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Traducción y prólogo
Pablo Salinas
~3~
Louis Michel, Cartas y escritos
®Pablo Salinas
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~5~
~6~
PRÓLOGO
~7~
ustedes les interesa no seguir
concediéndoles a los monarquistas
conjurados el derecho de beber su sangre
tal como beben nuestro sudor.”
Recién hacía pocas semanas, la insurrección
popular había tomado el poder y el control
de la capital francesa. Los representantes de
un gobierno conformado casi de
emergencia tras la humillante derrota de
Napoleón III ante las tropas prusianas, en
septiembre de 1870, habían sido repelidos y
expulsados por la multitud. Mientras estos,
sin eufemismos, elegían como punto de
repliegue y concentración de fuerzas la
ciudad de Versalles, en París se celebran
elecciones y por primera vez quizá desde
1789 las clases obreras y trabajadoras
alcanzaban directa y significativa
representación en un nuevo gobierno que la
historia conocerá como el de la Comuna de
París.
Pese a ser la capital indiscutida de la cultura
occidental, el gran imán donde convergían
ciudadanos de todo el planeta en busca del
deleite y la instrucción bajo la luz de sus
altas expresiones de refinamiento, París –
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como el resto de Francia- a mediados del
siglo XIX mantenía grandes sectores de su
población sumidos en condiciones de vida
paupérrimas. El mismo barón Haussmann,
alto funcionario, favorito de Napoleón III y
encomendado para encargarse de una
completa remodelación de la ciudad,
detectaba con cierta desazón que más de la
mitad de los parisinos vivían en
condiciones cercanas a la indigencia, pese a
que su jornada de trabajo rondara, nada
menos, las once horas diarias.
En marzo del 71, el pueblo de París,
hastiado de la inoperancia y el engaño de la
clase política dominante, decide una vez
más resignificar los ideales de la Bastilla y
hace ese extraordinario esfuerzo de
organización política fuera de la tutela de
las cúpulas y las castas. Pero se trata del
pueblo, los ciudadanos, artesanos, albañiles,
panaderos, estudiantes, pequeños
burgueses, no soldados. El ejército, el
grueso de las tropas regulares de Francia,
mantiene todavía un grado de adhesión no
menor a las cabezas oficiales de la
institucionalidad. De ahí el llamado de los
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representantes de la Comuna expresado en
los afiches que se reparten por las calles.
Aplicando un patrón de comprensible pero
engañosa lógica, apelan a un factor que
Marx llamaría de “conciencia de clase”. No
podemos conjeturar que tan confiados o
seguros se sienten esos ciudadanos que
redactan ese llamado, esa dramática
interpelación a las tropas ante la inminencia
del ataque. Pero la situación es álgida,
apremiante, y hay que reaccionar, echar
mano a todo recurso que parezca sensato.
Un choque armado parece inverosímil.
Hacía apenas unos meses el ejército había
sido aplastado por las tropas de Bismarck,
¿qué sentido podía tener ahora apuntar
fusiles entre compatriotas?
Una figura que jugará un rol esencial
durante las nueve semanas que durará la
Comuna será Louise Michel. Tiene
entonces 41 años. Con formación de
institutriz pero apartada de la educación
pública por negarse a prestar juramento a
Napoleón III, ha desarrollado durante casi
veinte años una particularísima carrera, la
que ya entonces, ciertamente, da cuenta de
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una determinación, de una voluntad fuera
de rango. Crea escuelas libres en distintos
puntos de Francia, abriendo senda en el
terreno de la pedagogía ajena a lineamientos
y cuadraturas institucionales.
Para entender mejor la Comuna en toda su
hondura y repercusión como fenómeno
social, conviene subrayar cuán estrepitosa
resultó ser la derrota de las tropas francesas
en 1870. Más allá del plano militar, toda
una sociedad que, tras décadas de un
ascenso espumante bajo los fastos del
llamado Segundo Imperio, un régimen que
creía estar reviviendo y perpetuando sin
nubes las glorias del mítico vencedor de
Austerlitz, de la noche a la mañana se ve
enfrentada a una caída tan inesperada como
estrepitosa, con las malolientes huestes de
Bismarck avanzando a campo despejado
hacia París. La fractura brutal de una
sociedad que se descompone; el
sentimiento patriótico sacudido por una
feroz descarga. Muchos, apenas de reojo,
sin ánimo de levantar del todo la vista, ven
esa bandera tricolor flamear mancillada,
salpicada por sangre y barro. La alta
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burguesía alienta para que esa visión se
expanda y se fije como una consigna
nacional. Pero un sector ya no menor, ni
insignificante, se rehúsa y prefiere
confraternizar, ver a un igual, más que un
enemigo, al que avanza desde el otro lado
del Rin. Los soldados prusianos no son
esos cerdos sin escrúpulos, que pronuncian
palabras inentendibles, sino “hermanos de
clase”, sometidos por una misma “clase
opresora”. Y ante eso, esa “clase opresora”
no duda ni tarda en establecer una línea de
diálogo muy por sobre la al parecer
enconada rivalidad militar. Tras el desenlace
en el campo de batalla, Bismarck brinda
todas las facilidades al gobierno de
Versalles, encabezado por Thiers, liberando
60 mil soldados prisioneros para que vayan
a robustecer el ejército y dando luz verde
para que este se desplace con entera
libertad hacia la capital controlada por los
revolucionarios.
En ese teatro de operaciones, Louise
Michel es de las más radicales. La institutriz
de aspecto frágil y esmirriado se adelanta a
la jugada y expone la urgencia de tomar la
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ofensiva y avanzar contra el gobierno de
Versalles, no dar tiempo para que este
reponga y reorganice sus tropas. Sus
camaradas, embriagados por el clima de
jolgorio y espontánea confraternización
popular de los primeros días, desestiman su
propuesta. Lo que, a la larga, resultará fatal.
Su mirada de fuego, asombrosa, terminará
inmunizándola contra la muerte. Una vez
que los versalleses atraviesan las defensas
de las tropas obreras y se desata la matanza,
Louise es llevada ante un tribunal. Ante los
jueces declara:
“Es necesario apartarme de la sociedad. Se
les dice que lo hagan. Y bien, tienen razón.
Ya que parece que todo corazón que bate
por la libertad no tiene hoy más derecho
que a un poco de plomo, ¡reclamo mi parte,
yo!”
Los jueces, encandilados, rehúsan acallarla
con balas –como a la gran mayoría de sus
compañeras y compañeros- y optan por el
destierro.
La confinan al punto más lejano del
entonces extenso dominio colonial francés,
Nueva Caledonia, en el Pacífico Sur.
~ 13 ~
Louise, que cualquier traza de miedo a la
muerte ya la dejó muy atrás, despliega en la
isla un actuar que conserva intactos sus
ideales desplegados en pleno en las calles
parisinas. Cuando los nativos se levantan
contra los abusos de las autoridades
foráneas, ella se les une, mientras la mayoría
de sus antiguos camaradas de la Comuna,
por el contrario, adhieren a la represión.
Tras seis años de exilio, el nuevo gobierno
francés le concederá el perdón. En París la
recibirá una multitud que la aclama.
Tras los días de estruendo de la Comuna,
una vez que las tropas regulares del
gobierno de Francia vencen y masacran a
los improvisados soldados del pueblo, una
de las pocas voces que sale en defensa de
Louise Michel es Victor-Hugo. El poeta es
casi treinta años mayor que la
revolucionaria y la relación entre ambos
data desde que una Michel, provinciana y
apenas veinteañera, se atreve a escribirle al
ya entonces célebre autor. Se trata de un
vínculo particular. A la luz del intercambio
epistolar –Hugo, para gran sorpresa de la
jovencita, responderá esa primera carta-, se
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capta que el poeta, entonces en el punto
más álgido de su carrera política, percibe en
seguida el peculiar aplomo que se esconde
tras esas líneas arrebatadas y nerviosas. La
inexperta muchachita, recluida en una
boscosa región ubicada un centenar de
kilómetros al este de París, le escribe
desesperada ante la inminente muerte de su
querida abuela. Pese a lo quizá trivial del
tema, el olfato superior del poeta le permite
detectar el eco de grandeza todavía
incipiente en esa voz minúscula. De esta
manera, en medio de un cúmulo de tareas y
preocupaciones, esa primera carta logra
robarle su atención y despertarle verdadero
interés. El diálogo quedará así establecido,
hasta la muerte de Hugo treinta y cinco
años más tarde.
A continuación, ofrezco algunas de estas
cartas, junto con otros escritos, de Louise
Michel, traducidas al castellano. Hasta
donde logré averiguar, es posible que varios
de estos textos no cuenten hasta ahora con
su versión para lectores hispanoparlantes.
Se trata de material literario notable en más
de un aspecto. Junto con su quehacer
~ 15 ~
social, pedagógico y revolucionario, la
Michel logró publicar en vida no pocos
títulos. Sin embargo, las líneas que reúne
este librito, escritas lejos de la pretensión
memorialística o la ponencia ideológica,
permiten conocer y conectarse con un
aspecto, una faceta, de particular intimidad
de esta personalidad sobresaliente, a mi
juicio, una de las más fascinantes de todo el
siglo XIX europeo. Mi esfuerzo no apunta
a ofrecer un compendio exhaustivo. Lejos
de eso: concentrándome en un lapso de
tiempo acotado del trayecto vital de la
francesa, brindar una expresión testimonial
de valor superlativo. El punto de inicio lo
da esa primera y asombrosa carta dirigida al
admirado Hugo, hasta 1891, cuando ya de
vuelta de su exilio en la polinesia, las
hostilidades en Francia la empujan a
emigrar a Londres. Desde esa dubitativa y
atormentada jovencita –nunca tímida-, a esa
mujer infatigable que ha desterrado por
completo de su ser el significado de la
palabra miedo. Espero que este puñado de
escritos ayude al lector a desentrañar, al
menos en algún sentido, las claves del
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origen de ese arrojo y atrevimiento
absolutamente fuera de rango. Por lo
demás, ponernos ante una personalidad de
tal determinación y valentía resulta un
ejercicio siempre necesario, especialmente
en estos tiempos de confinamientos y
encierros, resguardos y cobardías
institucionalizadas.
Pablo Salinas. Algarrobo, 2021
~ 17 ~
~ 18 ~
[Entre el 10 y el 23 de octubre, 1850, a
Victor-Hugo]1
Señor,
1
En 1850, cuando Louise Michel le escribe esa primera
carta, Victor-Hugo, en plena madurez con 48 años, es
una figura mayor dentro de la escena cultural y social
de Francia. Ha escrito sus más célebres y significativas
obras dramáticas –Hernani, Ruy Blas-, y como
narrador, una de las novelas cumbres del Romanticismo,
Nuestra Señora de París. Tras la Revolución de 1848 y el
advenimiento de la Segunda República, se vuelca de
lleno en la política, primero como alcalde del distrito VIII
parisino y luego como diputado. En 1851, el golpe de
Estado que pondrá en el poder a Napoleón III lo obligará
a exiliarse.
~ 19 ~
La señora Dehamis, mi abuela a la que no
he dejado nunca, está peligrosamente
enferma y me encuentro sin fuerzas y sin
coraje ante esta atroz inquietud. Estoy
como loca. No sé lo que hago ni lo que
digo. La idea de perderla es horrible para mí
y no tengo otra. Veo bien que ya no hay
esperanza y que todo lo que me dicen de
tranquilizador no es más que para
consolarme y, pese a mi edad, no logro
imaginarme vivir sin ella. Por poco olvido
que tendré a mi madre para consolar.
Desde que estoy en el mundo, jamás me he
separado de mi abuela. Ella fue mi única
institutriz. Vivimos la una para la otra y
ahora todo eso terminará. No sé lo que le
digo. Mis ideas se agolpan, pero usted me
perdonará y me escribirá algunas líneas para
darme valor ya que no tengo más. Dicen
que soy piadosa, y bien, si la perdiera, me
parece que ya no creería más en nada. Dios
sería demasiado cruel.
Encuentro bajo mi mano no sé qué
borradores: se lo envío. Serán quizá los
últimos que reciba de mí. Si la pierdo, no
haré nada más, o bien eso me hará morir.
~ 20 ~
Entonces, hermano, hará algunos versos
sobre mi tumba. Adiós, perdón por esta
carta, estoy loca de dolor, no sé en qué
convertirme, todo me parece muerto,
escríbame.
~ 21 ~
~ 22 ~
[Otoño, 1850]
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sobre las mías, tal como pasábamos largas
horas ella y yo por las noches. ¿Ha
experimentado alguna vez esos momentos
en que el alma rompe el cuerpo? Es así que
yo moría, y entonces seré bien dichosa, la
volveré a ver. Y si Dios me da alas, velaré
sobre usted. ¿Dígame si ha tenido
pensamientos que devoran y que no se
comprenden? Debe ser la lengua del cielo o
la del infierno. Eso no se sabe más que en
la tumba. Todo me parece como un sueño,
pero es quizá el sueño el que es la vida. He
venido a dudar de todo, incluso de la
realidad de la existencia. Escribiré algunas
páginas de mi vida, pero solo para usted.
Todo lo que le diré no será más que entre
Dios y nosotros. Y comprenderá entonces
porqué creí en la fatalidad, y porqué, como
un nombre mágico que brilla en la noche,
grité hacia ella. Pero no será hoy que le diré
todo eso, me es imposible seguir una idea y
esos pensamientos que no logró desenredar
me desgarran. Me parece que mi frente se
quiebra para dejarlos volar y no encuentro
una palabra para escribirle. Hugo, no me
~ 24 ~
olvide nunca, dígame que piensa en mí.
Aunque esto no sea así, dígamelo.
~ 25 ~
~ 26 ~
[Fecha exacta desconocida]
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ojos de la calumnia. Tengo derecho
también de decírselo, yo a quien haría
reproches si tuviera dudas.
Hasta pronto, ya que si no le escribiera, no
podría soportar la vida.
~ 28 ~
A nombre del Comité de vigilancia de
los ciudadanos del distrito 18, Louise
Michel le escribe a Georges
Clemenceau , entonces alcalde de
2
2
Nacido en 1841, Georges Clemenceau, quien llegará a
ser una de las grandes personalidades políticas de
Francia durante las primeras dos décadas del siglo XX,
es, al momento de la redacción de esta carta, el joven
alcalde de Montmartre, barrio del norte de París donde
se desarrollará buena parte de los enfrentamientos
entre el ejército de Versalles y las improvisadas tropas
ciudadanas de la Comuna. Desde entonces, Clemenceau
profesará una franca admiración por la Michel,
interviniendo en su favor tras el retorno de esta desde
su exilio en la Polinesia.
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enfermos y niños para evitar que la
república sea engañada.
2. Poder de requisar inmediatamente las casas
abandonadas con el fin de alojar a los
ciudadanos sin techo y establecer asilos
donde los niños sean alimentados.
3. Abolición completa en el distrito 18 de los
talleres religiosos y de las casas de puta.
4. Fundición de las campanas de Montmartre
para los cañones.
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~ 31 ~
~ 32 ~
[La Gazette des Tribunaux, diciembre
1871] 6° Consejo de guerra. Presidencia
del Sr. Delaporte, coronel del 12°
Cazadores a caballo.
Audiencia del 16 de diciembre de 1871
Nuestra opinión es que es necesario
someter a juicio a Louise Michel por:
~ 33 ~
asistiendo en conocimiento los autores de
la acción en los hechos que los
consumaron;
Crímenes contemplados en los artículos 87,
91, 150, 151, 159, 59, 60, 302, 341, 344 del
Código Penal y la ley del 24 de mayo de
1834.
Sr. Presidente: Ha escuchado los hechos
por los que se le acusa; ¿qué tiene que decir
en su defensa?
La acusada: No quiero defenderme, no
quiero ser defendida; pertenezco por
completo a la revolución social, y declaro
aceptar la responsabilidad de mis actos. Lo
acepto por completo y sin restricción.
¿Usted me reprocha haber participado en el
asesinato de generales? A lo que respondo
“sí”, si es por haberme encontrado en
Montmartre al momento que quisieron
disparar contra el pueblo; no habría dudado
en disparar contra quienes daban ordenes
semejantes; pero cuando fueron hechos
prisioneros no comprendo que se les haya
fusilado, ¡y me parece ese acto una insigne
cobardía!
~ 34 ~
En cuanto al incendio de París, sí, participé.
Quería imponerles una barrera de llamas a
los invasores de Versalles. No tuve
cómplices para ese acto, actué según mi
propio impulso.
¡Dicen también que soy cómplice de la
Comuna! Por supuesto que sí, ya que la
Comuna quería antes que nada la
revolución social, y que la revolución social
es el más querido de mis deseos; incluso
más, siento el honor de ser uno de los
promotores de la Comuna, que, por otro
lado, no tiene que ver, que se sepa bien,
con los asesinatos y los incendios: yo, que
asistí a todas las sesiones en el Hotel de
Ville, declaro que jamás fue cuestión de
asesinatos e incendios. ¿Quieren conocer a
los verdaderos culpables? Son los
personeros de la policía, y más tarde, quizá,
la luz caerá sobre todos esos eventos, de los
cuales hoy encuentran lo más natural hacer
responsables a los partisanos de la
revolución social.
~ 35 ~
Un día, le propuse a Ferré3 invadir la
Asamblea; quería dos víctimas, el Sr. Thiers
y yo, ya que había dado en sacrificio mi vida
y había decidido dar el golpe.
Sr. Presidente: En una proclama, ¿usted
dijo que se debería, cada 24 horas, fusilar
un rehén?
La acusada: No. Solamente quise amenazar.
Pero, ¿por qué defenderme? Ya se lo
declaré, rehúso hacerlo. Ustedes son
hombres que van a juzgarme; estoy ante
ustedes a rostro descubierto; ustedes son
hombres y yo no soy más que una mujer, y
no obstante lo miro a la cara. Sé bien que
todo lo que les pueda decir no cambiará
nada a vuestra sentencia. Por tanto, una
única y última palabra antes de sentarme:
no quisimos otra cosa más que el triunfo de
la Revolución; lo juro por nuestros mártires
3
Théophile Ferré, parisino nacido en 1846, es electo
para formar parte del Consejo de la Comuna. Hecho
prisionero tras la caída de esta, es fusilado junto a otros
dos compañeros, en el campo de Satory en septiembre
de 1871.
~ 36 ~
caídos en el campo de Satory, por nuestros
mártires a los que aclamo de nuevo acá muy
en alto, y que un día encontrarán un
vengador.
Otra vez más: les pertenezco; hagan
conmigo lo que les plazca. Tomen mi vida
si quieren; no soy mujer para disputárselas
ni por un rato…
Sr. Presidente: ¿Escribía ustedes en diarios,
en “El Grito del Pueblo”, por ejemplo?
La acusada: Sí, no oculto nada.
Esos diarios requerían cada día la
confiscación de bienes del clero y otras
medidas revolucionarias similares. ¿Esas
eran pues sus opiniones?
La acusada: En efecto. Pero constate que
nosotros nunca quisimos tomar esos bienes
para nosotros; soñando nada más que en
donarlos al pueblo para su bienestar.
Sr. Presidente: ¿Pidió la supresión de la
magistratura?
~ 37 ~
Tenía ante mis ojos el ejemplo de sus
errores. Recordaba el caso Lesurques4 y
tantos otros.
Sr. Presidente: ¿Reconoce haber querido
matar al Sr. Thiers?
La acusada: Absolutamente. Ya lo dije y lo
repito.
Según parece, usted llevaba puestos
distintas vestimentas durante la Comuna…
La acusada: Estaba vestida como de
costumbre; no sumé más que un cinturón
rojo sobre mi ropa.
Sr. Presidente: ¿No llevó puestas varias
veces ropas de hombre?
La acusada: Una sola vez, el 18 de marzo:
me vestí como guardia nacional, para no
atraer las miradas…
Sr. Presidente: Acusada, ¿tiene algo que
decir en su defensa?
4
Joseph Lesurques, hombre de negocios con una hoja
de vida intachable, fue acusado de robo y condenado a
la guillotina en 1796, tras un proceso con evidentes
faltas. En 1800, se lleva ante los jueces al verdadero
culpable y la figura de Lesurques es rehabilitada.
~ 38 ~
La acusada: Lo que reclamo de ustedes, que
se afirman consejo de guerra, que hacen
como jueces, que no se esconden como la
comisión de gracia, de ustedes que son
militares y que juzgan de cara ante todos, es
el campo de Satory, donde ya han caído
nuestros hermanos.
Hace falta apartarme de la sociedad; se les
dice que lo hagan: y bien, el comisario de la
república tiene razón. Ya que parece que
todo corazón que bate por la libertad no
tiene hoy más derecho que a un poco de
plomo, ¡reclamo mi parte, yo! Si me dejan
vivir, no cesaré de gritar venganza, y
denunciaré a la venganza por mis hermanos
a los asesinos de la comisión de gracia.
Sr. Presidente: No puede darle la palabra si
sigue con ese tono.
Louise Michel: Terminé… Si no son unos
cobardes, ¡mátenme!
~ 39 ~
~ 40 ~
[Sin fecha. Entre 1871 y 1873. A Victor-
Hugo]
Poeta,
~ 41 ~
hecho que la Comuna no solo no cometió
esos crímenes, sino que resistió cuando
París estaba repleto de agentes
provocadores y de traidores. Le pido a
usted que sea tan justo publicar las cartas
que le adjunto.
No solamente mis jueces evitaban presentar
ante los consejos de guerra a las mujeres
revolucionarias, incluso cuando las palabras
de estas mujeres los impresionaron,
ahogaron sus voces. Llevaron ante los
consejos de guerra a desgraciadas que
lloraban y comparsas pagadas, pero a mí, de
quien dijeron que pasaría en las primeras
causas, esperaron al último con el fin de
que no me dirija ante esa mala multitud de
los consejos y despierte un poco el espíritu.
Prefieren que antes ya estén consumados
todos sus crímenes y, en seguida, harán un
simulacro de amnistía, la cual, por mi parte,
no aceptaré.
¿Los miserables, los bandidos, que nos
envían a nosotros, los revolucionarios,
deportados, por haber cometido el crimen
de querer salvar la República, y abren las
prisiones para los que no hicieron nada?
~ 42 ~
Ellos sabían bien que ninguno de entre
nosotros querría entrar en su París, tal
como lo hicieron, ni quedarse en la Francia
que están haciendo.
Cuando ya no estén y cuando todo sea
ruinas, si nos llaman, los que queden
vendrán nuevamente a dar su vida para la
multitud que lo reniega y pide su cabeza.
No sé, querido maestro, cómo le escribo, ya
que la indignación y la vergüenza me pasan
por la cabeza. Si hacen estos horrores, oh
revolución, mis amores, seré yo quien te
vengará y nunca habrá existido tal
venganza.
Louise Michel
~ 43 ~
~ 44 ~
[Sin fecha exacta. Manuscrito, 1871]
~ 45 ~
3, establecer entre los trabajadores y
quienes necesitan mano de obra lazos
directos que supriman a los empresarios.
Certifico además que Beatrix Euvrie no
siguió jamás a los batallones federales y no
se ocupaba más que de la ropa de las
ambulancias y de otras cosas de ese tipo
como un montón de otras damas. En fin,
ella fue en primera instancia reconocida
inocente y puesta en libertad, la señora
Jules Simon se interesa en ella; ha sido, tras
agradecerle, nuevamente arrestada por una
denuncia. Declaro, pues, que las
acusaciones que pesan sobre muchas
mujeres de Montmartre a cargo de
ambulancias deben más bien ser imputadas
a mí, quien ha comenzado todo. Me
sucederá lo que se quiera, pero cada vez
que he gritado he pasado la primera y
reivindicaré la parte de la acusación que me
pertenece. Hagan de mí lo que les plazca,
pero no me confundan con quienes
parlotean y no actúan.
~ 46 ~
~ 47 ~
~ 48 ~
A la Comisión de Gracia. Central de
Auberive, 28 de noviembre 1872, 7 de la
mañana.
~ 49 ~
“Louise Michel hablando con un grupo de
comuneros”. Pintura de Jules Girardet, 1871
(Detalle)
~ 50 ~
[Sin fecha exacta, 1872,
aproximadamente]
~ 51 ~
Ah, no pierden nada, señores, ya sus
nombres los conocemos todos.
He aquí los miserables que tuvieron en sus
manos la vida de sus hermanos y que,
siendo unánimes para la muerte, se
acusarán cobardemente los unos contra los
otros el día de la Justicia.
Creí esa cosa insensata de que en medio del
silencio del terror, escucharíamos la voz de
la prisionera y que quizá no habría ni frías
ejecuciones ni frías venganzas. Me
equivoqué. Me impidieron comparecer
entonces, y ahora ya no es tiempo. Ahora
que han degollado a su antojo, seremos
miserables si no hacemos justicia.
Desgracia a aquellos que les haría gracia,
lamentarán en este momento al que han
asesinado, ya que este era clemente en la
victoria, tanto como era orgulloso ante la
muerte. Y bien, pues, que la venganza
tenga, lentamente, fríamente, su turno, que
sea calculada mucho tiempo, como sus
crímenes.
Louise Michel
~ 52 ~
[Londres, 15 noviembre, 1891, a M.
Vaughan]
Mi querido amigo,
~ 53 ~
que me vio en el Bois de Boulogne durante
el juicio de los Inválidos?
Muchos saludos de parte de Charlotte y de
mí.
Los abrazo a todos con todo mi corazón,
L. Michel.
~ 54 ~
~ 55 ~