Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
41
d etalle aquí, habían favorecid o e l auge de una se rie d e individuos·que,
en trelazad os p or vínculos fam iliares y basando su crecie n te p o d er en la
posesión de la tierra, a p a re ce rá n en e l siglo VIII, cuando disponem os
de la inform ación que nos brindan los Poem as H om éricos, al frente d e
la com unidad. A estos individuos les llam arem os con el térm ino d e
«aristócratas» y, p referib lem en te, por se r el que ellos mismos g e n e ra l
m ente em plearon, con e l de aristoi , literalm ente, «los m ejores». A parte
de por otros rasgos, a los aristoi se les distingue p or su p erten en cia a
fam ilias (gene) que se vinculan a antepasados ilustres, ya sean d ioses o
h é ro e s y por su evid en te aspiración a p ap eles d irigen tes dentro de esa
com unidad so b re la b ase, ante todo, de e s e p rivilegio hereditario no
exen to de cierto matiz religioso (son diotrepheis, «alumnos de Zeus»),
del que d eriva el mismo hecho d e s e r aristócratas.
N aturalm ente, junto a ese factor influyen varios otros; en tre ellos, la
riqueza e s el m ás im portante. En efecto, e s su posesión o control de la
m ayor p arte de las tierras, o de las más fértiles, así com o la disponibili
dad de abundante ganado (bueyes, ovejas, cabras, cerd os) lo que le s
garantiza un nivel d e vida elevado, al tiem po que les aporta una se rie
d e re cu rso s suplem entarios a los que sab rán dar usos diversos, e s p e
cialm ente en forma de reg alo (doron), claram ente un procedim iento d e
redistribución de la riqueza que perm ite la consolidación de relacion es
basad as en el «don-contradón». Todo ello e s lo que constituye su «ca
sa» en sentido amplio, su oikos\ será éste el factor principal, de m odo
que su familia en sentido estricto, su g en o s , se halla subsum ida dentro
d e este ám bito m ás amplio.
La disponibilidad de ex ced en tes les perm ite, al tiem po, contar con
la ayuda d e otras p erson as que, b ien a cam bio de un salario (thetes),
b ien p orq u e form an parte de las p ro p ied ad es d el aristos, d esarrollan
para él todos los trabajo s m anuales relacionad os con e l cultivo d e las
tierras o con el cuidado del ganado. Esta circunstancia hace que este
grupo de individuos, liberad os de la atención p eren toria a su propia
su p erv iv en cia y pudiendo h a cer uso d e los b en eficio s de la actividad
agrícola, d esarro llen otro tipo de actividades. D e todas ellas e s la
g u erra la m ás frecu en te y la que, en cierta m edida, caracteriza a estos
aristoi. La gu erra, entendida tanto en su función de defensa de los
in tereses de la comunidad, cuanto com o m edio d e m edir la prop ia
fuerza física, p e ro tam bién la habilidad y d estreza d el sujeto y d el
grupo al que p erte n e ce , situará en posición preem in en te a este grupo
social y a cada uno d e sus m iem bros. La propia ritualización d e la
gu erra, q u e e x ig e e l com bate p erson al en tre enem igos de status se m e
jante, p re ce d id o p or la presen tación y enum eración de los propios
m éritos, incid e claram ente en este mismo sentido.
El exclusivism o d el grupo se m anifiesta tanto en la ten d en cia endo-
42
gám ica m anifestada en el mismo cuanto en el d esarrollo de toda una
se rie de instituciones, com o el h osp ed aje y el sim posio, a las que más
adelante m e re fe riré que, consagrando la «solidaridad aristocrática»
más allá de los lím ites de la propia comunidad, garantizará su p redom i
nio a todos los n iv eles (Véase 3.2.2).
Es, pues, en este conjunto d e individuos en q u ien es resid e el g o
b iern o de las com unidades helénicas, posiblem ente d esd e el momento
en que la descom posición d el sistem a palacial m icén ico d ejó a las
aldeas com o únicas células so ciales y económ icas d el mundo g rieg o ; al
constituirse la p o lis m ediante la a g reg ació n de tales aldeas, e s de este
grupo d irigen te de donde su rge el basileus, el rey, térm inos que
utilizarem os indistintamente, si b ien hem os de señalar que los reyes, en
G recia y en este períod o, no asum irán prácticam ente ninguna de las
connotaciones que en otras culturas y otros m omentos su ele asign arse
al térm ino y a la institución que rep resen ta.
La realeza en G recia pasa, a lo larg o d el siglo VIII, p or un períod o
de profunda transform ación, aun cuando el p ro ceso no es uniforme ni
sincrónico en todo el mundo helénico. No obstante, p u ed e d ecirse, en
líneas g en era les, que en este m om ento se p rod u ce e l paso de una
realeza hered itaria, cuyo ca rá cter definirem os a continuación, a una
realeza-m agistratura o una sim ple sustitución d el rey p or m agistrados
que realizan sus antiguas funciones. Una ex cep ció n significativa en este
p ro ce so e s Esparta en donde, adem ás de co n serv arse los rey e s con
p o d e res efectivos hasta b ien entrado el clasicism o, existe una doble
realeza, encom endada a dos familias d iferentes, los A giadas y los Euri-
póntidas.
Lo habitual, sin em b arg o, es que la realeza vaya diluyéndose en la
m ayor p arte d e las poleis. Puesto que este hecho p a re ce h ab er tenido
lugar de forma pacífica y sin que haya constancia en la m ayor parte d e
los casos de cóm o y de qué m anera se ha producido e l tránsito, d e b e
rem os concluir que la su presión o la transform ación de la realeza no ha
afectado, sustancialm ente, a las estructuras de p od er existentes. Ello
tiene que d eb erse , forzosam ente, al pecu liar pap el que la realeza asu
mía en esta ép o ca cru cial para e l d esarrollo de la p o lis griega.
Quizá no esté de m ás tra er aquí un texto de A ristóteles donde se
encuentra resum ido e s e p ro ceso ;
43
peñaban su función unos sin juramento y otros con él; éste consistía en
levantar el cetro. En los tiempos antiguos los reyes ejercían su autori
dad continuamente tanto en los asuntos de la ciudad como en los del
campo y en los exteriores; después ellos mismos abandonaron algu
nas de sus funciones, otras se las arrebataron las multitudes y en unas
ciudades sólo dejaron a los reyes los sacrificios tradicionales, y allí
donde todavía podía hablarse de realeza conservaron únicamente la
dirección de las guerras extranjeras». (Aristóteles, Pol., Ill, 14; 1285 b;
traducción de J, Marías y M. Araujo).
44
m ente p or Mazarakis-Ainian (MAZARAKIS-AINIAN, en EARLY GREEK
CULT PRACTICE: 1988, 105-119), según la cual el ca rá cter ciertam ente
sacerdotal de estos ba sileis haría que su resid en cia actuase com o lugar
de culto y que, al d e c a e r la m onarquía y su rgir e l tem plo exento, quizá
a partir d el segundo cuarto o la mitad d el siglo VIII, e l mismo retom aría
la misma estructura que este «palacio» tenía, a sa b er, la construcción
de planta absidal.
En la toma de d ecision es, el re y se halla asesorad o p or su con sejo
de notables (g ero u sia , boule, o sim ilares) que, con él, com parten esos
privilegios (gerea ) consustanciales con la realeza, así com o el honor
(time) de la misma; los asuntos son discutidos y, aunque la última
palabra co rresp o n d e al rey, raras v e c e s éste d eso irá los co n sejo s que
aquéllos le han dado. Tom ado el acuerd o pertinente, se rá el rey, ro
deado de su con sejo, quien, personalm ente, o a través de un heraldo,
dará a co n o cer el mismo al resto de la comunidad, reunido al efecto en
asam blea, que no ten d rá oportunidad alguna (aparte de los murmullos,
e l griterío, o la aclam ación) de h a cer patente su opinión al resp ecto.
El texto de A ristóteles que antes he transcrito afirm aba que la re a le
za le fue con ced id a a aquéllos q u e habían b en eficiad o a los ciudadanos
en las artes o en la g u erra y q u iero d eten erm e ahora en este aspecto
con un cierto detalle. No ca b e duda de que aquí nos hallamos ante dos
posibilid ad es de interpretación, depend iend o d el punto de vista adop
tado..D esd e la propia visión hom érica, esto es, aristocrática, la justifica
ción de la existencia d el re y y de los aristoi se halla, ante todo, en los
b en eficio s que pu ed en ren d ir a la comunidad; de entre ellos, sin duda,
el más im portante e s el d e d efen d erla frente a cualquier enem igo; es,
pues, el m onopolio de la fuerza una de las razones, com o apuntaba
anteriorm ente, que exp licab an el au ge social d e este grupo de indivi
duos que tienen com o ocupación prim ordial la gu erra. Esta actividad,
p o r otro lado, es la que les perm ite ex p re sa r su arete, su valor en el
com bate, al tiem po que su e x celen cia moral.
P ero analizando el tem a con objetividad, no podem os d e ja r de o b
se rv a r que esta exp licación no e s m ás que la su perestructura id eológ i
ca que enm ascara la dom inación económ ica y, consiguientem ente so-
cio-política, q u e este gru po e je r c e so b re el resto de la comunidad y
q u e encuentra en el m onopolio de la fuerza p or parte del mismo su
m ejo r instrumento de control, tanto d esd e un punto de vista m eram ente
físico com o id eológico, al p re sen ta rse esta d ed icación a la gu erra no
com o utilizable contra los no aristócratas sino en defensa d e los m is
mos.
A cam bio de esa p ro tecció n que brindan, tienen d erech o a sus
privilegios (gerea ) y h onores (timai), cuya m aterialización p ráctica ya
hem os enum erado. El basileus, adem ás de ellos, tiene d erech o a un
45
temenos, es d ecir, una concesión de tierra, un regalo, p or parte de ia
colectividad, com o contrapartida a la p rotección que com o re y e je r c e
so b re ella. El id eal que aquí su by ace es, claram ente, el del mutuo
b en eficio , si b ien el provech o que cada gru po im plicado obtiene no es,
obviam ente, igual puesto que con sagra la posición rectora de unos
frente al estado de sumisión y agrad ecim ien to de otros.
— El reparto de la tierra
Ni qué d e c ir tiene que en el momento en e l que esa situación, por
las razones que sea, se m odifique en lo más mínimo, el «equilibrio»
social, ya p re ca rio en el mundo a que aluden los Poem as H om éricos, s e
d esm oron ará irrem isiblem ente. Un factor que contribuirá grandem ente
al desencad enam ien to d e e s e p ro ce so se rá la cuestión d el reparto de la
tierra. C on secu en cia p ro bab lem en te de una situación ya iniciada du-
rante los Siglos O bscu ros (si no ya en é p o ca m icénica) la prim itiva
aldea com puesta por aquéllos que cultivan sus propias tierras o tienen
asignadas tierra s com unales (cuestión aún no definitivam ente aclarada)
se va convirtiendo en una com unidad en la q u e una se rie de familias va
h acién dose, poco a poco, con el control de esas mismas tierras.
Poco im portaría, a efectos prácticos, que si es cierto que las tierras
eran in alien ables (otra de las cuestiones aún no resuelta satisfactoria
m ente) más que de acaparación de las tierras en pocas manos d ebam os
p re fe rir el térm ino m ás aséptico de control. En cualquier caso, uno d e
los factores que contribuyen a la em erg en cia de los grupos aristocráti-
eos es, p recisam en te, su éxito en esta em p resa de acaparam iento de
tierras y ganados y, eventualm ente, en el som etim iento de p arte d el
cam pesinado (pequ eñ os propietarios o no) que previam ente habían
explotado las mismas. Poco im porta, asim ism o, que este p ro ce so no
im plique siem p re la red u cción a un estado de sem iservid u m bre de e se
cam pesinado d esd e el punto de vista ju ríd ico; en la práctica, sus p osi
bilid ad es de prom oción eran prácticam ente nulas.
Otro factor contribuye tam bién a ag rav ar la situación derivad a de un
rep arto de la tierra a todas lu ces p roblem ático y es la división su cesiva
de la propied ad , testim onios d el cual encontram os tanto en H om ero
com o en Hesíodo:
«Sus hijos [se, de Cástor de Creta] soberbios y altivos su caudal
dividieron en lotes y echaron las suertes; una casa dejáronme a mí,
poco más«. (O d isea, XIV, 208-210; traducción de J.M. Pabón.)
«Pues ya repartimos nuestra herencia y tú te llevaste robado mucho
más de la cuenta, lisonjeando descaradamente a los reyes devorado-
res de regalos que se las componen a su gusto para administrar este
tipo de justicia». ( Trabajos y Días, vv. 37-40; traducción de A. Pérez
Jiménez y A. Martínez Diez.)
46
D entro de familias no excesiv am ente acom odadas, esta p ráctica po
día suponer, en el tránsito de pocas g en eracion es, e l em p eq u eñ eci
miento p ro g resiv o de la tierra cultivable con las con secu en cias de ello
derivadas, entre las que se encuentran el endeudam iento y, más ad e
lante, la pérdid a de la tierra a m anos de los p od erosos. En cualquier
caso, el surgim iento de tensiones so ciales y la aparición de individuos
d esp oseíd os son situaciones a las que habrá que ir hallando respuestas
a m edida que se vayan produciendo.
47
que esta im itación, más o m enos fidedigna, tien e d e «recu p eración » d e
un mundo h ero ico ya periclitado, p ero que, p o r esta misma circunstan
cia, e s con sid erad o com o algo aún vivo y d el que p u ed en e x tra e rse
im portantes enseñanzas. Las con secu en cias q u e este hecho tiene en la
elaboración de la política p a re ce n ev id en tes. Si b ien más adelante
v o lv eré so b re el tem a de las «recu p eracio n es», avanzaré aquí que
en tre las m ism as hallam os tanto aspectos referid o s al propio ritual
funerario cuanto a la misma caracterización d el aristos dentro d el en tor
no social en el que se m ueve. La p ru eb a de ello, al m enos en el caso
ático, podem os v erla en la p rod ucción d el «M aestro d el Dipilón» cuya
actividad se inicia, com o ind icaba en páginas p re ce d en te s, hacia el 750
a.C., e s d ecir, en el momento en que este p ro ce so está en pleno au ge
(v éase 3.2.1; 2.2.1).
Sin ninguna duda la interpretación que hem os d e dar a este fenóm e
no está en la con sciencia d e que ha surgido una nueva form a estatal, la
polis, que n ecesita d e una legitim idad que, en una civilización que,
com o la g rieg a , ha «olvidado» su historia durante los siglos p revios a la
Epoca O bscura, se m aterializa en unas figuras h eroicas de la que dan
cuenta, exclusivam ente, los aed os. M ediante el recu rso de rem ontar
sus lin ajes a esos h éro e s y a los dioses, los re y e s hom éricos y, junto con
ellos, los aristoi que, no lo olvidem os, han sido alim entados p or el
propio Zeus (basileis diotrepheis), resaltan, en el plano id eológ ico, sus
asp iracio n es a la d irección de la com unidad. La recu p eració n d el pasa
do, p or consiguiente, es la garantía de la estabilidad en el p resen te.
48
para el p eríod o que en e l otro. La im agen que obtenem os es la d e un
individuo que se pasa toda su vida arañando un trozo de terren o para
ex tra er de él poco más que lo justo para so b rev iv ir con su familia;
amenazado en m uchas ocasion es por las deudas que ha tenido que
con traer para p ro seg u ir la producción, a m erced totalm ente de los
elem entos y de los a cre e d o re s, el cam pesino tiene que com plem entar
sus in gresos con lo que, en la m entalidad g rieg a, e ra más penoso que
otra cosa: tra b a ja r en las tierras d e otro a cam bio d e un salario. Estos
eran llam ados thetes y en los Poem as H om éricos ap arecen com o m eros
com parsas, sirviendo a los rey e s y a los aristoi y sin posibilidad de
op o n erse a sus designios.
Pero no nos engañem os; no les están n egad os los d erech o s políti
cos, por muy restrin gid os que éstos sean. Ellos son la espina dorsal del
demos, d el pueblo, y d el mismo modo que son reclutados para accio
n es de g u erra, tienen, al m enos, el d erech o de, reunidos en asam blea
(por ejem p lo, en Ilíada, II, 50-52), rec ib ir inform ación d e todo aquello
que les atañe, si b ien no tienen capacid ad ni de op o n erse a lo decidido
p or el basileus y su con sejo ni, prácticam ente, de hablar. C onviene que
oigam os al propio H om ero, cuando en b oca de Ulises, exp o n e la opi
nión que el aristos tiene de estos individuos, ejem p lificados en la masa
confusa de los aqueos en d esband ad a hacia las naves:
«Quédate quieto en tu sitio y escucha las palabras de los que son más
fuertes que tú, pues tú eres un bisoño y un cobarde, que no cuentas ni
en la guerra ni en el consejo.» (Ilíada, II, 200-205; traducción de C.
Rodríguez Alonso.)
49
testim onios q u e podem os e le g ir de los Poem as H om éricos y que m ues
tran cóm o el poeta con oce ya la realidad hoplítica quizá el más e x p re si
vo sea el siguiente (Véase 3.4.2):
50
Por otro lado, sin em b arg o, p ervive inalterado el v iejo ideal aristo
crático exclusivista, cim entado ante todo en la propia im agen distorsio-
nadora que los Poem as H om éricos contribuyen a form ar, que aleja d e
cualquier posibilidad de a cceso a los círculos d irigen tes a aquéllos que
no com parten los p rivilegios en cierto modo inm ateriales que ca ra cteri
zan a esa asociación cerrad a. Dentro de e s e ideal e l thes no cuenta;
com o afirm aba e l propio U lises «no es bueno ni en la g u erra ni en el
consejo» y en su otra faceta, la agrícola, la productiva, se p re fiere
con sid erarle con los idílicos tintes que nos m uestra el «escudo de
Aquiles»:
51
a Artesanos
Otro de los grupos que se dan cita en el mundo hom érico, en la
p o lis n aciente, es e l de los artesanos o dem iourgoi. Son ellos quien es,
trabajand o con sus m anos, dan forma a los m ateriales que la naturaleza
p resen ta en su asp ecto m ás sim ple posible: e l b arro , el co b re, el h ierro
e, incluso, las p alabras puesto que, no hem os d e olvidarlo, e l aedo no
e s más que un sim ple dem iurgo que sa b e dar form a a las p alabras p ara
prod ucir un h erm oso discurso, d el mismo m odo que el h errero , con su
martillo y con la ayuda del fuego sab rá sa ca r d el m ineral en bruto la
pieza más b ella q u e se pueda im aginar. En la propia O disea hallamos
nom brados a adivinos, m édicos, carp interos y aed os ( O d isea , XVII,
382-385). La posición d el artesano e s am bivalente; p or un lado, su
trabajo se a p re cia y es, incluso, im prescin d ible. Los p ro tecto res de los
dem iurgos son divinidades de p rim er o rd en com o Hefesto o com o
Atenea. P ero, p or otro lado, d ep en d en en todo de la b en ev o len cia de
sus patronos ocasionales puesto q u e e l d em iurgo es, casi p or defini"
ción, itinerante. Va d e lugar en lugar ofrecien d o sus artes a aquellos
que pu ed en recom p en sarle; recib id o s p o r los rey es, que les en carg an
aquellos o b jeto s q u e subrayan su p reem in en cia y recom p en sad os p o r
su destreza; p o se e d o re s d e esa cierta aura m ágica que en las so cied a
d es prim itivas rod ea al que sab e tratar con esas m aterias prim as, toscas
y am orfas y e x tra e r de ellas su escondida b elleza, no tendrán, sin
em b argo, lugar en la estructura política que está surgiendo.
El dem iurgo, el extran jero, v en erad o y rev ere n ciad o en tanto qu e
n ecesario , será, sin em bargo, un h om b re sin ra íces que, adem ás, vivirá
de aquello que, com o com pensación p or su actividad, le dan los p o d e
rosos, Su propio ca rá cter itinerante informa de la cierta p re caried ad en
que se d esen v u elv e la socied ad hom érica, puesto que una misma co
munidad no p u ed e a b so rb e r toda la p rod ucción de uno o varios artesa
nos que trab ajen sim ultáneam ente o, acaso, el propio abastecim iento
de m aterias prim as no es lo suficientem ente im portante com o p ara
garantizar una actividad continuada d el artesano. P or una u otra razón,
o p or am bas, el dem iurgo tendrá que trasladar su taller a aquellos
lu gares donde se den las condiciones n ecesa ria s para p o d e r d e sa rro
llar su trabajo.
Como apuntaba antes, en tre los artesanos tam bién p u ed e inclu irse a
los aedos, a los poetas itinerantes resp o n sab les de la transm isión du
rante siglos de la tradición épica; en efecto, adem ás de su ca rá cte r
itinerante, de la estrech a relación que existe en tre é l y e l aristos al qu e
sirve y que le recom p ensa, trabaja con las p alabras, elaborando discur
sos bellos. Como ejem p lo de la actividad d el aed o podem os traer aquí
la referen cia que en la O disea encontram os a propósito d el aed o De-
m ódoco, seg u ro autorretrato de alguno de los autores d el poem a:
52
«Al cantor siempre fiel, a Demódoco, honrado del pueblo, acercó de
la mano un heraldo y en medio sentólo del banquete apoyándolo en
alta columna; y Ulises, el fecundo en ingenios, cortando un pedazo de
lomo, pues quedaba aún mucho del cerdo de blancos colmillos, entre
góle al heraldo aquel trozo bosante de grasa. "Lleva, heraldo —le
dijo—, esta carne a Demódoco y coma a placer: quiero honrarle
aunque esté yo afligido; de parte de cualquier ser humano que pise la
tierra, la honra y el respeto mayor los aedos merecen, que a ellos sus
cantares la Musa enseñó por amor de su raza.” Tal le dijo, tomóla el
heraldo, la puso en los dedos del egregio Demódoco y éste alegróse
en su alma.» (O d isea, VIII, 471-483; traducción de J,M, Pabón.)
53
junto de actividades que e l d esp eg u e económ ico d el momento está
favoreciend o,
■ Comerciantes
En relación íntima con ese d esp eg u e económ ico al que he aludido a
lo larg o de las páginas an teriores están tam bién los com erciantes. No
olvidem os que ya hacia el 800 a.C. se atestigua la p resen cia de relacio
n es co m erciales en tre E u bea y la reg ión co stera siria y que, d e poco
desp ués, data el establecim iento, tam bién euboico, en Pitecusa, cuya
com ponente com ercial p a re c e bastante im portante. Sin em bargo, el
reflejo que en los Poem as H om éricos ha tenido e s e tipo de com ercio no
p a re c e h a b e r sido muy intenso, al m enos p or lo que se refiere al
protagonizado por g rieg o s.
En efecto, el «gran com ercio internacional» (por utilizar alguna e x
presión) a p a rece, en la Odisea, en m anos, casi exclusivas, de fenicios o
sidonios, com o les llama Homero y, ciertam ente, la im agen que de ellos
da no es, en absoluto, positiva:
«No parece, extranjero, que seas varón entendido en los juegos que
suelen tenerse entre hombres; te creo uno de esos, más bien, que en
las naves de múltiples remos con frecuencia nos llegan al frente de
gentes que buscan la ganancia en el mar, bien atento a la carga y los
fletes y al goloso provecho: en verdad nada tienes de atleta.» (Odisea,
VIII, 159-164; traducción de J. M. Pabón.)
C iertam ente y al igual que ocu rre con los artesanos, los com ercian
tes resultan im p rescin d ib les p orq u e son q u ien es aportan aquellos artí
culos que sirven p ara resaltar el auge de los aristoi a más de las
m aterias prim as que se han vuelto ya artículos de prim era n ecesidad.
Ello no obsta para que la m oral aristocrática re p ru e b e esa actividad,
dirigida hacia la ganancia (kerdos)\ es eso lo que le achaca Euríalo a
Ulises, su p reocu p ación p or la ganancia.
54
Como su ele se r habitual, la im agen que nos p resen ta Hesíodo p e r
mite matizar la visión hom érica; Hesíodo, q u ed e claro, tam poco ap ru e
ba abiertam ente el com ercio y d esap ru eba la navegación. En ese senti
do, aún p erm an ecen en é l resid uos de e s e id eal aristocrático que en
m uchos aspectos sigue com partiendo. Sin em b argo, más apegado a la
realidad, p u ed e en ten d er que se practiqu e tal actividad, aunque para
que la misma se a lícita d e b e ten d er no a la ganancia, sino a com ple
m entar la propia econom ía dom éstica. Naturalmente, se b u sca una g a
nancia, aunque la misma sirve, m ás bien, com o m edio p ara evitar otros
m ales:
«Por primavera otra época para navegar se ofrece a los hombres ...
Yo no la apruebo, pues no es grata a mi corazón; hay que cogerla en
su momento y difícilmente se puede esquivar la desgracia. Pero ahora
también los hombres la practican por su falta de sentido común; pues
las riquezas (chrem ata) son la vida para los desgraciados mortales. Y
es terrible morir en medio del oleaje.» ( Trabajos y Días, 678-688;
traducción de A. Pérez Jiménez y A. Martínez Díaz.)
55
ductivo y p or la ya m encionada b úsqu ed a d e riquezas com o fin último y
no com o m edio, com o ocu rriría en el co m ercio -prexis.
Sin em b a rg o y aun a riesg o de con trad ecir a M ele, yo con sid ero
este esqu em a algo m ás com plejo, puesto que, en el texto de la O disea,
VIII, 159-164 antes transcrito y a p esar de que segú n el autor italiano
estem os ante un com ercio de tipo p re x is, yo c reo o b serv ar ya rasg os
que p a re ce n ind icar una actividad m ás profesionalizada, hasta e l punto
d e qu e aquí el q u e la p ractica no p u ed e se r aristos: e s lo que da a
en ten d er Euríalo cuando se n iega con sid erar atleta a Ulises. Algo p a re
cido d eb eríam o s p en sar con resp ecto a la am plia actividad com ercial
eu bo ica a la que m e refería en páginas an teriores; e s p osib le que, en
parte, podam os con sid erarla con M ele, com ercio -p re x is p ero, p or otro
lado, la gran extensión e im portancia de la misma, así com o las im plica
ciones que lleg a a adquirir, h acen dudar un tanto d e esta im agen.
D esd e mi punto d e vista, las actividades ultram arinas de los eu boicos
no debían d e d iferen ciarse m ucho d e las que p racticab an los fenicios; y
éstos, com o es sabido, al m enos en la im agen helénica, eran los «co
m erciantes p rofesionales». En mi opinión, cuando Euríalo d irige sus
ofensivas p alabras a Ulises b ien podía estar pensando en alguno d e
estos com erciantes que hacía ya largo tiem po unían con sus naves las
costas de G re cia con los m ás rem otos lu gares de O riente y de O ccid en
te.
Com o ocu rría con los artesanos, hay tam bién am bivalencia frente al
com erciante, si b ien éste nunca gozará d el a p recio social d el qu e
disfrutan algunos artesanos. A m pliam ente d esp reciad o , com o hem os
visto, por su afán d e riqueza, es tam bién im p rescin d ib le p orqu e es
quien h ace lleg a r los artículos valiosos que m arcan las d iferen cias
sociales; sin duda aquéllos de en tre los aristoi que se aventuran en el
m ar no p u ed en llev ar hasta sus oikoi todos los artículos que, con esta
finalidad, d esean atesorar; necesitan, pues, d el com erciante para com
plem entar su prop ia actividad.
P ero, p o r otro lado, este « d esp recio » e s tam bién relativo. Yo no
cre o que en las ciudades de Eubea, donde ciertam ente se hallaron
im plicados los aristoi en el com ercio durante largo tiem po, fuesen
válidas las o b serv a cio n es ya citadas de Euríalo; en C alcis y Eretria el
com ercio aristocrático, m ás o m enos contam inado p or e l ansia d e ri
quezas, podía seg u ir siendo com patible con e l resto de las actividades
que caracterizab an a los nobles. P ero com o no todas las ciudades
g rie g a s eran com o las euboicas, d eterm inadas p ecu liarid ad es de éstas
tal vez no eran com prendidas y ha sido esta visión la que más p eso ha
tenido. En efecto, no e s ejem p lo de vinculación al m ar un Hesíodo que
confiesa no h a b e rse em b arcad o m ás que una vez y, naturalmente, com o
p asajero p ara atrav esar el estrech o brazo de m ar que sep ara Aulide d e
56
Eubea. P ersonas com o Hesiodo, o p erso n a jes com o el Feacio Euríalo
contribuirían a c re a r la m ala im agen d el com erciante arcaico.
Siguiendo con el otro elem ento de la ya m encionada am bivalencia,
es e l com erciante el que h ace lleg a r a las m anos d e los aristoi los
productos que ellos dem andan; las p ru eb as no hay que b u scarlas muy
lejos. En los santuarios y en las tum bas ricas de las ciudades g rieg as
han aparecid o o b jeto s en b ro n ce, plata, hueso, marfil, fayenza, etc.,
cuyo orig en hay que b u sca r en Siria, en Egipto, en Urartu, en Anatolia
... y que si b ien pu ed en h a b e r sido transportados por com erciantes
fenicios, no es im p robab le que puedan h aberlo sido por g rieg o s, e s p e
cialm ente en aquellos casos en los que una divinidad políada p ro teg e a
sus com erciantes en la navegación y estoy pensando ahora en e l H ereo
de Samos, cuyo p rim er recinto sacro monumental (el p rim er hecatom-
p e d o n ) su rge hacia el 700 a.C. (frente a opiniones que rem ontaban el
mismo al 800) p ero en el que los objetos exóticos, ya durante el siglo
VIII p a re ce n h a b e r sido aportados en buena m edida p or los propios
navegantes sam ios en agrad ecim ien to a la diosa por su feliz y p ro v e
choso retorno. Del mismo modo, en cen tros com o las ciudades euboi-
cas, o com o la Atenas del siglo VIII, los resp on sab les d e la llegada d e
productos exóticos d eb en d e h a b e r sido los m ismos individuos a q u ie
nes hem os visto estab lecien d o factorías en la lejana costa siria (véase
2 .2 .2).
Por si todo eso fuera poco, en los propios Poem as H om éricos halla
mos claras referen cia s a estos productos que llegan m erced al co m er
cio, tales com o o b jeto s en oro y b ro n ce, joyas, vasijas de plata, artículos
en h ierro y c o b re , p or no m encionar el vino, las p ieles o los tejidos. El
siguiente p asaje resultará significativo:
57
En este sentido, estoy totalm ente de acu erd o con M ele cuando afirma
que una d iferen cia clara en tre el com ercio aristocrático, de tipo p re x is
y el profesional (em p o rie) rad ica en el m ayor nivel económ ico y social
de los que p ractican el prim ero frente a los que h acen lo propio con el
segundo. Por último, añadir que junto con el d esd én con que el mundo
g rieg o trataba al com erciante, convivía la idea de que si la em p resa
com ercial, a p esa r de sus riesgos, tenía éxito, perm itía un rápido en ri
quecim iento a aquél.
58
«Al igual de su esposa la honró [Laertes] en el palacio, mas nunca con
la esclava se unió por temor a las iras de aquélla. Iba, pues, allí dando
a Telémaco luz; le quería cual ninguna otra sierva y habíalo tenido en
su guarda siendo niño.» (O disea, I, 432-436.)
«Me crió [Laertes] con la noble Timena de peplo ondulante, la menor
de sus hijas. Igual me cuidaba que a ella y eran poco inferiores mi
estima y mi honra.» (O disea, XV, 363-365; traducción de J.M. Pabón.)
Hay que gu ard arse, sin em b argo, de d eja rse en gañ ar por este p a
noram a; lo cierto e s que estos serv id o res han llegado a esa situación a
causa de la g u erra o de la venta; su destino e s el q u e sus amos les
im ponen y, si b ien p u ed e h a b e r un trato en cierto modo familiar,
relacion es afectivas intensas e, incluso, v erd ad ero cariño, cualquier
desliz o infidelidad p u ed e conducir a la m uerte más afrentosa, cru el y
ejem p lificad ora a quien no ten ga p resen te la realidad d e su situación.
Quien m ejo r perm ite v e r esto es la d esleal Melanto, al frente de las
esclavas infieles.
«“No daré yo, en verdad, muerte noble de espada a estas siervas que
a mí madre y a mí nos tenían abrumados de oprobios y pasaban sus
noches al lado de aquellos pretendientes.” Tal diciendo, prendió de
elevada columna un gran cable de bajel, rodeó el otro extremo a la
cima del horno y estirólo hacía arriba evitando que alguna apoyase
sobre tierra los pies... y un nudo constriñó cada cuello hasta darles el
fin más penoso tras un breve y convulso agitar de sus pies en el aire.»
(O disea, XXII, 462-473; traducción de J, M. Pabón.)
59
La esclavitud, pues, a lo largo d el siglo VIII, se ha ido afianzando
com o fenóm eno im portante en los o ik o i de los aristoi ; reserv ad o s a
tareas d om ésticas y, quizá en m enor m edida, a tareas realm ente p ro
ductivas, eran, ante todo, un sím bolo más d el auge social y económ ico
de e s e restrin gid o círculo d irigen te, resp o n sa b le último d el p ro ce so
que d esem b o ca en lo que conocem os p o r polis.
60
La configuración
de la polis
Asumida esta definición, ello nos evita el intentar tan siqu iera «tra
ducir» (y «traicionar») el térm ino p o lis a nuestra lengua. Veam os, pues,
a continuación, algunos de los rasg os previos que d ebem os ten er p re
sentes para en ten d er lo q u e la p o lis g rie g a implica.
61
En p rim er lugar, hay que d ecir que la p o lis rep resen ta, en un cierto
sentido, un equ ilibrio. Equilibrio, sin d u d a: in estable en m uchos casos
p ero eq u ilibrio al fin, aun cuando sólo sea p orq u e en ocasion es e n ca r
ne el único punto d e acuerd o en tre grupos enfrentados. Por ello mis
mo, la p o lis n ecesita, ante todo en los m om entos en que la misma está
surgiendo, una se rie de «puntos de anclaje» que la estabilicen.
En segundo lugar, la p o lis rep resen ta una form a de vida, con todo lo
que ello im plica tanto d esd e el punto de vista m aterial (d esd e e l propio
em plazam iento de la misma, con todas sus n ecesid ad es logísticas, inclu
yendo el fundamental aspecto del abastecim iento) cuanto d esd e el
id eológ ico, A esa forma de vida, por end e, p a re c e h a b e rse llegado
acaso más por reflexión que por azar. Sin q u e re r n e g a r su im portancia
a los p eríod o s p rev io s al siglo VIIÍ en la historia de G recia, que en una
p ersp ectiv a teleo ló g ica p a recen estar p rep aran d o el camino hacia la
p o lis hay en su crea ció n una buena p arte de intencionalidad. Por ello
mismo he hablado de un equilibrio, puesto que, al admitir tal idea de
intencionalidad hem os de dar justa cuenta d e los in tereses enfrentados
que son puestos en ju e g o y que son com binados para dar lugar a esta
novedosa form a política.
En te rc e r lugar, la po lis introduce en la Historia una con cep ción
absolutam ente nueva: la posibilidad para una se rie de individuos de
dotarse de sus propios instrum entos de g o b iern o y de organización a
todos los n iveles, prescin d ien d o de la referen cia al ámbito sobrehum a
no, lo que con v ierte a la p o lis en la única ex p e rien cia de este tipo
conocida hasta e s e momento en todos los ám bitos que d irecta o rem ota
m ente se asom an al M ed iterráneo; de hecho, el p o d er se hallaba en los
ciudadanos, en todos, en muchos o en pocos, p e ro en cualquier caso
sie m p re en un conjunto m ás o m enos am plio de ciudadanos. Sólo en
casos ex cep cio n a les (tiranías) era uno solo quien e je rc ía el poder. En
ello influye, naturalm ente, toda una se rie de p re ce d en te s históricos,
que no es lugar éste para analizar, p ero, al tiempo, un conjunto d e
nuevos planteam ientos, en gran m edida originales, que, construyendo
so b re e se trasfondo, dan su propia personalidad a este «experim ento»
que, en sus fases iniciales, supone la p o lis g rieg a.
D iré aquí, casi com o un inciso que, aun adm itiendo que quizá son
más im portantes los elem entos d e continuidad que los rupturistas en el
períod o com prendido en tre el final del mundo m icénico y la ép o ca
arcaica (MORRIS, en City and Country in the A ncient W orld: 1991), no
p a re ce factible asignar la existencia de p o le is a mom entos an teriores al
siglo VIII y, por consiguiente, con mucho m enos motivo a la Edad d el
Bronce, com o ha sido propuesto recien tem en te (por ejem plo, VAN
EFFENTERRE: 1985, correctam en te contestado por MUSTI: 1989, 74-80).
T ras estas ob serv acio n es podem os tratar de analizar los principales
62
factores que identifican a la p o lis arcaica antes de en trar en algunos de
los aspectos que caracterizan su form ación.
La p o lis p u ed e se r consid erad a, ante todo, com o una estructura que
su rge al servicio de unos in tereses determ inados. Esos in tereses son,
en su m ayor parte, de tipo económ ico y los b en eficiarios d irecto s son
los aristoi , si b ien y en el transcurso de pocas g en eracio n es, otros
grupos sociales pu ed en con seg u ir b en eficio s p are jo s y, en algunos
casos, su p eriores. Podem os añadir que la p o lis im plica la existencia d e
un centro en el que resid en los órgan os de g o b iern o y, ante todo, el
santuario de la divinidad tutelar; igualm ente, que la misma n ecesita un
territorio (chora) d el que ex tra er los m edios de vida, principalm ente
agrícolas; ello se traduce en la estrech a vinculación que h abrá d e
existir entre el territorio, m ediante cuya unificación política su rge la
p o lis , y esta misma, cuya b a se de subsistencia se encuentra en el
propio territorio.
Adem ás, habría que ind icar que e s n ecesario un ordenam iento ju rí
dico, unas le y es o norm as, no escritas en un p rim er momento y sólo
conocidas y aplicadas p or los aristoi, producto más de la costum bre
que de una reflexión abstracta, p ero so b re las cuales se ordena la
convivencia de quienes viven en esa polis. Efectivam ente, todos estos
elem entos son n ecesa rio s para que podam os con sid erar que existe un
estado, según el m odelo g rieg o .
A ppsar de ello, no obstante, los propios g rieg o s si b ien con sid era
ban todos esos elem entos com o im portantes, no los veían com o funda
m entales o im prescind ibles; algo qu e sí lo era, sin em bargo, eran los
ciudadanos:
«Pues una ciudad consiste en sus hombres y no en unas murallas ni
unas naves sm hombres.» (Tucídides, VII, 77, 7; traducción de F. R.
Adrados.)
63
m ente de un equ ilibrio; en efecto, la p o lis e s un equilibrio p orqu e los
ciudadanos, los politai d eb en sacrificar algo d e su propia libertad en
b en eficio d e un fin común; aceptando una form a de g ob ierno, unas
norm as, un m arco territorial, p osib lem en te renuncian a una se rie d e
asp iracio n es p erson ales; e s en este equ ilibrio en tre lo comunitario y lo
individual donde halla su exp licación la polis.
Un p a sa je d e Plutarco, referid o al sinecism o de Atenas por ob ra d e
T eseo , ex p lica b ien el p ro ceso, aun cuando hem os d e aislar, p or un
lado, el ca rá cter «personalista» d el p ro ceso , rep resen tad o por T eseo y
el ca rá cter «d em ocrático» del mismo, d ebid o a la propagan da p oste
rior:
64
y que podían em p ren d er em p resas com unes son los q u e definen a la
primitiva polis corintia pre-cipsélída. Para resum irlo, d iré con Y. Barel
(BÄREL: 1989, 29) que
65
han venido dados y que se han erig id o, a p esa r de lo que se proclam a,
en un fin último, quizá resulte difícil en ten d er la v erd ad era «revolu
ción» q u e el surgim iento de la p o lis supuso en la Historia. No m e
a trev eré a afirm ar que la p o lis surgió de la nada, puesto que no sería
del todo cierto, p e ro sí d iré que las form as de g ob ierno, por llam arlas
d e alguna m anera, existentes durante los Siglos O bscu ros no im plica
ban más que un laxo control de un cierto territorio, sin una definición
clara de objetivos, sin una con cien cia clara de solidaridad territorial,
etc. El tránsito a la p o lis im plicó edificar, so b re esta b ase ciertam ente
en d eb le, el nuevo edificio, Para ello, obviam ente, fue n ecesario cons
truir cim ientos, A los mismos d ed ica ré las próxim as páginas.
66
lugar d esd e el que dirigir el conjunto de los territorios in tegrados en la
misma y en el cual se u bicarán las rudim entarias instituciones políticas
y religiosas iniciales. Será este lugar el que recib a la m ayor parte de
los recu rso s de que dispone la comunidad, a fin de dotarle de toda una
se rie de equipam ientos que le perm itan cum plir su función; al tiempo,
centralizará la m ayor p arte de los recu rsos g en erad o s con vistas a su
reparto y red istribución (Véase 3.2.1).
Por ello mismo, si b ien en la teoría se tratará de evitar, en la práctica
se producirá un d esequ ilib rio en tre el centro urbano (llam ém osle asty )
y el territorio (chora), así com o entre aquél y todas aquellas antiguas
«aldeas», esp ecialm ente las m ás im portantes, que hubieran podido as
pirar, en m uchos casos con los mismos o con más títulos, a con v ertirse
en los centros de d ecisión política, com o m uestra, a las claras, la si
guiente versión de Tucídides del sinecism o de Atenas, algo distinta de
la de Plutarco, que veíam os páginas atrás (y éase 3.1):
«... pues desde Cécrope y los demás reyes hasta Teseo, la población
del Atica estuvo siempre repartida en ciudades (p oleis) con sus Prita-
neos y magistrados... Mas cuando Teseo subió al trono, .... además de
organizar en otros conceptos el territorio, eliminó los Consejos y las
magistraturas de las demás ciudades y las unificó con la ciudad actual,
designando un solo Consejo y un solo Pritaneo; y obligó a todas las
poblaciones a que, aun continuando cada una habitando su propio
territorio como antes, tuvieran a la sola Atenas por capital.» (Tucídi
des, II, 15; traducción de F, R. Adrados.)
67
— Lugares comunes y centrales
D iversos tratadistas han puesto d e manifiesto cóm o una de las c a ra c
terísticas d el sistem a de la p o lis g rieg a , frente a otros sistem as, e s p e
cialm ente los orientales, fue la publicidad de las d ecisiones. Esta publi
cidad venía dada, tal y com o se apuntaba anteriorm ente, p or la n e ce sa
ria p resen tación de las propuestas elab orad as p o r el basileus y su
co n sejo ante el demos, reunido en asam blea al efecto. Es cierto, com o
tam bién se veía, q u e en estas p rim eras asam bleas la capacidad d e
discusión de los m iem bros no n ob les d e la misma estaba seriam en te
coartada; sin em b argo, es ya un dato im portante que los gob ern an tes
se vean en la obligación de contar con e l apoyo form al de los g o b ern a
dos lo que h ace, p or ello mismo, q u e la publicidad sea un factor valioso
(Véase 2.3.2).
Dentro d el restringid o con sejo nobiliario, por otro lado, e l d eb ate
d e los asuntos e s fundamental; el basileus, com o habíam os visto, d e b e
reso lv er lo que corresp on d a d esp u és d e h a b e r escu chado y tomado en
con sid eración las opiniones de su con sejo, d e aquéllos que, con el
nom bre g en é ric o d e ba sileis participan, en cuanto colectivo, de la
misma realeza o basileia que e l propio basileus. Son e l d eb ate y la
discusión los que están tam bién en el orig en de la polis', p alabras com o
sinecism o o koinonia destacan, claram ente, esta voluntad d e in tegra
ción con seg uid a m ediante el d eb ate. Un d eb a te político implica, en el
mundo g rieg o , situar los tem as «en el centro», e s d ecir, en aquel lugar
que equidista de todos los que se sitúan en torno a la cuestión a tratar.
Los ba sileis colocan sus asuntos «en el centro», los d eb aten y llegan a
una resolución; acto seguido, vuelven a p resen tarla, nuevam ente, ante
el dem os reunido, que se en ca rg a rá d e d ar su asentim iento. Poco
im porta que la Ilíada nos d escrib a a los o rad o res inoportunos con los
som bríos tintes de T ersites y nos indique su castigo, tenido p or eje m
plar p or el resto de sus iguales; poco a poco, las asam bleas se irían
ab rien d o al v erd a d ero d eb ate y discusión de los p roblem as. Es enton
ces cuando se prod uciría la situación que d e sc rib e V ernant (VER
NANT: 1983, 198) (véase 2.3.2):
68
es lo que los g rieg o s llaman agora que, antes d e p asar a denotar un
sim ple lugar de m ercad o, era el nom bre que re cib ía la asam blea y el
lugar donde la m isma se cele b ra b a . Este es, pues, uno de los lu gares
cen trales que p erm ite la constitución de la polis.
En las ciudades que su rgieron en la costa m inorasiática con motivo
de las m igracion es que se su ced ieron d esp ués d el colapso d el mundo
m icénico, com o o cu rre con una d e la m ejor conocidas d e ellas en esta
época, la Antigua Esm irna, junto con una aparatosa m uralla y un tem
plo, e s p osible que ya ex istiera un lugar destinado a reuniones públicas
durante el siglo VIII; p a re c e existir, al m enos, en la nueva ciudad qu e
su rge hacia el 700 a.C ,, En las ciudades que en la segunda mitad del
siglo VIII están siendo fundadas p o r doquier, im propiam ente llamadas
colonias, se reserv a un esp acio con esta finalidad, com o p u ed e a p re
ciarse en M égara H iblea (Figura 4). En las v iejas ciudades d el continen
te, poco a poco se van d esp ejan d o lugares, previam ente ocupados por
habitaciones o p or tumbas, indicios de un hábitat d isp erso y no unitario,
69
a fin d e d ed icarlos a uso público. Esto ocu rre, por ejem plo, en Corinto
y en Atenas.
Por si fuera poco, en la propia Odisea encontram os la p rim era
referen cia a un agora, en la (quizá no tan) im aginaria Esqueria, la
ciudad de los feacios; transcribam os el p asaje porqu e, adem ás, nos
sirve para introducir el otro elem ento im portante dentro de estos «lu
g ares com unes y centrales»:
Así pues, el agora, m arco de referen cia civil; allí tienen lugar las
d elib era cio n es y allí se prod uce la com unicación, más o m enos fluida,
en tre g ob ern an tes y gob ern ad os, colocad os, todos ellos, en pie d e
igualdad con relación al «punto central», sim bólico y m aterial, que la
misma rep resen ta. No es, sin em b arg o, el único; e l texto hom érico que
acabo de acotar m enciona otro: el tem plo o el santuario de la divinidad
tutelar a la que acostum bram os a llam ar «políada», esto es, guardiana
de la polis.
La reap arició n de edificios destinados exclusivam ente a fines re li
giosos, algo a c e rc a de lo cual hay poco d ebate, tiene lugar a lo largo
del siglo VIII, puesto que no son muy num erosos los testim onios de la
existencia d e los mismos antes de ese m omento. Al igual que el agora,
el templo tiene un ca rá cter cen tral pues, de algún modo, am bos fenó
m enos se hallan relacionados; conocem os las plantas de estos p rim eros
tem plos d el siglo VIII a través de la arqu eología, que ha m ostrado el
neto predom inio d e la estructura absidada; algunos m odelos en terra
cota, p ro ce d en te s de los tem plos de Hera en P erach ora y en A rgos,
respectivam en te, nos dan una id ea del alzado d e estas prim itivas con s
truccion es (Figura 5) que, a partir de los m om entos finales d el siglo
con ocerán una am plia m onum entalización y el em pleo generalizado d e
la planta que d ev en d rá canónica, la rectangular.
T rascen d ien d o d el aspecto puram ente m aterial, la recu rren cia a una
divinidad com o ente tutelar d el b ien estar de la com unidad supone, en
gran m edida, ob jetiv ar este concepto. P ero a p esar de lo que el texto
h om érico m encionado pueda su gerir, el em plazam iento habitual del
santuario políada es la acrópolis, es d ecir, el lugar que, en la ép o ca
m icénica había servid o de se d e a los rey e s y que durante los Siglos
O bscu ros había p erm anecid o prácticam ente deshabitado, aunque re
cordando a quienes vivían a sus pies que allí se había alzado en tiem
pos el cen tro d el pod er. Es posible, al hilo de las in terp retacion es de C.
Bérard (BERARD: 1970), que esta misma legitim ación de la divinidad
70
Figura 5. Modelos en terracota procedentes del santuario de Hera en Argos
(izquierda) y de Hera en Perachora (derecha).
72
(Figura 6), donde permanece i i mayor part© d© iu i hitoitantss, d© la
qu© i t ©xtraen los recursos alimenticios y dondi pose©n sus propi©da=
d û loi ciudadanos qu© configuran el estado. Frente i lo qu© suctd© m
otroi momentos históricos, ii polis tí©ne vocación de integrar en un
mismo ámbito il qui vive ©n al centro urbano y al qu© vive ©η ©1
campo; no ii©mpr© loi resultados s©ràn satisfactorios y cada polis s©=
guirâ modelos que pu©d©n dif©renciaree d© loi del vecino, No obstan-
te, esta integración §erá una preocupación d©§d© los primer οι momen=
toi,
La polis dite® définir, ant© todo, sua propioi limites territoriales;
tien© qu© marear, físicamente ii es necesario, dónde acaba su radio d©
acción y dónd© ©mpieza ©1 del estado vecino; igualmente, tien© qu©
défínir, ya dentro del propio territorio, «©spacios», a saber, qué partes
i© dedicarán a tierra de cultivo, ouál©i sarán d© aprovechamiento para
©1 ganado, cuáles otras serán d© carácter boscoso, Ciertamente, sita
definición viene dada en gran m©dida por la propia naturaleza paro su
racionalización implica una labor d© reflexión, qu© afecta a un oonjunto
d© tierras, propiedad, ©n su eonjunto, de la comunidad política, Loa
oíkist&i qu© fundan colonias han visto considerablemente facilitada esta
labor por ©1 propio carácter dal emplazamiento d© sus fundaciones,
establecidas ©n tierras no habitadas por griegoi, aun cuando algunos
rasgos de la organización existente ant©s da la llagada helénica puedan
haber sido tenidos en cu©nta, En las ciudades del continent© ©1 proble
ma a i algo más arduo por cuanto hay qu© luchar contra las tendencias
localistas da aquéllos qu® d©sd© hacia generaciones habian vivido y
disfrutado d® su terrino, sin ingerencias externas y at resisten a que
una nueva autoridad, residente en una ciudad más o menos distante,
interfiera en sus hábitos de si©mpr©,
No obstante, la «toma d© poseiión» del territorio es inexcusable,
tanto ©n una ciudad recién fundada en país bárbaro, cuanto en una polis
en proceso de formación en la vieja Grecia, Los procedimientos pue-
d©n variar en cierto modo pero el resultado debe ser ©1 mismo; la polis
tiene qu© controlar un territorio concreto, someterlo a un ordenamiento
determinado y buscar para sus distintas partes un uso apropiado ©n
beneficio de todos los ciudadanos, En definitiva, el territorio también
debe s©r puesto «©n,medio», también debe pasar del control privado al
control, siqui©ra teórico, de la comunidad,
Como ocurría en el propio centro urbano, s© necesitan unos «puntos
de referencia» que sirvan para garantizar la relación del territorio con
la ciudad, al tiempo que marquen la especificidad d© tales ámbitos
dentro de la polis, Serán los santuarios ©xtraurbanos los encargados de
cumplir esta función, Dedicados, en buena medida, a divinidades que
protegen los cultivos, o la caía, o los bosques, o la propia frontera
73
estatal, según los entornos en los que se hallen em plazados, sirven,
adem ás de a su función puram ente religiosa (y quizá, dem asiadas v e
ces, olvidada o releg a d a a un segundo plano) de jalo n es del control d e
la p o lis so b re su propio territorio.
Puesto que p a re c e evidente (y es m ucho más claro en el ámbito
colonial) que su surgim iento es una con secu en cia directa de la ap ari
ción de la polis, hem os de v er estos cen tros cultuales com o el m edio de
que se sirv e la misma para d ejar sentir su autoridad so b re todas y cada
una d e las p a rtes que la configuran territorialm ente. Así, F. de Polignac
(DE POLIGNAC: 1984) ha hablado de la «ciudad bipolar» y, en líneas
g en erales, p od em os acep tar esta visión; la polis, organizada en torno al
agora y al tem plo de la divinidad pollada, da cuenta de las d iversid a
des del territorio m ediante la ere cció n de edificios sacro s a través d el
mismo que, a la vez, m arcan su «toma d e posesión». Son, en los puntos
más distantes de la chora, el record ato rio de q u e la acción de una polis,
a través d el acto de d ed icar un lugar sagrad o a una divinidad, se ha
garantizado la tutela del entorno en el que el mismo su rge. Este, pues,
será otro de los polos so b re los que se configure la po lis y se rá tanto
más im portante cuanto que, com o los acontecim ientos se en cargarán d e
m ostrar, esa sustancial unidad cen tro -p eriferia (o asty-chora ) so b re la
que se cim enta la polis, si b ien funcionará d esd e el punto de vista
institucional, en ocasion es se resen tirá de la prop ia h eterog en eid ad e
in tereses lo cales que tendrán com o cen tro los distritos ru rales de la
polis.
74
forma de un culto heroico, en cierto modo indiscrim inada, si b ien no
ca b e duda d e que el anónim o difunto sería identificado con alguno de
los p erso n a jes h eroicos de la tradición local, Sin em bargo, fueron las
excav acion es en la puerta O este de la antigua ciudad d e E retria, en la
isla de Eubea, allá por los años 60, las que reavivaron, so b re una
p ersp ectiv a algo distinta, el tem a de los cultos h eroicos, ante todo
d esd e el punto de vista de su incidencia en el p ro ceso de configuración
de la polis.
B revem ente, d iré que, en el lugar en que a inicios del siglo VII se
alzará la puerta O este de las m urallas de Eretria, su rge, en el período
com prendido entre 720 y 680 a.C. una pequ eñ a necrópolis, indudable
m ente de ca rá cter «principesco». En ella se hallaron siete tumbas de
incineración y nueve inhum aciones, de en tre las que so b resalía la nú
m ero 6. La misma p resen taba, dentro de un bloqu e de toba con v en ien
tem ente ahuecado, un cald ero de b ro n ce en el que se hallaban los
restos carbonizados d el difunto, así com o una se rie de pequ eñ os o b je
tos, todo ello envuelto en una tela. Dicho cald ero se hallaba cubierto
por otro, invertido. A lred ed or, seis g ran d es pied ras; en tre ellas y los
calderos, se hallaban las arm as d el allí enterrado, convenientem ente
dobladas con el fin d e inutilizarlas: cuatro espadas, así com o cinco
puntas de lanza de h ierro y una en b ron ce, cuya tipología la rem onta al
H eládico Tardío, es d ecir, al final de la ép o ca m icénica. Entre los
objetos depositados con los restos incinerados, hay un escarab o id e de
origen sirio-fenicio. El resto de las tumbas de incineración retom a,
aunque con m enos profusión de objetos, este mismo esquem a; en algu
na de ellas se observan, adem ás, restos de anim ales sacrificados (ca b a
llos so b re todo). La cerám ica está prácticam ente ausente.
El ritual em pleado no p u ed e d eja r de reco rd a r el que utilizan en las
cerem onias fún ebres los h éro e s h om éricos y pu ede se r un claro e je m
plo de aquello a lo que m e refería en un apartado anterior, en el que
ab ord aba la cuestión d e la incid encia de la propia tradición hom érica
so b re los com portam ientos d e los individuos que son los destinatarios
de dicha tradición. P a rece probad o que en E retria (com o, por lo g e n e
ral, en todo el ámbito eu boico) la incineración se reserv a a los indivi
duos adultos, quedando las inhum aciones destinadas a los niños y a los
jó v e n e s ( véase 2,3,1).
Todo e l conjunto se rod eó de un p e ríb o lo s delim itado por m ojones
de m adera. Hasta!’ aquí tendríam os sim plem ente una n ecróp olis más o
m enos im portante y rica, p ero sin apenas ninguna característica ex tra
ordinaria más, puesto q u e tum bas de un tipo exactam ente igual, aunque
más ricas, a p a recen en la colonia eu boica de Cumas, com o la núm ero
104 d el Fondo Artiaco, d atable hacia e l 720 a.C.. Sin em bargo, las
tumbas eretria s son ob jeto de un tratamiento p osterior que no se d etec-
75
ta en Cum as; en efecto, hacia el 680 a.C., en el mismo momento en qu e
la constru cción de la m uralla m arca la fijación definitiva de los límites
d e la ciudad, p o r encim a de esas tum bas se construye un gran triángulo
equ ilátero, d e 9,20 m. de lado, realizado a b a se de losas de piedra. E ste
em p ed rad o m arca, definitivam ente, el final de los enterram ientos en la
zona; adem ás, la re c ié n construida m uralla en glo ba esta área, qu e
queda justam ente junto a la puerta. Es claro que lo que se p reten d e es
d estacar y m onum entalizar este antiguo lu gar de enterram iento. Ya
d esd e e s e m om ento el lugar ha recib id o constantes ofrendas y sacrifi
cios. Es evid en te, p or lo tanto, que allí ha surgido, inm ediatam ente
d esp u és d el c e s e de los enterram ientos, un culto h eroico (Figura 7).
.j I - i — I i - I- — 1
76
El testim onio eretrio ha servid o, pues, para rep lan tear toda la cu es
tión de la relación d e los cultos h eroicos con el surgim iento de la polis.
En opinión de C. B érard (BERARD: 1970), la tumba núm ero 6 se ría la de
un prín cipe eretrio, tal vez un b a sileu s ; su d esap arición im plicaría un
tránsito hacia una nueva forma de g ob ierno, seguram en te de tipo aris
tocrático, según el p ro ce so ya definido en un apartado anterior. Para
e s e autor el sím bolo de e s e tránsito lo hallaríam os en la punta d e lanza
m icénica de dicha tumba 6, que é l interpreta (aunque no es admitido
unánim em ente) com o e l cetro de e s e príncipe, convertido así en «por
tador de cetro» (skeptouchos) com o gusta de llam ar H omero a sus
basileis. Su m uerte m arcaría el final d e una ép o ca y, p o r ello mismo,
e s e cetro, sím bolo d e un p o d er ya periclitado, sería en terrad o con su
último rep resen tan te. En la Ilíada hallamos, curiosam ente, el p ro ce so
de transm isión d el cetro d e Agam enón, al que vem os p asar por varias
m anos durante algunas g en era cio n es (Ilíada , II, 100-108). P recisam en te,
y para serv ir com o n exo de unión en tre e s e períod o, ya pasado, p ero
no olvidado y el p resen te, el basileus es convertido en heros\ la p erm a
nencia de su culto legitim a a la nueva p o lis eretria en e l mom ento de su
mismo nacim iento (v éase 2.3.1).
El p ro ceso, aunque sin la conversión en h éro e de ninguno de ellos,
lo tenem os atestiguado en Atenas, donde, posiblem ente, a partir de la
mitad d el siglo VIII, la antigua familia real de los M edóntidas va p er-
di'endó atribuciones en b en eficio d el conjunto de los Eupátridas m ien
tras su rgen paulatinam ente m agistraturas d ecen ales, poco a poco su s
traídas d el control M edóntida hasta finalizar el p ro ce so en la aparición
de m agistraturas anuales en m anos, d esd e luego, de la nobleza atenien
se, Significativam ente, este último paso tiene lugar en tre el 683 y el 682
a.C ., más o m enos en la misma ép o ca en que E retria «heroiza» al último
de sus «reyes», Es un signo de los tiem pos; la v ieja basileia hom érica
se está transform ando en un g o b iern o de los aristoi ; ellos h ered an sus
funciones y sus privilegios; en el m ejo r de los casos, e rig en heroa en
las tumbas de aquellos re y e s y los mismos, si no siem p re sí en muchas
son ocasiones, son la «partida de nacim iento» de la polis.
La vinculación de h éro e s con p ro ce so s de form ación de p o leis ha
sido, pues, un tem a bastante tratado y d esarrollad o en los años re c ie n
tes; ello ha perm itido v olv er a con sid erar e l pap el d e los heroa en las
ciudades griegas^que, en una buen a p arte de casos su elen hallarse,
precisam en te, en torno al agora. Significativam ente, sabem os, que en el
p ro ce so d e configuración d e las p o le is coloniales, a los oikistai se les
su ele reserv a r com o lugar p ara su entierro, precisam en te, el agora\
del mismo modo, se constata el ca rá cter de heroa que sus tumbas
adquirirán inm ediatam ente. En todo caso, la u bicación de tales heroa
en torno a lu g ares públicos (el agora, la puerta de las murallas ...) es un
77
indicio m ás d el ca rá cter «central» que asum en; su p resen cia p a re ce
sancionar el ca rá cter «político»de los lu gares en los que ap arecen: el
lugar de reunión, e l confín del asty, etc..
Al mismo tiem po y com o m uestran a la p erfecció n las nuevas funda
ciones coloniales, todas las dem ás tumbas van a q u ed ar fuera del recin
to urbano; d el mismo modo, en las m ejo r conocidas de entre las ciuda
d es d e la G recia propia (por ejem plo, Atenas), a lo largo de los últimos
años d el siglo VIII e iniciales del siglo VII, van siendo abandonados los
lu gares de enterram iento que existían dentro de lo que se está configu
rando com o el centro urbano y las tumbas van siendo situadas m ás allá
de la zona habitada. La zona donde su rgirá en el siglo VII el ágora d e
A tenas va a d eja r de ser utilizada con fines funerarios hacia el 700 a.C.;
p osib lem en te hay que v er aquí el signo evid ente de la adquisición d e
ca rá cte r «político»por parte de esta área: al d e ja r de se r una zona
reserv ad a al uso privado (y un cem en terio d el siglo VIII, por lo g e n e
ral, lo era al h allarse vinculado a alguna familia) q u ed aba abierto el
cam ino para su conversión en un centro cívico y público.
Los cultos h eroicos, p or consiguiente, han sido otro de los polos en
torno a los que los individuos que dan lugar a la p o lis se sitúan; el
h éro e es, p or un lado, el garante sim bólico de la continuidad en tre las
v iejas realezas de los Siglos O bscu ros y la nueva realidad política; por
otro lado, yo veo en este culto una clara referen cia al antiguo ideal del
noble «hom érico», que garantizaba, m erced a su arete, la d efensa de la
comunidad. D esd e su m orada su bterrán ea y gozando de las ofrendas
que se le en tregan , sigue garantizando esa misma p rotección que en
vida había prop orcionad o g racias a su fuerza y a sus arm as. Igual
m ente, las p hyla i o tribus, de orig en pre-p olítico y llamadas a partir
n om b res d e h éro es, aportarán a la p o lis tam bién este com ponente
religioso de gran im portancia en su configuración.
Los a r is toi son, en buena m edida, los p rin cip ales resp o n sab les de la
creació n d el sistem a de la polis; son ellos quienes, en p rim er lugar, han
puesto «en -el centro» su autoridad y, al tiem po, han sido los p rim eros
b en eficiarios de e se hecho. A ellos les ha corresp on d id o e l no d e sd e
ñ able p ap el de v e rse obligad os a renunciar a un p o d er con pocos
lím ites en el ám bito d e su familia, de su oikos y de su aldea, para
so m eterse a las d ecision es em anadas de un basileus que no siem p re
(com o m uestra el caso de H esíodo) d efiend e adecuadam ente los in tere
se s más legítim os. Son, en definitiva, ellos quienes, en los m om entos
iniciales, han tenido m ás que p e r d e r y que ganar con la form ación de la
78
que va a segu ir contando su habilidad y su d estreza. Esa victoria de la
polis, sin em b arg o, se halla vigilada por la divinidad en cuyo honor se
cele b ra n los ju eg o s; e l triunfo, p o r consiguiente, e s controlado y racio
nalizado. El n ob le ex p re sa su arete m ediante la victoria, nuevam ente
individual; p ero e s la ciudad en su conjunto la que se b en eficia de ella.
El p restig io de la p o lis va p a rejo al p restigio de sus v en ced o res en los
ju e g o s d e m ayor ren o m b re; los «O lim piónicos» o v en ced o res en los
Ju eg o s O lím picos, por ejem p lo, servirán de orgullo para sus ciudades
resp ectiv as a las cuales, a su vez, d ed icarán su triunfo. Ni que d ecir
tiene que e s e triunfo se traducirá en un increm ento d el p restigio e x te
rior de la p o lis y, al tiem po, en la gloria d el v en ced o r y e l aumento de
la influencia política d el grupo aristocrático.
El aristos se halla, por fin, plenam ente integrado en la polis', al fin
triunfan las tend encias cen tríp etas frente a las centrífugas, sin p erju icio
de que perviva una cierta «solidaridad aristocrática» durante el arcaís
mo y aún d esp ués. P or otro lado, los v en ced o res en com peticiones
acred itad as recib irán , adem ás d el apoyo de su ciudad, im portantes
contrapartidas m ateriales y su opinión y co n sejo serán apreciad os. El
n oble, nuevam ente, m ediante el e je rc ic io de esta actividad agonal,
justifica tam bién el ascen d iente social que la clase a la que p erten ece
p o see. El paso d el tiem po hará d el «atleta» m ás un individuo p rofesio
nal, no n ecesariam en te aristocrático. En los p rim eros siglos, sin em b ar
go y, so b re todo, en el VIII y en el Vil, am bas facetas se hallan íntima
m ente unidas.
86
ran unos ex ced en tes (unos outputs, si querem os ex p re sa rlo en térm i
nos económ icos) que son d irigidos, por un lado hacia la producción de
objetos m anufacturados y, p or otro, hacia la adquisición de m aterias
prim as, su scep tibles d e transform ación y de productos exóticos ya
elaborad os. Ni qué d e cir tiene que la concentración de recu rsos en los
cen tros urbanos y el d ren a je, en b en eficio de los mismos, d e la prod uc
ción agrícola del territorio, favoreció esta concentración de riqueza y
contribuyó al d esp eg u e económ ico (yéase 2.2).
El d esp eg u e económ ico p u ed e atestiguarse, en otro sentido, por el
importante increm ento que sufre la población, si b ien este fenóm eno no
p u ed e estu d iarse en todos los lu gares conocidos por falta de datos. El
ejem p lo m ejor conocido es, con mucho, Atenas, cuya evolución resulta
altam ente significativa. En efecto, los estudios llevados a cabo por
Snodgrass (SNODGRASS: 1977; 1980) so b re las tumbas áticas del p erío
do com prendido entre e l año 1000 y el 700 a.C. m uestran un núm ero
más o m enos sim ilar de tumbas p or gen eración hasta el inicio del
G eom étrico Medio II, que se sitúan en torno a las 26 ó 28. Esta tend encia
se modifica, p recisam en te, a partir de este p eríod o d el G eom étrico
M edio (ca. 800-760) en que el núm ero de enterram ientos por g e n e ra
ción ascien d e a unos 35. Es, sin em bargo, a partir d el G eom étrico
R ecien te (ca. 760-700 a.C .) cuando se prod uce un aumento so rp ren d en
te, alcanzando el núm ero de tumbas p or g en eració n la cifra de 204,
siendo m ás num erosas durante el G eom étrico R eciente II que durante
el I. Los datos de Snodgrass p a re ce n estar bastante b ien com probados
y por las p recau cion es q u e toma son dignos de crédito. Es, por consi
guiente, n ecesa rio dar cuenta de este inn egable increm ento de p ob la
ción; en A rgos, aunque p eo r conocida, p a re ce h ab er tenido lugar un
p ro ceso sim ilar y hay cad a vez m ás indicios de que lo mismo ha ocu rri
do en m uchos otros lugares.
Seguram ente, una causa im portante p a re ce h ab er sido la llegada de
individuos p ro ced en tes del territorio que se instalan en lo que se está
configurando com o el cen tro urbano de la pohs ateniense; sin em b ar
go, y com o el propio Sn od g rass apunta, e s e increm ento tan im portante
de la población p u ed e h a b e rse d ebid o, igualm ente, a la introducción
de nuevas técn icas agrícolas, en un territorio cuyos niveles de d esp o
blación eran sum am ente elev ad os con anterioridad. Ese increm ento de
población en un solo centro habitado implica, adem ás de una d iversifi
cación de funciones y una división del trabajo, la p roducción d e e x c e
den tes con que alim entar a esos individuos que viven en la ciudad. En
efecto, com o sabem os p or otras p o le is y por otros momentos, parte d e
los que viven en la ciudad se dedican, personalm ente, ai cultivo del
cam po p ero, igualm ente, a ella acuden los d esh ered ad os o los gran d es
p rop ietarios que em piezan a con v ertirse en absentistas.
87
En un resiente libro, Morrii (MORRIS: 1987} h i propu©ito inter
pretar loa datoi d t Snodgrass en i l sentido d i que no h t existido
seguramente tinto un incremento demográfico real, cuanto, iobre todo,
la concesión del «d©recho de enterramiento formal» a los miembros no
aristocráticos de la comunidad lo que ha produaído ese «espejismo»
del incremento de población, Sea como fuere, de ser cierta la inter=
pretación de Morris, lo que se pierde en el aspecto del despegue
económieo se gana in i l de la integración política d© loi distintos
grupos que configuran la polis y mí ha acabado por virio Snodgrass
(SNODGRASS, in City and Country in thi Ancient World, 1991), De cual=
quier modo, incluso, el reconocimiento de ©stoa «derechos funerarios»
a los grupos no aristocráticos puede venir dado, adimáa d© por su
creciente intervención en el ejército, por iu peso en la actividad ©eonó=
mica durant© la segunda mitad del siglo VIII, Del mismo modo, es
necesario rioonocer la existencia d i un incremento de población (o de
una «disponibilidad», lo que no es exactamente lo mismo) qué permita
explicar el auge de la colonización a partir, precisamente, de la mitad
del siglo VIH a.C,
89
rá la d iv ersid ad de form as políticas que tenem os atestiguadas o, al
m enos, las p ecu liarid ad es de cada ciudad g rieg a.
90
rasgos id eológicos más claros d el mundo aristocrático d el siglo VIII,
que p erd u rará adem ás larg o tiempo; por ello mismo, no será casual
que según vaya avanzando, con el paso del tiem po, la institucionaliza-
ción de la polis, la misma tienda a restringir, m ediante le y es suntuarias,
esos dispendios privados en el ám bito funerario, signos d e formas d e
vida pre-p olíticas que no en cajarán en los id eales que la p o lis está
contribuyendo a d esarrollar,
91
así com o sus rep resen tacio n es gráficas en pinturas so b re cerám ica,
p a re ce n m ostrar cóm o lo que lleg ará a se r el equipo habitual del
com batiente hoplítico a sab er, casco, g reb a s, pica, coraza y, so b re
todo, el escu d o u hoplon con el innovador sistem a de ab razad era (por-
pax) y a g a rra d o r (antilabe), ha ido surgiendo, paulatinam ente a lo largo
del siglo VIII para no hallar su pleno d esarrollo sino en el siglo VII. Los
Poem as H om éricos muestran, ciertam ente, ya com bates de tipo hoplíti
co, p ero sin q u e aún se hayan extinguido los e co s d el com bate indivi
dual en tre g u errero s aristocráticos, El ejem p lo d e la gu erra Lelantina,
al que aludiré m ás adelante, p a re c e m ostrar, p recisam en te, cóm o dos
co n cep cio n es d iferen tes de la g u erra se hallan enfrentadas en el mismo
momento. Esta situación de tránsito es la que, en cierta m edida, refleja
rían los Poem as H om éricos.
De lo anterior p a re c e d esp ren d erse , p or consiguiente, que el surgi
miento de la táctica hoplítica es con secu en cia de un p ro ceso que ha
em pezado a g esta rse en el siglo VIII, m ediante el cual se va a am pliar la
b a se militar de la polis. Las ya m encionadas innovaciones en el campo
d el arm am ento p u ed en p re c e d e r ocasionalm ente a la función a la que
van a serv ir p ero p a re c e más razonable p en sar que es el surgim iento
de nuevas n ecesid a d es b élicas lo que va a llevar a esos cam bios,
Incidentalm ente, d iré que en mi opinión la situación a la que tienen que
en fren tarse aquellos individuos que forman p arte de las exp ed icion es
coloniales g rieg a s ha podido influir d ecisivam ente en la expansión d e
esta nueva táctica. En efecto, las g u erras que habían tenido lugar antes
de e s e m ovimiento colonizador tenían com o protagonistas a una se rie
de n ob les de ald eas o d e territorios distintos, que com batían según una
se rie de norm as de obligado cumplimiento, La situación en am bientes
coloniales d e b e de h a b er sido netam ente distinta, por cuanto las p obla
ciones no g rieg a s tenían sus propios hábitos de com bate y, so b re todo,
p orqu e a d iferen cia de lo que suponía una g u erra en el ámbito g rie g o
(limitada, habitualm ente, a disputas por zonas de cultivo o pasto) en el
ám bito colonial una d errota podía im plicar la p érd id a definitiva de la
oportunidad para e sta b lece rse, En estas condiciones, se imponía un
esfuerzo conjunto de todos los m iem bros de la exp ed ición , sin distin
ción de status, en el esfuerzo común. D el mismo modo, si los n ob les d e
la G recia propia com batían a caballo (lo cual tam poco e s totalmente
seguro), las ex p ed icio n es coloniales, que sepam os, no iban provistas
de tal animal, lo que ob lig aba a un tipo de com bate en e l que la
infantería tendría el m ayor peso.
Dado este p rim er paso, el sistem a se ex ten d ería poco a poco por
todo el mundo g rieg o , por obvias razones, a las que aludiré a propósito
de la g u erra Lelantina. Paulatinamente, e l sistem a de la falange, iría
surgiend o com o el proced im iento más eficaz para ap ro v ech ar e l es
92
fuerzo físico del soldado de infantería pesada. Esta in terpretación «fun
cional» no d e b e ocultar, em pero, un hecho fácilm ente ap reciab le, cual
es la disponibilidad de individuos su scep tibles de co stearse su arm a
m ento y de intervenir en el com bate; p ero esto tam poco exp lica por
qué se prod uce la aparición d e un ejé rcito hoplítico. En mi opinión es la
n ecesid ad de d ispon er de una fuerza m ayor frente al eventual contrin
cante la que lleva a ech ar mano de esos individuos cap aces de arm arse
p or su cuenta y que habían p erm anecid o infrautilizados. Que e s e fenó
m eno se haya producido antes en ám bitos coloniales o m etropolitanos,
no sab ría d ecirlo; que, no obstante, el ejem p lo colonial haya acelerad o
un p ro ce so tal vez ya en m archa en la G recia propia creo que tam poco
p u ed e d eja r de ten erse en cuenta.
Sea com o fuere, la v erd a d era expansión del sistem a no tendrá lugar
hasta el siglo VII a.C.; sin em b argo, en el siglo VIII, so b re todo en sus
momentos finales, ya em pezam os a atisbar algún rasg o de la nueva
id eología que el nuevo sistem a lleva implícita. Ello lo encontram os,
claram ente, en el discurso de T ersites (¡liada, II, 225-242) y en las
referen cia s a la d ike de Hesíodo. C iertam ente, yo no m e atrev ería a
afirm ar sin más qu e el p ap el d e T ersites en la 1liada sea el del hoplita
p ero sí es, en todo caso, un «hom bre d el pueblo», por usar la e x p re
sión hom érica, com o se ob serv a por el hecho de que es golpead o por
Ulises, d el mismo modo que g olp ea a esos «hom bres del pueblo»
durante.la desband ad a d el ejé rcito aqueo (Iliada, II, 198-206). Y puesto
que T ersites p a re ce ten er participación en los asuntos m ilitares, hem os
de concluir que, tal vez, tenem os en su b re v e parlam ento la prim era
reclam ación explícita de aquéllos que, sin se r aristoi, luchan a su lado.
D estaco, solam ente, la siguiente frase:
Por lo que resp ecta a las referen cia s de Hesíodo a la d ike y sus
qu ejas d el mal gob iern o y la am enaza que p en d e so b re quienes actúan
de tal modo, rem ito a lo que en su mom ento he dicho (v éase 2.2.3).
D e esta m anera, si b ien no se pu ed e hablar en propied ad aún para
el siglo VIII de «id eología hoplítica», sí podem os o b serv ar cóm o existe
ya un descontento latente en tre aquellas personas, integradas en la
p o lis aristocrática, a quienes se les e x ig e cada vez un esfuerzo mayor y
que no encuentran adecuadas contrapartidas ni en lo social, ni en lo
económ ico, ni en lo político. Están ya sentadas las b a ses de lo que
caracterizará en buena m edida al siglo VII g rieg o : la stasis, la discordia
93
civil, qu e llevará al establecim iento d e nuevas relacion es so ciales p or
el trám ite d el conflicto, m uchas v e c e s cruento, en tre opciones enfrenta
das. Antes de ab o rd ar esas cuestiones, sin em bargo, ten d ré que h ablar
d e la colonización g rieg a , p ero previam ente me referiré, a modo de
excu rso, a la cuestión de la g u erra Lelantina lo que me perm itirá segu ir
abundando en la «cuestión hoplítica».
— La guerra Lelantina
94
1975), el uso de arm as arrojad izas (dardos, lanzas) y de instrumentos
para lanzar otras (arcos, hondas); estaba perm itido el uso de caballería
com o fuerza de ataque y para traslado de tropas y equipo en carros, así
com o el em pleo de espad a y pica en lucha cuerpo a cu erp o. La época
d el conflicto ha suscitado, igualm ente, num erosas controversias; es po
sible, com o se ha su gerid o (Plutarco, Sept. Sap. C o n v ., 10), que el
basileus Anfidamante d e C alcis m uriese durante el conflicto; igual
m ente, el «príncipe» en terrad o en la necrópolis d e la puerta O este de
E retria pu ed e h a b e r sido participante y quizá víctim a d el enfrentam ien
to. Todo ello y otros argum entos, situarían la G u erra Lelantina entre el
final d el siglo VIII y el p rim er cuarto d el siglo VIL
No es extraño v er a una ciudad eu boica, Eretria, en tre las p re cu rso
ras de este nuevo sistem a de lucha: no olvidem os que los eu boicos
habían estado im plicados, de m odo muy im portante, durante al m enos
los cincuenta años previos al conflicto, en el p ro ceso colonizador, Ello
co rro b o ra ría la im presión m anifestada anteriorm ente según la cual las
p ecu liares cond iciones d el mundo colonial pueden h ab er favorecido la
adopción, incluso en la G recia propia, del nuevo sistem a. Pero, al
mismo tiempo, el ejem p lo d e la g u erra Lelantina m uestra cóm o el
sistem a hoplítico va siendo aceptado, en la m ayor p arte de los casos,
com o n ecesid ad inelud ible en el mismo momento en que otras p o le is
ya lo han adoptado. Sería un claro ejem p lo de «difusión» de una nueva
táctica b élica; el que E retria disponga de un ejé rcito (pre-)hoplítico y
su vecin a Calcis, tanto o más involucrada en el p ro ceso colonizador, no
lo tenga, sería la p ru eb a de ello. La aristocracia calcíd ica se resistiría a
introducir en el cu erp o com batiente a aquellos ciudadanos capacitados
para el mismo, m ientras que en E retria, aunque ciertam ente no sa b e
mos muy b ien por qué, sus aristoi habrían em pezado a com batir junto
con «hom bres del dem os », Para m antener su capacidad ofensiva, Cal
cis se ve obligada a in corp orar la nueva táctica o, al m enos, algunos de
sus elem entos más característicos. El tránsito al ejé rcito hoplítico es,
d esd e ese momento, inevitable. Es, pues, la fuerza de las circunstancias
la qu e en m uchos casos determ ina el paso al sistem a hoplítico, sin que
de ahí se d eriven las pertinentes contrapartidas. Como adelantábam os
anteriorm ente, la reacció n del gru po de los hoplitas no se hará esp erar.
Nosotros, p o r nuestra parte, sí agu ard arem os antes de acom eter dicho
tema, puesto que ahora es llegad o el momento de ab ord ar la cuestión
de la colonización g rieg a ( véase 5.3),
95
La colonización
griega
Quizá con ven ga reca lca r, antes d e en trar propiam ente en m ateria,
algo que no p or rep etid o d e ja de s e r im portante. Ello e s que tanto el
con cep to de «colonización» com o el de «colonia» tienen en nuestra
lengua unas connotaciones determ inadas que no son las que ca racteri
zan e l fenóm eno que, con esos térm inos, preten d em os analizar, re fe ri
do al mundo g rieg o . Lo que nosotros llamamos, im propiam ente, «colo
nia», en g rieg o se d ecía apoikia, térm ino que im plica una idea d e
em igración, más literalm ente, de e s ta b le c e r un h ogar (oikos) en otro
lugar, distante d el originario. P or consiguiente, si b ien en las páginas
siguientes utilizaré, indistintam ente, am bos térm inos, q u ed e aclarado
d esd e ahora mismo que cuando em p lee la p alabra «colonia», d e b e
en ten d erse que m e estoy refirien d o a una «colonia g rieg a», es d ecir, a
una apoikia.
A clarado este asp ecto term inológico, d iré que a lo largo de este
capítulo preten d o esbozar, ante todo, los m ecanism os y procedim ientos
de q u e se sirven los g rie g o s para e s ta b le c e r nuevas p o le is en d iv ersas
reg io n es m ed iterráneas, al tiem po q u e trataré, igualm ente, de insertar,
dentro d el contexto de la form ación d e la p o lis g rieg a, este p ro ceso,
b ien entendido que e l panoram a q u e aquí p resen taré d e forma más o
m enos m onográfica, circunstancialm ente ten d rá que realizar ocasiona
les saltos cron ológico s que, en algunos casos, nos llevarán incluso hasta
e l siglo VI a.C.; ni qué d e cir tiene q u e en los capítulos que d ed iqu e a
estudiar los restantes sig los que configuran el arcaísm o trataré d e inte