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“LES HA NACIDO UN SALVADOR” Lectio de Lucas 2,1-20

[Evangelio de la Eucaristía de Medianoche y de la Aurora de la Solemnidad de la Natividad del Señor]

Llegamos a la celebración de la navidad de Jesús. Una extensa preparación, en la escucha de la Palabra, nos
ha traído hasta aquí.

El evangelista Lucas es el único que nos cuenta los detalles del nacimiento de Jesús. Su descripción es
increíble:

- Se trata de un acontecimiento nocturno que nos dice que el Señor habita como un corazón nuevo la noche
del mundo.

- Se trata de un evento escondido que contrasta con la fastuosidad de un imperio.

- Se trata de una circunstancia pobre en la que brilla con toda intensidad es el amor de una madre y la gloria
de Dios.

Y en medio de todo, el centro es Jesús. A él lo descubrimos y lo acogemos con todo el significado y valor
que tienen su persona y su venida al mundo.

El episodio de Lc 2,1-20 tiene tres momentos narrativos. Los podemos distinguir por los cambios tanto de
lugar como de personajes:

Primero: Lc 2, 1-7, Narra el hecho del nacimiento de Jesús, situando su contexto histórico y geográfico, y
poniendo en escena a José, a María y al niño, con sus respectivas acciones.

Segundo: Lc 2, 8-14: La escena cambia de lugar y se traslada al campo. Cuenta que hubo una aparición de
ángeles a los pastores, en la que tiene lugar el anuncio y la interpretación de ese nacimiento.

Tercero: Lc 2, 15-20: La narrativa vuelve a Belén, al lugar donde está el recién nacido. Los dos grupos
humanos se encuentran ante el niño Jesús, lo descubren y expresan sus reacciones de asombro con
expresiones externas e internas que dan testimonio de la comprensión del acontecimiento.

Cada uno de estos tres momentos tiene su cumbre:

- En el primero es el hecho del nacimiento y la manera como María recibe al recién nacido, el cual se
convierte en signo para reconocer al Mesías (2, 7).

- En el segundo es la voz del cielo, el anuncio solemne de los ángeles que proclaman la identidad de Jesús
(2, 11).

- En el tercero, el encuentro entre los pastores y el niño, envuelto en fajas y acostado en el pesebre lleva a la
acogida, la alegría y el testimonio (2, 20).

El punto de llegada es la contemplación y la misión.

La visión del signo provoca la reacción tanto de los pastores que ido hasta Belén (2, 17), así como de toda la
gente que escucha luego el testimonio de los pastores (2, 18).

Finalmente, una estampa de María, quien interioriza toda los detalles y la riqueza de sentido que ha
acompañado este nacimiento: “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón” (2, 19).

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1. El nacimiento de Jesús: Lucas 2,1-7

Detengámonos en la primera parte del evangelio de la Navidad, Lc 2,1-7. Dejemos que sea el mismo
narrador Lucas quien nos cuente la historia.

“En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo.
Este primer empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria.
Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad.
José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David
llamada Belén, en Judea,
para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.
Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto,
y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar
para ellos en el aposento”.

Distingamos las dos partes que componen en relato, el contexto y el acontecimiento.

Primero el contexto: era el tiempo de un censo, tiempo de números más que de dignidad de la persona (2,1-
3)

El narrador nos dice que ocurrió en los días en que el imperio romano promovió un censo. Este censo
explica el motivo del viaje de José y María desde Nazaret hasta Belén.

Lucas se vale de ello para presentarnos con una tremenda concreción y humildad los detalles y, al mismo
tiempo expande la mirada para dibujar un marco de grandes horizontes que hace sentir la respiración de la
historia en torno al nacimiento del salvador.

“En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este
primer empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno
a su ciudad” (2,1-3).

La fecha exacta, la cobertura real y la metodología de este censo es motivo de discusión por parte de los
historiadores. El punto es que los datos históricos que conocemos no coindicen con los que nos da el
evangelista Lucas.

No entraremos en esa discusión aquí. Lo que interesa es el mensaje, el por qué Lucas enmarca en esta
información inicial la circunstancia del nacimiento de Jesús.

Al encuadrar el nacimiento de Jesús dentro de este amplio marco histórico nos da una clave interpretativa: el
hecho de que emperador ordene un censo, le pone a él al servicio del plan de Dios que prevé el nacimiento
del Mesías.

En medio de todo hay una ironía sutil que un lector puede captar bien. Lucas muestra tres cosas:

Una, que el salvador no es el emperador romano, a quien sus súbditos aclamaban como un “salvador”.

Dos, que la paz sobre la tierra (2,14) no está conectada con un logro persona del emperador, de quien se
decía que en su gobierno se había instaurado la famosa “pax romana”, un tiempo de calma después de tantos
años de guerra y en consecuencia de prosperidad.

El evangelio señala como realizador de la paz a este niño Jesús que nace en un rincón del imperio, en la
aldea lejana de Roma y aparentemente insignificante de Belén.
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Tres, que, de forma sutil, en una historia de nacimiento, Dios ha comenzado a obrar grandes cambios en el
mundo.

Veamos. Jesús nace en el contexto de un censo; un censo es cuestión de números. Nace así porque la gran
maquinaria política y económica imperial pretendía de esta manera tener el control, la presión y el usufructo
para mantener los exorbitantes gastos del estado.

La actualización de los registros le permitía al imperio sacar sus cuentas determinando lo que cada habitante
del imperio debía pagar en impuestos. Por eso en tiempos de censos ocurrían revueltas, mucha gente no
estaba de acuerdo y daba la guerra.

Es, por tanto, un contexto amenazante. Como si se dijera: “Tu vida me sirve para alimentar las cuentas del
estado, de este imperio brutal”.

Y es en medio de esa oscuridad que salen del anonimato José, María y el niño.

Jesús nacerá en una noche, pero era otro tipo de noche, la tiniebla de la historia.

En esta dura tiniebla, en la profundidad del malestar de este mecanismo, cuando el hombre era simplemente
a número y cantidad, se produce el nacimiento del hombre nuevo.

Allí donde la persona cuenta sólo como número, donde la dignidad se reduce a cantidad, allí precisamente la
historia tiene un giro.

Y sabremos que el hombre vale ante todo por lo que vale su corazón.

La presión de la tiniebla de la historia lleva a Dios a revelar su luz de esperanza. Para asegurarnos que
cuando experimentamos la dureza, la oscuridad y la debilidad, Dios está con nosotros y no sólo a favor de
nosotros.

Segundo, el acontecimiento: el rey que nace en la ciudad de Belén

Pues bien, la realización de un censo que obligaría que cada persona tuviera que registrarse en su ciudad
natal, da la circunstancia del nacimiento de Jesús. Por eso nace en Belén y no en Nazaret. Jesús nace en la
ciudad del rey David.

El nacimiento en Belén nos remite a una profecía de Miqueas a propósito de Belén, como lugar del
nacimiento del Mesías (Miqueas 5,1), conectando así con la promesa que Dios le hizo a David por medio del
profeta Natán:

“Cuando hayas completado los días de tu vida y descanses con tus padres, suscitaré después de ti un linaje
salido de tus entrañas y consolidaré su reino” (2 Samuel 7, 12).

Esta profecía fue evocada por el ángel Gabriel en la anunciación cuando dijo:
“Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará
eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).

Llega así el momento del nacimiento de Jesús:

“Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió
en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento” (2, 6-7).
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Todo está dicho en una sola frase: “Le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito” (2, 6).

“Su hijo primogénito”. Primogénito no quiere decir que María tuviera luego más hijos, sino que subraya que
Jesús recibió el privilegio del varón primogénito al interior de una familia (ver Lucas 2,22-40).

“No había lugar para ellos…” José y María no disponían del espacio requerido para el nacimiento del niño,
ni siquiera de un cuartico en una casa. Ni siquiera en el equivalente de un cuarto de huéspedes de la casa
había espacio.

María da a luz en el fondo de la casa, en un lugar reservado a los animales, precisamente el lugar que
cualquier papá o mamá inteligente habría querido evitar.

Podemos ver una nota de exclusión y otra de comunión.

De todas maneras, hay un matiz que no puede pasar desapercibido, un sello de alianza con todo el cosmos a
través de criaturas no humanas, a través del pesebre (del latín “praesepium”) que la madre improvisa como
una cuna. ¡Un comedero animal como cuna!

María y José eran pobres de todo, pero no de amor.

Jesús viene al mundo en este ambiente completamente excepcional. Ningún confort ni salubridad ni nada de
lo que tendríamos en cuenta hoy. Allí lo que brilla es el amor de una madre.

Aquel que no tendrá donde reclinar la cabeza, más pobre que los zorros que al menos tienen madriguera y
que los pájaros que al menos tienen nido (Lucas 5, 58); aquel que el último día de su existencia terrena
tampoco tendrá una tumba propia, sino prestada (Mateo 27, 60); él es ahora el huésped que está a la puerta y
toca (Apocalipsis 3,20) y que espera que se le abra.

Él espera el gesto de suprema misericordia que le regaló su madre: hacer entrar su vida en nuestra vida.

Y aquí y dondequiera que la Virgen forme a su hijo nacido en circunstancias imposibles, allí nos haremos
hombres verdaderos.

Cada uno de nosotros continuará su aventura, la de convertirnos en una verdadera y estable sílaba de Dios,
carne entretejida de cielo.

“No sabrá ver a Dios quien no sepa inclinarse profundamente”. Esto lo decían los Padres del desierto.

Si te inclinas sobre ti mismo, si entras en tu interior y arrodillas tu corazón, esa parte de ti que no le revelas a
nadie, ni a tu amigo, ni a tu madre, ni a tu esposo, allí verás cómo surge desde dentro un rostro que no es tu
rostro, sino el del hijo de la bellísima María, el rostro del Dios amable, un niño que vivirá para amarte.

En mi corazón como en el tuyo, sea en alegría como en mi esfuerzo a veces cansado para vivir, tanto en mis
desilusiones como en las tuyas, el signo de fuerza y de futuro viene de Jesús.

Él viene a la vida humana para darnos vida, es el único que da consistencia a la vida, el que da eternidad a
todo lo bello que cultivamos en el corazón.

La encarnación de Dios es la certeza de que nuestra carne será santa desde su raíz, que la crónica de nuestros
días en cualquiera de sus páginas se volverá por este nacimiento en historia sagrada.

1. Una maravillosa proclamación y fiesta desde el cielo (2,8-14)

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Sigue Lucas contando la historia:
“Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la
noche.
De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un
gran temor.
El ángel les dijo: — No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el
pueblo: ‘Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor;
y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre’.
De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo:
‘Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace’”.

Fijémonos en los personajes y en el signo.

Los pastores de Belén

Como bien sabemos, los pastores representan a la gente humilde, pobre y despreciada, incluso como símbolo
de los pecadores que Jesús vino a salvar.

Pero hay otra idea más fuerte por detrás. La tradición bíblica lleva a ver en los pastores una referencia a
David, el pastor de Belén que fue escogido por Dios para ser rey de Israel (1 Samuel 16,11; 17,15; Salmo
78,70).

El ángel y su anuncio

La aparición del ángel del Señor sigue el modelo de las anunciaciones y apunta a una manifestación:
(1) aparece el enviado,
(2) luego hace una invitación a no tener miedo,
(3) después hace la proclamación de la salvación que se revela, y
(4) finalmente da un signo.

El punto central es la proclamación del nacimiento de Jesús, explicando quién es él, y la invitación a ponerse
contentos.
A los pastores se les ofrecen noticias ya conocidas por nosotros los lectores. Son cuatro datos:
- el qué: “ha nacido”
- el cuándo: “hoy”
- el quién: “Salvador, Cristo, Señor”
- el dónde: “en la ciudad de David”.

Cada elemento está cargado de sentido.

El “hoy” tiene un valor que va más allá de lo cronológico: el tiempo parece detenerse y hace entrar en la
historia el mundo definitivo de Dios.

Los títulos del recién nacido indican su nobleza y su papel en medio de su pueblo: es aquel que trae la
salvación (“Salvador” había sido llamado Dios en 1,47).

En medio de todo puede verse un contraste y una polémica sutil contra la ideología imperial.

Jesús es definido como “Mesías Señor” (caso único en el Nuevo Testamento).


Si el título “Cristo” está conectado con el mesianismo y está en consonancia con la ciudad de David y la

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promesa que Dios le hizo al rey de Israel, el título “Señor” tiene un fuerte sentido trascendente que supera la
dimensión mesiánica para llevarnos hasta su divinidad.

Lucas, une ambos títulos, de manera que uno determina el otro: “Cristo” sugiere qué tipo de “Señor” es
Jesús. Y “Señor”, en cambio, revela la profundidad de su identidad mesiánica.

Se advierte una anticipación y una prefiguración de la fe pascual de la Iglesia en aquel ha sido resucitado de
entre los muertos.

El signo

Podemos notar un fuerte contraste entre el niño envuelto en pañales y recostado en una pesebrera, por una
parte, y la gloria cantada por los ángeles, por la otra.

El signo para reconocer al niño está tanto en la paradoja que se hace notar en las circunstancias del
nacimiento en Belén, como en la intervención divina celestial que la confirma.

El hecho de que el niño esté envuelto en fajas nos remite a una costumbre de la época y pone el acento en el
cuidado y la delicadeza que se le prodigó al recién nacido. Un texto de la profecía de

Ezequiel sobre Jerusalén lo aclara: “Cuando naciste, el día de tu nacimiento, no te cortaron el cordón, ni
fuiste lavada con agua para limpiarte, ni frotada con sal ni envuelta en pañales” (Ezequiel 16,4).

Podríamos también tomar en consideración una alusión al rey Salomón que en su nacimiento fue “envuelto
en pañales y rodeado de cuidados” (Sabiduría 7,4). Por tanto tiene un matiz simbólico de realeza.

Del pesebre, en cambio, habla Isaías en una invectiva contra Israel: “Un buey reconoce al propietario y un
asno el pesebre de su Señor (kyrios), pero Israel no conoce, mi pueblo no comprende” (Isaías 1,3).

El buey y el asno son animales preciosos para su propietario, hasta punto de que entre ellos y el hombre se
establece un vínculo. Pero aquí está la paradoja: al cuidado de Dios por su pueblo, cuidado debería generar
una respuesta de amor y de confianza, Israel responde con rebeldía y pecado.

El pesebre se convierte así en símbolo de la acción providente de Dios que, en vez de una respuesta positiva,
suscita una fuerte contraposición, incluso rechazo.

El pasaje ilumina el “signo”: el niño acostado en el pesebre evoca la profecía y es símbolo del amor de Dios
por su pueblo.

Entendemos el mensaje que proviene de este giro radical: la ira de Dios no pesa ya sobre el pueblo pecador;
los pastores reconocen en el niño, este niño cuyo nacimiento trae verdadera paz, al Mesías, Señor y
Salvador.

2. Los pastores encuentran a María, a José y al niño: Contemplación y misión (2,15-20)

Llegamos al final del relato. Es mejor escucharlo directamente.

La tercera parte está expuesta por Lucas de esta manera:


“Cuando los ángeles les dejaron, marchándose hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: —
Vayamos a Belén para ver esto que ha ocurrido y que el Señor nos ha manifestado.
Y fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre.

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Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño.
Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho.

María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón.

Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue
dicho” (Lc 2,15-20).

Los pastores

Tenemos una secuencia de sorpresas ante el niño: los pastores, María y José, y todos los que enseguida se
enteran gracias a la noticia que riegan los pastores, como si fuera ya una verdadera evangelización.

Los pastores son los primeros en manifestar su alegría ante esta manifestación de Dios. Cielo y tierra se han
unido en un mismo canto de alabanza, y los pastores representan a todos aquellos que, habiendo creído, ha
visto la salvación.

Es bello que Lucas tome nota de esta visita. Es bello para todos los pobres, los últimos, los anónimos, los
olvidados. Es de verdad una buena noticia: la historia cambia de dirección.

Dios apuesta por aquellos por los que más nadie apuesta. Dios escoge el camino de la periferia. La gran ruta
de la historia siempre había girado en un único sentido: de abajo hacia arriba, del pequeño hacia el grande,
del débil hacia el fuerte.

Cuando Jesús nace, cuando el Hijo de Dios es alumbrado por una mujer, el movimiento del mecanismo de la
historia por un instante como que se traba y comienza a correr en el sentido contrario, en el sentido del
fuerte que se hace siervo del débil, del eterno que camina entre las edades del hombre, el rio de fuego que se
abrevia en una chispa, el infinito en un fragmento del mundo.

Navidad es el comienzo del giro total, de un nuevo orden de todas las cosas.

No es fácil la navidad. Toda la violencia del mundo contradice a los ángeles de Belén, contradice el anuncio
de la paz.

Y mi fe se pregunta: ¿Si todo fuera una ilusión generada por el niño que todos llevamos dentro? Pero no,
Belén es real. Dios se ha abajado hasta nosotros.

El eje central de la historia es este movimiento de descenso y no la ilusión de hacer una escalera que suba al
cielo. La encarnación es el punto central del espacio y viene de arriba hacia acá abajo. Es el momento
central del tiempo y en torno a ella danzan los siglos.

María

“María conservaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón” (2,19). Conservar las cosas, sustraerlas
al olvido, hacer vivir de nuevo. Cuántas veces la Biblia insiste: “Acuérdate, Israel”. “Recuerda”, porque el
olvido es la raíz de todos los males.

Meditar es contrastar para rescatar el sentido profundo de las cosas que nos están pasando.

Porque no es fácil, no es obvio. No se entiende lo que está ocurriendo enseguida.

¿Qué tiene al frente María? Los fuertes contrastes en que ha ocurrido este nacimiento: la gloria de Dios y la
pequeñez del niño; el canto de los ángeles y el pesebre; las aclamaciones celestiales y el silencio de Belén.
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Meditar es poner las cosas juntas para elaborar un sentido, un mensaje, una palabra. Aunque parezcan
contradecirse, la gloriosa liturgia del cielo y la humilde liturgia de los pastores, sin eliminar la una o la otra,
un día se aclararán.

Aquí está el origen y la plenitud del cristianismo, la fuerte y dulce utopía de atreverse a unir el cielo y la
tierra, el otro del otro y el rostro de Dios.

María “meditaba”, buscaba en los detalles fragmentarios el hilo de oro que daba sentido a lo que estaba
pasando en la navidad de Jesús, como para asegurarse de que también en nuestra existencia hay una unidad
secreta.

Pero descubrir esta unidad será un camino que llevará tiempo, como de hecho le ocurrió a María, maestra
del asombro ante Dios y de la contemplación en Navidad. Como le pasó también a los ángeles, a los pastores
y a todos los que después encontrarán a Jesús y doblarán sus rodillas ante él.

Es lo que podemos revivir ahora en humilde adoración.

En oración ante el pesebre, di junto conmigo:

“Dios mío, Dios mío hecho niño, pobre como el amor, pequeño como un recién nacido, humilde como la
paja que fue tu cuna.

Mi Dios hecho pequeño, que aprendes a vivir esta vida humana, mi propia vida.

Querido niño, necesitado de atención y protección; Dios mío, incapaz de agredir y de hacer el mal;
que puedas formarte también en mi vida.

Enséñame en esta navidad que no hay otro sentido, que no hay otro destino, sino el de hacernos como tú,
para ser carne entretejida de cielo, sílaba de Dios.

Enséñame a ser como tú que abres tus brazos para acoger a toda criatura humana enferma de soledad
y llenarla de tu presencia y de tu inmenso amor” (E. R.) Amén.

¡Feliz Navidad!

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