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JEREZ
JUAN DE LA PLATA
17 Septiembre, 2012 - 01:00h
MUCHOS conocen su nombre, pero tan solo de oídas; otros saben quien fue; pero pocos
fueron los que le conocieron de verdad. Salvo sus numerosos alumnos. Porque Rafael del
Águila Aranda, que iba para barbero en el Rastro, cambiaría, allá en su juventud la navaja y
la brocha de afeitar por las cuerdas de una guitarra flamenca, con la que después de
varios años de profesional, acompañando el cante - entre otros, el de Manolo Caracol -, se
llegaría a convertir en el mejor y más famoso profesor de guitarra de Jerez. A él lo enseñó
su viejo amigo Javier Molina y él, a su vez, enseñaría a todas las nuevas generaciones de tocaores jerezanos de la segunda
mitad del siglo XX. Desde Paquito Espinosa, a Paco Cepero, pasando por Balao, Parrilla de Jerez, El Carbonero, Fernando
Moreno, Alberto San Miguel y el último joven maestro, Gerardo Núñez, entre otros muchos.
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8/12/22, 1:23 Rafael del Águila, un genio entre libros, goteras y cuerdas de guitarra
Rafael del Águila del que este cronista presume en haber sido su amigo, durante muchos años, era un hombre tan modesto y
humilde que, aún siendo un verdadero genio, nunca ansió vanagloria alguna. Tan solo disfrutaba enseñando a sus alumnos los
viejos secretos del instrumento de las seis cuerdas del que todos le consideraban heredero de su maestro Javier Molina, al ser
transmisor, a su vez, de la escuela guitarrística de éste.
Este genio de la guitarra fue, también, un filósofo, un humanista, un hombre bueno, muy culto y educado, con el que se podía
mantener una conversación sobre música, literatura, o el tema que fuera. Sobre todo, porque era un buen conversador. Cosa que
pudimos comprobar, en más de una ocasión, visitándole de madrugada, para que le conocieran otros maestros del toque, como
el cordobés Juanito Serrano y el granadino Manolo Cano, en noches inolvidables, en las que hasta nos obsequió con una copa de
vino.
Rafael vivía al final de la calle Larga del llamado Reventón de Quintos, o barriada de Torresoto, en una casa tan modesta que
estaba a punto de ser declarada en ruinas, ya que hasta la tenía apuntalada en varios puntos y más de un ladrillo se le había
desprendido del techo; lo que le producía en invierno las inevitables goteras. Como vivía solo, la vivienda no estaba nunca muy
aseada que dijéramos y, cada vez que recibía una visita, el hombre tenía que andar quitando el polvo a las pocas sillas que tenía¸
estando atestados sus pocos muebles de toda clase de libros; especialmente folletones que solía vender y alquilar a las vecinas
del barrio. La comida se la hacían en el cercano bar de La Guapa, y se la llevaban o él iba a recogerla.
Muchas noches, a la salida del periódico, acostumbrábamos a visitarle, porque sabíamos que Rafael se recogía muy tarde. Unas
veces íbamos solos y, otras, acompañados de algún amigo. Cada vez que llamábamos a su puerta sus perros le avisaban con
sus ladridos y Rafael, que casi siempre se encontraba viendo la televisión en el enorme receptor que tenía, en seguida acudía a
abrirnos. Una vez, el maestro se nos quejó de que le habían robado un catavino de plata que la Cátedra de Flamencología le
había concedido por su labor de enseñante. Días después, Manolo Cano, acompañado por nosotros, le entregaría otro. Cuando
pasaba algún tiempo sin que fuéramos a verle, acostumbraba a mandarnos cartas manuscritas, contándonos algún problema,
por medio de un vecino que era guarda de los jardines de la Alameda Vieja. Como carecía de Seguro de Enfermedad, en cierta
ocasión le tramitamos el carnet de la Beneficencia Municipal, para que pudiera ser atendido si le fuera necesario.
Como el viejo maestro era enemigo de salir de su casa, más allá del bar de La Guapa, recordamos que cuando fue premiado por
la Cátedra nos puso mil excusas para no asistir a Villamarta a recibir dicho galardón. El último fue que no tenía ropa que ponerse
y, cuando le dijimos que le compraríamos un traje, se nos vino abajo, diciendo que se asfixiaría si subía la empinada cuesta de su
calle. Entonces le ofrecimos ponerle un coche a la puerta. Hicimos lo increíble porque fuera a Villamarta, pero fue imposible. No
hubo manera de convencerle. Rafael padecía de agorafobia, miedo a los espacios abiertos, y no saldría de su casa, en ninguna
circunstancia. Pero el premio se le llevó a su casa. Su arte se lo merecía. Y su persona, también.
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