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¿Qué será “eso” que le sucede a alguien, puede ser cualquiera de nosotros, que cuando
algún acontecimiento tan inevitable como la muerte nos anula.
Tomamos distancia, nos aislamos de algo que resultó ser muy importante y que quizás
fuera lo que más feliz nos hacía?
Hacer algo en particular, cualquier cosa que sea, que nos inspire o nos transporte a otra
realidad y nos dibuje una sonrisa nueva en cada momento como: cantar, pensar, leer, bailar,
escribir o tan solo soñar, ya no es lo mismo con “eso” que por comodidad llamamos vacío,
tristeza o esa ausencia, pero no lo son. Terminamos replegándonos en un agujero negro
llenos de angustia y desazón y no sabemos si tenemos la fuerza suficiente y necesaria para
sortearlo, o si podemos, o lo que sería aún peor, si en realidad queremos salir de ahí. Creo
que nadie tiene esa respuesta y estoy seguro que tampoco nunca nadie la tendrá hasta que
“eso” llegue a nuestra vida.
Ramiro Orleans, un caballero nacido a mediados de la Década Infame, fue durante largos
años, no vienen al caso cuantos, un escritor el cuál todos los años, en las librerías más
reconocidas de la ciudad, los lectores esperaban ansiosos los ejemplares de sus novelas.
Todas muy distintas, todas muy auténticas. Ninguna se privaba de los detalles claves que le
daban su identidad a cada una de ellas. En sus textos se encontraba lo más real y tangible de
una época histórica, el misterio y por supuesto: el amor.
Orleans comenzó a escribir de forma profesional, en una pequeña revista aristocrática en los
años sesenta. Era una revista de muy poca, pero selectiva tirada. En ese entonces llevaba
adelante un taller literario con muy pocos alumnos y ahí fue en donde conoció a Eleonora,
que era asidua concurrente y, además, la dueña y directora de la pintoresca gacetilla.
Comenzó con algunas poesías de forma anónima y luego comenzó a firmar como “Orleans”
algunos ensayos o textos más largos.
Con el tiempo, la admiración de Eleonora hacia Ramiro fue creciendo de forma ilimitada.
Creció de tal manera que terminó enamorándose de él y con el tiempo logró conquistarlo
llevándolo al matrimonio.
La última publicación de Ramiro fue hace 16 años. Contaba la historia de dos hermosos
personajes que se enamoraron en condiciones sociales muy espinosas en plena revolución
rusa. Donde ambos mueren de la forma más inesperada dejando helados a los lectores al
llegar esas últimas páginas.
Fue un éxito traducido en 6 idiomas y recorrió el mundo junto a su autor en diferentes
presentaciones.
Pero, aparentemente, el punto final de la última página de ese gran éxito, pareció ser
también el punto final de su vida de escritor.
Durante los dos últimos años que estuvo de gira por Latino América, recorriendo diferentes
ferias y exposiciones, recibió la noticia más triste e inesperada de su vida.
En plena reunión con editoriales y fanáticos en Bogotá, Colombia le comunicaron en privado
que su esposa Eleonora, con quién estuvo casado durante casi 30 años, había fallecido en
accidente automovilístico en la ruta. Su coche había impactado a gran velocidad contra una
vaca que se cruzó en la madrugada camino de Buenos Aires a Baradero a la casa de su
hermana.
Ramiro volvió de inmediato a la Argentina, se encontró con su única hija Luisa que llegaba
desde España, el país donde reside, y juntos fueron a reconocer el cuerpo y hacer los
trámites necesarios para traer sus restos a la ciudad y llevarlos al cementerio de la recoleta
donde también estaban los padres de Eleonora.
Dos meses después del entierro, Luisa retornó a España donde la esperaba su esposo y sus
dos hijos. Entonces fue el momento en que “eso” se apoderó de Ramiro cuando se quedó
absolutamente solo.
Intentó retomar la gira que había dejado a mitad de camino pero no tuvo las fuerzas para
seguir. A los dos meses retornó a Buenos Aires y se instaló en su departamento de la calle
Libertad de donde era muy difícil verlo salir. Lo hacía muy temprano en las mañanas o al
atardecer cuando quedaba el cielo turquesa gracias a los últimos reflejos del sol antes de
esconderse.
Pasaban los días sin que fueran contados. Como si no hubiera ni principio ni fin. Dormía
cuando tenía sueño, comía algo sencillo cuando tenía hambre. Su imagen se fue
desmejorando lentamente pero de forma muy notoria. La máquina de escribir estaba
montada con una hoja en blanco que ya estaba amarillenta y en las hendijas de las teclas se
veía alguna pelusa pegada a la tela de araña. Sus cuadernos y libretas estaban
desparramados sobre el escritorio. Las páginas cubiertas de palabras sueltas que no
llegaban a armar una sola oración.
De vez en cuando se permitía salir a caminar por algunos barrios recorriendo viejas librerías.
Así revolviendo viejos estantes encontraba libros de donde contaran situaciones históricas
para tratar de estimular su creatividad de alguna manera. La biblioteca de su casa estaba
atiborrada de ejemplares que no lo llevaron a ningún lado. Solo continuaban llenándose de
polvo como en las librerías de donde fueron rescatados.
Pasaron quince años de esa enorme tragedia y que Ramiro no publicaba ni un solo texto. Las
palabras repartidas por toda la casa en pequeños papeles seguían sin tener sentido y
tampoco tenía ya la voluntad de encontrárselo. Las ideas parecían haberse apagado.
Comenzó a dictar algunas clases en talleres de literatura, como en sus inicios, para tener
ingresos porque las ventas de sus libros no eran como en las mejores épocas. Su última
novela ya formaba parte de los cajones de descuentos de las librerías más viejas de San
Telmo y las anteriores eran eslabones perdidos de la literatura.
Una tarde de domingo estaba Ramiro sentado en las mesas de la vereda del Bar Plaza
Dorrego de Defensa y Humberto Primo tomando un café con leche y leyendo algunos
cuentos que habían escrito alumnos y alumnas de su taller. Le gustaba frecuentar ese lugar
los fin de semana y siempre procuraba estar en la misma mesa o en la de al lado porque
desde allí podía disfrutar a un volumen ideal los tangos que se oían desde la plaza cuando
los bailarines callejeros lucían su espectáculo. Ese mismo domingo, mientras disfrutaba con
entusiasmo La Cumparcita de Matos Rodríguez y no levantaba la vista de un corto texto de
un alumno nuevo en su taller, escucho de algún lugar del gentío que una voz masculina,
áspera, gastada grito discretamente su nombre. Era una voz familiar para él que logró
hacerle levantar la cabeza y comenzó a girarla como un faro peinando el lugar buscando
quien lo llamaba. De repente, desde la vereda de enfrente, una mano levantada, unos lentes
sumamente gruesos y una sonrisa contagiosa descubrieron el breve misterio. Era Roberto
Gómez su viejo editor. Ambos sorprendidos de encontrarse, uno que consideraba al mundo
un pañuelo y el otro que había encontrado una aguja de oro perdida en un pajar.
Estuvieron conversando un largo rato sentados en la misma mesa. Ramiro continuaba con
su café con leche que estaba casi tan frío como la cerveza con maníes de Roberto.
Recordaron viejos momentos, algunos algo incómodos para Orleans pero él era un caballero
y no eludió ningún tema.
Entre risas y anécdotas, con algo de temor, Roberto le preguntó si tendría ganas de volver a
publicar una novela en su editorial.
Le prometió hacerlo con mucho un camino de éxito como en la anterior vez. Sin decirle lo
que le estaba sucediendo artísticamente, le dijo que lo pensaría. Al otro día recorrió algunas
librerías de la zona para comprase algunos libros y debatir en sus talleres. En un momento,
en un cajón en medio de cosas incompletas, encontró un borrador muy antiguo, ajado y
amarillento que estaba escrito a máquina. Era una novela en inglés basada en el nacismo. Le
pregunto al vendedor de que se trataba y no supo que responder pero estaba seguro que no
se habría publicado. Ese ejemplar estuvo por años ahí abandonado y nadie lo llevo. Le dio
una ojeada con su mediocre ingles de secundaria y se dio cuenta que eso era lo que
necesitaba para volver a escribir. Dudó por un momento pero de todas formas se lo llevo
por unos pocos pesos.