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malhechor y al hombre violento.

La justicia estará en la fuerza de las


manos y no existirá pudor; el malvado tratará de perjudicar al varón
más virtuoso con retorcidos discursos y además se valdrá del jura­
mento. La envidia murmuradora, gustosa del mal y repugnante, acom­
pañará a todos los hombres mortales». (Los Trabajos y los Días, vv.
190-196; traducción de A. Pérez Jiménez y A. Martínez Diez).

En efecto, Hesíodo, al entronizar a la Justicia (D ike) com o el p arad ig­


ma y el ideal al que d ioses y h om b res d eb en ten d er y al herm anarla
con Eunomia (el Buen G obiern o) y con E ire n e (la Paz) y al h acer de
todas ellas hijas de la C ostum bre h echa norm a (Them is) y de Zeus
(Teogonia, vv. 901-904) garante, adem ás, d el co rre cto cumplimiento,
p or dioses y h om bres, d e sus p recep to s, ha avanzado enorm em ente en
el camino hacia la crea ció n de un nuevo ord en social. La oposición
clásica entre Them is y D ike es ya ob serv ad a por H esíodo que la resu el­
ve concibiend o a la segun d a com o un p erfeccion am ien to de la p rim era
m erced a la intervención d e Zeus. Estamos, sin em b argo, adelantándo­
nos a lo que, a continuación, vam os a ver.

2.3. La situación sociai en Grecia

La. so cied ad g rie g a d el siglo VIII a.C. se articula en tom o a dos


grupos principales; por un lado, ios aristócratas que p o seen e l m ono­
polio del p o d e r político, legislativo, judicial, religioso y, so b re todo,
económ ico; de ellos d ep en d e el go b iern o de la comunidad, b ien en
form a colegiad a, b ien a través de un rey (basileus). Por otro lado, el
grupo que podem os definir com o «no aristócratas», sin ahondar por el
momento en sus p ecu liarid ad es y características. Hay q u e añadir, p or
ende, que dicha estructura p re e x iste a la v erd ad era configuración de
la polis, a la que aludirem os en un apartado ulterior, al tiem po qu e
caracteriza los p rim eros estadios d e dicha polis·, p or consiguiente, s e ­
rán tales estructuras las que contribuyan a form ar los p rim eros estados
g rieg o s post-m icénicos al tiem po que el cam biante m arco de las rela­
cio n es en tre los m iem bros d e los d iferen tes grupos en tre sí y con los
que integran los restantes se rá lo que c a ra cterice los p rim eros siglos
de esta nueva ex p e rien cia histórica que conocem os com o e l mundo d e
la p o lis g rie g a ( vëase 3,1).

2.3.1. Reyes y aristócratas

Las p ecu liares cond iciones q u e habían caracterizado el d esarrollo


en G re cia durante los Siglos O bscu ros y en las que no en traré en

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d etalle aquí, habían favorecid o e l auge de una se rie d e individuos·que,
en trelazad os p or vínculos fam iliares y basando su crecie n te p o d er en la
posesión de la tierra, a p a re ce rá n en e l siglo VIII, cuando disponem os
de la inform ación que nos brindan los Poem as H om éricos, al frente d e
la com unidad. A estos individuos les llam arem os con el térm ino d e
«aristócratas» y, p referib lem en te, por se r el que ellos mismos g e n e ra l­
m ente em plearon, con e l de aristoi , literalm ente, «los m ejores». A parte
de por otros rasgos, a los aristoi se les distingue p or su p erten en cia a
fam ilias (gene) que se vinculan a antepasados ilustres, ya sean d ioses o
h é ro e s y por su evid en te aspiración a p ap eles d irigen tes dentro de esa
com unidad so b re la b ase, ante todo, de e s e p rivilegio hereditario no
exen to de cierto matiz religioso (son diotrepheis, «alumnos de Zeus»),
del que d eriva el mismo hecho d e s e r aristócratas.
N aturalm ente, junto a ese factor influyen varios otros; en tre ellos, la
riqueza e s el m ás im portante. En efecto, e s su posesión o control de la
m ayor p arte de las tierras, o de las más fértiles, así com o la disponibili­
dad de abundante ganado (bueyes, ovejas, cabras, cerd os) lo que le s
garantiza un nivel d e vida elevado, al tiem po que les aporta una se rie
d e re cu rso s suplem entarios a los que sab rán dar usos diversos, e s p e ­
cialm ente en forma de reg alo (doron), claram ente un procedim iento d e
redistribución de la riqueza que perm ite la consolidación de relacion es
basad as en el «don-contradón». Todo ello e s lo que constituye su «ca­
sa» en sentido amplio, su oikos\ será éste el factor principal, de m odo
que su familia en sentido estricto, su g en o s , se halla subsum ida dentro
d e este ám bito m ás amplio.
La disponibilidad de ex ced en tes les perm ite, al tiem po, contar con
la ayuda d e otras p erson as que, b ien a cam bio de un salario (thetes),
b ien p orq u e form an parte de las p ro p ied ad es d el aristos, d esarrollan
para él todos los trabajo s m anuales relacionad os con e l cultivo d e las
tierras o con el cuidado del ganado. Esta circunstancia hace que este
grupo de individuos, liberad os de la atención p eren toria a su propia
su p erv iv en cia y pudiendo h a cer uso d e los b en eficio s de la actividad
agrícola, d esarro llen otro tipo de actividades. D e todas ellas e s la
g u erra la m ás frecu en te y la que, en cierta m edida, caracteriza a estos
aristoi. La gu erra, entendida tanto en su función de defensa de los
in tereses de la comunidad, cuanto com o m edio d e m edir la prop ia
fuerza física, p e ro tam bién la habilidad y d estreza d el sujeto y d el
grupo al que p erte n e ce , situará en posición preem in en te a este grupo
social y a cada uno d e sus m iem bros. La propia ritualización d e la
gu erra, q u e e x ig e e l com bate p erson al en tre enem igos de status se m e­
jante, p re ce d id o p or la presen tación y enum eración de los propios
m éritos, incid e claram ente en este mismo sentido.
El exclusivism o d el grupo se m anifiesta tanto en la ten d en cia endo-

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gám ica m anifestada en el mismo cuanto en el d esarrollo de toda una
se rie de instituciones, com o el h osp ed aje y el sim posio, a las que más
adelante m e re fe riré que, consagrando la «solidaridad aristocrática»
más allá de los lím ites de la propia comunidad, garantizará su p redom i­
nio a todos los n iv eles (Véase 3.2.2).
Es, pues, en este conjunto d e individuos en q u ien es resid e el g o ­
b iern o de las com unidades helénicas, posiblem ente d esd e el momento
en que la descom posición d el sistem a palacial m icén ico d ejó a las
aldeas com o únicas células so ciales y económ icas d el mundo g rieg o ; al
constituirse la p o lis m ediante la a g reg ació n de tales aldeas, e s de este
grupo d irigen te de donde su rge el basileus, el rey, térm inos que
utilizarem os indistintamente, si b ien hem os de señalar que los reyes, en
G recia y en este períod o, no asum irán prácticam ente ninguna de las
connotaciones que en otras culturas y otros m omentos su ele asign arse
al térm ino y a la institución que rep resen ta.
La realeza en G recia pasa, a lo larg o d el siglo VIII, p or un períod o
de profunda transform ación, aun cuando el p ro ceso no es uniforme ni
sincrónico en todo el mundo helénico. No obstante, p u ed e d ecirse, en
líneas g en era les, que en este m om ento se p rod u ce e l paso de una
realeza hered itaria, cuyo ca rá cter definirem os a continuación, a una
realeza-m agistratura o una sim ple sustitución d el rey p or m agistrados
que realizan sus antiguas funciones. Una ex cep ció n significativa en este
p ro ce so e s Esparta en donde, adem ás de co n serv arse los rey e s con
p o d e res efectivos hasta b ien entrado el clasicism o, existe una doble
realeza, encom endada a dos familias d iferentes, los A giadas y los Euri-
póntidas.
Lo habitual, sin em b arg o, es que la realeza vaya diluyéndose en la
m ayor p arte d e las poleis. Puesto que este hecho p a re ce h ab er tenido
lugar de forma pacífica y sin que haya constancia en la m ayor parte d e
los casos de cóm o y de qué m anera se ha producido e l tránsito, d e b e ­
rem os concluir que la su presión o la transform ación de la realeza no ha
afectado, sustancialm ente, a las estructuras de p od er existentes. Ello
tiene que d eb erse , forzosam ente, al pecu liar pap el que la realeza asu­
mía en esta ép o ca cru cial para e l d esarrollo de la p o lis griega.
Quizá no esté de m ás tra er aquí un texto de A ristóteles donde se
encuentra resum ido e s e p ro ceso ;

«Los primeros reyes llegaban a serlo con el consentimiento de los


demás y transmitían la realeza a sus descendientes por haber sido
bienhechores del pueblo en las artes o en la guerra, o por haber
reunido a los ciudadanos o haberles dado tierras. Ejercían su sobera­
nía en los asuntos de la guerra y en los actos de culto que no reque­
rían sacerdotes y además actuaban como jueces en los juicios. Desem­

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peñaban su función unos sin juramento y otros con él; éste consistía en
levantar el cetro. En los tiempos antiguos los reyes ejercían su autori­
dad continuamente tanto en los asuntos de la ciudad como en los del
campo y en los exteriores; después ellos mismos abandonaron algu­
nas de sus funciones, otras se las arrebataron las multitudes y en unas
ciudades sólo dejaron a los reyes los sacrificios tradicionales, y allí
donde todavía podía hablarse de realeza conservaron únicamente la
dirección de las guerras extranjeras». (Aristóteles, Pol., Ill, 14; 1285 b;
traducción de J, Marías y M. Araujo).

Para co m p ren d er el ca rá cter d e la realeza d el alto arcaísm o, d e b e ­


mos p artir d e la constatación d el ca rá cter d el basileus com o p rim u s
inter pares, siendo sus iguales, obviam ente, los aristoi. Otro hecho qu e
d eb em os m en cion ar es que si b ien la figura d el basileus a p a re ce rá
rod eada d e una se rie de privilegios, la realeza o basileia no radica,
exclusivam ente, en el basileus, sino en el conjunto de n ob les que le
rodean, asesoran , apoyan y refrend an y que, en los Poem as H om éricos
recib en , en cuanto órgano colectivo, el n om b re de ba sileis y que e s ­
tructurados en un con sejo (boule, g erousia ) son solidarios con e l basi­
leus en la toma de d ecision es y co -resp o n sa b les d el mismo. Uno de los
rasg os que d iferen cia al rey d el conjunto d e los ba sileis es su ca rá cte r
vitalicio y hered itario; algo que, por otro lado, no d e b e so rp ren d er si
record am o s que el p restigio de los aristoi (en cuyo grupo e l propio
basileus se incardina) deriva, ante todo, de la transm isión h ered itaria
de su calidad de tales, así com o d e los b ie n e s m ateriales y espirituales
an ejos a su condición.
Sin em b argo, el basileus no d e b e su nom bram iento al conjunto d e
los notables, sino que el mismo se p ro d u ce com o con secu en cia de la
p erten en cia a aquella familia que tradicionalm ente ha asumido la re a le ­
za, p osib lem en te p o r d eseo o aq u iescen cia de los dioses. Como d ecía ­
mos anteriorm ente, el rey goza d e una se rie de p rivilegios (gerea),
inherentes a su p erson a y a su ca rg o y que van d esd e el re cib ir una
parte p rivilegiad a en el rep arto de los botines de g u erra hasta el
d erech o a e x ig ir y reclam ar regalos com o contrapartida a la p ro tección
que e je r c e so b re la comunidad, pasando p or el d esem p eñ o de toda
una se rie d e funciones religiosas, diplom áticas, m ilitares o ju diciales,
Igualm ente, d ispone de un temenos o tierra a él confiada, b ien econ ó­
m ico y de p restig io a un mismo tiem po. En estos privilegios se ap ro xi­
ma, siqu iera rem otam ente, a la posición d el wanax m icénico y, quizá
por ello y en cierto modo com o p ervivencia, o com o «recu p eración » d e
ca rá cter casi arq u eoló gico en los Poem as H om éricos algunos re y e s
esp ecialm en te im portantes son llam ados con e l ya v iejo título de anax ;
en los textos p o sterio res, sin em b arg o, se rá basileus la única p alabra
em pleada. No d eja de se r sedu ctora la opinión ex p re sad a re cie n te ­

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m ente p or Mazarakis-Ainian (MAZARAKIS-AINIAN, en EARLY GREEK
CULT PRACTICE: 1988, 105-119), según la cual el ca rá cter ciertam ente
sacerdotal de estos ba sileis haría que su resid en cia actuase com o lugar
de culto y que, al d e c a e r la m onarquía y su rgir e l tem plo exento, quizá
a partir d el segundo cuarto o la mitad d el siglo VIII, e l mismo retom aría
la misma estructura que este «palacio» tenía, a sa b er, la construcción
de planta absidal.
En la toma de d ecision es, el re y se halla asesorad o p or su con sejo
de notables (g ero u sia , boule, o sim ilares) que, con él, com parten esos
privilegios (gerea ) consustanciales con la realeza, así com o el honor
(time) de la misma; los asuntos son discutidos y, aunque la última
palabra co rresp o n d e al rey, raras v e c e s éste d eso irá los co n sejo s que
aquéllos le han dado. Tom ado el acuerd o pertinente, se rá el rey, ro­
deado de su con sejo, quien, personalm ente, o a través de un heraldo,
dará a co n o cer el mismo al resto de la comunidad, reunido al efecto en
asam blea, que no ten d rá oportunidad alguna (aparte de los murmullos,
e l griterío, o la aclam ación) de h a cer patente su opinión al resp ecto.
El texto de A ristóteles que antes he transcrito afirm aba que la re a le ­
za le fue con ced id a a aquéllos q u e habían b en eficiad o a los ciudadanos
en las artes o en la g u erra y q u iero d eten erm e ahora en este aspecto
con un cierto detalle. No ca b e duda de que aquí nos hallamos ante dos
posibilid ad es de interpretación, depend iend o d el punto de vista adop­
tado..D esd e la propia visión hom érica, esto es, aristocrática, la justifica­
ción de la existencia d el re y y de los aristoi se halla, ante todo, en los
b en eficio s que pu ed en ren d ir a la comunidad; de entre ellos, sin duda,
el más im portante e s el d e d efen d erla frente a cualquier enem igo; es,
pues, el m onopolio de la fuerza una de las razones, com o apuntaba
anteriorm ente, que exp licab an el au ge social d e este grupo de indivi­
duos que tienen com o ocupación prim ordial la gu erra. Esta actividad,
p o r otro lado, es la que les perm ite ex p re sa r su arete, su valor en el
com bate, al tiem po que su e x celen cia moral.
P ero analizando el tem a con objetividad, no podem os d e ja r de o b ­
se rv a r que esta exp licación no e s m ás que la su perestructura id eológ i­
ca que enm ascara la dom inación económ ica y, consiguientem ente so-
cio-política, q u e este gru po e je r c e so b re el resto de la comunidad y
q u e encuentra en el m onopolio de la fuerza p or parte del mismo su
m ejo r instrumento de control, tanto d esd e un punto de vista m eram ente
físico com o id eológico, al p re sen ta rse esta d ed icación a la gu erra no
com o utilizable contra los no aristócratas sino en defensa d e los m is­
mos.
A cam bio de esa p ro tecció n que brindan, tienen d erech o a sus
privilegios (gerea ) y h onores (timai), cuya m aterialización p ráctica ya
hem os enum erado. El basileus, adem ás de ellos, tiene d erech o a un

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temenos, es d ecir, una concesión de tierra, un regalo, p or parte de ia
colectividad, com o contrapartida a la p rotección que com o re y e je r c e
so b re ella. El id eal que aquí su by ace es, claram ente, el del mutuo
b en eficio , si b ien el provech o que cada gru po im plicado obtiene no es,
obviam ente, igual puesto que con sagra la posición rectora de unos
frente al estado de sumisión y agrad ecim ien to de otros.

— El reparto de la tierra
Ni qué d e c ir tiene que en el momento en e l que esa situación, por
las razones que sea, se m odifique en lo más mínimo, el «equilibrio»
social, ya p re ca rio en el mundo a que aluden los Poem as H om éricos, s e
d esm oron ará irrem isiblem ente. Un factor que contribuirá grandem ente
al desencad enam ien to d e e s e p ro ce so se rá la cuestión d el reparto de la
tierra. C on secu en cia p ro bab lem en te de una situación ya iniciada du-
rante los Siglos O bscu ros (si no ya en é p o ca m icénica) la prim itiva
aldea com puesta por aquéllos que cultivan sus propias tierras o tienen
asignadas tierra s com unales (cuestión aún no definitivam ente aclarada)
se va convirtiendo en una com unidad en la q u e una se rie de familias va
h acién dose, poco a poco, con el control de esas mismas tierras.
Poco im portaría, a efectos prácticos, que si es cierto que las tierras
eran in alien ables (otra de las cuestiones aún no resuelta satisfactoria­
m ente) más que de acaparación de las tierras en pocas manos d ebam os
p re fe rir el térm ino m ás aséptico de control. En cualquier caso, uno d e
los factores que contribuyen a la em erg en cia de los grupos aristocráti-
eos es, p recisam en te, su éxito en esta em p resa de acaparam iento de
tierras y ganados y, eventualm ente, en el som etim iento de p arte d el
cam pesinado (pequ eñ os propietarios o no) que previam ente habían
explotado las mismas. Poco im porta, asim ism o, que este p ro ce so no
im plique siem p re la red u cción a un estado de sem iservid u m bre de e se
cam pesinado d esd e el punto de vista ju ríd ico; en la práctica, sus p osi­
bilid ad es de prom oción eran prácticam ente nulas.
Otro factor contribuye tam bién a ag rav ar la situación derivad a de un
rep arto de la tierra a todas lu ces p roblem ático y es la división su cesiva
de la propied ad , testim onios d el cual encontram os tanto en H om ero
com o en Hesíodo:
«Sus hijos [se, de Cástor de Creta] soberbios y altivos su caudal
dividieron en lotes y echaron las suertes; una casa dejáronme a mí,
poco más«. (O d isea, XIV, 208-210; traducción de J.M. Pabón.)
«Pues ya repartimos nuestra herencia y tú te llevaste robado mucho
más de la cuenta, lisonjeando descaradamente a los reyes devorado-
res de regalos que se las componen a su gusto para administrar este
tipo de justicia». ( Trabajos y Días, vv. 37-40; traducción de A. Pérez
Jiménez y A. Martínez Diez.)

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D entro de familias no excesiv am ente acom odadas, esta p ráctica po­
día suponer, en el tránsito de pocas g en eracion es, e l em p eq u eñ eci­
miento p ro g resiv o de la tierra cultivable con las con secu en cias de ello
derivadas, entre las que se encuentran el endeudam iento y, más ad e­
lante, la pérdid a de la tierra a m anos de los p od erosos. En cualquier
caso, el surgim iento de tensiones so ciales y la aparición de individuos
d esp oseíd os son situaciones a las que habrá que ir hallando respuestas
a m edida que se vayan produciendo.

— Los ideales hom éricos y ía recu pe ra ción del pasado

Antes de pasar a otro punto, creo que es éste el momento de h acer


referen cia a un rasgo del com portam iento de los grupos aristocráticos
g rieg o s de suma im portancia para com p ren d er su universo ideológico
y, ulteriorm ente, para ad entrarnos en la cuestión de las relacion es que
estab lecen con los restantes grupos sociales.
Tal y corno hem os afirmado, Jos Poem as H om éricos nos sirven a
nosotros para intentar recon stru ir lo que pudo se r el mundo en el que
los mismos fueron definitivam ente com puestos y puestos por escrito.
P ero, de la misma m anera, tanto la tradición épica en su conjunto cuanto
los mismos Poem as H om éricos, en la forma en que los conocem os,
estaban destinados, ante todo, al público contem poráneo y, de forma
muy esp ecial, a aquellos rey e s y aristoi que se veían reflejad os en los
h éro es q u e com batieron ante Troya y que protagonizaron luego largos
nostoi. Por ello mismo, las im ágenes con que los poetas adornaban sus
relatos d esp ertaron en tre sus oyentes contem poráneos un claro d eseo
de em ulación cerrá n d o se así esta e sp e c ie de gran círculo. En efecto, la
situación contem poránea serv ía de b a se factual para que el poeta,
enm ascarando de forma m ás o m enos evid ente esa realidad, re cre a ra
ép o cas rem otas; d el mismo modo, esa reconstrucción, em b ellecid a y,
p or ello mismo, ajena en cierta m edida a esa misma sociedad, se
convertía en el paradigm a de lo que aquellos tiem pos h eroicos habían
rep resen tad o. Los aristoi del siglo VIH (y tam bién los de momentos
an teriores), pues, de form a bastante consciente, van a intentar imitar en
su vida contem poránea aquello que es característico en los h éro e s de
la ep op eya, Si no tem iera que se m e mal in terp retara m e atrev ería a
com parar esa situación con aquélla por la que atraviesa nuestro Don
Quijote cuando, d esp u és de h a b e r leído muchos libros de caballerías,
acab a p or asumir e s e mundo n ov elesco, fruto de la más o m enos d esa­
forada im aginación de sus autores.
El resultado de todo ello e s que, adem ás de los rasg os que ca ra cte ­
rizan a las aristocracias d el siglo VIH y a los que he aludido con an terio­
ridad, he de m encionar com o elem ento añadido y digno de valorarse lo

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que esta im itación, más o m enos fidedigna, tien e d e «recu p eración » d e
un mundo h ero ico ya periclitado, p ero que, p o r esta misma circunstan­
cia, e s con sid erad o com o algo aún vivo y d el que p u ed en e x tra e rse
im portantes enseñanzas. Las con secu en cias q u e este hecho tiene en la
elaboración de la política p a re ce n ev id en tes. Si b ien más adelante
v o lv eré so b re el tem a de las «recu p eracio n es», avanzaré aquí que
en tre las m ism as hallam os tanto aspectos referid o s al propio ritual
funerario cuanto a la misma caracterización d el aristos dentro d el en tor­
no social en el que se m ueve. La p ru eb a de ello, al m enos en el caso
ático, podem os v erla en la p rod ucción d el «M aestro d el Dipilón» cuya
actividad se inicia, com o ind icaba en páginas p re ce d en te s, hacia el 750
a.C., e s d ecir, en el momento en que este p ro ce so está en pleno au ge
(v éase 3.2.1; 2.2.1).
Sin ninguna duda la interpretación que hem os d e dar a este fenóm e­
no está en la con sciencia d e que ha surgido una nueva form a estatal, la
polis, que n ecesita d e una legitim idad que, en una civilización que,
com o la g rieg a , ha «olvidado» su historia durante los siglos p revios a la
Epoca O bscura, se m aterializa en unas figuras h eroicas de la que dan
cuenta, exclusivam ente, los aed os. M ediante el recu rso de rem ontar
sus lin ajes a esos h éro e s y a los dioses, los re y e s hom éricos y, junto con
ellos, los aristoi que, no lo olvidem os, han sido alim entados p or el
propio Zeus (basileis diotrepheis), resaltan, en el plano id eológ ico, sus
asp iracio n es a la d irección de la com unidad. La recu p eració n d el pasa­
do, p or consiguiente, es la garantía de la estabilidad en el p resen te.

2.3.2. Los grupos no aristocráticos

A p e sa r d e la im agen que nos p resen tan los Poem as H om éricos, sin


em b argo, no todos los individuos son aristoi , si b ien aquéllos que no lo
son no se hallan dignam ente rep resen tad o s en los mismos. No obstante,
no faltan las referen cia s en Homero a todos los que, en forma más o
m enos anónima, rod ean a los nobles, referen cia s q u e son más num ero­
sas en la o b ra de Hesíodo Los Trabajos y los Días. A p artir de las
mismas podem os h acern os una idea, siqu iera parcial, de la com posi­
ción de la so cied ad de las nacientes p o le is h elén icas d el siglo VIII.

— Campesinos, artesanos, comerciantes


■ Campesinos í
Como co rre sp o n d e a una socied ad antigua, en la que la agricultura
es la actividad fundamental, la figura d el cam pesino está am pliam ente
rep resen tad a si b ien m ás en uno de nuestros dos autores p rincip ales

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para el p eríod o que en e l otro. La im agen que obtenem os es la d e un
individuo que se pasa toda su vida arañando un trozo de terren o para
ex tra er de él poco más que lo justo para so b rev iv ir con su familia;
amenazado en m uchas ocasion es por las deudas que ha tenido que
con traer para p ro seg u ir la producción, a m erced totalm ente de los
elem entos y de los a cre e d o re s, el cam pesino tiene que com plem entar
sus in gresos con lo que, en la m entalidad g rieg a, e ra más penoso que
otra cosa: tra b a ja r en las tierras d e otro a cam bio d e un salario. Estos
eran llam ados thetes y en los Poem as H om éricos ap arecen com o m eros
com parsas, sirviendo a los rey e s y a los aristoi y sin posibilidad de
op o n erse a sus designios.
Pero no nos engañem os; no les están n egad os los d erech o s políti­
cos, por muy restrin gid os que éstos sean. Ellos son la espina dorsal del
demos, d el pueblo, y d el mismo modo que son reclutados para accio ­
n es de g u erra, tienen, al m enos, el d erech o de, reunidos en asam blea
(por ejem p lo, en Ilíada, II, 50-52), rec ib ir inform ación d e todo aquello
que les atañe, si b ien no tienen capacid ad ni de op o n erse a lo decidido
p or el basileus y su con sejo ni, prácticam ente, de hablar. C onviene que
oigam os al propio H om ero, cuando en b oca de Ulises, exp o n e la opi­
nión que el aristos tiene de estos individuos, ejem p lificados en la masa
confusa de los aqueos en d esband ad a hacia las naves:

«Quédate quieto en tu sitio y escucha las palabras de los que son más
fuertes que tú, pues tú eres un bisoño y un cobarde, que no cuentas ni
en la guerra ni en el consejo.» (Ilíada, II, 200-205; traducción de C.
Rodríguez Alonso.)

No m ejo r es el trato físico q u e re c ib e cualquiera d e ellos si, com o


Tersites, se atrev e a m ostrar su d escontento ante las d ecision es de los
rey e s (Ilíada, II, 258-268): golpead o, am enazado y humillado, se rá ob li­
gado a o b e d e c e r y a gu ard ar silencio,
Ya en los Poem as H om éricos, sin em bargo, nos encontram os ante un
h echo interesante, cual es el de la propia función de estos thetes, a
v e c e s tam bién llam ados hom bres d el pu eblo, que aparentem ente lu­
chan (si b ien e l poeta apenas se p reocu p a en aclarar cómo) al tiem po
que se d esarrollan los duelos aristocráticos. Su p re sen cia en la ép ica
seguram en te es trasunto d el nuevo tipo de com bate que em pieza a
su rgir en esos m om entos y que, si b ien no cuajará p or com pleto hasta
los años d el tránsito d el siglo VIII al VII, está ya de alguna forma
p resen te; m e refiero, obviam ente, al com bate de tipo hoplítico, en el
q u e m e d eten d ré m ás ad elante p ero d el que avanzaré que im plica la
p osesión d e las rentas suficientes com o para p o d er su fragar un costoso
equ ipo militar e, im plícitam ente, la posesión d e tierras. De los varios

49
testim onios q u e podem os e le g ir de los Poem as H om éricos y que m ues­
tran cóm o el poeta con oce ya la realidad hoplítica quizá el más e x p re si­
vo sea el siguiente (Véase 3.4.2):

«Y al igual que cuando un hombre ajusta con sólidas piedras el muro


de su alta casa para guardarla de la violencia del viento, así estaban
ajustados sus cascos y escudos provistos de umbo: el escudo se apo­
yaba en el escudo, el casco en el casco y el hombre en el hombre. Y
los cascos de crines de caballo rozaban sus relucientes conos, cuando
aquellos inclinaban su cabeza; ¡tan cerrados se mantenían los unos
contra los otros!» (¡liada, XVI, 211-219; traducción de C. Rodríguez
Alonso.)

No ca b e duda de que quien ha escrito esto ha tenido ocasión d e v e r


m aniobrar en el cam po de batalla una falange hoplítica y no e s este
caso el único en los Poem as en que hay referen cias claras a m asas d e
com batientes enfrentadas. Más indicios de la existencia de rasg os ho-
plíticos durante el siglo VIII nos los prop orcionan tanto algunas r e p re ­
sentaciones so b re cerám icas geo m étricas cuanto la arm adura y el casco
de b ro n c e hallados en una tumba tard ogeom étrica de A rgos (la núm ero
45) y que, si b ien pueden h a b er sido usados p or un g u errero montado,
son un claro p re ce d e n te ya de lo que caracterizará la futura arm adura
hoplítica.
Todo ello m e lleva a p en sar que en el thes hom érico co ex iste una
contradicción, de con secu en cias trascen d en tales en un futuro m ás o
m enos inm ediato. Por un lado, su forma de vida se centra en la p ráctica
de la agricultura, tanto en sus propias tierra s cuanto en las tierras de
alguno de los terraten ien tes locales, a cam bio de un salario; p or otro
lado y en caso d e gu erra, su pap el va evolucionando d esd e el d e
sim ple acom pañante con funciones subalternas hasta term inar por asu­
mir, p ro g resiv am en te y de acuerd o con su nivel económ ico, una posi­
ción cada vez m ás relev ante com o soldado de infantería pesada, con
una respon sabilid ad m ayor en el d esarrollo y en el d esen lace d el
com bate. El d esen cad en an te de este p ro ce so hay que situarlo a partir
del momento en que los aristoi m ontados abandonen, p or circunstan­
cias diversas, su v iejo estilo de lucha c a b a lle re sco y pasen a com batir
en form ación cerra d a (re c u é rd e se el símil hom érico re cié n citado)
siendo im p rescin d ible, p or obvias razones num éricas, que esta form a­
ción, esta falange , se v ea com pletada con aquellos de en tre los hom­
b re s del p u e b lo (por segu ir usando la term inología hom érica) que
dispongan d e los m edios económ icos suficientes para co stearse el caro
equipo hoplítico y que, naturalmente, no son todos aquéllos q u e ap are­
cen en globad os b ajo e l nom bre d e thetes.

50
Por otro lado, sin em b arg o, p ervive inalterado el v iejo ideal aristo­
crático exclusivista, cim entado ante todo en la propia im agen distorsio-
nadora que los Poem as H om éricos contribuyen a form ar, que aleja d e
cualquier posibilidad de a cceso a los círculos d irigen tes a aquéllos que
no com parten los p rivilegios en cierto modo inm ateriales que ca ra cteri­
zan a esa asociación cerrad a. Dentro de e s e ideal e l thes no cuenta;
com o afirm aba e l propio U lises «no es bueno ni en la g u erra ni en el
consejo» y en su otra faceta, la agrícola, la productiva, se p re fiere
con sid erarle con los idílicos tintes que nos m uestra el «escudo de
Aquiles»:

«En él puso un campo real fíem en os] y en él segaban unos jornaleros,


que empuñaban afiladas hoces y, mientras unos manojos iban cayendo
en tierra a lo largo del surco, los agavilladores iban atando los otros
con vencejos. Tres atadores de gavillas permanecían al pie y detrás
de ellos unos muchachos iban cogiendo los manojos que, a brazadas y
sin parar, se los daban a éstos. En medio de ellos, en silencio, el rey,
empuñando el cetro, permanecía de pie a la vera del surco, con el
corazón lleno de gozo. Los heraldos, apartados, bajo una encina se
afanaban en la comida, preparando un gran buey que habían sacrifica­
do y las mujeres vertían blanca harina en abundancia, comida de los
jornaleros.» (Ilíada, XVIII, 550-561; traducción de C. Rodríguez Alon­
so.)

Así, el thes , com batiendo al lado de los p od erosos, p ero sin v er


recon ocid o su esfuerzo; trabajand o en sus tierras a cam bio de un sala­
rio, p ero tratado con un paternalism o no exento de desdén, ocasional­
m ente d esp oseíd o de sus tierras o, al m enos, privado d el pleno uso y
disfrute de las mismas, atenazado p or deudas e hipotecas, se d ebatirá
en tre la ob ed ien cia y e l latente descontento. Este descontento, al qu e
dará rienda suelta T ersites en la asam blea de los aqueos, con los
resultados conocidos, que canalizará Hesiodo en cierto s p asajes de sus
Trabajos y Días y para los que b u scará una cierta sanción divina en su
Teogonia, está en la b a se de p ro ceso s históricos d e con secu en cias
d u rad eras para la historia d e G recia: p or un lado, el d esarrollo del
p ro ceso colonizador g rieg o ; p or otro y b en eficián d ose tam bién del
cam bio de las cond iciones que éste fav orecerá, el surgim iento de nue­
vas form as políticas que, a m odo de un gran laboratorio experim ental,
sacudirán a b u en á p arte de la H élade y que se hallan en la b a se de las
estructuras so ciales de las p o le is d e la ép o ca clásica. De en tre estos
experim entos, sin duda los más fructíferos y generalizados serán las
tiranías y las cod ificaciones de ley es. A estos dos aspectos me referiré,
com o corresp on d e, en e l capítulo d ed icad o al siglo VII a.C. ( véase 5.7;
5.8).

51
a Artesanos
Otro de los grupos que se dan cita en el mundo hom érico, en la
p o lis n aciente, es e l de los artesanos o dem iourgoi. Son ellos quien es,
trabajand o con sus m anos, dan forma a los m ateriales que la naturaleza
p resen ta en su asp ecto m ás sim ple posible: e l b arro , el co b re, el h ierro
e, incluso, las p alabras puesto que, no hem os d e olvidarlo, e l aedo no
e s más que un sim ple dem iurgo que sa b e dar form a a las p alabras p ara
prod ucir un h erm oso discurso, d el mismo m odo que el h errero , con su
martillo y con la ayuda del fuego sab rá sa ca r d el m ineral en bruto la
pieza más b ella q u e se pueda im aginar. En la propia O disea hallamos
nom brados a adivinos, m édicos, carp interos y aed os ( O d isea , XVII,
382-385). La posición d el artesano e s am bivalente; p or un lado, su
trabajo se a p re cia y es, incluso, im prescin d ible. Los p ro tecto res de los
dem iurgos son divinidades de p rim er o rd en com o Hefesto o com o
Atenea. P ero, p or otro lado, d ep en d en en todo de la b en ev o len cia de
sus patronos ocasionales puesto q u e e l d em iurgo es, casi p or defini"
ción, itinerante. Va d e lugar en lugar ofrecien d o sus artes a aquellos
que pu ed en recom p en sarle; recib id o s p o r los rey es, que les en carg an
aquellos o b jeto s q u e subrayan su p reem in en cia y recom p en sad os p o r
su destreza; p o se e d o re s d e esa cierta aura m ágica que en las so cied a­
d es prim itivas rod ea al que sab e tratar con esas m aterias prim as, toscas
y am orfas y e x tra e r de ellas su escondida b elleza, no tendrán, sin
em b argo, lugar en la estructura política que está surgiendo.
El dem iurgo, el extran jero, v en erad o y rev ere n ciad o en tanto qu e
n ecesario , será, sin em bargo, un h om b re sin ra íces que, adem ás, vivirá
de aquello que, com o com pensación p or su actividad, le dan los p o d e­
rosos, Su propio ca rá cter itinerante informa de la cierta p re caried ad en
que se d esen v u elv e la socied ad hom érica, puesto que una misma co­
munidad no p u ed e a b so rb e r toda la p rod ucción de uno o varios artesa­
nos que trab ajen sim ultáneam ente o, acaso, el propio abastecim iento
de m aterias prim as no es lo suficientem ente im portante com o p ara
garantizar una actividad continuada d el artesano. P or una u otra razón,
o p or am bas, el dem iurgo tendrá que trasladar su taller a aquellos
lu gares donde se den las condiciones n ecesa ria s para p o d e r d e sa rro ­
llar su trabajo.
Como apuntaba antes, en tre los artesanos tam bién p u ed e inclu irse a
los aedos, a los poetas itinerantes resp o n sab les de la transm isión du­
rante siglos de la tradición épica; en efecto, adem ás de su ca rá cte r
itinerante, de la estrech a relación que existe en tre é l y e l aristos al qu e
sirve y que le recom p ensa, trabaja con las p alabras, elaborando discur­
sos bellos. Como ejem p lo de la actividad d el aed o podem os traer aquí
la referen cia que en la O disea encontram os a propósito d el aed o De-
m ódoco, seg u ro autorretrato de alguno de los autores d el poem a:

52
«Al cantor siempre fiel, a Demódoco, honrado del pueblo, acercó de
la mano un heraldo y en medio sentólo del banquete apoyándolo en
alta columna; y Ulises, el fecundo en ingenios, cortando un pedazo de
lomo, pues quedaba aún mucho del cerdo de blancos colmillos, entre­
góle al heraldo aquel trozo bosante de grasa. "Lleva, heraldo —le
dijo—, esta carne a Demódoco y coma a placer: quiero honrarle
aunque esté yo afligido; de parte de cualquier ser humano que pise la
tierra, la honra y el respeto mayor los aedos merecen, que a ellos sus
cantares la Musa enseñó por amor de su raza.” Tal le dijo, tomóla el
heraldo, la puso en los dedos del egregio Demódoco y éste alegróse
en su alma.» (O d isea, VIII, 471-483; traducción de J,M, Pabón.)

No obstante, esta visión tradicional d el aríesano tam bién está en


p ro ce so de cam bio durante e l propio siglo VIII; e s cierto que los d e ­
m iurgos viajan y re c ib e n influencias muy variadas en sus d iferen tes
artes; aquéllas q u e han so brev ivid o al paso d el tiem po y qu e el arq u eó ­
logo ha podido recu p era r dan fe de lo abundantes que son las fuentes
de las que b e b e el artesano. Sin em b arg o, la aparición de estilos lo ca­
les, tanto en cerám ica (baste re co rd a r la cerám ica ática a la q u e hem os
aludido ya) com o en b ron cística (ya en el siglo VIII d escu ellan los
broncistas argivos o los eu boicos, p or no citar más), ob ra a su vez de
talleres que trabajan ininterrum pidam ente durante más de una g e n e ra ­
ción, indica a las claras q u e se ha ido produciendo un fenóm eno d e
sedentarización de los artesanos y, posiblem ente, una m ayor in teg ra­
ción en las estructuras d e la ciudad en form ación (véase 2.2.1).
Es p ro b a b le que dicho p ro ce so se haya visto favorecido, adem ás de
p or la propia consolidación d el sistem a de la polis, que determ ina una
dem anda cada vez m ás constante y regu lar dentro d e la misma y, en
algunos casos, la posibilid ad de exp o rtar al ex terio r p arte de la p ro ­
ducción, p or la aparición de una se rie d e nuevos clien tes que, tam bién
de forma regular, van a re q u e rir los serv icios d e estos profesionales.
Aparte de las n ecesid a d es (quizá no muy elevadas) de las instituciones
políticas y, naturalm ente, de las de los grupos más p od eroso s econ óm i­
cam ente, los santuarios políadas van a con v ertirse en clientes im portan­
tes de estos artesanos, b ien d irectam ente, b ien a través de todos aq u é­
llos que, p erson al o institucionalm ente, depositan en la casa de la divi­
nidad todo tipo de o b jeto s con fines cultuales pero, tam bién y en un
cierto sentido, económ icos, S o b re e l pap el de los santuarios v olv eré
más adelante (r e á s e 3.2.1).
El au ge de la actividad artesanal com o, en su momento, el de la
com ercial se va a v er favorecid o p or la continua afluencia de indivi­
duos que, abandonando e l cam po p o r no p o d er sop ortar las dificulta­
d es de todo tipo que en e l m ism o se le p resentan van acudiendo a los
cen tros urbanos, en los que irían siendo ab sorb id os en todo este con ­

53
junto de actividades que e l d esp eg u e económ ico d el momento está
favoreciend o,

■ Comerciantes
En relación íntima con ese d esp eg u e económ ico al que he aludido a
lo larg o de las páginas an teriores están tam bién los com erciantes. No
olvidem os que ya hacia el 800 a.C. se atestigua la p resen cia de relacio ­
n es co m erciales en tre E u bea y la reg ión co stera siria y que, d e poco
desp ués, data el establecim iento, tam bién euboico, en Pitecusa, cuya
com ponente com ercial p a re c e bastante im portante. Sin em bargo, el
reflejo que en los Poem as H om éricos ha tenido e s e tipo de com ercio no
p a re c e h a b e r sido muy intenso, al m enos p or lo que se refiere al
protagonizado por g rieg o s.
En efecto, el «gran com ercio internacional» (por utilizar alguna e x ­
presión) a p a rece, en la Odisea, en m anos, casi exclusivas, de fenicios o
sidonios, com o les llama Homero y, ciertam ente, la im agen que de ellos
da no es, en absoluto, positiva:

«... presentóse por aquella comarca un fenicio falaz e intrigante, un


taimado que ya había traído desgracias sin cuento a otros hombres.»
(Odisea, XIV, 288-290.)
«Llegaron un día por allí unos fenicios rapaces, famosos marinos con
su negro bajel, portadores de mil baratijas.» (Odisea, XV, 414-416;
traducción de J. M. Pabón.)

Pudiera p en sa rse que esta im agen negativa se d eb e, más que al


hecho de q u e se trata de com erciantes, a que los mismos son fenicios.
Sin em b argo, en otro p asaje de la O disea se ob serv a con claridad esta
valoración negativa, aplicada al propio U lises p or e l feacio Euríalo:

«No parece, extranjero, que seas varón entendido en los juegos que
suelen tenerse entre hombres; te creo uno de esos, más bien, que en
las naves de múltiples remos con frecuencia nos llegan al frente de
gentes que buscan la ganancia en el mar, bien atento a la carga y los
fletes y al goloso provecho: en verdad nada tienes de atleta.» (Odisea,
VIII, 159-164; traducción de J. M. Pabón.)

C iertam ente y al igual que ocu rre con los artesanos, los com ercian ­
tes resultan im p rescin d ib les p orq u e son q u ien es aportan aquellos artí­
culos que sirven p ara resaltar el auge de los aristoi a más de las
m aterias prim as que se han vuelto ya artículos de prim era n ecesidad.
Ello no obsta para que la m oral aristocrática re p ru e b e esa actividad,
dirigida hacia la ganancia (kerdos)\ es eso lo que le achaca Euríalo a
Ulises, su p reocu p ación p or la ganancia.

54
Como su ele se r habitual, la im agen que nos p resen ta Hesíodo p e r ­
mite matizar la visión hom érica; Hesíodo, q u ed e claro, tam poco ap ru e­
ba abiertam ente el com ercio y d esap ru eba la navegación. En ese senti­
do, aún p erm an ecen en é l resid uos de e s e id eal aristocrático que en
m uchos aspectos sigue com partiendo. Sin em b argo, más apegado a la
realidad, p u ed e en ten d er que se practiqu e tal actividad, aunque para
que la misma se a lícita d e b e ten d er no a la ganancia, sino a com ple­
m entar la propia econom ía dom éstica. Naturalmente, se b u sca una g a ­
nancia, aunque la misma sirve, m ás bien, com o m edio p ara evitar otros
m ales:

«Así mi padre y también tuyo, gran necio Perses, solía embarcarse en


naves necesitado del preciado sustento. Y un día llegó aquí tras un
largo viaje por el ponto abandonando la eolia Cime en una negra
nave. No huía del bienestar ni de la riqueza o la dicha, sino de la
funesta pobreza que Zeus da a los hombres.» (Hesíodo, Trabajos y
Días, 633-639.)
«Cuando volviendo tu voluble espíritu hacia el comercio, quieras li­
brarte de las deudas y de la ingrata hambre, te indicaré las medidas
del resonante mar aunque nada entendido soy en navegación y en
naves.» (Ibid., 646-650; traducción de A. Pérez Jiménez y A. Martínez
Díaz.)

Haÿ, adem ás de ésta, otra navegación que en lugar de una ganancia


adecu ada ya busca claram ente las riquezas ( chremata)\ Hesíodo d esa­
pru eb a p or com pleto este com ercio:

«Por primavera otra época para navegar se ofrece a los hombres ...
Yo no la apruebo, pues no es grata a mi corazón; hay que cogerla en
su momento y difícilmente se puede esquivar la desgracia. Pero ahora
también los hombres la practican por su falta de sentido común; pues
las riquezas (chrem ata) son la vida para los desgraciados mortales. Y
es terrible morir en medio del oleaje.» ( Trabajos y Días, 678-688;
traducción de A. Pérez Jiménez y A. Martínez Díaz.)

Como ha ob serv ad o Alfonso M ele (MELE: 1979) en un estudio funda­


m ental p o r muchos aspectos, este último tipo de com ercio e s denom i­
nado em porie, m ientras que aquél al que se refería el p asaje hom érico
citado y los otros"d os h esiod icos corresp on d en todavía a un tipo d e
co m ercio -prexis. Sin q u e re r en trar en detalle en el tema, podem os
d e cir que el segundo se caracteriza por h allarse vinculado d irecta­
m ente a la producción agrícola, e im plica tam bién el control d el b arco
p or p arte d el agricu ltor-com ercian te así com o un cierto nivel social,
próxim o o vinculado al aristocrático. El p rim er tipo, o emporte, se
caracterizaría p or su especialización e in d ep en d encia d el p ro ceso p ro ­

55
ductivo y p or la ya m encionada b úsqu ed a d e riquezas com o fin último y
no com o m edio, com o ocu rriría en el co m ercio -prexis.
Sin em b a rg o y aun a riesg o de con trad ecir a M ele, yo con sid ero
este esqu em a algo m ás com plejo, puesto que, en el texto de la O disea,
VIII, 159-164 antes transcrito y a p esar de que segú n el autor italiano
estem os ante un com ercio de tipo p re x is, yo c reo o b serv ar ya rasg os
que p a re ce n ind icar una actividad m ás profesionalizada, hasta e l punto
d e qu e aquí el q u e la p ractica no p u ed e se r aristos: e s lo que da a
en ten d er Euríalo cuando se n iega con sid erar atleta a Ulises. Algo p a re ­
cido d eb eríam o s p en sar con resp ecto a la am plia actividad com ercial
eu bo ica a la que m e refería en páginas an teriores; e s p osib le que, en
parte, podam os con sid erarla con M ele, com ercio -p re x is p ero, p or otro
lado, la gran extensión e im portancia de la misma, así com o las im plica­
ciones que lleg a a adquirir, h acen dudar un tanto d e esta im agen.
D esd e mi punto d e vista, las actividades ultram arinas de los eu boicos
no debían d e d iferen ciarse m ucho d e las que p racticab an los fenicios; y
éstos, com o es sabido, al m enos en la im agen helénica, eran los «co­
m erciantes p rofesionales». En mi opinión, cuando Euríalo d irige sus
ofensivas p alabras a Ulises b ien podía estar pensando en alguno d e
estos com erciantes que hacía ya largo tiem po unían con sus naves las
costas de G re cia con los m ás rem otos lu gares de O riente y de O ccid en ­
te.
Com o ocu rría con los artesanos, hay tam bién am bivalencia frente al
com erciante, si b ien éste nunca gozará d el a p recio social d el qu e
disfrutan algunos artesanos. A m pliam ente d esp reciad o , com o hem os
visto, por su afán d e riqueza, es tam bién im p rescin d ib le p orqu e es
quien h ace lleg a r los artículos valiosos que m arcan las d iferen cias
sociales; sin duda aquéllos de en tre los aristoi que se aventuran en el
m ar no p u ed en llev ar hasta sus oikoi todos los artículos que, con esta
finalidad, d esean atesorar; necesitan, pues, d el com erciante para com ­
plem entar su prop ia actividad.
P ero, p o r otro lado, este « d esp recio » e s tam bién relativo. Yo no
cre o que en las ciudades de Eubea, donde ciertam ente se hallaron
im plicados los aristoi en el com ercio durante largo tiem po, fuesen
válidas las o b serv a cio n es ya citadas de Euríalo; en C alcis y Eretria el
com ercio aristocrático, m ás o m enos contam inado p or e l ansia d e ri­
quezas, podía seg u ir siendo com patible con e l resto de las actividades
que caracterizab an a los nobles. P ero com o no todas las ciudades
g rie g a s eran com o las euboicas, d eterm inadas p ecu liarid ad es de éstas
tal vez no eran com prendidas y ha sido esta visión la que más p eso ha
tenido. En efecto, no e s ejem p lo de vinculación al m ar un Hesíodo que
confiesa no h a b e rse em b arcad o m ás que una vez y, naturalmente, com o
p asajero p ara atrav esar el estrech o brazo de m ar que sep ara Aulide d e

56
Eubea. P ersonas com o Hesiodo, o p erso n a jes com o el Feacio Euríalo
contribuirían a c re a r la m ala im agen d el com erciante arcaico.
Siguiendo con el otro elem ento de la ya m encionada am bivalencia,
es e l com erciante el que h ace lleg a r a las m anos d e los aristoi los
productos que ellos dem andan; las p ru eb as no hay que b u scarlas muy
lejos. En los santuarios y en las tum bas ricas de las ciudades g rieg as
han aparecid o o b jeto s en b ro n ce, plata, hueso, marfil, fayenza, etc.,
cuyo orig en hay que b u sca r en Siria, en Egipto, en Urartu, en Anatolia
... y que si b ien pu ed en h a b e r sido transportados por com erciantes
fenicios, no es im p robab le que puedan h aberlo sido por g rieg o s, e s p e ­
cialm ente en aquellos casos en los que una divinidad políada p ro teg e a
sus com erciantes en la navegación y estoy pensando ahora en e l H ereo
de Samos, cuyo p rim er recinto sacro monumental (el p rim er hecatom-
p e d o n ) su rge hacia el 700 a.C. (frente a opiniones que rem ontaban el
mismo al 800) p ero en el que los objetos exóticos, ya durante el siglo
VIII p a re ce n h a b e r sido aportados en buena m edida p or los propios
navegantes sam ios en agrad ecim ien to a la diosa por su feliz y p ro v e­
choso retorno. Del mismo modo, en cen tros com o las ciudades euboi-
cas, o com o la Atenas del siglo VIII, los resp on sab les d e la llegada d e
productos exóticos d eb en d e h a b e r sido los m ismos individuos a q u ie­
nes hem os visto estab lecien d o factorías en la lejana costa siria (véase
2 .2 .2).
Por si todo eso fuera poco, en los propios Poem as H om éricos halla­
mos claras referen cia s a estos productos que llegan m erced al co m er­
cio, tales com o o b jeto s en oro y b ro n ce, joyas, vasijas de plata, artículos
en h ierro y c o b re , p or no m encionar el vino, las p ieles o los tejidos. El
siguiente p asaje resultará significativo:

«Se habían presentado allí naves en gran número, procedentes de


Lemnos, portando vino que había enviado el Jasónida Euneo... Allí,
pues, se procuraron el vino los aqueos que llevan melena en su
cabeza, unos por bronce, otros por hierro de color de fuego, otros
por pieles de buey, otros por los propios bueyes y otros por escla­
vos.» (Ilíada, VII, 465-475; traducción de C. Rodríguez Alonso.)

El com ercio, pues, se configura, por. varios motivos, com o actividad


cad a vez m ás im portante; al tiem po, el pap el d el com erciante aumenta,
aun cuando no siem p re paralelam ente a su im portancia política. Por
otro lado, hem os de p ro cu rar alejarn os d e los p reju icios «m odernistas»
segú n los cuales los com ercian tes pronto alcanzarían altísimos niveles
so ciales llegando a s e r una e s p e c ie de «burgu esía m ercantil». Lo cierto
es que la p re ca ried a d de los m edios d e navegación, los g ran d es gastos
inh eren tes a la em p resa en cuestión, las gran d es distancias a re c o rre r,
etc., harían que los b en eficio s tam poco fuesen excesiv am en te elevados.

57
En este sentido, estoy totalm ente de acu erd o con M ele cuando afirma
que una d iferen cia clara en tre el com ercio aristocrático, de tipo p re x is
y el profesional (em p o rie) rad ica en el m ayor nivel económ ico y social
de los que p ractican el prim ero frente a los que h acen lo propio con el
segundo. Por último, añadir que junto con el d esd én con que el mundo
g rieg o trataba al com erciante, convivía la idea de que si la em p resa
com ercial, a p esa r de sus riesgos, tenía éxito, perm itía un rápido en ri­
quecim iento a aquél.

— Los grupos dependientes

Si hay alg o en lo que coincid en casi todos los autores e s en la


dificultad de definir la situación y e l status de los grupos d ep end ien tes
durante el p eríod o que estam os estudiando; la causa principal es qu e
los datos de que podem os servirn os son, prácticam ente, los p ro ce d e n ­
tes de los Poem as H om éricos; el que en los m ism os no aparezca ningún
térm ino relacion ad o con la denom inación habitual de los esclavos en
siglos p o ste rio res (doulos) no d e b e ocultar la existencia de individuos
cuya situación d e d ep en d en cia y de ausencia d e libertad les d iferen cia
del resto de los su jetos que com ponen la so cied ad d el alto arcaísm o.
V arios son los térm inos que los Poem as H om éricos em plean p ara
design ar a los serv id ores: dmos, drester, am phipolos, etc. Los cam pos
sem ánticos de cada uno de ellos son d iferen tes y suelen h acer re fe re n ­
cia a que son los que realizan los trabajos, o se relacionan con la
actividad de la casa y así sucesivam ente. Garlan (GARLAN: 1984) o b ­
serv a cóm o en la Ilíada es más frecu en te hallar eje cu cio n e s de los
v aron es v en cid os en el cam po d e batalla, pasando las m u jeres a la
condición esclava y con suerte alterna p ara los hijos (hecho que se
rep etirá con frecu en cia en ép o cas p o steriores) y cóm o, sin em bargo,
en la Odisea se su elen hallar más casos de esclavo s varones, aunque
em plead os so b re todo en las tareas de la gan ad ería m ás que en las
agrícolas o dom ésticas. En aquéllas predom inan los lib res asalariados o
thetes y en éstas, las esclavas. A parte de la g u erra, una im portante
fuente aprovisionadora d e esclavos es el rapto, ante todo, de m u jeres y
niños y su venta en ultram ar, Son so b re todo los rea les fenicios y los
míticos taños los p rin cip ales resp o n sab les de esta actividad. Por este
procedim iento lleg an a la propied ad de Ulises individuos com o el
porqu erizo Eum eo y tal vez la propia aya E uriclea.
Fuera d el am biente b élico que d e sc rib e la Ilíada , la O disea m uestra
e l tipo d e trato habitual que re c ib e n los esclavos en las resid en cias y en
los cam pos d e los nobles; ciertam ente, a p rim era vista, el mismo p a re ­
c e in m ejorable; podem os juzgarlo, p or ejem p lo, a partir de estos dos
pasajes, el p rim ero referid o a E uriclea y el segundo a Eumeo:

58
«Al igual de su esposa la honró [Laertes] en el palacio, mas nunca con
la esclava se unió por temor a las iras de aquélla. Iba, pues, allí dando
a Telémaco luz; le quería cual ninguna otra sierva y habíalo tenido en
su guarda siendo niño.» (O disea, I, 432-436.)
«Me crió [Laertes] con la noble Timena de peplo ondulante, la menor
de sus hijas. Igual me cuidaba que a ella y eran poco inferiores mi
estima y mi honra.» (O disea, XV, 363-365; traducción de J.M. Pabón.)

Hay que gu ard arse, sin em b argo, de d eja rse en gañ ar por este p a­
noram a; lo cierto e s que estos serv id o res han llegado a esa situación a
causa de la g u erra o de la venta; su destino e s el q u e sus amos les
im ponen y, si b ien p u ed e h a b e r un trato en cierto modo familiar,
relacion es afectivas intensas e, incluso, v erd ad ero cariño, cualquier
desliz o infidelidad p u ed e conducir a la m uerte más afrentosa, cru el y
ejem p lificad ora a quien no ten ga p resen te la realidad d e su situación.
Quien m ejo r perm ite v e r esto es la d esleal Melanto, al frente de las
esclavas infieles.

«Penélope habíala criado [a Melanto] como a hija en su hogar, le


colmó los caprichos, mas ella para nada cuídabase ya de la reina y sus
duelos; con Eurímaco amores tenía, con él se ayuntaba.» (O disea,
XVIII, 322-325; traducción de J, M. Pabón.)

Tras la m uerte de los p reten d ien tes de Penélope, Telém aco da


m uerte a las esclavas que habían m antenido relacion es con ellos, p ero
en lugar de h acerlo con la esp ad a p re fiere la h orca com o p roced im ien ­
to innoble:

«“No daré yo, en verdad, muerte noble de espada a estas siervas que
a mí madre y a mí nos tenían abrumados de oprobios y pasaban sus
noches al lado de aquellos pretendientes.” Tal diciendo, prendió de
elevada columna un gran cable de bajel, rodeó el otro extremo a la
cima del horno y estirólo hacía arriba evitando que alguna apoyase
sobre tierra los pies... y un nudo constriñó cada cuello hasta darles el
fin más penoso tras un breve y convulso agitar de sus pies en el aire.»
(O disea, XXII, 462-473; traducción de J, M. Pabón.)

Con estos castigos eje m p la res q ued aba claro, p o r un lado, el d e r e ­


cho de vida y m uerte que e l amo tenía so b re sus esclavos y, por otro
lado, que éstos eran una pro p ied ad más de su amo y que cualquier
acción que realizasen más allá de lo que se les había encom endado
encontraría su pronto castigo.

59
La esclavitud, pues, a lo largo d el siglo VIII, se ha ido afianzando
com o fenóm eno im portante en los o ik o i de los aristoi ; reserv ad o s a
tareas d om ésticas y, quizá en m enor m edida, a tareas realm ente p ro ­
ductivas, eran, ante todo, un sím bolo más d el auge social y económ ico
de e s e restrin gid o círculo d irigen te, resp o n sa b le último d el p ro ce so
que d esem b o ca en lo que conocem os p o r polis.

60
La configuración
de la polis

3.1. Introducción. Rasgos generales de la polis arcaica

Hasta ahora hem os estado viendo, en forma analítica, los distintos


elem entos sociales que, com o d ecíam os anteriorm ente, en cierto modo
p re ex isten p ero al tiem po contribuyen a dar forma al fenóm eno que
conocem os com o polis. Es ya tiem po, pues, de en trar d e lleno en el
pro blem a crucial, cual e s e l de la configuración d e esta estructura. Para
ir avanzando poco a poco en este espinoso tema, he preferid o, igual­
m ente, una aproxim ación analítica, consistente en ir poniendo de mani­
fiesto algunos d e los aspectos q u e caracterizan dicho p ro ceso , no sin
antes realizar algunas o b serv a cio n es que juzgo d e interés, em pezando
con la propia definición que da Duthoy (DUTHOY: 1986, 5) de la p o lis
en cuanto que fenóm eno socio-político ( véase 2.3):

«La p olis es una comunidad “micro-dimensional", jurídicamente sobe­


rana y autónoma, de carácter agrario, dotada de un lugar central que
le sirve de centro político, social, administrativo y religioso y que es
también, frecuentemente, su única aglomeración.»

Asumida esta definición, ello nos evita el intentar tan siqu iera «tra­
ducir» (y «traicionar») el térm ino p o lis a nuestra lengua. Veam os, pues,
a continuación, algunos de los rasg os previos que d ebem os ten er p re ­
sentes para en ten d er lo q u e la p o lis g rie g a implica.

61
En p rim er lugar, hay que d ecir que la p o lis rep resen ta, en un cierto
sentido, un equ ilibrio. Equilibrio, sin d u d a: in estable en m uchos casos
p ero eq u ilibrio al fin, aun cuando sólo sea p orq u e en ocasion es e n ca r­
ne el único punto d e acuerd o en tre grupos enfrentados. Por ello mis­
mo, la p o lis n ecesita, ante todo en los m om entos en que la misma está
surgiendo, una se rie de «puntos de anclaje» que la estabilicen.
En segundo lugar, la p o lis rep resen ta una form a de vida, con todo lo
que ello im plica tanto d esd e el punto de vista m aterial (d esd e e l propio
em plazam iento de la misma, con todas sus n ecesid ad es logísticas, inclu­
yendo el fundamental aspecto del abastecim iento) cuanto d esd e el
id eológ ico, A esa forma de vida, por end e, p a re c e h a b e rse llegado
acaso más por reflexión que por azar. Sin q u e re r n e g a r su im portancia
a los p eríod o s p rev io s al siglo VIIÍ en la historia de G recia, que en una
p ersp ectiv a teleo ló g ica p a recen estar p rep aran d o el camino hacia la
p o lis hay en su crea ció n una buena p arte de intencionalidad. Por ello
mismo he hablado de un equilibrio, puesto que, al admitir tal idea de
intencionalidad hem os de dar justa cuenta d e los in tereses enfrentados
que son puestos en ju e g o y que son com binados para dar lugar a esta
novedosa form a política.
En te rc e r lugar, la po lis introduce en la Historia una con cep ción
absolutam ente nueva: la posibilidad para una se rie de individuos de
dotarse de sus propios instrum entos de g o b iern o y de organización a
todos los n iveles, prescin d ien d o de la referen cia al ámbito sobrehum a­
no, lo que con v ierte a la p o lis en la única ex p e rien cia de este tipo
conocida hasta e s e momento en todos los ám bitos que d irecta o rem ota­
m ente se asom an al M ed iterráneo; de hecho, el p o d er se hallaba en los
ciudadanos, en todos, en muchos o en pocos, p e ro en cualquier caso
sie m p re en un conjunto m ás o m enos am plio de ciudadanos. Sólo en
casos ex cep cio n a les (tiranías) era uno solo quien e je rc ía el poder. En
ello influye, naturalm ente, toda una se rie de p re ce d en te s históricos,
que no es lugar éste para analizar, p ero, al tiempo, un conjunto d e
nuevos planteam ientos, en gran m edida originales, que, construyendo
so b re e se trasfondo, dan su propia personalidad a este «experim ento»
que, en sus fases iniciales, supone la p o lis g rieg a.
D iré aquí, casi com o un inciso que, aun adm itiendo que quizá son
más im portantes los elem entos d e continuidad que los rupturistas en el
períod o com prendido en tre el final del mundo m icénico y la ép o ca
arcaica (MORRIS, en City and Country in the A ncient W orld: 1991), no
p a re ce factible asignar la existencia de p o le is a mom entos an teriores al
siglo VIII y, por consiguiente, con mucho m enos motivo a la Edad d el
Bronce, com o ha sido propuesto recien tem en te (por ejem plo, VAN
EFFENTERRE: 1985, correctam en te contestado por MUSTI: 1989, 74-80).
T ras estas ob serv acio n es podem os tratar de analizar los principales

62
factores que identifican a la p o lis arcaica antes de en trar en algunos de
los aspectos que caracterizan su form ación.
La p o lis p u ed e se r consid erad a, ante todo, com o una estructura que
su rge al servicio de unos in tereses determ inados. Esos in tereses son,
en su m ayor parte, de tipo económ ico y los b en eficiarios d irecto s son
los aristoi , si b ien y en el transcurso de pocas g en eracio n es, otros
grupos sociales pu ed en con seg u ir b en eficio s p are jo s y, en algunos
casos, su p eriores. Podem os añadir que la p o lis im plica la existencia d e
un centro en el que resid en los órgan os de g o b iern o y, ante todo, el
santuario de la divinidad tutelar; igualm ente, que la misma n ecesita un
territorio (chora) d el que ex tra er los m edios de vida, principalm ente
agrícolas; ello se traduce en la estrech a vinculación que h abrá d e
existir entre el territorio, m ediante cuya unificación política su rge la
p o lis , y esta misma, cuya b a se de subsistencia se encuentra en el
propio territorio.
Adem ás, habría que ind icar que e s n ecesario un ordenam iento ju rí­
dico, unas le y es o norm as, no escritas en un p rim er momento y sólo
conocidas y aplicadas p or los aristoi, producto más de la costum bre
que de una reflexión abstracta, p ero so b re las cuales se ordena la
convivencia de quienes viven en esa polis. Efectivam ente, todos estos
elem entos son n ecesa rio s para que podam os con sid erar que existe un
estado, según el m odelo g rieg o .
A ppsar de ello, no obstante, los propios g rieg o s si b ien con sid era­
ban todos esos elem entos com o im portantes, no los veían com o funda­
m entales o im prescind ibles; algo qu e sí lo era, sin em bargo, eran los
ciudadanos:
«Pues una ciudad consiste en sus hombres y no en unas murallas ni
unas naves sm hombres.» (Tucídides, VII, 77, 7; traducción de F. R.
Adrados.)

Aunque pueda p a re c e r una cierta tautología, la p o lis su rge cuando


su rge la id ea d el polites o ciudadano, es d ecir, cuando un conjunto d e
individuos se consid eran relacion ad os en tre sí p or un vínculo común,
ajen o a ellos, p ero que al tiem po les define com o m iem bros de un
mismo círculo. E se vínculo no es ya estrictam ente familiar ni comunal
sino, p recisam en te, «político» (y, en cierta m edida, religioso y cultual);
Lévy (LEVY: 1985),-en un estudio recien te so b re los térm inos astos y
polites, ha señalado e l matiz político que im plica el em pleo de este
segundo térm ino según se va saliendo de la so cied ad aristocrática.
Para plasm ar e s e lazo q u e les ata, los p o li tai necesitan de una se rie
de puntos de referen cia, m ateriales e id eológ icos, que sancionen esa
relación p or encim a de cu alesq u iera otras que puedan h ab er poseído
originariam ente. Es por ello mismo por lo que he hablado anterior-

63
m ente de un equ ilibrio; en efecto, la p o lis e s un equilibrio p orqu e los
ciudadanos, los politai d eb en sacrificar algo d e su propia libertad en
b en eficio d e un fin común; aceptando una form a de g ob ierno, unas
norm as, un m arco territorial, p osib lem en te renuncian a una se rie d e
asp iracio n es p erson ales; e s en este equ ilibrio en tre lo comunitario y lo
individual donde halla su exp licación la polis.
Un p a sa je d e Plutarco, referid o al sinecism o de Atenas por ob ra d e
T eseo , ex p lica b ien el p ro ceso, aun cuando hem os d e aislar, p or un
lado, el ca rá cter «personalista» d el p ro ceso , rep resen tad o por T eseo y
el ca rá cter «d em ocrático» del mismo, d ebid o a la propagan da p oste­
rior:

«Después de la muerte de Egeo, se propuso [Teseo] una ingente y


admirable empresa: reunió a los habitantes del Atica en una sola
ciudad y proclamó un solo pueblo de un solo Estado, mientras que
antes estaban dispersos y era difícil reunir los para el bien común de
todos e, incluso, a veces tenían diferencias y guerras entre ellos.
Yendo, por tanto, en su busca, trataba de persuadirlos por pueblos y
familias; y los particulares y pobres acogieron al punto su llamamien­
to, mientras que a los poderosos, con su propuesta de Estado sin rey y
una democracia que dispondría de él solamente como caudillo en la
guerra y guardián de las leyes, en tanto que en las demás competen­
cias proporcionaría a todos una participación igualitaria, a unos estas
razones los convencieron y a otros, temerosos de su poder, que ya
era grande y de su decisión, les parecía preferible aceptarlas por la
persuasión mejor que por la fuerza.» (Plutarco, Vit. Thes., 24, 1-2;
traducción de A. Pérez Jiménez.)

Por lo qu e sabem os d el p ro ce so de form ación de la p o lis en otros


sitios, com o p u ed e se r Corinto, la población que afluye a lo que en su
momento se rá el cen tro urbano, en torno al tem plo de Apolo, p ro ce d e
del resto d el territorio, d e la Corintia, lo que d e b e d e estar im plicando
la actuación de un grupo, llam ém osle «gobierno», que fomenta y favo­
re c e esa concentración, en este caso los Baquíadas. Las fuentes señalan
para Corinto, ciertam en te, una unificación política bastante antigua y
hacia m ediados d el siglo VIII era capaz d e an exionarse definitivam ente
dos distritos de la v ecin a M égara: persuasión y fuerza igualm ente,
com o en el ejem p lo recién citado d el ateniense T eseo. No obstante, y a
p esar de esa unidad política tem pranam ente alcanzada, Corinto com o
ciudad no ha su rgid o realm ente hasta un momento bastante posterior;
lo im portante en Corinto, com o se veía antes, eran más sus ciudadanos
(politai) y su estru ctu ra política (politeia) que sus m uros (inexistentes) o
sus casas, aún no unidas para form ar un único centro urbano; estos
ciudadanos, que podían e sta b le c e rse en cualquier lugar de la Corintia

64
y que podían em p ren d er em p resas com unes son los q u e definen a la
primitiva polis corintia pre-cipsélída. Para resum irlo, d iré con Y. Barel
(BÄREL: 1989, 29) que

«la nueva dudad griega e§ un fenómeno social, politico y religioso


an tai de ser un fenómeno físico.»

Naturalmente, y retom ando el hilo, esa id ea misma d el «ciudadano»


im plica la d el «no ciudadano», Es éste otro dato que d e b e valorarse. No
todos los habitantes de un territorio determ inado van a se r co n sid era­
dos sujetos de d erech o s y d e b e re s ai mismo nivel q u e aquéllos que se
convierten en p olita i ; en las ciu d ad es que em pezam os a co n o cer m ejo r
a partir d el siglo VII podem os hallar grupos en tero s de población que,
recibien d o distintos n om bres, no han sido in tegrados dentro d el cu e r­
po ciudadano, Ya sean esclavo s (una «servid um bre com unitaria» como
la denom ina Garlan [GARLAN; 1984]), com o los hilotas espartanos, o
libres, com o los p e rie c o s espartanos o los m etecos atenienses, no g o ­
zan de d erech o s políticos, Y es evid ente que, en m uchos casos, estos
grupos han quedado m arginados en el mismo momento en e l que la
p o lis está surgiendo.
Qué factores pu ed en h a b e r determ inado la exclu sión d e la ciudada­
nía de grupos de población enteros, e s algo aún no suficientem ente
esclarecid o y, sin em b argo, d e b e d e h a b er sido un fenóm eno bastante
más común de lo que habitualm ente se c re e . Pueden h ab e r influido
factores económ icos, sociales, religiosos incluso, p ero todos ellos han
tenido una evid ente traducción política; ellos no van a contar p ara la
p o lis más que com o individuos sujetos a obligacion es, principalm ente
de tipo fiscal y, en ocasiones, m ilitares. P ero esto no h ace sino reca lca r
un hecho que no d eb e p e rd e rse de vista nunca: d esd e su inicio, la p o lis
es restrictiva; se configura com o un conjunto de p erson as que p artici­
pan de un «centro» común y en cuyas d ecision es todos participan
(naturalm ente, de acuerd o con la «calidad» de cada uno). P ero junto a
este dato negativo, este rasgo de la p o lis tam bién tiene un lado positivo:
la exclusión de toda una se rie de individuos va a alim entar la idea de la
igualdad o sem ejanza en tre todos aquéllos que sí forman parte plena­
m ente d el estado; la lucha por lo g rar la sanción oficial de e s e hecho
p or parte de aquellos ciudadanos que no participan d el poder, fav ore­
cida por otro conjúnto de factores (la recu rren cia hesiód ica a la Dike, la
participación en el ejé rcito hoplítico, el ejem p lo del mundo colonial,
etc.) caracterizará a un am plio p eríod o d e la historia g rieg a, a partir
so b re todo d el siglo VII a.C.
A costum brados com o estam os, d esd e tiem po inm em orial, a dispo­
n er de estados que, al m enos d esd e el Renacim iento (si no antes) nos

65
han venido dados y que se han erig id o, a p esa r de lo que se proclam a,
en un fin último, quizá resulte difícil en ten d er la v erd ad era «revolu­
ción» q u e el surgim iento de la p o lis supuso en la Historia. No m e
a trev eré a afirm ar que la p o lis surgió de la nada, puesto que no sería
del todo cierto, p e ro sí d iré que las form as de g ob ierno, por llam arlas
d e alguna m anera, existentes durante los Siglos O bscu ros no im plica­
ban más que un laxo control de un cierto territorio, sin una definición
clara de objetivos, sin una con cien cia clara de solidaridad territorial,
etc. El tránsito a la p o lis im plicó edificar, so b re esta b ase ciertam ente
en d eb le, el nuevo edificio, Para ello, obviam ente, fue n ecesario cons­
truir cim ientos, A los mismos d ed ica ré las próxim as páginas.

3.2. Tendencias centrífugas y tendencias centrípetas

Es evid en te que la unificación política, p ero tam bién jurídica, terri­


torial, económ ica, etc., de los individuos que vivían en un esp acio
determ inado im plica un im portante m ovimiento centrípeto; el em pezar
a con sid erar com o «conciudadanos» a individuos con los cuales, p r e ­
viam ente, no se había tenido apenas nada en común; en solidarizarse
con sus n ecesid a d es, siqu iera defensivas, e l ir recon o cien d o paulatina­
m ente que son m ás los factores que unen que los que separan es un
logro indiscutible. El mismo se p e r c ib e m ás claram ente si pensam os
que durante los Siglos O bscu ros las relacion es en tre los habitantes d e
una misma región , de p ro d u cirse, pueden estar teñidas de un claro
com ponente b élico . El ir renunciando a con sid erar enem igo potencial
al vecino próxim o y, por el contrario, lleg a r a re co n o ce rle com o partí­
cip e de unos m ism os in tereses es un paso im portante en el p ro ce so de
constitución de la p olis, La integración de lo individual en el ám bito d e
lo comunal es tam bién una etapa trascend ental en este camino.
Sin em b arg o, no todo el p ro ce so es lineal; en ocasion es la in tegra­
ción en esa unidad en form ación se p ro d u ce en detrim ento de d eterm i­
nados in tereses particu lares; en un p rim er m om ento tiende a fav o recer
más a unos qu e a otros al privar o red u cir el p o d er de aquéllos que en
sus estructuras fam iliares y aldeanas, m arcadam ente autárquicas, que
caracterizarían buena parte de la situación en los Siglos O bscuros, se
ven en la obligación de reco n o ce r la autoridad de un grupo de basileis
de los que no todos los aristoi form arían parte. Fu era del ám bito de los
aristoi, otros grupos sociales, esp ecialm ente el cam pesinado pu ed en
sentir que la concentración de p od er en una se rie de manos, limitadas
y restringid as, p u ed e em p eorar su situación, tanto d esd e el punto de
vista económ ico cuanto, inm ediatam ente, d esd e el jurídico.
Com o se verá, la form ación de la po lis significa la elecció n de un

66
lugar d esd e el que dirigir el conjunto de los territorios in tegrados en la
misma y en el cual se u bicarán las rudim entarias instituciones políticas
y religiosas iniciales. Será este lugar el que recib a la m ayor parte de
los recu rso s de que dispone la comunidad, a fin de dotarle de toda una
se rie de equipam ientos que le perm itan cum plir su función; al tiempo,
centralizará la m ayor p arte de los recu rsos g en erad o s con vistas a su
reparto y red istribución (Véase 3.2.1).
Por ello mismo, si b ien en la teoría se tratará de evitar, en la práctica
se producirá un d esequ ilib rio en tre el centro urbano (llam ém osle asty )
y el territorio (chora), así com o entre aquél y todas aquellas antiguas
«aldeas», esp ecialm ente las m ás im portantes, que hubieran podido as­
pirar, en m uchos casos con los mismos o con más títulos, a con v ertirse
en los centros de d ecisión política, com o m uestra, a las claras, la si­
guiente versión de Tucídides del sinecism o de Atenas, algo distinta de
la de Plutarco, que veíam os páginas atrás (y éase 3.1):

«... pues desde Cécrope y los demás reyes hasta Teseo, la población
del Atica estuvo siempre repartida en ciudades (p oleis) con sus Prita-
neos y magistrados... Mas cuando Teseo subió al trono, .... además de
organizar en otros conceptos el territorio, eliminó los Consejos y las
magistraturas de las demás ciudades y las unificó con la ciudad actual,
designando un solo Consejo y un solo Pritaneo; y obligó a todas las
poblaciones a que, aun continuando cada una habitando su propio
territorio como antes, tuvieran a la sola Atenas por capital.» (Tucídi­
des, II, 15; traducción de F, R. Adrados.)

Todos estos factores contribuirán, pues, a la creació n de tendencias


que podríam os calificar de centrífugas y con las que tam bién hay que
contar a la hora de exp licar el p ro ce so de form ación de la polis.

3.2.1. Los ejes sobre los que se conforma la polis

En los siguientes subapartados analizaré, por consiguiente, algunos


de los «anclajes», m ateriales y sim bólicos, so b re los que se configura la
p o lis ; el éxito de la polis, digám oslo ya, rad ica en la su peración con s­
tante de las tend encias centrífugas, en b en eficio de las centrípetas. No
en todas sus épocas se lleva a cab o de la misma m anera y no siem p re el
éxito acom paña a todas y cada una de las p o le is en la consecu ción de
un equ ilibrio en tre am bos polos. Naturalmente, no son éstos los únicos
principios so b re los que se articula la p o lis g rie g a aunque por el
mom ento me re feriré fundam entalm ente a ellos.

67
— Lugares comunes y centrales
D iversos tratadistas han puesto d e manifiesto cóm o una de las c a ra c ­
terísticas d el sistem a de la p o lis g rieg a , frente a otros sistem as, e s p e ­
cialm ente los orientales, fue la publicidad de las d ecisiones. Esta publi­
cidad venía dada, tal y com o se apuntaba anteriorm ente, p or la n e ce sa ­
ria p resen tación de las propuestas elab orad as p o r el basileus y su
co n sejo ante el demos, reunido en asam blea al efecto. Es cierto, com o
tam bién se veía, q u e en estas p rim eras asam bleas la capacidad d e
discusión de los m iem bros no n ob les d e la misma estaba seriam en te
coartada; sin em b argo, es ya un dato im portante que los gob ern an tes
se vean en la obligación de contar con e l apoyo form al de los g o b ern a ­
dos lo que h ace, p or ello mismo, q u e la publicidad sea un factor valioso
(Véase 2.3.2).
Dentro d el restringid o con sejo nobiliario, por otro lado, e l d eb ate
d e los asuntos e s fundamental; el basileus, com o habíam os visto, d e b e
reso lv er lo que corresp on d a d esp u és d e h a b e r escu chado y tomado en
con sid eración las opiniones de su con sejo, d e aquéllos que, con el
nom bre g en é ric o d e ba sileis participan, en cuanto colectivo, de la
misma realeza o basileia que e l propio basileus. Son e l d eb ate y la
discusión los que están tam bién en el orig en de la polis', p alabras com o
sinecism o o koinonia destacan, claram ente, esta voluntad d e in tegra­
ción con seg uid a m ediante el d eb ate. Un d eb a te político implica, en el
mundo g rieg o , situar los tem as «en el centro», e s d ecir, en aquel lugar
que equidista de todos los que se sitúan en torno a la cuestión a tratar.
Los ba sileis colocan sus asuntos «en el centro», los d eb aten y llegan a
una resolución; acto seguido, vuelven a p resen tarla, nuevam ente, ante
el dem os reunido, que se en ca rg a rá d e d ar su asentim iento. Poco
im porta que la Ilíada nos d escrib a a los o rad o res inoportunos con los
som bríos tintes de T ersites y nos indique su castigo, tenido p or eje m ­
plar p or el resto de sus iguales; poco a poco, las asam bleas se irían
ab rien d o al v erd a d ero d eb ate y discusión de los p roblem as. Es enton­
ces cuando se prod uciría la situación que d e sc rib e V ernant (VER­
NANT: 1983, 198) (véase 2.3.2):

«El m eson, el centro, define por lo tanto, en oposición a lo que es


privado, particular, el dominio de lo común, de lo público, el xynon.
Por diferentes que sean —por la vivienda, la familia, la riqueza—, los
ciudadanos o más bien las casas que componen una ciudad constitu­
yen por su participación común en este centro único, una koinonia o
xynonie política.»

Es, pues, en torno a un centro, sim bólica y m aterialm ente en el


m edio mismo de la ciudad, donde su rg e realm ente la polis. Este centro

68
es lo que los g rieg o s llaman agora que, antes d e p asar a denotar un
sim ple lugar de m ercad o, era el nom bre que re cib ía la asam blea y el
lugar donde la m isma se cele b ra b a . Este es, pues, uno de los lu gares
cen trales que p erm ite la constitución de la polis.
En las ciudades que su rgieron en la costa m inorasiática con motivo
de las m igracion es que se su ced ieron d esp ués d el colapso d el mundo
m icénico, com o o cu rre con una d e la m ejor conocidas d e ellas en esta
época, la Antigua Esm irna, junto con una aparatosa m uralla y un tem ­
plo, e s p osible que ya ex istiera un lugar destinado a reuniones públicas
durante el siglo VIII; p a re c e existir, al m enos, en la nueva ciudad qu e
su rge hacia el 700 a.C ,, En las ciudades que en la segunda mitad del
siglo VIII están siendo fundadas p o r doquier, im propiam ente llamadas
colonias, se reserv a un esp acio con esta finalidad, com o p u ed e a p re ­
ciarse en M égara H iblea (Figura 4). En las v iejas ciudades d el continen­
te, poco a poco se van d esp ejan d o lugares, previam ente ocupados por
habitaciones o p or tumbas, indicios de un hábitat d isp erso y no unitario,

Figura 4. El ag ora de Mégara Hiblea,

69
a fin d e d ed icarlos a uso público. Esto ocu rre, por ejem plo, en Corinto
y en Atenas.
Por si fuera poco, en la propia Odisea encontram os la p rim era
referen cia a un agora, en la (quizá no tan) im aginaria Esqueria, la
ciudad de los feacios; transcribam os el p asaje porqu e, adem ás, nos
sirve para introducir el otro elem ento im portante dentro de estos «lu­
g ares com unes y centrales»:

«Posidón tiene allá un bello templo y en torno se extiende la gran


agora con suelo de lajas hundidas en tierra,» (O disea, VI, 266-267;
traducción de J. M. Pabón.)

Así pues, el agora, m arco de referen cia civil; allí tienen lugar las
d elib era cio n es y allí se prod uce la com unicación, más o m enos fluida,
en tre g ob ern an tes y gob ern ad os, colocad os, todos ellos, en pie d e
igualdad con relación al «punto central», sim bólico y m aterial, que la
misma rep resen ta. No es, sin em b arg o, el único; e l texto hom érico que
acabo de acotar m enciona otro: el tem plo o el santuario de la divinidad
tutelar a la que acostum bram os a llam ar «políada», esto es, guardiana
de la polis.
La reap arició n de edificios destinados exclusivam ente a fines re li­
giosos, algo a c e rc a de lo cual hay poco d ebate, tiene lugar a lo largo
del siglo VIII, puesto que no son muy num erosos los testim onios de la
existencia d e los mismos antes de ese m omento. Al igual que el agora,
el templo tiene un ca rá cter cen tral pues, de algún modo, am bos fenó­
m enos se hallan relacionados; conocem os las plantas de estos p rim eros
tem plos d el siglo VIII a través de la arqu eología, que ha m ostrado el
neto predom inio d e la estructura absidada; algunos m odelos en terra­
cota, p ro ce d en te s de los tem plos de Hera en P erach ora y en A rgos,
respectivam en te, nos dan una id ea del alzado d e estas prim itivas con s­
truccion es (Figura 5) que, a partir de los m om entos finales d el siglo
con ocerán una am plia m onum entalización y el em pleo generalizado d e
la planta que d ev en d rá canónica, la rectangular.
T rascen d ien d o d el aspecto puram ente m aterial, la recu rren cia a una
divinidad com o ente tutelar d el b ien estar de la com unidad supone, en
gran m edida, ob jetiv ar este concepto. P ero a p esar de lo que el texto
h om érico m encionado pueda su gerir, el em plazam iento habitual del
santuario políada es la acrópolis, es d ecir, el lugar que, en la ép o ca
m icénica había servid o de se d e a los rey e s y que durante los Siglos
O bscu ros había p erm anecid o prácticam ente deshabitado, aunque re ­
cordando a quienes vivían a sus pies que allí se había alzado en tiem ­
pos el cen tro d el pod er. Es posible, al hilo de las in terp retacion es de C.
Bérard (BERARD: 1970), que esta misma legitim ación de la divinidad

70
Figura 5. Modelos en terracota procedentes del santuario de Hera en Argos
(izquierda) y de Hera en Perachora (derecha).

d erive, hasta cierto punto, d el «espacio» que ocupa en la p o lis que


su ele ser, precisam en te, e l reserv ad o , en ép o ca m icénica, al poder, al
palacio d el wa^ax.
El nuevo p od er que d esarrolla la p o lis radica en la comunidad, bien
en su conjunto, bien rep resen tad a por sus aristoi\ ellos son quienes lo
colocan «en el centro» y, al h acerlo, con vierten a todos en partícipes
(en m ayor o m enor grad o) d el mismo. Igualm ente, tal p o d er trasciende
de sus propias person as y es puesto bajo la p rotección de la divinidad,
garante siem p re del mantenim iento d el equilibrio. No d eja de se r
significativo que el auge de los tem plos polladas vaya acom pañado
tanto de la construcción de los prop ios edificios de culto cuanto de la
deposición en ellos de incontables ofrendas. P a rece com o si el atesora­
miento d e riquezas y arm as y la am ortización de las mismas en las
tumbas de sus p rop ietarios estu viese tocando a su fin y ello no es sino
la plasm ación m aterial de que estam os entrando en otra época, la d e
polis. Tam bién da la im presión de que de cualquier transacción, eco n ó ­
m ica o no, la divinidad re c ib e su parte, su «diezmo» a cam bio d e
p ro teg er la misma.
A partir d el siglo VIII el p restigio y el p od erío de una ciudad va a
m ed irse p o r el tipo^de santuario d ed icad o a su divinidad tutelar; en su
em bellecim iento y en el alm acenam iento en él de riquezas va a inter­
ven ir toda la com unidad p or m edio de su acción coordinada. Los aún
im ponentes m uros y so rp ren d en tes tesoros que los arqu eólogos están
d esenterrand o en algunos de ellos d esd e h ace más de un siglo son la
p ru eb a m ás evidente de la acum ulación de los esfuerzos de toda una
comunidad en el auge del tem plo de su divinidad tutelar. El templo,
pusi, ©i ©1 otro pelo aobrs §1 qu© i© cimenta la id©a de la comunidad
política,

— Lugares ®xtr§mo§: $entuarlo§ §xträurbsno&

H titi ahora n©§ h©m©§ referido a d©§ asp®otos qu© coniolidan la


polis·, im boi son «lugar©« centrales» por cuanto a ellos eonfluyin las
p@r§©nas qu© m han integrado m la misma y loa interesas qu© cada
una d® ©llii repre§©nta, No hemos de olvidar, sin embargo, qu© la idta
d© la polis implica, necesariamente, la ouütíón del territorio, la shorn

72
(Figura 6), donde permanece i i mayor part© d© iu i hitoitantss, d© la
qu© i t ©xtraen los recursos alimenticios y dondi pose©n sus propi©da=
d û loi ciudadanos qu© configuran el estado. Frente i lo qu© suctd© m
otroi momentos históricos, ii polis tí©ne vocación de integrar en un
mismo ámbito il qui vive ©n al centro urbano y al qu© vive ©η ©1
campo; no ii©mpr© loi resultados s©ràn satisfactorios y cada polis s©=
guirâ modelos que pu©d©n dif©renciaree d© loi del vecino, No obstan-
te, esta integración §erá una preocupación d©§d© los primer οι momen=
toi,
La polis dite® définir, ant© todo, sua propioi limites territoriales;
tien© qu© marear, físicamente ii es necesario, dónde acaba su radio d©
acción y dónd© ©mpieza ©1 del estado vecino; igualmente, tien© qu©
défínir, ya dentro del propio territorio, «©spacios», a saber, qué partes
i© dedicarán a tierra de cultivo, ouál©i sarán d© aprovechamiento para
©1 ganado, cuáles otras serán d© carácter boscoso, Ciertamente, sita
definición viene dada en gran m©dida por la propia naturaleza paro su
racionalización implica una labor d© reflexión, qu© afecta a un oonjunto
d© tierras, propiedad, ©n su eonjunto, de la comunidad política, Loa
oíkist&i qu© fundan colonias han visto considerablemente facilitada esta
labor por ©1 propio carácter dal emplazamiento d© sus fundaciones,
establecidas ©n tierras no habitadas por griegoi, aun cuando algunos
rasgos de la organización existente ant©s da la llagada helénica puedan
haber sido tenidos en cu©nta, En las ciudades del continent© ©1 proble­
ma a i algo más arduo por cuanto hay qu© luchar contra las tendencias
localistas da aquéllos qu® d©sd© hacia generaciones habian vivido y
disfrutado d® su terrino, sin ingerencias externas y at resisten a que
una nueva autoridad, residente en una ciudad más o menos distante,
interfiera en sus hábitos de si©mpr©,
No obstante, la «toma d© poseiión» del territorio es inexcusable,
tanto ©n una ciudad recién fundada en país bárbaro, cuanto en una polis
en proceso de formación en la vieja Grecia, Los procedimientos pue-
d©n variar en cierto modo pero el resultado debe ser ©1 mismo; la polis
tiene qu© controlar un territorio concreto, someterlo a un ordenamiento
determinado y buscar para sus distintas partes un uso apropiado ©n
beneficio de todos los ciudadanos, En definitiva, el territorio también
debe s©r puesto «©n,medio», también debe pasar del control privado al
control, siqui©ra teórico, de la comunidad,
Como ocurría en el propio centro urbano, s© necesitan unos «puntos
de referencia» que sirvan para garantizar la relación del territorio con
la ciudad, al tiempo que marquen la especificidad d© tales ámbitos
dentro de la polis, Serán los santuarios ©xtraurbanos los encargados de
cumplir esta función, Dedicados, en buena medida, a divinidades que
protegen los cultivos, o la caía, o los bosques, o la propia frontera

73
estatal, según los entornos en los que se hallen em plazados, sirven,
adem ás de a su función puram ente religiosa (y quizá, dem asiadas v e ­
ces, olvidada o releg a d a a un segundo plano) de jalo n es del control d e
la p o lis so b re su propio territorio.
Puesto que p a re c e evidente (y es m ucho más claro en el ámbito
colonial) que su surgim iento es una con secu en cia directa de la ap ari­
ción de la polis, hem os de v er estos cen tros cultuales com o el m edio de
que se sirv e la misma para d ejar sentir su autoridad so b re todas y cada
una d e las p a rtes que la configuran territorialm ente. Así, F. de Polignac
(DE POLIGNAC: 1984) ha hablado de la «ciudad bipolar» y, en líneas
g en erales, p od em os acep tar esta visión; la polis, organizada en torno al
agora y al tem plo de la divinidad pollada, da cuenta de las d iversid a­
des del territorio m ediante la ere cció n de edificios sacro s a través d el
mismo que, a la vez, m arcan su «toma d e posesión». Son, en los puntos
más distantes de la chora, el record ato rio de q u e la acción de una polis,
a través d el acto de d ed icar un lugar sagrad o a una divinidad, se ha
garantizado la tutela del entorno en el que el mismo su rge. Este, pues,
será otro de los polos so b re los que se configure la po lis y se rá tanto
más im portante cuanto que, com o los acontecim ientos se en cargarán d e
m ostrar, esa sustancial unidad cen tro -p eriferia (o asty-chora ) so b re la
que se cim enta la polis, si b ien funcionará d esd e el punto de vista
institucional, en ocasion es se resen tirá de la prop ia h eterog en eid ad e
in tereses lo cales que tendrán com o cen tro los distritos ru rales de la
polis.

— El héroe y la configuración de la polis

El culto a los h éro e s g rieg o s ha sido ob jeto de atención d esd e h ace


co n sid era b le tiem po y a partir de d escrip cio n es transm itidas p or las
fuentes escritas ya había quedado claro que en buena parte los mismos
solían ten er lugar en torno a lo que eran o p arecían se r las tumbas d e
sus titulares. La arq u eología ha contribuido d ecid idam ente a un m ejor
conocim iento d el asp ecto de estos cen tros de devoción; así, un caso
am pliam ente difundido fue el d el culto surgido en torno a una tumba
doble, sin duda de p erso n a jes em inentes, puesto que contenía tam bién
resto s de cuatro caballos sacrificados, d e hacia m ediados del sig lo X,
hallada en Lefkandi, Eubea, so b re la que se construyó inm ediatam ente
desp u és un gran túmulo y a cuyo alred ed or se extendió una necrópolis;
tam bién había llamado ya la atención el hecho de que d esd e m ediados
del siglo VIII em pezasen a a p a re ce r en algunos lu gares señ ales inequí­
vocas del surgim iento de un cuito en torno a antiguas tumbas, habitual­
m ente de ép o ca m icénica, (re-)d escu b iertas a la sazón (referen cias en
BURKERT: 1985). Esto im plicaría una recu p eració n d el pasado, bajo la

74
forma de un culto heroico, en cierto modo indiscrim inada, si b ien no
ca b e duda d e que el anónim o difunto sería identificado con alguno de
los p erso n a jes h eroicos de la tradición local, Sin em bargo, fueron las
excav acion es en la puerta O este de la antigua ciudad d e E retria, en la
isla de Eubea, allá por los años 60, las que reavivaron, so b re una
p ersp ectiv a algo distinta, el tem a de los cultos h eroicos, ante todo
d esd e el punto de vista de su incidencia en el p ro ceso de configuración
de la polis.
B revem ente, d iré que, en el lugar en que a inicios del siglo VII se
alzará la puerta O este de las m urallas de Eretria, su rge, en el período
com prendido entre 720 y 680 a.C. una pequ eñ a necrópolis, indudable­
m ente de ca rá cter «principesco». En ella se hallaron siete tumbas de
incineración y nueve inhum aciones, de en tre las que so b resalía la nú­
m ero 6. La misma p resen taba, dentro de un bloqu e de toba con v en ien ­
tem ente ahuecado, un cald ero de b ro n ce en el que se hallaban los
restos carbonizados d el difunto, así com o una se rie de pequ eñ os o b je ­
tos, todo ello envuelto en una tela. Dicho cald ero se hallaba cubierto
por otro, invertido. A lred ed or, seis g ran d es pied ras; en tre ellas y los
calderos, se hallaban las arm as d el allí enterrado, convenientem ente
dobladas con el fin d e inutilizarlas: cuatro espadas, así com o cinco
puntas de lanza de h ierro y una en b ron ce, cuya tipología la rem onta al
H eládico Tardío, es d ecir, al final de la ép o ca m icénica. Entre los
objetos depositados con los restos incinerados, hay un escarab o id e de
origen sirio-fenicio. El resto de las tumbas de incineración retom a,
aunque con m enos profusión de objetos, este mismo esquem a; en algu­
na de ellas se observan, adem ás, restos de anim ales sacrificados (ca b a ­
llos so b re todo). La cerám ica está prácticam ente ausente.
El ritual em pleado no p u ed e d eja r de reco rd a r el que utilizan en las
cerem onias fún ebres los h éro e s h om éricos y pu ede se r un claro e je m ­
plo de aquello a lo que m e refería en un apartado anterior, en el que
ab ord aba la cuestión d e la incid encia de la propia tradición hom érica
so b re los com portam ientos d e los individuos que son los destinatarios
de dicha tradición. P a rece probad o que en E retria (com o, por lo g e n e ­
ral, en todo el ámbito eu boico) la incineración se reserv a a los indivi­
duos adultos, quedando las inhum aciones destinadas a los niños y a los
jó v e n e s ( véase 2,3,1).
Todo e l conjunto se rod eó de un p e ríb o lo s delim itado por m ojones
de m adera. Hasta!’ aquí tendríam os sim plem ente una n ecróp olis más o
m enos im portante y rica, p ero sin apenas ninguna característica ex tra ­
ordinaria más, puesto q u e tum bas de un tipo exactam ente igual, aunque
más ricas, a p a recen en la colonia eu boica de Cumas, com o la núm ero
104 d el Fondo Artiaco, d atable hacia e l 720 a.C.. Sin em bargo, las
tumbas eretria s son ob jeto de un tratamiento p osterior que no se d etec-

75
ta en Cum as; en efecto, hacia el 680 a.C., en el mismo momento en qu e
la constru cción de la m uralla m arca la fijación definitiva de los límites
d e la ciudad, p o r encim a de esas tum bas se construye un gran triángulo
equ ilátero, d e 9,20 m. de lado, realizado a b a se de losas de piedra. E ste
em p ed rad o m arca, definitivam ente, el final de los enterram ientos en la
zona; adem ás, la re c ié n construida m uralla en glo ba esta área, qu e
queda justam ente junto a la puerta. Es claro que lo que se p reten d e es
d estacar y m onum entalizar este antiguo lu gar de enterram iento. Ya
d esd e e s e m om ento el lugar ha recib id o constantes ofrendas y sacrifi­
cios. Es evid en te, p or lo tanto, que allí ha surgido, inm ediatam ente
d esp u és d el c e s e de los enterram ientos, un culto h eroico (Figura 7).

.j I - i — I i - I- — 1

Figura 7. La necrópolis de la puerta Oeste, en Eretria,

76
El testim onio eretrio ha servid o, pues, para rep lan tear toda la cu es­
tión de la relación d e los cultos h eroicos con el surgim iento de la polis.
En opinión de C. B érard (BERARD: 1970), la tumba núm ero 6 se ría la de
un prín cipe eretrio, tal vez un b a sileu s ; su d esap arición im plicaría un
tránsito hacia una nueva forma de g ob ierno, seguram en te de tipo aris­
tocrático, según el p ro ce so ya definido en un apartado anterior. Para
e s e autor el sím bolo de e s e tránsito lo hallaríam os en la punta d e lanza
m icénica de dicha tumba 6, que é l interpreta (aunque no es admitido
unánim em ente) com o e l cetro de e s e príncipe, convertido así en «por­
tador de cetro» (skeptouchos) com o gusta de llam ar H omero a sus
basileis. Su m uerte m arcaría el final d e una ép o ca y, p o r ello mismo,
e s e cetro, sím bolo d e un p o d er ya periclitado, sería en terrad o con su
último rep resen tan te. En la Ilíada hallamos, curiosam ente, el p ro ce so
de transm isión d el cetro d e Agam enón, al que vem os p asar por varias
m anos durante algunas g en era cio n es (Ilíada , II, 100-108). P recisam en te,
y para serv ir com o n exo de unión en tre e s e períod o, ya pasado, p ero
no olvidado y el p resen te, el basileus es convertido en heros\ la p erm a­
nencia de su culto legitim a a la nueva p o lis eretria en e l mom ento de su
mismo nacim iento (v éase 2.3.1).
El p ro ceso, aunque sin la conversión en h éro e de ninguno de ellos,
lo tenem os atestiguado en Atenas, donde, posiblem ente, a partir de la
mitad d el siglo VIII, la antigua familia real de los M edóntidas va p er-
di'endó atribuciones en b en eficio d el conjunto de los Eupátridas m ien­
tras su rgen paulatinam ente m agistraturas d ecen ales, poco a poco su s­
traídas d el control M edóntida hasta finalizar el p ro ce so en la aparición
de m agistraturas anuales en m anos, d esd e luego, de la nobleza atenien­
se, Significativam ente, este último paso tiene lugar en tre el 683 y el 682
a.C ., más o m enos en la misma ép o ca en que E retria «heroiza» al último
de sus «reyes», Es un signo de los tiem pos; la v ieja basileia hom érica
se está transform ando en un g o b iern o de los aristoi ; ellos h ered an sus
funciones y sus privilegios; en el m ejo r de los casos, e rig en heroa en
las tumbas de aquellos re y e s y los mismos, si no siem p re sí en muchas
son ocasiones, son la «partida de nacim iento» de la polis.
La vinculación de h éro e s con p ro ce so s de form ación de p o leis ha
sido, pues, un tem a bastante tratado y d esarrollad o en los años re c ie n ­
tes; ello ha perm itido v olv er a con sid erar e l pap el d e los heroa en las
ciudades griegas^que, en una buen a p arte de casos su elen hallarse,
precisam en te, en torno al agora. Significativam ente, sabem os, que en el
p ro ce so d e configuración d e las p o le is coloniales, a los oikistai se les
su ele reserv a r com o lugar p ara su entierro, precisam en te, el agora\
del mismo modo, se constata el ca rá cter de heroa que sus tumbas
adquirirán inm ediatam ente. En todo caso, la u bicación de tales heroa
en torno a lu g ares públicos (el agora, la puerta de las murallas ...) es un

77
indicio m ás d el ca rá cter «central» que asum en; su p resen cia p a re ce
sancionar el ca rá cter «político»de los lu gares en los que ap arecen: el
lugar de reunión, e l confín del asty, etc..
Al mismo tiem po y com o m uestran a la p erfecció n las nuevas funda­
ciones coloniales, todas las dem ás tumbas van a q u ed ar fuera del recin ­
to urbano; d el mismo modo, en las m ejo r conocidas de entre las ciuda­
d es d e la G recia propia (por ejem plo, Atenas), a lo largo de los últimos
años d el siglo VIII e iniciales del siglo VII, van siendo abandonados los
lu gares de enterram iento que existían dentro de lo que se está configu­
rando com o el centro urbano y las tumbas van siendo situadas m ás allá
de la zona habitada. La zona donde su rgirá en el siglo VII el ágora d e
A tenas va a d eja r de ser utilizada con fines funerarios hacia el 700 a.C.;
p osib lem en te hay que v er aquí el signo evid ente de la adquisición d e
ca rá cte r «político»por parte de esta área: al d e ja r de se r una zona
reserv ad a al uso privado (y un cem en terio d el siglo VIII, por lo g e n e ­
ral, lo era al h allarse vinculado a alguna familia) q u ed aba abierto el
cam ino para su conversión en un centro cívico y público.
Los cultos h eroicos, p or consiguiente, han sido otro de los polos en
torno a los que los individuos que dan lugar a la p o lis se sitúan; el
h éro e es, p or un lado, el garante sim bólico de la continuidad en tre las
v iejas realezas de los Siglos O bscu ros y la nueva realidad política; por
otro lado, yo veo en este culto una clara referen cia al antiguo ideal del
noble «hom érico», que garantizaba, m erced a su arete, la d efensa de la
comunidad. D esd e su m orada su bterrán ea y gozando de las ofrendas
que se le en tregan , sigue garantizando esa misma p rotección que en
vida había prop orcionad o g racias a su fuerza y a sus arm as. Igual­
m ente, las p hyla i o tribus, de orig en pre-p olítico y llamadas a partir
n om b res d e h éro es, aportarán a la p o lis tam bién este com ponente
religioso de gran im portancia en su configuración.

3.2.2. Solidaridad aristocrática frente a integración política

Los a r is toi son, en buena m edida, los p rin cip ales resp o n sab les de la
creació n d el sistem a de la polis; son ellos quienes, en p rim er lugar, han
puesto «en -el centro» su autoridad y, al tiem po, han sido los p rim eros
b en eficiarios de e se hecho. A ellos les ha corresp on d id o e l no d e sd e ­
ñ able p ap el de v e rse obligad os a renunciar a un p o d er con pocos
lím ites en el ám bito d e su familia, de su oikos y de su aldea, para
so m eterse a las d ecision es em anadas de un basileus que no siem p re
(com o m uestra el caso de H esíodo) d efiend e adecuadam ente los in tere­
se s más legítim os. Son, en definitiva, ellos quienes, en los m om entos
iniciales, han tenido m ás que p e r d e r y que ganar con la form ación de la

78
que va a segu ir contando su habilidad y su d estreza. Esa victoria de la
polis, sin em b arg o, se halla vigilada por la divinidad en cuyo honor se
cele b ra n los ju eg o s; e l triunfo, p o r consiguiente, e s controlado y racio ­
nalizado. El n ob le ex p re sa su arete m ediante la victoria, nuevam ente
individual; p ero e s la ciudad en su conjunto la que se b en eficia de ella.
El p restig io de la p o lis va p a rejo al p restigio de sus v en ced o res en los
ju e g o s d e m ayor ren o m b re; los «O lim piónicos» o v en ced o res en los
Ju eg o s O lím picos, por ejem p lo, servirán de orgullo para sus ciudades
resp ectiv as a las cuales, a su vez, d ed icarán su triunfo. Ni que d ecir
tiene que e s e triunfo se traducirá en un increm ento d el p restigio e x te ­
rior de la p o lis y, al tiem po, en la gloria d el v en ced o r y e l aumento de
la influencia política d el grupo aristocrático.
El aristos se halla, por fin, plenam ente integrado en la polis', al fin
triunfan las tend encias cen tríp etas frente a las centrífugas, sin p erju icio
de que perviva una cierta «solidaridad aristocrática» durante el arcaís­
mo y aún d esp ués. P or otro lado, los v en ced o res en com peticiones
acred itad as recib irán , adem ás d el apoyo de su ciudad, im portantes
contrapartidas m ateriales y su opinión y co n sejo serán apreciad os. El
n oble, nuevam ente, m ediante el e je rc ic io de esta actividad agonal,
justifica tam bién el ascen d iente social que la clase a la que p erten ece
p o see. El paso d el tiem po hará d el «atleta» m ás un individuo p rofesio­
nal, no n ecesariam en te aristocrático. En los p rim eros siglos, sin em b ar­
go y, so b re todo, en el VIII y en el Vil, am bas facetas se hallan íntima­
m ente unidas.

3.3. Factores económicos coadyuvantes

En el orig en de la p o lis no podem os p e r d e r de vista dos aspectos,


so b re los que trataré a continuación: uno d el que ya he esbozado algo,
el d esp eg u e económ ico; otro, al que me re fe riré m ás adelante, la
incidencia de la colonización, esp ecialm en te en su v ertien te económ ica.

3.3.1. Ef despegue económico y el incremento demográfico

Como ya veíam os anteriorm ente, a lo larg o d el siglo VIII se atesti­


guaba una se rie de indicios que era n señal clara d el resurgim iento
económ ico d el mundo g rieg o y que se centraban, ante todo, en la
recu p eració n de la intercom unicación en tre las distintas reg io n es g rie ­
gas, así com o en e l inicio de las n avegacion es hacia Levante y hacia
O ccidente. N aturalm ente eso dem uestra q u e las so cied ad es helénicas,
qu e están experim entand o el p ro ce so de constitución de la p o lis , g en e-

86
ran unos ex ced en tes (unos outputs, si querem os ex p re sa rlo en térm i­
nos económ icos) que son d irigidos, por un lado hacia la producción de
objetos m anufacturados y, p or otro, hacia la adquisición de m aterias
prim as, su scep tibles d e transform ación y de productos exóticos ya
elaborad os. Ni qué d e cir tiene que la concentración de recu rsos en los
cen tros urbanos y el d ren a je, en b en eficio de los mismos, d e la prod uc­
ción agrícola del territorio, favoreció esta concentración de riqueza y
contribuyó al d esp eg u e económ ico (yéase 2.2).
El d esp eg u e económ ico p u ed e atestiguarse, en otro sentido, por el
importante increm ento que sufre la población, si b ien este fenóm eno no
p u ed e estu d iarse en todos los lu gares conocidos por falta de datos. El
ejem p lo m ejor conocido es, con mucho, Atenas, cuya evolución resulta
altam ente significativa. En efecto, los estudios llevados a cabo por
Snodgrass (SNODGRASS: 1977; 1980) so b re las tumbas áticas del p erío ­
do com prendido entre e l año 1000 y el 700 a.C. m uestran un núm ero
más o m enos sim ilar de tumbas p or gen eración hasta el inicio del
G eom étrico Medio II, que se sitúan en torno a las 26 ó 28. Esta tend encia
se modifica, p recisam en te, a partir de este p eríod o d el G eom étrico
M edio (ca. 800-760) en que el núm ero de enterram ientos por g e n e ra ­
ción ascien d e a unos 35. Es, sin em bargo, a partir d el G eom étrico
R ecien te (ca. 760-700 a.C .) cuando se prod uce un aumento so rp ren d en ­
te, alcanzando el núm ero de tumbas p or g en eració n la cifra de 204,
siendo m ás num erosas durante el G eom étrico R eciente II que durante
el I. Los datos de Snodgrass p a re ce n estar bastante b ien com probados
y por las p recau cion es q u e toma son dignos de crédito. Es, por consi­
guiente, n ecesa rio dar cuenta de este inn egable increm ento de p ob la­
ción; en A rgos, aunque p eo r conocida, p a re ce h ab er tenido lugar un
p ro ceso sim ilar y hay cad a vez m ás indicios de que lo mismo ha ocu rri­
do en m uchos otros lugares.
Seguram ente, una causa im portante p a re ce h ab er sido la llegada de
individuos p ro ced en tes del territorio que se instalan en lo que se está
configurando com o el cen tro urbano de la pohs ateniense; sin em b ar­
go, y com o el propio Sn od g rass apunta, e s e increm ento tan im portante
de la población p u ed e h a b e rse d ebid o, igualm ente, a la introducción
de nuevas técn icas agrícolas, en un territorio cuyos niveles de d esp o ­
blación eran sum am ente elev ad os con anterioridad. Ese increm ento de
población en un solo centro habitado implica, adem ás de una d iversifi­
cación de funciones y una división del trabajo, la p roducción d e e x c e ­
den tes con que alim entar a esos individuos que viven en la ciudad. En
efecto, com o sabem os p or otras p o le is y por otros momentos, parte d e
los que viven en la ciudad se dedican, personalm ente, ai cultivo del
cam po p ero, igualm ente, a ella acuden los d esh ered ad os o los gran d es
p rop ietarios que em piezan a con v ertirse en absentistas.

87
En un resiente libro, Morrii (MORRIS: 1987} h i propu©ito inter­
pretar loa datoi d t Snodgrass en i l sentido d i que no h t existido
seguramente tinto un incremento demográfico real, cuanto, iobre todo,
la concesión del «d©recho de enterramiento formal» a los miembros no
aristocráticos de la comunidad lo que ha produaído ese «espejismo»
del incremento de población, Sea como fuere, de ser cierta la inter=
pretación de Morris, lo que se pierde en el aspecto del despegue
económieo se gana in i l de la integración política d© loi distintos
grupos que configuran la polis y mí ha acabado por virio Snodgrass
(SNODGRASS, in City and Country in thi Ancient World, 1991), De cual=
quier modo, incluso, el reconocimiento de ©stoa «derechos funerarios»
a los grupos no aristocráticos puede venir dado, adimáa d© por su
creciente intervención en el ejército, por iu peso en la actividad ©eonó=
mica durant© la segunda mitad del siglo VIII, Del mismo modo, es
necesario rioonocer la existencia d i un incremento de población (o de
una «disponibilidad», lo que no es exactamente lo mismo) qué permita
explicar el auge de la colonización a partir, precisamente, de la mitad
del siglo VIH a.C,

3.3.2. La Incidencia de la colonización

Sin perjuicio d© lo que se diga en el apartado correspondiente, si se


puede afirmar que el fenómeno conocido con el término de «coloniza­
ción» pose© una incidencia fundamental ©n el proceso d© constitución
de la polis ¡ al dar salida a un excedente d i población que ha ido
acumulándose en las ciudades griegas, alivia la tensión social existente,
Pero, al mismo tiempo, la extensión del radio d i acción del mundo
griego, determinada por el auge del proceso colonizador, va a favor®-
cer el surgimiento de un nuevo ámbito, de tipo mediterráneo, en el que
se va a desenvolver a partir de ahora la cultura helénica, En el aspecto
puramente económico, el incremento de las actividades comerciales va
a ser el factor más destacado; unas actividades que abarcarán varias
facetas: relaciones entre las huevas fundaciones y las poblaciones indi=
genas circundantes, relaciones entre las colonias y sus metrópolis, en
lia cuales aquéllas aportarán toda una serie de productos que escasean
o son desconocidos en éstas, al tiempo que, como contrapartida, halla­
rán fácil salida loa excedentes agrarios y artesanales que tales metró=
polis producen, Igualmente, y más allá del restringido ámbito de las
relaciones metrópolis-colonia, cada ciudad (colonial o no) buscará sus
propios mercados, tanío desde el punto de vista de las importaciones
cuanto desde el de las exportaciones, lo cual favorecerá el tránsito de
o b jito i y d© ideta a lo largo y ancho d© todo ©1 mundo'griego, d i toda
li Hélade,
E ifi auge ©eonômia© que se detecta como eon§©outncia de la colo­
nización, ai contribuir a la suptración definitiva del aislamiento exiaten=
te durants loi Siglos Obscures, no podrá dejar d© afectar al proceso de
concentración de recursos y personas qu© iupon© la polw; del mismo
modo, y como he apuntado, también circulan lai ideas y los experiment
toi políticos qu© surgen en algún lugar del cada vez más amplio mundo
griego, tienden a repercutir rápidamente en otros, determinándose,
igualmente, unos netos avances, además d© @n el campo económico,
también ©n el politico, social, ideológico, etc,

3,4, La ideología de le polis naciente

Como es sabido, entrar en cuestiones ideológicas es siempre arries­


gado y es, por ©lio, muy difícil abordar este punto de la ideología d© la
polm naciente, Como h© ido mostrando ©n los apartados anteriores,
parea© claro qu® la polis (al menea su estructura política, que no es
poco) surge del dsseo, voluntad, necesidad, etc, d© un grupo de aristó­
cratas qu© «ponen en ©1 centro» sus respectivas parcela® de poder,
limitado a unas pocas ti©rras e individuos; esta «suma» d© parcelas da
lugar &una unificación de territorio y población, expresada ©n la crea­
ción de un centro urbano, bien a partir d© la nada, bien, generalmente,
sobre algún lugar preeminente por una serie de razones (restos micé-
nicos, existencia de algún santuario, lugar residencia del más poderoso
o prestigioso de entre los aristoi, etc,), Dentro de ese centro urbano, el
templo políada y el agora serán centros importantes, que expresan una
relación de igualdad entre quienes han participado de ese proceso,
Esa unificación política, deseada por los nobles, traerá como conse­
cuencia inevitable la integración política de todos los grupos no aristo­
cráticos que, previamente dispersos y sometidos a la autoridad perso­
nal del arístos correspondiente, van a comprobar ahora que su unión es
su fuerza. La intervención, cada vez más intensa, en la forma de comba­
te hoplítica, de estos elementos no aristocráticos, del demos, favorece­
rá la aparición de nuevos ideales que, sí bien contrapuestos a los de los
aristoi, contribuirán también a la definición de la polis , Aunque será
necesario un período de luchas políticas, avivadas por las desigualda­
des económicas y, por ende, sociales y jurídicas, que marcarán la
historia de la polis en los siglos sucesivos, la dialéctica entre los dos
ideales ya definidos se convertirá en el trasfondo del enfrentamiento
primero latente y luego declarado. Naturalmente, cada una de las p o­
leis solucionará este conflicto de forma distinta y es ello lo que explica­

89
rá la d iv ersid ad de form as políticas que tenem os atestiguadas o, al
m enos, las p ecu liarid ad es de cada ciudad g rieg a.

3.4.1. La ideología aristocrática

De la id eología aristocrática apenas tenem os mucho más que añadir


a lo ya visto anteriorm ente. Los aristoi, que en el inicio d el p ro ceso que
estam os d escrib ien d o, tenían en sus m anos el control político d el esta­
do, de cuya crea ció n son resp on sab les, junto con el control económ ico
y militar, van a ir sufriendo un p ro ce so de transform ación a lo largo del
siglo VIII. Si b ien con servarán el p o d er político y, p or s e r propietarios
de tierras, el económ ico, no van a seg u ir p oseyen d o el m onopolio de la
actividad militar, pues irán p erd ien d o su p rivilegiad a posición en el
com bate «hom érico» al in teg rarse en la form ación hoplítica. Sin em b ar­
go, sus asp iracio n es en el terren o político, que irán p erd ien d o sólo tras
g rav es conflictos internos en la m ayor p arte de los casos, van a se r
sustentadas p o r el d esarrollo de unas form as de vida pecu liares, apo­
yadas p o r una id eología de tipo exclusivista, que tratarán de paliar las
con secu en cias de este p ro ceso. El d esarrollo d el atletismo, la p ráctica
del sim posio, la ocasionalm ente rigurosísim a endogam ia, la organiza­
ción de «clu bes» serán m edios m erced a los cuales la aristocracia
tratará de su p erar el p ro ceso . No nos engañem os, sin em b argo, a ce rca
del v erd a d ero pap el d e los aristoi, puesto que no podem os olvidar que
los círcu los d irig en tes de las p o le is g rieg a s fueron siem p re de origen
aristocrático, incluso en el caso de las ciudades d em ocráticas y que
ellos siguieron p oseyen d o la m ayor parte d e las tierras. Además, las
solidarid ad es aristocráticas seguirán plenam ente vigentes y ocasiones
com o los agones pan h elénicos o com o pactos y alianzas, a v e c e s sella­
dos m ediante m atrim onios, una forma más de afirm ar la xen ia , contri­
buirán a m antenerlas. Sus propias d isensiones internas rep ercutirán , y
mucho, en la m archa de la polis (véase 2.3.1 y 3.2.2),
Durante el sig lo VIII los aristoi exhibirán sus rasg os d iferen ciad ores,
adem ás de en su form a de vida, distinta de la que llevan a cabo otros
elem entos so ciales y en los aspectos ya m encionados, en sus rituales
funerarios. Tum bas com o las ya com entadas d e Eretria, las tumbas
aten ien ses cuyos sema ta o estelas funerarias son las b ellas ánforas y
cráteras d el M aestro d el Dipilón, las tumbas de la n ecróp o lis del Fondo
Artiaco, en Cumas de O picia o las muy p arecid as de Leontinos y Siracu­
sa, son ejem p los patentes d el nivel económ ico alcanzado y de la mani­
festación sim bólica, en el momento del enterram iento, de esa eq u ip ara­
ción con los h éro e s hom éricos que real o sim bólicam ente se p reten d e.
Y es, ciertam ente, la recu rren cia a esos id eales h om éricos uno d e los

90
rasgos id eológicos más claros d el mundo aristocrático d el siglo VIII,
que p erd u rará adem ás larg o tiempo; por ello mismo, no será casual
que según vaya avanzando, con el paso del tiem po, la institucionaliza-
ción de la polis, la misma tienda a restringir, m ediante le y es suntuarias,
esos dispendios privados en el ám bito funerario, signos d e formas d e
vida pre-p olíticas que no en cajarán en los id eales que la p o lis está
contribuyendo a d esarrollar,

3.4.2. La ideología hoplítica

A estos id eales aristocráticos que invadirán prácticam ente todos los


aspectos d e la vida g rieg a , podríam os d e cir que se oponen los que
hem os llamado id eales hoplíticos. Con esta p recisión (lo hoplítico),
q u iero dar a en ten d er que, en mi opinión, en el siglo VIII no su rge una
v erd ad era id eolog ía que tenga com o protagonista al demos·, eso será
un d esarrollo ulterior que algunas ciudades alcanzarán, p ero seg u ra­
m ente no todas. Por id eolog ía hoplítica entiendo la rep resen tación que
aquéllos que integran la falange hoplítica se hacen d e su situación en el
seno de la p o lis y cóm o intentan qu e la misma dé cabid a a sus asp ira­
ciones políticas. Se ha hablado en muchas ocasion es de un presunto
«estado hoplítico» y, en mi opinión, se ha abusado mucho d el término.
Como veíam os anteriorm ente, ya en los Poem as H om éricos se atestigua
el em pleo de la táctica hoplítica (o, al m enos, proto-hoplítica), si bien se
dan p oco s d etalles al resp ecto . No com eto, pues, anacronism o alguno al
plantear una supuesta id eología hoplítica ya para los últimos momentos
del siglo VIII; por otro lado, c reo que es más p reciso este enunciado
que uno referid o al cam pesinado en g en era l (v éase 2.3,2),
M orris (MORRIS: 1987), en su recien te libro, llega a afirm ar que los
com bates en form ación c e rra d a fueron la forma d e lucha norm al y
que la im presión habitual de que lo que se practicaban eran duelos
d eriva de los propios recu rso s exp resiv o s del poeta que, p or así d e cir­
lo, «descom pone» el com bate g en era l en una se rie de duelos re p re se n ­
tativos. Sin em bargo, esta opinión p a re c e con trad ecir el énfasis que la
literatura lírica p osterior pone en el com bate de tipo hoplítico, donde
son las form aciones las que se enfrentan, sin que el poeta lírico, que se
e x p re sa habitualm eñíe en un lengu aje muy p arecid o, haya sentido esa
n ecesid ad que M orris atribuye al poeta hom érico. Por otro lado, leyen ­
do a autores g rieg o s p osterio res, algunos de ellos con una buena
p rep aración filológica, observam os cóm o ellos destacan tam bién la
im portancia del duelo o com bate individual (.monomachia ) (p. e j ., Estra-
bón, X, 1, 13).
Por otro lado, los estudios realizados so b re el arm am ento g rieg o ,

91
así com o sus rep resen tacio n es gráficas en pinturas so b re cerám ica,
p a re ce n m ostrar cóm o lo que lleg ará a se r el equipo habitual del
com batiente hoplítico a sab er, casco, g reb a s, pica, coraza y, so b re
todo, el escu d o u hoplon con el innovador sistem a de ab razad era (por-
pax) y a g a rra d o r (antilabe), ha ido surgiendo, paulatinam ente a lo largo
del siglo VIII para no hallar su pleno d esarrollo sino en el siglo VII. Los
Poem as H om éricos muestran, ciertam ente, ya com bates de tipo hoplíti­
co, p ero sin q u e aún se hayan extinguido los e co s d el com bate indivi­
dual en tre g u errero s aristocráticos, El ejem p lo d e la gu erra Lelantina,
al que aludiré m ás adelante, p a re c e m ostrar, p recisam en te, cóm o dos
co n cep cio n es d iferen tes de la g u erra se hallan enfrentadas en el mismo
momento. Esta situación de tránsito es la que, en cierta m edida, refleja ­
rían los Poem as H om éricos.
De lo anterior p a re c e d esp ren d erse , p or consiguiente, que el surgi­
miento de la táctica hoplítica es con secu en cia de un p ro ceso que ha
em pezado a g esta rse en el siglo VIII, m ediante el cual se va a am pliar la
b a se militar de la polis. Las ya m encionadas innovaciones en el campo
d el arm am ento p u ed en p re c e d e r ocasionalm ente a la función a la que
van a serv ir p ero p a re c e más razonable p en sar que es el surgim iento
de nuevas n ecesid a d es b élicas lo que va a llevar a esos cam bios,
Incidentalm ente, d iré que en mi opinión la situación a la que tienen que
en fren tarse aquellos individuos que forman p arte de las exp ed icion es
coloniales g rieg a s ha podido influir d ecisivam ente en la expansión d e
esta nueva táctica. En efecto, las g u erras que habían tenido lugar antes
de e s e m ovimiento colonizador tenían com o protagonistas a una se rie
de n ob les de ald eas o d e territorios distintos, que com batían según una
se rie de norm as de obligado cumplimiento, La situación en am bientes
coloniales d e b e de h a b er sido netam ente distinta, por cuanto las p obla­
ciones no g rieg a s tenían sus propios hábitos de com bate y, so b re todo,
p orqu e a d iferen cia de lo que suponía una g u erra en el ámbito g rie g o
(limitada, habitualm ente, a disputas por zonas de cultivo o pasto) en el
ám bito colonial una d errota podía im plicar la p érd id a definitiva de la
oportunidad para e sta b lece rse, En estas condiciones, se imponía un
esfuerzo conjunto de todos los m iem bros de la exp ed ición , sin distin­
ción de status, en el esfuerzo común. D el mismo modo, si los n ob les d e
la G recia propia com batían a caballo (lo cual tam poco e s totalmente
seguro), las ex p ed icio n es coloniales, que sepam os, no iban provistas
de tal animal, lo que ob lig aba a un tipo de com bate en e l que la
infantería tendría el m ayor peso.
Dado este p rim er paso, el sistem a se ex ten d ería poco a poco por
todo el mundo g rieg o , por obvias razones, a las que aludiré a propósito
de la g u erra Lelantina. Paulatinamente, e l sistem a de la falange, iría
surgiend o com o el proced im iento más eficaz para ap ro v ech ar e l es­

92
fuerzo físico del soldado de infantería pesada. Esta in terpretación «fun­
cional» no d e b e ocultar, em pero, un hecho fácilm ente ap reciab le, cual
es la disponibilidad de individuos su scep tibles de co stearse su arm a­
m ento y de intervenir en el com bate; p ero esto tam poco exp lica por
qué se prod uce la aparición d e un ejé rcito hoplítico. En mi opinión es la
n ecesid ad de d ispon er de una fuerza m ayor frente al eventual contrin­
cante la que lleva a ech ar mano de esos individuos cap aces de arm arse
p or su cuenta y que habían p erm anecid o infrautilizados. Que e s e fenó­
m eno se haya producido antes en ám bitos coloniales o m etropolitanos,
no sab ría d ecirlo; que, no obstante, el ejem p lo colonial haya acelerad o
un p ro ce so tal vez ya en m archa en la G recia propia creo que tam poco
p u ed e d eja r de ten erse en cuenta.
Sea com o fuere, la v erd a d era expansión del sistem a no tendrá lugar
hasta el siglo VII a.C.; sin em b argo, en el siglo VIII, so b re todo en sus
momentos finales, ya em pezam os a atisbar algún rasg o de la nueva
id eología que el nuevo sistem a lleva implícita. Ello lo encontram os,
claram ente, en el discurso de T ersites (¡liada, II, 225-242) y en las
referen cia s a la d ike de Hesíodo. C iertam ente, yo no m e atrev ería a
afirm ar sin más qu e el p ap el d e T ersites en la 1liada sea el del hoplita
p ero sí es, en todo caso, un «hom bre d el pueblo», por usar la e x p re ­
sión hom érica, com o se ob serv a por el hecho de que es golpead o por
Ulises, d el mismo modo que g olp ea a esos «hom bres del pueblo»
durante.la desband ad a d el ejé rcito aqueo (Iliada, II, 198-206). Y puesto
que T ersites p a re ce ten er participación en los asuntos m ilitares, hem os
de concluir que, tal vez, tenem os en su b re v e parlam ento la prim era
reclam ación explícita de aquéllos que, sin se r aristoi, luchan a su lado.
D estaco, solam ente, la siguiente frase:

«... volvamos decididamente a casa con las naves y dejémosle a él que


digiera sus derechos en la tierra de Troya, para que vea si vale algo o
no la ayuda que nosotros îe prestamos.» (Iliada, II, 236-238; traducción
de C. Rodríguez Alonso.)

Por lo que resp ecta a las referen cia s de Hesíodo a la d ike y sus
qu ejas d el mal gob iern o y la am enaza que p en d e so b re quienes actúan
de tal modo, rem ito a lo que en su mom ento he dicho (v éase 2.2.3).
D e esta m anera, si b ien no se pu ed e hablar en propied ad aún para
el siglo VIII de «id eología hoplítica», sí podem os o b serv ar cóm o existe
ya un descontento latente en tre aquellas personas, integradas en la
p o lis aristocrática, a quienes se les e x ig e cada vez un esfuerzo mayor y
que no encuentran adecuadas contrapartidas ni en lo social, ni en lo
económ ico, ni en lo político. Están ya sentadas las b a ses de lo que
caracterizará en buena m edida al siglo VII g rieg o : la stasis, la discordia

93
civil, qu e llevará al establecim iento d e nuevas relacion es so ciales p or
el trám ite d el conflicto, m uchas v e c e s cruento, en tre opciones enfrenta­
das. Antes de ab o rd ar esas cuestiones, sin em bargo, ten d ré que h ablar
d e la colonización g rieg a , p ero previam ente me referiré, a modo de
excu rso, a la cuestión de la g u erra Lelantina lo que me perm itirá segu ir
abundando en la «cuestión hoplítica».

— La guerra Lelantina

En páginas an teriores he esbozado el p ro ce so de expansión del


sistem a de com bate hoplítico y en las mismas proponía com o m otor
importante, p ero seguram ente no único, el p ro ce so de colonización. El
caso de la g u erra Lelantina perm ite com p ro bar de qué m anera ha
podido irse exten d ien d o este sistem a d esd e los lu gares originarios
(donde quiera que hayan estado éstos) a las restantes poleis. D e este
conflicto, que enfrentó a C alcis y E retria p or la posesión de la llanura
del Lelanto, que se hallaba entre los territorios de ambas, no nos
in teresa aquí la política de alianzas que, en p alabras de Tucídídes (I,
15), afectó a buena p arte d el mundo g rieg o , sino más b ien el pacto que
se concluyó en tre am bos contendientes so b re e l modo de llevar a cabo
el com bate. Las p rincip ales inform aciones de que disponem os, que
p a re ce n rem ontar a la misma fuente, son las siguientes:

«Tanto es así que convinieron en usar, en las peleas de unos contra


otros, ni armas secretas ni arrojadizas a distancia; consideraban que
únicamente la lucha cuerpo a cuerpo, en formación cerrada, podía
dirimir verdaderamente las diferencias.» (Polibio, XIII, 3, 4; traducción
de M. Balasch.)
«En efecto, estas ciudades casi siempre mantuvieron entre sí puntos
de vista semejantes, y no cesaron por completo ni tan siquiera cuando
se enfrentaron a causa de (la llanura del) Lelanto, lo que hubiera
producido que cada uno hubiese actuado en la guerra a su antojo, sino
que, por el contrario, se preocuparon de fijar entre ellos las reglas
del combate. Es prueba de ello cierta estela que está en el (santuario)
Amarintio, en la que se indica que no se podían emplear armas arroja­
d la s.» (Estrabón, X, 1, 12; traducción del autor.)

El pacto su rg e de la existencia de dos co n cep cio n es tácticas d iferen ­


tes: p o r un lado, la tradicional y aristocrática, em pleada por C alcis y,
por otro lado, una form a aproxim ada a la hoplítica, usada por Eretria.
La incom patibilidad en tre am bos sistem as lleva al establecim iento d e
norm as que perm itan e l com bate; eventualm ente, C alcis acaba por
adoptar, com o m uestran los térm inos del tratado, el sistem a hoplítico.
Se prohibiría, en opinión de Fernández Nieto (FERNANDEZ NIETO:

94
1975), el uso de arm as arrojad izas (dardos, lanzas) y de instrumentos
para lanzar otras (arcos, hondas); estaba perm itido el uso de caballería
com o fuerza de ataque y para traslado de tropas y equipo en carros, así
com o el em pleo de espad a y pica en lucha cuerpo a cu erp o. La época
d el conflicto ha suscitado, igualm ente, num erosas controversias; es po­
sible, com o se ha su gerid o (Plutarco, Sept. Sap. C o n v ., 10), que el
basileus Anfidamante d e C alcis m uriese durante el conflicto; igual­
m ente, el «príncipe» en terrad o en la necrópolis d e la puerta O este de
E retria pu ed e h a b e r sido participante y quizá víctim a d el enfrentam ien­
to. Todo ello y otros argum entos, situarían la G u erra Lelantina entre el
final d el siglo VIII y el p rim er cuarto d el siglo VIL
No es extraño v er a una ciudad eu boica, Eretria, en tre las p re cu rso ­
ras de este nuevo sistem a de lucha: no olvidem os que los eu boicos
habían estado im plicados, de m odo muy im portante, durante al m enos
los cincuenta años previos al conflicto, en el p ro ceso colonizador, Ello
co rro b o ra ría la im presión m anifestada anteriorm ente según la cual las
p ecu liares cond iciones d el mundo colonial pueden h ab er favorecido la
adopción, incluso en la G recia propia, del nuevo sistem a. Pero, al
mismo tiempo, el ejem p lo d e la g u erra Lelantina m uestra cóm o el
sistem a hoplítico va siendo aceptado, en la m ayor p arte de los casos,
com o n ecesid ad inelud ible en el mismo momento en que otras p o le is
ya lo han adoptado. Sería un claro ejem p lo de «difusión» de una nueva
táctica b élica; el que E retria disponga de un ejé rcito (pre-)hoplítico y
su vecin a Calcis, tanto o más involucrada en el p ro ceso colonizador, no
lo tenga, sería la p ru eb a de ello. La aristocracia calcíd ica se resistiría a
introducir en el cu erp o com batiente a aquellos ciudadanos capacitados
para el mismo, m ientras que en E retria, aunque ciertam ente no sa b e ­
mos muy b ien por qué, sus aristoi habrían em pezado a com batir junto
con «hom bres del dem os », Para m antener su capacidad ofensiva, Cal­
cis se ve obligada a in corp orar la nueva táctica o, al m enos, algunos de
sus elem entos más característicos. El tránsito al ejé rcito hoplítico es,
d esd e ese momento, inevitable. Es, pues, la fuerza de las circunstancias
la qu e en m uchos casos determ ina el paso al sistem a hoplítico, sin que
de ahí se d eriven las pertinentes contrapartidas. Como adelantábam os
anteriorm ente, la reacció n del gru po de los hoplitas no se hará esp erar.
Nosotros, p o r nuestra parte, sí agu ard arem os antes de acom eter dicho
tema, puesto que ahora es llegad o el momento de ab ord ar la cuestión
de la colonización g rieg a ( véase 5.3),

95
La colonización
griega

Quizá con ven ga reca lca r, antes d e en trar propiam ente en m ateria,
algo que no p or rep etid o d e ja de s e r im portante. Ello e s que tanto el
con cep to de «colonización» com o el de «colonia» tienen en nuestra
lengua unas connotaciones determ inadas que no son las que ca racteri­
zan e l fenóm eno que, con esos térm inos, preten d em os analizar, re fe ri­
do al mundo g rieg o . Lo que nosotros llamamos, im propiam ente, «colo­
nia», en g rieg o se d ecía apoikia, térm ino que im plica una idea d e
em igración, más literalm ente, de e s ta b le c e r un h ogar (oikos) en otro
lugar, distante d el originario. P or consiguiente, si b ien en las páginas
siguientes utilizaré, indistintam ente, am bos térm inos, q u ed e aclarado
d esd e ahora mismo que cuando em p lee la p alabra «colonia», d e b e
en ten d erse que m e estoy refirien d o a una «colonia g rieg a», es d ecir, a
una apoikia.
A clarado este asp ecto term inológico, d iré que a lo largo de este
capítulo preten d o esbozar, ante todo, los m ecanism os y procedim ientos
de q u e se sirven los g rie g o s para e s ta b le c e r nuevas p o le is en d iv ersas
reg io n es m ed iterráneas, al tiem po q u e trataré, igualm ente, de insertar,
dentro d el contexto de la form ación d e la p o lis g rieg a, este p ro ceso,
b ien entendido que e l panoram a q u e aquí p resen taré d e forma más o
m enos m onográfica, circunstancialm ente ten d rá que realizar ocasiona­
les saltos cron ológico s que, en algunos casos, nos llevarán incluso hasta
e l siglo VI a.C.; ni qué d e cir tiene q u e en los capítulos que d ed iqu e a
estudiar los restantes sig los que configuran el arcaísm o trataré d e inte­

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