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Ernesto Lavega - 27237

Estetización de la política

De acuerdo con el estudio de Martin Jay (1993), la idea de “estetización de la

política” es impulsada por Walter Benjamin, en el contexto de entre guerras1, cuando en

1930 hace una reseña sobre la colección de ensayos compilada por Ernst Jünger que lleva

por título War And Warrior. Durante su trabajo, Benjamin toma nota de cómo los autores

idealizan la tecnología de la muerte y la movilización total de las masas, y señala a esta

forma de expresión como la “transferencia de los principios de l’ art pour l’ art a la guerra

misma”. Cuando en 1936 presenta su ensayo célebre, “La obra de arte en la época de su

reproductibilidad técnica”, concluye en ampliar su análisis del campo de la guerra al de la

política. En este sentido, señala al fascismo como responsable de la “estetización de la

política” a la que se refiere. Si bien estas ideas no se difunden rápidamente según Jay, el

vínculo negativo que se establece entre estética y política es captado por variados sectores

como una explicación satisfactoria al ejercicio de seducción y fascinación desplegado por el

fascismo.

En el centro de este tipo de análisis podemos ubicar a figuras como Bill Kinser y Neil

Kleinman con sus explicaciones sobre posibles causas del nazismo; los comentarios de J. P.

Stern y las críticas al respecto de Susan Sontag. Así mismo, Alice Yaeger Kaplan,

identifica algo similar en el fascismo francés.

Estos análisis, entre otros, establecen entonces una plena conexión entre “la estetización de

la política” y el fascismo, de tal modo que, al llegar esta idea a ocupar un lugar común, se

traslada del campo de los historiadores al de los críticos literarios, en “una indagación […]

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Primera y segunda Guerra Mundial.

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sobre lo que se ha dado en llamar “la ideología estética”. Esta expresión fue acuñada por

Paul De Man” (Jay, 1993).

El desplazamiento de la esfera de la historia hacia el campo literario produjo una

reevaluación de la estética, juzgando como perniciosa su imposición en la política. Por esta

razón es que Jay se propone indagar algunos usos alternativos de un término tan ambiguo

como estética, para poder comprender “por qué se estima problemático que se lo extienda

al terreno de la política”.

El autor identifica así, un uso de la estética que de acuerdo con Benjamín se vincula a “la

tradición de l’ art pour l’ art de diferenciar una esfera llamada arte de aquellas otras

búsquedas humanas […] Una política estetizada en este sentido tiene como único criterio

de valor el mérito estético.” A tal punto dice el autor, de glorificar la destrucción, “las

bellas ideas que matan”, como aparecen en el Manifiesto Futurista de Marineti. Para Jay,

otro uso del término “estética” deriva de la idea del político como un artista capaz de

modelar la sociedad. Un uso de este tipo, dice el autor, reduce al público activo a una masa

sin voluntad capaz de ser creada por el artista/político. Por último, advierte un uso del

término en la batalla de la imagen y la palabra, en el que “la estetización de la política

significa la victoria del espectáculo sobre la esfera pública” (Jay, 1993).

Estos usos según el autor, vinculan a la estética con la irracionalidad, el sometimiento, la

ilusión, el mito y la indiferencia ante la ética, la religión y el conocimiento.

Pero desde otra perspectiva, afirma Jay, de acuerdo con la crítica de la “ideología estética”

de Paul de Man, quien hace una interpretación simétrica a la de Benjamin, la estética

aparece identificada como complemento de la razón, como la expresión sensual de un tipo

de racionalidad superior. Para de Man, ciertas expresiones del arte implican una política,

tienen una ideología, y la búsqueda de armonía en la estética lleva a una política autoritaria.
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Esta idea de Paul de Man, ha sido suscripta con mayor o menor adhesión u hostilidad en

diversos análisis “unidimensionalmente negativos” en distinto grado.

Sin embargo, existen otras respuestas más atractivas que abordan el vínculo entre estética y

política según Jay. Una de ellas es la que se inspira en la distinción absoluta que hace de

Man entre lo estético y lo literario. Critica la “ideología estética”, en el sentido marxista,

como un conjunto de ideas a través de las cuales explicamos el mundo. La ideología estaría

de este modo impregnada de ideas falsas.

Dos posturas más benignas respecto del vínculo entre estética y política son, para Jay, la de

Jean-Françoise Lyotard por un lado, de cuyas ideas el autor concluye que “la práctica

política, como la estética, no puede llegar nunca a subordinarse a una teoría totalizadora.”

Y por otro, como la versión más promisoria, Hannah Arendt propone “reemplazar la

temeraria creencia de que el político, como el artista creador, puede comenzar con una tela

limpia […], por el reconocimiento de que la política necesita elegir entre una cantidad

limitada de alternativas imperfectas, condicionadas por la historia” (Jay, 1993).

Para finalizar, más allá de las limitaciones que Jay encuentra en estas dos últimas

respuestas respecto del vínculo entre estética y política, el autor concluye que ambas “son

útiles referencias que nos hacen recordar que no toda variante de la estetización de la

política debe conducir al mismo tenebroso final”. No todas las implicancias del arte tienen

la misma fuerza o peso, ni tampoco llevarían indefectiblemente al autoritarismo.

Revolución Francesa

En su trabajo de 1986 Política, cultura y clase durante la Revolución Francesa, Lynn

Hunt analiza los símbolos visuales que surgen en un período histórico controvertido,
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marcado por la ruptura con el Antiguo Régimen y la construcción de nuevos “marcos

culturales”. En un contexto de cambio drástico del régimen político, se produce una crisis

de representación en la que la instalación de nuevos símbolos se hace indispensable para la

consolidación del nuevo orden.

La autora critica los enfoques tradicionales de los estudios 2 sobre la Revolución Francesa,

en los que el objetivo ha estado puesto más en las causas y en las consecuencias de la

misma, y no así en la experiencia revolucionaria provista de “valores comunes y

expectativas compartidas” así como de “reglas implícitas que expresaban y formaban las

intenciones colectivas”, lo que la autora denomina “la cultura política de la Revolución, la

cual proveía la lógica de la acción política revolucionaria.” Esta política, en el intento

revolucionario por romper con el pasado, creó la ideología más que expresarla. Así, la

Revolución puede interpretarse como una “interacción entre ideas y realidad, entre

intención y circunstancia, entre prácticas colectivas y contexto social”, con prácticas

simbólicas propias “como lenguaje, imágenes y gestos”, las que constituyeron una nueva

clase política, una nueva e impactante cultura política. Estas prácticas, según la autora, no

fueron simplemente la emergencia de intereses económicos y sociales “subyacentes”, por el

contrario, “los revolucionarios trabajaron para reconstruir la sociedad y sus relaciones.”

(Hunt, 1986).

De acuerdo con Clifford Geertz, Hunt, en el Capítulo 3: Las imágenes del radicalismo,

sostiene que “toda autoridad política requiere de “marcos culturales” o “patrones

ficcionales” en los cuales definirse a sí misma y realizar reclamos”.

Estos nuevos “marcos culturales” de la Revolución Francesa, se ven provistos de una

cantidad de símbolos construidos por los revolucionarios: un nuevo sello, la imagen de la

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Estudios marxistas, revisionistas y toquevillianos.

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libertad en reemplazo de la servidumbre, la razón sobre lo “divino”, la soberanía del pueblo

y la República en lugar de la monarquía. Todos estos cambios tomaron forma en las

distintas representaciones que se hicieron en cada caso. De este modo, se inició un debate

sobre la imagen de la República, que inicialmente fue la de Marianne, ampliamente

aceptada y difundida al principio en Francia. Pero pronto, en medio de los esfuerzos por

remodelar la República, Marianne fue reemplazada en las monedas y en el sello estatal por

un símbolo que representaría al pueblo, inspirado en una colosal estatua de Hércules que el

artista-diputado David sugirió a la Convención que erigiera con tal objetivo. Sin embargo,

la representación de Hércules tomó distintas formas a medida que la Revolución enfrento

sus diferentes etapas. Un Hércules colosal que nunca sería identificado con el rey en un

momento, como también un Hércules más radicalizado durante el “Terror”, representado

con un garrote apaleando una serpiente, u otro con ropas de sans-culotte, más cercano a la

imagen del pueblo. Un Hércules que fue representado en el Festival del Ser Supremo

celebrado en el Campo de Marte, con la Libertad y la Igualdad en su mano como señal de

que el pueblo había sido controlado. (Hunt, 1986).

Sin embargo, como consecuencia del fin de la radicalización de la Revolución tras la caída

de Robespierre y de David, la imagen de Hércules cobra nuevas representaciones. Luego de

la caída de los radicales, los diputados decidieron el uso de símbolos abstractos. Si bien

Hércules no desaparece por completo de las representaciones, es quitado del sello Estatal y

aparece en algunas monedas, ya de un tamaño natural y como símbolo fraternal de unión

entre la Libertad y la Igualdad, como muestra de que fue domesticado.

Según Hunt, después de 1799, “la memoria de Hércules se desvaneció. Marianne, la figura

de la Libertad y la República, no desapareció, pero se vio eclipsada por las representaciones

del mismo Bonaparte.” Para la autora:


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[…] las representaciones de la Revolución definieron la experiencia de poder. Cuando el
“patrón ficcional” de la monarquía fue minado, los republicanos se equiparon para encontrar
nuevos modos de juntar las piezas de su nuevo mundo. Marianne y Hércules fueron dos
figuras centrales en su nuevo cosmos político. […] La crisis de representación nunca fue
resuelta durante la década revolucionaria, pero como consecuencia, republicanos y radicales,
en particular, llevaron los temas a los límites más extremos. (Hunt, 1986) .

Realismo Socialista

Luego de la Revolución Rusa, la formación de la Unión de Repúblicas Socialistas

Soviéticas (URSS) se identifica con un tipo de representación que intenta romper con el

antiguo orden zarista. De este modo, nuevas estructuras para el arte instalan formas nuevas

con un sentido político. Un arte nuevo para una sociedad nueva. Pero ¿Qué tipo de arte

representaría entonces a trabajadores urbanos y rurales? ¿Cómo dirigir la propaganda hacia

estos dos tipos de trabajadores? Son algunos de los interrogantes que se presentan.

En un primer momento, grupos de vanguardia dan una respuesta. Durante los primeros años

de la Revolución, la postura aperturista de Lenin permite que se introduzca el arte moderno

como símbolo de esa nueva sociedad. Sin embargo, una vez afianzada la URSS, hacia fines

de la década de 1920, surge la necesidad de dar una imagen que ya no se asimila a la

ruptura con el pasado, sino más bien que mira hacia el futuro, y con la realidad de una

Unión Soviética que progresa, se industrializa y crece, en base al esfuerzo común de un

colectivo unificado en la heterogeneidad de “la sexta parte del mundo”, como la denominó

Dziga Vertov en su film homólogo. La idea de una estética nueva que identifique a un

sociedad nueva ya no funciona y se hace indispensable una nueva forma de representación.

Según Toby Clark (1997), a partir de 1934, en la URSS bajo la conducción de Stalin, el

Realismo Socialista se convierte en la estética oficial del arte soviético. Un arte que

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produce imágenes de obreros y campesinos idealizados, rodeados de progreso, que miran

hacia el futuro, y con un culto a la personalidad del líder. Con bases en cuatro principios

universales: Accesibilidad al público popular y como “reflejo de sus preocupaciones”;

Expresión de los intereses de clase; Temas relacionados con cuestiones cotidianas

concretas; y Fidelidad a los puntos de vista del Partido Comunista. La imposición de este

estilo significó, para el autor, el control del Estado soviético sobre el arte.

Ya en 1932, habían sido abolidos los grupos de arte independiente, “acompañado por la

nueva imposición de la ortodoxia comunista en todos los campos, incluida la ciencia, la

medicina y la educación.” (Clark, 1997).

Si tomamos como parámetro el estilo, el Realismo Socialista puede leerse, en un sentido,

como la continuación natural del legado de los revolucionarios rusos del siglo XIX. Sin

embargo, a pesar del estilo realista, el tema soviético va a ser nuevo, ya que, a diferencia

del realismo ruso del siglo XIX que criticaba duramente al zarismo, el nuevo arte “oficial”

exalta, sostiene y difunde la propaganda estatal.

Muchos artistas jóvenes formados en la Revolución, rápidamente adoptaron al estilo

“oficial”, el único permitido, mientras que los vanguardistas que actuaron durante los

primeros años debieron adaptarse al nuevo estilo. Pero no todos pudieron hacerlo, algunos

se exiliaron, otros se apartaron de su trabajo.

Uno de los artistas de vanguardia que se adaptó al Realismo Socialista es Aleksandr

Deineka (1899-1969), quien ya en la década de 1920 producía obras realistas pero con

técnicas de vanguardia. Las tres obras de este artista que analizamos, nos permiten

identificar de qué modo con sus pinturas formó parte del aparato de propaganda soviético,

en dos momentos muy diferentes, y dentro de los parámetros del nuevo estilo estatal. Nos

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referimos a Trabajadores textiles3, de 1926, una obra que, por el año de su creación, revela

el ideal del artista de una fábrica muy moderna, algo que posiblemente distara

considerablemente de la realidad cotidiana de aquel momento en el que el Realismo

Socialista no era aún el estilo único adoptado por el Estado. Un trabajo más influenciado

por las vanguardias, en contraste con sus obras posteriores; Carrera de relevos4, de 1947,

una obra que permite decodificar, según Clark (1997), que “[…] El deporte estuvo también

sujeto a la interpretación y el control ideológicos […] recoge el tipo de manifestación

deportiva que fue una característica constante […] de la vida cotidiana.”; y Cuenca del

Don5, también de 1947, presenta a las mujeres en el rol de trabajadoras equiparables con los

hombres, como parte de la gran fuerza de trabajo humano que impulsa y genera a la URSS.

Estas dos últimas obras, a diferencia de Trabajadores textiles de la década del ‘20, fueron

creadas luego de la Segunda Guerra Mundial. Es evidente que el ideal físico es distinto en

los dos momentos, con figuras humanas más realistas en las obras de 1947, mientras que en

1926, la obra de Deineka exalta la modernidad de la fábrica y la figura humana, descalza,

puede identificarse con el estilo de las vanguardias.

Es posible que Deineka, por estar asociado al poder y la propaganda, no haya tenido el

estudio merecido por parte de la Historia del Arte. Este artista comprometido con la

Revolución desde sus comienzos, trasciende en alguna medida los ideales soviéticos al

servicio del Partido Comunista y sus trabajos posiblemente reflejan los propios. Por lo

tanto, la idealización del artista permite, en un punto, cuestionar el realismo de sus obras.

3
Ver imagen en: https://lamuruexposiciones.wordpress.com/2011/10/23/%C2%BFrealismo-sovietico/
4
Ver imagen en: http://poeticas.es/?attachment_id=270
5
Ver imagen en: https://emmatrinidad.wordpress.com/2011/11/05/cuando-el-arte-se-convirtio-en-revolucion-
aleksandr-deineka-1899-1969-una-vanguardia-para-el-proletariado/

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Referencias bibliográficas:

CLARK, Toby (1997), Arte y propaganda en el siglo XX. La imagen política en la era de
la cultura de masas, Madrid, Akal, 2000, Cap 3: “La propaganda del estado
comunista”, pp. 73-101.

HUNT, Lynn (1986), Política, cultura y clase durante la Revolución Francesa, Córdoba,
Universidad Nacional de Córdoba, 2004, “Introducción: Interpretando la
Revolución Francesa” pp. 33-55 y Cap 3 “ Las Imágenes del Radicalismo” pp. 147-
191.

JAY, Martin (1993), “La ideología estética como ideología o ¿qué significa estetizar la
política”, en: Campus de fuerza. Entre la historia intelectual y la crítica cultural,
Buenos Aires, Paidós, 2003, pp. 143-166.

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