríamos continuar hablando del descanso, la fiesta, el
deporte, Dios, y nos encontraríamos una y otra vez con el mismo paradigma: me sirve, lo uso, lo tiro.
«Hagamos lo que hagamos, y nombremos como nombremos a esa actividad, es en realidad una clase de
compra, una actividad modelada a semejanza de ir de compras»150. «Perdemos la calma si el mercado
ofrece algo que todavía no hemos comprado» (EG 54). La realidad se vuelve uniforme, pierde
profundidad, pues un placer siempre es idéntico al otro. Se equivocaba Freud: «el principio del placer no
es un principio psicológico, sino patológico»151. Es una adicción. Fromm llega a calificar esta
enfermedad como “necrofilia”, atracción hacia lo no-vivo y que continuamente se descompone152.

Las cuestiones más fundamentales: el drama de la existencia

¿Y si, como en el pasado –se pregunta Bauman con cierto escepticismo–, el remedio fuera
marchar codo a codo y al mismo paso? Si las fuerzas individuales, débiles e impotentes cuando están
solas, se condensaran en la forma de una posición y acción colectivas, ¿podríamos lograr juntos lo que
ningún hombre o mujer soñaría con lograr por sí solo? Quizás... El problema, sin embargo, es que esa
convergencia y esa condensación de preocupaciones individuales en forma de intereses comunes y luego
en forma de acción conjunta son una tarea titánica153.

La GS ha deseado expresamente finalizar el n. 10 con una mirada distinta. Los análisis


psicológicos o sociológicos no alcanzan –y desde su método tal vez tampoco puedan hacerlo– a brindar
salidas satisfactorias. La esperanza cristiana ofrece otra perspectiva.
La situación dramática provocada por la angustia no es necesariamente mala, ya que «si un
hombre no tiene la experiencia de que se frustre su esperanza, –afirma ahora Fromm– [...] ¿cómo podría
142
Ibid., 120.
143
Cfr. Ibid., 48-53.
144
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 47.
145
Cfr. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 149 y ss.
146
Cfr. Ibid., 106-108.
147
M. VARGAS LLOSA, La civilización del espectáculo, Alfaguara, Buenos Aires 2012, 33.
148
Ibid., 35; Cfr. E. FROMM, La revolución de la esperanza, 41.
149
Cfr. Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 172-175.
150
Ibid., 79.
151
V. FRANKL, Homo patiens, 39.
152
Cfr. E. FROMM, La revolución de la esperanza, 51.
153
Z. BAUMAN, Modernidad líquida, 40.
Virtudes teologales - 49

él evitar el peligro de convertirse en un soñador optimista?»154 «Se conocen en efecto personas


incorregiblemente optimistas, cuya esperanza pertenece más al mundo de la fantasía que al de la
realidad. Es también una experiencia personal haber visto las propias esperanzas derrotadas por la
realidad»155. De hecho, la angustia «no representa una enfermedad física o psíquica, sino más bien una
exigencia espiritual»156.
Los Padres conciliares no son ajenos a los beneficios que el pensamiento científico supone para
la religión; saben que «el espíritu crítico más agudizado la purifica de un concepto mágico del mundo y
de residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la
fe» (GS 7). Superar las idolatrías, como hacían los profetas del Antiguo Testamento, tal vez quiera
significar hoy combatir la enajenación. De hecho, «el concepto de enajenación es idéntico al concepto
bíblico de idolatría. Es la sumisión del hombre a las cosas de su creación y a las circunstancias de su
hechura»157. De esta forma, también la fe purificada puede corregir a la razón de sus pretensiones
excesivas.

• La utopía trascendente de Francisco

También el Papa Francisco ha sabido analizar y diagnosticar. Es consciente, sin embargo, que
«un exceso de diagnóstico» y «una mirada puramente sociológica» no servirían de mucho (EG 50). En
la misma dirección que el Vaticano II, el Papa no se deja convencer ni por «optimismos ingenuos» (EG
84) ni por «pesimismos quejosos» (EG 85). Mira la realidad con dolor y denuncia con valentía los
males, pero no deja de ser significativo que el término “esperanza” aparezca en la exhortación Evangelii
gaudium 39 veces, y que “alegría” lo haga en 91 oportunidades.
Uno de los cuatro principios en los que Francisco viene insistiendo a lo largo de su Magisterio
está claramente vinculado con la esperanza: «el tiempo es superior al espacio». Podríamos decir que es,
además, el principal, y no sólo porque se lo enuncia en primer lugar, sino porque incluso aparece
explícitamente en sus cuatro documentos más importantes, las dos encíclicas y las dos exhortaciones
apostólicas158.
La formulación se halla, sin embargo, en Evangelii gaudium (cfr. EG 222-225). La
contraposición entre “tiempo y espacio”, o entre “tiempo y momento” –ya que el momento es el punto
en el que el tiempo se reduce al espacio y coincide casi con él–, permite al Papa ir más allá del dilema en
el que parecía encontrarse Bauman. De un lado, la primacía del tiempo intenta romper con todo
totalitarismo, con la “modernidad pesada” que el sociólogo polaco critica, pero que parece también
añorar; por otra parte, transformando el tiempo en proceso, es decir, en movimiento lógico, en proyecto
conducido por la racionalidad, hace perder a éste la inestabilidad de la “liquidez” que Bauman le
adjudicaba, esa disolución en momentos instantáneos que al final lo destruye. Este principio «ayuda a
soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas» (EG 223). Se trata, agrega, «de la utopía que nos
abre al futuro como causa final que atrae» (EG 222).
Una utopía que es al mismo tiempo causa final, es decir, cuyo no-lugar (ou-topos) en este mundo
la vuelve trascendente, nos libera de cualquier visión ideológica. Mientras los pensadores y analistas se
caracterizan por un cierto pesimismo con respecto a la posibilidad de mejorar la situación observada, la
esperanza nos hace capaces de ver más allá. Es justamente ese “más allá” lo que cualifica la forma con
la cual el creyente mira la realidad. Todas las utopías seculares terminan tarde o temprano en uno de los
dos extremos: o rebelión o resignación. Mejor dicho, comienzan por el primero para desbarrancar hacia
154
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 31.
155
T. HEALY, «Spe salvi: Speranza e identità cristiana tra teologia e psicologia», Rivista di Teologia Morale 45 (2013), 197-
202, 198.
156
V. FRANKL, Homo patiens, 21. En este sentido, la utilización de psicofármacos con la finalidad de cancelar el dolor no
hace más que conducir «a una “remoción” de la exigencia metafísica» y crearía un círculo vicioso entre angustia y
medicación: Ibid., 23. Cfr. P. MEIRE, «Perspectives médico-psycologiques», Revue d’Ethique et de Théologie Morale 209
(1999), 27-46, 35.
157
E. FROMM, La revolución de la esperanza, 135.
158
FRANCISCO, Carta encíclica Lumen fidei (29 de junio de 2013), AAS 105 (2013), 555-596; Exhortación apostólica Amoris
laetitia (19 de marzo de 2016), San Pablo, Madrid 2016. Las citas en los tres documentos son: LF 57, LS 178, AL 3.261.
Virtudes teologales - 50

el segundo. La esperanza cristiana es de otro género. La esperanza supone la alegría, el combate y el


abandono; o, como diría Francisco, «la alegría, la audacia y la entrega esperanzada» (EG 109).

2. Recorrido bíblico: “la paciencia de la esperanza” (1Tes 1,3)

a. Angustia, esperanza y paciencia

La angustia de la humanidad –ese producto ambivalente de la modernidad porque, al mismo


tiempo que sumerge a los hombres en el drama, es el lugar existencial y teológico desde donde brota la
respuesta moral159– es el producto de una complejidad de factores que hemos sintetizado en cuatro: los
vertiginosos cambios, la racionalidad técnico-científica, la disolución de las instituciones y la fractura
interior de la persona. Los Padres Conciliares han querido iluminar el dolor de la humanidad con la
esperanza cristiana. «La esperanza revela ser la clave», «la palanca teológica de la conceptualización de
la angustia». No se trata, sin embargo, de una sistematización teológica de la angustia, sino de una
«sistemática proposición pastoral de la esperanza cristiana»160.
Cuando los escritos de la Nueva Alianza comienzan a ver la luz allá por el año 51, en los
primeros renglones de lo que luego será el Nuevo Testamento, Pablo escribía a los Tesalonicenses:
«Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad, y la
paciencia en el sufrir (ὑπομονή)161 que os da vuestra esperanza (ἐλπίς) en Jesucristo nuestro Señor»
(1Tes 1,3)162. Asombra cuán temprano surge en la conciencia cristiana la tríada de las virtudes
teologales. Es también digno de mención la forma sintáctica con la que el Apóstol las menciona, no
refiriéndose directamente a ellas como si fuesen definiciones o construcciones abstractas, sino poniendo
el acento en sus efectos concretos: la “operosidad” de la fe, la “fatiga” de la caridad y la “paciencia” de
la esperanza.
Con “paciencia” la lengua española intenta traducir la palabra griega ὑπομονή que literalmente
significa “estar debajo”, y que por eso también puede expresar las ideas de “resistencia”, “soporte”,
“perseverancia”, “permanencia”, “fidelidad”163, “aguante” o, más cercana a la etimología, “constancia”
(cum stare). La esperanza paciente no expresaría una norma ética concreta, sino una actitud164 o, como
dice Mauro Cozzoli con precisión, «el “lugar” de actuación y despliegue» de la esperanza, porque «la
esperanza genera la paciencia como virtud del tiempo intermedio», mientras que «en la paciencia toma
forma existencial e histórica la esperanza»165. De ahí que la esperanza sea la virtud por excelencia en las
situaciones angustiosas del sufrimiento humano.
Si el hombre se angustia es justamente porque espera166, porque su realidad no coincide con su
deseo. Angustia y esperanza no son separables por el mismo motivo por el cual paciencia y esperanza no
lo son. Es siempre una situación de prisión, de exilio, de esclavitud, de indigencia, de sufrimiento, de
prueba o de cruz la que despierta y dirige la esperanza167. Por eso, la angustia tiene una dimensión

159
Cfr. P. BORDEYNE, L’homme et son angoisse, 172-191. En particular la página 182: «Pourtant, cette concentration
anthropologique de l’ambivalence conduit paradoxalement à stimuler l’action morale: de l’angoisse se dégage une puissance
de provocation qui s’érige elle-même en obligation».
160
Ibid., 173, 175-176. No obstante esto, no deja de asombrar el hecho de que el teólogo francés casi ni se interese por el
tema y no desarrolle una verdadera propuesta moral a partir de la segunda virtud teologal.
161
Véase que no es cualquier forma de paciencia, sino en contexto de sufrimiento.
162
En este caso, por la claridad de la traducción con relación a la explicación que seguirá, se ha preferido la versión de: Biblia
de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao 19671. Para todas las citas bíblicas se utilizará la versión argentina de: El Libro del
Pueblo de Dios. La Biblia, Paulinas, Madrid-Buenos Aires 19927. Para los textos en griego del NT: B. ALAND et al. (edd.),
The Greek New Testament, Bibelgesellschaft, Stuttgart 19988.
163
Cfr. B. HÄRING, Liberi e fedeli in Cristo. Teologia morale per preti e laici, II, Paoline, Roma 1979, 457.
164
Cfr. R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento. Los primeros predicadores cristianos, II, Herder,
Barcelona 1989, 31.
165
M. COZZOLI, Etica teologale. Fede carità speranza, San Paolo, Milano 20101, 401. La traducción es mía.
166
Cfr. Ibid., 329.
167
Cfr. M. COZZOLI, L’uomo in cammino verso... L’attesa e la speranza in Gabriel Marcel, Edizioni Abete, Roma 1979, 227-
232.
Virtudes teologales - 51

positiva: «pertenece a la bondad que, supuesta la presencia del mal, se siga la tristeza o el dolor»168. El
teólogo Jürgen Moltmann, en su conocida obra Teología de la esperanza, dice que la característica
esencial de la Revelación cristiana es el hecho de ser una palabra de promesa, lo cual significaría que esa
palabra «se encuentra en contradicción con la realidad» y empuja al Pueblo de Dios hacia la plenitud
futura sin permitirle acomodarse a la historia169, es decir, lo hace resistir al presente y lo pone en camino
de cambio y conversión.

b. Esperanza

En la Biblia hebrea son cuatro las raíces que expresan la esperanza170: qwh, yhl, hkh y śbr. La
más importante es qwh que significa “tensión hacia”. Las demás expresan todas, con algunos matices,
“aguardar”. Mientras la primera tiene un claro significado activo, las otras tres incluyen más bien la idea
de pasividad. A todas estas se deberían agregar las raíces bth y 'mn que expresan relacionalidad y pueden
traducirse por “confiar”. La Biblia de los LXX traduce todos estos lexemas con los verbos ἐλπίζω y
ὑπομένω, y con los sustantivos ἐλπίς y ὑπομονή, lo cual nos da la primera pauta de que ambas palabras
son intercambiables en algunos casos.
El creyente es alguien que espera en Dios, aguardando de su mano un beneficio o gracia que sólo
Él puede conceder, como por ejemplo su justicia (cfr. Is 26,8; 51,5) o su salvación (cfr. Sal 21,8; 91,14).
Sin embargo, aun cuando se sostiene y se apoya en su fuerza (Jb 24,23; 2Cro 13,18), no se sienta a
esperar del Señor aquello que pide, sino que puede invocarlo al mismo tiempo como «mi Roca, el que
adiestra mis brazos para el combate y mis manos para la lucha. Él es mi bienhechor y mi fortaleza, mi
baluarte y mi libertador; él es el escudo con que me resguardo, y el que somete los pueblos a mis pies»
(Sal 143,1-2). El que de esta forma confía (ἐλπίζης) en el hombre es un maldito (cfr. Jer 17,5), mientras
que quien hace del Señor su apoyo y su esperanza es feliz (cfr. Sal 145,5).
De igual manera la esperanza tiene un carácter fuertemente relacional en el NT, pero ahora es
Cristo en quien se pone la confianza, en el hecho real y auténtico de su resurrección (cfr. 1Cor 15,19;
Hch 23,6; 24,15; 26,6-7), lo cual hace que no sólo se aguarde una gracia, sino que sea Él mismo, «Cristo
Jesús, nuestra esperanza» (1Tim 1,1). También de Él se espera la salvación, lo cual no deja al cristiano
inactivo, sino que como dice Pablo, «nos fatigamos y luchamos porque hemos puesto nuestra esperanza
en el Dios viviente» (1Tim 4,10), y no en las riquezas como los orgullosos de este mundo (cfr. 1Tim
6,17): el creyente en Cristo puede combatir y luchar precisamente porque espera apoyándose
(ὑπομένων), no en los bienes de este mundo (cfr. Hb 10,34: ὑπάρχοντα), sino poniendo «toda su
esperanza en la gracia que recibirán cuando se manifieste Jesucristo» (1Pe 1,13), motivo por el cual
algunos llegan, incluso, a vender sus posesiones (cfr. Hch 2,45: ὕπαρξις; 4,32: ὑπάρχοντον) cuando
comienzan a formar parte de la comunidad de los creyentes. Los textos juegan continuamente con
palabras que expresan una doble fuente de apoyo, o Dios o el mundo, como se ve por el prefijo ὑπο.
La esperanza da tal fuerza al cristiano que por ella es capaz de llevar cadenas (cfr. Hch 28,20), de
«esperar contra toda esperanza» (Rm 4,18), de «comportarse con absoluto coraje (παρρησία)» (2Cor
3,12), revestido para la guerra «con la coraza de la fe y del amor» y «con el casco de la esperanza de la
salvación» (1Tes 5,8), para «defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que
ustedes tienen» (1Pe 3,15).
Este carácter agónico de la esperanza no sumerge al creyente en la tristeza, «como los otros que
no tienen esperanza» (1Tes 4,13), o que viven «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12), sino
que «el Dios de la esperanza los llena de alegría y de paz» (Rm 15,13), de «un consuelo eterno y una
feliz esperanza» (2Tes 2,16; cfr. Tt 2,13).

168
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q 39, a 1: «ad bonitatem pertinet quod aliquis de malo praesenti
tristetur vel doleat».
169
Cfr. J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 20067, 135, 138.
170
Para el análisis del AT: F. MIES, «L’espérance, de l’Ancien au nouveau Testament. Paramètres pour la recherche»,
Gregorianum 91/4 (2010), 705-724, 708-710; P. D. GUENZI, «Speranza umana e speranza escatologica», Rivista di Teologia
Morale 34 (2002), 215-230, 217.
Virtudes teologales - 52

Pero los creyentes no sólo se apoyan en la resurrección de Jesucristo y en su presencia viva en la


Iglesia, sino también en el hecho de que Cristo ha querido hacerlos partícipe de su Pascua mediante el
bautismo y la eucaristía, a tal punto que son «en esperanza herederos de la Vida eterna» (Tt 3,7). Pedro,
en efecto, escribe que Dios «nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a
una herencia incorruptible» (1Pe 1,3). Esto significa que la causa de la promesa no está sólo fuera del
creyente, sino que se le hace sacramentalmente interior, actúa en él y desde él. «Porque aquel que ha
hecho la promesa es fiel» (Hb 10,23), los cristianos «nos sentimos poderosamente estimulados a
aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece» (Hb 6,18) y a mantener «firmemente la confesión de nuestra
esperanza» (Hb 10,23).
“Cielo” y “Vida” funcionan casi como sinónimos de “Jesús” en algunos pasajes de los
sinópticos, en los cuales se juega con la idea de que la realidad última y definitiva por la cual vale la
pena existir y dejar todos los ὑπάρχοντα (los bienes terrenos) no pertenece a este mundo. Así, por
ejemplo, en Mt 19,21 Jesús invita al joven rico a venderlo todo y seguirlo. Pero es particularmente Lucas
quien es sensible al tema y quien, por tanto, utiliza la expresión ὑπάρχοντα contraponiéndola a Jesús y el
Reino, cuando otros evangelistas prefieren otros términos. De este modo, previene contra la abundancia
de riquezas que no dan la Vida verdadera (cfr. Lc 12,15), e invita a vender los bienes (el paralelo de Mt
6,20 usa la palabra “tesoro”: θησαυρός) para tener un tesoro en el Cielo, a renunciar a “todo lo que se
posee” (los paralelos de Mt 10,37-38; 16,24; Mc 8,34 hablan de la “familia” y de “sí mismo”) para
seguirlo (cfr. Lc 14,33). También Zaqueo da la mitad de sus bienes a los pobres al encontrarse con Jesús
(cfr. Lc 19,8).
Al reflexionar sobre estos y otros pasajes, Moltmann ha recuperado brillantemente el aspecto de
tensión que incluye la esperanza cristiana y ha denunciado, no sin razón, una cierta divinización de la
historia oculta en el modo en que la Iglesia lee los “signos de los tiempos”, a los que el teólogo alemán a
propósito resalta como «distintos de la cruz y la resurrección». Sea por un envejecimiento de la misma
Iglesia, sea por una interpretación optimista del progreso y la cultura, en algunas ocasiones «la historia
pasó a ser, a la manera deísta, un sustituto de Dios»171, un lugar en el que se escucha su voz, y en el que,
a veces, no se pone sólo uno de los oídos sino los dos.
Jürgen Moltmann nos ha puesto en guardia contra un peligro muy frecuente: el de “ontologizar
el presente”. Es la tendencia, según él, que tiene un cierto pensamiento helenizante a hacer del “hoy” la
realidad última, de manera que Dios se convierte en el Dios del presente y ya no se espera nada más del
futuro. La absolutización del “hoy” paraliza la fuerza de metanoia inscrita en el mensaje bíblico. El
«Dios de Parménides» provoca una especie de panteísmo que vuelve a-temporal la historia impidiendo
que avance hacia adelante donde Dios la espera con el don de la plenitud172. En términos morales, sería
la tentación de establecer el orden ético definitivo, «un sistema jurídico fijo de obligaciones históricas,
expresado en un esquema de promesa-cumplimiento»173. Los mandamientos son la cara ética de la
esperanza; no pertenecen a un mundo eterno y definitivo, sino a un Pueblo que camina hacia la
promesa174. La esperanza, según Moltmann, «mantiene una específica inadaequatio rei et intellectus con
respecto a la realidad presente y dada»175.
La crítica es cierta sólo en parte. Si por un lado la tentación de instalarse en el presente favorable
amenaza siempre a la Iglesia, por otro lado también es cierto que vivir de continuas reformas son el
reflejo de una inquietud enfermiza y alienante. Por lo demás, la Pascua, con ser “el” signo, no es el
único en la Revelación. Moltmann se ha olvidado, fiel a su origen luterano, del misterio de la
Encarnación, el cual nunca es mencionado en su libro y que es el otro eje del tiempo de Dios, el tan
ansiado signo del Emmanuel, contenido fundamental de la esperanza de Israel. La carne no tiene valor
sólo porque está “escatologizada” por la resurrección, sino también porque está “mundanizada” por la
Encarnación. Por lo demás, el mismo hecho de que existan dos vocablos para expresar la esperanza,

171
J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, 92.
172
Cfr. Ibid, 20-24, 35-38; J. B. METZ, Memoria Passionis, Sal Terrae, Santander 2007, 127-137.
173
J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, 135.
174
Cfr. Ibid., 157-162.
175
Ibid., 110.
Virtudes teologales - 53

ἐλπίς y ὑπομονή, da la posibilidad de hablar de un doble aspecto en ella, es decir, tensión y paciencia,
futuro y presente, cielo y tierra.
Schnackenburg ha notado que también existe en el NT una «escatología actualizada», por
ejemplo, en el evangelio de Juan: donde «los conceptos que en los Sinópticos están referidos al futuro,
en Juan se sitúan en el presente»176, como el juicio y la Vida eterna (cfr. Jn 3,15.18; 5,24). ¿Diría,
entonces, Moltmann, siguiendo a Bultmann, que Juan “desescatologizó” la esperanza cristiana? ¿Que
“eclesiologizó” la tensión profética de los primeros tiempos? Lo curioso es que el mismo Pablo, en
quien Moltmann se apoya mayormente, sostiene una cierta presencia del tiempo final aguardado por la
esperanza, según lo vimos en los textos que hemos citado177.
La denuncia del teólogo alemán es legítima y se dirige contra un peligro siempre amenazante en
el cristianismo, un peligro que lo encierra en el legalismo y la apatía misionera, o en «la mundanidad
espiritual» (EG 93) y en la tristeza. Pero no es lo que encontramos en el catolicismo vivido de los santos.
Es más, no se encuentra en el catolicismo de nadie, si es verdadero catolicismo. La fe cristiana profesada
por la Iglesia Católica no es una «verdad sin promesa»178. El Papa Benedicto XVI también lo ha
afirmado claramente en su segunda encíclica: «nunca existirá en este mundo el reino del bien
definitivamente consolidado [...]. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una
determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de
cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas»179. Si hacemos bien en escuchar la denuncia que
Moltmann hace contra el “ontologismo del presente”, también haremos bien en denunciar en él lo que
Ratzinger calificó como “ontologismo de lucha”180. En Moltmann, efectivamente, la lucha parece ser la
única dimensión de la esperanza, desconociendo la dimensión del abandono. Para él, en efecto, al no
haber presencia posible de Dios en el “hoy”, el cristiano se halla en «contradicción» (no en tensión) con
el mundo. No hay logos posible acerca de Dios, porque no tenemos experiencia de Él (como afirmaba
Kant); Él pertenece en absoluto al futuro, y el futuro se conoce sólo por revelación 181. Se comprende por
qué Moltmann cita casi exclusivamente a Pablo (y sólo un aspecto de Pablo)182, y por qué tiende a
“deutorocanonizar” la apocalíptica, el género literario que precisamente hace a Dios presente en la
historia cuando el Pueblo de Dios se halla sumergido en la tribulación183. En el fondo, y
paradójicamente, un mundo en el que Dios estaría prácticamente ausente y en el que continuamente se
debe luchar para crear la justicia, es un mundo sin esperanza (cfr. SS 42).
Por este motivo puede afirmar Cozzoli: «La esperanza cristiana no nace directamente de la
promesa y de la profecía sino de la memoria y del adviento. Ella es profecía y promesa de un futuro en
nombre de aquello que vino y que viene [...]. La esperanza cristiana no existe a partir del futuro sino del
presente, en el cual el futuro ha puesto su inicio»184. La esperanza incluye “premisas” y “promesas”. El
recuerdo de lo que Dios hizo en mí, es lo que da valor a la promesa de lo que Dios hará. Nuestra cultura,
como hemos visto, no sólo es negación del futuro; reducir el tiempo a “momento” supone negar también
su pasado, hacer tabula rasa, y cortar con la tradición. La noción de esperanza en Moltmann parece
incluir algo de esto.

176
R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento. De Jesús a la Iglesia primitiva, I, Herder, Barcelona 1989,
218.
177
Cfr. R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento II, 28-29.
178
M. COZZOLI, Etica teologale, 322.
179
BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe salvi (30 de noviembre de 2007), AAS 99 (2007), 985-1027, n° 24.
180
Cfr. J. RATZINGER, Mirar a Cristo. Ejercicios de fe, esperanza y amor, EDICEP, Valencia 20052, 48-54.
181
Cfr. J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, 20-24.
182
Cfr. Ibid., 202.
183
Cfr. Ibid., 177.
184
M. COZZOLI, Etica teologale, 331-332.
Virtudes teologales - 54

c. Paciencia

La dupla ὑπομένω/ὑπομονή tiene no sólo una posibilidad amplísima de traducción, sino además
un extenso campo semántico que abarca otros términos con significación similar185. Puede dar la idea de
paciencia (cfr. 1Tes 1,3), perseverancia (cfr. Mt 10,22), persistencia (cfr. Hb 12,1), constancia (cfr. 2Tim
2,12); o la acción de soportar (cfr. Mal 3,2), aguantar (cfr. 2Tim 2,10), mantenerse firme (cfr. Jb 8,15),
resistir, padecer, sufrir (cfr. Hb 12,3.7), quedarse, permanecer. Pero lo más llamativo es que en
numerosos lugares se traduce por “esperanza”, siempre en contexto de sufrimiento y fragilidad186. De
este modo, por ejemplo, tenemos el Sal 70,5 donde las expresiones se intercambian: «Porque tú, Señor,
eres mi esperanza (ὑπομονή) y mi seguridad (ἐλπίς) desde mi juventud»; o algunos pasajes del NT en los
cuales, cuando aparece la tríada de las virtudes teologales, la ὑπομονή está ubicada en el puesto en que
se esperaría encontrar la ἐλπίς: «Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad»
(1Tim 6,11); «Tú, en cambio, has seguido de cerca mi enseñanza, mi modo de vida y mis proyectos, mi
fe, mi paciencia, mi amor y mi constancia» (2Tim 3,10); «que los ancianos sean sobrios, dignos,
moderados, íntegros en la fe, en el amor y en la constancia» (Tt 2,2); «conozco tus obras, tu amor, tu fe,
tu servicio y tu constancia» (Ap 2,19).
Lo mismo que la esperanza, también la paciencia es una virtud combativa, propia de los que
están «en la lucha contra el pecado» (Hb 12,4), cuya motivación está dada «por amor a los elegidos»
(2Tim 2,10), sostenida por el recuerdo de «Jesucristo, que resucitó de entre los muertos» (2Tim 2,8) y
por la seguridad de su promesa según la cual participaremos «de la gloria eterna» (2Tim 2,10) y
«viviremos con él» (2,11). Incluso la alegría está unida también con la paciencia, y por eso el apóstol
Santiago afirma con convicción: «Feliz el hombre que soporta (ὑπομένει) la prueba, porque después de
haberla superado, recibirá la corona de Vida que el Señor prometió a los que lo aman» (St 1,12); y más
adelante: «Porque nosotros llamamos felices a los que sufrieron con paciencia (ὑπομενέινατας)».
En su exhaustivo análisis sobre las pasiones y las virtudes, al hablar de la paciencia, Santo
Tomás descubre que hay una íntima relación entre ésta y algunas otras, las que difieren sólo por la
intensidad de la dificultad del objeto, pero que podrían tranquilamente homologarse entre sí. De este
modo, por ejemplo, «tanto la longanimidad como la constancia están comprendidas en la paciencia»187,
y ésta a su vez, junto con la perseverancia, son como dos partes de la fortaleza188.
Por eso, no sólo el Cristo glorioso, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29) y «el
primero que resucitó de entre los muertos» (Col 1,18), es objeto de esperanza; sino también el Cristo
paciente, que en su Pasión es capaz de com-pasión, y en su soledad última es capaz de con-solación.
Tomando sobre sí el pathos humano, se hace signo de esperanza para todo hombre, y de este modo
«Getsemaní es también nuestra fuerza»189. O crux, ave, spes unica!190, es el canto de la humanidad. Si,

185
Para el siguiente análisis: A. A. GARCÍA SANTOS, Diccionario del griego bíblico. Setenta y Nuevo Testamento, Editorial
Verbo Divino, Estella-Navarra 2011; A. TUGGY, Léxico griego-español del Nuevo Testamento, Mundo Hispano, El Paso 1996.
Dentro de la familia de palabras, algunas de las cuales aparecieron o aparecerán en nuestro análisis, podemos mencionar:
ὑπόστασις (confianza, seguridad, convicción, base de certeza, sustancia, naturaleza, ser, acción de ponerse en emboscada,
rebelión, resistencia, base soporte, apoyo, posesiones, firmeza, esperanza), ὑποστήσομαι (colocar debajo, llevar sobre sí,
refugiarse, quedar detrás, soportar, resistir, aguantar de pie), ὕπαρξις (existencia, bienes, posesiones, fortuna), ὑπάρχοντα
(bienes), ὑπάρχω (ser, haber, estar, tener a disposición, tener).
186
Así, por ejemplo: Is 40,31; Sof 3,8; Jb 3,9; Lm 3,21; Sal 38,8 (donde también ὑπόστασις se traduce por “esperanza”); Esd
10,2; Ap 1,9 (donde se traduce como “espera perseverante”).
187
SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q 136, a 5: «tam longanimitas quam etiam constantia sub patientia
comprehenduntur».
188
Cfr. Ibid., II-II, q 137, a 3: «perseverantia et constantia conveniunt quidem in fine, quia ad utramque pertinet firmiter
persistere in aliquo bono, differunt autem secundum ea quae difficultatem afferunt ad persistendum in bono. Nam virtus
perseverantiae proprie facit firmiter persistere hominem in bono contra difficultatem quae provenit ex ipsa diuturnitate actus,
constantia autem facit firmiter persistere in bono contra difficultatem quae provenit ex quibuscumque aliis exterioribus
impedimentis. Et ideo principalior pars fortitudinis est perseverantia quam constantia, quia difficultas quae est ex diuturnitate
actus, est essentialior actui virtutis quam illa quae est ex exterioribus impedimentis».
189
S. PALUMBIERI - C. FRENI, Il dolore e la fede. Viaggio nel mistero, Edizioni CVS, Roma 2006, 28; Cfr. M. COZZOLI, Etica
teologale, 336-341.
Virtudes teologales - 55

desde el punto de vista de la resurrección, Cristo es objeto de esperanza, desde el punto de vista de la
pasión se podría decir que Jesús es con-sujeto de nuestra esperanza, uno que espera con y en nosotros, o
como diría Cozzoli, «el hacerse esperanza Cristo en nosotros (sujeto de esperanza, spes qua) y delante
de nosotros (objeto de esperanza, spes quae)»191.
Precisamente es Getsemaní la hora de la angustia del Señor, y por lo mismo de su combate (cfr.
Lc 22,44: ἀγωνία), de su paciencia. En ese momento Jesús está solo, pero al mismo tiempo con otros.
Separa a Pedro, Santiago y Juan, y les dice: «quédense aquí velando» (Mc 14,34). Sobre todo se dirige al
Padre con la expresión de mayor confianza y abandono: «¡Abbá!» (Mc 14,36). Refiriéndose al
adormecimiento de los discípulos, y con palabras similares a las de Moltmann, Ratzinger comenta:

Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal en
el mundo, por toda la injusticia y el sufrimiento que devastan la tierra. Es una insensibilidad que prefiere
ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en
la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha192.

Pero Jesús no duerme, su alma no se tranquiliza. Frente a este mal Jesús «siente una tristeza de
muerte» (Mc 14,34) y ora. Esta oración tiene, según Ratzinger, tres elementos: «la angustia primordial
de la criatura frente a la cercanía de la muerte», «el estremecimiento particular de quien es la Vida
misma ante el abismo de todo el poder de destrucción, del mal, de lo que se opone a Dios» y, por último,
«precisamente porque es el Hijo, ve con extrema claridad toda la marea sucia del mal» 193. Con
expresiones fuertes y lacerantes, el teólogo germano describe la extrema angustia sufrida por Jesús
frente a su Pasión y, de este modo, la profundidad de su esperanza en el Padre. Ninguna de nuestras
angustias queda afuera de su angustia. De hecho, «la angustia de Jesús es algo mucho más radical que la
angustia que asalta a cada hombre ante la muerte»194. Getsemaní es, así, símbolo de nuestros combates y
certeza de nuestra victoria. En Getsemaní encontramos un “misterio amigo” en el cual sostener la lucha
angustiosa en medio de la fragilidad, cualquier fragilidad, incluso el mal más radical que podamos
imaginar.

d. La paciencia de la esperanza

• La dimensión de abandono

Existe por último un conjunto de textos en los cuales las dos palabras, ἐλπίς y ὑπομονή, aparecen
unidas, motivo por el que ocuparán ahora nuestra atención. En una parte de ellos, esperanza y paciencia
tienen un matiz de abandono; en la otra parte, resalta con más intensidad el aspecto combativo.
Así, por ejemplo, el Sal 129 es una plegaria llena confianza y cercanía con el Señor, donde
sobresale particularmente la situación de fragilidad del orante y en la que el salmista se abandona a la
misericordia de Dios que perdona los pecados:

Desde lo más profundo te invoco, Señor, ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de
mi plegaria. Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir (ὑποστέσεται)? Pero en ti se
encuentra el perdón, para que seas temido. Mi alma espera (ὑπέμεινα) en el Señor, y yo confío
(ὑπέμεινεν) en su palabra. Mi alma espera (ἤλπισα) al Señor, más que el centinela la aurora. Como el
centinela espera (ἐλπίσω) la aurora, espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la
redención en abundancia: él redimirá a Israel de todos sus pecados.

190
“Oh Cruz, salve, única esperanza”: Himno «Vexilla regis», en Liturgia delle Ore secondo il Rito Romano, II, Tipografia
Poliglotta Vaticana, Città del Vaticano 1976, 366-367.
191
M. COZZOLI, Etica teologale, 342.
192
J. RATZINGER, «Jesús de Nazaret», en Obras completas, VI/1, BAC, Madrid 2015, 502.
193
Ibid., 504.
194
Ibid.
Virtudes teologales - 56

Nos encontramos frente a uno de los siete salmos penitenciales195. El texto, mediante un recurso
dialéctico, indica dos extremos en tensión y complemento: de un lado la situación insalvable y
angustiante representada por el pecado del hombre, por su fragilidad; del otro, la misericordia infinita
del Señor. Cuando ya no hay más nada que humanamente hacer solamente se puede esperar en Dios. O,
mejor dicho, la oración es la forma que adquiere la lucha de quien espera. De hecho, la expresión inicial
“desde lo más profundo” no indica, como para nosotros, la interioridad del hombre, su corazón, sino que
es símbolo de lo inaccesible, lo inescrutable e incomprensible: el sheol, el mal. «El salmo arranca de una
situación poco menos que desesperada»196. Da la sensación que la persona ha perdido incluso el único
punto donde poder “subsistir”, sostenerse, apoyarse, es decir, ha perdido la ὑπομονή (v. 3). Es como si,
frente a la carencia, por decirlo así, de la dimensión humana de esperanza, el orante tenga como único
recurso la ἐλπίς que anhela el perdón misericordioso del Señor.
Esta dimensión de la esperanza-paciencia unida a la misericordia la encontramos también en el
hermoso himno de la caridad de 1Cor 13, del cual tomamos los versículos 4 y 7: «El amor es paciente
(μακροθυμέι) [...] El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera (ἐλπίζει), todo lo soporta
(ὑπομενέι)». De igual manera, la dupla está unida a la alegría y a la oración en este pasaje de la carta a
los Romanos: «Alégrense en la esperanza, sean pacientes (ὑπομένοντες) en la tribulación y
perseverantes en la oración» (12,12). Sólo cuando todo falta, el creyente se sumerge en la plegaria más
honda descubriendo que todo le viene de la misericordia de Dios, y hace de este hecho su única alegría.
En Rm 8,18-25 Pablo subraya con vigor que ningún sufrimiento actual es más fuerte que la
verdad y realidad del Cielo, y que nada puede «compararse con la gloria futura que se revelará en
nosotros» (v. 18), con la «revelación de los hijos de Dios» (v. 19), con la «la gloriosa libertad de los
hijos de Dios» (v. 21). Sin embargo, el cristiano que «espera con constancia» (v. 25) la redención, no
aguarda desprotegido e indefenso, sino que posee ya desde ahora «las primicias del Espíritu» (v. 23):
«Porque solamente en esperanza estamos salvados» (v. 24). Ya antes, en Rm 5,3-5, el Apóstol había
asegurado que «la tribulación produce la constancia (ὑπομονή); la constancia, la virtud probada; la
virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado». Una vez más, es el amor
de Dios en nosotros la fuente de la esperanza. La esperanza da la certeza de un futuro en Dios al mismo
tiempo que asegura una presencia actual de su misericordia, la cual nos sostiene en el dolor produciendo
en nosotros constancia. Él es, en efecto, el «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos
reconforta en todas nuestras tribulaciones» (2Cor 1,3-4) y que «permite soportar con constancia
(ὑπομονή) los sufrimientos» (1,6) para tener «una esperanza bien fundada» (1,7).
El poeta francés Charles Péguy ha reflexionado largamente sobre este punto. Durante su vida
dramática, convulsionada y lacerada por el pecado, propio y ajeno, Péguy descubre que su esperanza no
puede ser sostenida por ninguna ideología intramundana, ni por determinadas cualidades personales,
sino sólo por Dios, y en particular por la misericordia de Dios. Desilusionado por el socialismo y por su
propia vida, retorna a la Iglesia y hace de toda su obra un canto a la esperanza197. Envuelve la segunda
virtud en el ropaje de la fragilidad, la llama «niña muy pequeña» 198, «el tierno brote»199 encargado de
hacer nacer y durar al árbol, «bebé lactante»200. Sin embargo, esta debilidad no es únicamente la de la
inocencia, sino también la de la propia miseria. La esperanza pasa necesariamente por la noche, gracias
a la cual se abandona en Dios201. Ni aun el pecado puede contra esperanza, porque es justo ahí cuando

195
Parte del siguiente análisis: L. ALONSO SCHÖKEL - C. CARNITI, Salmos. Traducción, introducciones y comentarios, II
(Salmos 73-150), Editorial Verbo Divino, Estella-Navarra 19993, 1519-1525.
196
Ibid., 1522.
197
Cfr. J. BASTAIRE, Péguy, il NonCristiano, Jaca Book, Milano 1994; R. FUSCO, «Charles Péguy (1873-1914) e il contesto
culturale in Francia ai suoi tempi», Salesianum 77 (2015), 407-425; A. ESCUDERO, «Maria di Nazaret, figura della speranza
in Charles Péguy (1873-1914). Il giovane splendore della speranza», Salesianum 77 (2015), 427-448; C. FRENI, «La visione
dell’essere umano nell’opera e nel pensiero di Charles Péguy», Salesianum 77 (2015), 449-465; J. L. PLASCENCIA MONCAYO,
«Charles Péguy tra la letteratura e la teologia», Salesianum 77 (2015), 467-484.
198
CH. PÉGUY, «El misterio de los santos inocentes», en Los tres misterios, Ediciones Encuentro, Madrid 2008, 363.
199
Ibid., 366.
200
Ibid., 367.
201
Cfr. Ibid., 369.
Virtudes teologales - 57

descubre que Dios, más que Juez, es Padre y que nunca la defraudará202: «Si no existe nada más que la
justicia, quién se salvará. Pero si existe la misericordia, quién se perderá. Si existe la misericordia, quién
puede vanagloriarse de perderse»203.
Nos encontramos aquí con otro de los aspectos olvidados por Moltmann. La esperanza, como
dijimos un poco antes, no se dirige sólo hacia el futuro; la esperanza también está ligada al pasado. Así
como frente a la imprevisibilidad de la acción el hombre dispone del remedio de la promesa, así también
frente a la irreversibilidad de la acción el hombre dispone el remedio del perdón. «Si la esperanza es
perdón, porque es acción, ella adquiere en consecuencia un gran poder que es el poder de comenzar de
nuevo, de innovar»204.

• La dimensión de combate

Los textos nos fueron llevando poco a poco desde el aspecto de abandono a la segunda
dimensión de la esperanza-paciencia: el aspecto combativo. El pasaje más significativo al respecto
podría ser Hb 10,32–11,1 gracias al cual debemos un comentario extraordinario de Benedicto XVI205.
Repasemos primero el párrafo:

Recuerden los primeros tiempos: apenas habían sido iluminados y ya tuvieron que soportar
(ὑπεμείνατε) un rudo y doloroso combate, unas veces expuestos públicamente a injurias y atropellos, y
otras, solidarizándose con los que eran tratados de esa manera. Ustedes compartieron entonces los
sufrimientos de los que estaban en la cárcel y aceptaron con alegría que los despojaran de sus bienes
(ὑπάρχοντον), sabiendo que tenían una riqueza (ὕπαρξιν) mejor y permanente. No pierdan entonces la
confianza (παρρησία), a la que está reservada una gran recompensa. Ustedes necesitan constancia
(ὑπομονή) para cumplir la voluntad de Dios y entrar en posesión de la promesa. Porque todavía falta un
poco, muy poco tiempo, y el que debe venir vendrá sin tardar. El justo vivirá por la fe, pero si se vuelve
atrás, dejaré de amarlo. Nosotros no somos de los que se vuelven atrás (ὑποστολή) para su perdición, sino
que vivimos en la fe para preservar nuestra alma. Ahora bien, la fe es la garantía (ὑπόστασις) de los
bienes que se esperan (ἐλπιζομένων), la plena certeza de las realidades que no se ven.

Vemos cómo el autor de la Carta a los Hebreos juega con muchos de los términos con prefijo
ὑπό que ya hemos visto. El Papa Ratzinger, empezando su explicación por el último versículo de este
fragmento, dice que aquí «se encuentra una especie de definición de la esperanza», y hace notar que con
la palabra ὑπόστασις –en latín substantia, o habitus según Santo Tomás, lo cual acerca la definición al
concepto moral de virtud– se quiere poner de relieve que «ya están presentes en nosotros las realidades
que se esperan» y esto es lo que «genera también certeza». Contra lo que piensa Moltmann, no es sólo el
futuro la realidad que tira del creyente, sino que existe también, digámoslo así, un suelo desde el cual se
puede dar el salto, «de modo que el futuro ya no es el puro “todavía-no”» (SS 7).
Sostenido de esta manera por la esperanza, el cristiano puede renunciar a otros apoyos que se
vuelven relativos (ὑπάρχοντον/ὕπαρξιν), y puede lanzarse con παρρησία (confianza, seguridad o coraje)
al combate que se le propone. El Papa hace notar igualmente la contraposición en el texto de las palabras
ὑπομονή y ὑποστολή (cobardía), como dos consecuencias necesarias que se desprenden de los «dos
modos de vida», de los dos tipos de “sustancia” sobre los que se construye la existencia (Cfr. SS 9).

202
Cfr. Ibid., 372-384.
203
Ibid., 385.
204
V. SAROGLOU, «Psychologiser l’espérance?», Revue d’Ethique et de Théologie Morale 209 (1999), 77-101, 86.
205
Para el siguiente análisis, además de la encíclica: G. COSTA, «Il vangelo della speranza. Le dimensioni bibliche
dell’Enciclica Spe salvi», Itinerarium 39 (2008), 17-25; G. LEAL, «Las raíces bíblicas de la esperanza (Reflexiones a
propósito de Spe salvi)», Corintios XIII 125 (2008), 219-243; G. DE VIRGILIO, «La speranza e la “durata del tempo”, Rivista
di Teologia Morale 34 (2002), 517-524; F. BRANCATO, «La lettera enciclica Spe salvi di Papa Benedetto XVI», Synaxis 26
(2008), 7-44; V. VIVA, «Spe salvi: Per una teologia ed etica della speranza», Rivista di Teologia Morale 45 (2013), 189-196;
G. FROSONI, «Una risposta alla grande domanda di speranza», Rivista di Teologia Morale 40 (2008), 163-168; M.
GAGLIARDI, «L’enciclica Spe Salvi, alla luce della Deus Caritas est e della teologia di Joseph Ratzinger», Communio 215
(2008), 59-79; C. CANULLO, «L’estasi della speranza e la sua posta in gioco etica. Su Jean Nabert», Rassegna di Teologia 48
(2007), 251-270.
Virtudes teologales - 58

Habiendo hecho los reparos pertinentes, digamos, en este momento, que Jürgen Moltmann ha
contribuido enormemente a recuperar esta dimensión combativa de la esperanza dentro de la teología.
En efecto, la predicación sobre la esperanza se había inclinado considerablemente sobre el aspecto de
abandono: mientras el catolicismo, siempre más proclive a instalarse, lo vivía como mundanización, el
protestantismo, influenciado por el determinismo de la doctrina calvinista de la predestinación, le daba
la forma de resignación. Es así, que Moltmann reacciona. «La esperanza agrega al deseo [de reposo]
aquella carga de combatividad que ayuda a la persona a afrontar la dificultad, a superar los
obstáculos»206. Para él, la esperanza

es la contradicción de la resurrección con respecto a la cruz. La esperanza cristiana es esperanza de


resurrección, y manifiesta su verdad en la contradicción con que el futuro de la justicia –prometido y
garantizado en ella– se enfrenta al pecado; la vida, a la muerte; la gloria, al sufrimiento; la paz, al
desgarramiento207.
El que espera en Cristo no puede conformarse ya con la realidad dada, sino que comienza a
sufrir a causa de ella, a contradecirla. Paz con Dios significa discordia con el mundo, pues el aguijón del
futuro prometido punza implacablemente en la carne de todo presente no cumplido208.

Esta “inestabilidad” se expresa en psicología con las siguientes palabras: «la esperanza es una
actitud à risque. Aquel que espera no tiene jamás la certeza absoluta de la obtención de las cosas que
espera»209; «la esperanza debe ser insatisfecha o no ser nada»210. O, si lo traducimos al lenguaje
teológico, la esperanza es l'entre-deux de la certeza y la promesa, y se echa a perder cuando se fija en
uno de estos dos polos.
El hecho de no poseer “substantia” alguna en este mundo, como decía Benedicto XVI, se puede
conectar perfectamente con este inconformismo de Moltmann. El creyente es un homo viator, está de
paso, de viaje por este siglo. Por eso, Dios ha invitado siempre a los creyentes a peregrinar, a salir de la
propia tierra en busca de la promesa. Israel se distinguió en esto, como en otras cosas, de los pueblos
antiguos: mientras todos los demás poseían sus fronteras y adoraban a divinidades relacionadas con el
eterno retorno de los mismos ciclos, propio de las culturas agrarias, Israel era un pueblo de nómades
cuya historia tenía una meta. Era la comunidad de la Pascua, del paso a la novedad de la libertad, cuyo
Dios caminaba con ellos y habitaba en una Carpa, sin quedar vinculado a ningún lugar particular. Israel
permanece siempre abierto al éxodo o al exilio, porque allí reside su posibilidad de no apegarse a nada y
seguir esperando en el Dios de la promesa211. Es un pueblo de viajeros o, para decirlo de otra forma, un
pueblo de luchadores. «La vivencia histórica del tiempo consiguió imponerse y dominar una y otra vez
sobre la vivencia a-histórica del espacio»212; en efecto, también Israel tuvo que aprender que «el tiempo
es superior al espacio».
Para el cristiano esta condición de exilio se encuentra especialmente en la teología paulina de la
Cruz. A los cristianos de Corinto, propensos a buscar otros apoyos fuera del Evangelio, Pablo les
recuerda que la única sabiduría es precisamente la “sabiduría de la Cruz” (cfr. 1Cor 2,1-10), que «se
opone a todo entusiasmo escatológico de cumplimiento»213. «Pablo, más bien, futuriza el contenido de la
idea helenística del presente eterno y lo aplica al eschaton que todavía no ha llegado»214. Podríamos
decir que, utilizando otras palabras, el Apóstol también dice que la utopía es trascendente a la historia.
De este modo, concluye Moltmann, cada vez que nos encontramos con formas cristianas reducidas «a la

206
T. HEALY, «Spe salvi: Speranza e identità cristiana tra teologia e psicologia», 198.
207
J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, 23.
208
Ibid., 27.
209
V. SAROGLOU, «Psychologiser l’espérance?», Revue d’Ethique et de Théologie Morale 209 (1999) 77-101, 88.
210
M. CROMMELINCK, «Angoisses et espérances: cercle infernal ou dialectique rassurante?», Revue d’Ethique et de Théologie
Morale 209 (1999), 5-26, 12; cfr. J-P. MAÏDANI-GÉRARD, «L’angoisse chez Freud», Revue d’Ethique et de Théologie Morale
209 (1999) 58-76.
211
Cfr. J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, 126-127.
212
Ibid., 137.
213
Ibid., 209.
214
Ibid., 213.
Virtudes teologales - 59

Iglesia, al culto o a la interioridad creyente», es decir, a la institucionalidad, a la liturgia, al bienestar


emotivo, o a una forma de moralismo, sea de corte rigorista o laxista, nos hallamos en realidad con un
«docetismo de la esperanza»215.
Por este motivo, no se puede recuperar hoy la centralidad de la esperanza si no se da su justo
lugar a la conciencia. La conciencia es el primer lugar de combate. La passiveness está ligada a una
especie de “ociosidad” por la cual el sujeto vive frente a la realidad como si estuviese mirando un
espectáculo, como si no se sintiese interpelado por ella216. El rigorista mira la realidad como algo que
está ahí, fuera de él, un mundo despreciable e indigno, en el cual él se siente totalmente extranjero, y
contra lo cual es necesario batallar; es activo en apariencia, pues ese activismo encierra un enorme
descompromiso con respecto al cambio interior. El laxista, por el contrario, se encuentra demasiado
cómodo en el mundo como para contradecirlo. “Rigorista y laxista” son otras dos maneras de decir
“resentido y resignado”, dos formas, opuestas eso sí, de passiveness frente a la realidad. Recuperar el
valor y la función de la conciencia significa, entonces, volver a ser protagonistas de la vida, en primera
persona, volver a dar centralidad a la esperanza.

e. Conclusión

Como se coloca entre la desesperación, que no es otra cosa que dejarse ahogar por el límite, y la
magia, que en su esencia es evasión, la esperanza es un arma poderosa para combatir tanto el nihilismo
de la primera, como el hedonismo que se esconde en la segunda217.
El padre Palumbieri, hablando del problema del mal, resume las reacciones espontáneas del
hombre que sufre a tres. Dice que, frente al dolor, el ser humano puede tener una respuesta de rebelión,
de resignación o de diversión218. Al acercar a estas actitudes la luz de la esperanza, comprobamos que la
segunda virtud teologal no cambia la fuerza “instintiva”, o mejor dicho, “natural” de esas reacciones,
sino que las transforma dándoles una nueva orientación y sentido. De esta forma, podríamos decir que la
rebelión como contestación metafísica al mal al estilo existencialista, ha asumido los rasgos del
combate; que la resignación como claudicación de la libertad en sentido del determinismo fatalista y del
quietismo, se vuelve abandono, entrega libre en las manos del amor, oferta generosa de sí mismo; y que
la diversión como huida, como dispersión, como existencia banal, como inmediatismo consumista, como
un desparramarse perdiendo el centro, puede bien cambiar en alegría. Combate, abandono y alegría;
empeño, adoración y fiesta, según el padre Häring219. El objeto de la esperanza es el bien futuro, arduo y
posible, escribió Santo Tomás220. Porque es futuro y arduo requiere una actitud combativa; porque es
posible según la gracia de Dios, el abandono; por los dos motivos, y porque es el bien sin medida,
produce la alegría.

3. La esperanza más grande: presupuestos dogmáticos

El cristiano es una libertad creyente y amante en esperanza. La fe y la caridad, en efecto, no están


en la sincronía de lo eterno, sino en la diacronía del fluir temporal. Entre lo incoado y lo definitivo se va
desanudando el tiempo de la esperanza que el cristiano vive verso l´alto. La esperanza es el aspecto
dinámico de la relación de fe. La fe percibe lo que es; la esperanza va hacia lo que será. Es verdad que
no existe esperanza sin fe: sería una utopía sin fundamento. Pero es verdad también que no hay fe sin
esperanza: sería una verdad sin promesa. Se ha acusado a la esperanza cristiana como traición hacia
arriba, porque es vista como fuga del mundo y proyección del cielo. La esperanza se vuelve una máscara
por la resignación, una mera ideología.

215
Ibid., 257.
216
G. ANGELINI, «La speranza oggi», Rivista di Teologia Morale 34 (2002), 525-530, 529.
217
Cfr. C. BRESCIANI, «Psicologia dello sperare umano», Rivista di Teologia Morale 34 (2002) 511-515, 511.
218
Cfr. S. PALUMBIERI, L’uomo, questo paradosso. Antropologia filosofica II. Trattato sulla con-centrazione e condizione
antropologica, Urbaniana University Press, Città del Vaticano 2000, 309-310.
219
Cfr. B. HÄRING, Liberi e fedeli in Cristo II, 493.
220
Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q 40, a 1.
Virtudes teologales - 60

La esperanza, objeto y acto al mismo tiempo, constituye la vocación cristiana. “Hay una misma
esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida” (Ef 4,4). No es una
esperanza parcial. Es la “feliz esperanza” (Tit 2,13), “esperanza de la gloria” (Col 1,27), “esperanza de
la salvación” (1Tes 5,8), “esperanza de la vida eterna” (Tit 1,2), “esperanza de la resurrección” (Hch
23,6). Objetivaciones todas de la esperanza más grande. La naturaleza vocaciones, por una parte, pone a
la luz la teologalidad de la esperanza, ya que ella no es predicción humana, sino revelación y promesa de
Dios. Por otra, pone en juego la libertad del hombre, y hace surgir así su valor ético.

a. De la esperanza humana al “Dios de la esperanza”

En la esperanza cristiana Dios mismo se ofrece como futuro. Más allá de las múltiples
esperanzas, periféricas y penúltimas, existe la esperanza una y única, ligada al ser y a la globalidad de la
vida, al fin último y salvífico de la existencia. Es la “esperanza mejor, que nos permite acercarnos a
Dios” (Hb 7,19). El hombre es un ser de esperanza, la esperanza está inscrita en el ontos de su
persona. El ser humano se comprende menos como ser-ahí que como ser-hacia, ser-más. El ser no habla
sólo de ser-ahí, sino también de deber-ser. En la diferencia entre el-ser-que-soy y que-debo-todavía-ser,
se mueve el hombre hacia su cumplimiento, en cuanto esperanza antropológica. Ser es esperar (en
italiano attendere, tender a). En vez de la inquietud, la vocación y la esperanza (espera fecunda), hoy
existe el aburrimiento, la angustia (tedium vitae) y la desesperación (espera frustrada). Pero la base es la
misma: la plataforma ontológica de la espera, que la inquietud y la esperanza ponen a la luz de forma
positiva; la angustia y la desesperación, en cambio, de forma negativa. El hombre se angustia, desespera
justamente porque espera, de otra forma su angustia se anularía.
Hay una intrínseca relación entre la esperanza y la fe, porque sólo en la fe la esperanza puede
reconocer la promesa y el don de Dios. Jesucristo ha traído aquel Reino de Dios que está en las
esperanzas del hombre. El Reino de Dios es la grandeza realmente a medida de su esperanza. El hombre
lo percibe en lo profundo de su espíritu cual “patria” de la esperanza. En Cristo la esperanza del hombre
encuentra al “Dios de la esperanza” (Rom 15,13). La perspectiva cambia radicalmente. Es Dios quien
se hace esperanza del hombre. La lucha entre la vida y la muerte se ha resuelto: la resurrección de Jesús
es el evento-promesa, principio de esperanza para la humanidad. La esperanza cristiana es la profecía
del “todavía no” abierto por la Pascua de Cristo para la humanidad, para la Iglesia, para el cristiano. La
esperanza cristina no nace directamente de la promesa y de la profecía, sino de la memoria y del
adviento. Ella es profecía y promesa de un futuro en nombre de aquello que vino y viene. La esperanza
cristiana no existe a partir del futuro, sino del presente, en el cual el futuro ha puesto su inicio. El Reino
prometido no es un destino cerrado e inmóvil en su “más allá”. El Reino ha venido en Jesucristo, se ha
hecho historia en el evento del Crucificado-Resucitado, poniendo en el presente las premisas de su
definitivo desvelamiento. En nombre de estas premisas, la esperanza profesa su promesa.
“¿Qué cosa puedo esperar?”221, se preguntaba Kant. “La vida beata, la vida que es simplemente
vida, simplemente felicidad”222, respondía Benedicto XVI. Sólo si el Dios de la vida viene a nosotros,
esperar es posible: “la Vida se hizo visible, y nosotros la vimos y somos testigos, y les anunciamos la
Vida eterna, que existía junto al Padre y que se nos ha manifestado” (1Jn 1,2). Sin Dios no hay
esperanza. Una esperanza vivida sin Dios es una expectativa vivida a la sombra de la muerte. San Pablo
recuerda a aquellos que estaban “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 1,12). Pero no un dios
cualquiera, lejana causa primera del mundo, sino aquel Dios que posee un rostro humano. Ni tampoco
una esperanza anónima para una humanidad en general, sino una esperanza “para mí”.

b. Jesús, testigo de esperanza

El cristiano aprende la esperanza del Evangelio, es decir, de Jesús. Él abre nuestra esperanza,
signada por la debilidad y la prueba, a la esperanza de la Cruz. El Hijo de Dios entra en la caducidad de

221
I. KANT, Crítica de la razón pura. Doctrina trascendental del método, Folio, Buenos Aires 1995, 495-496.
222
BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe salvi, AAS 99 (2007), 985-1027, 11.
Virtudes teologales - 61

lo humano, sufriendo todos los desafíos que conlleva, las pruebas, las tentaciones, pero su humanidad no
sucumbe porque está sostenida y animada por la esperanza de Dios. Su extrema debilidad, por confiarse
únicamente a Dios, es el signo de la esperanza más grande. Una esperanza es real y creíblemente tal en
presencia de lo negativo que inquieta la vida. Cuando se hace oscuro alrededor y el viendo sopla en
contra: es el momento de la crisis, del dolor, de la incomprensión, de la soledad, del fracaso, del miedo,
de la muerte. Es aquí que la esperanza es decisiva. Es aquí que se rompen las esperanzas y se afirma la
esperanza. La Cruz es la página más oscura del dolor del mundo y, por consiguiente, la provocación y el
desafío más fuerte para la esperanza. La suma del mal físico, psíquico, moral y espiritual. Jesús ha sido
conducido hasta el límite de la no-esperanza, de la angustia, de la desesperación. “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Se abandona totalmente al Padre en el acto de amor-
fidelidad-obediencia más grande, en una palabra, de esperanza absoluta: “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu” (Lc 23,46). Se abandona en la oración de amor más filial (Abbá), y este amor confiando
define la esperanza del Crucificado: la ofrenda de sí. En este radical abandono al Dios de la creatio ex
nihilo y de la resurrectio mortuorum, a aquel que puede hacer posible lo humanamente imposible, Jesús
profesa y atestigua la esperanza como el desafío más grande a toda fatalidad, resignación y angustia.
Dios no es insensible al dolor lleno de esperanza del Hijo. Lo escucha, no liberándolo de la Cruz, sino a
través de la Cruz, con la transfiguración de la Cruz. La Cruz no es el abandono del Crucificado por parte
del Padre, sino el abandono del Crucificado en las manos del Padre. La esperanza corre sobre la ola del
amor.
La esperanza es para Jesús el modo de vivir la vida hasta la muerte en la comunión con el Dios
de la vida. Jesús vive la esperanza como confianza, perseverancia, paciencia, vigilancia, coraje.
Comportamientos todos inducidos y sostenidos por la fuerza de lo posible: “Todo lo puedo en aquel que
me conforta” (Flp 4,13). La Cruz es el modo de la omnipotencia de Dios que entra en la omnidebilidad
del hombre, haciéndola explotar desde adentro con la resurrección del Crucificado. La esperanza de la
Cruz es la respuesta de Dios al dolor del inocente. Una respuesta que habla de una cercanía, de una
proximidad: habla de la compasión de Dios, tomando sobre sí el pathos del dolor del hombre. Y la con-
pasión se hace con-solación, consolatio, ser-con en la soledad del dolor. Dios no ha cancelado el
sufrimiento: se ha hecho cargo de él. “Cristo ha descendido al infierno y así se ha hecho cercano a quien
allí viene arrojado”223. No existe, en efecto, un dolor que no haya sido comprehendido en la esperanza
del Crucificado. La Cruz es el estandarte de la esperanza: Ave Crux, spes unica. Esperar es confiarse en
el amor de Dios más fuerte que todo mal, es fe que cree “esperando contra toda esperanza” (Rom 4,18).
El fundamento de la esperanza del cristiano está en la Cruz y la Resurrección del Señor.

c. Cristo, nuestra esperanza

Jesús es más que testigo de esperanza. Jesús es la fuente y la meta de la esperanza. Decir
“Cristo Jesús, nuestra esperanza” (1Tim 1,1), es decir al mismo tiempo que él se hace esperanza en
nosotros (sujeto de esperanza, spes qua) y delante de nosotros (objeto de esperanza, spes quae). “Cristo
entre ustedes, la esperanza de la gloria” (Col 1,27). En sentido subjetivo, el cristiano no es espera con
una esperanza suya, sino con la esperanza misma de Cristo, de tal forma que puede decir: en mí espera
Cristo. Por el bautismo Dios “nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva”
(1Pe 1,3). Cristo es también objeto, de tal forma que podemos decir: yo espero a Cristo. El ser-en Cristo
es premisa y promesa del ser-con Cristo después de la muerte.
El cristiano no vive con una esperanza suya, sino con la esperanza de la gracia, es decir, un don y
una acción del Espíritu. La esperanza es el desenvolvimiento de la ontología crística desde el eón
presente hasta la patria escatológica. “Y ustedes –dice Pablo– no han recibido un espíritu de esclavos
para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios. El mismo
espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos,
también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser
glorificados con él” (Rom 8,15-17). El testimonio del Espíritu en nosotros de ser “hijos” de Dios suscita

223
Ibid., 37.
Virtudes teologales - 62

la conciencia de ser “herederos” de Dios, el Padre, “coherederos” de Cristo, el Hijo. Es propio del hijo
ser también heredero. Esta no es una propiedad extrínseca, sino constitutiva. Por ello, la verdad de
nuestro ser hijos de Dios es una verdad-promesa, “a fin de que, justificados por su gracia, seamos en
esperanza herederos de la Vida eterna” (Tit 3,7). La esperanza nace de nuestro ser “desde ahora hijos”,
en la espera del “todavía no revelado”: “Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que
seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque lo veremos tal cual es. El que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro” (1Jn
3,2-3). Del Espíritu, el cristiano ha recibido las “primicias”, la “caparra”, la “prenda” (cfr. Rom 8,23;
2Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14). La esperanza es más que fe en una promesa. Es el dinamismo mismo del ser
cristiano como ser filial y, por eso, heredero del Reino del Padre. La esperanza tiene, pues, raíz
ontológica, y ésta precede y activa la virtud.
Distingamos un fundamento objetivo de uno subjetivo. El primero está dado por la resurrección
de Cristo. Sin superación de la muerte, no hay esperanza. “Nosotros hemos puesto nuestra esperanza en
Cristo [… que] resucitó de entre los muertos, el primero de todos” (1Cor 15,19-20). El segundo
fundamento, que se ha dicho subjetivo, se encuentra en esta implicación personal, que nos sintoniza con
la esperanza del Crucificado. La esperanza no es una profesión doctrinal en la promesa de Dios, sino que
es movida por la caridad que la sostiene. San Pablo puso de manifiesto la fuerza de la esperanza
cristiana fundada en el amor de Dios:

¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que
no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase
de favores? ¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién se atreverá a
condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e
intercede por nosotros? ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las
angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu
causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al
matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la
certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los
poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de
Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rom 8,31-39).

La esperanza tiene, pues, la certeza del amor de Dios. Es esperanza fuerte en la caridad. “Y la
esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Entre las pruebas de la vida, la esperanza es la
conciencia firme y llena de coraje de ser amados por Dios. Este anclaje en un evento histórico, concreto,
la resurrección de Cristo, y la participación personal en ella bajo el ligamen de amor del hombre con
Dios, sustraen a la esperanza cristiana a todo envilecimiento utópico. Si el no-lugar (ôu-tópos) propio de
la utopía significa su evanescencia en una imaginario inconsciente, anónimo e irreal, la esperanza
cristiana no tiene nada de utópico. Si, en cambio, viene a designar la irreductibilidad a los “lugares” de
este mundo, entonces tiene una gran carga de utopía.
El cristiano no se representa el objeto de su esperanza, en el sentido que no habla de él a la
manera de las cosas y los fenómenos. “Esperamos lo que no vemos” (Rom 8,25). Jesús mismo se ha
sustraído siempre a toda enunciación descriptiva del “cómo”, “dónde”, “cuándo” de la esperanza. La
verdad y la certeza de la esperanza se revelan a los ojos de la fe, en la caridad que une al hombre con
Dios. “Mantengamos firmemente la confesión de nuestra esperanza, porque aquel que ha hecho la
promesa es fiel” (Hb 10,23). El ver no certifica la esperanza, sino que la debilita y la anula: “cuando se
ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve?” (Rom 8,24). El suyo es
el saber de la fe: “la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que
no se ven” (Hb 11,1). La certeza de la esperanza no responde a los estatutos lógicos y metodológicos del
cogito, sino del credo y del amo. Como tal, es una certeza fiducial, porque es de orden relacional,
personal e inobjetivable; atemática, sustraída a representaciones y pronósticos, inverificable e indecible,
todo lo cual representa su debilidad al mismo tiempo que su fuerza; y, por último, tendencial, ubicada
entre el don primordial del Espíritu y su ulterioridad. “No se podrá decir: «Está aquí» o «Está allí».
Virtudes teologales - 63

Porque el Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17,21). “En virtud de la perseverancia y de la
consolación que nos vienen de la Escritura tenemos viva nuestra esperanza”. A esta esperanza “nos
aferramos firmemente […]. En ella, en efecto, tenemos como ancla segura y firme para nuestra vida. La
esperanza se extiende, por consiguiente, hacia un porvenir sobre el cual ya está fijada el ancla”224.

d. Esperanza universal y solidaria

El cristiano, en su opción de esperanza, implica a toda la humanidad relacionada con él, y al


mundo y la historia solidarios con él. Su vida es de ser-con los demás y de ser-en el mundo y la historia.
De tal modo que nadie y nada es dejado fuera de la esperanza cristiana. La esperanza es universal y
comunitaria: esperanza para todos. Tiene una irreductible estructura personal, está entretejida en una
red de relaciones. Y por eso, el creyente es testigo de una esperanza metaindividual. Esto lo vive a
imitación de Cristo: el cumplimiento pascual de su esperanza se realiza en la propia humanidad
individual –en la humanidad gloriosa del Resucitado– como parousia y pleroma; en nuestra humanidad
–en la humanidad itinerante de cada uno de nosotros– como primicia y anticipación. Cristo, en efecto,
resucita como prototókos, “primogénito de muchos hermanos” (Rom 8,29), “primogénito de entre los
muertos” (Col 1,18), “primicia de aquellos que han muerto” (1Cor 15,20), “nuestro precursor” (Hb
6,10). Como y porque Cristo, el cristiano no se aísla en una profesión autorreferencial y exclusiva de la
esperanza. En cuanto cristianos, no deberíamos jamás preguntarnos: ¿cómo puedo salvarme?
Significaría desatender la vocación eclesial y dejar de ser sacramento de esperanza, perdiendo la
dimensión de caridad y de misión. No nos salvamos solos: solos solamente nos perdemos. “Yo espero en
Ti por nosotros” es la profesión de esperanza del cristiano. Para Santo Tomás, como una es la caridad
con la que amamos a Dios, a nosotros mismos y al prójimo, así también una es la esperanza con la que
esperamos para nosotros y para los demás. Es esperanza inclusiva y abierta. “Hay un solo Cuerpo y un
solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados” (Ef 4,4). La única
esperanza hace a la unidad de la Iglesia.
Con su esperanza, el cristiano empuja también a toda la realidad cósmica, el mundo de las
cosas, de las plantas y de los animales. Se hace voz de esperanza para quienes no tienen voz. La creación
participa de la victoria de Cristo Resucitado, quien los transforma en “cielos nuevos y tierra nueva” (1Pe
3,13). Toda la creación está vinculada al destino del hombre mediante el bios corpóreo y, aún después de
haber caído con el pecado humano, sigue “conservando una esperanza. Porque también la creación será
liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios”
(Rom 8,20-21).
Con el cosmos, también el tiempo es implicado en la tensión escatológica de la esperanza. La
historia no es un continuo pasar al no ser o un perenne retornar sobre sí misma, sino un caminar
finalizado por una prospectiva última de sentido y de valor (eschaton). Por eso, el tiempo es sustraído a
la caducidad de una sucesión fílmica de ratos y momentos, a la resaca en el vacío de un correr que en el
acto de llegar a ser se anula. El tiempo es liberado de la usura de una duración o de una ciclicidad sin
cumplimiento. El individuo humano con su libertad y su esperanza transforma el tiempo en historia. Sin
embargo, la libertad humana no posee la señoría del tiempo: es un poder en el tiempo, pero no sobre el
tiempo. Ahora bien, el Señor del tiempo, el Eterno, en Jesucristo se ha hecho evento en el tiempo. La
libertad de Dios ha incidido de modo radical y definitivo sobre el tiempo, convirtiéndolo en historia de
salvación. Una salvación que no está por venir, sino que ya ha venido con “el día de Cristo” (Flp 1,6). El
“día de Cristo” redime al tiempo de la insignificancia y de la fatalidad de un sucederse aniquilante o
repetitivo, transformándolo en camino hacia lo Eterno. El hombre, introducido por vía bautismal en el
“día de Cristo” y constituido “hijo del día” (1Tes 5,5), es el sujeto del tiempo-camino. El tiempo es
kairós, don y tarea, tiempo de gracia que llama a la libertad humana. Por tanto, el tiempo se comprende
desde el futuro, el cual lo abre, lo finaliza y lo significa. La esperanza es esperanza para la historia,
liberada tanto con respecto al determinismo del eterno retorno, como con respecto a la vanidad de un
devenir que cae en la nada.

224
F. X. DURRWELL, Lo Spirito Santo alla luce del mistero pasquale, Paoline, Roma 1985, 142.
Virtudes teologales - 64

4. La esperanza, principio de acción y responsabilidad: motivos bíblico-teológicos

a. La promesa como evento

“Animados con esta esperanza, nos comportamos con absoluta franqueza (parresía)”, nos hace
decir San Pablo (2Cor 3,12). La esperanza no nos proyecta en el cielo, nos pone manos a la obra en la
tierra: es una fuente inagotable de acción hasta la parresía, la absoluta franqueza de osar. La esperanza
es la pasión de lo posible, es la fuerza motriz de la moral evangélica, es la gran fuerza que mueve a los
santos, es la audacia del bien, de lo verdadero y de lo bello. La esperanza ejerce un rol metaético
decisivo para la ética cristiana, a tal punto de entenderse ésta como ética de la esperanza.
El futuro de Dios en Cristo no nos ha sido dado como un novissimum inmóvil en su más allá,
sino como adviento. Si el futuro viene al presente, lo marca incisivamente; no directamente, como un
nuevo determinismo, sino a través de la libertad –libertad del hombre nuevo en Cristo– llamada a
establecer una sintonía del presente con el futuro de salvación. La esperanza define, de este modo, no
sólo el futuro sino también el presente. Los creyentes profesan la esperanza como asunción de
responsabilidad, perfilando así una ética de la anticipación. La esperanza es, entonces, fuente de una
fidelidad ética a la salvación prometida. Desmentir esta fidelidad es establecer una dicotomía entre
promesa y existencia, que desencarna la promesa y seculariza la existencia. La promesa que comporta la
esperanza es un anuncio que mueve a un tiempo hacia lo alto (verso l’alto) y hacia adelante. Verso l’alto
con motivo de trascendencia, y hacia adelante con motivo de su hacerse evento en el mundo y en la
historia. El cristiano no vive “proyectado fuera” por su esperanza, sino “hacia adelante”: su esperanza es
misión para el hombre y para Dios.
En la duración del tiempo la esperanza es fuente de la hypomoné: virtud de aguante perseverante,
resistencia confiada, paciencia y constancia en el afrontar la contrariedad, las resistencias, las pruebas,
los imprevistos, los reveses penosos de la existencia, en el camino hacia la meta. Asociada a la
hypomoné, la esperanza es virtud de fortaleza (cfr. 1Tes 1,3). Es verdad también lo contrario, esto es,
que el déficit de esperanza produce vacíos de conciencia y de motivación moral, como a los paganos los
cuales, “habiendo perdido el sentido moral225, se han entregado al vicio, cometiendo desenfrenadamente
toda clase de impurezas” (Ef 4,19). También la primera carta de Pedro saca a la luz el cambio ético-
operativo de la esperanza, tarea de conversión y de santidad: “Por lo tanto, manténganse con el espíritu
alerta, vivan sobriamente y pongan toda su esperanza en la gracia que recibirán cuando se manifieste
Jesucristo. Como hijos obedientes, no procedan de acuerdo con los malos deseos que tenían antes,
mientras vivían en la ignorancia. Así como aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en
toda su conducta” (1Pe 1,13-15). La prefiguración de la esperanza es a la vez un dato y una tarea. Un
dato, ligado al adviento de Dios en la historia, la Pascua, Pentecostés, la Iglesia, el bautismo… Y una
tarea, ligada a la libertad del cristiano.

b. Inseparabilidad de la esperanza y la caridad

Así como es inseparable de la fe que le hace de principio de inteligencia (cfr. Hb 11,1), lo es


también de la caridad que le hace de principio de relación (cfr. 1Cor 13,7). La esperanza es inseparable
de la caridad, y esta inseparabilidad da a la esperanza la adherencia ética a Dios y a los hombres propia
de la caridad. Cristo, en efecto, vive la esperanza en la obediencia a la voluntad del Padre: él es fiel al
Padre, en el abandono fiducial de la más grande esperanza, cumpliendo su voluntad de dar la vida por
los hombres. Él es el testigo de una esperanza de amor. La salvación prometida por la esperanza no es
una entidad que le está delante, como un resultado o un premio a obtener bajo determinadas condiciones.

225
La Vulgata traduce “desesperando, se han entregado al vicio…”. “En vez del verbo apelpízein (desesperar), los mejores
manuscritos usan el verbo apalgein (volverse insensibles). Ambos verbos se asemejan. La variante con “desesperar” ofrece,
sin embargo, un buen significado: quien no tiene la esperanza de alcanzar una meta alta no tiene el coraje de hacer grandes
esfuerzos ni de luchar contra las tentaciones. La ausencia del dinamismo de la esperanza produce graves inconvenientes
morales”: A. VANHOYE, «Il dinamismo della speranza nella Bibbia», in R. ALTOBELLI - S. PRIVITERA (a cura di), Speranza
umana e speranza escatologica, San Paolo, Cinisello Balsamo 2004, 122.
Virtudes teologales - 65

Es la comunión viviente de amor con Dios y al prójimo, y esta comunión es la plataforma y el eje de su
esperanza. La caridad es la vía de la esperanza. Como proveniencia: la esperanza nace de la caridad.
Como camino: la esperanza es modelada por la caridad. Como destino: la esperanza está finalizada por
la caridad (patria trinitaria). La ética de la esperanza tiene el desarrollo de la ética de la caridad: no la
moral del premio (o del castigo), sino de la comunión con Dios, que es la esencia y la beatitud de la vida
cristiana. La única esperanza (cfr. Ef 4,4) hace de cemento de la comunidad eclesial. La esperanza es
motivo y, al mismo tiempo, vínculo de comunión, que suscita y llama a la caridad eclesial.

c. La integralidad de la salvación

El hombre entero –en la totalidad unificada de cuerpo y espíritu y en solidaridad cósmica e


histórica con todos los otros hombres– está llamado a la salvación y a la esperanza que le espera. El
inclinarse de Cristo sobre toda miseria, no sólo espiritual sino también física, dice de la atención al
hombre todo entero en el pro nobis salvífico de Dios.
Es claramente una salvación sobrenatural. Pero lo sobre-natural no es una entidad a parte y
sucesiva de lo natural. La sobre-elevación de lo natural implica el reconocimiento de lo natural, su
acogida y asunción en la dinámica elevante de la gracia. La esperanza no puede, por tanto, desconocer y
abandonar lo natural a una esfera secular, ajena a la salvación. La esperanza se carga sobre sí todo lo
humano, en todas sus componentes, y a todas las asume en el finalismo escatológico de la salvación.
Asumirlas es suscitar en el sujeto una responsabilidad anticipadora de liberación del hombre de todas las
esclavitudes. Una esperanza lejana de las responsabilidades terrenas y temporales se niega como
esperanza de salvación: la esperanza o es encarnada y solidaria, o no es esperanza cristiana.
La identidad del Resucitado y Crucificado habla de la integralidad del evento transfigurador de la
Pascua, a tal punto de implicar el cuerpo, la carne de Cristo. Tal implicación es paradigmática del
destino salvífico de la humanidad. La esperanza que toma comienzo de la Pascua hace propia esta
implicación salvífica y comprensiva de todo el hombre: desde la persona con sus derechos y libertades,
hasta la familia, la sociedad, la política, el trabajo, la cultura, la economía, la ecología… todo aquello
que suscita amor por el hombre y amerita de ser querido. Los sacramentos son signos de esperanza: en
ellos alcanza la pasión de lo posible.

d. La novedad del eschaton

La transfiguración gloriosa de la humanidad corpórea de Cristo en Pascua, y no la destrucción, es


significativa del futuro escatológico del mundo. La incorporación a Cristo, a su humanidad corpórea por
la fe y el bautismo, nos hace partícipes corporalmente del destino pascual de Cristo. “Nosotros somos
ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo.
El transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder
que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio” (Flp 3,20-21). Esto también debe decirse del
destino del mundo. El fin del mundo no es una caída en la nada; no es un apocalipsis aniquilante, sino
una “nueva creación” (Mt 19,28). El fin de los tiempos no puede ser visto como una especie de
cataclismo, o catástrofe cósmica, que tragaría lo real en el mal. El fin del mundo viene visto en la
Escritura en términos de conclusión y de recapitulación. No se lo puede identificar con ninguna
“espiritualización”, liberación de la humanidad de sus ligámenes corpóreos y cósmicos. El mismo libro
del Apocalipsis dice: “Porque has creado todas las cosas: ellas existen y fueron creadas por tu voluntad”
(Ap 4,11). Existe una nueva dirección de la historia; ésta no está bajo el dominio inexorable del mal,
sino bajo el señorío providente del “Señor, nuestro Dios, el Todopoderoso” (Ap 19,6), que “estuvo
muerto, pero ahora vive para siempre y tiene la llave de la Muerte y del Abismo” (Ap 1,18) y abre a la
ciudad del hombre las prospectivas de la “ciudad santa, la nueva Jerusalén” (Ap 21,2), en la cual “no
habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó” (Ap 21,4). De esta forma, el
libro es un mapa de la esperanza. Su última palabra está dirigida a la Esposa y al Cordero. El volumen
es, pues, una invitación al empeño, sí, pero también al optimismo, a la confianza, a la esperanza.
Virtudes teologales - 66

“Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra
nueva donde habitará la justicia” (2Pe 3,13). No es la espera de un más allá afirmado en contraposición
negadora con respecto al más acá del mundo. Sino el cielo y la tierra de los hombres, este cielo y esta
tierra, renovados. Ninguna realización temporal se identifica con el Reino, pero todas las realizaciones
no hacen más que reflejarlo. Esto no quita que el Reino es de Dios y no se hace del hombre. El empeño
por el hombre y por el mundo, al que la esperanza da valor, no quita nada a la alteridad y a la gracia de
Dios y de su Reino. Hombre nuevo en Cristo, el cristiano no puede acostumbrarse al viejo. Todo
acostumbramiento es un pecado contra la esperanza: la acedia, la dejadez, la pereza, la apatía, la
mediocridad, la inercia, la indolencia, la incuria, no dan razón de la esperanza que hay en nosotros.

e. La reserva escatológica

Polarizada por el novum ultimum de Dios, irreductible a toda conquista intermedia, la esperanza
ha quedado continuamente en juego en la historia. Siempre hay para ella un surplus, un ulterior, un
plusvalor. Por eso, no puede jamás inclinarse sobre sí misma en admiración autocomplaciente.
Significaría extinguirla. Toda conquista humana se presenta inevitablemente con los trazos de lo
relativo. La realidad no está jamás adecuada a la grandeza de la esperanza. De aquí la “reserva”, que
habla de una relación crítica de la esperanza escatológica con respecto a las esperanzas inmanentes; que
significa, por una parte, el real y positivo reconocimiento de sus aportes a la liberación y promoción
humanas, y las preserva de todo envenenamiento conduciéndolas a plenitud. Por otra parte, significa la
relativización de las esperanzas particulares. No significa desvalorización, sino liberación de toda
desviación absolutizadora, de toda pseudoescatología, de toda idolatría del éxito y del progreso. Las
promesas de salvación, libertad, vida, paz, reconciliación, amor, justicia de la esperanza escatológica
constituyen una crítica liberadora con respecto a todo presente histórico, en cuanto muestran la
provisoriedad de toda condición históricamente alcanzada por la sociedad.
Libra también de toda tentación totalitaria. Como la historia enseña, proyectos y movimientos
culturales y socio-políticos de liberación y promoción humana, centrándose en sí mismos, terminan
totalizándose. La esperanza cristiana mantiene abierto el horizonte, de modo que los movimientos que
buscan transformar la historia vienen recomprendidos en la perspectiva del novum ultimum de la
esperanza. Ellos son asumidos y llevados hacia adelante por la esperanza cristiana. La finalidad de ellos
pierde la rigidez de la utopía. La libertad es liberada del riesgo de la utopía de una patria de la identidad
sin gracia. La reserva escatológica es una categoría nacida y elaborada en el ámbito de la teología social
y política, pero vale también para la teología espiritual, o bien en ámbito personal, en el camino ético-
espiritual de cada uno. Vale como reclamo liberador de toda pretensión perfeccionista. “Esto no quiere
decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de
alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3,12). La esperanza nos mete
siempre de nuevo en camino de conversión y de fidelidad, “hasta que todos lleguemos a la unidad de la
fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a
la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).

5. El “principio esperanza” en teología moral

Habiendo puesto a la luz los grandes trazos bíblicos de la esperanza, pasemos ahora a analizar su
influencia sobre el conocer, el querer y el hacer moral, y la incidencia sobre la impostación lógica y
metodológica de la teología moral. Este rol de la esperanza en teología moral no es sectorial, sino clave
y determinante, basilar y transversal. Emerge y se afirma así el principio esperanza, que posiciona a la
moral sobre las directrices de la bondad y la belleza de la vida y, con ellas, de la salvación y la
bienaventuranza, liberándola de las estrecheces del voluntarismo y del legalismo. Obra moralmente
quien obra por amor al bien, quien obra responsablemente. Responsabilidad es reconocer el valor del
bien, asumir personalmente sus exigencias y responder desde sus cumplimientos y sus incumplimientos.
El principio responsabilidad viene a ser así el postulado y el criterio de la moralidad, visto desde el
sujeto agente. Éste, sin embargo, no es el principio más importante de la moral. No puede serlo, porque
Virtudes teologales - 67

puedo reconocer el bien, percibir la responsabilidad que comporta, y no quererlo. El principio


responsabilidad es frágil, porque la responsabilidad está centrada sobre la conciencia moral, pero esta no
existe independientemente de la conciencia ontológica del sujeto: conciencia de sentido de la vida. En
un vacío de sentido, la responsabilidad da vueltas en el vacío. En necesario un horizonte de sentido
ligado a la vida del sujeto. Es necesario un hilo que conecte el bien moral (bonum faciendum) con el
bien-ser (bonum vitae) de la persona, el deber-hacer al deber-llegar a ser, la voluntad moral de bien a la
aspiración profunda e irreductible del hombre a la felicidad y a la salvación. Ese horizonte es abierto por
la esperanza. El principio esperanza es, entonces, el principio primero de la moral. El principio
esperanza sostiene y activa el principio responsabilidad.

a. Esperanza y libertad

Este ser de esperanza en Cristo que somos es una fuente permanente de sentido para nuestra vida.
Si el intelectus fidei es el perfeccionamiento de la razón humana, el intelectus spei es su cumplimiento.
La esperanza cristiana es un modo de ser y de comprender que suscita la acción y la contemplación. El
sujeto de la esperanza es un contemplativo y a la vez un individuo activo, profundamente implicado,
motivado y empeñado. Esto porque los horizontes de sentido y de metas abiertos por la esperanza
hacen de palanca a la libertad. Una libertad a la cual el sujeto no puede y no debe sustraerse. La libertad
tiene necesidad de prospectivas de logos y de telos. Sin estos horizontes la libertad de decisión y de
elección sería una “pasión inútil”. Además, sin horizontes de sentido último, la libertad no progresa, sino
que sufre procesos de fijación y regresión al nivel del libre arbitrio, haciendo del hombre, ser libre por
naturales, uno que no puede elevar su libertad a las alturas del bien moral, sino que la bloquea en el nivel
de la mera elección: las cosas no son elegidas porque son bienes, sino que son bienes porque son
elegidas.
Posiblemente, la libertad aumente las libertades de hacer, pero no desarrolla, más aún, atrofia la
libertad de querer, de autodeterminarse para el bien. La libertad es, por tanto, activa en una perspectiva
de sentido, sin la cual se angustia sobre sí misma o se hace apática sobre su indiferencia. En el primer
caso, la libertad se siente como un peso; en el segundo, sufre el bombardeo emotivista y utilitarista del
bien. De ambos tiene que ser rescatada por la esperanza. “¿Quién me manda a hacer esto?”, es locución
significativa de estas angustias. Vemos el bien como un valor, sí, pero ¿a quién le importa? El valor no
“importa”: no conmueve, no interesa, “no vale la pena”. El valor, aún teniendo peso teórico, no tiene
fuerza operativa. “El presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia
una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo
del camino”226.

b. Bien moral, virtud y esperanza

No se puede vivir sin esperanza: la vida queda como paralizada. Cada uno vive de las esperanzas
que tiene. Hay esperanzas pequeñas y parciales, y está también la “gran esperanza que sostiene toda la
vida”227. En la juventud puede existir la esperanza del gran y apasionante amor, o la esperanza de una
cierta posición en la profesión. Sin embargo, cuando estas esperanzas se realizan, aparece con claridad
que eso no era, en realidad, el todo. “Esta gran esperanza sólo puede ser Dios”228. Estamos en el plano
del bonum simpliciter, es decir, del bien que vale por sí y en sí y no relativamente a otra cosa (bonum
secundum quid). Es el bien conectado al ser mismo de la persona, de tal forma que la califica
moralmente. Ser bueno contrasta con el ser rico, harto, renombrado, aprobado, admirado; ser bueno
puede exigir la renuncia, la pérdida o la no obtención de bienes físicos o emotivos. Exige el acceso, de
hecho, al orden de la gratuidad, de la búsqueda del bien por sí mismo, es decir, del bien que no sirve
(para algo) sino que hace bueno (al sujeto).

226
BENEDICTO XVI, Spe salvi, 1.
227
Ibid., 27.
228
Ibid., 31.
Virtudes teologales - 68

La virtud misma sólo es posible en un encuadre de finalidad y sentido que la sostiene. Más la
mirada se eleva y se amplía, más la inteligencia, la voluntad y el deseo se abren a la amplitud del bien
moral y sintonizan con él en la virtud. Lo que habla de la íntima vinculación entre virtud y esperanza: la
esperanza se relaciona con la virtud no exteriormente sino interiormente. En esta experiencia
desiderativa, apetitiva del bien, se coloca y se comprende la moral, lo cual saca a la luz el nexo de la
moral con el deseo de felicidad, no en términos de hedoné, sino de eudaimonia. La vida buena toma
forma en las virtudes. Las virtudes son la vía moral a la felicidad. La esperanza es, pues, inmanente a
las virtudes. La esperanza se ubica en la dinámica aspirativa, apetitiva, desiderativa, que mueve al
sujeto a la acción y que la virtud dirige y estabiliza en la perspectiva ética del bien. Esto significa que la
esperanza es el alma de la moral: las razones de la moral son las razones de la esperanza.

c. La esperanza como condición del obrar

La moral está señada por el convencimiento personal inducido por la inteligencia. Se garantiza,
así, la autonomía de la moral. La esperanza se coloco en esta línea de automotivación del sujeto y, por
tanto, de autonomía de la moral, porque ella funciona como reserva de sentido. “La esperanza es
condición de todo obrar, porque presupone el poder conseguir algo sobre la posibilidad de obtenerlo en
aquel sentido determinado”229. Las esperanzas pequeñas sostienen el obrar mediante objetivos parciales
y externos a la persona (una satisfacción, un éxito, una ganancia, un resultado). La grande esperanza, en
cambio, activa el obrar concerniente a la persona misma, a su vida y existencia. Asistimos hoy a grandes
vacíos de moralidad en el campo de la vida y de su tutela, de la sexualidad, del matrimonio, de la
familia, de la justicia, del bien común, de la solidaridad, de la ecología, de las finanzas, del progreso de
los pueblos. Son vacíos de esperanza. No se resiste contra el aborto, la eutanasia, la violencia, la lujuria,
la corrupción, el fraude, la ambición, la venganza, la pereza, sin la esperanza. No tienen sentido la
renuncia, el sacrificio, la fatiga, la abnegación, la conversión, la ascesis que comporta el bien moral, sin
la esperanza. Las drogas, las dependencias, el consumismo, la economía del descarte, y el no poder
pensar ni hacer de otro modo, es signo de aquella angustia del deseo que domina la conciencia y la
libertad.

d. La esperanza como forma de la bienaventuranza de la moral

La “esperanza más grande” es esperanza de una bondad ontológica (vida buena), de un


cumplimiento personal, integral y solidario, de un destino salvífico, es decir, de una felicidad completa.
Es esta esperanza la que sostiene y hace operante el mensaje ético de Jesús: las bienaventuranzas. En
una palabra, la gloria de Dios. No significa que la esperanza cristiana cree una moral paralela, de otro
origen a la del resto. La esperanza es el “valor agregado” de la moral, la razón de las razones del deber
moral. La esperanza da forma de felicidad a la moral.
El bien, en la formulación más plena del Evangelio, toma la forma de la gloria, expresión de la
plenitud de la vida en Dios. Esta gloria no es una promesa enteramente futura, sino que ha sido
enunciada y atestiguada por Jesús como bienaventuranza (cfr. Mt 5,1-12). “Felices ustedes…” en tensión
al “todavía no” del cumplimiento: “porque serán…”. La gran parte de las aserciones normativas y
exhortativas del Evangelio son enunciadas en el cuadro del fin y del sentido de las bienaventuranzas:
“felices si…”, “feliz aquel que…”, “felices ustedes cuando…”. Sin la esperanza develada por el
Evangelio, las afirmaciones normativas del “pero Yo les digo…” (que rectifican y superan aquellas del
“han escuchado que se dijo”) (cfr. Mt 5,21-43), como la justicia superior, la perfección, la pureza, la
pobreza, el perdón de los enemigos, la misericordia, la virginidad por el Reino, el matrimonio, serían
ideales sin la fuerza de lo posible.

229
H. JONAS, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder, Barcelona 19951,
285.
Virtudes teologales - 69

e. La esperanza da valor salvífico a la moral

Queda siempre abierto el debate de la relación entre fe y moral. Pero con seguridad no puede
darse una moral sin esperanza, simplemente porque no puede darse un deber ético fuera de un horizonte
de destinación. Sin esperanza se cae fuera de la moral: el obrar se hace o meramente legal o únicamente
utilitario. La crisis de la moral hoy no es una crisis de deber, sino de esperanza. “Si existe hoy crisis en
el mundo, es una crisis de esperanza, aquella de la ignorancia de los fines por los que valga la pena
empeñar la enorme riqueza de los medios […]. Nosotros tenemos la ciencia de los fines, deberíamos ser
maestros de la esperanza”230. Why to be moral?, es la pregunta radical de la moral actual. La teología
moral debe tornar a la prioridad lógica y metodológica de De fine ultimo, que está al inicio y dirige toda
la moral de la Suma Theologiae. Lo que paraliza a la libertad es el impasse de la insignificancia y de la
culpa. El Evangelio es la “buena noticia” de Dios que en Cristo no liberó y redimió. Esta “salvación por
gracia” (Ef 2,5) es el primum ethicum de la revelación, que es percibido en la fe como la fuente de una
grande esperanza: “en esperanza hemos sido salvados” (Rom 8,24). La salvación en la esperanza es la
luz de verdad y de vida dentro de la cual toma sentido el empeño moral cristiano. La esperanza da valor
salvífico a la moral.
La moral cristiana no es una moral del deber. En el primer lugar no se encuentra el “tú debes”.
Esta sería la moral kantiana. En el primer puesto se halla el “tú vales”. Esta es la moral de la esperanza.
La teología moral debe volver hacia la teología de la esperanza para retomar y desarrollar el valor
metaético (motivante y suscitante), y así, reencontrar la unidad y la continuidad entre espiritualidad y
moral, en la convicción que la espiritualidad no puede ser cultivada independientemente de la fidelidad
moral, ni la moral comprendida y vivida al margen de la vida en Cristo y según el Espíritu. En la vieja
manualística se ha tratado la esperanza bajo el aspecto normativo, en orden a las obligaciones de la
esperanza y a los pecados contra la esperanza. Los desarrollos de la teología de la esperanza, a partir de
la mitad del siglo pasado, han tenido escasa incidencia sobre el plano ético-fundativo y ético-educativo.
La esperanza es todavía ajena a muchas morales fundamentales. Donde se habla de ella, se la trata
simplemente como una virtud particular, circunscrita y caracterizada en sí misma, y no como principio
inspirador y motor del pensar y obrar moral. La teología moral debe readquirir para la esperanza el lugar
que le corresponde.

f. La esperanza como fuente de parresía, prophesía y martyría

“Animados con esta esperanza, nos comportamos con parresía” (2Cor 3,12), nos hace decir el
Apóstol. La parresía significa la fidelidad al bien en situación difícil y ardua. Aquí no alcanza la
persuasión de la verdad y el bien, sino aquella de la “grande esperanza”:

Ciertamente, en nuestras penas y pruebas menores siempre necesitamos también nuestras grandes o
pequeñas esperanzas: una visita afable, la cura de las heridas internas y externas, la solución positiva de
una crisis, etc. También estos tipos de esperanza pueden ser suficientes en las pruebas más o menos
pequeñas. Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión
definitiva de anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posesión, es necesaria la verdadera certeza,
la gran esperanza de la que hemos hablado. Por eso necesitamos también testigos, mártires, que se han
entregado totalmente, para que nos lo demuestren día tras día. Los necesitamos en las pequeñas
alternativas de la vida cotidiana, para preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así
vivimos realmente la vida. Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un
criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la
esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino
del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la
gran esperanza231.

230
PABLO VI, Homilía con los obispos italianos reunidos en la III Asamblea General, 22 de febrero de 1968.
231
BENEDICTO XVI, Spe salvi, 39.
Virtudes teologales - 70

Una moral legal, circunscrita al mundo de los bienes físicos, a los problemas coyunturales, no
tiene necesidad de esperanza, porque no es más la morada del bien, del bonum simpliciter. No es una
moral que conozca la parresía, la prophesía y la martiría, no busca la plenitud sino sólo la justicia y la
corrección formal en el cómputo de los bienes y males en juego.
Esta conciencia es explícita en San Pablo: “Nosotros nos fatigamos y luchamos porque hemos
puesto nuestra esperanza en el Dios viviente” (1Tim 4,10). La esperanza cumple su tarea mediante las
virtudes, que estructuran la personalidad moral del sujeto y de los actos en los que toma forma operativa.
La esperanza opera en la vida mediante las virtudes. Nos lo dice también San Pablo: “nos gloriamos
hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la
constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza” (Rom 5,3-4). Los acidiosos, los perezosos,
los mediocres, los ineptos están sin esperanza, porque están fuera de la circularidad virtuosa y fecunda
de la virtud, de la laboriosidad y de la esperanza. Este círculo tiene en la paciencia –virtud de
reconocimiento y respeto del tiempo y de sus cadencias (la hypomoné)– el “lugar” de actuación y
despliegue. Entre la paciencia y la esperanza hay una relación de reciprocidad, porque la esperanza
genera la paciencia como virtud del tiempo intermedio, de la duración, de la espera dócil, vigilante y
militante. Y la paciencia, fuerte y laboriosa, es el modo de vivir, atestiguar y dar razones de la
esperanza. En la paciencia toma forma existencial e histórica la esperanza. Es el modo de habitar el
tiempo abierto a la esperanza: el tiempo puesto entre el inicio y lo definitivo, el “ya” y el “todavía no”,
la promesa y el cumplimiento. Es el tiempo de la fidelidad.

g. Motivos de acción y motivos de esperanza

Haber hecho de la esperanza el motor del obrar moral no significa que ella es el principio
causativo. No son, en efecto, la esperanza y su promesa las que determinan las acciones a cumplir, sino
la razón de llevarla a cabo. De la esperanza no se puede deducir un comportamiento ético-operativo. Tal
es más bien la actitud mental y práctica del hedonista, que hace de la felicidad la regla del obrar. En
realidad, la felicidad abierta por la esperanza no es un motivo de acción. El motivo de acción es un
juicio de la razón sobre aquello que está bien cumplir. Es la inteligencia ética –la razón práctica de Kant,
el intellectus agens de Tomás – quien individua el obrar determinado concreto, a través de un juicio de
congruencia entre medios y fines. El motivo de acción, el porqué de un acto, aquello que nos induce a
hacer esto o lo otro, no es, por tanto, la esperanza. Pretender derivar de la esperanza el hacer
determinado y concreto significa exponerse o a la indeterminación o a la inactividad. Un motivo de
esperanza es diverso de un motivo de acción, en cuanto constituye una perspectiva de perfección, de
valor y de sentido que está detrás de los motivos de acción, no para determinarlos sino para sostenerlos.
La esperanza es la razón de las razones de la cual toma fuerza de decisión y actuación toda
faciendum/vitandum: la esperanza es el motor que mueve el paso de la verdad a las acciones. En efecto,
yo puedo tener motivos muy razonables, y no actuar, puedo encontrar la plausibilidad ética de un acto y
no lograr quererlo, sé que es justo y no me importa. Esta es una condición de desesperación y angustia;
se desespera de un sentido último y esta angustia deprime la libertad. ¿De qué vale empeñarse, si todo es
vanidad y gran desventura (cfr. Ecl 2,18-21)? En este vacío de esperanza encuentran motivo e incentivo
más bien el desgano y la disipación. “Lo único bueno para el hombre es comer y beber, y pasarla bien en
medio de su trabajo” (Ecl 2,24). Es el carpe diem, y felices los astutos, y peor para los estúpidos (y los
honestos). A la sombra de la muerte no florecen ciertamente los nobles sentimientos ni la auténtica
libertad; sólo calculados egoísmos y convenientes libertinajes. “Si los muertos no resucitan, comamos y
bebamos, porque mañana moriremos” (1Cor 15,32).

h. La esperanza más grande

“Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna?” (Mt 19,16). “Para el
joven, antes que una pregunta sobre las reglas a observar, ésta es una pregunta sobre la plenitud de
Virtudes teologales - 71

significado para la vida”232. Aquí el Evangelio nos lleva al corazón de la moral: antes que normas, la
pregunta y la respuesta ética es pregunta y respuesta de sentido, de redención, de vida. La esperanza más
grande no puede ser que de naturaleza relacional, porque de otro modo o se confunde con un fácil
optimismo o se vuelve una ideología. “Fides generat spem es spes caritatem”233. “Pero los que esperan
en el Señor renuevan sus fuerzas, despliegan alas como de águilas; corren y no se agotan, avanzan y no
se fatigan” (Is 40,31).

6. El caso de Santa Teresita del Niño Jesús

7. Lectura de la Encíclica Spe salvi

8. Lectura de STh II-II, q. 17-22

9. Momento literario: Lectura de “Los tres misterios”, de Charles Péguy234

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232
JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 7.
233
«La fe genera la esperanza y la esperanza la caridad»: SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q.17, a.8.
234
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PÉGUY, «El misterio de los santos inocentes», en Los tres misterios, Ediciones Encuentro, Madrid 2008; C. PÉGUY, «El
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