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Cuando tuve la edad que va entre los ocho y los doce años, particularmente a mi me pasaron las

cosas más divertidas que recuerdo hoy siendo un adulto. No voy a negar que también me han

pasado cosas tristes pero no las más tristes, por suerte, salvo por una sola cosa y que me tuve que

adaptar porque no lo podía solucionar.

Quiero detenerme en un momento de mi vida en el que me pasó algo y no creo ser el único, pero a

mi me costó mucho adaptarme.

Cuando tenía ocho años mis viejos decidieron mudarse por cuarta vez. Si por cuarta vez. Pero en

esta oportunidad era realmente lejos; mucho más lejos de lo que acostumbrábamos. La casa

prefabricada, con techo a dos aguas que simulaban ser de chapa pero que eran de unas láminas de

cemento finitas, tan frágiles y tan débiles que con el primer granizo quedó hecho un colador. Las

paredes revestidas con la misma chapa pero lisa y de vez en cuando te encontrabas con alguna parte

de machimbre. Adentro en cambio era un lujo, no mentira, era peor que lo que se veía afuera. Las

paredes eran de un carton marrón horrible y las puertas de las habitaciones parecían de juguete. No

teníamos cocina, asi que la vieja cocinaba en el comedor. El baño era de uno por uno y el patio era

como salir al campo. Las habitaciones eran tres. La más grande para mis papás y mi hermanita, la

del medio para mi hermana mayor y la más importante, la que daba al frente con ventana a la calle

era la mía. Si era mía, pero duró poco porque a los seis meses me mandaron a dormir al comedor

porque a mi habitación la convirtieron en algo parecido a un kiosko cuando mi viejo se jubiló. Esa

casa estaba en las afueras de Burzaco, en los límites no sé con qué. Porque lo único que había

alrededor eran unas pocas casitas mejor estructuradas que las mía pero casitas y campo por todos

lados. José Luis Cantilo al 5600. Imaginensé toda la vida viviendo en barrios mas poblados y acá

tenías que bloquear la parte de debajo de la puerta cuando llovía por se te llenaba la casa de sapos.

Esos sapos venían de una inmensa laguna que tenía a cien metros de mi casa y honestamente me

daba miedo.
Pero ese lugar tenía algo que nunca voy a olvidar, algo que me marco y nada se compara con esa

experiencia cuando la vivimos. Los que no lo vivieron no tienen ni idea de lo que se pierden y los

que sabemos disfrutarlo no lo cambiamos por nada; El potrero.

Por suerte no tarde mucho en hacerme amigos porque no éramos muchos chicos y siempre que se

ve uno nuevo y más pateando una pelota aunque sea desinflada es bienvenido.

A la semana ya había conocido a Cristian y a Martín. Cristian era un poco agrandado y se la daba

del gran jugador, era bueno pero no tanto, donde vivía antes iba a jugar a un club que ahora no

recuerdo el nombre, aunque él lo repetía todo el tiempo, es más se la pasaba todo el día con la

camiseta puesta pero algo pasó en el medio, como a mi, y terminó un año antes que yo ese mismo

barrio. En cambio Martín, Tincho, era más bueno que el agua mineral. Era un chico más sencillo, él

había nacido ahí en el barrio y no conocía otra cosa. Pero lo mejor es que era mucho mejor jugador

que Cristian, pero por mucho y lo sabía pero no hacía bandera de eso. ¿Por qué? Porque jugó toda la

vida en el potrero.

Ellos dos fueron los que se acercaron por primera vez para invitarme a jugar a la pelota a la tarde.

Con cierta timidez acepte y quedaron en pasarme a buscar después del almuerzo. Con una

puntualidad nunca vista, a las tres de la tarde, después de almorzar escuche las palmadas que venían

desde la vereda, porque no teníamos timbre y cuando me asomé por la ventana vi a un grupo de

ocho gladiadores listos para una batalla. Abrí los ojos tan grandes como dos lunas numero cinco.

Dudé por un momento pero cerré los puños, me ate los cordones y salí. Me dejó más tranquilo el

estar más cerca y saber que no era el más bajito, era el que le seguía, pero zafaba. Me extrañó

mucho que nadie llevara pelota y cuando pregunte como íbamos a jugar me respondieron

determinantes que a ellos no les correspondía porque íbamos a jugar con los chicos de otro barrio y

como los otros habían perdido debían llevar la pelota ellos. Mucho tiempo después entendí que el

que gana guarda la pelota así no se les estropea rápido.

Caminamos dos largas cuadras, saltamos una zanja de casi un metro de ancho, atravesamos un

alambrado y de a poco comencé a ver los postes de los arcos. Llegamos a la cancha, a nuestra
cancha porque jugábamos de local y la piel se me erizo de los pies a la cabeza. Era mi primera vez

en una cancha de futbol y no un partido al costado de la vereda o en el patio de una casa peloteando

contra la pared. Para mi era inmensa. Los arcos eran de madera, se parecían a los viejos postes de

luz de barrio. Estaban clavados y atados con alambres en las esquinas para unirlos, enterrados en el

suelo del campo con firmeza. El pasto cortado por ellos mismos con las herramientas de los padres.

Dibujada con líneas de zurcos que de vez en cuando alguna se chingaba pero era inmediatamente

corregida y las líneas blancas marcadas con cal y conchilla. En el círculo central estaba gastada

como el medio de las áreas, tenían la mancha marron de la tierra seca sin pasto, se notaba que ahí se

hacían las mejores jugadas y por sobre todo sol y cielo, mucho cielo sobre nosotros. Estaba tan

emocionado y tan nervioso que se me había secado la boca y sentía un sabor metálico horrible.

Cerre por dos segundos los ojos y dejé que el viento cacheteara la cara dándome la bienvenida y me

los abrió el grito de Cristian cuando me grito ¡hey nuevo! Dale que empezamos. Nos juntamos en

un arco en círculos y de la manera más veloz e incontrolable termine en el arco. Me paré debajo de

los tres palos y tenía en frente las espaldas de todo ese plantel de valerosos compañeros y del otro

lado otro grupo igual que el nuestro pero que el más bajito me sacaba una cabeza. Por supuesto esa

tarde perdimos de una forma abrumadora. El único momento que veía la pelota era cuando se las

pasaba a mis compañeros para que saquen del medio. Pero de todas formas, todos los días,

escuchaba las palmadas en la puerta de mi casa y estaban los mismos ocho gladiadores buscándome

para jugar. Los días pasaban y yo de a poco iba mejorando mi performance hasta logre salir del arco

y volvió a ocuparlo el gordo Héctor. No importaba el día, los fin de semana no importaba hasta que

hora, mucho menos el clima y si era bajo la lluvia era mucho mejor. Volvíamos ennegrecidos llenos

de barro hasta las orejas, a veces con la ropa rota, pero sonrientes y felices. Al llegar mi vieja me

dedicaba un rosario de puteadas porque le embarraba todo el caminito de la puerta hasta entrar al

baño en el fondo para poder bañarme. Por supuesto, con el tiempo comencé a jugar cada vez mejor,

incluso mejor que Cristian y hasta en alguna oportunidad pude ser el goleador. Pero todo cambió,

mucho cambió, cuando mis viejos decidieron que teníamos que mudarnos otra vez. Papá estuvo
muy enfermo y los médicos que lo atendían estaban en la capital. Era muy tedioso viajar dos horas

en tren y colectivo cada vez que papa tenía que atenderse para control y ni hablemos si se

descompensaba. Asi que, llego enero y el camión de mudanzas. Cargamos todos los muebles, las

cajas y algunos pocos electrodomésticos. Por supuesto los chicos nos ayudaron a cargar las cosas y

después con las lágrimas atadas a los ojos y los puños llenos de bronca y angustia me senté en la

parte de atrás del camión. Desde ahí podía ver a esos gladiadores, que sólo me miraban con ojos

achinados por el sol, parados en el medio de la calle de tierra, alejarse y perderse en medio del

polvo que levantaban las ruedas.

Llegamos a la nueva casa, estaba en plena capital federal, Jose Luis Cantilo y General Paz, a diez

cuadras de la casa del Diego. La verdad la casa era más linda. Tenía la características de una casa

colonial en medio de las otras casas mas modernas, mas actuales. Tenía las habitaciones conectadas

en el interior y además todas se comunicaban con una puerta ventanal a un gran patio. En el medio

de ese patio había un árbol de níspero al lado de una larga escalera en L que te llevaba a una terraza.

Era de no creer ahora tenía terraza. Pensándolo bien esa casa tenía una sola cosa que no era mala,

era malísima; el baño estaba en el fondo de la propiedad y había que salir al patio para llegar a él.

Los primeros días me dediqué a amigarme con la casa. Yo seguía durmiendo en el comedor porque

las dos habitaciones en ese momento fueron para mis viejos y para mis hermanas. Me pasaba largo

rato debajo del níspero o en la terraza. De ahí veía toda la calle adoquinada de la cuadra. Las

veredas con diferentes matices de baldosas. Era muy llamativo ver que todas las casas, incluso la

mía, tenían rejas altísimas en las entradas. Eso era imposible en el lugar de donde yo venía. La

única reja que había era en la iglesia porque el padre Luis no quería que jugáramos en el parque de

adelante porque rompíamos todas las plantas. También tenía cerquita a la señora de enfrente,

siempre muy bien vestida, nunca la ví de entre casa. Casi todas las tardes se floreaba con el

entrenamiento de su perro ovejero alemán haciendo piruetas inútiles. De vez en cuando salía mi

vecina de al lado con algún vestido floreado, típico de loca solterona y una sillita de playa a sentarse

en la puerta de la casa a tomar mate con galletitas de agua. Y un día pasó lo que no pensé que podía
pasar. A mitad de cuadra salió un nene un poco más chico que yo con una pelota tango oficial

numero cinco, lo importante no era el modelo de la pelota sino que tuviera algo redondo y que se

pudiera patear. De golpe y sin pensarlo baje corriendo las escaleras, iba tan rápido que creo que me

salteaba algunos escalones. Me trepe a la reja y salte a la vereda. Lo miré fijo, le clavé la mirada

tanto que seguramente se sintió observado porque no tardó nada en darse vuelta y mirarme. Se

quedó observándome unos segundo, y se dio vuelta ignorándome. Fue un golpe terrible, me desinfle

con los hombros hacia adelante y me sente en el cantero del árbol de la puerta de la casa de la

solterona. Miraba los adoquines de la calle, hasta llegué a contarlos, veintiocho de cordón a cordón.

El nene, no hacía nada, solo estaba parado en la vereda con la pelota de debajo de la suela de la

zapatilla y miraba atento a la esquina contraria a la que yo estaba. De repente un puñado de chicos

comenzaron a salir de todos lados. De las otras casas, de la librería de la esquina, de la vuelta a la

esquina, por todos lados aparecían chicos de diferentes edades todos vestidos de forma deportiva.

En un momento el griterío era

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